Bunge, Mario (1985): La Investigación Científica. Cap. 11. Madrid: Ariel.

 

NOTA: la versión completa de todo este capítulo, que incluye la noción de Tecnología, puede verse aquí mismo en formato PDF


CAPÍTULO 11

 

ACCIÓN

 

 

 

En toda ciencia, sea pura o aplicada, la teoría es a la vez la culmina­ción de un ciclo de investigación y una guía para investigación ulterior. En las ciencias aplicadas las teorías son, además de eso, la base de siste­mas de reglas que prescriben el curso de la acción práctica óptima/Por otro lado, en las artes y oficios o bien no hay teorías o bien éstas son meros instrumentos de acción. Pero eso no se refiere a teorías enteras, sino sólo a su parte periférica; puesto que sólo las consecuencias de nivel bajo de las teorías pueden estar en contacto con la acción, son esos resultados fi­nales de las teorías los que atraen la atención del hombre práctico. En épo­cas pasadas se consideraba que un hombre era práctico de algún arte cuando al obrar prestaba poca o ninguna atención a la teoría, o bien se basaba en teorías espontáneas del sentido común. Hoy día, un práctico es más bien una persona que obra según, decisiones tomadas a la luz del mejor conocimiento tecnológico: no científico, porque la mayor parte del co­nocimiento científico está demasiado lejos de la práctica o incluso es irre­levante para ella. Y ese conocimiento tecnológico, hecho de teorías, re­glas fundamentadas y datos, es a su vez un resultado de la aplicación del método de la ciencia a problemas prácticos (cfr. Secc. 1.5).

La aplicación de la teoría a fines prácticos plantea problemas filosó­ficos considerables y descuidados en gran medida. Tres de esos problemas -el de la capacidad confirmadora de la acción, el de la relación entre la regla y la ley y el de los efectos de la previsión tecnológica en el compor­tamiento humano- se estudiarán en este capítulo. Son meras muestras de un sistema de problemas que un día u otro deberían dar origen a una filo­sofía de la tecnología.

 

11.1. Verdad y Acción

 

Un acto puede considerarse racional si (i) es máximamente adecuado a un objetivo previamente puesto y (ü) el objetivo y los medios para conse­guirlo se han escogido o realizado mediante el uso consciente del mejor conocimiento relevante disponible. (Esto presupone que ningún acto ra­cional es en sí mismo un objetivo, sino que es siempre instrumental.) El conocimiento subyacente a la acción racional puede encontrarse en cual­quier tramo del amplio espectro encerrado por los límites del conocimiento común y el conocimiento científico, pero en cualquier caso tiene que ser conocimiento propiamente dicho, no hábito ni superstición. Nos interesa aquí una clase especial de acción racional: la guiada, al menos en parte, por la teoría científica o tecnológica. Los actos de esta clase pueden con­siderarse máximamente racionales, porque se basan en hipótesis funda­mentadas o contrastadas y en datos precisos, no en el mero conocimiento práctico o en la tradición acrítica. Una tal fundamentación no garantiza que la acción tendrá un éxito completo, pero suministra los medios para el perfeccionamiento gradual del acto. Es, en efecto, el único medio cono­cido para acercarse a los objetivos dados y mejorarlos incluso, igual que los medios para alcanzarlos.

Una teoría puede tener relevancia para la acción ya porque suministre conocimiento sobre los objetos de la acción, máquinas, por ejemplo, ya por­que se refiera a la acción misma, por ejemplo, a las decisiones que preceden y guían la manufactura o el uso de máquinas. Una teoría del vuelo es del primer tipo, mientras que una teoría de las decisiones óptimas sobre la distribución del tránsito aéreo por una región es de la última clase. Las dos del ejemplo son teorías tecnológicas; pero, mientras que las de la pri­mera clase son sustantivas, las de la segunda son operativas en cierto sen­tido. Las teorías tecnológicas sustantivas son esencialmente aplicaciones de teorías científicas a situaciones aproximadamente reales; así por ejem­plo, una teoría del vuelo es esencialmente una aplicación de la dinámica de los flúidos. Las teorías tecnológicas operativas, en cambio, se refieren desde el primer momento a las operaciones de complejos hombre-máquina en situaciones aproximadamente reales; así por ejemplo, una teoría de la gestión de líneas aéreas no estudia los aviones, sino ciertas operaciones del personal. Las teorías tecnológicas sustantivas tienen siempre inmediatamen­te a sus espaldas teorías científicas, mientras que las teorías operativas nacen en la investigación aplicada y pueden tener poco -o nada- que ver con teorías sustantivas. Por esta razón matemáticos y lógicos con escaso conocimiento previo de teorías científicas del mismo campo pueden dar importantes contribuciones a dichas teorías operativas. Unos pocos ejem­plos aclararán más la distinción sustantiva-operativa.

La teoría relativista de la gravitación puede aplicarse al trazado de generadores de campos antigravitatorios (campos que contrapesan el cam­po gravitatorio terrestre), y esos campos pueden utilizarse a su vez para facilitar el lanzamiento de naves espaciales. Pero, como es natural, la teo­ría de la relatividad no se refiere particularmente ni a los generadores de campos ni a la astronáutica: se limita a suministrar parte del conocimiento relevante para planear y manufacturar generadores antigravitatorios. El geólogo aplicado que trabaja en prospecciones petrolíferas utiliza la pa­leontología, y los resultados a que llega en sus dictámenes son una base para la elaboración de decisiones para los equipos de sondeo; pero ni la paleontología ni la geología se ocupan directamente de la industria del petróleo. El psicólogo industrial puede utilizar la psicología en interés de la producción; pero la psicología no se ocupa directamente de la produc­ción. Esos tres ejemplos lo son de aplicación de teorías científicas (o semi­científicas, según los casos) a problemas que surgen en la acción.

Por el otro lado las teorías del valor, de la decisión, la teoría de los juegos y la investigación operacional tratan directamente la estimación, la elaboración de decisiones, la planificación y la acción; pueden incluso aplicarse a la investigación científica considerada como una clase de acción, con la optimista esperanza de optimizar su producto. (Esas teorías no pue­den decir cómo podría sustituirse el talento por btra cosa, pero sí cuál es el mejor modo de explotarlo.) Esas teorías son operativas, y hacen escaso uso -si es que hacen alguno- del conocimiento sustantivo suministrado por las ciencias físicas, biológicas o sociales: suelen bastarles el conoci­miento ordinario, un conocimiento especializado, pero no científico (por ejemplo, de prácticas de inventario), y la ciencia formal. Basta pensar en la cinemática estratégica aplicada al combate, o en los modelos de colas: no son aplicaciones de ninguna teoría científica pura, sino que son ellas mismas teorías independientes. Lo que utilizan esas teorias operativas o no-sustantivas no es el conocimiento científico sustantivo, sino el método de la ciencia. Tales teorías pueden, en efecto, considerarse científicas y dirigidas al tema de la acción: son, dicho brevemente, teorías de la acción. Son teorías tecnológicas respecto del objetivo, que es más práctico que cognoscitivo; pero, aparte de eso, no difieren grandemente de las teorías de la ciencia. De hecho, toda buena teoría operativa tendrá al menos los siguientes rasgos característicos de las teorías científicas: (i) no referirse directamente a piezas de realidad, sino a modelos más o menos idealizados de la misma (por ejemplo, contrincantes plenamente racionales y perfecta­mente informados, o demandas y suministros continuos); (ii) como conse­cuencia de lo anterior: utilizar conceptos teoréticos (por ejemplo, "proba­bilidad"); (iii) poder absorber información empírica y enriquecer a su vez la experiencia suministrando predicciones o retrodicciones; (iv) ser, por tanto, empíricamente contrastable, aunque no tan rigurosamente como las teorías científicas (cfr. Fig. 11.1).


 

 

Consideradas desde el punto de vista práctico, las teorías tecnológicas son más ricas que las teorías científicas en el sentido de que, lejos de limi­tarse a dar cuenta de lo que puede ocurrir, ocurre, ocurrió u ocurrirá, sin tener en cuenta lo que hace el que toma las decisiones, ellas se ocupan de averiguar lo que hay que hacer para conseguir, evitar o simplemente cambiar el ritmo de los acontecimientos o su desarrollo de un modo pre­determinado. En cambio, desde un punto de vista conceptual las teorías tecnológicas son claramente más pobres que las de la ciencia pura: son siempre menos profundas, porque el hombre práctico, al que se dedican, se interesa principalmente por los efectos brutos que ocurren y que son controlables a escala humana: lo que quiere saber ese hombre es cómo puede conseguir que trabajen para él las cosas que se encuentr n a su alcance, y no cómo son realmente las cosas de cualquier cías Así, por ejemplo, el especialista en electrónica no necesita preocuparse cYe las difi­cultades de las teorías cuánticas del electrón; y el investigador dedicado a la teoría de la utilidad, que compara las preferencias de los individuos, no tiene por qué profundizar en los orígenes de los esquemas de esas preferencias, lo cual es en cambio un problema de interés para el psicó­logo. Consiguientemente, el investigador aplicado procurará esquematizar su sistema, siempre que ello sea posible, como caja negra: preferirá tratar variables externas (input y output), considerará todas las demás, en el me­jor de los casos, como variables intermedias útiles y manejables, pero sin alcance ontológico, e ignorará todos los demás niveles. Precisamente por eso -o sea, porque sus hipótesis son superficiales-, no resultan más a menudo peligrosas las supersimplificaciones y los errores con que trabaja. (Lo que sí es peligroso es la trasposición de este planteamiento externa­lista a la ciencia misma: cfr. Secc. 8.5.) Pero de vez en cuando el tecnólogo se verá obligado a adoptar un punto de vista más profundo, representa­cional. Así, por ejemplo, el ingeniero molecular que planea nuevos materiales, por ejemplo, sustancias de macropropiedades determinadas de ante­mano, tendrá que utilizar determinados fragmentos de la teoría atómica y molecular. Pero pasará por alto todas las micropropiedades que no se manifiesten de modo apreciable al nivel macroscópico: en el fondo utiliza las teorías atómica y molecular como meros instrumentos. Y eso es lo que ha inducido a bastantes filósofos a creer erróneamente que las teorías cien­tíficas son exclusivamente instrumentos.

El empobrecimiento conceptual que sufre la teoría científica cuando se usa como un medio para fines prácticos puede ser tremendo. Por ejem­plo: un físico aplicado que trabaje en el diseño de un instrumento óptico usará casi exclusivamente lo que se sabía de la luz a mediados del si­glo xvii. No tomará en cuenta la teoría ondulatoria de la luz más que para explicar a grandes rasgos, y sin detalle, algunos efectos, por lo común indeseables, como la apariencia de los colores cerca de los bordes de la lente; pero rara vez -si es que lo hace alguna- aplicará alguna de las teorías ondulatorias de la luz.cfr. Secc. 9.6) al cálculo de tales efectos. En la mayor parte de su práctica profesional puede hacer como si igno­rara esas teorías, por dos razones. Primero, porque los rasgos capitales de los hechos ópticos relevantes para la fabricación de la mayoría de los ins­trumentos ópticos quedan adecuadamente recogidos por la óptica del rayo luminoso; los hechos que no pueden explicarse así requieren simplemente la hipótesis (no la entera teoría) de que la luz consta de ondas y de que esas ondas pueden superponerse. Segundo, porque es sumamente difícil resolver las ecuaciones de las más profundas teorías ondulatorias, salvo en casos elementales que son por lo general de interés meramente académico (o sea, que sirven esencialmente para fines de ilustración o contrastación de la teoría). Basta pensar en la tarea de resolver la ecuación de onda con condiciones límites dependientes del tiempo, como las que representan el obturador móvil de una cámara cinematográfica. La óptica ondulatoria es científicamente importante porque es aproximadamente verdadera; pero para la mayor parte de la actual tecnología del ramo, es menos importante que la óptica del rayo luminoso, y su aplicación detallada a problemas prácticos en la industria óptica sería puro quijotismo. Lo mismo puede argüirse respecto del resto de la ciencia pura en relación con la tecnología. Y la moraleja de todo esto es que si la investigación científica se hubiera sometido dócilmente a las necesidades inmediatas de la producción, no tendríamos ciencia.

En el dominio de la acción, las teorías profundas o complicadas son ineficaces porque requieren demasiado trabajo para conseguir resultados que igual pueden obtenerse con medios más pobres, esto es, con teorías menos verdaderas, pero más simples. La verdad profunda y precisa, que es un desideratum de la investigación científica pura, no es económica. Lo que se supone que el científico aplicado maneja son teorías de gran eficiencia, o sea, con una razón input/output elevada: se trata de teorías que dan mucho con poco. El bajo coste compensará entonces la calidad baja. Y como el gasto exigido por las teorías más verdaderas y complejas es mayor que el input exigido por las teorías menos verdaderas -que son generalmente más sencillas-, la eficiencia tecnológica de una teoría será proporcional a su output y a la sencillez de su manejo. (Si tuviéramos razo­nables criterios de medición de uno u otro concepto podríamos postular la ecuación Eficiencia de T - Output de T X Simplicidad operativa de T.)

Si el output o producto técnicamente utilizable de dos teorías rivales es el mismo, entonces la simplicidad relativa de su aplicación (o sea, su simplicidad pragmática) será decisiva para la elección de una u otra por el tecnólogo; la adopción del mismo criterio por parte del científico puro significaría la rápida muerte de la investigación básica o de fundamentos. Y esto debe bastar para refutar la sentencia de Bacon -divisa del prag­matismo- según la cual lo más útil es lo más verdadero, así como para mantener la independencia de los criterios veritativos respecto del éxito práctico.

Si una teoría es verdadera puede utilizarse con éxito en la investiga­ción aplicada (investigación tecnológica) y en la práctica misma, en la me­dida en que la teoría sea relevante para una y otra. (Las teorías fundamen­tales no son aplicables de ese modo, porque tratan de problemas demasiado alejados de los prácticos. Piénsese en lo que seria una aplicación de la teoría cuántica de la dispersión a los choques entre automóviles.) Pero la afirmación recíproca no es verdadera: el éxito o el fracaso prácticos de una teoría no son un índice objetivo de su valor veritativo. En realidad, una teoría puede tener éxito y ser falsa, y, a la inversa, puede ser un fra­caso práctico y ser aproximadamente verdadera. La eficiencia de una teoría falsa puede deberse a alguna de las razones siguientes. En primer lugar, una teoría puede contener un grano de verdad que sea lo único utilizado en las aplicaciones de la teoría. En realidad, una teoría es un sistema de hipótesis, y basta con que sean verdaderas o aproximadamente verdaderas unas pocas de ellas para acarrear consecuencias adecuadas, siempre que los ingredientes falsos no se usen en la deducción o sean prácticamente inocuos.

Así es, por ejemplo, posible fabricar un acero excelente combinando exorcismos mágicos con las operaciones prescritas por esa técnica, como se hizo hasta comienzos del siglo xix; y también es posible mejorar la condición de los neuróticos por medio del chamanismo, el psicoanálisis y otras prácticas de esa naturaleza, mientras se combinen con ellas otros medios realmente eficaces, como la sugestión, el condicionamiento, los tranquili­zantes y, sobre todo, el tiempo.

Otra razón del posible éxito práctico de una teoría falsa puede ser que los requisitos de precisión se encuentran en la ciencia aplicada y en la práctica muy por debajo de los que imperan en la investigación pura, de tal modo que una teoría grosera y simple que suministre estimaciones correctas de órdenes de magnitud, y de un modo fácil y rápido, bastará muy a menudo en la práctica. Los coeficientes de seguridad ocultarán en cualquier caso los detalles más finos predichos por una teoría precisa y pro­funda, y esos coeficientes son característicos de la teoría tecnológica porque ésta tiene que adaptarse a condiciones que pueden variar dentro de un amplio marco. Piénsese en la variación de las cargas que tiene que sopor­tar un puente, o en los varios individuos que pueden consumir una medi­cina. El ingeniero y el médico tienen interés en contar con seguros y am­plios intervalos centrados en torno de valores típicos, y no en contar con valores exactos. Una mayor precisión carecería de interés y hasta de sen­tido, pues ahí no se trata de obtener contrastaciones. Aún más: una gran precisión de ese tipo daría lugar a confusiones, porque complicaría las cosas hasta tal punto que el blanco a que tiene que apuntar la acción se perdería bajo la masa de los detalles. La precisión, que es un objeto de la investigación científica, no sólo es irrelevante o hasta un estorbo en la práctica, sino que incluso puede ser un obstáculo a la misma investi­gación pura en sus estadios iniciales. Por las dos razones antes dadas -uso de sólo una parte de las premisas y escasa exigencia de precisión- infi­nitas teorías diversas y rivales pueden dar "prácticamente los mismos re­sultados". El tecnólogo, y particularmente el técnico, está justificado al preferir la teoría más sencilla: en última instancia, lo que le interesa pri­mordialmente es la eficiencia, no la verdad, conseguir cosas, no una com­prensión más profunda de ellas. Por la misma razón pueden ser poco prác­ticas las teorías profundas y precisas: usarlas equivaldría a matar conejos con bombas nucleares. Sería tan absurdo -aunque no tan peligroso- como proponer la simplicidad y la eficiencia como criterios en la ciencia pura.

Una tercera razón por la cual la mayoría de las teorías científicas fun­damentales no tienen interés práctico carece de relación con la manejabi­lidad y la robustez exigidas por la práctica, y tiene en cambio una raíz ontológica más profunda. Los actos prácticos del hombre tienen en su mayor parte lugar a su propio nivel, y ese nivel, como los demás, arraiga en los niveles inferiores, pero goza de cierta autonomía respecto de ellos, en el sentido de que no todo cambio que ocurra en los niveles inferiores tiene efectos apreciables en los superiores. Eso es lo que nos permite tratar la mayoría de las cosas a su propio nivel, apelando a lo sumo a los niveles inmediatamente adyacentes. Dicho brevemente, los niveles son en alguna medida estables: hay cierto margen de juego entre nivel y nivel, y ésta es una raíz del azar (casualidad debida a la independencia) y de la liber­tad (automoción en ciertos respectos). Por eso para muchos fines prácticos bastarán teorías de un solo nivel. Hay que escoger teorías de muchos nive­les sólo cuando se exige un conocimiento de las relaciones entre los varios niveles para conseguir un tratamiento por "control remoto". Los logros más interesantes en este respecto son los de la psicoquímica, cuyo objetivo es precisamente el control del comportamiento mediante la manipulación de variables que corresponden al nivel bioquímico subyacente a los fenóme­nos psíquicos.

Otra razón -la cuarta- de la irrelevancia de la práctica para la con­validación de teorías, incluso de teorías operativas que traten de la prác­tica misma, es que, en situaciones reales, las variables relevantes no suelen conocerse adecuadamente ni controlarse con precisión. Las situaciones rea­les son demasiado complejas para ello, y la acción real suele proceder con demasiada urgencia para permitir un estudio detallado, un estudio que empezara por aislar variables y combinar algunas de ellas en un modelo teorético. Como el desideratum en esos casos es la eficiencia máxima, y no la verdad, es corriente que se pongan en práctica simultáneamente varias medidas de ese orden práctico: el estratega aconsejará el uso simultáneo de armas de varias clases, el médico recetará varios tratamientos que su­pone concurrentes, y el político combinará promesas y amenazas. Si el resultado es satisfactorio ¿cómo podrá averiguar el práctico cuál de las reglas fue la eficiente y, por tanto, cuál de las hipótesis subyacentes era la verdadera? Si el resultado es insatisfactorio, ¿cómo podrá identificar las reglas ineficaces y las hipótesis subyacentes falsas? La distinción y el con­trol cuidadosos de las variables relevantes y una estimación crítica de las hipótesis correspondientes a las relaciones entre esas variables no son cosas que puedan hacerse mientras se está matando, curando o persuadiendo a la gente, ni siquiera mientras se está produciendo cosas, sino sólo en el cur­so de la teorización y la experimentación científicas sensibles, tranquilas, planeadas y críticas. Sólo en el curso de la teorización o la experimenta­ción distinguimos entre variables y estimamos su importancia relativa, las controlamos por manipulación o medición y ponemos a prueba nuestras hipótesis e inferencias. Por eso las teorías factuales, sean científicas o tec­nológicas, sustantivas u operativas se contrastan empíricamente en el labo­ratorio, y no en el campo de batalla, en la sala de consultas o en la calle. ('Laboratorio' se entiende aquí en un sentido amplio, para incluir cualquier situación que, como las maniobras militares, permita un control razonable de las variables relevantes.) Ésa es también la razón por la cual la eficien­cia de las reglas utilizadas en la fábrica, el hospital o la institución social no puede determinarse más que en circunstancias artificialmente contro­ladas.

Dicho brevemente: la práctica no tiene ninguna fuerza convalidadora; sólo la investigación pura y aplicada puede estimar el valor veritativo de las teorías y la eficiencia de las reglas tecnológicas. A diferencia del cien­tífico, el técnico y el práctico no contrastan teorías, sino que las usan con finalidades no cognoscitivas. (El práctico no somete a contrastación ni si­quiera las cosas, como herramientas o medicamentos, salvo en casos extremos: él se limita a usarlas, y es el científico aplicado el que en el labora­torio tiene que determinar sus propiedades y su eficiencia.) La doctrina de que la práctica es la piedra de toque de la teoría se basa en una incom­prensión de la práctica y de la teoría, en una confusión entre la práctica y el experimento y en una confusión análoga entre la regla y la teoría. La pregunta "¿Funciona?", que es pertinente respecto de cosas y reglas, no lo es respecto de teorías.

Pero podría argüirse que un hombre que sabe hacer algo está mos­trando con eso que conoce ese algo. Consideremos las tres versiones posi­bles de esa idea. La primera puede condensarse en el esquema "Si x sabe cómo actuar (o producir) y, entonces conoce y". Para refutar esa tesis basta con recordar que durante un millón de años aproximadamente el hombre ha sabido cómo hacer niños sin tener la más remota idea del proceso de la reproducción. La segunda tesis es el condicional -inverso, a saber "Si x conoce y, entonces x sabe cómo obrar (o producir) y". Contraejemplos: sa­bemos algo acerca de las estrellas, pero no podemos producir estrellas; conocemos parte del pasado, pero no podemos ni tocarlo. Como los dos condicionales son falsos, también lo es el bicondicional "x conoce y si y sólo si x sabe cómo obrar (o producir) y". En resolución, es falso que el conocimiento sea idéntico con el saber-hacer. La verdad es más bien ésta: el conocimiento mejora considerablemente las posibilidades del hacer correcto, y el hacer puede llevar a un mejor conocer (ahora que finalmente hemos aprendido que el conocer rinde), no porque la acción sea conoci­miento, sino porque, en cabezas inquisitivas, la acción puede impulsar el planteamiento de problemas.

Sólo distinguiendo claramente entre conocimiento científico y conoci­miento instrumental, o saber-cómo-hacer, podemos dar con tina explicación de la coexistencia del conocimiento práctico con la ignorancia teorética, y de la coexistencia del conocimiento teorético con la ignorancia práctica. Si no fuera por eso seguramente no se habrían producido en la historia las siguientes combinaciones: (i) una ciencia sin su correspondiente tecnolo­gía (ejemplo: la física helenística); (ü) artes y oficios sin ciencia subyacente (ejemplos: la ingeniería romana y los actuales tests de inteligencia). Pero la distinción tiene que mantenerse también para explicar las fecundaciones cruzadas entre la ciencia, la tecnología y las artes y oficios, así como para explicar el carácter gradual del proceso cognoscitivo. Si, para agotar el conocimiento de una cosa, fuera suficiente producirla o reproducirla, entonces sin duda los logros técnicos serían el paso final de los respectivos capítulos de la investigación aplicada: la producción del caucho sintético los materiales plásticos y las fibras sintéticas agotarían la química de los polí­meros; la inducción experimental del cáncer en sujetos de laboratorio habría terminado con la investigación sobre esa enfermedad; y la produc­ción experimental de neurosis y psicosis habría detenido definitivamente la psicología. El hecho es que seguimos haciendo muchas cosas sin entender cómo, y que conocemos muchos procesos (por ejemplo, la fusión del helio a partir del hidrógeno) que por ahora no somos capaces de controlar para fines útiles (en parte porque nos precipitamos a la tarea de alcanzar los fines antes de conseguir un ulterior desarrollo de los medios). Al mismo tiempo es verdad que las barreras entre conocimiento científico y conoci­miento práctico, entre investigación pura e investigación aplicada, son lími­tes que se están borrando. Pero eso no elimina sus diferencias, y el proceso no es sino el resultado de un planteamiento cada vez más científico de los problemas prácticos, o sea, de una difusión del método científico.

La identificación del conocimiento con la práctica no se debe sólo a un fallo en el análisis de ambos, o a la falta de análisis, sino también al legí­timo deseo de evitar los dos extremos constituidos por la teoría especulativa y la acción ciega. Pero la contrastabilidad de las teorías y la posibilidad de mejorar la racionalidad de la acción no se defienden del mejor modo ignorando las diferencias entre el teorizar y el hacer, o afirmando que la acción es la contrastación de la teoría, porque esas tesis son falsas, y ningún programa defendible puede basarse en la falsedad. La interacción entre la teoría y la práctica y la integración de las artes y oficios con la tecnolo­gía y la ciencia no se consiguen proclamando simplemente su unidad, sino multiplicando sus contactos e impulsando el proceso por el cual los oficios reciben una base tecnológica y la tecnología se convierte totalmente en ciencia aplicada. Esto supone la conversión de las recetas prácticas pecu­liares a los oficios en reglas fundadas, esto es, en reglas basadas en leyes.

 

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