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© Acento Editorial, 2000 Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid ISBN: 84-483-0526-4 Depósito legal: M-6061-2000 Preimpresión: Grafilia, SL Impreso en España / Printed in Spain Huertas Industrias Gráficas, SA Camino Viejo de Getafe, 55 - Fuenlabrada (Madrid) |
QUÉ ENTENDEMOS POR LENGUAJE POLÍTICO
LENGUAJE POLÍTICO DEL SIGLO XIX
SIGLO XX: REPÚBLICA, GUERRA CIVIL, DICTADURA
EJEMPLOS DE PALABRAS CLAVE DE ALGUNOS POLÍTICOS
EL LENGUAJE POLÍTICO DE NUESTRO TIEMPO
6.1 La alusión perifrástica o eufemismo
6.8 Acentuación y partición sintáctica
6.9 La terminación ‑izar en los verbos de moda
6.11 Símbolos, lemas y reiteraciones
6.13 Las iniciales cronológicas
Intentan desesperadamente los semiólogos meter el lenguaje en cuadrículas como la tabla periódica de los elementos o la clasificación del reino animado de Linneo, o reducirlo a moléculas (o átomos, como Katz y Fodor) para examinarlo al microscopio y descubrir su mecanismo de funcionamiento. ¿No lo han conseguido ya los científicos con algo tan deletéreo y fugacísimo como son las partículas elementales? Hay que ver cuántos esfuerzos se han hecho para demostrar la coincidencia de elementos léxicos cuando no hay coincidencia en la apreciación del contenido o la designación adjetival del hablante (por ejemplo: «Este café está caliente»; «No; está frío». ¡Y es el mismo café! ¿Qué es, pues, el frío? ¿Y qué es el calor? ¡Una apreciación subjetiva, como el amor y el odio!).
Coseriu clasifica así los entornos lingüísticos:
1. Situación («espacio-tiempo» del discurso, en cuanto creado por el discurso mismo y ordenado con respecto a su sujeto).
2. Región (espacio dentro de cuyos límites un signo funciona en determinados sistemas de significación).
3. Contexto (toda la realidad que rodea un signo, un acto verbal o un discurso, como presencia física, como saber de los interlocutores y como actividad).
4. Universo de discurso (sistema universal de significaciones al que pertenece un discurso [o un enunciado] y que determina su validez y su sentido).
Estos entornos los condicionan las variables sociales.
La variable sexo
ofrece una peculiaridad con respecto a las variables edad, grupo étnico, clase
social y procedencia regional; pues si bien éstas se basan en la distancia
existente entre miembros de la clase alta y la baja, o entre los naturales de
Córdoba y los de Santander, las peculiaridades de cada sexo se basan en la
diferencia entre ellos, pues ambos conviven en todos los ámbitos.
El estudio de la variación
ha servido a los sociolingüistas para establecer la estratificación social de
las lenguas, que puede ser débil, intermedia o extrema (López Morales:
Sociolingüística).
1. Estratificación débil. Se
da cuando todos los grupos sociales disponen de los mismos elementos lingüísticos,
pero hacen distinto uso de ellos.
2. Estratificación social
intermedia. Se produce cuando unas clases disponen de ciertos elementos de los
que otras carecen, divergencia que se ha estudiado fundamentalmente en cuanto
al léxico y la sintaxis (por ejemplo, una sociedad en la que las clases más
desfavorecidas no conocieran el significado de ciertas palabras; teoría del
déficit, de Basil Bernstein).
3. Estratificación social extrema. Se conoce como diglosia (Charles Fergusson) y se da en comunidades donde conviven dos lenguas: una de ellas sirve como vehículo cultural, oficial, literario, religioso y, en general, para todas aquellas funciones que gozan de prestigio; la otra queda relegada al use oral y al ámbito familiar y afectivo.
El lenguaje político siempre ha sido algo misterioso, desvelable sólo a iniciados. Recordemos que en el antiguo Egipto los escribas eran especialmente educados para entender y redactar leyes y documentos; su educación duraba, en régimen de riguroso internado, decenas de años. Ellos, junto con los sacerdotes, formaban una casta aparte que utilizaba un lenguaje inaccesible al ciudadano medio.
De entonces acá, ha continuado el hermetismo de la nomenclatura utilizada por la clase dirigente, con la única diferencia de que los medios de difusión actuales extienden a otras capas de la población la terminología que antes era manejada por unos pocos. (No es fácil que libros dirigidos a la educación de príncipes o cortesanos distinguidos -como EL preceptor, de Elyot; El príncipe, de Maquiavelo; EL cortesano, de Castiglione, o La educación del príncipe, de Budé- Ilegaran en sus tiempos a ser entendibles por más de un millar de personas.) Los periódicos, la radio, la televisión, incluso los altavoces (es curioso ver reportajes filmados en tiempos de la Dictadura o de la Revolución rusa y comprobar que, cuando Primo de Rivera o Lenin hablaban a una multitud, en buena lógica sólo podían oírles los de las tres o cuatro primeras filas) multiplican por millones los textos de los discursos o de las opiniones políticas. Porque, por mucho que haya avanzado la técnica de transmisión de imágenes y sonido, el medio más idóneo para convencer a los demás de unas ideas -Sean religiosas o políticas- sigue siendo la palabra. Por otro lado, el aumento del nivel cultural de grandes masas de la población hace que, por mucho que se complique o se «esoterice» el lenguaje de la clase política, existe en los países medianamente civilizados un elevado porcentaje de la población capaz de descifrarlo.
Y, además, el uso repetido de expresiones oscuras e incluso vacuas provoca una sucesiva familiarización con su aparente cabalismo, y su mismo use les va dando un contenido que en su primera emisión no tuvieron. Es sorprendente observar que palabras y frases nacidas de una voluntad de dispersión y de «no decir nada» han sido aplicadas posteriormente a una situación concreta y se han llenado de significado. La palabra o la frase, pues, no se referían a nada, pero fueron absorbidas por los hechos y se les colocó el oportuno soporte real. (Esto sólo sucede en política. Normalmente existe primero el animal y luego viene Adán y le pone un nombre. En política puede existir un nombre flotante que acaba por posarse en la cabeza de algún animal que todavía no estaba bautizado.)
Pero la más asombrosa virtualidad del lenguaje político es su capacidad de subsumir los hechos a los que se refiere y de convertirse, por tanto, en un hecho en sí mismo. «En política, los problemas de semántica son muy importantes, porque la política, hasta el momento mismo en que se time el poder, es una cuestión de palabras», escribe Víctor Alba. A esto habría que añadir que la palabra, en política, es un arrebato que dura tanto como una batalla. En nombre de muchos gritos -que a veces no se sabía bien qué significaban- se han derribado fortalezas, se han saqueado ciudades y se ha pasado por las armas a mucha gente.
Algunas de esas palabras han seguido vivas durante generaciones, aunque hayan perdido parte de su eficacia y hasta de su significado. Libertad, igualdad, fraternidad sigue siendo, dos siglos más tarde, el símbolo verbal de la Revolución francesa. Pero ¿qué sentido time hoy la palabra «fraternidad», cuando vivimos un fervor individualista, y cada uno va a lo suyo, y mucha gente se carcome de soledad? En nuestro país, durante casi cuarenta años se coreó el Una, grande, libre, adjetivos referidos a España, cuyo escudo coronaban. Niños y jóvenes desconocen ese grito patriótico, cubierto de polvo hoy en el desván del tiempo. En cambio, ha permanecido el No pasarán con el que la Pasionaria arengó a las fuerzas que defendían los barrios populares de Madrid durante la guerra civil.
Otras muchas han estado vigentes durante un corto periodo de tiempo, y han pasado de los periódicos o de los comentarios al mayor de los olvidos, como la moda de una primavera.
¿Qué es la palabra, qué
hay de divino y de humano en las palabras? Cuando nombramos una cosa, la bautizamos.
De algún modo, la humanizamos (una cosa nombrada empieza a pertenecer al reino
de los hombres). Eso hizo Adán al poner nombre a los animales y las plantas:
los adanizó, los hizo suyos.
Entre los bantúes actuales, el niño, al imponerle el nombre, se convierte en verdadero ser humano (muntu); hasta entonces era un kintu, una cosa. Sólo la palabra (nommo) da testimonio de que se pertenece al género humano. «Un ser que se distingue del animal -escribe Janheinz Jahn- y ocupa su lugar en la comunidad de los hombres, no es engendrado por el acto del nacimiento, sino por el semen de la palabra: es nombrado».
Para los guaraníes, el dios creador, Ñande Ru, crea antes que ninguna otra cosa el lenguaje:
De la sabiduría contenida en
su propia divinidad, y en virtud de su sabiduría creadora, creó nuestro Padre
el fundamento del lenguaje humano e hizo que formara parte de su propia
divinidad.
Antes de existir la tierra, en medio de las tinieblas primigenias, antes de tenerse conocimiento de las cosas, creó aquello que sería el fundamento del lenguaje humano.
El primer texto religioso maya se titula La palabra de Chilam Balam, y en él se habla con insistencia de ese gran don que es la palabra divina.
El mejor regalo que recibe el hombre es la palabra, una de las pocas cosas que podemos poner y usar sin que se gaste y sin pagar por ella ningún precio (al contrario: como, decía Bacon, «las palabras son fichas aceptadas para los conceptos, como las monedas lo son para los valores»). Y merced a la palabra poseemos la clave para dominar la creación.
Los egipcios también lo creían así, y no sólo en el plano teológico sino en el administrativo y en el político: los ministros son «la boca», «la lengua» del faraón; y la pieza fundamental del Estado, a lo largo de milenios, fue el escriba, el hombre «capaz de perfilar y leer una escritura complicada». El canto de Iknaton tiene una sola referencia al verbo, a la palabra: «Tú abres su boca y en ella pones palabras». Aton crea la vida (el día, la noche, el agua, la tierra, los pájaros, los peces, los animales de labor..., todo cuanto germina, y crece, y madura). Crea también al hombre y a la mujer, pero hay algo que sólo a ellos concede: pone palabras en su boca. El faraón es quien posee las «primeras palabras», las que recibe del dios y que aún no han sido «gastadas» por el uso.
Los profetas de Israel (y los apóstoles, tras el «don de lenguas»), reciben el encargo expreso de hablar, como los oráculos de Grecia, o como Mahoma, que es «el mensajero de Alá». Horacio, en Roma, decía que las palabras nuevas deberían ser acuñadas como las monedas.
La palabra ha sido, con el comer de los siglos, casi todo: arma arrojadiza, remedio curativo, arte, protesta, luz, temblor... Los indios kwakiutl del Canadá dicen que «las palabras hieren a los huéspedes, como una lanza Mere la caza o como los rayos del sol hieren la tierra». A las heridas punzantes se asemejan las incisiones de los primeros textos mesopotámicos y asirios: las palabras se clavan en la tierra cocida o en la piedra como un rito sin sangre que desafía al dolor y al tiempo. De una mujer dice un personaje de una comedia de Shakespeare: «Habla puñales», y Oscar Wilde destacó en El retrato de Dorian Grey «las palabras que cortan el aire como una daga».
Hay palabras que matan, sí, y también se va a la guerra arrastrado por unas palabras. De unas palabras nacieron las revoluciones (y no sólo la Revolución francesa), y por muy pocas palabras (quizá sólo dos: un «viva» o un «muera») se va al paredón.
El profesor y académico Fernando Lázaro Carreter dio este título a su importante obra aparecida en 1997: El dardo en la palabra.
Blas de Otero tituló de este modo su fundamental libro de poemas: Pido la paz y la palabra.
Pero al lado de las palabras «contundentes» existe lo que Voltaire Ilamaba «la vaguedad de las palabras»: «No hay ninguna lengua completa que pueda expresar todas nuestras ideas y todas nuestras sensaciones; sus matices son demasiado imperceptibles y demasiado abundantes... No nos queda más remedio, por ejemplo, que designar bajo el nombre general de amor y de odio mil amores y mil odios, todos los cuales son diferentes; lo mismo ocurre con nuestros dolores y nuestros gozos». Byron consideraba también que las palabras eran simples trazos: «¡Ojalá mis palabras fueran colores! Pero sólo son matices, que pueden tomarse como bocetos o vagas alusiones».
Wittgenstein considera que los conceptos son «fotografías borrosas».
Según Stephen Ullmann (en Semántica. Introducción al significado), una de las principales fuentes de vaguedad del lenguaje es el carácter genérico de nuestras palabras. Además, nuestras palabras «nunca son completamente homogéneas: hasta las más simples y las más monolíticas tienen un cierto número de facetas diferentes que dependen del contexto y de la situación en que se usan, y también de la personalidad del que las usa». Por fin, otro factor que contribuye a la vaguedad es «la falta de fronteras bien delimitadas en el mundo no lingüístico, y la falta de familiaridad con las cosas que representan».
Para los lingüistas, la palabra time un valor independiente de su significado. Meillet la define así: «Asociación de un sentido dado a un conjunto dado de sonidos susceptible de ser utilizado gramaticalmente». Y para Alarcos, «la palabra no es una unidad paradigmática (del sistema) sino sintagmática (del decurso)».
La palabra, a fin de cuentas, es el vehículo -o el «maravilloso invento», como querían los autores de la Gramática de Port Royal, aunque el estructuralismo ha demostrado que no se trata de un invento- para expresar «lo que pensamos, imaginamos y sentimos». Galileo consideraba el hecho de poder «comunicar nuestros más secretos pensamientos a otra persona a través de veinticuatro caracteres» como la más grande de todas las invenciones humanas.
Pero quizá fue -de nuevo- Shakespeare quien, en la inmortal escena del balcón entre Romeo y Julieta, pone en boca de ella aquellas palabras:
-No eres tú mi
enemigo. Es el nombre de Montesco, que llevas. ¿Y qué es Montesco? No es mano,
ni pie, ni brazo, ni semblante, ni parte alguna de la naturaleza humana. ¿Por
qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, y de esparcir su
aroma, aunque se llamase de otro modo... Quítate el nombre, Romeo, y a cambio
del nombre, que no es algo sustancial, tómame a mí toda entera.
Los políticos nunca han compartido esta manera de pensar; pues cuando se hablan, cuando se atacan -lo mismo que cuando son aclamados-,lo que cuenta, por encima de todo, es su nombre (o el nombre de su partido político).
No conocen, o no practican, o no Green en aquello que dice Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas: «Cuando use una palabra, ésta significa justamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos».
La maduración del cerebro no es igual en ambos sexos: en los varones se desarrolla más rápidamente el hemisferio derecho, el encargado de la percepción visual y espacial; las mujeres tienen un hemisferio dominante, el izquierdo, responsable de las capacidades lingüísticas. Este hemisferio es activo en las niñas a los dos años, mientras que en los niños no lo es hasta los cinco años (M. Jesús Buxó: Antropología de la mujer: cognición, lengua e ideología cultural).
La afasia, incapacidad o dificultad de hablar o comprender, producida por una lesión del cerebro, afecta al 62 por 100 de los hombres que han sufrido dichas lesiones cerebrales, mientras que las mujeres la sufren en el 35 por 100 de los casos. También la dislexia, incapacidad parcial o dificultad de leer, incide hasta cuatro veces más en los niños que en las niñas, y, en general, los desórdenes en el habla afectan el doble a los varones que a las mujeres.
Existen tantos
lenguajes como profesiones. No sólo nos resultan incomprensibles los términos
técnicos que utilizan los médicos, sino que nos ocurre lo mismo con
profesionales más humildes, como los carpinteros, los albañiles o los
trabajadores de artes gráficas. Es fácil, incluso, adivinar la profesión de
alguien por los términos que utiliza en una reunión de trabajo: un abogado se
delatará por sus «cuestiones de procedimiento», sus «instancias procesales» o
sus referencias a un determinado texto legal (que él llamará «régimen jurídico
de...» o «reglamento que desarrolla la ley de...»); otro tanto ocurrirá con las
«tensiones inflacionistas» de un economista, los «estratos de población» de un
sociólogo o los «rasgos caracterológicos infantiloides» de un psicólogo.
Pero ¿existe un lenguaje técnico de los políticos? Hay una Facultad de Ciencias Políticas, pero sus materias de estudio giran en torno a conceptos que forman parte del lenguaje usual de toda persona culta, como «república», «constitución», «gobierno», «derechos fundamentales», «división de poderes», «Congreso», «Senado», «ministerio», «administración pública» y un largo etcétera.
No se distingue, pues, a un político por sus tecnicismos, sino por la peculiaridad de su forma de expresión, peculiaridad que será objeto de nuestra curiosidad y reflexión a lo largo y ancho de este libro. El lenguaje político es una forma de hablar (para disfrazar, o desviar, o fijar la atención), no un lenguaje técnico profesional.
Si mientras escuchamos la radio nos golpea los oídos una parrafada como ésta: «En base a la descontextualización de la campaña electoral, evidentemente, realmente, digamos, un colectivo de personas no debe aceptar la marginalización de debates muy intensos y absolutamente clarificadores a nivel estatal»..., estaremos seguros de que el personaje que habla no es un cirujano, ni un artista de cine, ni un ingeniero, ni un crítico literario, ni un torero...: quien habla así no puede ser otra cosa que un político.
A veces creemos que son sólo nuestros prohombres quienes utilizan este lenguaje, pero del otro lado del Atlántico nos han venido perlas como «las delegaciones hemos llegado a una plena coincidencia para la solución del diferendo», en boca de un embajador chileno, o «las reservas referentes a los sistemas de verificación y control no son sustantivas», pronunciada por el canciller mexicano en 1984. Tampoco es exclusiva esa habilidad para no decir nada con el máximo de palabras, pues aquel mismo año el presidente de Banesto afirmó taxativamente: «Nuestra banca puede competir perfectamente si el marco legal o reglamentario es razonablemente cautelar», y se quedó tan ancho.
La desviación de ciertas palabras de su use habitual tuvo su expresión más aguda durante la Primera Guerra Mundial, cuando, en el argot de los soldados franceses, se llamaron «balas» a las judías, o a una mujer con muchos hijos, mitrailleuse á gosses: ametralladora cargada con críos, en vez de balas. En sentido contrario, un arma tan mortífera como un tanque recibió el apelativo de «cocina rodante», y la ametralladora de tambor, «molinillo de café».
En cierto debate político, los líderes españoles tuvieron la oportunidad de lucir el florilegio de sus más alambicadas creaciones: así, el entonces presidente del gobierno habló de que los españoles podrían rentabilizar sus ahorros «sin distorsiones fiscales», o que las empresas públicas buscaban «la potenciación de sus relaciones», o que «las comunidades autónomas han de ser corresponsables con el Estado para la obtención de los recursos necesarios para financiar los recursos que prestan». Felipe González, que por una vez no abusó de sus habituales «por consiguiente», o «quiero que se me entienda bien», utilizó con profusión el equívoco calificativo «transversal» y la sopa de siglas en la que parece moverse como el pez en el agua, además de inventar el verbo «constitucionalizar» y el pintoresco sustantivo compuesto «hispanoespañoles».
El coordinador de Izquierda Unida, Julio Anguita, se inclinó en aquella circunstancia por las incorrecciones lingüísticas, como «obligatoriedad» (por obligación), «siniestrabilidad» (por número de siniestros), o «clarificación» (por claridad), y por una ensalada de guarismos, para demostrar que los temas económicos eran su fuerte. El único que descendió del olímpico lenguaje de los políticos fue el presidente de turno del Congreso, quien, ante los timbrazos de los teléfonos móviles, rogó a los diputados que desconectasen «los artefactos esos inalámbricos».
En un curioso librito
de Isabelle Albaret se recogen las 418 palabras nacidas al amparo de la Revolución
francesa -¡ni que decir time que nacieron miles de palabras más, sobre todo
palabras malsonantes!- recogidas en un suplemento del Diccionario de la
Academia, que las había ignorado en su reedición de 1798. Es sorprendente que
el riquísimo vocabulario de que hizo gala el pueblo francés, y sus
representantes en la Asamblea, se reduzca a esa ridícula cifra. La Academia,
con Revolución o sin ella, seguía siendo cauta y conservadora a la hora de
admitir un nuevo vocablo, tal como ocurre hoy en España o en Francia.
Pero, a efectos de nuestro estudio, hay que reconocer que las palabras admitidas son las más alejadas del lenguaje populachero, y las más cercanas al estilo enfático de los tribunos, que a la hora del estilo tanto da que sean tribunos de la élite como tribunos de la plebe. Desde el punto de vista estrictamente lingüístico podría decirse que de la Revolución francesa han quedado para la posteridad las transformaciones más radicales que ha conocido la humanidad... y un legado de 418 palabras, de las que vamos a seleccionar, por orden alfabético, las que mantienen más rabiosa actualidad:
- Aclamación (en la forma de
elegir).
- Acusador público (una
especie de fiscal).
- Acta constitucional
(nombre oficial
de la Constitución francesa).
- Activo, ciudadano (el que
tenía derecho de voto en las asambleas primarias).
- Activar, activado (poner
en marcha).
- Adicional (añadido a un
artículo de un decreto 0 una ley).
- Adjunto (sustituto del
agente municipal en sus funciones).
- Administrador (el elegido
por el pueblo para llevar una administración cualquiera). La administración
central estaba compuesta de cinco miembros. Había también una administración en
cada municipio de menos de 100.000 habitantes, y tres a partir de esa cifra. Se
nombraban por dos años.
- Aeronauta (el que viajaba
en un aerostato).
- Agente municipal (oficial
que ejerce las funciones municipales; había uno por cada cinco mil habitantes).
- Alarmista (el que difundía
noticias alarmantes).
- Alternar (sede de una
administración, que se ejercía cada año alterno).
- Alto tribunal de justicia
(encargado de juzgar a los miembros del cuerpo legislativo o a los miembros del
Directorio).
- Ametrallamiento (el
municipio de Lyón puso en práctica este género de condena a muerte, que
consistía en disparar cañonazos de metralla sobre los ciudadanos maniatados).
- Anglómano (= anglófilo).
- Anualidad (pago que se
hace año tras año).
- Año republicano (el
adoptado por la Revolución, que comienza en otoño). La palabra anuario sustituye
a calendario.
- Aplazamiento (envío de un
tema a otra sesión).
- Árbitro (el elegido por
dos personas para dirimir sus conflictos). Los árbitros públicos eran los encargados
de resolver cuestiones relacionadas con asuntos electorales.
- Aristócrata (partidario
del Antiguo Régimen).
- Asamblea (primaria:
reunión de ciudadanos de un mismo cantón; comunal: de una misma comuna, hasta
5.000 habitantes; electoral: los ciudadanos salidos de las primarias eligen a
los miembros del legislativo, del tribunal de casación, de las administraciones
departamentales, etc.).
- Asesor (oficial adjunto al
juez de paz).
- Barra (división tras la
que se situaban los que no eran miembros de una asamblea).
- Barreras (oficinas aduaneras).
- Boletín de las leyes (come
el Boletín Oficial del Estado).
- Burocracia, burocrático
(relacionado con la administración y su influencia).
- Cancelación (borrar a
alguien de una lista pública).
- Carga constitucional
(equivale a acta constitucional).
- Carmañola (canción
revolucionaria y uniformes militares.
- Ciénaga (marais) (lugar
bajo donde se sentaban algunos miembros de la Convención, a diferencia de los
que ocupaban los lugares altos, llamados «la Montaña»: véase).
- Casa comunal (llamada
antes municipio o ayuntamiento).
- Casación, tribunal de
(tribunal único, compuesto de jueces en número no superior a las tres cuartas
partes del número de departamentos, renovables cada cinco años).
- Centralización (reunión
del poder en unas pocas manos).
- Ciudadano, a (todos los
franceses y francesas, aunque estas últimas no tenían los mismos derechos
políticos que los varones).
- Cívico, civismo (espíritu
que anima a los ciudadanos).
- Clasificación
(distribución que sigue un cierto orden).
- Club (reunión de un grupo
de personas en horas, días y lugares fijos).
- Comisario (agente oficial,
aplicable a diferentes tipos: auditor de guerra, contabilidad nacional, policía,
tesorería nacional, etc.).
- Conscripción, conscrito
(inscripción y personas sometidas al servicio militar.
- Consejo (come puede
imaginarse, había muchos consejos: de los Quinientos, de los ancianos, de la
Comuna, de departamento, de distrito, de justicia, municipal, y «marcial» -para
juzgar a oficiales de Marina).
- Constitucional (partidario
de la Constitución).
- Constituyente (asamblea
que redactó la Constitución de 1791).
- Contrarrevolución,
contrarrevolucionario (pretensión de volver las cosas a come estaban antes de
la Revolución).
- Convención nacional
(asamblea de representantes de la nación para darse una Constitución o modificarla).
- Corte marcial (tribunal
militar.
- Crimen de lesa nación
(equivalente a crimen de lesa patria, o, en época monárquica, de lesa majestad).
- Cuerda de farol
(precedente de la horca: suplicio para hacer confesar a los enemigos o
traidores de la Revolución, colgándolos de las cuerdas que sostenían los
faroles).
- Cuerpo legislativo (nombre
dado a la asamblea nacional, que redactaba y proclamaba las leyes, y que estaba
compuesta por 750 miembros).
- Cuerpos administrativos
(asambleas encargadas de la administración de departamentos y distritos).
- Cuestión previa (la que se
planteaba antes de que otra, ya propuesta, se debatiera).
- Decreto (es come una ley,
pero sobre asuntos de interés menos importantes y menos generales).
- Demócrata (el que estaba
-a diferencia de los aristócratas- a favor de la Revolución).
- Departamento (división del
territorio, equivalentes a nuestras provincias).
- Deportación, deportar
(exilio fuera de Francia, sin precisar el lugar).
- Desmoralizar (lo que se
vuelve inmoral).
- Desorganizador,
desorganizar (destruir la organización de un cuerpo político).
- Despopularizar (perder el
afecto del pueblo).
- Detención (equivalentes a
prisión).
- Diputado (el elegido
miembro de la Asamblea nacional).
- Director (uno de los cinco
miembros del Directorio).
- Directorio (se encarga de
ejecutar las decisiones de la Asamblea nacional).
- Disidencia (escisión).
- Distritos (divisiones de
cada departamento).
- Elector (miembro de una
asamblea electoral).
- Emigrado (el que huyó de
la Revolución, y no ha vuelto).
- Enmienda (propuesta de
modificación de un proyecto de ley).
- Escarapela nacional
(pieza de tela tricolor que
se colocaba en el sombrero o en el peinado femenino).
- Escrutador (el que efectúa
el escrutinio de los votos).
- Escuelas (centrales: para
el segundo grado; normales: para especializarse en el arte de la enseñanza;
politécnica: para formación militar y de otras ramas de la administración;
primarias: de primer grado; de servicio público: había nueve, para las
distintas ramas técnicas de la administración; especiales: para el tercer grado).
- Fanatizar.
- Federación, federado,
federalismo, federalizar, federativo (todo lo relativo a un Estado compuesto de
otros estados semiautónomos).
- Filosofismo, filosofista
(falsa filosofía, falsos filósofos).
- Franco (unidad monetaria
que puso en vigor la República).
- Gendarmería nacional
(equivalente a nuestra Guardia Civil).
- Gobernante (el que
gobierna).
- Gobierno revolucionario (carecía
de base constitucional, y se había formado espontáneamente para llevar adelante
la Revolución).
- Gran juez militar (el que
presidía la Corte marcial).
- Guardia nacional (fuerza
armada).
- Guillotina (instrumento
para aplicar la pena de muerte inventado por el doctor Guillotin).
- Hombres de ley (instruidos
en las nuevas leyes, sustituían a los abogados del Antiguo Régimen).
- Hornada (individuos
amontonados en una carreta para ser llevados a la guillotina).
- Igualdad (las leyes
protegen y castigan del mismo modo a todos).
- Incivil, incivismo
(conductas opuestas a las de un buen ciudadano).
- Inconstitucional.
- Indemnización (dietas que
se pagaban a los miembros de la Asamblea y del Directorio).
- Injuramentados (los que no
habían jurado la Constitución, como por ejemplo los clérigos).
- Inscripción cívica
(obligatoria en cada ayuntamiento para los mayores de veintiún años, para prestar
juramento y someterse al servicio militar en la guardia nacional).
- Insurgente (el que se
subleva contra el gobierno).
- Insurrección (puede ser
general o parcial).
- Inviolabilidad
(prerrogativa de quien no puede ser detenido).
- Jacobinos (nacen como
grupo en el convento de los jacobinos de Paris, para defender a toda costa los
principios de la Revolución).
- Juez, juez de paz (lo
elige el pueblo para aplicar la ley; el de paz ejercía sus funciones en cada barrio).
- Jurado (llamado también
juri, lo forman ciudadanos que tienen conocimiento de un delito, lo denuncian y
declaran la culpabilidad o inocencia del o los acusados; el militar actuaba
antes de la Corte marcial).
- Legislatura (periodo de
tiempo desde el nombramiento de diputados hasta la expiración de su mandato).
- Liberticida (destructor de
la libertad).
- Lista civil (suma anual
para la casa real).
- Mandato (orden).
- Mandato territorial (como
el asignado», bono de Estado que respondía de una deuda).
- Marcial, ley (empleo de
fuerza militar, cuando la justicia ordinaria se consideraba demasiado lenta o
insuficiente).
- Masa (todos juntos).
- Mayoría (la mitad más uno
de los votos).
- Máximum (tasa que no se
podía exceder en las mercancías de precio fijo).
- Mensaje, mensajero de
Estado (la comunicación oficial y la persona que la llevaba).
- Ministros (los que
ejecutan las leyes, supervisados por el Directorio, que los nombraba --o destituía-,
en número de un mínimo de seis y un máximo de ocho).
- Moción (proposición
sometida a una asamblea).
- Moderado, moderantismo
(postura política razonable, durante la Revolución).
- Monárquico (partidario de
la monarquía).
- Montaña (grupo de miembros
de la Convención que se sentaban en las gradas más altas y profesaban los principios
más radicalmente revolucionarios).
- Municipalidad (comunidad
que elegía a los oficiales llamados munícipes).
- Nivelar (igualar todas las
fortunas y repartirse las tierras).
- Notables (ciudadanos
elegidos para representar a un municipio).
- Orden del día (relación de
temas de trabajo para una asamblea deliberante).
- Patente (pago al gobierno
por ejercer una industria o comerciar; la que se otorgaba a los inventores se
llamaba «patente nacional»).
- Permanencia (asamblea que
funciona sin interrupción).
- Petición (la que se dirige
a una autoridad, y a la que todo ciudadano time derecho).
- Pluralidad (mayoría
relativa de sufragios).
- Poder ejecutivo (al dejar
de estar en manos del rey, se atribuyó al Consejo ejecutivo, compuesto de 24
miembros).
- Policía correccional
(dedicada a los delitos juzgados por tribunales correccionales: véase).
- Popularizar (conseguir el
afecto del pueblo).
- Prensión (derecho de la
autoridad sobre los artículos sometidos a impuesto).
- Prioridad (preferencia
para ser escuchado o discutido antes que otro).
- Proclamación (publicación
de una ley).
- Procuradores
(representante de los ciudadanos ante un cuerpo administrativo; los grandes
procuradores eran dos, encargados de defender al cuerpo legislativo ante la
Corte nacional).
- Propaganda (asociación
para «propagar» los principios revolucionarios).
- Quietismo, quietista (no
tomar ningún partido por lo que atañía a la Revolución).
- Refractario (todo clérigo
o funcionario que se había negado a prestar juramento a la Constitución).
- Regularizar (poner en
regla una situación).
- Requisa (poder de la
Revolución sobre personas, alimentos, mercancías y jóvenes sometidos al
servicio militar, llamados requisicionarios).
- Rescripción (bono que
sustituye a los «asignados»).
- Resolución (la adoptada
por el Consejo de los Quinientos).
- Revisión (Asamblea de:
cada ocho años se reexaminaban los decretos constitucionales).
- Revocar (una resolución).
- Revolucionar,
revolucionario (introducir los principios revolucionarios, y transformarlos en
medidas o gobiernos).
- Sans-culotte (los más
miserables del pueblo, que acabaron siendo los más honorables).
- Secretario (oficial que
redactaba las actas y la correspondencia de la autoridad pública).
- Sesión (tiempo de reunión
de un cuerpo deliberante).
- Sociedades populares
(reuniones de ciudadanos
para ocuparse de cuestiones políticas).
- Soberanía, soberano
(poder que ha pasado del
monarca al pueblo).
- Sospechoso (de ser enemigo
de la Revolución).
- Suplente (sustituto de un
funcionario).
- Tarjeta de Seguridad
(documento para identificar
a agentes de la autoridad y a ciudadanos).
- Terror, terrorismo,
terrorista (términos, todos ellos, aplicados al sistema y a los partidarios del
régimen del Terror).
- Tesorería nacional (fondo
al que iban a parar los ingresos nacionales).
- Trabajar (los soldados, el
pueblo: provocar entre ellos la rebelión o la indisciplina por medio del descontento).
- Tribunal (de casación:
había uno para toda la República, al que se podía acudir como instancia máxima
y final; civil: uno por departamento; de comercio; correccionales: había
muchos, para delitos menores que no implicaban penas de prisión o castigos
corporales; criminal: uno por departamento, para delitos que conllevaran penas
de prisión o infamantes; de familia: para cuestiones domésticas, entre ellas
separaciones; de policía municipal: para infracciones cometidas contra
reglamentos de policía; de paz: uno por municipio, con el juez de paz y dos
asesores; revolucionario: para juzgar a los que eran considerados enemigos de
la Revolución).
- Tricolor (la bandera
francesa, azul, blanca y roja).
- Ultrarrevolucionario (el
que va más allá de la revolución).
- Urgencia (trámite para
tomar una decisión con la mayor celeridad posible).
- Vandalismo (régimen
destructivo de artes y ciencias).
- Veto (antes de la
República, existía un derecho llamado así, para suspender una resolución, aunque
no para anularla).
- Visitas domiciliarias
(registros de domicilios
autorizados por un magistrado).
- Vociferar (hablar
clamorosamente en una asamblea).
Como puede apreciarse, muchas de las palabras que aquí figuran no se perdieron al culminar la Revolución, sino que siguen vigentes en nuestros días, aunque algunas, es cierto, han perdido o variado su significado (por ejemplo, popularizar, terrorismo, etc.).
Durante las Cortes de Cádiz se generó el primer lenguaje político español. Hasta entonces, la expresión de las ideas procedía del entorno de los monarcas o de las plumas de los intelectuales. No cabe duda de que en las obras de Maquiavelo, de Bodino, de Gracián, de Erasmo, de Quevedo (¡y de Aristóteles, verdadero artífice de la Politeia!) quedan reflejados los conceptos y los sentires de la política teórica y práctica. Pero sus destinatarios son los príncipes y los aristócratas, o una minoría de intelectuales, y no el pueblo.
Los precursores de la Revolución francesa (Voltaire a la cabeza) escriben para el pueblo, un pueblo de menestrales y burgueses que leía libros, los comentaba y los discutía. Y con la Revolución empieza a expresarse el pueblo, a aprobar declaraciones y leyes, a discursear en asambleas más o menos tumultuosas, a manejar la «cosa pública», a tomar, no solamente el poder, sino la palabra.
¿Cuál es la palabra que caracteriza los proyectos de convivencia nacional de los liberales españoles a principios del siglo xix? Hoy, ya en el siglo xxi, cuando estamos acostumbrados a que los políticos se expresen de forma enrevesada y desabrida, nos sorprenderá que esa palabra sea sencilla y placentera: felicidad, que Jovellanos entendía como «aquel estado de abundancia y comodidad que debe procurar todo buen gobierno a los individuos». Esta acepción coincide en gran medida con lo que en estos tiempos se ha llamado y se sigue llamando «Estado del bienestar», palabra, por cierto, esta -bienestar- muy frecuente también -como señala María Cruz Seoane- en el vocabulario de las Cortes de Cádiz. Así, en la sesión del 30 de agosto de 1811 se dice, de forma un tanto redundante: «La felicidad de la nación consiste en el bienestar de los individuos», frase en la que podríamos invertir los términos sin que cambiara el significado: «El bienestar de la nación consiste en la felicidad de los individuos».
Aquel bienestar de nuestros antepasados era más vasto y espiritual (se hablaba a veces de «bienestar eterno») que el de hoy, reducido para la mayoría al puro (o impuro) bienestar económico. Esa sola palabra (que a veces se escribía separada: bien estar) abarcaba diversas expresiones como bien general, bien común, bien público, etc.
En su afán por alcanzar tan benéficos fines, los legisladores de Cádiz se mostraban dispuestos a admitir las innovaciones, pero, sobre todo, las reformas. Claro que no todas eran aceptadas, sino solamente las saludables.
Regeneración, renovación -y, claro está, restauración- son términos que utilizarán profusamente medio siglo más tarde (aunque de alguna expresión, como España regenerada, pronto se aburrió la gente), antes, durante y después de «la Gloriosa» (septiembre de 1868). Anotemos que los políticos bautizaron así la Revolución del 68, del mismo modo que los diputados que la aprobaron llamaban a la Constitución de 1812 la Niña, y el pueblo la apodó, a partir de 1820, la Pepa (y de ahí la tan difundida exclamación: ¡Viva la Pepa!), según algunos por haberse aprobado el día de San José, y, según los más, porque durante mucho tiempo no había año en que los constitucionales más puros no celebraran el día de San José con algún pronunciamiento.
Otra discusión semántica de tipo político, que arrancaba de los ideólogos de la Revolución francesa, fue la de seguir llamando soberano al rey, una vez proclamado el principio de que sólo el pueblo era soberano. Para unos, el rey usurpaba la soberanía; para otros, la nación delegaba una parte de la soberanía en el rey. Flórez Estrada llegó a proponer que en la Constitución se dijera que sería «un crimen de Estado llamar al rey soberano», y otros pusieron como ejemplo la Constitución de Navarra, en la que figuraba la palabra rey, pero no soberano. La palabra monarca, en cambio, suscitaba pocas reservas. Así que, como vemos, lo que importaba no era tanto el reconocimiento de un rey o monarca, sino que se le llamara soberano.
Algo parecido sucedió con el calificativo real, que fue sustituido por nacional, y nuevamente restablecido en 1814 por Fernando VII en su Manifiesto de abrogación del régimen constitucional, por considerar que nacional se había utilizado para lisonjear al pueblo en nombre del democratismo.
Prendieron desde principios de siglo algunos eufemismos, como llamar a las colonias provincias ultramarinas, España ultramarina o España americana. Se consideró una blasfemia continuar hablando de colonias, mientras, una tras otra, cortaban violentamente sus lazos con la madre patria. Sin embargo, en el lenguaje de la calle los almacenes «de coloniales» (productos procedentes de las colonias) siguieron llamándose así hasta mediados del siglo xx, en que fueron barridos -como los «ultramarinos»- por otras técnicas comerciales, especialmente las de los supermercados. Curiosamente, el 4 de abril de 1811 se proscribió «la calificación de coloniales para los frutos provenientes de América». ¡Qué difícil resulta -como se ve- modificar el lenguaje a golpe de decreto!
Los liberales de las Cortes de Cádiz utilizaron a troche y moche las expresiones arbitrario, arbitrariedad, como sinónimas de absoluto, desordenado, despótico, y como antónimas de ley, orden, moderación, etc. Es frecuente la adjetivación negra arbitrariedad o monstruosa arbitrariedad para dramatizar una expresión de apariencia bastante inofensiva. (Esta tendencia a remachar redundantemente un juicio o una opinión perdura -e incluso se exagera- en nuestros días: los absoluta y totalmente y los total y absolutamente, que preceden a un adjetivo sustantivado -necesario, cierto, etc.-, están a la orden del día.) En sentido contrario, a libertad la acompañan adjetivos excelsos como sagrada, santa, clara, luminosa, etc.
El poder absoluto, que estaba, como el liberalismo, a la orden del día, sirvió de punto de apoyo para que Bravo Murillo enunciara su lapidario programa personal: «Yo soy absolutista de un absolutismo absoluto».
En una época de fervor por dotar a España de una Constitución, se prodigaron los adjetivos constitucional y anticonstitucional, así como el adverbio constitucionalmente y el verbo constitucionarse (hoy se diría, más rebuscadamente, constitucionalizarse), con el significado de «organizarse con arreglo a la Constitución».
Los carlistas adoptaron en 1830 el adjetivo francés legitimista, que pronto fue acompañado del sustantivo legitimismo, y en el Diccionario de la Academia de 1869 aparece la palabra restauración.
Un año antes se había adjetivado la República como federal, democrática-federal, unitaria, moderada y orgánica. Y, su vez, el sustantivo democracia se adjetivó con términos como socialista, tumultuaria o individualista... Por supuesto, nadie le añadió la palabra absolutista, tan en boga.
Lo revolucionario se identificó a veces con lo liberal: «Pero siempre tan amigos, esto es lo revolucionario», escribe un periodista. A menudo alterna con otros adjetivos sustantivados: rebelde, revoltoso, perturbador, sedicioso, faccioso... o filibustero, con lo que puede apreciarse el abanico de variantes existente entre liberal, por un lado, y filibustero (o pirata) por otro.
Pero no sólo revolucionario se presta a mil interpretaciones. Otro tanto ocurre con revolución (incluso en nuestros días: Ortega decía que revolución es volver las cosas del revés, como se vuelve una chaqueta). Según quien aborde el tema, revolución puede ser:
1. Una manifestación de tumulto callejero, es decir, sinónimo de discordia, desorden, asonada, barricada, motín, rebelión, insurrección o guerra civil. No hay, pues, revolución sin violencia en la calle.
2. Una maniobra sinuosa para alterar, sin que exteriormente aparezca signo alguno, el orden establecido. Equivale así a conspiración, complot, conjura, sublevación (generalmente militar), pronunciamiento (militar, por supuesto) y golpe de Estado (en aquellos tiempos era inimaginable un golpe de Estado no-militar, como el protagonizado hace unos años por el presidente peruano Fujimori).
3. Una conmoción social, o por decirlo en términos de aquella época, una «liquidación social», una «abolición del Estado político y jurídico», una «disolución social» (de donde procede la tan traída y llevada expresión «ideas disolventes»).
La anarquía se equiparaba con un no-gobierno, pero no se consideraba sinónimo de desorden. Lo contrario de anarquía era dictadura, que a su vez se consideraba sinónimo de autoridad. Curiosamente, el antónimo de autoridad no es anarquía, sino libertad. De modo que, en la mentalidad del siglo XIX, el espectro de ideas podía resumirse en esta ecuación:
anarquía es a
dictadura
lo que autoridad es a libertad
o:
En aquellos tiempos en que aparecieron tantos términos acabados en tracia (democracia, mesocracia, teocracia, burocracia...), no podían faltar los castizos insultos, como tontocracia y mogigatocracia. Cánovas inventa el término pandillaje cuando se discute la nueva Constitución, en abril de 1869, y al mes siguiente es el primero que equipara la dictadura militar a caudillaje, sin que pudiera sospechar ni remotamente el partido que se le sacaría a esta palabra setenta años más tarde.
El eufemismo aplicado a
los pobres de económicamente débiles apareció a mediados del siglo xix, y ha
perdurado hasta nuestros días. También se utiliza entonces por vez primera la
expresión desheredados, y otra que haría furor -¡nada menos que en la Argentina
peronista!- un siglo más tarde: los descamisados. De aquella época, y no del
franquismo, que la recuperó, procede la forma de llamar productores a obreros o
trabajadores. Otras expresiones usuales fueron pueblo productor y pueblo
trabajador (como si se quisiera contraponerlas a pueblo improductivo y pueblo
holgazán). Proletario y proletariado, que habían surgido al calor revolucionario,
fueron utilizados a menudo por Sagasta, mientras que algunos de sus
correligionarios se referían a ambos términos como «esa realidad inmunda de
nuestro siglo». Desde antiguo, el concepto que los intelectuales metidos a
mangonear la «cosa pública» tenían del obrero, el bracero, el campesino, era
muy lastimoso. En las Cortes constituyentes de 1821 se atrevió a pontificar
López de Ayala: «Suprimid los propietarios, suprimid el ejército, suprimid el
clero, y decidme qué república podéis fundar con lo que os resta».
Respecto a los ricos, se habla de ellos como de gente que tiene que perder (los pobres, en cambio, como no tenían nada, ¿qué iban a perder?), y, con un cierto pudor, a los propietarios se les llama contribuyentes. Como una subclase existían los pequeños propietarios y los pequeños terratenientes. Y, en un plano equiparable, se concedía una cierta consideración al dueño, al patrón o patrono, al fabricante e incluso al capitalista (término con el que se identificaba, sobre todo en Cataluña, a la burguesía acomodada). En cambio, empresario no se utilizaba, salvo como un calificativo que merecía la burla de las organizaciones obreras.
Varios escritores del 98 alternaron su
carrera literaria con una acción ‑o al menos tentación política. Azorín,
Baroja y Maeztu firmaron en su juventud el Manifiesto de los tres, en el que
exponían su doctrina de «regeneracionismo nacional». Azorín, contra lo que
pudiera hacer creer su trayectoria vital, se mostraba virulento e iconoclasta.
Así, por ejemplo, escribía que «la libertad de prensa era letra muerta
mientras existiera la monarquía», o «el poder legislativo es una comedia; el
judicial, un orden dependiente del ejecutivo; el ejecutivo, un servidor del
medro y de la ambición».
Poco más tarde le arrastrará al partido conservador
Antonio Maura. Podemos detenernos en el lenguaje utilizado por Antonio Maura a
principios de siglo: «Hay que atraer a los indiferentes al ejercicio de la
política, llamarlos con obras vibrantes para despertarlos y conmoverlos.
España necesita una revolución desde el gobierno; si no se hace desde el
gobierno, un trastorno formidable se hará desde abajo. Llamo revolución a las
reformas hechas por el gobierno radicalmente, rápidamente, brutalmente; tan
brutalmente que baste para que los distraídos se enteren, para que nadie pueda
abstenerse, ni aun aquellos que asisten al espectáculo con resolución de
permanecer alejados». Al proyecto de ley de administración local que él
propició, lo llamó ley del descuaje del caciquismo (aunque el caciquismo
pervivirá durante décadas), y como ministro de la gobernación se volverá
airadamente contra los fondos de reptiles que compraban a ciertos periodistas
(fondos que pervivirán casi un siglo más tarde, aunque con fines distintos que
sobornar a periodistas: silenciar a un asesino, premiar a un chivato, esconder
a un amenazado, o simplemente embolsárselos los encargados de administrarlos).
Azorín cree que los políticos «llevan sobre
sus hombros la culpa de todos los ciudadanos, de la nación entera». Aunque, al
mismo tiempo, al verlos deambular y cuchichear arriba y abajo por las mullidas
alfombras del Congreso, se pregunta: «¿y en las manos de estos hombres está el
porvenir de España? ¿Y éstos son los hombres que monopolizan el poder,
mientras España se desquicia, se hunde, con sus campos yermos, con sus multitudes
hambrientas y sin escuelas? Y mientras en España pasa todo esto, ¿aquí estamos
yendo y viniendo por los pasillos, placenteramente, haciendo discursos,
admirándonos de la grandilocuencia de un señor, quedándonos pasmados ante la
habilidad de tal otro?».
En el periodo de entreguerras, tanto los
partidos fascistas como los comunistas utilizaron palabras o frases de
fuerte contenido emocional con objeto de enardecer a las masas. Algunas se limitaban
a una simple repetición machacona, como Duce, Duce, Duce!, para aclamar
a Mussolini, que tuvo su equivalente entre nosotros en el ¡Franco, Franco,
Franco!, o en la Alemania nazi en el Heil Hitler! («¡Viva Hitler!»),
repetido hasta la saciedad, o el ¡Proletarios del mundo, uníos! del
Manifiesto comunista, adoptado por la Revolución bolchevique.
A estos lemas patrióticos les han acompañado
estrofas poéticas o cánticos, en los que a veces colaboraron plumas excelentes,
como fue el caso de D'Annunzio en la Italia fascista.
Al enriquecimiento del lenguaje político a lo
largo de la primera mitad del siglo xx contribuyeron tanto las derechas como
las izquierdas. Ortega y Gasset dignificó el término masa con su celebérrimo
ensayo La rebelión de las masas. Las masas tenían su más noble sinónimo en el
pueblo, aunque de pueblo se derivó populacho, que equivalía a otras palabras
más despectivas, como turbas, a las que a su vez se adjetivó con un cierto
ensañamiento: turbas encanalladas, enloquecidas, enfurecidas,
incendiarias... Ya en el terreno de la agresión verbal se utilizaron otros
sustitutos, a cual más hiriente: plebe inmunda, desharrapada, vil..., gentuza,
canalla..., para desembocar en chusma, que se adjetivaba prácticamente del
mismo modo, y, posteriormente, hordas, aplicado en especial a las hordas
rojas.
Durante la II República la palabra política
se adjetivó de mil y una formas, de las que citamos aquí algunas, a título de
ejemplo:
‑ de pueblo; de clase; socialista; fascista; nacional; de partido; autonomista; democrática; de izquierda; derechista; conservadora;reaccionaria; monárquica; sectaria; anticatólica; antinacional; antirrepublicana...
Para la actividad política existe un
repertorio de palabras asociadas, que nos da una idea de la escasa estima que
dicha actividad merecía: intrigas, componendas, maniobras (y maniobreros),
pasteleo (y pastelada, pastelero, pastelear), confabulaciones, camelo, cabildeo,
secreteo, cambalache, enjuague, trapisonda, cubileteos, contubernio,
conglomerado, mescolanza, amalgama, revoltijo, olla podrida, aquelarre, casa
de tócame roque...
Hay algunas derivaciones sorprendentes aparecidas en los discursos o en los periódicos de los años treinta: bolchevista (y no bolchevique), bolcheviquismo, comunistoide, comunizante (y no comunistizante), fascistizante, republicanizante, sovietismo, proletarización, socialistoides o socialeros, estatizar o estatificar, fajista (por fascista, ya que ambas palabras proceden del latín fascis: haz o fajo), prolecracia (democracia proletaria), descatolizar (la derecha dice que es lo mismo que desespañolizar; en la misma línea, europeizarse es monarquizarse; para otros, en cambio, europeización equivale a desnacionalización), liberaloide, obstruccionar (por obstruir), dictablanda berengueriana (por el general Berenguer) y desrepublicanización de la República.
También se decía, ya en el 36, republicanizar
la justicia, como hoy decimos despolitizar la justicia. Y el tan traído y llevado
hecho diferencial de Cataluña aparece ya citado en 1932 por numerosos autores
(Estelrich, Osés, Medina, Fernández Almagro, etc.).
Ortega utiliza el término apartistas en vez
de separatistas, cuando se refiere a los vascos, quienes en realidad lo que
pretendían era «apartarse» o «formar un mundo aparte» de los demás. Otros
diputados hablan de vasquizar y de desvasquización, así como de
bizcaitarrismo. En el lado opuesto, prolifera el uso de españolizar y españolismo,
así como desespañolizar («catalanizar quiere realmente decir desespañolizar»,
Diario de Sesiones, 1932).
En el mismo marco de los autonomismos se utiliza
estatutismo y fuerismo. La Constitución definió la República española como un
Estado integral, que algunos consideraron un simple eufemismo de unitario (la
Constitución vigente de 1978 dice en su artículo 1.° «Estado social y
democrático de Derecho», y el art. 2.° se refiere taxativamente a «la
indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos
los españoles». Puede apreciarse una cierta diferencia, aunque ambas
Constituciones quieran decir lo mismo). Los vocablos que en 1931‑1932 se
usaron para atacar los conatos de separatismo ‑aparte del ya citado
apartismo‑ fueron divorcio, escisión, desmembración, fractura, amputación,
balcanización y desintegración. Pero lo más negativo fue quizá la afirmación
del diputado comunista Arquer: «España es una ficción y hay que combatirla.
Existe Cataluña, Vasconia, Galicia, Castilla... España, no». Probablemente de
juicios de este tipo nacieron otros en los escaños de la derecha, como la anti‑España
o la anti‑Patria. Azaña, mientras tanto, se inventó la antirrepública,
como elemento de retroceso y servidumbre.
Militarada, cuartelada y sanjurjada (por el
levantamiento del general Sanjurjo en 1932) son otros tantos equivalentes de
movimientos sediciosos de los militares, a quienes también se acusa de
facciosos.
Donde más imaginación se derrochó fue en la articulación de palabras compuestas (a veces, contradictorias), como anarcofascistas, anarcorreformistas, anarcoburgués, socialtraidores, socialfascismo, socialenchufismo, fasciovaticanista, nacionalsindicalista, demagogicosocialista, clericocerriles, monarquicotradicionalistas, ultrarreaccionarios, etc., y hasta dos compuestos hilvanados, como cuando se califica el trotskismo de «tendencia socialdemócrata contrarrevolucionaria».
Una invención ex nihilo de aquella
época fue el término straperlo (más tarde estraperlo), nombre de
un juego inventado por los señores Straus y Perlo. Se aplicó a cualquier
negocio fraudulento, y en la posguerra a la venta clandestina de artículos de
primera necesidad sometidos a racionamiento.
La palabra movimiento (a la que se añadió
pronto el adjetivo nacional) sirvió en un principio para evitar el uso de
«partido», ya que la derecha fascistoide quería enterrar los partidos
políticos, como causantes de todos los males de la patria. Aunque el
Diccionario de la Real Academia daba como acepción de movimiento «alteración o
conmoción», el fundador de Falange insistía en relacionarlo con los partidos
políticos. «El movimiento de hoy ‑decía en 1933‑, que no es
partido, sino que es un movimiento casi podríamos decir de antipartido, sépase
desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas». Al movimiento van unidos el
militarismo, «que propaga el ideal del honor», y el nacionalismo, que es un
«movimiento nacional totalitario, esto es, encaminado a dominar en la nación
por completo».
Durante la guerra civil, y en los años
inmediatamente posteriores, se ensañó el régimen triunfante con los vencidos,
todos los cuales fueron calificados de rojos, disgregadores, agitadores,
contumaces detractores y fuerzas del mal. El adjetivo rojo se usó de varias
formas, y las más frecuentes fueron vesania roja, milicianada roja y furia rojocomunista.
El Nuevo Estado (recuérdese el Estado Novo
portugués), que no es monarquía ni república, nace de la Cruzada (que es la
forma de llamar a la guerra civil desde el campo de los vencedores) y se
sustenta ideológicamente, como hemos dicho, en el Movimiento nacional. A menudo
se habla también de Régimen. Al frente del Régimen está el Caudillo, que es,
además, Jefe Nacional del Movimiento y Generalísimo de los ejércitos. Los tres
pilares en que se asienta la democracia orgánica son la familia, el municipio
y el sindicato. Los sindicatos son verticales; esto quiere decir que agrupan en
una sola estructura ‑la Organización sindical‑ a empresarios y
trabajadores. Con esto se pretendía haber resuelto la «lucha de », del mismo
modo que el Movimiento terminaba con la división partidista de derechas e
izquierdas. El politicastro es el líder de un partido, y se le llama también
saltimbanqui de la política. Los partidos merecieron, entre otros, estas denominaciones:
cenáculos políticos, granjerías, tertulias de conspiración e invención
bastarda.
En la etapa final de la dictadura franquista (muerto ya el dictador, pero sin haberse abierto el camino de la democracia) es muy representativo un discurso de Arias Navarro, presidente del gobierno, pronunciado el 28 de abril de 1976, cuyo análisis revela la mentalidad de lo que quedaba de las etapas «gloriosas» del Movimiento Nacional y la incertidumbre del futuro. Algunas «grandes palabras» no aparecen ni una sola vez, como régimen, adhesión, autenticidad, cauces, fervoroso, incondicional, organización, sacrificio, tradicional, Dios, Fuerzas Armadas, Movimiento, procurador, Iglesia... En cambio, se encadenan las palabras asustantes, como agitación, beligerante, conflicto, demagógico, derrota, desconfianza, desesperación, desorientado, desprecio, destrucción, discrepancia, disensiones, disgregación, dolor, dudas, emergencia, equivocación, extremismo, incertidumbre, injusticia, inmovilismo, irreconciliable, maniobra, sangre, terrible, terrorismo, traición, trampa, víctimas. Como contrapartida, la palabra pueblo es citada 28 veces, y el general Franco, bien sea por su nombre o como providente legislador, veterano capitán o caudillo, aparece 8 veces.
En Francia se había publicado, por aquella época, un libro titulado 54.774 mots pour convaincre («54.774 palabras para convencer»), en el que se analizaba el lenguaje empleado en sus respectivas campañas por los dos candidatos a la elección presidencial de 1974, Giscard d'Estaing y François Mitterrand. Giscard era capaz de pronunciar 193 palabras por minuto, mientras Mitterrand sólo llegaba a 157 (su forma de hablar siempre fue muy pausada). En cuanto a la riqueza del vocabulario, hay un empate, pues ambos utilizan 1.600 palabras diferentes. ¿Y cuáles son las más frecuentes? Aparte la palabra Francia, que Giscard utiliza 117 veces, las que más repite son:
República: 55 veces;
Francesa: 53 veces; Francés: 52 veces; Presidente: 50 veces; Sociedad: 50
veces; Política: 46 veces; Trabajo: 43 veces.
Hay algunas coincidencias con Mitterrand,
aunque también disparidades elocuentes:
Francés: 63 veces; Francia: 52 veces; Señor: 41 veces (en los debates, cuando se dirige a Giscard); Política: 35 veces; Vida: 26 veces; Trabajo: 25 veces.
Resulta también curioso observar qué palabras
utiliza un candidato y el otro no:
Giscard: campaña, problemas, trabajadores
(!), elección, cambio (!), cosas, igualdad, grupos, programa, seguridad.
Mitterrand: trabajo, precio, tiempo, hombres,
izquierda, fuerzas, confianza, francos, pueblo.
Siete años más tarde, el análisis se hizo
sobre los cuatro candidatos en la primera vuelta de las nuevas elecciones presidenciales.
Giscard y Mitterrand se presentan de nuevo, y a ellos se unen Chirac y Marcháis
(este último, secretario general del Partido Comunista francés). Un recuento de
las palabras más utilizadas en sus intervenciones nos ofrece algunos curiosos
resultados:
Giscard cita 19 veces a los jóvenes y 15
veces a la familia, cosa que no había hecho siete años antes. Mitterrand se
vuelca con los asalariados, las instituciones y las personas mayores, que tampoco
estaban en el primer plano de su vocabulario del año 1974. Y habla más veces de
mujeres (19 veces) que Marcháis (12), Giscard (10) y Chirac (6).
Sorprendentemente, Chirac habla más veces (12) de trabajadores que Marchais
(10), Mitterrand (7) o Giscard (3). Si efectuáramos una extrapolación
derecha-izquierda (o Giscard + Chirac, y Miterrand + Marcháis), nos daríamos
cuenta de que, entre estos últimos, los términos más utilizados son paro,
justicia, trabajo y mujeres; y, entre los primeros, jóvenes, vida, presente y
seguridad.
En fechas más recientes (junio de 1997) se ha
hecho un estudio similar, con los términos utilizados por los diferentes
líderes políticos españoles durante un debate sobre el estado de la nación. Algunos
de sus resultados fueron muy ilustrativos de las preocupaciones que albergaban
las distintas fuerzas:
José M.° Aznar: esfuerzo: 29 veces; pacto, consenso,
diálogo: 25; mejoras: 23; solidaridad: 16; trascendente: 11; positivo,
beneficioso: 11.
Felipe González: apoyo, actitud constructiva: 29 veces;
error, problema: 24; acuerdo: 19; gobierno: 21; oposición: 12; discrepancia:
11.
Julio Anguita: paro, empleo: 69 veces; fiscalidad,
impuestos: 21; moneda única: 18; sector público: 13.
Es un ejercicio muy interesante observar con
qué palabras se quiere «machacar» al auditorio, y también comparar cómo
evoluciona cada personaje político en el transcurso de los años con sólo
examinar su vocabulario. Pero un estudio de este tipo desbordaría, sin duda,
los límites de este libro.
Quizá la figura gramatical que se lleva la
palma entre todas las que adornan el vocabulario de los políticos sea la
alusión perifrástica o eufemismo. Conste que el uso de esta figura no lo
detentan en exclusiva los políticos, pues todos los seres humanos -unas veces
por respeto al prójimo, otras por cobardía- practicamos el deporte de no llamar
a las cosas por su nombre. A todos, en nuestra vida social, nos seducen los
hechizos del eufemismo, que ya hacían las delicias de nuestros antepasados.
Quevedo, en La culta latiniparla. Catecismo de vocablos para instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas, nos dejó todo un repertorio de expresiones eufemísticas femeninas, de las que damos aquí una divertida muestra:
Para no decir «estoy con el mes» o «con la regla», se acordará de que las fiestas de guardar se escriben con letra colorada y dirá «estoy de guardar», y si el interlocutor es graduado dirá «tengo calendas púrpuras».
En las visitas no dirá «arrastra esa silla»,
que es ajusticiarla, dirá: «Aproxima requien sin temor a responsos»... No dirá
«calzo o tengo pie pequeño», dirá: arengo pie lacónico» o «pie vizcaíno».
Por no decir «tengo ventosidades», dirá
«tengo Eolos» o «zéfiros infectos». Pide el médico el pulso, u otra cosa alguna
persona; no se ha de decir «tome vuestra merced» ni esa maldita voz se oiga en
boca de hembra. «Tome» digan ellos; y la cultísima dirá «aprehenda» o
«accipia».
Para decir «Tráeme dos huevos, quita las
claras y trae las yemas» dirá: «Tráeme dos globos de la mujer del gallo, quita
las no cultas y adereza el remanente pajizo»... Por no decir «antes es apretado
de bolsa que dadivoso» dirá: «Vuestra merced antes es estítico de bolsa que
diurético».
Moliére también satirizó a las mujeres que
empleaban cultismos sin ton ni son en Les precieuses ridicules. Por ejemplo
(diálogo de la criada Marotte con su señora Madelon):
Marotte. Ahí está un lacayo que
pregunta si estáis en casa; dice que su amo desea venir a veros.
Madelon. Aprended,
necia, a expresaros con menos vulgaridad; decid: «Ahí está un imprescindible
que pregunta si os encontráis en adecuación de estar visible».
Antonio Machado reflejó eso mismo en su Juan
de Maicena, que daba así su clase de Retórica y Poética:
Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos
consuetudinarios que acontecen en la rúa».
El alumno escribe lo que se le dicta.
-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».
Maicena: No está mal.
Algunos eufemismos que esmaltan la retórica
oficial tienen su justificación no en el ánimo del administrador por dorarnos
la píldora de sus disposiciones, sino en la propensión de los administrados a
no querer escuchar las verdades duras. Así ha tenido un gran éxito el bautizo
de Residencias de la tercera edad a lo que no hace muchos años eran Hogares del
pensionista y antiguamente Asilos de ancianos. Estas dos palabras no le gustan
a nadie, aunque, al cambiarlas, la ancianidad siga existiendo igual que antes.
En el terreno de la salud, las denominaciones tienden a hacernos olvidar
nuestros males: Residencia sanitaria o Centro hospitalario han sustituido a
hospital, lo mismo que los Sanatorios antituberculosos pasaron a ser Sanatorios
de enfermedades del tórax. ¡Qué duda cabe de que resulta más consolador estar
enfermo del tórax que estar tuberculoso, aunque la enfermedad sea la misma!
En este capítulo de eufemismos médicos no
puede faltar el que dulcificó la aparición de brotes de cólera con la expresión
procesos diarreicos estivales o la intoxicación de la colza como una neumonía
atípica. Ambos son ejemplos que han pasado a la historia de la imaginación que
ha de echarle el político a sus calificativos para no alarmar al ciudadano. Lo
que ocurre es que a veces el ciudadano genera anticuerpos frente al eufemismo
invasor; tal cosa ocurrió con los reajustes en vez de subidas o alzas: al oír
la palabra reajuste, el ciudadano se echaba a temblar... aunque fuera un
verdadero reajuste. La administración reaccionó enseguida e inventó una
preciosa expresión: ordenación de precios, acuñada por la llamada Comisión
delegada de asuntos económicos en enero de 1973.
En el plano laboral, el vocablo salario ha
sido adjetivado de diferentes maneras. Primero se habló de salario justo, pero
esto se prestaba a múltiples interpretaciones, y entonces se acuñó el término
salario suficiente. Como éste tampoco resultaba muy preciso, se estableció el
salario familiar. Pero al ser la familia algo poco homogéneo, y además
cambiante, se optó por salario vital, que vendría a adaptarse a las formas de
vida de cada uno, mientras el salario mínimo cubriría sólo las necesidades más
elementales. Por último, se llegó a una formulación suficientemente elástica y
a la vez convincente: salario razonable. Con los contratos laborales que se
establecieron a finales de los noventa a tiempo parcial, ha habido una
evolución menos rebuscada, pero que no deja de ser interesante. Los sindicatos
los bautizaron despectivamente como contratos basura, expresión que caló pronto
en el público. La autoridad gubernativa correspondiente contraatacó con un
tímido contratos no ordinarios, que por lo menos ha servido para los discursos
y los documentos oficiales.
En tiempos no muy lejanos se sostuvo a
ultranza que en nuestro país las huelgas no existían, y la misma palabra huelga
fue proscrita del vocabulario gubernamental y periodístico. Los gobernantes
pusieron tal interés en evitarla que se vieron obligados a inventar un sinfín
de sucedáneos. De su alarde de imaginación han quedado estas muestras: conflictos
colectivos, anormalidades laborales, inasistencias al trabajo, ausencias injustificadas,
paros parciales, abandonos colectivos, paros voluntarios, irregularidades
laborales, fricciones sociales... y muchas más. Todo con tal de evitar una
palabra tan breve, simple y expresiva como huelga. Aunque lo más importante no
son las palabras sino los hechos, como decía en 1974 la revista Cuadernos para
el Diálogo:
Bien nos parece que se llame al pan, pan y a
la huelga, huelga, que para empezar no está mal, pero mejor sería que además de
llamar a la huelga por su nombre se reconociese jurídicamente su uso como
legítimo medio de defensa de los intereses de los trabajadores.
En el terreno laboral, muchas empresas se
agarraron a finales de los setenta a lo que se llamó entonces plan de
incentivación de bajas voluntarias, lo que quería decir, más o menos, «empujón
para echarlos a la calle».
En un mundo en el que se rozan la política,
la judicatura, la psicología y, en definitiva, la vida -el de las prisiones,
que en los años ochenta pasaron a ser instituciones penitenciarias, y así
siguen-, hemos visto cómo, lo que era un preso, pasó a ser un recluso, para
convertirse hoy en un interno. En realidad, se trata del mismo arquetipo humano,
con el mismo problema básico -la falta de libertad-, pero que quizá se sienta
más a gusto con su nuevo nombre. Algo similar ocurrió cuando a los negros
empezó a llamárseles gentes de color o los retrasados pasaron a ser
incapacitados, y después se transformaron en disminuidos y por último son personas
que sufren alguna discapacidad mental. En algunas confrontaciones bélicas
recientes, cuando ha habido víctimas civiles se ha dado la información de que
se habían producido daños colaterales.
Algunos eufemismos son típicamente políticos.
He aquí varios de los más caracterizados que han aparecido en nuestro país en
los últimos treinta o cuarenta años:
Discrepancia (por «oposición»); relevo (por
«cese»); cese (por «destitución»); incidentes (por «disturbios»); disturbios
(por «sucesos», o la denominación de los mismos); defensa de la competencia
(por «antimonopolio»); reajuste de la paridad (por «devaluación»); desaconsejar
(por «prohibir», cuando existía la censura); órganos no jerarquizados (¿tal vez
«órganos democráticos»?); renovación de los equipos de gobierno (por «crisis»).
Un pintoresco eufemismo leído en el artículo
editorial de un periódico durante el franquismo: origen digital de un
procurador (en vez de «procurador nombrado a dedo»).
Un acierto lingüístico procedente del Boletín
Oficial del Estado que adquirió carta de naturaleza en las relaciones
comerciales fue el canon de coincidencia (cantidad que pagaban las líneas de
transporte por carretera por «coincidir» con los trazados del ferrocarril).
Y he aquí un eufemismo en grado superlativo:
un modo insólito de llamar a la censura cinematográfica. Al finalizar el
festival de San Sebastián del año 1971, el director del mismo declaró que las
películas extranjeras no se podían exhibir en España porque «no eran idóneas
para contrastarlas con las costumbres habituales del pueblo español». Este
eufemismo tuvo que encantar a los censores de entonces, quienes en adelante
podrían decir de una película, una obra de teatro o un libro, que «no es idóneo
para contrastarlo con las costumbres habituales del pueblo español», en vez de
la fórmula habitual de no aconsejar o desaconsejar su exhibición,
representación o publicación.
No ha sido esta curiosa costumbre de llamar a
las cosas de un modo rebuscado un fenómeno de otros tiempos. La retórica
oficial llega a nuestros días cuando se denomina depósito de residuos sólidos
urbanos a lo que siempre se llamó vertedero de basuras, y en consecuencia el
delegado de limpieza es el jefe del área de eliminación de residuos sólidos
urbanos, o a que el simple hecho de colocar unos columpios en un parque -como
recuerda Antonio Burgos- se le llame la potenciación del mobiliario urbano a
nivel lúdico en centros poblacionales periféricos. Un concejal madrileño ha
llegado a llamar a las chabolas módulos horizontales de tipología especial.
Aunque este ejemplo pueda parecer a algunos un tanto siniestro, hasta la misma
organización terrorista ETA se agarra en sus comunicados a este clavo ardiendo
de la expresión pomposa y vacua, y así ha llamado al secuestro de empresarios
fórmula de aprovisionamiento necesaria para continuar la marcha del proceso
revolucionario (escuchado en la Cadena SER, en noviembre de 1983). En los últimos
tiempos se ha puesto de moda hablar de violencia de baja intensidad cuando se
producen agresiones o ataques sin muertos, y más de un autor ha sugerido que
deberíamos ser más francos y llamar a esos hechos terrorismo nacionalsocialista
vasco.
El Vocabulario de Pangloss, nacido de una
pomposa reunión internacional celebrada en 1978, nos confirma que ningún país y
ninguna instancia están libres de disfraces lingüísticos. He aquí algunas
muestras:
Estamos estudiando todas las posibilidades para tomar en el momento oportuno las medidas adecuadas ® No se hará nada; Amplio acuerdo ® Desacuerdo; Decisiones concretas ® Aspiraciones; Determinación ® Esperanza; Extensa discusión ® Cháchara; Franca y completa discusión ® Pelea; Atribuimos particular importancia a ® Nos sentimos obligados a mencionarlo; En principio... ® No; Será estudiado con el máximo interés ® Se le ha dado carpetazo; Toma nota de ® Descarta; Expresa su satisfacción ® Le asusta.
En una emisión de TF 3, en enero de 1981, se
dijo: «Air Inter ha conseguido mantener el aumento de sus tarifas por debajo
del aumento del coste de la vida», con lo que, en una primera impresión,
parecía que las tarifas habían bajado. Y, por aquellos mismos días, en el
Journal de Genéve podíamos leer: «Un centenar de personas se desplazaron hasta
la prisión donde está encerrado el asesino para gritar slogans que pedían sobre
todo su eliminación física». Una forma elegante de pedir la pena de muerte o de
aplicar la ley del talión... Como también ha sido elegante en Francia la forma
de sustituir la palabra aborto por las iniciales IVG: Interruption
Volontaire de Grossese (interrupción voluntaria del embarazo).
La asimilación de una palabra a un problema
provoca a menudo la traslación de la atención del problema a la palabra. Así,
por ejemplo, cuando el cronista de Carlos V, Pedro Mexía, habló del demonio como
causante de las luchas de las comunidades, hizo una traslación verbal para explicar
algo que no interesaba explicar de otro modo, y la palabra demonio adquirió
carta de naturaleza por esconder tras ella cualquier convulsión contra el poder
constituido. He aquí la expresión de Mexía:
Dos años y medio avía, y aun no cavales, que el Emperador avía venido a estos reynos y governádolos por su persona y presencia, y los tenía en mucha tranquilidad, paz e justicia, guando el demonio, senbrador de cizañas, començó a alterar los pensamientos e voluntades de algunos pueblos y gentes; de tal manera que se levantaron después tempestades, y alborotos, y sediciones...
Poco más adelante, insiste: «Como digo, esto
fue obra del demonio...».
La imagen tiene un trasfondo religioso, y no
sólo porque el demonio es una figura religiosa, sino porque «endemoniado» era
alguien que, además de echar espumarajos por la boca, blasfemaba y disparataba.
Los políticos utilizan a veces a los demonios para acusarles de las inquietudes
de sus súbditos. Nuestros demonios familiares fue una expresión corriente
durante el franquismo, que pesaba como una amenaza -sin culpabilizar a nadie en
concreto- sobre el pasado, el presente y sobre cualquier intento de modificar
el futuro.
La expresión demonio, lo mismo que la de enemigo
(y sus plurales correspondientes, como por ejemplo los enemigos seculares de
la patria), causan tal impacto en el ánimo del pueblo silencioso y creyente
que nadie se para a pensar en lo que tales palabras esconden. Es decir, las
palabras subsumen su propio significado: ¿podrían definirse los demonios, los
enemigos? Quizá sí, pero en realidad no hace falta, y basta con añadirles calificativos
(familiares, seculares...). Son palabras categóricas, cuya expresividad anula
la semántica.
Otro tanto ocurre con ciertos adjetivos,
capaces de hacer más tolerable una situación dada. Durante años se habló mucho
del problema endémico de la universidad. La palabra endémico provoca un
efecto tranquilizante en el ánimo. Pasaba igual con un adjetivo que fue
famoso hace medio siglo: la pertinaz sequía. Desde el momento en que la
sequía es pertinaz, ya resulta más digerible. Tanto pertinaz como endémico
son adjetivos que invitan a la resignación. Esconden un fatalismo que escapa
al dominio de los hombres: hemos de cargar con el sustantivo que conllevan
(sequía, problema) como cargamos con nuestro propio cuerpo.
Hay otro tipo de adjetivos que cumplen una
función parecida. En este caso, no resignativa, sino disuasiva. Su contundencia
eclipsa todas las dudas, aunque no las resuelve. Así, por ejemplo, el adjetivo
irreversible (muy utilizado cuando se habla de la construcción de Europa, o
del proceso abierto de nuestra Constitución, o del desarrollo). Al sellar una
cosa con la palabra irreversible ya no hace falta seguir insistiendo en ella.
En prioridad lingüística, irreversible es lo que no tiene vuelta de hoja, lo
que no puede volver al estado que tenía, y, por tanto, con que se diga una
vez, basta. El paso de la infancia a la adultez, por ejemplo, es irreversible:
no se vuelve a ser niño cuando se ha dejado de serlo. ¿A qué conduciría,
pues, repetirlo durante decenios? El mismo sentido tiene la aplicación de
adjetivos como incuestionable, consustancial, inquebrantable, inasequible,
insoslayable, indeclinable. Todos ellos son tan rotundos que nadie se para a
pensar en lo que quieren decir. Ésta es su principal virtud, y cumplen con
creces la aspiración máxima del signo lingüístico: llegar a tener entidad al
margen de su significado.
Alguno de ellos cuenta además con otra propiedad: atraer a un sustantivo o a una frase adverbial. Así se producen ‑en terminología de Chomsky‑ las siguientes concatenaciones:
Inquebrantable
[adhesión] Inasequible [al desaliento] (Esta expresión tópica es
gramaticalmente incorrecta, pues el significado de inasequible es
inalcanzable, inconseguible.)
[deber]
insoslayable turbios [manejos]
legítimas
[aspiraciones]
[absolutamente] imprescindible
Esta
concatenación tiene la peculiaridad de ser redundante, pues si algo es
imprescindible ya lo es absolutamente. Se produce el mismo fenómeno que con la
tan usual expresión de los cronistas deportivos de que un estadio está
«totalmente lleno». Si está lleno, lo está totalmente; si no, es que no está
lleno. En 1982 declaraba a Radio Nacional José Antonio Segurado que su razonamiento
era absolutamente indiscutible. Si ya es indiscutible, no se puede discutir, y
no cabe que lo sea «absolutamente» ni mucho menos «relativamente». Otras
variantes fueron emitidas por un dirigente de Comisiones Obreras en TVE un año
más tarde: absolutamente inadmisible y absolutamente inaceptable. Como puede
verse, la tendencia a remachar una idea con un adverbio inútil no es un invento
de hoy en día.
[previsiones]
sucesorias
(Concatenación
que requiere otra cadena auxiliar: «cuando se cumplan las».)
vivas
[muestras de lealtad, adhesión, afecto] (o las tres cosas a la vez)
[ley,
estatuto, democracia]
orgánico,
a
(Adjetivo
que atrae a distintos sustantivos, pero a todos ellos la adjetivación les afecta
de modo radical: éste es un caso típico de adjetivo dominante del sustantivo.)
mecanismo [institucional] (úsase más en plural)
incuria
[liberal]
(El magnetismo del sustantivo ha sido tan grande, que ya no se conciben otras incurias que no sean la liberal, aunque evidentemente las ha habido).
Otro fenómeno característico del lenguaje político es la propensión a la derivación. Muchas palabras entran en el mercado de las transacciones verbales acompañadas de toda la parentela que la gramática llama «familia de palabras», o, en la terminología de Chomsky, son «procesos derivativos, productivos y cuasi productivos».
En la evolución de la terminología política se advierte la aparición de nuevos verbos que poco a poco generaron sus correspondientes sustantivos y/o adjetivos. He aquí algunos ejemplos: decantar, dinamitar, articular (ya existe articulación), reequilibrar, solapar (y solapado, con significados levemente distintos, el último peyorativo; solapar es esconder, disimular, disfrazar, meter debajo, y solapado es artero, zorro, perverso, venenoso).
Una muy característica derivación ha sido siempre, en política, el «ismo», que es un retorno de la forma adjetivada a la sustantivación (“triunfo à triunfal à triunfalismo”, “función à funcional à funcionalismo"...).
Aunque un «ismo» es la extensión de un ejercicio o una teoría, en política esa extensión desemboca en la dilución de su significado. Añadir afijos a un núcleo es una operación, más que de condensación, de enmascaramiento. Lo que da al lenguaje político ese aspecto barroco y frondoso «para iniciados» es precisamente el ropaje de prefijos y sufijos que alteran el significado primitivo de una palabra (aumentándolo, disminuyéndolo, remachándolo, invirtiéndolo, etc.): para moverse por la fraseología política hay que ir desnudando las palabras de sus añadidos, quitarles hojas como a las alcachofas, para comerse el meollo (cuando lo tienen: que muchas veces -como señala Gonzalo Martín Vivaldi al analizar lo que él llama «lenguaje funcional»- nos encontramos solamente con la vaciedad más absoluta, con la nada).
Algunos «ismos» a los que tan propensos son nuestros oradores proceden de la efervescencia liberal y revolucionaria del siglo XIX, el siglo que vio nacer, precisamente, el liberalismo y el socialismo. Y junto a éstos, camparon por todas las polémicas periodísticas y tribunicias capitalismo, colectivismo, comunismo, constitucionalismo, doctrinarismo, dogmatismo, fanatismo, federalismo, krausismo, mesianismo, militarismo, nepotismo, oscurantismo, parasitismo, parlamentarismo, progresismo, proletarismo, proteccionismo, radicalismo, republicanismo y tradicionalismo (la mayoría de ellas con su correspondiente terminación personalizada en «ista» o en «ico»: socialista, dogmático.. J.
En tiempos recientes han aparecido otros «ismos», al calor de algunas actitudes o posturas políticas. Juan Marichal cita el neotacitismo (no hay que olvidar que «Tácito» fue el seudónimo adoptado por un grupo de ideólogos afines a la democracia cristiana), el funcionalismo y el neoaforismo de Tierno Galván (para quien «había que actuar aforísticamente», y que dictó en su Seminario de Derecho Político de Salamanca, en 1955, Doce tesis sobre el funcionalismo europeo) o el historicismo pactista o neoposibilista, referido a la actitud de los republicanos ante la restauración borbónica efectuada tras la muerte de Franco.
Llamamos secuencias a los «estiramientos» de una palabra-base, para enmascararla, retorcerla o simplemente complicarla. En un primer estadio, la práctica del lenguaje conduce por sí misma a la generación de un verbo a partir de un sustantivo, o de un sustantivo a partir de un verbo. Pero el afán de seguir verbalizando o sustantivizando conduce a la clase política al barroquismo lingüístico que todos conocemos.
He aquí algunos ejemplos:
Respecto al término institucionalización aplicado a los asuntos culturales escribió, en 1983, José Luis Aranguren un artículo en el que leemos:
Debemos precisar el diferente sentido de las palabras institución e institucionalización... El filósofo Jacques Derrida afirmó, con razón, que vivimos humanamente entre instituciones y que el lenguaje mismo, gracias al cual nos comunicamos, es una de ellas. Pero si es verdad aquello de que «lo que permanece, los poetas lo fundan», ¿diríamos por ello que su fundación lleva a cabo su institucionalización? No. Lo que se funda o instituye no es organizatorio ni, por ende, tiene nada de burocrático. Lo que se institucionaliza, sí. Probablemente, junto a las instituciones, en y de las que vivimos, necesitamos -acaso como un mal inevitable- las institucionalizaciones.
Al margen de la ironía que destila esta cita, no podemos dejar de lado la carga lexicológica que lleva latente.
Del mismo modo que los afijos incorporaban ambigüedad a los conceptos, el añadido de secuencias o subcadenas a la cadena o construcción principal introduce variaciones a veces sustanciales en su significado. Un caso típico es el de la clásica expresión contraste de pareceres, que sufrió durante las postrimerías del franquismo diversas «matizaciones», a base de combinar nuevos elementos a sus componentes (el análisis de esta evolución es un verdadero tratado de teoría política de los años setenta):
«Legítimo contraste de
pareceres»
(Antes no había más que un
contraste de pareceres, y ahora parece ser que lo hay legítimo e ilegítimo; el
ilegítimo ¿no es un verdadero contraste de pareceres? Y si no lo es, ¿qué es?)
«Concurrencia de pareceres» (Se ha traído un elemento de otra secuencia clásica, con una gran habilidad: los pareceres tienen que ser concurrentes y no divergentes.)
«Ordenada concurrencia de
criterios»
(Se supone que puede haber
otros criterios que, aun siendo concurrentes, sean desordenados.)
«Contraste de nuestras convicciones»
(Ahora ya sólo se trata de
contrastar las convicciones, que, por el hecho de ser tales convicciones, son
algo probado y fijo, sin diferenciación posible)
Otras expresiones con
elementos añadidos son:
«Correcta
institucionalización del futuro»
(Hay otra que no es
correcta. Por tanto, institucionalizar el futuro, sin más, ya no es un objetivo
en sí mismo, pues si se institucionaliza incorrectamente es peor que cruzarse
de brazos y dejar, remedando a Unamuno, «que institucionalicen ellos».)
«Libertad ordenada de opinión»
(La libertad de opinión
tampoco es un fin en sí mismo, pues puede ser desordenada, y en ese caso es
menos arriesgado ‑en un régimen totalitario‑ olvidarse de ella, y
santas pascuas)
«Razonable nivel de contestación»
(La «contestación», tal
como se entiende en el mundo, no admite niveles, ni tampoco, por supuesto,
admite la prueba de la racionabilidad) «Autentificar las instituciones»
(Las instituciones, sin
más, no son plenamente fiables; hay que «autentificarlas».)
«Estricta fidelidad»
(Hay otra, que puede permitirse
algunos devaneos)
«Límites estrictamente
esenciales»
«Preocupación ampliamente
desarrollada»
Y así sucesivamente.
Además de en tropismos, es rico el lenguaje político
en anfibologías o ambigüedades. Ya hemos dicho que la aplicación de afijos
era uno de tantos modos de disfrazar conceptos.
La genuina ambigüedad se da cuando los conceptos
son equívocos en sí mismos, o de definición imprecisa. El escamoteo es a veces
tan perfecto que las expresiones anfibológicas se utilizan por doquier, sin
que nadie se pregunte qué quieren decir exactamente. Algunas de esas
expresiones cumbre, ensalada tópica de todo menú político, son:
(Todo el mundo habla de ellas, pero nadie dice
cuáles son.)
(«Institucional», o «en el que se inscribe la
ordenación de la convivencia» o «de nuestras relaciones con otros países». En
cualquier caso, no se ha descrito nunca ese marco, que en ocasiones puede ser
sustituido por el cuadro, se supone que en el sentido de «cuadrado» y no en el
de pintura, pues en este caso el «cuadro institucional» y el «marco
institucional» serían cosas distintas, y no lo son: se utilizan ambas expresiones
con el mismo significado)
(Como nadie lleva un registro de su
empadronamiento, pueden ser compuestas, salvo extremas exclusiones, al gusto
de cada cual.)
(Abrir cauces, cerrar cauces, cauces existentes,
cauces previstos «de participación», se añadía en la época pre‑democrática,
cuando no existía la participación lisa y llana.) El área o las áreas
(De la legalidad vigente de la representatividad.)
(«El ministro de Sanidad se ha posicionado hoy en
favor de incentivar las ayudas a la atención sanitaria...»: en Telemadrid, 27‑1‑97.)
Muy cerca de la anfibología, o tendencia a la ambigüedad,
está el esoterismo, o tendencia al enigma. Hemos visto cómo la expresión se
adorna para camuflarse (ardid muy lógico cuando el político no quiere o no
puede comprometerse con expresiones claras); ahora veremos la expresión
difícilmente inteligible, fuera del lenguaje usual, rebuscada, oscurantista.
Hace bastantes años se introdujo de modo fulminante en la oratoria política el
vocablo contubernio. De su mismo corte son estos
otros, que han circulado 0 circulan todavía entre políticos y comentaristas:
Involución (Neologismo que
expresa un estado contrario a evolución, pero diferente a inmovilismo o a retrogradismo.)
(También se ha escrito partidocracia)
(Expresión que sirvió para insultar de un modo
supuestamente fino a quienes defendían ‑en torno a 1970 los partidos
políticos, en vez de decir que chocheaban)
(Ejemplo de fraseología)
Hay políticos y, sobre todo, teóricos de la ciencia
política, que se caracterizan por su cultivo del lenguaje sibilino, y que son
maestros en la utilización de diversas figuras gramaticales: la dilogía o
disemia (equívoco), el énfasis (dar a entender más de lo que se dice), la eufonía
(bella sonoridad), la hipérbole (exageración), el hipérbaton (alteración del
orden lógico de las palabras), la perífrasis (varias palabras por lo que
podría expresarse con una), etc.
Una característica fonética del lenguaje político
es el artificio de reforzar un concepto por medio de una acentuación folclóricamente
inadecuada. El resultado, desde el punto de vista teatral, es tan tragicómico
como el de los malos actores que, para dar mayor fuerza y verosimilitud (?) a
sus sentimientos, los sazonaban con un énfasis silábico de su propia cosecha.
En el campo político hemos recogido algunos
ejemplos:
...será ínevitable ... ...para íncidir en la tránsformación y la módernización
de la négociación laboral ... ...fávorecer la réactivación
dé la inversión ... ...pára lograr... Cáusalidad. Témporalidad (en el empleo) . ...su répercusión
inmediata ... ...én estas circunstancias ... ...la cónsolidación
... ...cumplir sú promesa ... ...que vóluntariamente quieren ...
...nuestra párticipación...
Algunas palabras, puestas en boca de políticos, han
adelantado su acentuación hasta la primera sílaba, como por ejemplo cónvertibilidad,
cómpetitividad, cúlpabilizar, désconsideración, répresentación,
résponsabilidad, etc. Observamos que todas ellas están compuestas de
al menos cinco sílabas, y quizá su extensión invita a acentuarlas dóblemente.
La verdad es que este baile de acentos nos recuerda
los espectáculos circenses, en los que el presentador anuncia el próximo número
con parrafadas como:
«...y a
continuación les présentamos, séñoras y séñores, a la átracción múndial, que
ha triunfado en los máyores éscenarios del mundo...»
La partición sintáctica consiste en cortar las frases
por el lugar menos adecuado sintácticamente (por ejemplo, en el punto de
inflexión de una conjunción copulativa), unas veces con objeto de provocar un
artificioso «suspense», y otras, simplemente, porque no se sabe qué decir o
porque quien utiliza un texto escrito no sabe de qué trata lo que está leyendo.
Posiblemente todos estos factores inciden en la
pintoresca forma de leer los discursos de algunos personajes de alta alcurnia,
quienes inexplicablemente cobran aliento en los pasajes donde no deberían.
Por ejemplo:
«Un
mundo en el que estén/debidamente representados/los diferentes pueblos...»
«Es
un método/del pasado algo que no tiene/nada que ver con la situación/que hoy
vivimos».
«El
panorama/es claramente más/despejado que en otros tiempos».
«Esta
visita no puede/servir para que se acuse/al Gobierno de radicalizar/su mensaje».
Aurelio Arteta llama «moda archisílaba» o «requetesilábica»
al alargamiento de las palabras con el añadido de alguna sílaba superflua, y
pone como ejemplos ejercitar, en lugar de ejercer, complementar por completar,
cumplimentar por cumplir, señalizar por señalar (éste lo hemos incluido en nuestras
secuencias), metodología por método, o problemática por problema (este último
se «requetesilabiza» al usarse el verbo problematizar).
Algunos alargamientos que escuchamos o leemos a
diario han demostrado y demuestran su perfecta inutilidad. Así por ejemplo,
nadie sabe qué diferencia existe entre el verbo concretar y el verbo
concretizar, preferido por la clase política. 0 entre conectar y conexionar.
Ha de reconocerse que en los discursos y escritos
del siglo XIX ya aparecieron algunas palabras con esa terminación que son hoy
de uso corriente, como desamortizar, centralizar y descentralizar.
En una floritura de su pluma garbosa, Xavier Domingo
se inventó su
propio verbo cuando lo hicieron miembro de la
Academia de Gastronomía: «...la medallita que me dieron por academizarme...»,
dijo.
Que sepamos, este invento de verbo acabado en ‑izar
no ha prendido en el habla usual de intelectuales y políticos, pero no ocurre
lo mismo con otros muchos que se generan a diario y bombardean nuestros oídos desde
las emisoras de radio y televisión.
Algunos de estos verbos son derivaciones de otros
existentes, como hemos señalado al citar el uso frecuente de concretizar por
concretar. Algunos otros son creaciones a partir de un sustantivo 0 un
adjetivo, como es el caso de criminalizar (que viene a ser «acusar de un crimen
a alguien», aunque la palabra correcta sería incriminar).
Lo que ocurre con las palabras nuevas es que
enseguida amplían su campo semántico, y así se puede criminalizar todo: no sólo
una actitud criminal, sino la simple sospecha o rumor, o el comentario
aparecido en un periódico.
He aquí algunos ejemplos de sustantivos que han
dado origen a un verbo terminado en ‑izar. Algunos son verdaderas joyas:
Sectorializar. Escuchado a un
dirigente sindical en 1983: «...apoyo sectorializado...». No parece que en
este caso el autor de la frase haya querido decir otra cosa que «un apoyo
prestado sector a sector», o «por sectores».
Maximizar, minimizar («Al final de 1983 nosotros
tenemos que tener la seguridad de que cada una de las empresas o ha maximizado
beneficios o ha minimizado pérdidas»: expresión de Carlos Solchaga).
Posteriormente ha aparecido maximalizar, probablemente por influencia
contagiosa de «maximalismo».
Absolutizar. Este «disparate»
apareció en un artículo de un obispo, Alberto Infesta: «...actitud loable y
siempre necesaria, pero que no puede absolutizarse...». (¿Quiso decir
«generalizarse»? ¿0 quizá pensaba realmente en lo absoluto?)
Flexibilizar (las plantillas,
es decir, echar a un número indeterminado de personas a la calle).
Centralizar, descentralizar
(determinados servicios).
Judicializar, desjudicializar. En
un principio ‑a primeros de los ochenta‑ se empleó como término de
reflexión económico‑laboral (así, en junio de 1983 se escribía en una
revista de información política: «La idea es desjudicializar los despidos por
causas económicas», una idea que tiene su intríngulis, pues catorce años más
tarde todavía han de pasar por el juzgado dichos despidos). Posteriormente, y
debido a las múltiples interferencias del poder político en el judicial y viceversa,
se insistió en que la política estaba «judicializada» y la judicatura «politizada».
A partir del momento en que se acusa a los políticos de «politizar» el mundo
de la justicia (haciendo nombramientos de tipo político en el Consejo del
Poder Judicial, o en la Fiscalía General del Estado), aquéllos contraatacan
acusando a los jueces de judicializar la vida política por la multitud de procesos
en los que se implica a gobernantes y legisladores, y por la repercusión de
las decisiones de jueces y magistrados en los medios de comunicación. En
nuestros tiempos se afirma que la judicialización impregna toda la vida nacional.
Penalizar, despenalizar.
Cuando se habla de despenalizar algo, en el noventa por ciento de los casos se
trata del aborto.
Potencializar. No está muy
clara la diferencia con «potenciar». Quizá al alargar la palabra, se introduce
un elemento de interrogación o duda.
Desnuclearizar. Ha tenido una
aplicación internacional, con especial incidencia en las políticas de
armamento de las antiguas potencias del Este. Pero también ha cobrado
relevancia en nuestro país cuando determinadas zonas se han opuesto a la
construcción de cementerios para enterrar residuos nucleares. Funcionarizar,
funcionarización. Escuchado por vez primera a una diputada del partido comunista
en Radio Nacional, referido a los profesores no numerarios, cumple al pie de la
letra los aspectos «burocratizadores» que Aranguren veía en el verbo «institucionalizar».
Se trata de convertir a ciertos profesores en funcionarios, cosa que en la
faceta laboral se consiguió, aunque no sabemos cuántos de ellos se «funcionarizaron»
en sentido peyorativo. Más tarde se ha extendido a todos los funcionarios, y
así, en un titular publicado a finales de diciembre de 1998 leemos:
«Convocadas 10.500 plazas de funcionarización». En el texto se dice,
simplemente, que el BOE (Boletín Oficial del Estado) ha convocado ese número
de plazas para la Administración pública, con el añadido de que así «se sigue
la línea de racionalización y homogeneización del régimen jurídico de los
empleados públicos».
Enfatizar. De uso primero
restringido y pedantesco, y luego extendidísimo en los noventa. La Real
Academia lo admitió en 1975, con la contrariedad de quien sería quince años
más tarde director de la Docta Casa, que lo tachó de innecesario anglicismo.
Para colmo, se perdió el sentido de afectación que tiene «énfasis» (un tono
«enfático» siempre ha sido un tono engolado), y ahora se «enfatiza» para dar
relieve a una afirmación, para recalcarla, para hacer hincapié.
Instrumentalizar (de instrumento,
instrumentar). En una ocasión, Nicolás Redondo afirmaba: «Me preocupa que
haya intención en el PSOE de instrumentalizar a UGT...», mientras en una
revista se acusaba a Garaicoetxea de «instrumentalizar los actos ajenos de
violencia». En junio de 1997, Javier Pradera utiliza (sin cursiva) un adjetivo
derivado de ese verbo: «...esa estrategia instrumentalizadora del ministerio
fiscal por el gobierno». De esa construcción sintáctica poco ortodoxa en
nuestra lengua se deduce que el gobierno utiliza al ministerio fiscal como
instrumento de sus intenciones o decisiones.
Desmetaforizar, desmetaforización (un
término que encontramos en el libro que Felipe Mellizo dedicó al lenguaje de
los políticos). Hay que suponer que existe metaforizar, metaforización.
Dramatizar, desdramatizar.
Utilízase más este último («hay que desdramatizar la situación»).
Legalizar, deslegalizar, ilegalizar.
Aquí se establecen sutiles comparaciones con legitimar, deslegitimar, ilegitimar,
estudiadas por Lázaro Carreter, quien prefiere estas últimas, aun reconociendo
que hay matices diferenciadores... y que, además, deslegitimar no ha recibido
todavía el placet de la Academia.
Contextualizar, descontextualizar.
Estos dos verbos (muy usuales, sobre todo el segundo, entre políticos en
activo) se supone que quieren decir «introducir dentro del contexto» y
«sacar fuera del contexto», respectivamente. Una muestra: Carlos Mª López
escribe que «...esto no se puede descontextualizar de la campaña electoral y
de la estrategia actual de Herri Batasuna».
Objetivizar (por objetivar).
Concretizar (por concretar).
El uso extendidísimo de este verbo parece deberse sólo a que quien lo usa se
cree por ese hecho más culto o más moderno, pues no hay diferencia alguna de
significado entre el verbo correcto y el incorrecto.
Culpabilizar (por culpar).
Aquí, en cambio, hay un matiz diferenciador claro: si se culpa a una persona
se confirma aquello de lo que ha sido acusada. En cambio, cuando se culpabiliza
a alguien, se sobreentiende que la acusación es gratuita e injustificada, es
decir, en términos vulgares, se le está «cargando el muerto» de algo.
Ideologizar, ideologizado. Es
un término positivo, pues se considera que el individuo capaz de poseer una
ideología posee, a la vez, un instrumento de juicio. Desideologizar sería,
pues, lavar los cerebros a través de la eliminación de las ideologías.
Además de citar a celos desideologizados del PSOE», López Agudín, en un
artículo publicado en noviembre de 1996, se encabalga en ese término para
concluir que existe «la amenaza de la carga sobredesideologizadora», con lo que
bate todos los récords de lo que Arteta llama «la expresión archisilábica».
Liderizar (por liderar). Ha
sido citado por Lázaro Carreter, pero no hemos encontrado ninguna referencia.
Hay que considerarlo tan disparatado como decir cultivizar por
cultivar, mezclarizar por mezclar, mercaderizar por mercadear...,
o disparatizar por disparatar.
Priorizar (por «dar
prioridad»). En fechas recientes, y con relación a una gramínea que está invadiendo
las islas Canarias, el viceconsejero del Medio Ambiente afirmó que había que
«priorizar las actuaciones para su erradicación». Lázaro Carreter contaba, ya
en 1993, que un ministro recién nombrado había declarado campechanamente a
la prensa: «A la vista del presupuesto, ya veré qué priorizo», en vez de «a qué
concedo o doy preferencia».
Es muy interesante analizar el componente metafórico
del lenguaje político. Ya en el siglo xix, y para evitar mencionar la palabra
«partidos», se recurrió al léxico religioso (y de ahí, creencias políticas, o
credo político, comunión...) o al terreno bélico (como bandera, huestes o
falanges), donde ya se había instalado con fuerza la lucha electoral. Otras
formas más neutras de sustituir la palabra «partidos» fueron, a partir de
mediados de siglo, campo, color y matiz.
Las agrupaciones obreras, que se negaban a tomar
el nombre de partidos, se decantaron por liga, sociedad o asociación. Con
matiz peyorativo se utilizaron las palabras facción, camarilla, pandilla,
conciliábulo y familia, esta última con el significado de «agrupamiento
por afinidades políticas sin originar una disciplina».
Citábamos en el capítulo 3 los modos que utilizaban
los combatientes de la Primera Guerra Mundial para nombrar bélicamente a lo más
delicado de una mujer, y para nombrar femeninamente los más destructivos
artefactos bélicos. Algunas expresiones fulgurantes se han cubierto de polvo
en las hemerotecas o se han extraviado en el esplendor floral de una novela de
genio.
Otras, en cambio, de nacimiento más modesto, han
perdurado en el habla de la gente. En España tuvo su origen la expresión
quinta columna (y, por extensión, quintacolumnista), adoptada con entusiasmo
por otras lenguas (el francés y el inglés, por ejemplo). (quizá pocos lectores
jóvenes hayan oído hablar del general Queipo de Llano, creador de ese término
y de un modo sutil de socavar la moral del adversario: la utilización de la
radiodifusión. Desde su emisora de Sevilla, en los primeros meses de la guerra
civil, inventaba fantásticas victorias y extendió el bulo de que en el frente
de Madrid operaba, además de las cuatro columnas del «ejército nacional», una
«quinta columna» que se encontraba ya en el interior de la capital.
Un comentarista político del siglo xIx definía los
partidos políticos como «vientos encontrados que arrastran las nubes políticas
por el horizonte de la nación, hasta que a fuerza de comunicarles electricidad
promueven con frecuencia furiosas tempestades». Como se ve, una definición metafórica
que conserva en nuestros días su plena validez.
Cuenta Migliorni el origen de la palabra «satélite»,
que tomó Kepler del latín satelles, satellitis, «guardián, acompañante», para
designar un cuerpo celeste que giraba en torno a un planeta. En tiempos
recientes se acuñó la expresión países satélites para los que giraban en la
órbita de Moscú, como una metáfora de la Luna que gira en torno a la Tierra,
lo que a su vez es una metáfora de «guardián, acompañante».
La palabra francesa cadeau (que hoy
significa, como todo el mundo sabe, regalo), procede del provenzal, y en el
siglo XV quería decir «letra mayúscula». Su evolución a lo largo de tres
siglos y medio fue la siguiente: letra mayúscula à trazos caligráficos à palabras superfluas empleadas como meros adornos à entretenimiento,
diversión (hacia una dama) à presente,
obsequio, regalo.
Del mismo modo que cadeau ha cruzado la
frontera de la insignificancia para instalarse en la redonda madurez, con el
paso del tiempo hay otras palabras cuyo significado ha ido adquiriendo un
tinte positivo, y lo que era un insulto ha pasado a ser un halago. El adjetivo
inglés nice (amable) fue en un principio un derivado del latín nescius (ignorante,
de donde también procede necio). Su evolución, desde Shakespeare hasta hoy, ha
sido la siguiente: ignorante à
insignificante, trivial à
fastidioso à
delicado à
agradable, delicioso (en el siglo XVIII) benévolo, considerado (en el siglo
XIX) à
amable con los demás (siglo XX y, muy probablemente, XXI).
Algunos autores hablan de «mitología de los gestos y
las expresiones» y otros, como Felipe Mellizo, simplemente de fetiches. Él
distingue cinco tipos de símbolos:
1. Los literarios, tan frecuentes entre los poetas
fascistas, aunque han aspirado a ellos toda clase de pensadores, desde La
propiedad es un robo, de Proudhon, hasta La santa transición, de Umbral,
pasando por el Superhombre de Nietzsche, el Vivere pericolosamente del fascismo
italiano, EL cuarto poder, de Burke, Sangre, sudor y lágrimas, de Churchill, o
Delenda est Monarchia, de Ortega y Gasset.
2. Los sentimentales ‑palabra que podría ser
sustituida por pasionales, pues emanan de la multitud enfervorizada‑
son los vítores a los caudillos ‑como Heil Hitler, o Duce, Duce, Duce, o
XXX, amigo, el pueblo está contigo‑, o las expresiones patrióticas,
como Santiago y cierra España, No pasarán, El Alcázar no se rinde, Patria o
muerte, ¡venceremos!, etc.
3. Los doctrinales, que condensan un proyecto político,
como fue en su momento el revolucionario Libertad, Igualdad, Fraternidad, o el
lema carlista Dios, Patria, Rey, o América para los americanos, de Monroe, o
Constitución o muerte, de los constitucionalistas del siglo XIX, o los
objetivos políticos modernos, como la Nueva frontera, de Kennedy, o la Europa
de las patrias que popularizó De Gaulle.
4. Los técnicos, entre los que se incluyen las denominaciones de organismos supranacionales y de Estados (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Unión India, British Commonwealth, República Democrática Alemana, etc.).
5. Los populares, que comprenden todas las expresiones
que a lo largo de la historia se han aplicado a las diferentes comunidades geográficas
o políticas: La piel de toro (península Ibérica), L'Hexagone (Francia), el Imperio
del Sol Naciente (Japón), la Pérfida Albión (Inglaterra), las dos Españas,
etc. Algunos adjetivos tópicos podrían incluirse en esta categoría, como dulce
Francia, verde Irlanda, mártir Polonia, etc.
En las pintadas parisienses de mayo del 68
encontramos un vivero de imágenes que nos dan el perfil de una actitud política
florecida, como corresponde el mes primaveral en que se escribieron. He aquí
algunas muestras: «Las paredes tienen oídos; vuestros oídos tienen paredes»;
«Bajo los adoquines está la playa...»; «La revolución es increíble, porque es
verdad»; «Corre, camarada, el viejo mundo corre tras de ti»; «El miedo al
color rojo que se quede para las bestias con cuernos»; «Violad a vuestra Alma
Máter», etc.
El prefijo re‑. Es uno de los más frecuentes
en español, y sobre él se han abalanzado los amantes de la oratoria resonante.
En la mayoría de los casos su uso se justifica por la necesidad de introducir
un elemento innovador, sustitutorio de otro que ha resultado ineficaz, pero en
ocasiones su empleo es exclusivo, sin precedentes.
Entre los primeros podríamos citar:
Reconducir (una situación
que se ha salido de madre, como por ejemplo «las extremosidades regionales»).
Reindustriadización (ha habido ya una
industrialización que no ha surtido los efectos deseados o que no se ha acomodado
a los avances técnicos). En la famosa carta que el 1 de diciembre de 1993 dirigió
Julio Anguita al entonces presidente Felipe González, se lee: «Bajo la
bandera de la palabra modernidad, usted acometía un proceso de reconversión
industrial, sin una perspectiva de reindustrialización...».
Reprivatización (de las empresas,
que fueron en otros tiempos privadas, que luego pasaron a manos públicas y que
ahora se trata de devolver al sector privado. Así ocurrió con las pertenecientes
al grupo Rumasa. Si fuera sólo privatización, hay que suponer que las empresas
ya nacieron públicas, como puede ser el caso de la banca oficial o de los
productos energéticos).
Reestructuración (también en este caso se da por hecho que lo que se reestructura había sido estructurado ‑aunque quizá deficientemente‑ antes).
Entre los segundos (es decir, los que no han nacido
como rebote de una situación previa), he aquí algunos de los más usuales:
Recolocar (a los trabajadores.
En este caso, los trabajadores no estaban colocados antes).
Reciclar, reciclaje (de determinados
productos, de determinadas personas: nadie diría que antes estaban «ciclados»,
pues el verbo ciclar no existe).
Reajuste (de precios, de
plantillas; aunque existe la palabra «ajuste», no es imaginable que los
precios o las plantillas estuvieran ajustados, pues en ese caso no habría
necesidad de reajustarlos).
Reconversión (industrial;
¿estaba, por azar, la industria «convertida»? Lo único que sabemos es que la
famosa reconversión de 1983 costó 200.000 puestos de trabajo, y que nació con
ella el «subcoeficiente de inversión obligatoria», palabra nacida de la adición
de otra partícula, en este caso sub‑).
Relanzamiento (de la economía.
Tampoco en este caso se trata de «lanzarla otra vez», pues si estaba lanzada no
había necesidad de tal despilfarro de energías).
Recomponer (plantillas:
¿cuándo estaban compuestas?).
El prefijo des‑. Toda palabra tiene su contraria:
unas veces porque existe un antónimo, y otras porque le añadimos una partícula
que invierte su significado (des‑ayunar, desmemoriado, des‑ilusión,
des‑esperanza, des‑andar, des‑decir, des‑contento, des‑amor
..). El diccionario está plagado de ejemplos, y, por si fueran pocos, la
habilidad o la arbitrariedad de los políticos nos han legado unos cuantos
más. En este tipo de argot, el prefijo des puede utilizarse tanto para
decir lo contrario como para salirse por la tangente. Veamos algunos casos:
Desafiliación (sindical: en
cierto modo sí es lo contrario de afiliarse a un sindicato, pero se usa más
bien como sustitutivo de «darse de baja»).
Desincentivar no es lo contrario de incentivar,
sino una especie de pasividad o apatía que acaba por desmoralizar a los
destinatarios del incentivo (ciudadanos, empresas, promotores, etc.).
Descentralizar no es lo contrario de centralizar,
sino un aflojamiento de las riendas que «centrifugan» las tendencias periféricas
a la dispersión. Notemos que hace más de cien años ya existían peleas
verbales por el uso de los términos descentralizar, descentralización y descentralizados.
También entonces se puso de moda hablar de desgobierno, como sinónimo de
«desorden y trastorno social».
Descrispar ha sido una consecuencia de la alarma
producida por la «crispación de la vida política».
Desdramatizar, así mismo, no es convertir la
representación en una comedia, sino suavizar las tensiones y los conflictos
que eclosionan en el seno de las tragedias.
Desempleado (sustituye a «parado»). Leamos un párrafo
aleccionador, aparecido en junio de 1983: «La proyección sobre la actividad
auxiliar de estos puestos de trabajo directos perdidos se sitúa en una cifra
próxima a 200.000, resultantes de multiplicar la cifra de desempleados directos
por el coeficiente de puestos inducidos que se pierden cuando en determinadas
empresas básicas se recomponen plantillas». Imaginamos que los «inducidos»
sintieron un escalofrío al leer este tenebroso párrafo.
Desconvocar, desconvocatoria: «Las últimas noticias
hablan de una probable desconvocatoria de la huelga...». ¿Cuántas veces hemos
oído conjugar el verbo desconvocar?
Descontextualizar. Sacar de contexto.
Desinhibitorio. Documento o declaración por el que
alguien no se inhibe en un asunto legal.
Destabuizar hace referencia a la eliminación de tabúes.
Ultra‑, neo‑, anti‑. En los
orígenes de ultra está nada menos que el Imperio romano, que llamó ultramontanos
a cuantos estaban «más allá de los montes», es decir, más allá de la cordillera
de los Alpes. A partir de ahí, ha sido un prefijo muy socorrido (digamos que
fue durante siglos el equivalente al tan utilizado hoy super: «fue
superdivertido», «fue superaburrido», «me queda superbién», «estás
superdelgada», etc., etc., etc), engendrador de palabras como ultraconservador,
ultramonárquico, ultrafederal, ultrarrevolucionario, ultrarradical,
ultrainnovador, ultrarreaceionario, y así hasta el infinito.
La partícula ultra, sin añadidos, se ha sustantivado,
con un sentido negativo: un ultra es siempre un ultraderechista, un
representante de los elementos fascistoides de la extrema derecha. Incluso en
el fútbol, los ultrasur ‑hinchas situados en la parte sur del estadio‑
encarnan los comportamientos más bestiales e intransigentes, dispuestos, por
fanatismo deportivo (que se diferencia poco de otros fanatismos), a llegar a
los más extremos actos de violencia. Ciertas «tribus urbanas» han adoptado
unos modos y una vestimenta que, unidos a los símbolos nazis, recuerdan el
periodo más negro y sangriento de la historia europea de la primera mitad del
siglo XX.
La anteposición de neo a una adscripción ideológica
cualquiera ha servido para hacer creer que tal ideología renacía, surgía de
las aguas limpias como una Venus cándida y esplendorosa, dispuesta a enamorar,
cuando la vieja ideología ya no enamoraba. Así ha habido, y hay, neoliberales,
neodemócratas, neomonárquicos, y también, por desgracia, neonazis.
Los anti‑ han proliferado en la historia de
los movimientos políticos, pues resulta más fácil ser «anti» que ser «pro», y
la gente joven en particular ha sido y es propensa a definirse como anti‑todo.
Apenas hay idea o corriente de opinión que no tenga su «anti», como no hay
corriente positiva sin negativa, ni ying sin yang. Podríamos citar multitud de
ejemplos, pero para muestra basta el botón de los más usuales: antisocial,
antifranquista, anticomunista, antipolítico, anticonstitucional, antiespañol,
antimonárquico, antipatriótico, antipopular...
Semi‑, pseudo‑, sobre‑, sub‑,
pre‑, pos‑. Aunque menos usuales que los anteriores, se les puede
sacar mucho partido en situaciones de ambigüedad discursiva. Del Partido
Socialista se ha escrito que durante los meses finales del franquismo actuó
entre la semitolerancia y la semiclandestinidad. En épocas posteriores se
habló del semimarxismo de dicho partido, y con uno u otro pretexto se ha
calificado a algunas personas de semimonárquicas o semirrepublicanas.
Otra forma de sembrar de vaguedad las ideas es
anteponerles el prefijo pseudo, con lo que su significado inicial se sumerge
en un charco de falsedad o de sospecha. Nadie confiaría en un pseudomonárquico
o en un pseudodemócrata. La ventaja de esta fórmula consiste en que también
puede darle la vuelta a un calificativo negativo, y redimir a los pseudoanarquizantes,
a los pseudoconspiradores y a los pseudocorruptos.
Muchos verbos admiten esta especie de aumentativo
que consiste en anteponerles la partícula sobre, del mismo modo que los jóvenes
utilizan super a troche y moche (superdivertido, superbién, supergracioso...).
En más de un discurso hemos escuchado sobredimensionado, para referirse tanto
a una industria como a un problema, y hasta sobrerrecalentado, que se supone
es todavía más que una «economía recalentada».
En el lado opuesto, los sub tan frecuentes en la
administración (subsecretario, subdirector, suboficial...) han contaminado el
lenguaje político, con términos de fácil uso, como subcontratar, subterráneo
(se habla de «un pacto subterráneo» con un partido), subdesarrollo, o de
rebuscada concepción, como subalternidad, palabra con la que Julio Anguita ha
definido la casi imposible ‑por inverosímil‑ alternancia política
entre su coalición (Izquierda Unida) y el Partido Socialista.
El uso más habitual del prefijo pre‑ ha sido
para los entes preautonómicos y para la época preconstitucional. Pero no cabe
duda de que deberíamos reflexionar sobre la importancia del presupuesto como
algo que se presupone, y en la carga de premeditación que contienen tantas
decisiones aparentemente improvisadas.
Igual que está de moda la posmodernidad, hemos
vivido hasta la saciedad el posfranquismo, que no es el periodo inmediatamente
posterior a la muerte del general, sino que continúa casi un cuarto de siglo
después. A partir de 1997 se ha hablado de posfelipismo, tras el largo mandato
de Felipe González al frente del gobierno.
Hay quien afirma que la primera vez que se introdujo
la costumbre de indicar una fecha importante con la inicial del mes en curso
fue con motivo de las primeras elecciones democráticas en cuarenta años, el
15 de junio de 1977. Aquel día, que cayó en miércoles, pasó a ser el histórico
y todavía recordado 15‑J. Lo cierto es que con anterioridad se había
usado el 20‑N para referirse a la fecha de la muerte del Caudillo Franco,
quizá por pudor o por temor supersticioso a pronunciar con todas sus letras el
nombre del mes de noviembre (por motivos parecidos se evitó durante mucho
tiempo pronunciar el nombre del difunto, y para referirse a él se decía «el
anterior jefe de Estado»).
Otra fecha que ha quedado en los anales de la
historia contemporánea es el 23‑F, abreviatura de 23 de febrero de 1981,
en que se produjo el intento de golpe militar protagonizado por el teniente coronel
Tejero. Es probable que poca gente recuerde el año exacto, pero nadie dejará de
recordar que el número 23 unido a la letra F significa unas larguísimas horas
de miedo, pólvora, noche y «ruido de sables» (esta expresión, que prácticamente
se ha perdido, era utilizada para indicar que galgo se estaba moviendo en los
cuarteles»).
La huelga general del 14 de diciembre de 1987 ha
quedado ya como el 14‑D, aunque la insistencia más reciente en el 3‑M
(acceso al gobierno del Partido Popular en 1996) no acabe de aclarar a la gente
si la M quiere decir marzo (fecha de las elecciones) o mayo (fecha de la
investidura). Fernando Castelló ha afirmado en un artículo que con esta
costumbre parece «como si nuestra reciente historia circulara por una red de
autopistas de circunvalación» (como la M‑30, la M‑40, etc.).
Las siglas son un fenómeno relativamente reciente,
y desde luego del siglo xx. Sobre este tema se han escrito libros enteros, y los
capítulos aclaratorios de las siglas utilizadas en otros muchísimos libros
ocupan docenas de páginas.
Algunas se utilizan con cierta soltura en el ámbito
internacional, como UN (United Nations) u ONU (Organización de las Naciones
Unidas), UE (Unión Europea, antes CE, Comunidad Europea, antes CEE, Comunidad
Económica Europea, antes MC, Mercado Común), OTAN (Organización del Tratado
del Atlántico Norte, también NATO, que quiere decir lo mismo, pero en inglés),
ONG (Organización No Gubernamental, también NGO, en los países anglófonos).
A veces la traslación de un idioma a otro modifica
profundamente las siglas. Quizá el caso más elocuente sea el de la OMS
(Organización Mundial de la Salud), cuyo equivalente en inglés es WHO (World
Health Organization). Otras, la traslación no se ha intentado siquiera y en
todas las lenguas se respetan los significados ingleses originales: así,
Unesco (United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization),
FAO (Food and Agricultural Organization), GATT (General Agreement on Tariffs
and Trade), Unicef (United Nations International Children's Emergency Fund).
En contadas ocasiones las siglas proceden del enunciado en francés, como FMI
(que coincide con el español: Fondo Monetario Internacional) o PNUD (que
también coincide: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo).
Los más aficionados a las siglas son los norteamericanos,
que han popularizado en el mundo entero algunas, como el FBI, la CIA ola NASA.
En tiempos de la persecución de intelectuales por parte del senador McCarthy
se hablaba del HUAC (que era el Comité del Congreso sobre Actividades Antiamericanas)
y del WGA (Sindicato de Guionistas de América), principal objetivo de aquella
«caza de brujas». Cuando hablamos de ordenadores pocas personas sabrán que las
conocidas siglas MMX provenían al principio de MultiMedia eXtension (ampliación
multimedia) y fueron rebautizadas como Matrix Math eXtension (ampliación
matemática para matrices). Por cierto que en el mundo de la política no hay que
confundir PC (Personal Computen ordenador personal) con PC (Partido Comunista),
equívoco más frecuente de lo que parece.
En el terreno económico‑político (y en el
fiscal, que a todos nos ha incrustado en las neuronas el IRPF y el IVA), se producen
parrafadas de este corte: «Por culpa del IPC, el PIB no sube, y la EPA dará más
parados para el INEM». Los empresarios tienen su agrupación, que es la CEDE,
aunque para empresas medianas y pequeñas (PYMES) existe la CEPYME. Los sindicatos
más poderosos son CC 00 (Comisiones Obreras) y UGT (Unión General de
Trabajadores). Un organismo oficial reúne a todos los interlocutores sociales:
el CES (Consejo Económico y Social).
El mundo de la educación ha sido entre nosotros
uno de los más fecundos viveros de siglas de generalizada utilización. Para
empezar, se ha llamado «territorio MEC» (por las iniciales del Ministerio de
Educación y Ciencia) a la zona perteneciente a CC AA (Comunidades Autónomas)
a las que no han sido transferidas las competencias en materia educativa, de
acuerdo con lo prescrito en la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso
Autonómico). Las leyes importantes que desde 1970 hasta hoy han regido tan
delicada y polémica materia han sido la LGE, la LODE, la LRU, la LOGSE y la LOPEG.
Sus disposiciones han afectado a los diferentes escalones del proceso
educativo. Y así han surgido la EGB, el BUP, el COU, la FP o la ESO, de las que
se han ocupado agrupaciones pedagógicas como PCC, PEC, CEP o CPR.
Los partidos políticos suelen identificarse por sus
siglas: PSOE, PP (no parecía muy acertado en un principio, pero el sentido del
humor ‑o de la guasa‑ de los españoles lo ha asimilado con cierta
facilidad, aunque algún autor, como Vázquez Montalbán, ha utilizado el término
peyorativo de pepero para referirse a sus afiliados y simpatizantes), PNV, IU,
o los ya desaparecidos UCD y CDS. Leemos en el titular de un periódico (28 de
diciembre de 1997): «Los "halcones" de CDC abogan por la ruptura con
Aznar». Hay que estar muy al corriente de las interioridades de las coaliciones
partidistas para saber que CDC (Convergencia Democrática de Cataluña) es una
de las dos formaciones políticas que constituyen CiU (Convergencia i Unió). Más
complicado todavía es este titular: «El PSC critica el apoyo de CIU a la
"titulización" eléctrica» (21 de diciembre de 1998), sobre todo si se
tiene en cuenta que en el artículo se habla de CTC (Costes de Transición a la
Competencia), no se dice que PSC es Partido de los Socialistas de Cataluña y, por
supuesto, nadie explica qué es eso de la «titulización», palabra mágica a la
que da origen un verbo novísimo: «titulizar».
Amarillo fue una denominación utilizada a mediados
del siglo XIX para designar a los policías, quizá debido a algún distintivo de
su uniforme. Más tarde se habló de amarillismo para referirse a un tipo de
prensa escandalosa y mendaz (por el color del papel en que se imprimía) y, por
extensión, a todo lo que sonaba a falso, sin escrúpulos, vendido al mejor
postor y sin catadura moral.
El negro ha estado unido al oscurantismo y al clero
(por el color de las sotanas), y ha sido sinónimo de reaccionarismo. Sin
embargo, los carbonarios italianos (que tomaron su nombre del color del
carbón) fueron una secta de tipo masónico que intentó implantar los
principios de la Revolución francesa. Y en un sentido aún más opuesto, el negro
ha sido el color del anarquismo, quizá debido a que negras eran las bombas con
las que los anarquistas querían dinamitar la sociedad establecida. «Yo, a
quien habéis llamado anarquista... en el sentido espantoso de partidario de
la demagogia negra», decía Lostau en las Cortes de 1871.
Demagogia blanca, en cambio, era por aquella misma
época la de los carlistas. Y en las elecciones, cuando se hablaba de una
candidatura blanca, todo el mundo entendía que se trataba de una candidatura
católica.
El color rojo ha tenido y tiene una significación
unívoca. Ya los republicanos cantonales eran «los rojos». Cuando se hablaba
de lo contrario a un hombre de orden se decía «un rojo». Castelar consideraba
sinónimos rojo y demagogo, lo mismo que el papa Pío IX, quien para tachar de
demagogo al arzobispo de París decía, por el color de su vestimenta: «¿Podría
ser más rojo todavía de lo que es?». En la revolución de 1848, rojo e
izquierdista eran la misma cosa. No hace falta recordar que en la guerra civil
española fueron llamados rojos todos cuantos se alineaban en el bando republicano:
y así se mezclaban en la misma cesta los cristiano‑demócratas, los
liberales, los radicales, los progresistas, los socialistas, los comunistas,
los anarquistas... Después de la guerra civil, la palabra rojo tenía tal
estigma que a los niños se les prohibía pronunciarla y se les obligaba a
sustituirla por encarnado.
El azul ha representado la ideología opuesta al
rojo. Los escaños del gobierno en el Congreso siempre han estado tapizados de
azul, como símbolo, quizá, de estabilidad y pureza. Azul es el color del cielo
y del mar, y por eso se identifica con aspiraciones trascendentales, con
idealismos no‑revolucionarios. Las camisas del uniforme de Falange
eran azules, aunque los colores de la bandera eran el rojo y el negro, como
los de la bandera anarcosindicalista.
En la República el rojo y el negro formaban una
oposición, equivalente a revolución/reacción, izquierda/derecha, comunismo/fascismo.
El negro es el color del reaccionarismo: prensa negra, bienio negro, Cámara
negra (la del bienio negro)... El rojo, al adjetivar una palabra, la convierte
en revolucionaria: Guardia roja, Ejército rojo, Zona roja (expresiones utilizadas
durante la revolución de Asturias).
El color verde se hizo famoso en aquella época por
las pintadas, en las que V.E.R.D.E. quería decir «Viva el Rey de España»; también
eran de ese color las boinas que usaban los monárquicos alfonsinos.
El blanco se utilizó entonces para las posiciones
moderadas, equidistantes de la derecha y la izquierda, algo que equivaldría a
lo que hoy es el centro político. «Las escuelas socialistas blancas o tendencias
sociales templadas...», escribe Juan Bergua. Menos clara ‑para
nosotros, un galimatíases esta alusión de Alcalá Zamora a la demagogia blanca:
«Hay una demagogia, que se cree blanca, y los de enfrente suelen llamar negra,
y que se parece mucho a la roja».
Así como el azul caracterizaba a los falangistas
por el color de sus camisas, las de los fascistas italianos eran negras, y
pardas las de los nazis. Las juventudes socialistas usaron camisas rojas, como
no podía ser de otra manera. El enfrentamiento que condujo en España a la
guerra civil corresponde más al rojo/ azul que al rojo/negro inmortalizado por
el título novelesco de Stendhal.
7
LA SUFIJACIÓN DE NOMBRES PROPIOS
Es evidente que carlismo viene
de Carlos, aunque no es tan evidente, para quien no conozca la historia de
España, que ese Carlos de cuyo nombre se apropiaron los carlistas no reinó
nunca y se limitó a encabezar un movimiento secesionista que hizo derramar
mucha sangre y que proporcionó argumentos a Baroja y otros novelistas. En aquellos
tiempos de guerras civiles, a los carlistas se oponían los isabelinos,
partidarios de Isabel II.
Una vez más podemos preguntarnos, con Shakespeare:
¿Qué hay detrás de un nombre? En este caso, lo que hay detrás son unas luchas
dinásticas, con un cierto barniz ideológico: los carlistas sellaron su pacto
con el tradicionalismo a través del lema «Dios, Patria, Rey», que estuvo
vigente mucho tiempo (hasta que Sahino Arana lo modificó en su forma actual
«Dios, Patria y Fueros»), y los isabelinos presumían de liberales. Quienes se
perdieron en la noche de los tiempos fueron los amadeístas, partidarios de
Amadeo de Saboya, cuya línea ideológica es una incógnita.
Porque una cosa es ser partidario de alguien y otra
la carga ideológica que ese alguien genera.
En el siglo XIX abundaron los términos derivados
de patronímicos: bakunista, alfonsista, monpensierista, marxista, esparterista...,
son algunos ejemplos. Se llegó a decir incluso zorrillista, por Ruiz Zorrilla.
No ocurrió lo mismo con las ideologías, pues aparte
del carlismo y el marxismo (o el cesarismo, importado de Francia, donde nació
en la época de Napoleón III), las corrientes de pensamiento no derivan de un
nombre propio sino de la propia idea, como liberalismo, capitalismo, progresismo...
Cuando Joaquín Costa habla de regeneracionismo, nadie piensa en llamar a sus
teorías costismo.
Ya entrado el siglo xx, la sufijación de nombres o
apellidos para definir una corriente ideológica o una forma de gobernar se ha
convertido en una regla más que en una excepción. A nadie le sorprende que, a
propósito de dictadores, se hable de hitlerismo, estalinismo o franquismo,
palabras que se han incorporado al lenguaje usual. Pero el proceso ‑o
el resultado del proceso‑ es más complejo. Y así podemos anotar estas
dos variantes:
a) El derivado personal para los seguidores. En la
línea de los que a principios del xIx se sentían bonapartistas, durante la
Segunda Guerra Mundial y en la posguerra ha habido en Francia multitud de
gaullistas, que incluso fundaron un partido político para conservar la esencia
del pensamiento del general. Aunque con menos fuerza, en Inglaterra sigue
existiendo una corriente thatcherista (de la ex primera ministra Margaret
Thatcher), y en Cuba la única ideología política vigente es el castrismo.
Evidentemente, la ideología oficial se llama comunismo o marxismo‑leninismo,
pero lo que define políticamente a una persona es que sea castrista o anticastrista.
Es difícil saber por qué no ha existido en Francia un «mitterrandismo» ni un
«pompidouismo», ni en Estados Unidos un «kennedysmo» (aunque sí se habla de
una época kennediana, del mismo modo que existe un estilo picassiano), un
«nixonismo», un « johnsonismo» o un «carterismo» (palabra que, en castellano, sonaría
fatal), y sí en cambio un macartismo (del senador McCarthy), que fue sinónimo
de anticomunismo y que dejó una huella ‑negativa‑ en la cultura
norteamericana de los años cincuenta.
b) Nombres o apellidos. La derivación parte unas
veces de los nombres y otras de los apellidos, sin que exista una regla, como
no sea la de la pura fonética. Ya Largo Caballero utilizaba los derivados
lerrouxistas y mauristas, a partir del apellido de Lerroux y Maura, y en cambio
hablaba de nicetistas para designar a quienes simpatizaban con las ideas de
Niceto Alcalá Zamora, a la sazón presidente de la República. Esta derivación a
partir del nombre es excepcional en aquella época que vio nacer tantas
derivaciones de apellidos: el marchismo, por el financiero Juan March («marchistas
y socialistas ‑decía en 1933 EL Socialista‑ se ufanan con justos
títulos del éxito electoral de las coaliciones antimarxistas»); el negrinismo
(por Juan Negrín), el romanonismo (por el conde de Romanones); los besteiristas
(seguidores de Julián Besteiro) o los caballeristas (como llamaba Azaña a
quienes compartían las ideas de Largo Caballero). En cambio Gil Robles habló
del «melquiadismo, producto exclusivamente asturiano», para referirse a
Melquiades Álvarez.
Dentro de lo que García Santos
llama «fulanismo» es curioso lo ocurrido con el apellido de Niceto Alcalá Zamora.
Como era muy largo y habría generado un trabalenguas (alcalazamorismo), se
introdujo en el lenguaje periodístico el prieguismo, derivado del lugar de
nacimiento del presidente de la República: Priego.
Del dictador argentino Juan Domingo Perón surge el
peronismo, y no el juandominguismo, que chocaría al oído y no produciría la
correlación imprescindible entre el personaje y sus ideas. En cambio, muy
cerca de nosotros se habla de felipismo («llegamos al felipismo e incluso al
posfelipismo» decía, en 1997, un editorial del periódico El País; y un libro
de Emilio Atard se subtitula «Dos años de felipismo») y no de gonzalismo. Pero
el «brazo derecho» de Felipe González, Alfonso Guerra, no ha generado un
alfonsismo sino un guerrismo. De nuevo creemos que la existencia de felipistas
y guerristas se debe únicamente a la eufonía de ambos derivados, y a ninguna
otra sutileza de confianza o camaradería con el nombre o el apellido.
Un caso parecido se produjo en el Partido Comunista
de España, cuando Santiago Carrillo dimitió y fue sustituido por el fugaz
Gerardo Iglesias. Del primero surgió una corriente carrillista, y del segundo
una corriente gerardista. Podríamos aquí apuntar otra hipótesis, consistente
en que, dadas las connotaciones religiosas del nombre de uno y el apellido
del otro, no debió de parecer serio al agnóstico, y quizás ateo, Comité
central, que los santiaguistas se enfrentaran a los iglesistas...
A los partidarios de Adolfo Suárez se les llamó
suaristas (en cambio no ha existido una ideología política llamada suarismo);
el segundo presidente de los gobiernos de la transición no ha generado ni
leopoldismo ni calvosotelismo; por lo que respecta a José Mª Aznar, se perfila
un cierto aznarismo, pero no existen, por ahora, los aznaristas.
8
LA PALABRERÍA EN EL LENGUAJE POLÍTICO
Desde hace tiempo se han
buscado fórmulas sintéticas para recoger los elementos que vertebran los
discursos y declaraciones de los políticos, confrontados siempre a responder
tangencialmente a preguntas difíciles. Algunos han utilizado el camino pueril
de la evasiva, pero los cada vez más incisivos comentaristas los han desenmascarado
y puesto en evidencia ante sus potenciales electores. Hoy, hasta los niños rechazarían
a un candidato que a una pregunta concreta como «¿Qué haría usted para
solucionar el problema del paro?», respondiera: «Hoy es un día primaveral, con
una temperatura deliciosa, y la naturaleza proclama su esplendor».
La fórmula que se ha descubierto, y que se aplica
con asiduidad en todas partes, consiste en combinar una serie de palabras
envueltas en la resonancia del vacío que dejan, con significados ambiguos o poco
definidos, y que reúnen una característica común: servir
de comodines para ser colocadas con éxito en cualquier
lugar del mazo de cartas. El efecto que provocan es de estupor y admiración,
como ya ocurría en la época de los faraones con los mensajes jeroglíficos o
en los templos griegos que regentaban las pitonisas.
Fernando Castelló citaba, en un artículo publicado
en el verano de 1982, algunos párrafos que reflejan la vaciedad de algunos
políticos que quieren «hablar importante sin decir nada»:
El
desenvolvimiento de las macromagnitudes indiciarias del PNB está experimentando
una inflexión hacia cotas más normalizadas que reflejan el paso de la fase de
desaceleración a la de ralentización...
El
proceso globalizante de las implicaciones concurrenciales presupone el rol disfuncional
de la dinámica operativa descentralizada, en orden al reajuste de las premisas
básicas...
La sustancia nutricia de muchos
discursos políticos consiste, pues, en la milagrería que rodea la falta de
sustancia. Y su éxito se basa en el miedo ancestral del oyente o lector o
televidente, y en su complejo de indocumentado o de poco dotado intelectualmente.
Hay pocas personas que estén convencidas de que han cursado unos estudios con
rigor y aprovechamiento, y casi todo el mundo guarda en los arcanos de su alma
una culpabilidad freudiana por no haber aprovechado intensamente los años
escolares, cuando todavía, ¡ay!, el terreno de su mente estaba apto para
recibir la simiente de la cultura.
El político especializado en palabrería de consumo
juega, pues, con dos factores: su propia habilidad para hacer convincentes las
más vacuas mezclas de sintagmas altisonantes, y la endeblez psicocerebral del
auditorio (también llamada papanatería), incapaz de reconocer que no
ha entendido nada de lo que le han estado diciendo.
Basándose en estas dos premisas, algunos autores
especializados en ciencias humanas (disciplina, como se ve, también bastante
vaga) han elaborado listas de palabras‑comodín, imprescindibles en el
vocabulario de todo político que se precie, y no digamos de todo aspirante a
serlo. A
título de ejemplo, he aquí algunas palabras que se
han ido incorporando al vocabulario político de la letra P:
paradigma ‑
percepción ‑ permanente ‑ permeabilidad ‑permisividad ‑
perspectiva ‑pertinente ‑ planificar ‑ polaridad ‑ polémica
‑ porcentaje ‑ posicionamiento ‑ potencial ‑
pragmático ‑ presunto ‑ principios ‑ prioritario ‑ proclividad
‑ profesar ‑programa ‑ progreso ‑ promulgación ‑
propagación ‑propiciar ‑ proporción ‑ propuestas ‑ protocolo
‑ pujanza ‑ puntualizar
Pero quizá las elaboraciones de palabrería política
que han tenido más éxito han sido los esquemas retóricos con los que se pueden
construir discursos, comunicados y otros documentos oficiales a partir de
unos elementos volátiles que pueden colocarse en un orden cualquiera sin que
por eso pierdan una cierta coherencia interna. Son como moléculas que se
asocian hasta formar nuevos cuerpos de materia gaseosa.
Uno de los más conocidos es el que Pangloss elaboró
para que sirviera de guía a quienes tuvieran que redactar esos típicos
comunicados que no dicen nada y que se entregan a la prensa ‑ávida de
noticias‑ al final de una conferencia internacional. Ni que decir tiene
que los conceptos de Pangloss pueden ser colocados en cualquier orden y siempre
tienen algún sentido. Por ejemplo, y tomando al azar una palabra de cada
columna de las cuatro primeras líneas obtendríamos: «Reintroduce el trámite
contradictorio de un mundo cerrado». Más adelante pondremos más ejemplos.
Las
combinaciones son innumerables. Basta tomar una palabra cualquiera de la
primera columna, otra de la segunda, otra de la tercera y otra de la cuarta
para formar frases brillantes que, aunque en el fondo no quieren decir nada,
permiten enhebrar un discurso lucido en una asamblea de militantes o en una
reunión de aspirantes a diputados: «Reintroduce la ambigüedad dialéctica de la
racionalidad», «Pone en entredicho el significado contradictorio de la sociedad
burguesa», y así eternamente.
En
1969 el diario Financial Times publicó el “generador instantáneo de
términos clave”, consistente también en construir frases de gran impacto para
discursos, informes, tertulias, etc., tomando una palabra de cada columna, de
izquierda a derecha:
A
partir de ese cuadro, bautizado en inglés como Instant buzzword generator,
Camilo José Cela se sacó de la manga una decena de combinaciones más, que
atribuyó a un tal Fabián-Luis Gonzaga.
Dos
o tres años más tarde se elaboró un Indicador de frases en jerga educacional, a
partir de una serie de palabras constitutivas de la «parla de Peter» (el del
famoso principio de la incompetencia). El procedimiento para el manejo de este
cuadro es similar: para obtener el máximo partido, conviene desparramar algunas
palabras corrientes o simplemente dativas, así como efectuar la concordancia en
género y número. Este sistema permite, además, hilvanar frases partiendo de cualquiera
de las tres columnas, y construir con ellas un discurso entero. Algunos pedagogos
han afirmado que era un sistema ideal para responder a cuestionarios y para
escribir cartas a departamentos gubernamentales.
Otra
ventaja de la palabrería radica en el distanciamiento y vaporosidad que
establece entre un propósito y su cumplimiento. Un alarde de indefinición lo
encontramos en esta forma de hablar del presidente Samper de Colombia a
mediados de 1997: «Vamos a explorar la posibilidad de iniciar conversaciones de
paz con la guerrilla». En tan pocas palabras encontramos nada menos que tres
afirmaciones hipotéticas: explorar (nadie decide nada), posibilidad (nada es
seguro) e iniciar (no se sabe si se dará algún paso). No es fácil mejorar la
ausencia de compromiso del presidente.
En
uno de esos recuadros reveladores del humorista Máximo, publicado en marzo de
1997, se expresaba así un orador subido en un estrado, ante un asustado y
empequeñecido español de a pie: «Del coeficiente expansivo que subyace en toda
recesión que optimizando la enfatización de las prioridades sobredimensionadas de
una política de endeudamiento voluntaristamente imbricada en un monetarismo
embridado que cohesione la racionalidad en la flexibilización de los tipos con
la implacable corrección imaginativa del empleo a ultranza es algo que no vamos
a discutir ahora».
9
EL
LENGUAJE POLÍTICO Y OTROS LENGUAJES
Una expresión de los ochenta que tuvo mucho éxito por su expresividad y contundencia fue la de peinado fiscal, para referirse a las inspecciones sistemáticas de Hacienda en un ámbito territorial determinado. No sabemos si las peluquerías también lo sufrieron.
Del
mundo de los toros se han extraído algunos términos de uso constante en la
política: así, un mano a mano ‑cuando se invita a dos políticos de talla
a un debate en televisión‑, dar la alternativa (aunque en política la
«alternativa» o la «alternancia» se usa más para los cambios de equipo gobernante
a raíz de unos resultados electorales), ceder los trastos (que en este caso no
son la muleta y la espada, sino la autoridad gubernamental, el despacho, la
poltrona... y los papeles), capear la crisis (como equivalente a «capear el
temporal», con un verbo derivado en ambos casos de la capa que utiliza el
lidiador), entrar a matar o dar una estocada (expresiones de cierta tradición
parlamentaria en épocas de tensión), tener mano izquierda (la mano con la que
se torea al natural, y que se ha convertido en un elogio dirigido a los
buenos negociadores, tanto en el campo político como en el económico), cambiar
de tercio (en sesiones parlamentarias demasiado largas, como equivalente a
«cambiar de tema»), los primeros espadas (cuando intervienen en un debate las
figuras más importantes de cada partido) o cortarse la coleta (que se aplica
al que se retira de la política o de los negocios, para dedicarse a eso que se
llama, misteriosamente, «su vida privada»). Los diputados o los ministros han
de lidiar con asuntos escabrosos, peligrosos o enrevesados, y los más hábiles
consiguen, en sus faenas, no entrar al trapo del rival. Aunque ocurre
con frecuencia, como pasa con ciertos astados, que uno de los contendientes se
revuelve en su escaño antes de atacar al otro. Los cronistas aluden a veces a
que remató con tal o cual frase. Cuando el resto de la cámara aplaude o
vocifera o patalea, suele decirse que se armó la marimorena.
Del
boxeo procede el cuerpo a cuerpo con el que se describe el enfrentamiento
dialéctico de dos parlamentarios. A veces, la respuesta de uno de ellos la
emite sin desencajar un solo músculo, mientras otras ha de encajar unos
directos a la mandíbula que en no pocas ocasiones le dejan fuera de combate.
En términos extraídos de otros deportes de competición, muchos enfrentamientos
dialécticos acaban en tablas o en empate, mientras otros culminan en goleada.
También podemos leer con cierta frecuencia un enfrentamiento histórico, un
triunfo de leyenda o un jugador emblemático, sin que sepamos quién ha robado
a quién la expresión: si el político al deportista o el deportista al político.
Hay
palabras muy usuales que se prestan recíprocamente: no se sabe si fue antes el
acoso de un delantero a un portero o el acoso (y derribo, como el que sufrió
Adolfo Suárez) de un grupo a un personaje político. En deporte se utiliza también
la palabra inglesa pressing, sobre todo en baloncesto.
Del
campo léxico del teatro emergieron, en los debates parlamentarios de la II
República, palabras como farsa, comedia, tragedia, simulación (la política es
simulación, y en cierto modo imita una representación teatral), tragicomedia,
teatralería, etc.
En
determinados ámbitos, los estilos se trasvasan. Así, entre el mundo jurídico
y el político. La judicialización de la vida política y la politización de la
vida jurídica tienen también su exponente en sus respectivos lenguajes. El
magistrado Pérez Mariño habló de «complejizar la prueba» y otro magistrado,
Perfecto Andrés Ibáñez, escribió: «...establecer distancia de ciertas
interpretaciones globales que, con las descalificaciones inespecíficas de jueces,
apuntan por sistema hacia el cuestionamiento político, genérico y globalmente
desligitimador de la jurisdicción como instancia». Vemos reunidas en estas
pocas líneas palabras que proliferan en la cámara de diputados como descalificaciones,
cuestionamiento y legitimador.
Una
cantera de mineral lingüístico para los políticos ha sido y es la terminología
médico‑farmacéutica. Dentro de la abundancia frondosa de términos
farmacéuticos, relativos casi todos ellos a métodos curativos (lo que demuestra
que, desde tiempo inmemorial, el cuerpo y sus problemas tenían tanta
importancia, al menos, como el alma y los suyos), observamos que un gran número
han sido traspasados al lenguaje político sin ningún género de extorsión. Es
posible que la razón de esta transferencia radique en que los males que aquejan
al cuerpo humano y los que aquejan al cuerpo social son muy parecidos; así,
un país puede notar fatiga, cansancio, esclerosis, estreñimiento,
hipercloridia, carioquinesis, trauma, etc.; y para esos males se busca la
panacea, el antídoto, el ingrediente adecuado, en la dosis oportuna; y si vamos
más allá, encontramos que son de origen farmacéutico palabras tan usuales en
el lenguaje político como las siguientes: anodino, paliativo, corroborante,
drástico, relajante, resolutivo, lenitivo, revulsivo, cáustico.
¿Y
qué otra expresión puede evidenciar más este maridaje médico‑farmacéutico‑político
que la tan traída y llevada de la salud política del país?
Es
muy curiosa la procedencia de carta, que no es una abreviatura de carcamal,
sino una deformación de la palabra gallego-portuguesa carcunda, que quiere
decir jorobado, chepudo. La utilizaron los brasileños para llamar despectivamente
a los partidarios de los portugueses (y contrarios a la independencia), y en
España, ya deformada en carta, se aplicó a los carlistas. Posteriormente ha
seguido y sigue viva, como la más perfecta síntesis de la mentalidad retrógrada.
Otro
campo de extracción de tropismos es la física. La cibernética ‑ciencia
de la regulación mediante mecanismos de retroacción o retroalimentación‑
significa etimológicamente «el arte de gobernar». A esta ciencia pertenece la
entropía ‑magnitud termodinámica que permite evaluar la degradación o
estado de desorden de la energía de un sistema‑, que sirve para designar
las fuerzas que tienden a desordenar y perturbar el mensaje político.
Las
cualidades físicas de algunos cuerpos han proporcionado dos expresiones de
gran difusión entre los políticos (especialmente, al tratar de la información):
son diáfano y transparente (más usual transparencia, que del terreno de la
información ha pasado al de la economía; así, «la transparencia del mercado»
o «dotar de transparencia a nuestras empresas nacionales»). La idea de movilidad
de los cuerpos ha dado paso al término inmouilista, que ha sustituido a
reaccionario (también surgido del fenómeno físico de acción‑reacción).
Procedentes de las leyes físicas son los ya citados desacelerar y relanzar, y
los más recientes reequilibrar (un acuerdo, una balanza de pagos...), recalentamiento
(del sistema productivo) o erosión (de las costumbres, del porcentaje de
votos, o de la imagen que da el político al cabo de cierto tiempo). Esto sin
citar multitud de modismos, como enchufe, enchufismo, enchufado, tan frecuentes
en la administración, o el calificativo de rojo ‑que es un color y, en
consecuencia, un fenómeno lumínico‑ que estigmatizó a millones de
personas y llevó a muchísimas contra el paredón.
Ya a
comienzos del siglo xix los políticos se apropiaron de palabras religiosas:
las obligaciones de los diputados eran sagradas, la Constitución era el
evangelio político que se explicaba a través del catecismo político; pero había
que huir de los dogmas políticos y de la sacrílega tiranía, pues la nueva fe
política no admitía la herejía política.
De la
religión proceden también los términos propaganda, prosélitos, apóstoles,
redención (social), neófito, y otras que llenaron las páginas y los discursos...
del Partido Socialista desde su fundación por Pablo Iglesias. No ha habido
partido que no tuviera su credo, y muchos (sobre todo en los sistemas
totalitarios) tienen su mártir o sus mártires (el Movimiento Nacional
español llegó a tener un protomártir: José Calvo‑Sotelo). En ocasiones
se ha calificado un programa ideológico ‑como se había hecho con la
Constitución‑ de evangelio, y en los medios político‑administrativos
se escucha a menudo algo tan papal como tener bula. Una palabra manoseadísima
en los regímenes democráticos como es voto tiene su origen etimológico en el
latín votum, «promesa que se hace a los dioses», trasladada luego al
cristianismo para definir las promesas hechas al entrar en religión.
¿Qué
ideología política no tiene su mística? Sobre todo las de tipo totalitario:
Mussolini hablaba de que tenía a 300.000 jóvenes «místicamente sometidos a
mis órdenes». Un término también ligado a los regímenes dictatoriales es
carisma y carismático. No hay que olvidar que esas palabras proceden de la
teología: el carisma es «un don gratuito que concede Dios abundantemente a una
criatura». Desde Carlomagno hasta Franco o Pinochet, la divinidad ha sido
utilizada para proclamarse ungido y aureolado por el poder venido del cielo.
De
otras religiones proceden términos como gurú, boda o ayatolá (curiosamente,
estas tres denominaciones las han utilizado diversos comentaristas para
referirse al dirigente de Izquierda Unida, Julio Anguita..., además de califa),
mientras que, en la misma línea, de la Iglesia católica se ha tomado pontífice
y pontificar, palabras que proceden de pontifex, «alto funcionario romano que
en sus orígenes cuidaba del puente del Tíber».
La
geografía ha prestado una palabra de utilización internacionalmente intensa y
extensa: cumbre. Las reuniones en la cumbre, las conferencias en la cumbre
parece que van a arreglar el mundo, y suelen finalizar, como diría Pangloss,
con un comunicado que deja flotando en el aire todas las incógnitas... y alguna
más. De la geografía procede la balcanizazión, que ha desbordado las fronteras
de los Balcanes para acomodarse a cualquier intento de fragmentar los
problemas. Más arquitectónico que geográfico es el término cúpula, con el que
se ha bautizado al escalón jerárquico más alto (por ejemplo, la «cúpula
militar»).
La
arquitectura ha sido otro filón del que ha extraído muchas gemas el lenguaje
político. Algunos han atribuido la proliferación de terminología relacionada
con la construcción a la influencia masónica. Se ha hablado hasta la saciedad
de poner la primera piedra o los cimientos (de un texto constitucional, de un
cambio social, de un partido, de una corriente ideológica o de un movimiento
de masas), de levantar el grandioso edificio de las leyes o de poner los
pilares, con el texto constitucional, del templo de la felicidad social. El Congreso
también fue considerado arquitecto de la felicidad nacional, sobre todo en el
siglo XIX, cuando tan obsesionados estaban los tribunos por la felicidad del
pueblo.
En el
terreno gastronómico‑doméstico encontramos palabras como pucherazo
(quizá ya un tanto pasada de moda) o tapadera (que ésta sí está vigente,
sobre todo en el mundo de los negocios). La traducción literal del famoso
«telón de acero» es cortina de hierro, y entre grupos políticos simpatizantes
se acuñó la expresión ya citada de compañeros de cama. De ciertas
persecuciones políticas surgió el muy expresivo lanado de cerebro (y de ciertas
operaciones económicas, el llamado blanqueo de dinero), y no cabe duda de que,
en los nombramientos administrativos, o en las simples recomendaciones, sigue
vigente el término enchufe.
10
PALABRAS Y EXPRESIONES DE MODA
Alternativa o alternancia. El paso de una opción
política a otra, con una cierta regularidad, a través de unas elecciones
generales.
Andadura (democrática).
Aparato (de un partido
político: grupo de personas, atrincheradas tras sus cargos correspondientes,
que controlan el funcionamiento interno de la «maquinaria» del mismo).
Argumentos. Se dice que la actualidad tiene varios
argumentos, cuando lo que se quiere decir es que tiene varios temas.
Barones (los barones del partido: son las figuras
influyentes y de peso en la estructura organizativa de un partido político.
Sin contar con su anuencia, no hay manera de tomar decisiones importantes.
Los barones de UCD consiguieron volatilizar esta formación política, y los del
PSOE, quince años más tarde, frenaron en el 34.° Congreso cualquier intento de
renovación).
Casa común (de la izquierda). La que se pretendió
establecer en los años ochenta y noventa entre el Partido Socialista e
Izquierda Unida. En fechas recientes se ha introducido una ligera modificación
léxica, y se utiliza la expresión causa común, con los mismos objetivos.
Condicionamientos (previos, geopolíticos, sociales,
etc.).
Consensuar. Se lleva mucho el consenso, que es una
forma de ponerse de acuerdo sin estar completamente de acuerdo y sin acudir a
un sistema de votación que seguramente sacaría a la luz las múltiples
discrepancias.
Criminalizar (una conducta: acentuar sus aspectos
penales).
Crispación. Palabra que aparece todos los días a
todas horas y que resulta superfluo definir o describir.
Derechío, derechona.
Formas satírico‑literarias de denominar a la
derecha, acuñadas respectivamente por Forges y Umbral.
Diferencial («Mantenemos unos diferenciales de
inflación crecientes en relación a los del resto de los países desarrollados»,
según Miguel Boyen cuando era ministro).
Emblemático. Desde 1992 (en que la palabra se
introdujo triunfalmente en el lenguaje oficial, del brazo de los «fastos» de
tan infausto año: Expo de Sevilla y Juegos Olímpicos de Barcelona, principalmente),
todo es emblemático: lo mismo un mojón en una carretera que una catedral, una
canción de moda que un portaaviones. El magistrado Perfecto Andrés Ibáñez
habló del «emblemático caso Linaza» (refiriéndose a un muerto etarra). Con
bastante más propiedad, consideró el alcalde ilicitano que la Dama de Elche es
emblemática. Hasta en el más insignificante pueblecito hay algo emblemático, y
esto no sorprende tanto como atribuir tal adjetivo a un deportista o a una
prueba deportiva, cuando en realidad lo único que podría ser emblemático es su
camiseta.
Escenarios. Los escenarios sustituyen a veces a los
argumentos (véase), pero en sentido más estricto equivalen al ámbito donde se
manifiestan situaciones político‑económicas, como la demanda,
la confrontación, o un problema cualquiera.
Españolista. Se aplica en algunas comunidades
autónomas (principalmente el País Vasco) para calificar a los partidos políticos
de ámbito nacional, y cuya sede generalmente se encuentra en Madrid. Para
contrarrestar esta calificación que tenía un sentido despectivo, tales
partidos comenzaron a denominarse no nacionalistas (frente a los nacionalistas
vascos o catalanes) y, a partir de finales de 1998, adoptaron la denominación
de constitucionalistas.
Flecos. Las modestas cuestiones pendientes en una
negociación: «quedan todavía algunos flecos, pero en lo fundamental se ha llegado
a un acuerdo». Flexibilizar (el mercado de trabajo: es decir, hacer más fácil y
barato el despido).
Lecturas (un texto o un discurso pueden tener varias
lecturas, según quienes los escriben o pronuncian, aunque, si escribieran y
hablaran claro y preciso, la lectura sería una sola).
Mediático. Palabra en alza de popularidad, desde
que grandes grupos empresariales se lanzaron, a finales de 1996, a una lucha
sin cuartel por controlar los medios de difusión o de comunicación. Un
magistrado que hemos citado unas líneas antes habló, a propósito de la lucha
antiterrorista, de la «vertiente mediática del asunto», expresión con la que
quería aludir a que todo cuanto ocurre deja de ser como era en cuanto aparece
reflejado en los periódicos o en las emisoras de radio o de televisión.
Núcleo duro. En una sociedad anónima, lo constituyen
los accionistas de mayor peso, y, en un partido político, las personas que tienen
la sartén por el mango: «El núcleo duro de la ejecutiva (del PSOE) sigue
formado por las mismas personas» (De los periódicos, junio de 1997, después del
34.° Congreso). En alguna ocasión se ha aplicado a los periodistas más afines a
la línea empresarial de su medio de expresión, particularmente durante las controversias
«mediáticas» que sacudieron el universo audiovisual durante el año 1997.
Pacto judicial, pacto político, pactismo. Julio
Anguita se pregunta: «¿Qué quiere decir pacto judicial? ¿Tapar vergüenzas?
Cada vez que se habla de pactos me echo a temblar, porque casi siempre es para
tapar inmundicias».
Paquete (de medidas, de nombramientos ..J. Un tópico
de los años setenta y ochenta, que empezó a caer en desuso en los noventa.
Pinza. Acuerdo de dos formaciones políticas divergentes,
y a veces opuestas, para unir sus votos y conseguir que se apruebe una
proposición; la última pinza famosa fue la que unió los votos de un partido de
derechas, como el Partido Popular, y uno de izquierdas, como Izquierda Unida,
para sacar adelante en el Congreso la llamada «ley del fútbol». Javier Pradera
llamó a esa pinza la pinza del chantaje, y recordó además ‑el 1 de junio
de 1997‑ el «matrimonio a la griega» contraído en tiempos ya remotos por
dirigentes derechistas y comunistas. Su definición de pinza es: «acción
concertada desde la derecha y desde la izquierda para presionar simultáneamente
sobre el centro».
Química. Se dice que existe química (no sólo entre
políticos, sino entre empresarios, actores, etc.) cuando se coincide en las
ideas fundamentales, cuando se congenia, cuando se adivina lo que piensa el
otro, cuando se comparten los mismos gustos. La química más importante, claro,
es la del amor.
Renovador. Un programa que no lo sea, no tiene nada
que hacer. Pero se da a menudo el caso de calificar de renovador al calco
exacto de lo que se dijo y se prometió años atrás, y que por variadas
circunstancias no se cumplió.
Reversibilidad (del poder: es decir, que pueda
pasar a otro partido de distinto signo, como una prenda «reversible», que tiene
un color e incluso una textura distinta por cada lado).
Techo. Se dice del máximo que puede obtener un
dirigente o un partido en unas elecciones, y también del máximo de
competencias otorgable a una comunidad autónoma.
Tercermundista. Este frecuente calificativo es
válido para todo: la economía, la política, el comportamiento social, una
medida administrativa,
un paisaje suburbial..., cualquier cosa deprimente,
vulgar, ignorante. Sustituye a subdesarrollado.
Terrorismo (o violencia) de baja intensidad. La
ausencia de asesinatos durante la tregua de ETA del otoño de 1998 no significó
la supresión radical de actos violentos:
se quemaron coches y oficinas, se lanzaron cócteles
molotov a la policía, se amenazó a muchos concejales, continuó la extorsión a
los empresarios, y fueron frecuentes las algaradas callejeras de jóvenes
encapuchados, lo que dio nacimiento a esta nueva expresión de «terrorismo (o
violencia) de baja intensidad», para diferenciarlo de los mortíferos coches‑bomba
y los tiros en la nuca.
Trama. Aquello que se ha enredado y ha formado una
madeja difícilmente desentrañable, pero no por azar sino por concienzudas
intervenciones que, en vez de despejar incógnitas, las han multiplicado,
forma una trama. Así se habla de «la trama de la financiación de un partido
político» (caso Filesa) para referirse a la creación de empresas fantasma,
cobros y pagos irregulares, contabilidades falsas, facturas falsas, informes
falsos, etc., o de «la trama de los GAL», para sintetizar igualmente misteriosos
crímenes, actividades de agentes secretos, pagos reservados, enriquecimientos
súbitos, silencios cómplices, etc. etc.
Valorar. Palabra comodín, utilizada infinitas veces,
tanto por los entrevistadores («¿Cómo valoraría usted...?») como por los
entrevistados: «Nosotros no vamos a valorar...» (por juzgar, criticar, examinar,
etc.).
Varapalo. Se aplicó al principio a las decisiones
judiciales que enmendaban actuaciones anteriores («tercer varapalo al magistrado...»),
y luego se ha extendido a cuantos tropiezos sufren los humanos en sus contenciosos
administrativos o fiscales, y hasta a las derrotas deportivas, en sustitución
de revés, traspiés, reprimenda, castigo, golpe, infortunio, quebranto, etc.
Voto cautivo. El obligado por las circunstancias o
por tradición. Se considera que es un voto con el que se cuenta pase lo que
pase y digan lo que digan las encuestas. Por ejemplo, el voto de los pensionistas
cuando se han mejorado sensiblemente sus prestaciones.
11
INSULTOS Y DESCALIFICACIONES
De la noble palabra «política» se derivaron los
primeros insultos, lanzados principalmente por los periodistas contra algunos
parlamentarios en aquellas turbulentas Cortes de mediados del siglo XlX:
politicones y politiqueros (junto con politiquerías) fueron los más usados.
Con la misma construcción de «politiquero» se lanzaron acusaciones de
patriotero, catoliquero y pesetero. Otras, como camarillero, barricadero,
progresero (hay que reconocer que ésta tiene su gracia) o situacionero (¡y qué
decir de ésta!), han desaparecido del mapa lingüístico parlamentario.
Farsantes se utilizaba mucho entre parlamentarios
en 1868, y siglo y medio más tarde mantiene su vigencia. En cambio, nadie
dice hoy mogigatocracia o tontocracia, aunque ambas actitudes existan y habría
más de una oportunidad para aplicárselas a algunos. Igual ocurre con carbonarlo,
doctrinario o sicario, al tiempo que permanecen vigentes autoritario,
partidario, proletario o reaccionario.
Los liberales han sido en todas
las épocas objeto de sarcasmos y calificativos ofensivos, que podemos
encontrar en los periódicos de los siglos XIX y XX. Del siglo XIX son los
insultos más cercanos a la injuria, como cobardes, homosexuales, derrotistas,
alfeñiques, masoncetes, etc. En el siglo XX, además de abandonistas, se les ha
tachado de bienpensantes, tontos útiles, compañeros de viaje (aunque esta
expresión ha servido para descalificar a los intelectuales en general), y de
practicar la táctica del avestruz.
Algunas expresiones se limitan a dar una definición,
quizá exagerada, de las actitudes del aludido: así, autoritario, dogmático,
criptocomunista, revisionista, reaccionario, contrarrevolucionario, agente del
imperialismo, o la creación de Lenin, cuando a los periodistas indecisos los
llamó compañeros de cama. Hoy día se ha acuñado la frase: «La política genera sorprendentes
compañeros
de cama», para referirse a quienes, de procedencia
muy dispar e incluso opuesta, se unen para tomar o apoyar decisiones que
convienen a ambos.
Algunos insultos de animales, con tradición en las sesiones parlamentarias desde hace un siglo, son: cangrejo (el retrógrado, que tiende a ir hacia atrás), calamar (el que se oculta en su turbia tinta), búho (el oscurantista), cuervo (el que está al acecho y asusta con sus graznidos) y camaleón (el que cambia sus ideas según por dónde incida la luz o la sombra). Esto sin mencionar los insultos puros y simples, sin matices ni sutilezas, como cerdo, zorro, víbora, gallina, pardillo... o simplemente animal, como interjección en tono altisonante, si es posible.
En las Cortes de la 11 República se cruzaban los diputados toda clase de epítetos, y desde luego los de animales se llevaban la palma. Además de los citados más arriba, recogemos de las actas parlamentarias un muestrario que no tiene desperdicio: batracios, reptiles, crustáceos, culebras, chacales, alimañas, bestias y sapos. Como se ve, los insultos han subido de tono en un siglo presuntamente civilizado como fue el siglo xx.
Ortega dijo en un discurso que no se podía dejar entrar en el Parlamento «ni al payaso, ni al tenor, ni al jabalí», frase que mereció nutridos aplausos. El vocablo jabalí tuvo mucho éxito, y sirvió para designar a los integrantes de la minoría radicalsocialista, con distintas variantes, como jabalíes de bazar, de cartón-piedra, de pega... El diputado Pérez Madrigal llamó el primer jabalí de la República nada menos que a Unamuno. Tres derivados fueron ultrajabalí (que utilizó el mismo Unamuno), jabalizar y jabalinada.
Pero no sólo de animales vivía la imaginación del diputado a la hora de denostar a su oponente. Algunas veces creemos que en nuestros tiempos se superan todas las marcas del mal gusto parlamentario, pero véase qué lindezas se dedicaban los «padres de la patria» en los años treinta (sin que con esto pretendamos dar ideas a nuestros ilustres representantes): chupópteros, envenenadores, enchufistas, parásitos, policobrantes (acusación de cobrar varios sueldos en varios sitios), zánganos, cochinos burgueses...
Los españoles cerriles se oponían a los civilizados. Los fanáticos son cavernícolas (y cavernarios, trogloditas, rupestres, mamuts...), intolerantes, intransigentes, dogmáticos..., calificativos que se aplican generalmente a los prohombres (¿o prehombres?) de derechas.
Los partidos políticos merecían calificativos como éstos: extranjerizante, antiespañol, judaizante, marx-germanizante, bolchevizante... Y cuando se quería ser verdaderamente ofensivo, se sustituía la palabra partido por cuadrilla, secta, taifa, facción, banda y bandería. Las instituciones no se libraban de los improperios, y así se hablaba de la abyecta monarquía borbónica, o se calificaba de estos modos a los dos primeros años de República: bienio pavoroso, bienio indigno e indignante, bienio de la verruga (por la verruga que tenía Azaña en el rostro; por cierto que Azaña fue tachado de dictador de opereta), bienio estúpido, bienio vergonzante, bienio funesto, bienio ominoso..., y así, de este tenor, hasta el infinito (estéril, negro, sangriento, del gorgojo, etc.).
No era muy agradable que le llamaran a uno señorito (lo que equivalía a burgués o capitalista holgazán), pero era peor que a ese epíteto le añadieran un adjetivo. Los más usuales eran cretino, de cabaret, de casino o simplemente fascista. Trabajador, en cambio, se utilizaba sin adjetivo alguno. Igual ocurre con obrero, pero, claro está, cuando se habla de intelectuales se les denomina obreros de la inteligencia. Productor, una denominación equivalente a la de obrero o trabajador, muy manoseadas éstas por los movimientos sindicales de izquierdas, no es, como creía Julio Casares, una exclusiva del franquismo, sino que ya aparece en un manifiesto dirigido «a los productores de Barcelona» en 1931, recién instaurada la República.
Algunos epítetos tienen unos destinatarios concretos: así, pistoleros se aplica por igual a cenetistas y a falangistas, mientras que a cualquier organización sindical se le podían atribuir «bárbaros actos de sabotaje», y a cualquier empresario o asociación empresarial un boicot (palabra extraída del apellido de un terrateniente irlandés llamado Boycott).
Con objeto de que no parezca que la República fue el paraíso del insulto, sirvan de contrapeso algunas expresiones positivas de uso frecuente: decente, decencia (Azaña quería «laborar por el bien de España a base de decencia pública»), decoro (del gobierno), honestidad (política honesta), austeridad y moralidad (republicanas).
En los tiempos actuales quien se ha llevado la palma
en recibir calificativos despectivos de todos los calibres ha sido el
coordinador de Izquierda Unida Julio Anguita. Desde el famoso extraterrestre
que le lanzó Felipe González en 1997 hasta los gurú, ayatolá, visionario,
iluminado, trasnochado, estrafalario, esperpéntico, estalinista, utopista,
loquitonto, dinosaurio, tonto útil y hasta pedorro, que le llovieron de todas
partes, en lo que un director de periódico ha llamado «campaña de
ridiculización, denigración y vilipendio».
Claro que más contundentes fueron un gobernador
extremeño que llamó rebuznadores a quienes le criticaban, o un concejal
madrileño que, en el verano de 1997, llamó pura y simplemente gilipollas a
otro concejal que le había acusado de vago.
Una forma de insultar ‑indirecta, pero quizá
más sangrante‑ consiste en hacer circular chistes en los que el protagonista
político queda retratado como un estúpido o un retrasado mental, o ambas
cosas. Quizá el que sufrió una más despiadada campaña fue precisamente una
persona culta e inteligente: el ministro de Asuntos Exteriores del primer
gobierno socialista, Fernando Morán. Recopilados andan por ahí en libros que
ya no se venden, y que en cualquier momento serán aplicados a otro ministro
cualquiera.
Un término que suena muy mal, pero que en el fondo
no significa nada deshonroso, es el de torticero. Introducido por no sabemos
quién, se utiliza a diestro y siniestro para calificar la conducta de alguien
con una palabra que suena muy mal, pero que nadie va a mirar al diccionario.
Éste (el de la Real Academia) dice: «Torticero, ra. Injusto, o que no se
arregla a las leyes o a la razón». Es evidente que no se trata de un elogio,
pero tampoco de una injuria. Cualquiera de nosotros puede dar una opinión
injusta ‑es decir, torticera‑ de un hecho sin por ello ser merecedor
de las penas del infierno.
Desde que Felipe González llamó, en la primavera
de 1997, descerebrados a algunos jueces, pareció abrirse la veda de los
insultos refinados. Algunos son tan sutiles que reciben el nombre de
«descalificaciones». Todos ellos rozan el campo del Código Penal respecto a la
injuria, pero se quedan fuera por milímetros. Es un verdadero arte triturar a
una persona sin que uno pueda ser acusado de haber roto un plato. Un conocido
editorialista es un experto en la materia, y de sus rebuscados párrafos
extraemos algunos ejemplos: «el enfatuado recadero Rodríguez...; las confidencias
intoxicadoras de ese grandilocuente mentecato.,.; una inverosímil y venenosa
interpretación de sus palabras, alimentada por la mala fe y la paranoia...;
resultó así mismo patente el fariseísmo oportunista...; el polémico
magistrado...; un megalómano fantasmón...; periodistas corruptos,
izquierdistas de boquilla y mercenarios de Conde (se refiere al ex banquero
Mario Conde)...; Violaciones (del Gobierno) del derecho comunitario... cometidas
con premeditación y alevosía...; el Gobierno movido por el irrefrenable
deseo de imponer sus criterios partidistas sobre televisión digital a tirios
y troyanos...; en su aventurera e irresponsable deriva hacia el choque frontal...;
las consecuencias de ensuciar el prestigio de un parlamento democrático...;
al servicio de oscuros objetivos particularistas...; este regreso a la
paranoia antieuropea...; axfisiante (sic) papel intervencionista ... ; el Gobierno...
se ha comportado arbitrariamente y abusado de su poder...».
Ya Manuel Azaña era considerado un especialista en
frases hirientes, como aquella de «este señor ni siquiera es tonto», y Tierno
Galván heredó aquella habilidad propia de un arte o deporte que podríamos
llamar «esgrima verbal». Como muestra, su definición de un abogado metido a
político: «Una inteligencia clara para explicar la confusión pero no para salir
de ella».
Por lo que respecta al lenguaje
vulgar o malsonante, la más destacada anécdota de los últimos tiempos la protagonizó
el presidente del Congreso Federico Trillo, quien, en abril de 1997, exclamó
con estupor un ¡Manda huevos! que se ha hecho famoso. La expresión le salió del
fondo del alma, a micrófono abierto, después de haber leído una enmienda del
Senado al proyecto de ley sobre televisión digital que rezaba así:
«Rúbrica de la disposición transitoria segunda. Se
suprime la referencia a las tarifas de conexión para desarrollar el contenido
resultante de la tramitación previa en el Congreso de los Diputados. Por
último, también por razones de técnica legislativa, una disposición
derogatoria que prevé expresamente la abrogación del Real Decreto Ley del que
trajo origen este Decreto Ley».
Hemos reproducido en su totalidad el enunciado que
se vio obligado a leer a sus señorías el presidente del Congreso, pues encaja
perfectamente con el capítulo de este libro dedicado a «la palabrería en la
política». Hasta los más escrupulosos defensores de la pureza del lenguaje
disculparon aquel desahogo del señor Trillo. Algunos comentaristas lo
ensalzaron. Sirva de ejemplo este párrafo de Raúl del Pozo, publicado veinticuatro
horas después del «desliz» del presidente:
«Ya han avisado los hombres cultos, desde Lázaro
Carreter a Luis María Cazorla, que los neologismos, tecnicismos, extranjerismos,
barbarismos, vicios léxicos y sintácticos han invadido el Parlamento; las palabrotas
infames ‑tema, puntual, dimensionamiento, asumir, status, posicionamiento,
publicitar, desdramatizar‑ salen de las laringes de sus señorías sin que
nadie lo remedie; una jerga de mal desbaratado ingenio, pretenciosa y
críptica se ha apoderado del Parlamento. Tal es la perversión política, tal
su lenguaje. Ya era hora de que alguien hablara desde la calle, aunque no usara
una expresión puramente castellana, sino un galleguismo recriado».
Francisco Umbral, a su vez, decía que después de que
Jon Idígoras «dijera aquello de que España "quite sus sucias manos de
Euskadi", yo no había oído nada tan fuerte en esa tribuna como el
"manda huevos" de un señor del Opus».
Como cierre, o broche ‑que se decía antiguamente‑
de este libro, pese a cuanto se ha dicho en él, la verdadera política no se
elabora en los meandros de los discursos y las polémicas, sino que se
desarrolla ‑como enunciaba el letrero pintado en 1968 en el primer piso
de la Facultad de Sciences Po (Ciencias Políticas) de la Sorbona- en la calle.
ABELLA, Carlos: ¡Derecho al toro! EL lenguaje
taurino y su influencia en lo cotidiano, Anaya & Mario Muchnik, Madrid,
1996.
CILLÁN APALATEGUI, A.: El léxico político de Franco
en las cortes españolas, Zaragoza, 1970.
COSERIU, E.: Teoría del lenguaje y lingüística
general, Credos, Madrid, 1962.
COTTERET, J. M.; EMERI, Claude; GERSTLÉ, Jacques;
MOREAU, René: Giscard‑Mitterrand, 54.774 mots pour convaincre, Presses
Universitaires de France, 1976.
GECKELER, H.: Semántica estructural y teoría del campo
léxico, Credos, Madrid, 1976.
GÓMEZ MARÍN, José Antonio: Antología de frases de derechas,
Ed. Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1996.
LOPEZ MORALES: Sociolingüística, Credos, Madrid,
1989.
LOZANO, Irme: Lenguaje masculino, lenguaje femenino,
Minerva, Madrid, 1996.
MARICHAL, J.: EL nuevo pensamiento político español,
Finisterre, México, 1966.
NIETO, Ramón: Diccionario de términos políticos,
Acento Editorial, Madrid, 1999.
REBOLLO TOR10, M. A.: El lenguaje de la derecha en
la 11 República. F. Torres Editor, Valencia, 1975.
TRUJILLO, R.: El campo semántico de la valoración intelectual
en español. Universidad de La Laguna. 1970.
ULLMANN, Stephen: Semántica. Introducción
a la ciencia del significado, Taurus, Madrid, 1991.
VARELA, Fernando y KUBARTH, Hugo: Diccionario fraseológico
del español moderno, Credos, Madrid, 1996.