© Acento Editorial, 2000

Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid

Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 43 - 28044 Madrid

ISBN: 84-483-0526-4

Depósito legal: M-6061-2000

Preimpresión: Grafilia, SL

Impreso en España / Printed in Spain

Huertas Industrias Gráficas, SA

Camino Viejo de Getafe, 55 - Fuenlabrada (Madrid)

 

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN.. 3

1. 4

LA PALABRA. 4

2. 5

QUÉ ENTENDEMOS POR LENGUAJE POLÍTICO.. 5

3. 6

LENGUAJE POLÍTICO DEL SIGLO XIX. 6

4. 11

SIGLO XX: REPÚBLICA, GUERRA CIVIL, DICTADURA. 11

5. 12

EJEMPLOS DE PALABRAS CLAVE DE ALGUNOS POLÍTICOS.. 12

6. 13

EL LENGUAJE POLÍTICO DE NUESTRO TIEMPO.. 13

6.1 La alusión perifrástica o eufemismo. 13

6.2 La traslación  lingüística. 15

6.3 El adjetivo disuasivo. 15

6.4 Derivaciones. 16

6.5 Secuencias. 16

6.6 Las anfibologías. 18

Las reglas del juego. 18

El marco. 18

Las familias políticas. 18

Cauces. 18

Posicionar 18

6.7 El esoterismo. 18

Sinarquía. 18

Partitocrático, partitocracia. 18

Carioquinesis partitocrática. 18

Fraseología. 18

Solidaridades desplegadas. 18

6.8 Acentuación y partición sintáctica. 18

6.9 La terminación ‑izar en los verbos de moda. 19

6.10 Metáforas. 20

6.11 Símbolos, lemas y reiteraciones. 21

6.12 Prefijos. 21

6.13 Las iniciales cronológicas. 23

6.14 Las siglas. 23

6.15 Colores. 24

BIBLIOGRAFÍA. 32

 


 

INTRODUCCIÓN

 

Intentan desesperadamente los semiólogos meter el lenguaje en cuadrículas como la tabla periódica de los elementos o la clasificación del reino animado de Linneo, o reducirlo a moléculas (o átomos, como Katz y Fodor) para examinarlo al microscopio y descubrir su mecanismo de funcionamiento. ¿No lo han conseguido ya los científicos con algo tan deletéreo y fugacísimo como son las partículas elementales? Hay que ver cuántos esfuerzos se han hecho para demostrar la coincidencia de elementos léxicos cuando no hay coincidencia en la apreciación del contenido o la designación adjetival del hablante (por ejemplo: «Este café está caliente»; «No; está frío». ¡Y es el mismo café! ¿Qué es, pues, el frío? ¿Y qué es el calor? ¡Una apreciación subjetiva, como el amor y el odio!).

Coseriu clasifica así los entornos lingüísticos:

1. Situación («espacio-tiempo» del discurso, en cuanto creado por el discurso mismo y ordenado con respecto a su sujeto).

2. Región (espacio dentro de cuyos límites un signo funciona en determinados sistemas de significación).

3. Contexto (toda la realidad que rodea un signo, un acto verbal o un discurso, como presencia física, como saber de los interlocutores y como actividad).

4. Universo de discurso (sistema universal de significaciones al que pertenece un discurso [o un enunciado] y que determina su validez y su sentido).

Estos entornos los condicionan las variables sociales.

La variable sexo ofrece una peculiaridad con respecto a las variables edad, grupo étnico, clase social y procedencia regional; pues si bien éstas se basan en la distancia existente entre miembros de la clase alta y la baja, o entre los naturales de Córdoba y los de Santander, las peculiaridades de cada sexo se basan en la diferencia entre ellos, pues ambos conviven en todos los ámbitos.

El estudio de la variación ha servido a los sociolingüistas para establecer la estratificación social de las lenguas, que puede ser débil, intermedia o extrema (López Morales: Sociolingüística).

1. Estratificación débil. Se da cuando todos los grupos sociales disponen de los mismos elementos lingüísticos, pero hacen distinto uso de ellos.

2. Estratificación social intermedia. Se produce cuando unas clases disponen de ciertos elementos de los que otras carecen, divergencia que se ha estudiado fundamentalmente en cuanto al léxico y la sintaxis (por ejemplo, una sociedad en la que las clases más desfavorecidas no conocieran el significado de ciertas palabras; teoría del déficit, de Basil Bernstein).

3. Estratificación social extrema. Se conoce como diglosia (Charles Fergusson) y se da en comunidades donde conviven dos lenguas: una de ellas sirve como vehículo cultural, oficial, literario, religioso y, en general, para todas aquellas funciones que gozan de prestigio; la otra queda relegada al use oral y al ámbito familiar y afectivo.

El lenguaje político siempre ha sido algo misterioso, desvelable sólo a iniciados. Recordemos que en el antiguo Egipto los escribas eran especialmente educados para entender y redactar leyes y documentos; su educación duraba, en régimen de riguroso internado, decenas de años. Ellos, junto con los sacerdotes, formaban una casta aparte que utilizaba un lenguaje inaccesible al ciudadano medio.

De entonces acá, ha continuado el hermetismo de la nomenclatura utilizada por la clase dirigente, con la única diferencia de que los medios de difusión actuales extienden a otras capas de la población la terminología que antes era manejada por unos pocos. (No es fácil que libros dirigidos a la educación de príncipes o cortesanos distinguidos -como EL preceptor, de Elyot; El príncipe, de Maquiavelo; EL cortesano, de Castiglione, o La educación del príncipe, de Budé- Ilegaran en sus tiempos a ser entendibles por más de un millar de personas.) Los periódicos, la radio, la televisión, incluso los altavoces (es curioso ver reportajes filmados en tiempos de la Dictadura o de la Revolución rusa y comprobar que, cuando Primo de Rivera o Lenin hablaban a una multitud, en buena lógica sólo podían oírles los de las tres o cuatro primeras filas) multiplican por millones los textos de los discursos o de las opiniones políticas. Porque, por mucho que haya avanzado la técnica de transmisión de imágenes y sonido, el medio más idóneo para convencer a los demás de unas ideas -Sean religiosas o políticas- sigue siendo la palabra. Por otro lado, el aumento del nivel cultural de grandes masas de la población hace que, por mucho que se complique o se «esoterice» el lenguaje de la clase política, existe en los países medianamente civilizados un elevado porcentaje de la población capaz de descifrarlo.

Y, además, el uso repetido de expresiones oscuras e incluso vacuas provoca una sucesiva familiarización con su aparente cabalismo, y su mismo use les va dando un contenido que en su primera emisión no tuvieron. Es sorprendente observar que palabras y frases nacidas de una voluntad de dispersión y de «no decir nada» han sido aplicadas posteriormente a una situación concreta y se han llenado de significado. La palabra o la frase, pues, no se referían a nada, pero fueron absorbidas por los hechos y se les colocó el oportuno soporte real. (Esto sólo sucede en política. Normalmente existe primero el animal y luego viene Adán y le pone un nombre. En política puede existir un nombre flotante que acaba por posarse en la cabeza de algún animal que todavía no estaba bautizado.)

Pero la más asombrosa virtualidad del lenguaje político es su capacidad de subsumir los hechos a los que se refiere y de convertirse, por tanto, en un hecho en sí mismo. «En política, los problemas de semántica son muy importantes, porque la política, hasta el momento mismo en que se time el poder, es una cuestión de palabras», escribe Víctor Alba. A esto habría que añadir que la palabra, en política, es un arrebato que dura tanto como una batalla. En nombre de muchos gritos -que a veces no se sabía bien qué significaban- se han derribado fortalezas, se han saqueado ciudades y se ha pasado por las armas a mucha gente.

Algunas de esas palabras han seguido vivas durante generaciones, aunque hayan perdido parte de su eficacia y hasta de su significado. Libertad, igualdad, fraternidad sigue siendo, dos siglos más tarde, el símbolo verbal de la Revolución francesa. Pero ¿qué sentido time hoy la palabra «fraternidad», cuando vivimos un fervor individualista, y cada uno va a lo suyo, y mucha gente se carcome de soledad? En nuestro país, durante casi cuarenta años se coreó el Una, grande, libre, adjetivos referidos a España, cuyo escudo coronaban. Niños y jóvenes desconocen ese grito patriótico, cubierto de polvo hoy en el desván del tiempo. En cambio, ha permanecido el No pasarán con el que la Pasionaria arengó a las fuerzas que defendían los barrios populares de Madrid durante la guerra civil.

Otras muchas han estado vigentes durante un corto periodo de tiempo, y han pasado de los periódicos o de los comentarios al mayor de los olvidos, como la moda de una primavera.

 

1

LA PALABRA

¿Qué es la palabra, qué hay de divino y de humano en las palabras? Cuando nombramos una cosa, la bautizamos. De algún modo, la humanizamos (una cosa nombrada empieza a pertenecer al reino de los hombres). Eso hizo Adán al poner nombre a los animales y las plantas: los adanizó, los hizo suyos.

Entre los bantúes actuales, el niño, al imponerle el nombre, se convierte en verdadero ser humano (muntu); hasta entonces era un kintu, una cosa. Sólo la palabra (nommo) da testimonio de que se pertenece al género humano. «Un ser que se distingue del animal -escribe Janheinz Jahn- y ocupa su lugar en la comunidad de los hombres, no es engendrado por el acto del nacimiento, sino por el semen de la palabra: es nombrado».

Para los guaraníes, el dios creador, Ñande Ru, crea antes que ninguna otra cosa el lenguaje:

De la sabiduría contenida en su propia divinidad, y en virtud de su sabiduría creadora, creó nuestro Padre el fundamento del lenguaje humano e hizo que formara parte de su propia divinidad.

Antes de existir la tierra, en medio de las tinieblas primigenias, antes de tenerse conocimiento de las cosas, creó aquello que sería el fundamento del lenguaje humano.

El primer texto religioso maya se titula La palabra de Chilam Balam, y en él se habla con insistencia de ese gran don que es la palabra divina.

El mejor regalo que recibe el hombre es la palabra, una de las pocas cosas que podemos poner y usar sin que se gaste y sin pagar por ella ningún precio (al contrario: como, decía Bacon, «las palabras son fichas aceptadas para los conceptos, como las monedas lo son para los valores»). Y merced a la palabra poseemos la clave para dominar la creación.

Los egipcios también lo creían así, y no sólo en el plano teológico sino en el administrativo y en el político: los ministros son «la boca», «la lengua» del faraón; y la pieza fundamental del Estado, a lo largo de milenios, fue el escriba, el hombre «capaz de perfilar y leer una escritura complicada». El canto de Iknaton tiene una sola referencia al verbo, a la palabra: «Tú abres su boca y en ella pones palabras». Aton crea la vida (el día, la noche, el agua, la tierra, los pájaros, los peces, los animales de labor..., todo cuanto germina, y crece, y madura). Crea también al hombre y a la mujer, pero hay algo que sólo a ellos concede: pone palabras en su boca. El faraón es quien posee las «primeras palabras», las que recibe del dios y que aún no han sido «gastadas» por el uso.

Los profetas de Israel (y los apóstoles, tras el «don de lenguas»), reciben el encargo expreso de hablar, como los oráculos de Grecia, o como Mahoma, que es «el mensajero de Alá». Horacio, en Roma, decía que las palabras nuevas deberían ser acuñadas como las monedas.

La palabra ha sido, con el comer de los siglos, casi todo: arma arrojadiza, remedio curativo, arte, protesta, luz, temblor... Los indios kwakiutl del Canadá dicen que «las palabras hieren a los huéspedes, como una lanza Mere la caza o como los rayos del sol hieren la tierra». A las heridas punzantes se asemejan las incisiones de los primeros textos mesopotámicos y asirios: las palabras se clavan en la tierra cocida o en la piedra como un rito sin sangre que desafía al dolor y al tiempo. De una mujer dice un personaje de una comedia de Shakespeare: «Habla puñales», y Oscar Wilde destacó en El retrato de Dorian Grey «las palabras que cortan el aire como una daga».

Hay palabras que matan, sí, y también se va a la guerra arrastrado por unas palabras. De unas palabras nacieron las revoluciones (y no sólo la Revolución francesa), y por muy pocas palabras (quizá sólo dos: un «viva» o un «muera») se va al paredón.

El profesor y académico Fernando Lázaro Carreter dio este título a su importante obra aparecida en 1997: El dardo en la palabra.

Blas de Otero tituló de este modo su fundamental libro de poemas: Pido la paz y la palabra.

Pero al lado de las palabras «contundentes» existe lo que Voltaire Ilamaba «la vaguedad de las palabras»: «No hay ninguna lengua completa que pueda expresar todas nuestras ideas y todas nuestras sensaciones; sus matices son demasiado imperceptibles y demasiado abundantes... No nos queda más remedio, por ejemplo, que designar bajo el nombre general de amor y de odio mil amores y mil odios, todos los cuales son diferentes; lo mismo ocurre con nuestros dolores y nuestros gozos». Byron consideraba también que las palabras eran simples trazos: «¡Ojalá mis palabras fueran colores! Pero sólo son matices, que pueden tomarse como bocetos o vagas alusiones».

Wittgenstein considera que los conceptos son «fotografías borrosas».

Según Stephen Ullmann (en Semántica. Introducción al significado), una de las principales fuentes de vaguedad del lenguaje es el carácter genérico de nuestras palabras. Además, nuestras palabras «nunca son completamente homogéneas: hasta las más simples y las más monolíticas tienen un cierto número de facetas diferentes que dependen del contexto y de la situación en que se usan, y también de la personalidad del que las usa». Por fin, otro factor que contribuye a la vaguedad es «la falta de fronteras bien delimitadas en el mundo no lingüístico, y la falta de familiaridad con las cosas que representan».

Para los lingüistas, la palabra time un valor independiente de su significado. Meillet la define así: «Asociación de un sentido dado a un conjunto dado de sonidos susceptible de ser utilizado gramaticalmente». Y para Alarcos, «la palabra no es una unidad paradigmática (del sistema) sino sintagmática (del decurso)».

La palabra, a fin de cuentas, es el vehículo -o el «maravilloso invento», como querían los autores de la Gramática de Port Royal, aunque el estructuralismo ha demostrado que no se trata de un invento- para expresar «lo que pensamos, imaginamos y sentimos». Galileo consideraba el hecho de poder «comunicar nuestros más secretos pensamientos a otra persona a través de veinticuatro caracteres» como la más grande de todas las invenciones humanas.

Pero quizá fue -de nuevo- Shakespeare quien, en la inmortal escena del balcón entre Romeo y Julieta, pone en boca de ella aquellas palabras:

-No eres tú mi enemigo. Es el nombre de Montesco, que llevas. ¿Y qué es Montesco? No es mano, ni pie, ni brazo, ni semblante, ni parte alguna de la naturaleza humana. ¿Por qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo... Quítate el nombre, Romeo, y a cambio del nombre, que no es algo sustancial, tómame a mí toda entera.

Los políticos nunca han compartido esta manera de pensar; pues cuando se hablan, cuando se atacan -lo mismo que cuando son aclamados-,lo que cuenta, por encima de todo, es su nombre (o el nombre de su partido político).

No conocen, o no practican, o no Green en aquello que dice Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas: «Cuando use una palabra, ésta significa justamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos».

La maduración del cerebro no es igual en ambos sexos: en los varones se desarrolla más rápidamente el hemisferio derecho, el encargado de la percepción visual y espacial; las mujeres tienen un hemisferio dominante, el izquierdo, responsable de las capacidades lingüísticas. Este hemisferio es activo en las niñas a los dos años, mientras que en los niños no lo es hasta los cinco años (M. Jesús Buxó: Antropología de la mujer: cognición, lengua e ideología cultural).

La afasia, incapacidad o dificultad de hablar o comprender, producida por una lesión del cerebro, afecta al 62 por 100 de los hombres que han sufrido dichas lesiones cerebrales, mientras que las mujeres la sufren en el 35 por 100 de los casos. También la dislexia, incapacidad parcial o dificultad de leer, incide hasta cuatro veces más en los niños que en las niñas, y, en general, los desórdenes en el habla afectan el doble a los varones que a las mujeres.

 

 

2

QUÉ ENTENDEMOS POR LENGUAJE POLÍTICO

Existen tantos lenguajes como profesiones. No sólo nos resultan incomprensibles los términos técnicos que utilizan los médicos, sino que nos ocurre lo mismo con profesionales más humildes, como los carpinteros, los albañiles o los trabajadores de artes gráficas. Es fácil, incluso, adivinar la profesión de alguien por los términos que utiliza en una reunión de trabajo: un abogado se delatará por sus «cuestiones de procedimiento», sus «instancias procesales» o sus referencias a un determinado texto legal (que él llamará «régimen jurídico de...» o «reglamento que desarrolla la ley de...»); otro tanto ocurrirá con las «tensiones inflacionistas» de un economista, los «estratos de población» de un sociólogo o los «rasgos caracterológicos infantiloides» de un psicólogo.

Pero ¿existe un lenguaje técnico de los políticos? Hay una Facultad de Ciencias Políticas, pero sus materias de estudio giran en torno a conceptos que forman parte del lenguaje usual de toda persona culta, como «república», «constitución», «gobierno», «derechos fundamentales», «división de poderes», «Congreso», «Senado», «ministerio», «administración pública» y un largo etcétera.

No se distingue, pues, a un político por sus tecnicismos, sino por la peculiaridad de su forma de expresión, peculiaridad que será objeto de nuestra curiosidad y reflexión a lo largo y ancho de este libro. El lenguaje político es una forma de hablar (para disfrazar, o desviar, o fijar la atención), no un lenguaje técnico profesional.

Si mientras escuchamos la radio nos golpea los oídos una parrafada como ésta: «En base a la descontextualización de la campaña electoral, evidentemente, realmente, digamos, un colectivo de personas no debe aceptar la marginalización de debates muy intensos y absolutamente clarificadores a nivel estatal»..., estaremos seguros de que el personaje que habla no es un cirujano, ni un artista de cine, ni un ingeniero, ni un crítico literario, ni un torero...: quien habla así no puede ser otra cosa que un político.

A veces creemos que son sólo nuestros prohombres quienes utilizan este lenguaje, pero del otro lado del Atlántico nos han venido perlas como «las delegaciones hemos llegado a una plena coincidencia para la solución del diferendo», en boca de un embajador chileno, o «las reservas referentes a los sistemas de verificación y control no son sustantivas», pronunciada por el canciller mexicano en 1984. Tampoco es exclusiva esa habilidad para no decir nada con el máximo de palabras, pues aquel mismo año el presidente de Banesto afirmó taxativamente: «Nuestra banca puede competir perfectamente si el marco legal o reglamentario es razonablemente cautelar», y se quedó tan ancho.

La desviación de ciertas palabras de su use habitual tuvo su expresión más aguda durante la Primera Guerra Mundial, cuando, en el argot de los soldados franceses, se llamaron «balas» a las judías, o a una mujer con muchos hijos, mitrailleuse á gosses: ametralladora cargada con críos, en vez de balas. En sentido contrario, un arma tan mortífera como un tanque recibió el apelativo de «cocina rodante», y la ametralladora de tambor, «molinillo de café».

En cierto debate político, los líderes españoles tuvieron la oportunidad de lucir el florilegio de sus más alambicadas creaciones: así, el entonces presidente del gobierno habló de que los españoles podrían rentabilizar sus ahorros «sin distorsiones fiscales», o que las empresas públicas buscaban «la potenciación de sus relaciones», o que «las comunidades autónomas han de ser corresponsables con el Estado para la obtención de los recursos necesarios para financiar los recursos que prestan». Felipe González, que por una vez no abusó de sus habituales «por consiguiente», o «quiero que se me entienda bien», utilizó con profusión el equívoco calificativo «transversal» y la sopa de siglas en la que parece moverse como el pez en el agua, además de inventar el verbo «constitucionalizar» y el pintoresco sustantivo compuesto «hispanoespañoles».

El coordinador de Izquierda Unida, Julio Anguita, se inclinó en aquella circunstancia por las incorrecciones lingüísticas, como «obligatoriedad» (por obligación), «siniestrabilidad» (por número de siniestros), o «clarificación» (por claridad), y por una ensalada de guarismos, para demostrar que los temas económicos eran su fuerte. El único que descendió del olímpico lenguaje de los políticos fue el presidente de turno del Congreso, quien, ante los timbrazos de los teléfonos móviles, rogó a los diputados que desconectasen «los artefactos esos inalámbricos».

 

 

3

LENGUAJE POLÍTICO DEL SIGLO XIX

En un curioso librito de Isabelle Albaret se recogen las 418 palabras nacidas al amparo de la Revolución francesa -¡ni que decir time que nacieron miles de palabras más, sobre todo palabras malsonantes!- recogidas en un suplemento del Diccionario de la Academia, que las había ignorado en su reedición de 1798. Es sorprendente que el riquísimo vocabulario de que hizo gala el pueblo francés, y sus representantes en la Asamblea, se reduzca a esa ridícula cifra. La Academia, con Revolución o sin ella, seguía siendo cauta y conservadora a la hora de admitir un nuevo vocablo, tal como ocurre hoy en España o en Francia.

Pero, a efectos de nuestro estudio, hay que reconocer que las palabras admitidas son las más alejadas del lenguaje populachero, y las más cercanas al estilo enfático de los tribunos, que a la hora del estilo tanto da que sean tribunos de la élite como tribunos de la plebe. Desde el punto de vista estrictamente lingüístico podría decirse que de la Revolución francesa han quedado para la posteridad las transformaciones más radicales que ha conocido la humanidad... y un legado de 418 palabras, de las que vamos a seleccionar, por orden alfabético, las que mantienen más rabiosa actualidad:

 

- Aclamación (en la forma de elegir).

- Acusador público (una especie de fiscal).

- Acta   constitucional

(nombre oficial de la Constitución francesa).

- Activo, ciudadano (el que tenía derecho de voto en las asambleas primarias).

- Activar, activado (poner en marcha).

- Adicional (añadido a un artículo de un decreto 0 una ley).

- Adjunto (sustituto del agente municipal en sus funciones).

- Administrador (el elegido por el pueblo para llevar una administración cualquiera). La administración central estaba compuesta de cinco miembros. Había también una administración en cada municipio de menos de 100.000 habitantes, y tres a partir de esa cifra. Se nombraban por dos años.

- Aeronauta (el que viajaba en un aerostato).

- Agente municipal (oficial que ejerce las funciones municipales; había uno por cada cinco mil habitantes).

- Alarmista (el que difundía noticias alarmantes).

- Alternar (sede de una administración, que se ejercía cada año alterno).

- Alto tribunal de justicia (encargado de juzgar a los miembros del cuerpo legislativo o a los miembros del Directorio).

- Ametrallamiento (el municipio de Lyón puso en práctica este género de condena a muerte, que consistía en disparar cañonazos de metralla sobre los ciudadanos maniatados).

- Anglómano (= anglófilo).

- Anualidad (pago que se hace año tras año).

- Año republicano (el adoptado por la Revolución, que comienza en otoño). La palabra anuario sustituye a calendario.

- Aplazamiento (envío de un tema a otra sesión).

- Árbitro (el elegido por dos personas para dirimir sus conflictos). Los árbitros públicos eran los encargados de resolver cuestiones relacionadas con asuntos electorales.

- Aristócrata (partidario del Antiguo Régimen).

- Asamblea (primaria: reunión de ciudadanos de un mismo cantón; comunal: de una misma comuna, hasta 5.000 habitantes; electoral: los ciudadanos salidos de las primarias eligen a los miembros del legislativo, del tribunal de casación, de las administraciones departamentales, etc.).

- Asesor (oficial adjunto al juez de paz).

- Barra (división tras la que se situaban los que no eran miembros de una asamblea).

- Barreras (oficinas aduaneras).

- Boletín de las leyes (come el Boletín Oficial del Estado).

- Burocracia, burocrático (relacionado con la administración y su influencia).

- Cancelación (borrar a alguien de una lista pública).

- Carga constitucional (equivale a acta constitucional).

- Carmañola (canción revolucionaria y uniformes militares.

- Ciénaga (marais) (lugar bajo donde se sentaban algunos miembros de la Convención, a diferencia de los que ocupaban los lugares altos, llamados «la Montaña»: véase).

- Casa comunal (llamada antes municipio o ayuntamiento).

- Casación, tribunal de (tribunal único, compuesto de jueces en número no superior a las tres cuartas partes del número de departamentos, renovables cada cinco años).

- Centralización (reunión del poder en unas pocas manos).

- Ciudadano, a (todos los franceses y francesas, aunque estas últimas no tenían los mismos derechos políticos que los varones).

- Cívico, civismo (espíritu que anima a los ciudadanos).

- Clasificación (distribución que sigue un cierto orden).

- Club (reunión de un grupo de personas en horas, días y lugares fijos).

- Comisario (agente oficial, aplicable a diferentes tipos: auditor de guerra, contabilidad nacional, policía, tesorería nacional, etc.).

- Conscripción, conscrito (inscripción y personas sometidas al servicio militar.

- Consejo (come puede imaginarse, había muchos consejos: de los Quinientos, de los ancianos, de la Comuna, de departamento, de distrito, de justicia, municipal, y «marcial» -para juzgar a oficiales de Marina).

- Constitucional (partidario de la Constitución).

- Constituyente (asamblea que redactó la Constitución de 1791).

- Contrarrevolución, contrarrevolucionario (pretensión de volver las cosas a come estaban antes de la Revolución).

- Convención nacional (asamblea de representantes de la nación para darse una Constitución o modificarla).

- Corte marcial (tribunal militar.

- Crimen de lesa nación (equivalente a crimen de lesa patria, o, en época monárquica, de lesa majestad).

- Cuerda de farol (precedente de la horca: suplicio para hacer confesar a los enemigos o traidores de la Revolución, colgándolos de las cuerdas que sostenían los faroles).

- Cuerpo legislativo (nombre dado a la asamblea nacional, que redactaba y proclamaba las leyes, y que estaba compuesta por 750 miembros).

- Cuerpos administrativos (asambleas encargadas de la administración de departamentos y distritos).

- Cuestión previa (la que se planteaba antes de que otra, ya propuesta, se debatiera).

- Decreto (es come una ley, pero sobre asuntos de interés menos importantes y menos generales).

- Demócrata (el que estaba -a diferencia de los aristócratas- a favor de la Revolución).

- Departamento (división del territorio, equivalentes a nuestras provincias).

- Deportación, deportar (exilio fuera de Francia, sin precisar el lugar).

- Desmoralizar (lo que se vuelve inmoral).

- Desorganizador, desorganizar (destruir la organización de un cuerpo político).

- Despopularizar (perder el afecto del pueblo).

- Detención (equivalentes a prisión).

- Diputado (el elegido miembro de la Asamblea nacional).

- Director (uno de los cinco miembros del Directorio).

- Directorio (se encarga de ejecutar las decisiones de la Asamblea nacional).

- Disidencia (escisión).

- Distritos (divisiones de cada departamento).

- Elector (miembro de una asamblea electoral).

- Emigrado (el que huyó de la Revolución, y no ha vuelto).

- Enmienda (propuesta de modificación de un proyecto de ley).

- Escarapela nacional

(pieza de tela tricolor que se colocaba en el sombrero o en el peinado femenino).

- Escrutador (el que efectúa el escrutinio de los votos).

- Escuelas (centrales: para el segundo grado; normales: para especializarse en el arte de la enseñanza; politécnica: para formación militar y de otras ramas de la administración; primarias: de primer grado; de servicio público: había nueve, para las distintas ramas técnicas de la administración; especiales: para el tercer grado).

- Fanatizar.

- Federación, federado, federalismo, federalizar, federativo (todo lo relativo a un Estado compuesto de otros estados semiautónomos).

- Filosofismo, filosofista (falsa filosofía, falsos filósofos).

- Franco (unidad monetaria que puso en vigor la República).

- Gendarmería nacional (equivalente a nuestra Guardia Civil).

- Gobernante (el que gobierna).

- Gobierno revolucionario (carecía de base constitucional, y se había formado espontáneamente para llevar adelante la Revolución).

- Gran juez militar (el que presidía la Corte marcial).

- Guardia nacional (fuerza armada).

- Guillotina (instrumento para aplicar la pena de muerte inventado por el doctor Guillotin).

- Hombres de ley (instruidos en las nuevas leyes, sustituían a los abogados del Antiguo Régimen).

- Hornada (individuos amontonados en una carreta para ser llevados a la guillotina).

- Igualdad (las leyes protegen y castigan del mismo modo a todos).

- Incivil, incivismo (conductas opuestas a las de un buen ciudadano).

- Inconstitucional.

- Indemnización (dietas que se pagaban a los miembros de la Asamblea y del Directorio).

- Injuramentados (los que no habían jurado la Constitución, como por ejemplo los clérigos).

- Inscripción cívica (obligatoria en cada ayuntamiento para los mayores de veintiún años, para prestar juramento y someterse al servicio militar en la guardia nacional).

- Insurgente (el que se subleva contra el gobierno).

- Insurrección (puede ser general o parcial).

- Inviolabilidad (prerrogativa de quien no puede ser detenido).

- Jacobinos (nacen como grupo en el convento de los jacobinos de Paris, para defender a toda costa los principios de la Revolución).

- Juez, juez de paz (lo elige el pueblo para aplicar la ley; el de paz ejercía sus funciones en cada barrio).

- Jurado (llamado también juri, lo forman ciudadanos que tienen conocimiento de un delito, lo denuncian y declaran la culpabilidad o inocencia del o los acusados; el militar actuaba antes de la Corte marcial).

- Legislatura (periodo de tiempo desde el nombramiento de diputados hasta la expiración de su mandato).

- Liberticida (destructor de la libertad).

- Lista civil (suma anual para la casa real).

- Mandato (orden).

- Mandato territorial (como el asignado», bono de Estado que respondía de una deuda).

- Marcial, ley (empleo de fuerza militar, cuando la justicia ordinaria se consideraba demasiado lenta o insuficiente).

- Masa (todos juntos).

- Mayoría (la mitad más uno de los votos).

- Máximum (tasa que no se podía exceder en las mercancías de precio fijo).

- Mensaje, mensajero de Estado (la comunicación oficial y la persona que la llevaba).

- Ministros (los que ejecutan las leyes, supervisados por el Directorio, que los nombraba --o destituía-, en número de un mínimo de seis y un máximo de ocho).

- Moción (proposición sometida a una asamblea).

- Moderado, moderantismo (postura política razonable, durante la Revolución).

- Monárquico (partidario de la monarquía).

- Montaña (grupo de miembros de la Convención que se sentaban en las gradas más altas y profesaban los principios más radicalmente revolucionarios).

- Municipalidad (comunidad que elegía a los oficiales llamados munícipes).

- Nivelar (igualar todas las fortunas y repartirse las tierras).

- Notables (ciudadanos elegidos para representar a un municipio).

- Orden del día (relación de temas de trabajo para una asamblea deliberante).

- Patente (pago al gobierno por ejercer una industria o comerciar; la que se otorgaba a los inventores se llamaba «patente nacional»).

- Permanencia (asamblea que funciona sin interrupción).

- Petición (la que se dirige a una autoridad, y a la que todo ciudadano time derecho).

- Pluralidad (mayoría relativa de sufragios).

- Poder ejecutivo (al dejar de estar en manos del rey, se atribuyó al Consejo ejecutivo, compuesto de 24 miembros).

- Policía correccional (dedicada a los delitos juzgados por tribunales correccionales: véase).

- Popularizar (conseguir el afecto del pueblo).

- Prensión (derecho de la autoridad sobre los artículos sometidos a impuesto).

- Prioridad (preferencia para ser escuchado o discutido antes que otro).

- Proclamación (publicación de una ley).

- Procuradores (representante de los ciudadanos ante un cuerpo administrativo; los grandes procuradores eran dos, encargados de defender al cuerpo legislativo ante la Corte nacional).

- Propaganda (asociación para «propagar» los principios revolucionarios).

- Quietismo, quietista (no tomar ningún partido por lo que atañía a la Revolución).

- Refractario (todo clérigo o funcionario que se había negado a prestar juramento a la Constitución).

- Regularizar (poner en regla una situación).

- Requisa (poder de la Revolución sobre personas, alimentos, mercancías y jóvenes sometidos al servicio militar, llamados requisicionarios).

- Rescripción (bono que sustituye a los «asignados»).

- Resolución (la adoptada por el Consejo de los Quinientos).

- Revisión (Asamblea de: cada ocho años se reexaminaban los decretos constitucionales).

- Revocar (una resolución).

- Revolucionar, revolucionario (introducir los principios revolucionarios, y transformarlos en medidas o gobiernos).

- Sans-culotte (los más miserables del pueblo, que acabaron siendo los más honorables).

- Secretario (oficial que redactaba las actas y la correspondencia de la autoridad pública).

- Sesión (tiempo de reunión de un cuerpo deliberante).

- Sociedades populares

(reuniones de ciudadanos para ocuparse de cuestiones políticas).

- Soberanía, soberano

(poder que ha pasado del monarca al pueblo).

- Sospechoso (de ser enemigo de la Revolución).

- Suplente (sustituto de un funcionario).

- Tarjeta de Seguridad

(documento para identificar a agentes de la autoridad y a ciudadanos).

- Terror, terrorismo, terrorista (términos, todos ellos, aplicados al sistema y a los partidarios del régimen del Terror).

- Tesorería nacional (fondo al que iban a parar los ingresos nacionales).

- Trabajar (los soldados, el pueblo: provocar entre ellos la rebelión o la indisciplina por medio del descontento).

- Tribunal (de casación: había uno para toda la República, al que se podía acudir como instancia máxima y final; civil: uno por departamento; de comercio; correccionales: había muchos, para delitos menores que no implicaban penas de prisión o castigos corporales; criminal: uno por departamento, para delitos que conllevaran penas de prisión o infamantes; de familia: para cuestiones domésticas, entre ellas separaciones; de policía municipal: para infracciones cometidas contra reglamentos de policía; de paz: uno por municipio, con el juez de paz y dos asesores; revolucionario: para juzgar a los que eran considerados enemigos de la Revolución).

- Tricolor (la bandera francesa, azul, blanca y roja).

- Ultrarrevolucionario (el que va más allá de la revolución).

- Urgencia (trámite para tomar una decisión con la mayor celeridad posible).

- Vandalismo (régimen destructivo de artes y ciencias).

- Veto (antes de la República, existía un derecho llamado así, para suspender una resolución, aunque no para anularla).

- Visitas domiciliarias

(registros de domicilios autorizados por un magistrado).

- Vociferar (hablar clamorosamente en una asamblea).

Como puede apreciarse, muchas de las palabras que aquí figuran no se perdieron al culminar la Revolución, sino que siguen vigentes en nuestros días, aunque algunas, es cierto, han perdido o variado su significado (por ejemplo, popularizar, terrorismo, etc.).

Durante las Cortes de Cádiz se generó el primer lenguaje político español. Hasta entonces, la expresión de las ideas procedía del entorno de los monarcas o de las plumas de los intelectuales. No cabe duda de que en las obras de Maquiavelo, de Bodino, de Gracián, de Erasmo, de Quevedo (¡y de Aristóteles, verdadero artífice de la Politeia!) quedan reflejados los conceptos y los sentires de la política teórica y práctica. Pero sus destinatarios son los príncipes y los aristócratas, o una minoría de intelectuales, y no el pueblo.

Los precursores de la Revolución francesa (Voltaire a la cabeza) escriben para el pueblo, un pueblo de menestrales y burgueses que leía libros, los comentaba y los discutía. Y con la Revolución empieza a expresarse el pueblo, a aprobar declaraciones y leyes, a discursear en asambleas más o menos tumultuosas, a manejar la «cosa pública», a tomar, no solamente el poder, sino la palabra.

¿Cuál es la palabra que caracteriza los proyectos de convivencia nacional de los liberales españoles a principios del siglo xix? Hoy, ya en el siglo xxi, cuando estamos acostumbrados a que los políticos se expresen de forma enrevesada y desabrida, nos sorprenderá que esa palabra sea sencilla y placentera: felicidad, que Jovellanos entendía como «aquel estado de abundancia y comodidad que debe procurar todo buen gobierno a los individuos». Esta acepción coincide en gran medida con lo que en estos tiempos se ha llamado y se sigue llamando «Estado del bienestar», palabra, por cierto, esta -bienestar- muy frecuente también -como señala María Cruz Seoane- en el vocabulario de las Cortes de Cádiz. Así, en la sesión del 30 de agosto de 1811 se dice, de forma un tanto redundante: «La felicidad de la nación consiste en el bienestar de los individuos», frase en la que podríamos invertir los términos sin que cambiara el significado: «El bienestar de la nación consiste en la felicidad de los individuos».

Aquel bienestar de nuestros antepasados era más vasto y espiritual (se hablaba a veces de «bienestar eterno») que el de hoy, reducido para la mayoría al puro (o impuro) bienestar económico. Esa sola palabra (que a veces se escribía separada: bien estar) abarcaba diversas expresiones como bien general, bien común, bien público, etc.

En su afán por alcanzar tan benéficos fines, los legisladores de Cádiz se mostraban dispuestos a admitir las innovaciones, pero, sobre todo, las reformas. Claro que no todas eran aceptadas, sino solamente las saludables.

Regeneración, renovación -y, claro está, restauración- son términos que utilizarán profusamente medio siglo más tarde (aunque de alguna expresión, como España regenerada, pronto se aburrió la gente), antes, durante y después de «la Gloriosa» (septiembre de 1868). Anotemos que los políticos bautizaron así la Revolución del 68, del mismo modo que los diputados que la aprobaron llamaban a la Constitución de 1812 la Niña, y el pueblo la apodó, a partir de 1820, la Pepa (y de ahí la tan difundida exclamación: ¡Viva la Pepa!), según algunos por haberse aprobado el día de San José, y, según los más, porque durante mucho tiempo no había año en que los constitucionales más puros no celebraran el día de San José con algún pronunciamiento.

Otra discusión semántica de tipo político, que arrancaba de los ideólogos de la Revolución francesa, fue la de seguir llamando soberano al rey, una vez proclamado el principio de que sólo el pueblo era soberano. Para unos, el rey usurpaba la soberanía; para otros, la nación delegaba una parte de la soberanía en el rey. Flórez Estrada llegó a proponer que en la Constitución se dijera que sería «un crimen de Estado llamar al rey soberano», y otros pusieron como ejemplo la Constitución de Navarra, en la que figuraba la palabra rey, pero no soberano. La palabra monarca, en cambio, suscitaba pocas reservas. Así que, como vemos, lo que importaba no era tanto el reconocimiento de un rey o monarca, sino que se le llamara soberano.

Algo parecido sucedió con el calificativo real, que fue sustituido por nacional, y nuevamente restablecido en 1814 por Fernando VII en su Manifiesto de abrogación del régimen constitucional, por considerar que nacional se había utilizado para lisonjear al pueblo en nombre del democratismo.

Prendieron desde principios de siglo algunos eufemismos, como llamar a las colonias provincias ultramarinas, España ultramarina o España americana. Se consideró una blasfemia continuar hablando de colonias, mientras, una tras otra, cortaban violentamente sus lazos con la madre patria. Sin embargo, en el lenguaje de la calle los almacenes «de coloniales» (productos procedentes de las colonias) siguieron llamándose así hasta mediados del siglo xx, en que fueron barridos -como los «ultramarinos»- por otras técnicas comerciales, especialmente las de los supermercados. Curiosamente, el 4 de abril de 1811 se proscribió «la calificación de coloniales para los frutos provenientes de América». ¡Qué difícil resulta -como se ve- modificar el lenguaje a golpe de decreto!

Los liberales de las Cortes de Cádiz utilizaron a troche y moche las expresiones arbitrario, arbitrariedad, como sinónimas de absoluto, desordenado, despótico, y como antónimas de ley, orden, moderación, etc. Es frecuente la adjetivación negra arbitrariedad o monstruosa arbitrariedad para dramatizar una expresión de apariencia bastante inofensiva. (Esta tendencia a remachar redundantemente un juicio o una opinión perdura -e incluso se exagera- en nuestros días: los absoluta y totalmente y los total y absolutamente, que preceden a un adjetivo sustantivado -necesario, cierto, etc.-, están a la orden del día.) En sentido contrario, a libertad la acompañan adjetivos excelsos como sagrada, santa, clara, luminosa, etc.

El poder absoluto, que estaba, como el liberalismo, a la orden del día, sirvió de punto de apoyo para que Bravo Murillo enunciara su lapidario programa personal: «Yo soy absolutista de un absolutismo absoluto».

En una época de fervor por dotar a España de una Constitución, se prodigaron los adjetivos constitucional y anticonstitucional, así como el adverbio constitucionalmente y el verbo constitucionarse (hoy se diría, más rebuscadamente, constitucionalizarse), con el significado de «organizarse con arreglo a la Constitución».

Los carlistas adoptaron en 1830 el adjetivo francés legitimista, que pronto fue acompañado del sustantivo legitimismo, y en el Diccionario de la Academia de 1869 aparece la palabra restauración.

Un año antes se había adjetivado la República como federal, democrática-federal, unitaria, moderada y orgánica. Y, su vez, el sustantivo democracia se adjetivó con términos como socialista, tumultuaria o individualista... Por supuesto, nadie le añadió la palabra absolutista, tan en boga.

Lo revolucionario se identificó a veces con lo liberal: «Pero siempre tan amigos, esto es lo revolucionario», escribe un periodista. A menudo alterna con otros adjetivos sustantivados: rebelde, revoltoso, perturbador, sedicioso, faccioso... o filibustero, con lo que puede apreciarse el abanico de variantes existente entre liberal, por un lado, y filibustero (o pirata) por otro.

Pero no sólo revolucionario se presta a mil interpretaciones. Otro tanto ocurre con revolución (incluso en nuestros días: Ortega decía que revolución es volver las cosas del revés, como se vuelve una chaqueta). Según quien aborde el tema, revolución puede ser:

1. Una manifestación de tumulto callejero, es decir, sinónimo de discordia, desorden, asonada, barricada, motín, rebelión, insurrección o guerra civil. No hay, pues, revolución sin violencia en la calle.

2. Una maniobra sinuosa para alterar, sin que exteriormente aparezca signo alguno, el orden establecido. Equivale así a conspiración, complot, conjura, sublevación (generalmente militar), pronunciamiento (militar, por supuesto) y golpe de Estado (en aquellos tiempos era inimaginable un golpe de Estado no-militar, como el protagonizado hace unos años por el presidente peruano Fujimori).

3. Una conmoción social, o por decirlo en términos de aquella época, una «liquidación social», una «abolición del Estado político y jurídico», una «disolución social» (de donde procede la tan traída y llevada expresión «ideas disolventes»).

La anarquía se equiparaba con un no-gobierno, pero no se consideraba sinónimo de desorden. Lo contrario de anarquía era dictadura, que a su vez se consideraba sinónimo de autoridad. Curiosamente, el antónimo de autoridad no es anarquía, sino libertad. De modo que, en la mentalidad del siglo XIX, el espectro de ideas podía resumirse en esta ecuación:

 

anarquía es a dictadura

lo que autoridad es a libertad

 

o:

 

 

En aquellos tiempos en que aparecieron tantos términos acabados en tracia (democracia, mesocracia, teocracia, burocracia...), no podían faltar los castizos insultos, como tontocracia y mogigatocracia. Cánovas inventa el término pandillaje cuando se discute la nueva Constitución, en abril de 1869, y al mes siguiente es el primero que equipara la dictadura militar a caudillaje, sin que pudiera sospechar ni remotamente el partido que se le sacaría a esta palabra setenta años más tarde.

El eufemismo aplicado a los pobres de económicamente débiles apareció a mediados del siglo xix, y ha perdurado hasta nuestros días. También se utiliza entonces por vez primera la expresión desheredados, y otra que haría furor -¡nada menos que en la Argentina peronista!- un siglo más tarde: los descamisados. De aquella época, y no del franquismo, que la recuperó, procede la forma de llamar productores a obreros o trabajadores. Otras expresiones usuales fueron pueblo productor y pueblo trabajador (como si se quisiera contraponerlas a pueblo improductivo y pueblo holgazán). Proletario y proletariado, que habían surgido al calor revolucionario, fueron utilizados a menudo por Sagasta, mientras que algunos de sus correligionarios se referían a ambos términos como «esa realidad inmunda de nuestro siglo». Desde antiguo, el concepto que los intelectuales metidos a mangonear la «cosa pública» tenían del obrero, el bracero, el campesino, era muy lastimoso. En las Cortes constituyentes de 1821 se atrevió a pontificar López de Ayala: «Suprimid los propietarios, suprimid el ejército, suprimid el clero, y decidme qué república podéis fundar con lo que os resta».

Respecto a los ricos, se habla de ellos como de gente que tiene que perder (los pobres, en cambio, como no tenían nada, ¿qué iban a perder?), y, con un cierto pudor, a los propietarios se les llama contribuyentes. Como una subclase existían los pequeños propietarios y los pequeños terratenientes. Y, en un plano equiparable, se concedía una cierta consideración al dueño, al patrón o patrono, al fabricante e incluso al capitalista (término con el que se identificaba, sobre todo en Cataluña, a la burguesía acomodada). En cambio, empresario no se utilizaba, salvo como un calificativo que merecía la burla de las organizaciones obreras.

 

4

SIGLO XX: REPÚBLICA, GUERRA CIVIL, DICTADURA

Varios escritores del 98 alternaron su carrera li­teraria con una acción ‑o al menos tentación política. Azorín, Baroja y Maeztu firmaron en su juventud el Manifiesto de los tres, en el que expo­nían su doctrina de «re­generacionismo nacio­nal». Azorín, contra lo que pudiera hacer creer su trayectoria vital, se mostraba virulento e ico­noclasta. Así, por ejem­plo, escribía que «la liber­tad de prensa era letra muerta mientras existie­ra la monarquía», o «el poder legislativo es una comedia; el judicial, un orden dependiente del ejecutivo; el ejecutivo, un servidor del medro y de la ambición».

Poco más tarde le arrastrará al partido con­servador Antonio Maura. Podemos detenernos en el lenguaje utilizado por Antonio Maura a princi­pios de siglo: «Hay que atraer a los indiferentes al ejercicio de la política, llamarlos con obras vi­brantes para despertarlos y conmoverlos. España necesita una revolución desde el gobierno; si no se hace desde el gobierno, un trastorno formidable se hará desde abajo. Lla­mo revolución a las refor­mas hechas por el gobier­no radicalmente, rápida­mente, brutalmente; tan brutalmente que baste para que los distraídos se enteren, para que nadie pueda abstenerse, ni aun aquellos que asisten al espectáculo con resolu­ción de permanecer ale­jados». Al proyecto de ley de administración local que él propició, lo llamó ley del descuaje del caci­quismo (aunque el caci­quismo pervivirá durante décadas), y como ministro de la gobernación se vol­verá airadamente contra los fondos de reptiles que compraban a ciertos pe­riodistas (fondos que per­vivirán casi un siglo más tarde, aunque con fines distintos que sobornar a periodistas: silenciar a un asesino, premiar a un chivato, esconder a un amenazado, o simplemen­te embolsárselos los en­cargados de administrar­los).

Azorín cree que los políticos «llevan sobre sus hombros la culpa de todos los ciudadanos, de la na­ción entera». Aunque, al mismo tiempo, al verlos deambular y cuchichear arriba y abajo por las mullidas alfombras del Congreso, se pregunta: «¿y en las manos de estos hombres está el porvenir de España? ¿Y éstos son los hombres que monopo­lizan el poder, mientras España se desquicia, se hunde, con sus campos yermos, con sus multitu­des hambrientas y sin escuelas? Y mientras en España pasa todo esto, ¿aquí estamos yendo y vi­niendo por los pasillos, placenteramente, hacien­do discursos, admirándo­nos de la grandilocuencia de un señor, quedándonos pasmados ante la habili­dad de tal otro?».

En el periodo de entre­guerras, tanto los parti­dos fascistas como los co­munistas utilizaron pala­bras o frases de fuerte contenido emocional con objeto de enardecer a las masas. Algunas se limi­taban a una simple repe­tición machacona, como Duce, Duce, Duce!, para aclamar a Mussolini, que tuvo su equivalente entre nosotros en el ¡Franco, Franco, Franco!, o en la Alemania nazi en el Heil Hitler! («¡Viva Hitler!»), repetido hasta la sacie­dad, o el ¡Proletarios del mundo, uníos! del Manifiesto comunista, adopta­do por la Revolución bol­chevique.

A estos lemas patrióti­cos les han acompañado estrofas poéticas o cánti­cos, en los que a veces co­laboraron plumas exce­lentes, como fue el caso de D'Annunzio en la Ita­lia fascista.

Al enriquecimiento del lenguaje político a lo lar­go de la primera mitad del siglo xx contribuyeron tanto las derechas como las izquierdas. Ortega y Gasset dignificó el térmi­no masa con su celebérri­mo ensayo La rebelión de las masas. Las masas te­nían su más noble sinó­nimo en el pueblo, aun­que de pueblo se derivó populacho, que equivalía a otras palabras más des­pectivas, como turbas, a las que a su vez se adje­tivó con un cierto ensa­ñamiento: turbas encana­lladas, enloquecidas, en­furecidas, incendiarias... Ya en el terreno de la agresión verbal se utili­zaron otros sustitutos, a cual más hiriente: plebe inmunda, desharrapada, vil..., gentuza, canalla..., para desembocar en chus­ma, que se adjetivaba prácticamente del mismo modo, y, posteriormente, hordas, aplicado en espe­cial a las hordas rojas.

Durante la II Repúbli­ca la palabra política se adjetivó de mil y una for­mas, de las que citamos aquí algunas, a título de ejemplo:

‑ de pueblo; de clase; so­cialista; fascista; nacional; de partido; autonomista; demo­crática; de izquierda; dere­chista; conservadora;reaccio­naria; monárquica; sectaria; anticatólica; antinacional; an­tirrepublicana...

Para la actividad polí­tica existe un repertorio de palabras asociadas, que nos da una idea de la escasa estima que dicha actividad merecía: intri­gas, componendas, ma­niobras (y maniobreros), pasteleo (y pastelada, pastelero, pastelear), con­fabulaciones, camelo, ca­bildeo, secreteo, cambala­che, enjuague, trapison­da, cubileteos, contuber­nio, conglomerado, mes­colanza, amalgama, re­voltijo, olla podrida, aquelarre, casa de tócame roque...

Hay algunas derivacio­nes sorprendentes apare­cidas en los discursos o en los periódicos de los años treinta: bolchevista (y no bolchevique), bol­cheviquismo, comunistoi­de, comunizante (y no co­munistizante), fascisti­zante, republicanizante, sovietismo, proletariza­ción, socialistoides o so­cialeros, estatizar o esta­tificar, fajista (por fascis­ta, ya que ambas pala­bras proceden del latín fascis: haz o fajo), prole­cracia (democracia proletaria), descatolizar (la de­recha dice que es lo mis­mo que desespañolizar; en la misma línea, euro­peizarse es monarquizar­se; para otros, en cambio, europeización equivale a desnacionalización), libe­raloide, obstruccionar (por obstruir), dictablanda be­rengueriana (por el ge­neral Berenguer) y des­republicanización de la República.

También se decía, ya en el 36, republicanizar la justicia, como hoy de­cimos despolitizar la jus­ticia. Y el tan traído y lle­vado hecho diferencial de Cataluña aparece ya ci­tado en 1932 por nume­rosos autores (Estelrich, Osés, Medina, Fernández Almagro, etc.).

Ortega utiliza el tér­mino apartistas en vez de separatistas, cuando se refiere a los vascos, quie­nes en realidad lo que pretendían era «apartar­se» o «formar un mundo aparte» de los demás. Otros diputados hablan de vasquizar y de desvas­quización, así como de bizcaitarrismo. En el lado opuesto, prolifera el uso de españolizar y espa­ñolismo, así como deses­pañolizar («catalanizar quiere realmente decir desespañolizar», Diario de Sesiones, 1932).

En el mismo marco de los autonomismos se uti­liza estatutismo y fueris­mo. La Constitución definió la República española como un Estado integral, que algunos consideraron un simple eufemismo de unitario (la Constitución vigente de 1978 dice en su artículo 1.° «Estado so­cial y democrático de De­recho», y el art. 2.° se re­fiere taxativamente a «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de to­dos los españoles». Puede apreciarse una cierta di­ferencia, aunque ambas Constituciones quieran decir lo mismo). Los vo­cablos que en 1931‑1932 se usaron para atacar los conatos de separatismo ‑aparte del ya citado apartismo‑ fueron divor­cio, escisión, desmembra­ción, fractura, amputa­ción, balcanización y de­sintegración. Pero lo más negativo fue quizá la afir­mación del diputado co­munista Arquer: «España es una ficción y hay que combatirla. Existe Cata­luña, Vasconia, Galicia, Castilla... España, no». Probablemente de juicios de este tipo nacieron otros en los escaños de la derecha, como la anti‑Es­paña o la anti‑Patria. Azaña, mientras tanto, se inventó la antirrepública, como elemento de retro­ceso y servidumbre.

Militarada, cuartelada y sanjurjada (por el le­vantamiento del general Sanjurjo en 1932) son otros tantos equivalentes de movimientos sedicio­sos de los militares, a quienes también se acusa de facciosos.

Donde más imagina­ción se derrochó fue en la articulación de palabras compuestas (a veces, con­tradictorias), como anar­cofascistas, anarcorrefor­mistas, anarcoburgués, socialtraidores, socialfas­cismo, socialenchufismo, fasciovaticanista, nacio­nalsindicalista, demago­gicosocialista, clericoce­rriles, monarquicotradi­cionalistas, ultrarreaccio­narios, etc., y hasta dos compuestos hilvanados, como cuando se califica el trotskismo de «tendencia socialdemócrata contra­rrevolucionaria».

Una invención ex nihilo de aquella época fue el término straperlo (más tarde estraperlo), nombre de un juego inventado por los señores Straus y Per­lo. Se aplicó a cualquier negocio fraudulento, y en la posguerra a la venta clandestina de artículos de primera necesidad so­metidos a racionamiento.

La palabra movimiento (a la que se añadió pronto el adjetivo nacional) sir­vió en un principio para evitar el uso de «partido», ya que la derecha fascis­toide quería enterrar los partidos políticos, como causantes de todos los males de la patria. Aun­que el Diccionario de la Real Academia daba como acepción de movi­miento «alteración o con­moción», el fundador de Falange insistía en rela­cionarlo con los partidos políticos. «El movimiento de hoy ‑decía en 1933‑, que no es partido, sino que es un movimiento casi podríamos decir de antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas». Al mo­vimiento van unidos el militarismo, «que propa­ga el ideal del honor», y el nacionalismo, que es un «movimiento nacional totalitario, esto es, enca­minado a dominar en la nación por completo».

Durante la guerra civil, y en los años inmediata­mente posteriores, se en­sañó el régimen triunfan­te con los vencidos, todos los cuales fueron califica­dos de rojos, disgregado­res, agitadores, contuma­ces detractores y fuerzas del mal. El adjetivo rojo se usó de varias formas, y las más frecuentes fueron vesania roja, milicianada roja y furia rojocomunis­ta.

El Nuevo Estado (re­cuérdese el Estado Novo portugués), que no es monarquía ni república, nace de la Cruzada (que es la forma de llamar a la guerra civil desde el cam­po de los vencedores) y se sustenta ideológicamente, como hemos dicho, en el Movimiento nacional. A menudo se habla también de Régimen. Al frente del Régimen está el Caudillo, que es, además, Jefe Na­cional del Movimiento y Generalísimo de los ejér­citos. Los tres pilares en que se asienta la demo­cracia orgánica son la fa­milia, el municipio y el sindicato. Los sindicatos son verticales; esto quiere decir que agrupan en una sola estructura ‑la Or­ganización sindical‑ a empresarios y trabajado­res. Con esto se pretendía haber resuelto la «lucha de », del mismo modo que el Movimiento terminaba con la división partidista de derechas e izquierdas. El politicastro es el líder de un partido, y se le llama también sal­timbanqui de la política. Los partidos merecieron, entre otros, estas deno­minaciones: cenáculos po­líticos, granjerías, tertu­lias de conspiración e in­vención bastarda.

 

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EJEMPLOS DE PALABRAS CLAVE DE ALGUNOS POLÍTICOS

En la etapa final de la dictadura franquista (muerto ya el dictador, pero sin haberse abierto el camino de la democra­cia) es muy representati­vo un discurso de Arias Navarro, presidente del gobierno, pronunciado el 28 de abril de 1976, cuyo análisis revela la menta­lidad de lo que quedaba de las etapas «gloriosas» del Movimiento Nacional y la incertidumbre del fu­turo. Algunas «grandes palabras» no aparecen ni una sola vez, como régi­men, adhesión, autentici­dad, cauces, fervoroso, in­condicional, organización, sacrificio, tradicional, Dios, Fuerzas Armadas, Movimiento, procurador, Iglesia... En cambio, se encadenan las palabras asustantes, como agita­ción, beligerante, conflic­to, demagógico, derrota, desconfianza, desespera­ción, desorientado, des­precio, destrucción, dis­crepancia, disensiones, disgregación, dolor, du­das, emergencia, equivo­cación, extremismo, incer­tidumbre, injusticia, in­movilismo, irreconciliable, maniobra, sangre, te­rrible, terrorismo, trai­ción, trampa, víctimas. Como contrapartida, la palabra pueblo es citada 28 veces, y el general Franco, bien sea por su nombre o como providen­te legislador, veterano ca­pitán o caudillo, aparece 8 veces.

En Francia se había publicado, por aquella época, un libro titulado 54.774 mots pour con­vaincre («54.774 palabras para convencer»), en el que se analizaba el len­guaje empleado en sus respectivas campañas por los dos candidatos a la elección presidencial de 1974, Giscard d'Estaing y François Mitterrand. Gis­card era capaz de pro­nunciar 193 palabras por minuto, mientras Mitte­rrand sólo llegaba a 157 (su forma de hablar siem­pre fue muy pausada). En cuanto a la riqueza del vocabulario, hay un em­pate, pues ambos utilizan 1.600 palabras diferentes. ¿Y cuáles son las más fre­cuentes? Aparte la pala­bra Francia, que Giscard utiliza 117 veces, las que más repite son:

República: 55 veces; Francesa: 53 veces; Francés: 52 veces; Presidente: 50 veces; Sociedad: 50 veces; Política: 46 veces; Trabajo: 43 veces.

Hay algunas coincidencias con Mitterrand, aunque también disparidades elocuentes:

Francés: 63 veces; Francia: 52 veces; Señor: 41 veces (en los debates, cuando se dirige a Giscard); Política: 35 veces; Vida: 26 veces; Trabajo: 25 veces.

Resulta también curioso observar qué palabras utiliza un candidato y el otro no:

Giscard: campaña, problemas, trabajadores (!), elección, cambio (!), cosas, igualdad, grupos, programa, seguridad.

Mitterrand: trabajo, precio, tiempo, hombres, izquierda, fuerzas, confianza, francos, pueblo.

Siete años más tarde, el análisis se hizo sobre los cuatro candidatos en la primera vuelta de las nuevas elecciones presidenciales. Giscard y Mitterrand se presentan de nuevo, y a ellos se unen Chirac y Marcháis (este último, secretario general del Partido Comunista francés). Un recuento de las palabras más utilizadas en sus intervenciones nos ofrece algunos curiosos resultados:

Giscard cita 19 veces a los jóvenes y 15 veces a la familia, cosa que no había hecho siete años antes. Mitterrand se vuelca con los asalariados, las instituciones y las personas mayores, que tampoco estaban en el primer plano de su vocabulario del año 1974. Y habla más veces de mujeres (19 veces) que Marcháis (12), Giscard (10) y Chirac (6). Sorprendentemente, Chirac habla más veces (12) de trabajadores que Marchais (10), Mitterrand (7) o Giscard (3). Si efectuáramos una extrapolación derecha-izquierda (o Giscard + Chirac, y Miterrand + Marcháis), nos daríamos cuenta de que, entre estos últimos, los términos más utilizados son paro, justicia, trabajo y mujeres; y, entre los primeros, jóvenes, vida, presente y seguridad.

 

En fechas más recientes (junio de 1997) se ha hecho un estudio similar, con los términos utilizados por los diferentes líderes políticos españoles durante un debate sobre el estado de la nación. Algunos de sus resultados fueron muy ilustrativos de las preocupaciones que albergaban las distintas fuerzas:

José M.° Aznar: esfuerzo: 29 veces; pacto, consenso, diálogo: 25; mejoras: 23; solidaridad: 16; trascendente: 11; positivo, beneficioso: 11.

Felipe González: apoyo, actitud constructiva: 29 veces; error, problema: 24; acuerdo: 19; gobierno: 21; oposición: 12; discrepancia: 11.

Julio Anguita: paro, empleo: 69 veces; fiscalidad, impuestos: 21; moneda única: 18; sector público: 13.

Es un ejercicio muy interesante observar con qué palabras se quiere «machacar» al auditorio, y también comparar cómo evoluciona cada personaje político en el transcurso de los años con sólo examinar su vocabulario. Pero un estudio de este tipo desbordaría, sin duda, los límites de este libro.

 

 

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EL LENGUAJE POLÍTICO DE NUESTRO TIEMPO

 

6.1 La alusión perifrástica o eufemismo

Quizá la figura gramatical que se lleva la palma entre todas las que adornan el vocabulario de los políticos sea la alusión perifrástica o eufemismo. Conste que el uso de esta figura no lo detentan en exclusiva los políticos, pues todos los seres humanos -unas veces por respeto al prójimo, otras por cobardía- practicamos el deporte de no llamar a las cosas por su nombre. A todos, en nuestra vida social, nos seducen los hechizos del eufemismo, que ya hacían las delicias de nuestros antepasados.

Quevedo, en La culta latiniparla. Catecismo de vocablos para instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas, nos dejó todo un repertorio de expresiones eufemísticas femeninas, de las que damos aquí una divertida muestra:

Para no decir «estoy con el mes» o «con la regla», se acordará de que las fiestas de guardar se escriben con letra colorada y dirá «estoy de guardar», y si el interlocutor es graduado dirá «tengo calendas púrpuras».

En las visitas no dirá «arrastra esa silla», que es ajusticiarla, dirá: «Aproxima requien sin temor a responsos»... No dirá «calzo o tengo pie pequeño», dirá: arengo pie lacónico» o «pie vizcaíno».

Por no decir «tengo ventosidades», dirá «tengo Eolos» o «zéfiros infectos». Pide el médico el pulso, u otra cosa alguna persona; no se ha de decir «tome vuestra merced» ni esa maldita voz se oiga en boca de hembra. «Tome» digan ellos; y la cultísima dirá «aprehenda» o «accipia».

Para decir «Tráeme dos huevos, quita las claras y trae las yemas» dirá: «Tráeme dos globos de la mujer del gallo, quita las no cultas y adereza el remanente pajizo»... Por no decir «antes es apretado de bolsa que dadivoso» dirá: «Vuestra merced antes es estítico de bolsa que diurético».

Moliére también satirizó a las mujeres que empleaban cultismos sin ton ni son en Les precieuses ridicules. Por ejemplo (diálogo de la criada Marotte con su señora Madelon):

Marotte. Ahí está un lacayo que pregunta si estáis en casa; dice que su amo desea venir a veros.

Madelon. Aprended, necia, a expresaros con menos vulgaridad; decid: «Ahí está un imprescindible que pregunta si os encontráis en adecuación de estar visible».

Antonio Machado reflejó eso mismo en su Juan de Maicena, que daba así su clase de Retórica y Poética:

Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».

El alumno escribe lo que se le dicta.

-Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.

El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».

Maicena: No está mal.

 

Algunos eufemismos que esmaltan la retórica oficial tienen su justificación no en el ánimo del administrador por dorarnos la píldora de sus disposiciones, sino en la propensión de los administrados a no querer escuchar las verdades duras. Así ha tenido un gran éxito el bautizo de Residencias de la tercera edad a lo que no hace muchos años eran Hogares del pensionista y antiguamente Asilos de ancianos. Estas dos palabras no le gustan a nadie, aunque, al cambiarlas, la ancianidad siga existiendo igual que antes. En el terreno de la salud, las denominaciones tienden a hacernos olvidar nuestros males: Residencia sanitaria o Centro hospitalario han sustituido a hospital, lo mismo que los Sanatorios antituberculosos pasaron a ser Sanatorios de enfermedades del tórax. ¡Qué duda cabe de que resulta más consolador estar enfermo del tórax que estar tuberculoso, aunque la enfermedad sea la misma!

En este capítulo de eufemismos médicos no puede faltar el que dulcificó la aparición de brotes de cólera con la expresión procesos diarreicos estivales o la intoxicación de la colza como una neumonía atípica. Ambos son ejemplos que han pasado a la historia de la imaginación que ha de echarle el político a sus calificativos para no alarmar al ciudadano. Lo que ocurre es que a veces el ciudadano genera anticuerpos frente al eufemismo invasor; tal cosa ocurrió con los reajustes en vez de subidas o alzas: al oír la palabra reajuste, el ciudadano se echaba a temblar... aunque fuera un verdadero reajuste. La administración reaccionó enseguida e inventó una preciosa expresión: ordenación de precios, acuñada por la llamada Comisión delegada de asuntos económicos en enero de 1973.

En el plano laboral, el vocablo salario ha sido adjetivado de diferentes maneras. Primero se habló de salario justo, pero esto se prestaba a múltiples interpretaciones, y entonces se acuñó el término salario suficiente. Como éste tampoco resultaba muy preciso, se estableció el salario familiar. Pero al ser la familia algo poco homogéneo, y además cambiante, se optó por salario vital, que vendría a adaptarse a las formas de vida de cada uno, mientras el salario mínimo cubriría sólo las necesidades más elementales. Por último, se llegó a una formulación suficientemente elástica y a la vez convincente: salario razonable. Con los contratos laborales que se establecieron a finales de los noventa a tiempo parcial, ha habido una evolución menos rebuscada, pero que no deja de ser interesante. Los sindicatos los bautizaron despectivamente como contratos basura, expresión que caló pronto en el público. La autoridad gubernativa correspondiente contraatacó con un tímido contratos no ordinarios, que por lo menos ha servido para los discursos y los documentos oficiales.

En tiempos no muy lejanos se sostuvo a ultranza que en nuestro país las huelgas no existían, y la misma palabra huelga fue proscrita del vocabulario gubernamental y periodístico. Los gobernantes pusieron tal interés en evitarla que se vieron obligados a inventar un sinfín de sucedáneos. De su alarde de imaginación han quedado estas muestras: conflictos colectivos, anormalidades laborales, inasistencias al trabajo, ausencias injustificadas, paros parciales, abandonos colectivos, paros voluntarios, irregularidades laborales, fricciones sociales... y muchas más. Todo con tal de evitar una palabra tan breve, simple y expresiva como huelga. Aunque lo más importante no son las palabras sino los hechos, como decía en 1974 la revista Cuadernos para el Diálogo:

Bien nos parece que se llame al pan, pan y a la huelga, huelga, que para empezar no está mal, pero mejor sería que además de llamar a la huelga por su nombre se reconociese jurídicamente su uso como legítimo medio de defensa de los intereses de los trabajadores.

En el terreno laboral, muchas empresas se agarraron a finales de los setenta a lo que se llamó entonces plan de incentivación de bajas voluntarias, lo que quería decir, más o menos, «empujón para echarlos a la calle».

En un mundo en el que se rozan la política, la judicatura, la psicología y, en definitiva, la vida -el de las prisiones, que en los años ochenta pasaron a ser instituciones penitenciarias, y así siguen-, hemos visto cómo, lo que era un preso, pasó a ser un recluso, para convertirse hoy en un interno. En realidad, se trata del mismo arquetipo humano, con el mismo problema básico -la falta de libertad-, pero que quizá se sienta más a gusto con su nuevo nombre. Algo similar ocurrió cuando a los negros empezó a llamárseles gentes de color o los retrasados pasaron a ser incapacitados, y después se transformaron en disminuidos y por último son personas que sufren alguna discapacidad mental. En algunas confrontaciones bélicas recientes, cuando ha habido víctimas civiles se ha dado la información de que se habían producido daños colaterales.

Algunos eufemismos son típicamente políticos. He aquí varios de los más caracterizados que han aparecido en nuestro país en los últimos treinta o cuarenta años:

Discrepancia (por «oposición»); relevo (por «cese»); cese (por «destitución»); incidentes (por «disturbios»); disturbios (por «sucesos», o la denominación de los mismos); defensa de la competencia (por «antimonopolio»); reajuste de la paridad (por «devaluación»); desaconsejar (por «prohibir», cuando existía la censura); órganos no jerarquizados (¿tal vez «órganos democráticos»?); renovación de los equipos de gobierno (por «crisis»).

Un pintoresco eufemismo leído en el artículo editorial de un periódico durante el franquismo: origen digital de un procurador (en vez de «procurador nombrado a dedo»).

Un acierto lingüístico procedente del Boletín Oficial del Estado que adquirió carta de naturaleza en las relaciones comerciales fue el canon de coincidencia (cantidad que pagaban las líneas de transporte por carretera por «coincidir» con los trazados del ferrocarril).

Y he aquí un eufemismo en grado superlativo: un modo insólito de llamar a la censura cinematográfica. Al finalizar el festival de San Sebastián del año 1971, el director del mismo declaró que las películas extranjeras no se podían exhibir en España porque «no eran idóneas para contrastarlas con las costumbres habituales del pueblo español». Este eufemismo tuvo que encantar a los censores de entonces, quienes en adelante podrían decir de una película, una obra de teatro o un libro, que «no es idóneo para contrastarlo con las costumbres habituales del pueblo español», en vez de la fórmula habitual de no aconsejar o desaconsejar su exhibición, representación o publicación.

No ha sido esta curiosa costumbre de llamar a las cosas de un modo rebuscado un fenómeno de otros tiempos. La retórica oficial llega a nuestros días cuando se denomina depósito de residuos sólidos urbanos a lo que siempre se llamó vertedero de basuras, y en consecuencia el delegado de limpieza es el jefe del área de eliminación de residuos sólidos urbanos, o a que el simple hecho de colocar unos columpios en un parque -como recuerda Antonio Burgos- se le llame la potenciación del mobiliario urbano a nivel lúdico en centros poblacionales periféricos. Un concejal madrileño ha llegado a llamar a las chabolas módulos horizontales de tipología especial. Aunque este ejemplo pueda parecer a algunos un tanto siniestro, hasta la misma organización terrorista ETA se agarra en sus comunicados a este clavo ardiendo de la expresión pomposa y vacua, y así ha llamado al secuestro de empresarios fórmula de aprovisionamiento necesaria para continuar la marcha del proceso revolucionario (escuchado en la Cadena SER, en noviembre de 1983). En los últimos tiempos se ha puesto de moda hablar de violencia de baja intensidad cuando se producen agresiones o ataques sin muertos, y más de un autor ha sugerido que deberíamos ser más francos y llamar a esos hechos terrorismo nacionalsocialista vasco.

El Vocabulario de Pangloss, nacido de una pomposa reunión internacional celebrada en 1978, nos confirma que ningún país y ninguna instancia están libres de disfraces lingüísticos. He aquí algunas muestras:

Estamos estudiando todas las posibilidades para tomar en el momento oportuno las medidas adecuadas ® No se hará nada; Amplio acuerdo ® Desacuerdo; Decisiones concretas ® Aspiraciones; Determinación ® Esperanza; Extensa discusión ® Cháchara; Franca y completa discusión ® Pelea; Atribuimos particular importancia a ® Nos sentimos obligados a mencionarlo; En principio... ® No; Será estudiado con el máximo interés ® Se le ha dado carpetazo; Toma nota de ® Descarta; Expresa su satisfacción ® Le asusta.

En una emisión de TF 3, en enero de 1981, se dijo: «Air Inter ha conseguido mantener el aumento de sus tarifas por debajo del aumento del coste de la vida», con lo que, en una primera impresión, parecía que las tarifas habían bajado. Y, por aquellos mismos días, en el Journal de Genéve podíamos leer: «Un centenar de personas se desplazaron hasta la prisión donde está encerrado el asesino para gritar slogans que pedían sobre todo su eliminación física». Una forma elegante de pedir la pena de muerte o de aplicar la ley del talión... Como también ha sido elegante en Francia la forma de sustituir la palabra aborto por las iniciales IVG: Interruption Volontaire de Grossese (interrupción voluntaria del embarazo).

 

6.2 La traslación  lingüística

La asimilación de una palabra a un problema provoca a menudo la traslación de la atención del problema a la palabra. Así, por ejemplo, cuando el cronista de Carlos V, Pedro Mexía, habló del demonio como causante de las luchas de las comunidades, hizo una traslación verbal para explicar algo que no interesaba explicar de otro modo, y la palabra demonio adquirió carta de naturaleza por esconder tras ella cualquier convulsión contra el poder constituido. He aquí la expresión de Mexía:

Dos años y medio avía, y aun no cavales, que el Emperador avía venido a estos reynos y governádolos por su persona y presencia, y los tenía en mucha tranquilidad, paz e justicia, guando el demonio, senbrador de cizañas, començó a alterar los pensamientos e voluntades de algunos pueblos y gentes; de tal manera que se levantaron después tempestades, y alborotos, y sediciones...

Poco más adelante, insiste: «Como digo, esto fue obra del demonio...».

La imagen tiene un trasfondo religioso, y no sólo porque el demonio es una figura religiosa, sino porque «endemoniado» era alguien que, además de echar espumarajos por la boca, blasfemaba y disparataba. Los políticos utilizan a veces a los demonios para acusarles de las inquietudes de sus súbditos. Nuestros demonios familiares fue una expresión corriente durante el franquismo, que pesaba como una amenaza -sin culpabilizar a nadie en concreto- sobre el pasado, el presente y sobre cualquier intento de modificar el futuro.

La expresión demonio, lo mismo que la de ene­migo (y sus plurales co­rrespondientes, como por ejemplo los enemigos se­culares de la patria), cau­san tal impacto en el áni­mo del pueblo silencioso y creyente que nadie se para a pensar en lo que tales palabras esconden. Es decir, las palabras subsumen su propio sig­nificado: ¿podrían definir­se los demonios, los ene­migos? Quizá sí, pero en realidad no hace falta, y basta con añadirles cali­ficativos (familiares, se­culares...). Son palabras categóricas, cuya expre­sividad anula la semán­tica.

Otro tanto ocurre con ciertos adjetivos, capaces de hacer más tolerable una situación dada. Du­rante años se habló mu­cho del problema endé­mico de la universidad. La palabra endémico pro­voca un efecto tranquili­zante en el ánimo. Pasa­ba igual con un adjetivo que fue famoso hace me­dio siglo: la pertinaz se­quía. Desde el momento en que la sequía es per­tinaz, ya resulta más di­gerible. Tanto pertinaz como endémico son adje­tivos que invitan a la re­signación. Esconden un fatalismo que escapa al dominio de los hombres: hemos de cargar con el sustantivo que conllevan (sequía, problema) como cargamos con nuestro propio cuerpo.

 

6.3 El adjetivo disuasivo

Hay otro tipo de adjetivos que cumplen una función parecida. En este caso, no resignativa, sino disua­siva. Su contundencia eclipsa todas las dudas, aunque no las resuelve. Así, por ejemplo, el adje­tivo irreversible (muy uti­lizado cuando se habla de la construcción de Euro­pa, o del proceso abierto de nuestra Constitución, o del desarrollo). Al sellar una cosa con la palabra irreversible ya no hace falta seguir insistiendo en ella. En prioridad lin­güística, irreversible es lo que no tiene vuelta de hoja, lo que no puede vol­ver al estado que tenía, y, por tanto, con que se diga una vez, basta. El paso de la infancia a la adul­tez, por ejemplo, es irre­versible: no se vuelve a ser niño cuando se ha de­jado de serlo. ¿A qué con­duciría, pues, repetirlo durante decenios? El mis­mo sentido tiene la apli­cación de adjetivos como incuestionable, consus­tancial, inquebrantable, inasequible, insoslayable, indeclinable. Todos ellos son tan rotundos que na­die se para a pensar en lo que quieren decir. Ésta es su principal virtud, y cumplen con creces la as­piración máxima del sig­no lingüístico: llegar a te­ner entidad al margen de su significado.

Alguno de ellos cuenta además con otra propie­dad: atraer a un sustan­tivo o a una frase adver­bial. Así se producen ‑en terminología de Choms­ky‑ las siguientes con­catenaciones:

Inquebrantable [adhesión] Inasequible [al desaliento] (Esta expresión tópica es gramaticalmente incorrecta, pues el significado de inase­quible es inalcanzable, incon­seguible.)

[deber] insoslayable turbios [manejos]

legítimas [aspiraciones]

[absolutamente] imprescin­dible

Esta concatenación tie­ne la peculiaridad de ser redundante, pues si algo es imprescindible ya lo es absolutamente. Se pro­duce el mismo fenómeno que con la tan usual ex­presión de los cronistas deportivos de que un es­tadio está «totalmente lleno». Si está lleno, lo está totalmente; si no, es que no está lleno. En 1982 declaraba a Radio Nacional José Antonio Segurado que su razona­miento era absolutamente indiscutible. Si ya es in­discutible, no se puede discutir, y no cabe que lo sea «absolutamente» ni mucho menos «relativamente». Otras variantes fueron emitidas por un dirigente de Comisiones Obreras en TVE un año más tarde: absolutamente inadmisible y absoluta­mente inaceptable. Como puede verse, la tendencia a remachar una idea con un adverbio inútil no es un invento de hoy en día.

[previsiones] sucesorias

(Concatenación que requiere otra cadena auxiliar: «cuan­do se cumplan las».)

vivas [muestras de lealtad, adhesión, afecto] (o las tres cosas a la vez)

[ley, estatuto, democracia]

orgánico, a

(Adjetivo que atrae a distin­tos sustantivos, pero a todos ellos la adjetivación les afec­ta de modo radical: éste es un caso típico de adjetivo do­minante del sustantivo.) mecanismo [institucional] (úsase más en plural)

incuria [liberal]

(El magnetismo del sustan­tivo ha sido tan grande, que ya no se conciben otras in­curias que no sean la liberal, aunque evidentemente las ha habido).

 

6.4 Derivaciones

Otro fenómeno característico del lenguaje político es la propensión a la derivación. Muchas palabras entran en el mercado de las transacciones verbales acompañadas de toda la parentela que la gramática llama «familia de palabras», o, en la terminología de Chomsky, son «procesos derivativos, productivos y cuasi productivos».

En la evolución de la terminología política se advierte la aparición de nuevos verbos que poco a poco generaron sus correspondientes sustantivos y/o adjetivos. He aquí algunos ejemplos: decantar, dinamitar, articular (ya existe articulación), reequilibrar, solapar (y solapado, con significados levemente distintos, el último peyorativo; solapar es esconder, disimular, disfrazar, meter debajo, y solapado es artero, zorro, perverso, venenoso).

Una muy característica derivación ha sido siempre, en política, el «ismo», que es un retorno de la forma adjetivada a la sustantivación (“triunfo à triunfal à triunfalismo”, “función à funcional à funcionalismo"...).

Aunque un «ismo» es la extensión de un ejercicio o una teoría, en política esa extensión desemboca en la dilución de su significado. Añadir afijos a un núcleo es una operación, más que de condensación, de enmascaramiento. Lo que da al lenguaje político ese aspecto barroco y frondoso «para iniciados» es precisamente el ropaje de prefijos y sufijos que alteran el significado primitivo de una palabra (aumentándolo, disminuyéndolo, remachándolo, invirtiéndolo, etc.): para moverse por la fraseología política hay que ir desnudando las palabras de sus añadidos, quitarles hojas como a las alcachofas, para comerse el meollo (cuando lo tienen: que muchas veces -como señala Gonzalo Martín Vivaldi al analizar lo que él llama «lenguaje funcional»- nos encontramos solamente con la vaciedad más absoluta, con la nada).

Algunos «ismos» a los que tan propensos son nuestros oradores proceden de la efervescencia liberal y revolucionaria del siglo XIX, el siglo que vio nacer, precisamente, el liberalismo y el socialismo. Y junto a éstos, camparon por todas las polémicas periodísticas y tribunicias capitalismo, colectivismo, comunismo, constitucionalismo, doctrinarismo, dogmatismo, fanatismo, federalismo, krausismo, mesianismo, militarismo, nepotismo, oscurantismo, parasitismo, parlamentarismo, progresismo, proletarismo, proteccionismo, radicalismo, republicanismo y tradicionalismo (la mayoría de ellas con su correspondiente terminación personalizada en «ista» o en «ico»: socialista, dogmático.. J.

En tiempos recientes han aparecido otros «ismos», al calor de algunas actitudes o posturas políticas. Juan Marichal cita el neotacitismo (no hay que olvidar que «Tácito» fue el seudónimo adoptado por un grupo de ideólogos afines a la democracia cristiana), el funcionalismo y el neoaforismo de Tierno Galván (para quien «había que actuar aforísticamente», y que dictó en su Seminario de Derecho Político de Salamanca, en 1955, Doce tesis sobre el funcionalismo europeo) o el historicismo pactista o neoposibilista, referido a la actitud de los republicanos ante la restauración borbónica efectuada tras la muerte de Franco.

 

6.5 Secuencias

Llamamos secuencias a los «estiramientos» de una palabra-base, para enmascararla, retorcerla o simplemente complicarla. En un primer estadio, la práctica del lenguaje conduce por sí misma a la generación de un verbo a partir de un sustantivo, o de un sustantivo a partir de un verbo. Pero el afán de seguir verbalizando o sustantivizando conduce a la clase política al barroquismo lingüístico que todos conocemos.

He aquí algunos ejemplos:

Respecto al término institucionalización aplicado a los asuntos culturales escribió, en 1983, José Luis Aranguren un artículo en el que leemos:

Debemos precisar el diferente sentido de las palabras institución e institucionalización... El filósofo Jacques Derrida afirmó, con razón, que vivimos humanamente entre instituciones y que el lenguaje mismo, gracias al cual nos comunicamos, es una de ellas. Pero si es verdad aquello de que «lo que permanece, los poetas lo fundan», ¿diríamos por ello que su fundación lleva a cabo su institucionalización? No. Lo que se funda o instituye no es organizatorio ni, por ende, tiene nada de burocrático. Lo que se institucionaliza, sí. Probablemente, junto a las instituciones, en y de las que vivimos, necesitamos -acaso como un mal inevitable- las institucionalizaciones.

Al margen de la ironía que destila esta cita, no podemos dejar de lado la carga lexicológica que lleva latente.

Del mismo modo que los afijos incorporaban ambigüedad a los conceptos, el añadido de secuencias o subcadenas a la cadena o construcción principal introduce variaciones a veces sustanciales en su significado. Un caso típico es el de la clásica expresión contraste de pareceres, que sufrió durante las postrimerías del franquismo diversas «matizaciones», a base de combinar nuevos elementos a sus componentes (el análisis de esta evolución es un verdadero tratado de teoría política de los años setenta):

«Legítimo contraste de pareceres»

(Antes no había más que un contraste de pareceres, y ahora parece ser que lo hay legítimo e ilegítimo; el ilegítimo ¿no es un verdadero contraste de pareceres? Y si no lo es, ¿qué es?)

«Concurrencia de pareceres» (Se ha traído un elemento de otra secuencia clásica, con una gran habilidad: los pareceres tienen que ser concurrentes y no divergentes.)

«Ordenada concurrencia de criterios»

(Se supone que puede haber otros criterios que, aun sien­do concurrentes, sean desor­denados.)

«Contraste de nuestras con­vicciones»

(Ahora ya sólo se trata de contrastar las convicciones, que, por el hecho de ser tales convicciones, son algo proba­do y fijo, sin diferenciación posible)

Otras expresiones con elementos añadidos son:

«Correcta institucionalización del futuro»

(Hay otra que no es correcta. Por tanto, institucionalizar el futuro, sin más, ya no es un objetivo en sí mismo, pues si se institucionaliza in­correctamente es peor que cruzarse de brazos y dejar, remedando a Unamuno, «que institucionalicen ellos».)

«Libertad ordenada de opi­nión»

(La libertad de opinión tam­poco es un fin en sí mismo, pues puede ser desordenada, y en ese caso es menos arriesgado ‑en un régimen totalitario‑ olvidarse de ella, y santas pascuas)

«Razonable nivel de contes­tación»

(La «contestación», tal como se entiende en el mundo, no admite niveles, ni tampoco, por supuesto, admite la prueba de la racionabilidad) «Autentificar las institucio­nes»

(Las instituciones, sin más, no son plenamente fiables; hay que «autentificarlas».)

«Estricta fidelidad»

(Hay otra, que puede permi­tirse algunos devaneos)

«Límites estrictamente esen­ciales»

«Preocupación ampliamente desarrollada»

Y así sucesivamente.

 

6.6 Las anfibologías

Además de en tropismos, es rico el lenguaje político en anfibologías o ambi­güedades. Ya hemos di­cho que la aplicación de afijos era uno de tantos modos de disfrazar con­ceptos.

La genuina ambigüe­dad se da cuando los con­ceptos son equívocos en sí mismos, o de definición imprecisa. El escamoteo es a veces tan perfecto que las expresiones anfi­bológicas se utilizan por doquier, sin que nadie se pregunte qué quieren de­cir exactamente. Algunas de esas expresiones cum­bre, ensalada tópica de todo menú político, son:

Las reglas del juego

(Todo el mundo habla de ellas, pero nadie dice cuáles son.)

El marco

(«Institucional», o «en el que se inscribe la ordenación de la convivencia» o «de nues­tras relaciones con otros paí­ses». En cualquier caso, no se ha descrito nunca ese marco, que en ocasiones puede ser sustituido por el cuadro, se supone que en el sentido de «cuadrado» y no en el de pin­tura, pues en este caso el «cuadro institucional» y el «marco institucional» serían cosas distintas, y no lo son: se utilizan ambas expresio­nes con el mismo significa­do)

Las familias políticas

(Como nadie lleva un regis­tro de su empadronamiento, pueden ser compuestas, sal­vo extremas exclusiones, al gusto de cada cual.)

Cauces

(Abrir cauces, cerrar cauces, cauces existentes, cauces previstos «de participación», se añadía en la época pre‑de­mocrática, cuando no existía la participación lisa y llana.) El área o las áreas

(De la legalidad vigente de la representatividad.)

Posicionar

(«El ministro de Sanidad se ha posicionado hoy en favor de incentivar las ayudas a la atención sanitaria...»: en Te­lemadrid, 27‑1‑97.)

 

6.7 El esoterismo

Muy cerca de la anfibolo­gía, o tendencia a la am­bigüedad, está el esoteris­mo, o tendencia al enig­ma. Hemos visto cómo la expresión se adorna para camuflarse (ardid muy ló­gico cuando el político no quiere o no puede com­prometerse con expresio­nes claras); ahora vere­mos la expresión difícil­mente inteligible, fuera del lenguaje usual, rebus­cada, oscurantista. Hace bastantes años se intro­dujo de modo fulminante en la oratoria política el

vocablo contubernio. De su mismo corte son estos otros, que han circulado 0 circulan todavía entre po­líticos y comentaristas:

Sinarquía

Involución (Neologismo que expresa un estado contrario a evolución, pero diferente a inmovilismo o a retrogradismo.)

Partitocrático, partitocracia

(También se ha escrito par­tidocracia)

Carioquinesis partitocrática

(Expresión que sirvió para insultar de un modo supues­tamente fino a quienes de­fendían ‑en torno a 1970­ los partidos políticos, en vez de decir que chocheaban)

Fraseología

Solidaridades desplegadas

(Ejemplo de fraseología)

Hay políticos y, sobre todo, teóricos de la cien­cia política, que se carac­terizan por su cultivo del lenguaje sibilino, y que son maestros en la utili­zación de diversas figuras gramaticales: la dilogía o disemia (equívoco), el én­fasis (dar a entender más de lo que se dice), la eu­fonía (bella sonoridad), la hipérbole (exageración), el hipérbaton (alteración del orden lógico de las pa­labras), la perífrasis (va­rias palabras por lo que podría expresarse con una), etc.

 

6.8 Acentuación y partición sintáctica

Una característica fonéti­ca del lenguaje político es el artificio de reforzar un concepto por medio de una acentuación folclóri­camente inadecuada. El resultado, desde el punto de vista teatral, es tan tragicómico como el de los malos actores que, para dar mayor fuerza y vero­similitud (?) a sus senti­mientos, los sazonaban con un énfasis silábico de su propia cosecha.

En el campo político hemos recogido algunos ejemplos:

...será ínevitable ... ...para íncidir en la tránsfor­mación y la módernización de la négociación laboral ... ...fávorecer la réactivación dé la inversión ... ...pára lograr...  Cáusalidad. Témporalidad (en el empleo) . ...su répercusión inmediata ... ...én estas circunstancias ... ...la cónsolidación ... ...cumplir sú promesa ... ...que vóluntariamente quie­ren ... ...nuestra párticipación...

Algunas palabras, pues­tas en boca de políticos, han adelantado su acen­tuación hasta la primera sílaba, como por ejemplo cónvertibilidad, cómpeti­tividad, cúlpabilizar, dés­consideración, répresen­tación, résponsabilidad, etc. Observamos que to­das ellas están compues­tas de al menos cinco sí­labas, y quizá su exten­sión invita a acentuarlas dóblemente.

La verdad es que este baile de acentos nos re­cuerda los espectáculos circenses, en los que el presentador anuncia el próximo número con pa­rrafadas como:

«...y a continuación les pré­sentamos, séñoras y séñores, a la átracción múndial, que ha triunfado en los máyores éscenarios del mundo...»

La partición sintáctica consiste en cortar las fra­ses por el lugar menos adecuado sintácticamente (por ejemplo, en el punto de inflexión de una con­junción copulativa), unas veces con objeto de pro­vocar un artificioso «sus­pense», y otras, simple­mente, porque no se sabe qué decir o porque quien utiliza un texto escrito no sabe de qué trata lo que está leyendo.

Posiblemente todos es­tos factores inciden en la pintoresca forma de leer los discursos de algunos personajes de alta alcur­nia, quienes inexplicable­mente cobran aliento en los pasajes donde no de­berían. Por ejemplo:

«Un mundo en el que es­tén/debidamente representa­dos/los diferentes pueblos...»

«Es un método/del pasado algo que no tiene/nada que ver con la situación/que hoy vivimos».

«El panorama/es claramen­te más/despejado que en otros tiempos».

«Esta visita no puede/ser­vir para que se acuse/al Gobierno de radicalizar/su men­saje».

 

6.9 La terminación ‑izar en los verbos de moda

Aurelio Arteta llama «moda archisílaba» o «re­quetesilábica» al alarga­miento de las palabras con el añadido de alguna sílaba superflua, y pone como ejemplos ejercitar, en lugar de ejercer, com­plementar por completar, cumplimentar por cum­plir, señalizar por señalar (éste lo hemos incluido en nuestras secuencias), me­todología por método, o problemática por proble­ma (este último se «re­quetesilabiza» al usarse el verbo problematizar).

Algunos alargamientos que escuchamos o leemos a diario han demostrado y demuestran su perfecta inutilidad. Así por ejem­plo, nadie sabe qué dife­rencia existe entre el ver­bo concretar y el verbo concretizar, preferido por la clase política. 0 entre conectar y conexionar.

Ha de reconocerse que en los discursos y escritos del siglo XIX ya aparecie­ron algunas palabras con esa terminación que son hoy de uso corriente, como desamortizar, cen­tralizar y descentralizar.

En una floritura de su pluma garbosa, Xavier Domingo se inventó su

propio verbo cuando lo hi­cieron miembro de la Academia de Gastrono­mía: «...la medallita que me dieron por academi­zarme...», dijo.

Que sepamos, este in­vento de verbo acabado en ‑izar no ha prendido en el habla usual de in­telectuales y políticos, pero no ocurre lo mismo con otros muchos que se generan a diario y bom­bardean nuestros oídos desde las emisoras de ra­dio y televisión.

Algunos de estos verbos son derivaciones de otros existentes, como hemos señalado al citar el uso frecuente de concretizar por concretar. Algunos otros son creaciones a partir de un sustantivo 0 un adjetivo, como es el caso de criminalizar (que viene a ser «acusar de un crimen a alguien», aun­que la palabra correcta sería incriminar).

Lo que ocurre con las palabras nuevas es que enseguida amplían su campo semántico, y así se puede criminalizar todo: no sólo una actitud cri­minal, sino la simple sos­pecha o rumor, o el co­mentario aparecido en un periódico.

He aquí algunos ejem­plos de sustantivos que han dado origen a un ver­bo terminado en ‑izar. Al­gunos son verdaderas jo­yas:

Sectorializar. Escuchado a un dirigente sindical en 1983: «...apoyo secto­rializado...». No parece que en este caso el autor de la frase haya querido decir otra cosa que «un apoyo prestado sector a sector», o «por sectores».

Maximizar, minimizar («Al final de 1983 noso­tros tenemos que tener la seguridad de que cada una de las empresas o ha maximizado beneficios o ha minimizado pérdidas»: expresión de Carlos Sol­chaga). Posteriormente ha aparecido maximali­zar, probablemente por influencia contagiosa de «maximalismo».

Absolutizar. Este «dis­parate» apareció en un artículo de un obispo, Al­berto Infesta: «...actitud loable y siempre necesa­ria, pero que no puede absolutizarse...». (¿Quiso decir «generalizarse»? ¿0 quizá pensaba realmente en lo absoluto?)

Flexibilizar (las planti­llas, es decir, echar a un número indeterminado de personas a la calle).

Centralizar, descentra­lizar (determinados ser­vicios).

Judicializar, desjudi­cializar. En un principio ‑a primeros de los ochenta‑ se empleó como término de reflexión económico‑laboral (así, en junio de 1983 se escribía en una revista de infor­mación política: «La idea es desjudicializar los despidos por causas econó­micas», una idea que tie­ne su intríngulis, pues ca­torce años más tarde to­davía han de pasar por el juzgado dichos despidos). Posteriormente, y debido a las múltiples interfe­rencias del poder político en el judicial y viceversa, se insistió en que la polí­tica estaba «judicializa­da» y la judicatura «poli­tizada». A partir del mo­mento en que se acusa a los políticos de «politizar» el mundo de la justicia (haciendo nombramientos de tipo político en el Con­sejo del Poder Judicial, o en la Fiscalía General del Estado), aquéllos con­traatacan acusando a los jueces de judicializar la vida política por la mul­titud de procesos en los que se implica a gober­nantes y legisladores, y por la repercusión de las decisiones de jueces y magistrados en los me­dios de comunicación. En nuestros tiempos se afir­ma que la judicialización impregna toda la vida na­cional.

Penalizar, despenali­zar. Cuando se habla de despenalizar algo, en el noventa por ciento de los casos se trata del aborto.

Potencializar. No está muy clara la diferencia con «potenciar». Quizá al alargar la palabra, se in­troduce un elemento de interrogación o duda.

Desnuclearizar. Ha tenido una aplicación inter­nacional, con especial in­cidencia en las políticas de armamento de las antiguas potencias del Este. Pero también ha co­brado relevancia en nues­tro país cuando deter­minadas zonas se han opuesto a la construcción de cementerios para en­terrar residuos nucleares. Funcionarizar, funcio­narización. Escuchado por vez primera a una di­putada del partido comu­nista en Radio Nacional, referido a los profesores no numerarios, cumple al pie de la letra los as­pectos «burocratizadores» que Aranguren veía en el verbo «institucionalizar». Se trata de convertir a ciertos profesores en fun­cionarios, cosa que en la faceta laboral se consi­guió, aunque no sabemos cuántos de ellos se «fun­cionarizaron» en sentido peyorativo. Más tarde se ha extendido a todos los funcionarios, y así, en un titular publicado a finales de diciembre de 1998 lee­mos: «Convocadas 10.500 plazas de funcionariza­ción». En el texto se dice, simplemente, que el BOE (Boletín Oficial del Esta­do) ha convocado ese nú­mero de plazas para la Administración pública, con el añadido de que así «se sigue la línea de ra­cionalización y homoge­neización del régimen jurídico de los empleados públicos».

Enfatizar. De uso pri­mero restringido y pedan­tesco, y luego extendidí­simo en los noventa. La Real Academia lo admitió en 1975, con la contrarie­dad de quien sería quince años más tarde director de la Docta Casa, que lo tachó de innecesario an­glicismo. Para colmo, se perdió el sentido de afec­tación que tiene «énfasis» (un tono «enfático» siem­pre ha sido un tono en­golado), y ahora se «en­fatiza» para dar relieve a una afirmación, para re­calcarla, para hacer hin­capié.

Instrumentalizar (de instrumento, instrumen­tar). En una ocasión, Ni­colás Redondo afirmaba: «Me preocupa que haya intención en el PSOE de instrumentalizar a UGT...», mientras en una revista se acusaba a Ga­raicoetxea de «instrumen­talizar los actos ajenos de violencia». En junio de 1997, Javier Pradera uti­liza (sin cursiva) un ad­jetivo derivado de ese verbo: «...esa estrategia instrumentalizadora del ministerio fiscal por el gobierno». De esa cons­trucción sintáctica poco ortodoxa en nuestra len­gua se deduce que el go­bierno utiliza al ministe­rio fiscal como instru­mento de sus intenciones o decisiones.

 

Desmetaforizar, desme­taforización (un término que encontramos en el li­bro que Felipe Mellizo de­dicó al lenguaje de los po­líticos). Hay que suponer que existe metaforizar, metaforización.

Dramatizar, desdrama­tizar. Utilízase más este último («hay que desdra­matizar la situación»).

Legalizar, deslegalizar, ilegalizar. Aquí se esta­blecen sutiles compara­ciones con legitimar, des­legitimar, ilegitimar, es­tudiadas por Lázaro Ca­rreter, quien prefiere es­tas últimas, aun recono­ciendo que hay matices diferenciadores... y que, además, deslegitimar no ha recibido todavía el placet de la Academia.

Contextualizar, descon­textualizar. Estos dos ver­bos (muy usuales, sobre todo el segundo, entre po­líticos en activo) se supo­ne que quieren decir «in­troducir dentro del con­texto» y «sacar fuera del contexto», respectivamen­te. Una muestra: Carlos Mª López escribe que «...esto no se puede des­contextualizar de la cam­paña electoral y de la es­trategia actual de Herri Batasuna».

Objetivizar (por objeti­var).

Concretizar (por concre­tar). El uso extendidísimo de este verbo parece de­berse sólo a que quien lo usa se cree por ese hecho más culto o más moder­no, pues no hay diferen­cia alguna de significado entre el verbo correcto y el incorrecto.

Culpabilizar (por cul­par). Aquí, en cambio, hay un matiz diferencia­dor claro: si se culpa a una persona se confirma aquello de lo que ha sido acusada. En cambio, cuando se culpabiliza a alguien, se sobreentiende que la acusación es gra­tuita e injustificada, es decir, en términos vulga­res, se le está «cargando el muerto» de algo.

Ideologizar, ideologiza­do. Es un término positi­vo, pues se considera que el individuo capaz de po­seer una ideología posee, a la vez, un instrumento de juicio. Desideologizar sería, pues, lavar los ce­rebros a través de la eli­minación de las ideolo­gías. Además de citar a celos desideologizados del PSOE», López Agudín, en un artículo publicado en noviembre de 1996, se en­cabalga en ese término para concluir que existe «la amenaza de la carga sobredesideologizadora», con lo que bate todos los récords de lo que Arteta llama «la expresión archi­silábica».

Liderizar (por liderar). Ha sido citado por Lázaro Carreter, pero no hemos encontrado ninguna refe­rencia. Hay que consi­derarlo tan disparatado como decir cultivizar por cultivar, mezclarizar por mezclar, mercaderizar por mercadear..., o dis­paratizar por disparatar.

Priorizar (por «dar prioridad»). En fechas re­cientes, y con relación a una gramínea que está invadiendo las islas Ca­narias, el viceconsejero del Medio Ambiente afir­mó que había que «prio­rizar las actuaciones para su erradicación». Lázaro Carreter contaba, ya en 1993, que un ministro re­cién nombrado había de­clarado campechanamen­te a la prensa: «A la vista del presupuesto, ya veré qué priorizo», en vez de «a qué concedo o doy pre­ferencia».

 

6.10 Metáforas

Es muy interesante ana­lizar el componente me­tafórico del lenguaje polí­tico. Ya en el siglo xix, y para evitar mencionar la palabra «partidos», se recurrió al léxico religio­so (y de ahí, creencias políticas, o credo político, comunión...) o al terreno bélico (como bandera, huestes o falanges), donde ya se había instalado con fuerza la lucha electoral. Otras formas más neu­tras de sustituir la pala­bra «partidos» fueron, a partir de mediados de si­glo, campo, color y matiz.

Las agrupaciones obre­ras, que se negaban a to­mar el nombre de parti­dos, se decantaron por liga, sociedad o asocia­ción. Con matiz peyorati­vo se utilizaron las pala­bras facción, camarilla, pandilla, conciliábulo y familia, esta última con el significado de «agru­pamiento por afinidades políticas sin originar una disciplina».

Citábamos en el capí­tulo 3 los modos que uti­lizaban los combatientes de la Primera Guerra Mundial para nombrar bélicamente a lo más de­licado de una mujer, y para nombrar femenina­mente los más destructi­vos artefactos bélicos. Al­gunas expresiones fulgu­rantes se han cubierto de polvo en las hemerotecas o se han extraviado en el esplendor floral de una novela de genio.

Otras, en cambio, de nacimiento más modesto, han perdurado en el ha­bla de la gente. En Es­paña tuvo su origen la expresión quinta columna (y, por extensión, quinta­columnista), adoptada con entusiasmo por otras lenguas (el francés y el inglés, por ejemplo). (qui­zá pocos lectores jóvenes hayan oído hablar del ge­neral Queipo de Llano, creador de ese término y de un modo sutil de so­cavar la moral del adver­sario: la utilización de la radiodifusión. Desde su emisora de Sevilla, en los primeros meses de la guerra civil, inventaba fantásticas victorias y ex­tendió el bulo de que en el frente de Madrid ope­raba, además de las cua­tro columnas del «ejército nacional», una «quinta co­lumna» que se encontra­ba ya en el interior de la capital.

Un comentarista políti­co del siglo xIx definía los partidos políticos como «vientos encontrados que arrastran las nubes polí­ticas por el horizonte de la nación, hasta que a fuerza de comunicarles electricidad promueven con frecuencia furiosas tempestades». Como se ve, una definición meta­fórica que conserva en nuestros días su plena validez.

Cuenta Migliorni el ori­gen de la palabra «satéli­te», que tomó Kepler del latín satelles, satellitis, «guardián, acompañan­te», para designar un cuerpo celeste que giraba en torno a un planeta. En tiempos recientes se acu­ñó la expresión países sa­télites para los que gira­ban en la órbita de Mos­cú, como una metáfora de la Luna que gira en torno a la Tierra, lo que a su vez es una metáfora de «guardián, acompañante».

La palabra francesa ca­deau (que hoy significa, como todo el mundo sabe, regalo), procede del pro­venzal, y en el siglo XV quería decir «letra ma­yúscula». Su evolución a lo largo de tres siglos y medio fue la siguiente: le­tra mayúscula à trazos caligráficos à palabras superfluas empleadas co­mo meros adornos à en­tretenimiento, diversión (hacia una dama) à pre­sente, obsequio, regalo.

Del mismo modo que cadeau ha cruzado la frontera de la insignifi­cancia para instalarse en la redonda madurez, con el paso del tiempo hay otras palabras cuyo sig­nificado ha ido adquirien­do un tinte positivo, y lo que era un insulto ha pa­sado a ser un halago. El adjetivo inglés nice (ama­ble) fue en un principio un derivado del latín nes­cius (ignorante, de donde también procede necio). Su evolución, desde Sha­kespeare hasta hoy, ha sido la siguiente: ignoran­te à insignificante, tri­vial à fastidioso à delicado à agradable, delicioso (en el siglo XVIII) benévolo, considera­do (en el siglo XIX) à amable con los demás (si­glo XX y, muy probable­mente, XXI).

 

6.11 Símbolos, lemas y reiteraciones

Algunos autores hablan de «mitología de los gestos y las expresiones» y otros, como Felipe Melli­zo, simplemente de feti­ches. Él distingue cinco tipos de símbolos:

1. Los literarios, tan fre­cuentes entre los poetas fas­cistas, aunque han aspirado a ellos toda clase de pensa­dores, desde La propiedad es un robo, de Proudhon, hasta La santa transición, de Um­bral, pasando por el Super­hombre de Nietzsche, el Vi­vere pericolosamente del fas­cismo italiano, EL cuarto po­der, de Burke, Sangre, sudor y lágrimas, de Churchill, o Delenda est Monarchia, de Ortega y Gasset.

2. Los sentimentales ‑pa­labra que podría ser sustitui­da por pasionales, pues ema­nan de la multitud enfervo­rizada‑ son los vítores a los caudillos ‑como Heil Hitler, o Duce, Duce, Duce, o XXX, amigo, el pueblo está conti­go‑, o las expresiones pa­trióticas, como Santiago y cierra España, No pasarán, El Alcázar no se rinde, Pa­tria o muerte, ¡venceremos!, etc.

3. Los doctrinales, que condensan un proyecto polí­tico, como fue en su momen­to el revolucionario Libertad, Igualdad, Fraternidad, o el lema carlista Dios, Patria, Rey, o América para los ame­ricanos, de Monroe, o Cons­titución o muerte, de los constitucionalistas del siglo XIX, o los objetivos políticos modernos, como la Nueva frontera, de Kennedy, o la Europa de las patrias que popularizó De Gaulle.

4. Los técnicos, entre los que se incluyen las denomi­naciones de organismos supranacionales y de Estados (Unión de Repúblicas Socia­listas Soviéticas, Unión In­dia, British Commonwealth, República Democrática Ale­mana, etc.).

5. Los populares, que com­prenden todas las expresio­nes que a lo largo de la his­toria se han aplicado a las diferentes comunidades geo­gráficas o políticas: La piel de toro (península Ibérica), L'Hexagone (Francia), el Im­perio del Sol Naciente (Ja­pón), la Pérfida Albión (In­glaterra), las dos Españas, etc. Algunos adjetivos tópicos podrían incluirse en esta ca­tegoría, como dulce Francia, verde Irlanda, mártir Polo­nia, etc.

En las pintadas pari­sienses de mayo del 68 encontramos un vivero de imágenes que nos dan el perfil de una actitud po­lítica florecida, como co­rresponde el mes prima­veral en que se escribie­ron. He aquí algunas muestras: «Las paredes tienen oídos; vuestros oí­dos tienen paredes»; «Bajo los adoquines está la playa...»; «La revolu­ción es increíble, porque es verdad»; «Corre, ca­marada, el viejo mundo corre tras de ti»; «El mie­do al color rojo que se quede para las bestias con cuernos»; «Violad a vuestra Alma Máter», etc.

 

6.12 Prefijos

El prefijo re‑. Es uno de los más frecuentes en español, y sobre él se han abalanzado los amantes de la oratoria resonante. En la mayoría de los ca­sos su uso se justifica por la necesidad de introducir un elemento innovador, sustitutorio de otro que ha resultado ineficaz, pero en ocasiones su em­pleo es exclusivo, sin pre­cedentes.

Entre los primeros po­dríamos citar:

Reconducir (una situación que se ha salido de madre, como por ejemplo «las extre­mosidades regionales»).

Reindustriadización (ha ha­bido ya una industrialización que no ha surtido los efectos deseados o que no se ha aco­modado a los avances técni­cos). En la famosa carta que el 1 de diciembre de 1993 di­rigió Julio Anguita al enton­ces presidente Felipe Gonzá­lez, se lee: «Bajo la bandera de la palabra modernidad, usted acometía un proceso de reconversión industrial, sin una perspectiva de reindus­trialización...».

Reprivatización (de las em­presas, que fueron en otros tiempos privadas, que luego pasaron a manos públicas y que ahora se trata de devol­ver al sector privado. Así ocurrió con las pertenecien­tes al grupo Rumasa. Si fue­ra sólo privatización, hay que suponer que las empresas ya nacieron públicas, como pue­de ser el caso de la banca ofi­cial o de los productos ener­géticos).

Reestructuración (también en este caso se da por hecho que lo que se reestructu­ra había sido estructurado ‑aunque quizá deficiente­mente‑ antes).

Entre los segundos (es decir, los que no han na­cido como rebote de una situación previa), he aquí algunos de los más usua­les:

Recolocar (a los trabajado­res. En este caso, los traba­jadores no estaban colocados antes).

Reciclar, reciclaje (de de­terminados productos, de de­terminadas personas: nadie diría que antes estaban «ci­clados», pues el verbo ciclar no existe).

Reajuste (de precios, de plantillas; aunque existe la palabra «ajuste», no es ima­ginable que los precios o las plantillas estuvieran ajusta­dos, pues en ese caso no ha­bría necesidad de reajustar­los).

Reconversión (industrial; ¿estaba, por azar, la indus­tria «convertida»? Lo único que sabemos es que la fa­mosa reconversión de 1983 costó 200.000 puestos de tra­bajo, y que nació con ella el «subcoeficiente de inversión obligatoria», palabra nacida de la adición de otra partí­cula, en este caso sub‑).

Relanzamiento (de la eco­nomía. Tampoco en este caso se trata de «lanzarla otra vez», pues si estaba lanzada no había necesidad de tal despilfarro de energías).

Recomponer (plantillas: ¿cuándo estaban compues­tas?).

El prefijo des‑. Toda pa­labra tiene su contraria: unas veces porque existe un antónimo, y otras por­que le añadimos una par­tícula que invierte su sig­nificado (des‑ayunar, des­memoriado, des‑ilusión, des‑esperanza, des‑andar, des‑decir, des‑contento, des‑amor ..). El dicciona­rio está plagado de ejem­plos, y, por si fueran po­cos, la habilidad o la ar­bitrariedad de los políti­cos nos han legado unos cuantos más. En este tipo de argot, el prefijo des ­puede utilizarse tanto para decir lo contrario como para salirse por la tangente. Veamos algu­nos casos:

Desafiliación (sindical: en cierto modo sí es lo contrario de afiliarse a un sindicato, pero se usa más bien como sustitutivo de «darse de baja»).

Desincentivar no es lo con­trario de incentivar, sino una especie de pasividad o apatía que acaba por desmoralizar a los destinatarios del incen­tivo (ciudadanos, empresas, promotores, etc.).

Descentralizar no es lo con­trario de centralizar, sino un aflojamiento de las riendas que «centrifugan» las tenden­cias periféricas a la disper­sión. Notemos que hace más de cien años ya existían pe­leas verbales por el uso de los términos descentralizar, descentralización y descen­tralizados. También entonces se puso de moda hablar de desgobierno, como sinónimo de «desorden y trastorno so­cial».

Descrispar ha sido una consecuencia de la alarma producida por la «crispación de la vida política».

Desdramatizar, así mismo, no es convertir la represen­tación en una comedia, sino suavizar las tensiones y los conflictos que eclosionan en el seno de las tragedias.

Desempleado (sustituye a «parado»). Leamos un párra­fo aleccionador, aparecido en junio de 1983: «La proyección sobre la actividad auxiliar de estos puestos de trabajo di­rectos perdidos se sitúa en una cifra próxima a 200.000, resultantes de multiplicar la cifra de desempleados direc­tos por el coeficiente de pues­tos inducidos que se pierden cuando en determinadas em­presas básicas se recompo­nen plantillas». Imaginamos que los «inducidos» sintieron un escalofrío al leer este te­nebroso párrafo.

Desconvocar, desconvocato­ria: «Las últimas noticias ha­blan de una probable descon­vocatoria de la huelga...». ¿Cuántas veces hemos oído conjugar el verbo desconvo­car?

Descontextualizar. Sacar de contexto.

Desinhibitorio. Documento o declaración por el que al­guien no se inhibe en un asunto legal.

Destabuizar hace referen­cia a la eliminación de ta­búes.

Ultra‑, neo‑, anti‑. En los orígenes de ultra está nada menos que el Im­perio romano, que llamó ultramontanos a cuantos estaban «más allá de los montes», es decir, más allá de la cordillera de los Alpes. A partir de ahí, ha sido un prefijo muy soco­rrido (digamos que fue durante siglos el equiva­lente al tan utilizado hoy super: «fue superdiverti­do», «fue superaburrido», «me queda superbién», «estás superdelgada», etc., etc., etc), engendrador de palabras como ultracon­servador, ultramonárqui­co, ultrafederal, ultrarre­volucionario, ultrarradi­cal, ultrainnovador, ul­trarreaceionario, y así hasta el infinito.

La partícula ultra, sin añadidos, se ha sustanti­vado, con un sentido ne­gativo: un ultra es siem­pre un ultraderechista, un representante de los elementos fascistoides de la extrema derecha. In­cluso en el fútbol, los ul­trasur ‑hinchas situados en la parte sur del esta­dio‑ encarnan los com­portamientos más bestia­les e intransigentes, dis­puestos, por fanatismo deportivo (que se diferen­cia poco de otros fanatis­mos), a llegar a los más extremos actos de violen­cia. Ciertas «tribus urba­nas» han adoptado unos modos y una vestimenta que, unidos a los símbolos nazis, recuerdan el perio­do más negro y sangrien­to de la historia europea de la primera mitad del siglo XX.

La anteposición de neo­ a una adscripción ideoló­gica cualquiera ha servi­do para hacer creer que tal ideología renacía, sur­gía de las aguas limpias como una Venus cándida y esplendorosa, dispuesta a enamorar, cuando la vieja ideología ya no ena­moraba. Así ha habido, y hay, neoliberales, neode­mócratas, neomonárqui­cos, y también, por des­gracia, neonazis.

Los anti‑ han prolife­rado en la historia de los movimientos políticos, pues resulta más fácil ser «anti» que ser «pro», y la gente joven en particular ha sido y es propensa a definirse como anti‑todo. Apenas hay idea o co­rriente de opinión que no tenga su «anti», como no hay corriente positiva sin negativa, ni ying sin yang. Podríamos citar multitud de ejemplos, pero para muestra basta el botón de los más usua­les: antisocial, antifran­quista, anticomunista, antipolítico, anticonstitu­cional, antiespañol, anti­monárquico, antipatrióti­co, antipopular...

Semi‑, pseudo‑, sobre‑, sub‑, pre‑, pos‑. Aunque menos usuales que los anteriores, se les puede sacar mucho partido en situaciones de ambigüe­dad discursiva. Del Par­tido Socialista se ha es­crito que durante los me­ses finales del franquis­mo actuó entre la semi­tolerancia y la semiclan­destinidad. En épocas posteriores se habló del semimarxismo de dicho partido, y con uno u otro pretexto se ha calificado a algunas personas de semimonárquicas o semi­rrepublicanas.

Otra forma de sembrar de vaguedad las ideas es anteponerles el prefijo pseudo, con lo que su sig­nificado inicial se sumer­ge en un charco de false­dad o de sospecha. Nadie confiaría en un pseudo­monárquico o en un pseu­dodemócrata. La ventaja de esta fórmula consiste en que también puede darle la vuelta a un cali­ficativo negativo, y redi­mir a los pseudoanarqui­zantes, a los pseudocons­piradores y a los pseudo­corruptos.

Muchos verbos admiten esta especie de aumenta­tivo que consiste en an­teponerles la partícula so­bre, del mismo modo que los jóvenes utilizan super a troche y moche (super­divertido, superbién, su­pergracioso...). En más de un discurso hemos escu­chado sobredimensiona­do, para referirse tanto a una industria como a un problema, y hasta sobre­rrecalentado, que se su­pone es todavía más que una «economía recalenta­da».

En el lado opuesto, los sub tan frecuentes en la administración (subsecre­tario, subdirector, subofi­cial...) han contaminado el lenguaje político, con términos de fácil uso, como subcontratar, subte­rráneo (se habla de «un pacto subterráneo» con un partido), subdesarrollo, o de rebuscada concepción, como subalternidad, pa­labra con la que Julio An­guita ha definido la casi imposible ‑por inverosí­mil‑ alternancia política entre su coalición (Iz­quierda Unida) y el Par­tido Socialista.

El uso más habitual del prefijo pre‑ ha sido para los entes preautonómicos y para la época precons­titucional. Pero no cabe duda de que deberíamos reflexionar sobre la im­portancia del presupuesto como algo que se presu­pone, y en la carga de premeditación que contie­nen tantas decisiones apa­rentemente improvisadas.

Igual que está de moda la posmodernidad, hemos vivido hasta la saciedad el posfranquismo, que no es el periodo inmediata­mente posterior a la muerte del general, sino que continúa casi un cuarto de siglo después. A partir de 1997 se ha ha­blado de posfelipismo, tras el largo mandato de Felipe González al frente del gobierno.

 

6.13 Las iniciales cronológicas

Hay quien afirma que la primera vez que se introdujo la costumbre de in­dicar una fecha impor­tante con la inicial del mes en curso fue con mo­tivo de las primeras elec­ciones democráticas en cuarenta años, el 15 de junio de 1977. Aquel día, que cayó en miércoles, pasó a ser el histórico y todavía recordado 15‑J. Lo cierto es que con an­terioridad se había usado el 20‑N para referirse a la fecha de la muerte del Caudillo Franco, quizá por pudor o por temor su­persticioso a pronunciar con todas sus letras el nombre del mes de no­viembre (por motivos pa­recidos se evitó durante mucho tiempo pronunciar el nombre del difunto, y para referirse a él se de­cía «el anterior jefe de Es­tado»).

Otra fecha que ha que­dado en los anales de la historia contemporánea es el 23‑F, abreviatura de 23 de febrero de 1981, en que se produjo el intento de golpe militar protago­nizado por el teniente co­ronel Tejero. Es probable que poca gente recuerde el año exacto, pero nadie dejará de recordar que el número 23 unido a la le­tra F significa unas lar­guísimas horas de miedo, pólvora, noche y «ruido de sables» (esta expresión, que prácticamente se ha perdido, era utilizada para indicar que galgo se estaba moviendo en los cuarteles»).

La huelga general del 14 de diciembre de 1987 ha quedado ya como el 14‑D, aunque la insisten­cia más reciente en el 3‑M (acceso al gobierno del Partido Popular en 1996) no acabe de aclarar a la gente si la M quiere decir marzo (fecha de las elecciones) o mayo (fecha de la investidura). Fer­nando Castelló ha afir­mado en un artículo que con esta costumbre pare­ce «como si nuestra re­ciente historia circulara por una red de autopistas de circunvalación» (como la M‑30, la M‑40, etc.).

 

6.14 Las siglas

Las siglas son un fenó­meno relativamente re­ciente, y desde luego del siglo xx. Sobre este tema se han escrito libros en­teros, y los capítulos acla­ratorios de las siglas uti­lizadas en otros muchísi­mos libros ocupan doce­nas de páginas.

Algunas se utilizan con cierta soltura en el ám­bito internacional, como UN (United Nations) u ONU (Organización de las Naciones Unidas), UE (Unión Europea, antes CE, Comunidad Europea, antes CEE, Comunidad Económica Europea, an­tes MC, Mercado Común), OTAN (Organiza­ción del Tratado del At­lántico Norte, también NATO, que quiere decir lo mismo, pero en inglés), ONG (Organización No Gubernamental, también NGO, en los países angló­fonos).

A veces la traslación de un idioma a otro modifica profundamente las siglas. Quizá el caso más elo­cuente sea el de la OMS (Organización Mundial de la Salud), cuyo equi­valente en inglés es WHO (World Health Organiza­tion). Otras, la traslación no se ha intentado siquie­ra y en todas las lenguas se respetan los significa­dos ingleses originales: así, Unesco (United Na­tions Educational, Scien­tific and Cultural Or­ganization), FAO (Food and Agricultural Orga­nization), GATT (General Agreement on Tariffs and Trade), Unicef (United Na­tions International Chil­dren's Emergency Fund). En contadas ocasiones las siglas proceden del enun­ciado en francés, como FMI (que coincide con el español: Fondo Monetario Internacional) o PNUD (que también coincide: Programa de las Nacio­nes Unidas para el De­sarrollo).

Los más aficionados a las siglas son los nortea­mericanos, que han po­pularizado en el mundo entero algunas, como el FBI, la CIA ola NASA. En tiempos de la perse­cución de intelectuales por parte del senador McCarthy se hablaba del HUAC (que era el Comité del Congreso sobre Acti­vidades Antiamericanas) y del WGA (Sindicato de Guionistas de América), principal objetivo de aquella «caza de brujas». Cuando hablamos de or­denadores pocas personas sabrán que las conocidas siglas MMX provenían al principio de MultiMedia eXtension (ampliación multimedia) y fueron re­bautizadas como Matrix Math eXtension (amplia­ción matemática para matrices). Por cierto que en el mundo de la política no hay que confundir PC (Personal Computen or­denador personal) con PC (Partido Comunista), equívoco más frecuente de lo que parece.

En el terreno económi­co‑político (y en el fiscal, que a todos nos ha in­crustado en las neuronas el IRPF y el IVA), se pro­ducen parrafadas de este corte: «Por culpa del IPC, el PIB no sube, y la EPA dará más parados para el INEM». Los empresarios tienen su agrupación, que es la CEDE, aunque para empresas medianas y pe­queñas (PYMES) existe la CEPYME. Los sindi­catos más poderosos son CC 00 (Comisiones Obre­ras) y UGT (Unión General de Trabajadores). Un organismo oficial reúne a todos los interlocutores sociales: el CES (Consejo Económico y Social).

El mundo de la educa­ción ha sido entre noso­tros uno de los más fe­cundos viveros de siglas de generalizada utiliza­ción. Para empezar, se ha llamado «territorio MEC» (por las iniciales del Mi­nisterio de Educación y Ciencia) a la zona perte­neciente a CC AA (Co­munidades Autónomas) a las que no han sido trans­feridas las competencias en materia educativa, de acuerdo con lo prescrito en la LOAPA (Ley Orgá­nica de Armonización del Proceso Autonómico). Las leyes importantes que desde 1970 hasta hoy han regido tan delicada y po­lémica materia han sido la LGE, la LODE, la LRU, la LOGSE y la LO­PEG. Sus disposiciones han afectado a los dife­rentes escalones del pro­ceso educativo. Y así han surgido la EGB, el BUP, el COU, la FP o la ESO, de las que se han ocupa­do agrupaciones pedagó­gicas como PCC, PEC, CEP o CPR.

Los partidos políticos suelen identificarse por sus siglas: PSOE, PP (no parecía muy acertado en un principio, pero el sen­tido del humor ‑o de la guasa‑ de los españoles lo ha asimilado con cierta facilidad, aunque algún autor, como Vázquez Montalbán, ha utilizado el término peyorativo de pepero para referirse a sus afiliados y simpati­zantes), PNV, IU, o los ya desaparecidos UCD y CDS. Leemos en el titu­lar de un periódico (28 de diciembre de 1997): «Los "halcones" de CDC abo­gan por la ruptura con Aznar». Hay que estar muy al corriente de las interioridades de las coa­liciones partidistas para saber que CDC (Conver­gencia Democrática de Cataluña) es una de las dos formaciones políticas que constituyen CiU (Convergencia i Unió). Más complicado todavía es este titular: «El PSC critica el apoyo de CIU a la "titulización" eléctrica» (21 de diciembre de 1998), sobre todo si se tie­ne en cuenta que en el artículo se habla de CTC (Costes de Transición a la Competencia), no se dice que PSC es Partido de los Socialistas de Cataluña y, por supuesto, nadie expli­ca qué es eso de la «titu­lización», palabra mágica a la que da origen un ver­bo novísimo: «titulizar».

 

6.15 Colores

Amarillo fue una deno­minación utilizada a me­diados del siglo XIX para designar a los policías, quizá debido a algún dis­tintivo de su uniforme. Más tarde se habló de amarillismo para referir­se a un tipo de prensa es­candalosa y mendaz (por el color del papel en que se imprimía) y, por exten­sión, a todo lo que sonaba a falso, sin escrúpulos, vendido al mejor postor y sin catadura moral.

El negro ha estado uni­do al oscurantismo y al clero (por el color de las sotanas), y ha sido sinó­nimo de reaccionarismo. Sin embargo, los carbo­narios italianos (que to­maron su nombre del co­lor del carbón) fueron una secta de tipo masó­nico que intentó implan­tar los principios de la Revolución francesa. Y en un sentido aún más opuesto, el negro ha sido el color del anarquismo, quizá debido a que ne­gras eran las bombas con las que los anarquistas querían dinamitar la so­ciedad establecida. «Yo, a quien habéis llamado anarquista... en el senti­do espantoso de partida­rio de la demagogia ne­gra», decía Lostau en las Cortes de 1871.

Demagogia blanca, en cambio, era por aquella misma época la de los carlistas. Y en las eleccio­nes, cuando se hablaba de una candidatura blan­ca, todo el mundo enten­día que se trataba de una candidatura católica.

El color rojo ha tenido y tiene una significación unívoca. Ya los republi­canos cantonales eran «los rojos». Cuando se ha­blaba de lo contrario a un hombre de orden se decía «un rojo». Castelar consi­deraba sinónimos rojo y demagogo, lo mismo que el papa Pío IX, quien para tachar de demagogo al arzobispo de París de­cía, por el color de su ves­timenta: «¿Podría ser más rojo todavía de lo que es?». En la revolución de 1848, rojo e izquierdis­ta eran la misma cosa. No hace falta recordar que en la guerra civil es­pañola fueron llamados rojos todos cuantos se ali­neaban en el bando re­publicano: y así se mez­claban en la misma cesta los cristiano‑demócratas, los liberales, los radica­les, los progresistas, los socialistas, los comunis­tas, los anarquistas... Después de la guerra ci­vil, la palabra rojo tenía tal estigma que a los ni­ños se les prohibía pro­nunciarla y se les obliga­ba a sustituirla por en­carnado.

El azul ha representa­do la ideología opuesta al rojo. Los escaños del gobierno en el Congreso siempre han estado tapi­zados de azul, como sím­bolo, quizá, de estabilidad y pureza. Azul es el color del cielo y del mar, y por eso se identifica con aspiraciones trascendenta­les, con idealismos no‑re­volucionarios. Las cami­sas del uniforme de Fa­lange eran azules, aun­que los colores de la ban­dera eran el rojo y el ne­gro, como los de la ban­dera anarcosindicalista.

En la República el ro­jo y el negro formaban una oposición, equivalen­te a revolución/reacción, izquierda/derecha, comu­nismo/fascismo. El negro es el color del reacciona­rismo: prensa negra, bie­nio negro, Cámara negra (la del bienio negro)... El rojo, al adjetivar una palabra, la convierte en revolucionaria: Guardia roja, Ejército rojo, Zona roja (expresiones utiliza­das durante la revolución de Asturias).

El color verde se hizo famoso en aquella época por las pintadas, en las que V.E.R.D.E. quería de­cir «Viva el Rey de Es­paña»; también eran de ese color las boinas que usaban los monárquicos alfonsinos.

El blanco se utilizó en­tonces para las posiciones moderadas, equidistantes de la derecha y la izquier­da, algo que equivaldría a lo que hoy es el centro político. «Las escuelas so­cialistas blancas o ten­dencias sociales templa­das...», escribe Juan Ber­gua. Menos clara ‑para nosotros, un galimatías­es esta alusión de Alcalá Zamora a la demagogia blanca: «Hay una dema­gogia, que se cree blanca, y los de enfrente suelen llamar negra, y que se parece mucho a la roja».

Así como el azul carac­terizaba a los falangistas por el color de sus cami­sas, las de los fascistas italianos eran negras, y pardas las de los nazis. Las juventudes socialis­tas usaron camisas rojas, como no podía ser de otra manera. El enfrenta­miento que condujo en España a la guerra civil corresponde más al rojo/ azul que al rojo/negro in­mortalizado por el título novelesco de Stendhal.

 

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LA SUFIJACIÓN DE NOMBRES PROPIOS

Es evidente que carlismo viene de Carlos, aunque no es tan evidente, para quien no conozca la his­toria de España, que ese Carlos de cuyo nombre se apropiaron los carlistas no reinó nunca y se limitó a encabezar un movi­miento secesionista que hizo derramar mucha sangre y que proporcionó argumentos a Baroja y otros novelistas. En aque­llos tiempos de guerras civiles, a los carlistas se oponían los isabelinos, partidarios de Isabel II.

Una vez más podemos preguntarnos, con Sha­kespeare: ¿Qué hay de­trás de un nombre? En este caso, lo que hay de­trás son unas luchas di­násticas, con un cierto barniz ideológico: los car­listas sellaron su pacto con el tradicionalismo a través del lema «Dios, Patria, Rey», que estuvo vigente mucho tiempo (hasta que Sahino Arana lo modificó en su forma actual «Dios, Patria y Fueros»), y los isabelinos presumían de liberales. Quienes se perdieron en la noche de los tiempos fueron los amadeístas, partidarios de Amadeo de Saboya, cuya línea ideo­lógica es una incógnita.

Porque una cosa es ser partidario de alguien y otra la carga ideológica que ese alguien genera.

En el siglo XIX abun­daron los términos deri­vados de patronímicos: bakunista, alfonsista, monpensierista, marxista, esparterista..., son algu­nos ejemplos. Se llegó a decir incluso zorrillista, por Ruiz Zorrilla.

No ocurrió lo mismo con las ideologías, pues aparte del carlismo y el marxismo (o el cesarismo, importado de Francia, donde nació en la época de Napoleón III), las co­rrientes de pensamiento no derivan de un nombre propio sino de la propia idea, como liberalismo, capitalismo, progresis­mo... Cuando Joaquín Costa habla de regenera­cionismo, nadie piensa en llamar a sus teorías cos­tismo.

Ya entrado el siglo xx, la sufijación de nombres o apellidos para definir una corriente ideológica o una forma de gobernar se ha convertido en una regla más que en una excep­ción. A nadie le sorprende que, a propósito de dicta­dores, se hable de hitle­rismo, estalinismo o fran­quismo, palabras que se han incorporado al len­guaje usual. Pero el pro­ceso ‑o el resultado del proceso‑ es más comple­jo. Y así podemos anotar estas dos variantes:

a) El derivado personal para los seguidores. En la línea de los que a prin­cipios del xIx se sentían bonapartistas, durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra ha ha­bido en Francia multitud de gaullistas, que incluso fundaron un partido polí­tico para conservar la esencia del pensamiento del general. Aunque con menos fuerza, en Ingla­terra sigue existiendo una corriente thatcherista (de la ex primera minis­tra Margaret Thatcher), y en Cuba la única ideolo­gía política vigente es el castrismo. Evidentemen­te, la ideología oficial se llama comunismo o mar­xismo‑leninismo, pero lo que define políticamente a una persona es que sea castrista o anticastrista. Es difícil saber por qué no ha existido en Francia un «mitterrandismo» ni un «pompidouismo», ni en Estados Unidos un «ken­nedysmo» (aunque sí se habla de una época ken­nediana, del mismo modo que existe un estilo picas­siano), un «nixonismo», un « johnsonismo» o un «carterismo» (palabra que, en castellano, sona­ría fatal), y sí en cambio un macartismo (del sena­dor McCarthy), que fue sinónimo de anticomunis­mo y que dejó una huella ‑negativa‑ en la cultu­ra norteamericana de los años cincuenta.

b) Nombres o apelli­dos. La derivación parte unas veces de los nom­bres y otras de los apelli­dos, sin que exista una regla, como no sea la de la pura fonética. Ya Lar­go Caballero utilizaba los derivados lerrouxistas y mauristas, a partir del apellido de Lerroux y Maura, y en cambio ha­blaba de nicetistas para designar a quienes sim­patizaban con las ideas de Niceto Alcalá Zamora, a la sazón presidente de la República. Esta deri­vación a partir del nom­bre es excepcional en aquella época que vio na­cer tantas derivaciones de apellidos: el marchis­mo, por el financiero Juan March («marchistas y socialistas ‑decía en 1933 EL Socialista‑ se ufanan con justos títulos del éxito electoral de las coaliciones antimarxis­tas»); el negrinismo (por Juan Negrín), el romano­nismo (por el conde de Romanones); los besteiris­tas (seguidores de Julián Besteiro) o los caballeris­tas (como llamaba Azaña a quienes compartían las ideas de Largo Caballe­ro). En cambio Gil Robles habló del «melquiadismo, producto exclusivamente asturiano», para referirse a Melquiades Álvarez.

Dentro de lo que Gar­cía Santos llama «fulanis­mo» es curioso lo ocurrido con el apellido de Niceto Alcalá Zamora. Como era muy largo y habría gene­rado un trabalenguas (al­calazamorismo), se intro­dujo en el lenguaje perio­dístico el prieguismo, de­rivado del lugar de naci­miento del presidente de la República: Priego.

Del dictador argentino Juan Domingo Perón sur­ge el peronismo, y no el juandominguismo, que chocaría al oído y no pro­duciría la correlación im­prescindible entre el per­sonaje y sus ideas. En cambio, muy cerca de no­sotros se habla de felipis­mo («llegamos al felipis­mo e incluso al posfelipis­mo» decía, en 1997, un editorial del periódico El País; y un libro de Emilio Atard se subtitula «Dos años de felipismo») y no de gonzalismo. Pero el «brazo derecho» de Felipe González, Alfonso Gue­rra, no ha generado un alfonsismo sino un gue­rrismo. De nuevo creemos que la existencia de feli­pistas y guerristas se debe únicamente a la eu­fonía de ambos derivados, y a ninguna otra sutileza de confianza o camarade­ría con el nombre o el apellido.

Un caso parecido se produjo en el Partido Comunista de España, cuando Santiago Carrillo dimitió y fue sustituido por el fugaz Gerardo Igle­sias. Del primero surgió una corriente carrillista, y del segundo una co­rriente gerardista. Po­dríamos aquí apuntar otra hipótesis, consisten­te en que, dadas las con­notaciones religiosas del nombre de uno y el ape­llido del otro, no debió de parecer serio al agnóstico, y quizás ateo, Comité central, que los santia­guistas se enfrentaran a los iglesistas...

A los partidarios de Adolfo Suárez se les lla­mó suaristas (en cambio no ha existido una ideo­logía política llamada suarismo); el segundo presidente de los gobier­nos de la transición no ha generado ni leopoldismo ni calvosotelismo; por lo que respecta a José Mª Aznar, se perfila un cier­to aznarismo, pero no existen, por ahora, los az­naristas.

 

 

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LA PALABRERÍA EN EL LENGUAJE POLÍTICO

Desde hace tiempo se han buscado fórmulas sintéti­cas para recoger los ele­mentos que vertebran los discursos y declaraciones de los políticos, confron­tados siempre a respon­der tangencialmente a preguntas difíciles. Algu­nos han utilizado el ca­mino pueril de la evasiva, pero los cada vez más in­cisivos comentaristas los han desenmascarado y puesto en evidencia ante sus potenciales electores. Hoy, hasta los niños re­chazarían a un candidato que a una pregunta con­creta como «¿Qué haría usted para solucionar el problema del paro?», res­pondiera: «Hoy es un día primaveral, con una tem­peratura deliciosa, y la naturaleza proclama su esplendor».

La fórmula que se ha descubierto, y que se apli­ca con asiduidad en todas partes, consiste en com­binar una serie de pala­bras envueltas en la re­sonancia del vacío que dejan, con significados ambiguos o poco defini­dos, y que reúnen una ca­racterística común: servir

de comodines para ser co­locadas con éxito en cual­quier lugar del mazo de cartas. El efecto que pro­vocan es de estupor y ad­miración, como ya ocurría en la época de los farao­nes con los mensajes je­roglíficos o en los templos griegos que regentaban las pitonisas.

Fernando Castelló ci­taba, en un artículo pu­blicado en el verano de 1982, algunos párrafos que reflejan la vaciedad de algunos políticos que quieren «hablar impor­tante sin decir nada»:

El desenvolvimiento de las macromagnitudes indiciarias del PNB está experimentan­do una inflexión hacia cotas más normalizadas que refle­jan el paso de la fase de de­saceleración a la de ralenti­zación...

El proceso globalizante de las implicaciones concurren­ciales presupone el rol dis­funcional de la dinámica ope­rativa descentralizada, en or­den al reajuste de las pre­misas básicas...

La sustancia nutricia de muchos discursos po­líticos consiste, pues, en la milagrería que rodea la falta de sustancia. Y su éxito se basa en el miedo ancestral del oyente o lec­tor o televidente, y en su complejo de indocumen­tado o de poco dotado in­telectualmente. Hay po­cas personas que estén convencidas de que han cursado unos estudios con rigor y aprovechamiento, y casi todo el mundo guarda en los arcanos de su alma una culpabilidad freudiana por no haber aprovechado intensamen­te los años escolares, cuando todavía, ¡ay!, el terreno de su mente es­taba apto para recibir la simiente de la cultura.

El político especializa­do en palabrería de con­sumo juega, pues, con dos factores: su propia habi­lidad para hacer convincentes las más vacuas mezclas de sintagmas al­tisonantes, y la endeblez psicocerebral del audito­rio (también llamada pa­panatería), incapaz de re­conocer que no ha enten­dido nada de lo que le han estado diciendo.

Basándose en estas dos premisas, algunos auto­res especializados en ciencias humanas (disci­plina, como se ve, tam­bién bastante vaga) han elaborado listas de pala­bras‑comodín, imprescin­dibles en el vocabulario de todo político que se precie, y no digamos de todo aspirante a serlo. A

título de ejemplo, he aquí algunas palabras que se han ido incorporando al vocabulario político de la letra P:

paradigma ‑ percepción ‑ per­manente ‑ permeabilidad ‑permisividad ‑ perspectiva ‑pertinente ‑ planificar ‑ po­laridad ‑ polémica ‑ porcen­taje ‑ posicionamiento ‑ po­tencial ‑ pragmático ‑ pre­sunto ‑ principios ‑ priorita­rio ‑ proclividad ‑ profesar ‑programa ‑ progreso ‑ pro­mulgación ‑ propagación ‑propiciar ‑ proporción ‑ pro­puestas ‑ protocolo ‑ pujanza ‑ puntualizar

Pero quizá las elabora­ciones de palabrería polí­tica que han tenido más éxito han sido los esque­mas retóricos con los que se pueden construir dis­cursos, comunicados y otros documentos oficia­les a partir de unos ele­mentos volátiles que pue­den colocarse en un orden cualquiera sin que por eso pierdan una cierta coherencia interna. Son como moléculas que se asocian hasta formar nuevos cuerpos de mate­ria gaseosa.

Uno de los más conoci­dos es el que Pangloss elaboró para que sirviera de guía a quienes tuvie­ran que redactar esos tí­picos comunicados que no dicen nada y que se en­tregan a la prensa ‑ávi­da de noticias‑ al final de una conferencia internacional. Ni que decir tiene que los conceptos de Pangloss pueden ser colocados en cualquier orden y siempre tienen algún sentido. Por ejemplo, y tomando al azar una palabra de cada columna de las cuatro primeras líneas obtendríamos: «Reintroduce el trámite contradictorio de un mundo cerrado». Más adelante pondremos más ejemplos.

 

Las combinaciones son innumerables. Basta tomar una palabra cualquiera de la primera columna, otra de la segunda, otra de la tercera y otra de la cuarta para formar frases brillantes que, aunque en el fondo no quieren decir nada, permiten enhebrar un discurso lucido en una asamblea de militantes o en una reunión de aspirantes a diputados: «Reintroduce la ambigüedad dialéctica de la racionalidad», «Pone en entredicho el significado contradictorio de la sociedad burguesa», y así eternamente.

En 1969 el diario Financial Times publicó el “generador instantáneo de términos clave”, consistente también en construir frases de gran impacto para discursos, informes, tertulias, etc., tomando una palabra de cada columna, de izquierda a derecha:

 

A partir de ese cuadro, bautizado en inglés como Instant buzzword generator, Camilo José Cela se sacó de la manga una decena de combinaciones más, que atribuyó a un tal Fabián-Luis Gonzaga.

Dos o tres años más tarde se elaboró un Indicador de frases en jerga educacional, a partir de una serie de palabras constitutivas de la «parla de Peter» (el del famoso principio de la incompetencia). El procedimiento para el manejo de este cuadro es similar: para obtener el máximo partido, conviene desparramar algunas palabras corrientes o simplemente dativas, así como efectuar la concordancia en género y número. Este sistema permite, además, hilvanar frases partiendo de cualquiera de las tres columnas, y construir con ellas un discurso entero. Algunos pedagogos han afirmado que era un sistema ideal para responder a cuestionarios y para escribir cartas a departamentos gubernamentales.

Otra ventaja de la palabrería radica en el distanciamiento y vaporosidad que establece entre un propósito y su cumplimiento. Un alarde de indefinición lo encontramos en esta forma de hablar del presidente Samper de Colombia a mediados de 1997: «Vamos a explorar la posibilidad de iniciar conversaciones de paz con la guerrilla». En tan pocas palabras encontramos nada menos que tres afirmaciones hipotéticas: explorar (nadie decide nada), posibilidad (nada es seguro) e iniciar (no se sabe si se dará algún paso). No es fácil mejorar la ausencia de compromiso del presidente.

En uno de esos recuadros reveladores del humorista Máximo, publicado en marzo de 1997, se expresaba así un orador subido en un estrado, ante un asustado y empequeñecido español de a pie: «Del coeficiente expansivo que subyace en toda recesión que optimizando la enfatización de las prioridades sobredimensionadas de una política de endeudamiento voluntaristamente imbricada en un monetarismo embridado que cohesione la racionalidad en la flexibilización de los tipos con la implacable corrección imaginativa del empleo a ultranza es algo que no vamos a discutir ahora».

 

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EL LENGUAJE POLÍTICO Y OTROS LENGUAJES

Una expresión de los ochenta que tuvo mucho éxito por su expresividad y contundencia fue la de peinado fiscal, para refe­rirse a las inspecciones sistemáticas de Hacienda en un ámbito territorial determinado. No sabemos si las peluquerías tam­bién lo sufrieron.

Del mundo de los toros se han extraído algunos términos de uso constan­te en la política: así, un mano a mano ‑cuando se invita a dos políticos de talla a un debate en televisión‑, dar la alter­nativa (aunque en políti­ca la «alternativa» o la «alternancia» se usa más para los cambios de equi­po gobernante a raíz de unos resultados electora­les), ceder los trastos (que en este caso no son la muleta y la espada, sino la autoridad guberna­mental, el despacho, la poltrona... y los papeles), capear la crisis (como equivalente a «capear el temporal», con un verbo derivado en ambos casos de la capa que utiliza el lidiador), entrar a matar o dar una estocada (expresiones de cierta tradi­ción parlamentaria en épocas de tensión), tener mano izquierda (la mano con la que se torea al na­tural, y que se ha conver­tido en un elogio dirigido a los buenos negociado­res, tanto en el campo po­lítico como en el econó­mico), cambiar de tercio (en sesiones parlamenta­rias demasiado largas, como equivalente a «cam­biar de tema»), los pri­meros espadas (cuando intervienen en un debate las figuras más importan­tes de cada partido) o cor­tarse la coleta (que se aplica al que se retira de la política o de los nego­cios, para dedicarse a eso que se llama, misteriosa­mente, «su vida priva­da»). Los diputados o los ministros han de lidiar con asuntos escabrosos, peligrosos o enrevesados, y los más hábiles consi­guen, en sus faenas, no entrar al trapo del rival. Aunque ocurre con fre­cuencia, como pasa con ciertos astados, que uno de los contendientes se revuelve en su escaño an­tes de atacar al otro. Los cronistas aluden a veces a que remató con tal o cual frase. Cuando el res­to de la cámara aplaude o vocifera o patalea, suele decirse que se armó la marimorena.

Del boxeo procede el cuerpo a cuerpo con el que se describe el enfren­tamiento dialéctico de dos parlamentarios. A veces, la respuesta de uno de ellos la emite sin desen­cajar un solo músculo, mientras otras ha de en­cajar unos directos a la mandíbula que en no po­cas ocasiones le dejan fuera de combate. En tér­minos extraídos de otros deportes de competición, muchos enfrentamientos dialécticos acaban en ta­blas o en empate, mien­tras otros culminan en goleada. También pode­mos leer con cierta fre­cuencia un enfrentamien­to histórico, un triunfo de leyenda o un jugador em­blemático, sin que sepa­mos quién ha robado a quién la expresión: si el político al deportista o el deportista al político.

Hay palabras muy usuales que se prestan recíprocamente: no se sabe si fue antes el acoso de un delantero a un por­tero o el acoso (y derribo, como el que sufrió Adolfo Suárez) de un grupo a un personaje político. En de­porte se utiliza también la palabra inglesa pres­sing, sobre todo en balon­cesto.

Del campo léxico del teatro emergieron, en los debates parlamentarios de la II República, pala­bras como farsa, comedia, tragedia, simulación (la política es simulación, y en cierto modo imita una representación teatral), tragicomedia, teatralería, etc.

En determinados ám­bitos, los estilos se tras­vasan. Así, entre el mun­do jurídico y el político. La judicialización de la vida política y la politi­zación de la vida jurídica tienen también su expo­nente en sus respectivos lenguajes. El magistrado Pérez Mariño habló de «complejizar la prueba» y otro magistrado, Perfecto Andrés Ibáñez, escribió: «...establecer distancia de ciertas interpretaciones globales que, con las des­calificaciones inespecífi­cas de jueces, apuntan por sistema hacia el cues­tionamiento político, ge­nérico y globalmente des­ligitimador de la jurisdic­ción como instancia». Ve­mos reunidas en estas po­cas líneas palabras que proliferan en la cámara de diputados como des­calificaciones, cuestiona­miento y legitimador.

Una cantera de mine­ral lingüístico para los políticos ha sido y es la terminología médico‑far­macéutica. Dentro de la abundancia frondosa de términos farmacéuticos, relativos casi todos ellos a métodos curativos (lo que demuestra que, desde tiempo inmemorial, el cuerpo y sus problemas tenían tanta importancia, al menos, como el alma y los suyos), observamos que un gran número han sido traspasados al len­guaje político sin ningún género de extorsión. Es posible que la razón de esta transferencia radi­que en que los males que aquejan al cuerpo huma­no y los que aquejan al cuerpo social son muy pa­recidos; así, un país pue­de notar fatiga, cansan­cio, esclerosis, estreñi­miento, hipercloridia, ca­rioquinesis, trauma, etc.; y para esos males se bus­ca la panacea, el antídoto, el ingrediente adecuado, en la dosis oportuna; y si vamos más allá, encon­tramos que son de origen farmacéutico palabras tan usuales en el lengua­je político como las si­guientes: anodino, palia­tivo, corroborante, drásti­co, relajante, resolutivo, lenitivo, revulsivo, cáustico.

¿Y qué otra expresión puede evidenciar más este maridaje médico‑far­macéutico‑político que la tan traída y llevada de la salud política del país?

Es muy curiosa la pro­cedencia de carta, que no es una abreviatura de carcamal, sino una defor­mación de la palabra ga­llego-portuguesa carcunda, que quiere decir joro­bado, chepudo. La utili­zaron los brasileños para llamar despectivamente a los partidarios de los por­tugueses (y contrarios a la independencia), y en España, ya deformada en carta, se aplicó a los car­listas. Posteriormente ha seguido y sigue viva, como la más perfecta sín­tesis de la mentalidad re­trógrada.

Otro campo de extrac­ción de tropismos es la física. La cibernética ‑ciencia de la regulación mediante mecanismos de retroacción o retroalimen­tación‑ significa etimo­lógicamente «el arte de gobernar». A esta ciencia pertenece la entropía ‑magnitud termodiná­mica que permite evaluar la degradación o estado de desorden de la energía de un sistema‑, que sir­ve para designar las fuer­zas que tienden a desor­denar y perturbar el mensaje político.

Las cualidades físicas de algunos cuerpos han proporcionado dos expre­siones de gran difusión entre los políticos (espe­cialmente, al tratar de la información): son diáfano y transparente (más usual transparencia, que del te­rreno de la información ha pasado al de la eco­nomía; así, «la transpa­rencia del mercado» o «dotar de transparencia a nuestras empresas nacionales»). La idea de movi­lidad de los cuerpos ha dado paso al término in­mouilista, que ha susti­tuido a reaccionario (tam­bién surgido del fenóme­no físico de acción‑reac­ción). Procedentes de las leyes físicas son los ya ci­tados desacelerar y relan­zar, y los más recientes reequilibrar (un acuerdo, una balanza de pagos...), recalentamiento (del sis­tema productivo) o ero­sión (de las costumbres, del porcentaje de votos, o de la imagen que da el político al cabo de cierto tiempo). Esto sin citar multitud de modismos, como enchufe, enchufis­mo, enchufado, tan fre­cuentes en la administra­ción, o el calificativo de rojo ‑que es un color y, en consecuencia, un fe­nómeno lumínico‑ que estigmatizó a millones de personas y llevó a muchí­simas contra el paredón.

Ya a comienzos del si­glo xix los políticos se apropiaron de palabras religiosas: las obligacio­nes de los diputados eran sagradas, la Constitución era el evangelio político que se explicaba a través del catecismo político; pero había que huir de los dogmas políticos y de la sacrílega tiranía, pues la nueva fe política no ad­mitía la herejía política.

De la religión proceden también los términos pro­paganda, prosélitos, apóstoles, redención (social), neófito, y otras que lle­naron las páginas y los discursos... del Partido Socialista desde su fun­dación por Pablo Iglesias. No ha habido partido que no tuviera su credo, y muchos (sobre todo en los sistemas totalitarios) tie­nen su mártir o sus már­tires (el Movimiento Na­cional español llegó a te­ner un protomártir: José Calvo‑Sotelo). En oca­siones se ha calificado un programa ideológico ‑como se había hecho con la Constitución‑ de evangelio, y en los medios político‑administrativos se escucha a menudo algo tan papal como tener bula. Una palabra mano­seadísima en los regíme­nes democráticos como es voto tiene su origen eti­mológico en el latín vo­tum, «promesa que se hace a los dioses», tras­ladada luego al cristianis­mo para definir las pro­mesas hechas al entrar en religión.

¿Qué ideología política no tiene su mística? So­bre todo las de tipo tota­litario: Mussolini hablaba de que tenía a 300.000 jó­venes «místicamente so­metidos a mis órdenes». Un término también li­gado a los regímenes dic­tatoriales es carisma y carismático. No hay que olvidar que esas palabras proceden de la teología: el carisma es «un don gratuito que concede Dios abundantemente a una criatura». Desde Carlo­magno hasta Franco o Pi­nochet, la divinidad ha sido utilizada para pro­clamarse ungido y aureo­lado por el poder venido del cielo.

De otras religiones pro­ceden términos como gurú, boda o ayatolá (cu­riosamente, estas tres de­nominaciones las han uti­lizado diversos comenta­ristas para referirse al di­rigente de Izquierda Uni­da, Julio Anguita..., ade­más de califa), mientras que, en la misma línea, de la Iglesia católica se ha tomado pontífice y pontificar, palabras que proceden de pontifex, «alto funcionario romano que en sus orígenes cui­daba del puente del Tí­ber».

La geografía ha pres­tado una palabra de utilización internacional­mente intensa y extensa: cumbre. Las reuniones en la cumbre, las conferen­cias en la cumbre parece que van a arreglar el mundo, y suelen finali­zar, como diría Pangloss, con un comunicado que deja flotando en el aire todas las incógnitas... y alguna más. De la geo­grafía procede la balca­nizazión, que ha desbor­dado las fronteras de los Balcanes para acomodar­se a cualquier intento de fragmentar los problemas. Más arquitectónico que geográfico es el tér­mino cúpula, con el que se ha bautizado al esca­lón jerárquico más alto (por ejemplo, la «cúpula militar»).

La arquitectura ha sido otro filón del que ha ex­traído muchas gemas el lenguaje político. Algunos han atribuido la prolife­ración de terminología re­lacionada con la construc­ción a la influencia ma­sónica. Se ha hablado hasta la saciedad de po­ner la primera piedra o los cimientos (de un texto constitucional, de un cambio social, de un par­tido, de una corriente ideológica o de un movi­miento de masas), de le­vantar el grandioso edifi­cio de las leyes o de poner los pilares, con el texto constitucional, del templo de la felicidad social. El Congreso también fue considerado arquitecto de la felicidad nacional, so­bre todo en el siglo XIX, cuando tan obsesionados estaban los tribunos por la felicidad del pueblo.

En el terreno gastro­nómico‑doméstico encon­tramos palabras como pu­cherazo (quizá ya un tan­to pasada de moda) o ta­padera (que ésta sí está vigente, sobre todo en el mundo de los negocios). La traducción literal del famoso «telón de acero» es cortina de hierro, y en­tre grupos políticos simpatizantes se acuñó la ex­presión ya citada de com­pañeros de cama. De cier­tas persecuciones políti­cas surgió el muy expre­sivo lanado de cerebro (y de ciertas operaciones económicas, el llamado blanqueo de dinero), y no cabe duda de que, en los nombramientos adminis­trativos, o en las simples recomendaciones, sigue vi­gente el término enchufe.

 

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PALABRAS Y EXPRESIONES DE MODA

Alternativa o alternan­cia. El paso de una op­ción política a otra, con una cierta regularidad, a través de unas elecciones generales.

Andadura (democráti­ca).

Aparato (de un partido político: grupo de perso­nas, atrincheradas tras sus cargos correspondien­tes, que controlan el fun­cionamiento interno de la «maquinaria» del mismo).

Argumentos. Se dice que la actualidad tiene varios argumentos, cuan­do lo que se quiere decir es que tiene varios temas.

Barones (los barones del partido: son las figuras influyentes y de peso en la estructura organizati­va de un partido político. Sin contar con su anuen­cia, no hay manera de to­mar decisiones importan­tes. Los barones de UCD consiguieron volatilizar esta formación política, y los del PSOE, quince años más tarde, frenaron en el 34.° Congreso cual­quier intento de renova­ción).

Casa común (de la izquierda). La que se pre­tendió establecer en los años ochenta y noventa entre el Partido Socialis­ta e Izquierda Unida. En fechas recientes se ha in­troducido una ligera mo­dificación léxica, y se uti­liza la expresión causa común, con los mismos objetivos.

Condicionamientos (pre­vios, geopolíticos, socia­les, etc.).

Consensuar. Se lleva mucho el consenso, que es una forma de ponerse de acuerdo sin estar com­pletamente de acuerdo y sin acudir a un sistema de votación que segura­mente sacaría a la luz las múltiples discrepancias.

Criminalizar (una con­ducta: acentuar sus as­pectos penales).

Crispación. Palabra que aparece todos los días a todas horas y que resulta superfluo definir o descri­bir.

Derechío, derechona.

Formas satírico‑literarias de denominar a la dere­cha, acuñadas respecti­vamente por Forges y Umbral.

Diferencial («Mantene­mos unos diferenciales de inflación crecientes en re­lación a los del resto de los países desarrollados», según Miguel Boyen cuando era ministro).

Emblemático. Desde 1992 (en que la palabra se introdujo triunfalmen­te en el lenguaje oficial, del brazo de los «fastos» de tan infausto año: Expo de Sevilla y Juegos Olím­picos de Barcelona, prin­cipalmente), todo es em­blemático: lo mismo un mojón en una carretera que una catedral, una canción de moda que un portaaviones. El magis­trado Perfecto Andrés Ibáñez habló del «emble­mático caso Linaza» (re­firiéndose a un muerto etarra). Con bastante más propiedad, consideró el alcalde ilicitano que la Dama de Elche es emble­mática. Hasta en el más insignificante pueblecito hay algo emblemático, y esto no sorprende tanto como atribuir tal adjetivo a un deportista o a una prueba deportiva, cuando en realidad lo único que podría ser emblemático es su camiseta.

Escenarios. Los escena­rios sustituyen a veces a los argumentos (véase), pero en sentido más es­tricto equivalen al ámbito donde se manifiestan si­tuaciones político‑econó­micas, como la demanda,

la confrontación, o un problema cualquiera.

Españolista. Se aplica en algunas comunidades autónomas (principal­mente el País Vasco) para calificar a los partidos po­líticos de ámbito nacio­nal, y cuya sede general­mente se encuentra en Madrid. Para contrarres­tar esta calificación que tenía un sentido despec­tivo, tales partidos co­menzaron a denominarse no nacionalistas (frente a los nacionalistas vascos o catalanes) y, a partir de finales de 1998, adopta­ron la denominación de constitucionalistas.

Flecos. Las modestas cuestiones pendientes en una negociación: «quedan todavía algunos flecos, pero en lo fundamental se ha llegado a un acuerdo». Flexibilizar (el mercado de trabajo: es decir, hacer más fácil y barato el des­pido).

Lecturas (un texto o un discurso pueden tener va­rias lecturas, según quie­nes los escriben o pro­nuncian, aunque, si escri­bieran y hablaran claro y preciso, la lectura sería una sola).

Mediático. Palabra en alza de popularidad, des­de que grandes grupos empresariales se lanza­ron, a finales de 1996, a una lucha sin cuartel por controlar los medios de difusión o de comunicación. Un magistrado que hemos citado unas líneas antes habló, a propósito de la lucha antiterrorista, de la «vertiente mediática del asunto», expresión con la que quería aludir a que todo cuanto ocurre deja de ser como era en cuanto aparece reflejado en los periódicos o en las emisoras de radio o de te­levisión.

Núcleo duro. En una so­ciedad anónima, lo cons­tituyen los accionistas de mayor peso, y, en un par­tido político, las perso­nas que tienen la sartén por el mango: «El núcleo duro de la ejecutiva (del PSOE) sigue formado por las mismas personas» (De los periódicos, junio de 1997, después del 34.° Congreso). En alguna ocasión se ha aplicado a los periodistas más afines a la línea empresarial de su medio de expresión, particularmente durante las controversias «mediá­ticas» que sacudieron el universo audiovisual du­rante el año 1997.

Pacto judicial, pacto político, pactismo. Ju­lio Anguita se pregunta: «¿Qué quiere decir pacto judicial? ¿Tapar vergüen­zas? Cada vez que se ha­bla de pactos me echo a temblar, porque casi siempre es para tapar in­mundicias».

Paquete (de medidas, de nombramientos ..J. Un tópico de los años setenta y ochenta, que empezó a caer en desuso en los no­venta.

Pinza. Acuerdo de dos formaciones políticas di­vergentes, y a veces opuestas, para unir sus votos y conseguir que se apruebe una proposición; la última pinza famosa fue la que unió los votos de un partido de dere­chas, como el Partido Po­pular, y uno de izquier­das, como Izquierda Uni­da, para sacar adelante en el Congreso la llamada «ley del fútbol». Javier Pradera llamó a esa pin­za la pinza del chantaje, y recordó además ‑el 1 de junio de 1997‑ el «matrimonio a la griega» contraído en tiempos ya remotos por dirigentes derechistas y comunistas. Su definición de pinza es: «acción concertada desde la derecha y desde la iz­quierda para presionar simultáneamente sobre el centro».

Química. Se dice que existe química (no sólo entre políticos, sino entre empresarios, actores, etc.) cuando se coincide en las ideas fundamentales, cuando se congenia, cuando se adivina lo que piensa el otro, cuando se comparten los mismos gustos. La química más importante, claro, es la del amor.

Renovador. Un programa que no lo sea, no tie­ne nada que hacer. Pero se da a menudo el caso de calificar de renovador al calco exacto de lo que se dijo y se prometió años atrás, y que por variadas circunstancias no se cum­plió.

Reversibilidad (del po­der: es decir, que pueda pasar a otro partido de distinto signo, como una prenda «reversible», que tiene un color e incluso una textura distinta por cada lado).

Techo. Se dice del máxi­mo que puede obtener un dirigente o un partido en unas elecciones, y tam­bién del máximo de competencias otorgable a una comunidad autónoma.

Tercermundista. Este frecuente calificativo es válido para todo: la eco­nomía, la política, el com­portamiento social, una medida administrativa,

un paisaje suburbial..., cualquier cosa deprimen­te, vulgar, ignorante. Sustituye a subdesarro­llado.

Terrorismo (o violen­cia) de baja intensi­dad. La ausencia de ase­sinatos durante la tregua de ETA del otoño de 1998 no significó la supresión radical de actos violentos:

se quemaron coches y ofi­cinas, se lanzaron cócte­les molotov a la policía, se amenazó a muchos concejales, continuó la extorsión a los empresarios, y fueron frecuentes las algaradas callejeras de jó­venes encapuchados, lo que dio nacimiento a esta nueva expresión de «te­rrorismo (o violencia) de baja intensidad», para di­ferenciarlo de los mortí­feros coches‑bomba y los tiros en la nuca.

Trama. Aquello que se ha enredado y ha forma­do una madeja difícil­mente desentrañable, pe­ro no por azar sino por concienzudas intervencio­nes que, en vez de des­pejar incógnitas, las han multiplicado, forma una trama. Así se habla de «la trama de la financiación de un partido político» (caso Filesa) para referir­se a la creación de empre­sas fantasma, cobros y pagos irregulares, conta­bilidades falsas, facturas falsas, informes falsos, etc., o de «la trama de los GAL», para sinteti­zar igualmente misterio­sos crímenes, actividades de agentes secretos, pa­gos reservados, enriqueci­mientos súbitos, silencios cómplices, etc. etc.

Valorar. Palabra como­dín, utilizada infinitas ve­ces, tanto por los entre­vistadores («¿Cómo valo­raría usted...?») como por los entrevistados: «Noso­tros no vamos a valo­rar...» (por juzgar, criti­car, examinar, etc.).

Varapalo. Se aplicó al principio a las decisiones judiciales que enmenda­ban actuaciones anterio­res («tercer varapalo al magistrado...»), y luego se ha extendido a cuantos tropiezos sufren los hu­manos en sus contencio­sos administrativos o fis­cales, y hasta a las derro­tas deportivas, en susti­tución de revés, traspiés, reprimenda, castigo, golpe, infortunio, quebranto, etc.

Voto cautivo. El obliga­do por las circunstancias o por tradición. Se consi­dera que es un voto con el que se cuenta pase lo que pase y digan lo que digan las encuestas. Por ejem­plo, el voto de los pensio­nistas cuando se han me­jorado sensiblemente sus prestaciones.

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INSULTOS Y DESCALIFICACIONES

De la noble palabra «po­lítica» se derivaron los primeros insultos, lanza­dos principalmente por los periodistas contra al­gunos parlamentarios en aquellas turbulentas Cor­tes de mediados del siglo XlX: politicones y politi­queros (junto con politi­querías) fueron los más usados. Con la misma construcción de «politi­quero» se lanzaron acu­saciones de patriotero, catoliquero y pesetero. Otras, como camarillero, barricadero, progresero (hay que reconocer que ésta tiene su gracia) o si­tuacionero (¡y qué decir de ésta!), han desapare­cido del mapa lingüístico parlamentario.

Farsantes se utilizaba mucho entre parlamenta­rios en 1868, y siglo y medio más tarde mantie­ne su vigencia. En cam­bio, nadie dice hoy mogi­gatocracia o tontocracia, aunque ambas actitudes existan y habría más de una oportunidad para aplicárselas a algunos. Igual ocurre con carbo­narlo, doctrinario o sica­rio, al tiempo que per­manecen vigentes autoritario, partidario, proleta­rio o reaccionario.

Los liberales han sido en todas las épocas objeto de sarcasmos y calificati­vos ofensivos, que pode­mos encontrar en los pe­riódicos de los siglos XIX y XX. Del siglo XIX son los insultos más cercanos a la injuria, como cobardes, homosexuales, derrotis­tas, alfeñiques, masonce­tes, etc. En el siglo XX, además de abandonistas, se les ha tachado de bien­pensantes, tontos útiles, compañeros de viaje (aun­que esta expresión ha servido para descalificar a los intelectuales en ge­neral), y de practicar la táctica del avestruz.

Algunas expresiones se limitan a dar una defini­ción, quizá exagerada, de las actitudes del alu­dido: así, autoritario, dog­mático, criptocomunista, revisionista, reaccionario, contrarrevolucionario, agente del imperialismo, o la creación de Lenin, cuando a los periodistas indecisos los llamó com­pañeros de cama. Hoy día se ha acuñado la frase: «La política genera sor­prendentes compañeros

de cama», para referirse a quienes, de procedencia muy dispar e incluso opuesta, se unen para tomar o apoyar decisiones que convienen a ambos.

Algunos insultos de animales, con tradición en las sesiones parlamentarias desde hace un siglo, son: cangrejo (el retrógrado, que tiende a ir hacia atrás), calamar (el que se oculta en su turbia tinta), búho (el oscurantista), cuervo (el que está al acecho y asusta con sus graznidos) y camaleón (el que cambia sus ideas según por dónde incida la luz o la sombra). Esto sin mencionar los insultos puros y simples, sin matices ni sutilezas, como cerdo, zorro, víbora, gallina, pardillo... o simplemente animal, como interjección en tono altisonante, si es posible.

En las Cortes de la 11 República se cruzaban los diputados toda clase de epítetos, y desde luego los de animales se llevaban la palma. Además de los citados más arriba, recogemos de las actas parlamentarias un muestrario que no tiene desperdicio: batracios, reptiles, crustáceos, culebras, chacales, alimañas, bestias y sapos. Como se ve, los insultos han subido de tono en un siglo presuntamente civilizado como fue el siglo xx.

Ortega dijo en un discurso que no se podía dejar entrar en el Parlamento «ni al payaso, ni al tenor, ni al jabalí», frase que mereció nutridos aplausos. El vocablo jabalí tuvo mucho éxito, y sirvió para designar a los integrantes de la minoría radicalsocialista, con distintas variantes, como jabalíes de bazar, de cartón-piedra, de pega... El diputado Pérez Madrigal llamó el primer jabalí de la República nada menos que a Unamuno. Tres derivados fueron ultrajabalí (que utilizó el mismo Unamuno), jabalizar y jabalinada.

Pero no sólo de animales vivía la imaginación del diputado a la hora de denostar a su oponente. Algunas veces creemos que en nuestros tiempos se superan todas las marcas del mal gusto parlamentario, pero véase qué lindezas se dedicaban los «padres de la patria» en los años treinta (sin que con esto pretendamos dar ideas a nuestros ilustres representantes): chupópteros, envenenadores, enchufistas, parásitos, policobrantes (acusación de cobrar varios sueldos en varios sitios), zánganos, cochinos burgueses...

Los españoles cerriles se oponían a los civilizados. Los fanáticos son cavernícolas (y cavernarios, trogloditas, rupestres, mamuts...), intolerantes, intransigentes, dogmáticos..., calificativos que se aplican generalmente a los prohombres (¿o prehombres?) de derechas.

Los partidos políticos merecían calificativos como éstos: extranjerizante, antiespañol, judaizante, marx-germanizante, bolchevizante... Y cuando se quería ser verdaderamente ofensivo, se sustituía la palabra partido por cuadrilla, secta, taifa, facción, banda y bandería. Las instituciones no se libraban de los improperios, y así se hablaba de la abyecta monarquía borbónica, o se calificaba de estos modos a los dos primeros años de República: bienio pavoroso, bienio indigno e indignante, bienio de la verruga (por la verruga que tenía Azaña en el rostro; por cierto que Azaña fue tachado de dictador de opereta), bienio estúpido, bienio vergonzante, bienio funesto, bienio ominoso..., y así, de este tenor, hasta el infinito (estéril, negro, sangriento, del gorgojo, etc.).

No era muy agradable que le llamaran a uno señorito (lo que equivalía a burgués o capitalista holgazán), pero era peor que a ese epíteto le añadieran un adjetivo. Los más usuales eran cretino, de cabaret, de casino o simplemente fascista. Trabajador, en cambio, se utilizaba sin adjetivo alguno. Igual ocurre con obrero, pero, claro está, cuando se habla de intelectuales se les denomina obreros de la inteligencia. Productor, una denominación equivalente a la de obrero o trabajador, muy manoseadas éstas por los movimientos sindicales de izquierdas, no es, como creía Julio Casares, una exclusiva del franquismo, sino que ya aparece en un manifiesto dirigido «a los productores de Barcelona» en 1931, recién instaurada la República.

Algunos epítetos tienen unos destinatarios concretos: así, pistoleros se aplica por igual a cenetistas y a falangistas, mientras que a cualquier organización sindical se le podían atribuir «bárbaros actos de sabotaje», y a cualquier empresario o asociación empresarial un boicot (palabra extraída del apellido de un terrateniente irlandés llamado Boycott).

Con objeto de que no parezca que la República fue el paraíso del insulto, sirvan de contrapeso algunas expresiones positivas de uso frecuente: decente, decencia (Azaña quería «laborar por el bien de España a base de decencia pública»), decoro (del gobierno), honestidad (política honesta), austeridad y moralidad (republicanas).

En los tiempos actuales quien se ha llevado la palma en recibir califica­tivos despectivos de todos los calibres ha sido el coordinador de Izquierda Unida Julio Anguita. Desde el famoso extrate­rrestre que le lanzó Felipe González en 1997 hasta los gurú, ayatolá, visio­nario, iluminado, trasno­chado, estrafalario, esper­péntico, estalinista, uto­pista, loquitonto, dino­saurio, tonto útil y hasta pedorro, que le llovieron de todas partes, en lo que un director de periódico ha llamado «campaña de ridiculización, denigra­ción y vilipendio».

Claro que más contun­dentes fueron un gober­nador extremeño que lla­mó rebuznadores a quie­nes le criticaban, o un concejal madrileño que, en el verano de 1997, lla­mó pura y simplemente gilipollas a otro concejal que le había acusado de vago.

Una forma de insultar ‑indirecta, pero quizá más sangrante‑ consiste en hacer circular chistes en los que el protagonista político queda retratado como un estúpido o un re­trasado mental, o ambas cosas. Quizá el que sufrió una más despiadada cam­paña fue precisamente una persona culta e inte­ligente: el ministro de Asuntos Exteriores del primer gobierno socialista, Fernando Morán. Re­copilados andan por ahí en libros que ya no se venden, y que en cual­quier momento serán aplicados a otro ministro cualquiera.

Un término que suena muy mal, pero que en el fondo no significa nada deshonroso, es el de tor­ticero. Introducido por no sabemos quién, se utiliza a diestro y siniestro para calificar la conducta de alguien con una palabra que suena muy mal, pero que nadie va a mirar al diccionario. Éste (el de la Real Academia) dice: «Torticero, ra. Injusto, o que no se arregla a las le­yes o a la razón». Es evi­dente que no se trata de un elogio, pero tampoco de una injuria. Cualquie­ra de nosotros puede dar una opinión injusta ‑es decir, torticera‑ de un hecho sin por ello ser me­recedor de las penas del infierno.

Desde que Felipe Gon­zález llamó, en la prima­vera de 1997, descerebra­dos a algunos jueces, pa­reció abrirse la veda de los insultos refinados. Al­gunos son tan sutiles que reciben el nombre de «descalificaciones». Todos ellos rozan el campo del Código Penal respecto a la injuria, pero se quedan fuera por milímetros. Es un verdadero arte tritu­rar a una persona sin que uno pueda ser acusado de haber roto un plato. Un conocido editorialista es un experto en la materia, y de sus rebuscados pá­rrafos extraemos algunos ejemplos: «el enfatuado recadero Rodríguez...; las confidencias intoxicadoras de ese grandilocuente mentecato.,.; una invero­símil y venenosa interpre­tación de sus palabras, alimentada por la mala fe y la paranoia...; resultó así mismo patente el fa­riseísmo oportunista...; el polémico magistrado...; un megalómano fantas­món...; periodistas co­rruptos, izquierdistas de boquilla y mercenarios de Conde (se refiere al ex banquero Mario Conde)...; Violaciones (del Gobierno) del derecho comunitario... cometidas con premedita­ción y alevosía...; el Go­bierno movido por el irre­frenable deseo de impo­ner sus criterios partidis­tas sobre televisión digi­tal a tirios y troyanos...; en su aventurera e irres­ponsable deriva hacia el choque frontal...; las con­secuencias de ensuciar el prestigio de un parlamen­to democrático...; al ser­vicio de oscuros objetivos particularistas...; este re­greso a la paranoia anti­europea...; axfisiante (sic) papel intervencionista ... ; el Gobierno... se ha com­portado arbitrariamente y abusado de su poder...».

Ya Manuel Azaña era considerado un especialista en frases hirientes, como aquella de «este se­ñor ni siquiera es tonto», y Tierno Galván heredó aquella habilidad propia de un arte o deporte que podríamos llamar «esgri­ma verbal». Como mues­tra, su definición de un abogado metido a político: «Una inteligencia clara para explicar la confusión pero no para salir de ella».

Por lo que respecta al lenguaje vulgar o malso­nante, la más destacada anécdota de los últimos tiempos la protagonizó el presidente del Congreso Federico Trillo, quien, en abril de 1997, exclamó con estupor un ¡Manda huevos! que se ha hecho famoso. La expresión le salió del fondo del alma, a micrófono abierto, des­pués de haber leído una enmienda del Senado al proyecto de ley sobre te­levisión digital que reza­ba así:

«Rúbrica de la disposi­ción transitoria segunda. Se suprime la referencia a las tarifas de conexión para desarrollar el conte­nido resultante de la tra­mitación previa en el Congreso de los Diputa­dos. Por último, también por razones de técnica le­gislativa, una disposición derogatoria que prevé ex­presamente la abrogación del Real Decreto Ley del que trajo origen este De­creto Ley».

Hemos reproducido en su totalidad el enunciado que se vio obligado a leer a sus señorías el presi­dente del Congreso, pues encaja perfectamente con el capítulo de este libro dedicado a «la palabre­ría en la política». Hasta los más escrupulosos defensores de la pureza del lenguaje disculparon aquel desahogo del señor Trillo. Algunos comenta­ristas lo ensalzaron. Sir­va de ejemplo este párra­fo de Raúl del Pozo, pu­blicado veinticuatro horas después del «desliz» del presidente:

«Ya han avisado los hombres cultos, desde Lá­zaro Carreter a Luis Ma­ría Cazorla, que los neo­logismos, tecnicismos, ex­tranjerismos, barbaris­mos, vicios léxicos y sin­tácticos han invadido el Parlamento; las palabro­tas infames ‑tema, pun­tual, dimensionamiento, asumir, status, posicio­namiento, publicitar, des­dramatizar‑ salen de las laringes de sus señorías sin que nadie lo remedie; una jerga de mal desba­ratado ingenio, pretencio­sa y críptica se ha apo­derado del Parlamento. Tal es la perversión polí­tica, tal su lenguaje. Ya era hora de que alguien hablara desde la calle, aunque no usara una ex­presión puramente caste­llana, sino un galleguis­mo recriado».

Francisco Umbral, a su vez, decía que después de que Jon Idígoras «dijera aquello de que España "quite sus sucias manos de Euskadi", yo no había oído nada tan fuerte en esa tribuna como el "manda huevos" de un se­ñor del Opus».

Como cierre, o broche ‑que se decía antigua­mente‑ de este libro, pese a cuanto se ha dicho en él, la verdadera polí­tica no se elabora en los meandros de los discur­sos y las polémicas, sino que se desarrolla ‑como enunciaba el letrero pin­tado en 1968 en el primer piso de la Facultad de Sciences Po (Ciencias Po­líticas) de la Sorbona­-  en la calle.

 

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