CONCEPTOS EN TORNO A LA CIENCIA

 

Autores Varios, en Reyes, R. (1988): Terminología Científico-Social. Barcelona: Anthropos

 

 

CIENCIA

(Agustín García Calvo)

 

Se aplica el nombre propiamente a las ciencias que tratan de la Realidad (véase Realidad). Los tratados científicos se titulaban entre los antiguos Periphyseos, lo que, anacrónicamente, pero con correspondencia bastante exacta, puede traducirse De la Realidad. Y así es que Ciencia por antonomasia es la Física, y las otras ciencias que versan sobre aspectos de la Realidad, físicos o sociales, pueden considerarse como ramas de la Física más o menos incorporadas, lo cual en el progreso se señala por la adopción más o menos íntima de un lenguaje matemático.

Esto excluye de la denominación de «ciencia» a la Matemática, que no pretende, ni como Aritmética ni como Geometría, referirse a una realidad exterior a su lenguaje, una Aritmética o Cálculo cualquiera en cuanto que toma los cuantificadores «en el vacío», como sus objetos, una Geometría en cuanto que los objetos que usa son los significados de los nombres de su lenguaje, sin necesidad de denotación real alguna; y sólo por motivación externa entra la Matemática como lenguaje al servicio de la Física. Excluye también esto a la Gramática (no otros estudios lingüísticos: véase Lenguaje), que no toma el lenguaje como realidad, sino que es ella lenguaje recobrando conciencia de sí mismo (y es claro que una Lógica, en la medida que pudiera no ser ni matemática ni gramática, no entraría tampoco bajo el título de «ciencia»); y excluye asimismo una actividad como la del psicoanálisis, que es también descubrimiento de algo antes sabido, y no saber de nada ajeno al sujeto del saber. En cuanto a «Filosofía», es sólo un viejo nombre que hasta el s. XVIII se usaba para designar la Ciencia en general. Al establecer el nombre de «ciencia» (al par que las Ciencias se desarrollaban), el de «Filosofía» quedó en una situación vaga, usándose ora para aludir a una ciencia genérica de la Realidad, ora para intentar agrupar algunas disciplinas lógicas y psicológicas y, en último término, quedó desplazado de su papel de Ciencia de las Ciencias; por eso que hoy prefiere llamarse Epistemología, y ha quedado entregado, por un lado, a la mera Pedagogía (en contra de la tradición antigua, que separaba de una parte Ciencia, e.e. Filosofía, y de otra Letras o Humanidades), y por otro lado, a los usos de políticos o empresarios, que hablan de la filosofía de un plan ministerial o de una gestión comercial, queriendo decir la doctrina o convicciones que, según ellos, sostienen o dirigen la empresa de que se trate.

Esa condición de la Ciencia, de versar sobre la Realidad, implica lógicamente que la Ciencia no puede reconocerse a sí misma como lenguaje; y de hecho notamos que ninguna Física, u otro estudio con pretensiones de científico, empezaría definiéndose a sí mismo como un caso de lenguaje: es evidentemente un caso de lenguaje, pues que no sólo sus doctrinas, demostraciones, cálculos, libros o lecciones de enseñanza, son una clase de usos lingüísticos, sino que hasta las experimentaciones científicas no tienen sentido alguno más que enhebradas en un discurso, razonamiento o cálculo (a la manera que, en la vida vulgar, señas como una luz roja de semáforo o una puerta entornada se incorporan a la corriente del lenguaje en el mismo momento en que quieren decir algo); pero, siendo ello así, es indispensable que la ciencia no se reconozca ella misma como lenguaje: pues ello inmediatamente amenazaría su pretensión constitutiva de referirse a una realidad que ella ha de imaginar enteramente externa y ajena de su lenguaje.

La Ciencia, en cambio, ha de ser objetiva, e.e. acatar y fundarse sobre la oposición entre «objeto» y «sujeto», que, por más incapaz de definición unívoca ni precisa que haya demostrado ser no ha dejado de ganar con el proceso un estatuto cada vez más firme: ha de creer, en suma, que ella versa sobre cosas (átomos o insectos octópodos, por ejemplo) que a su vez no versan sobre nada (no son sujetos); de modo que, cuando formas toscas y aproximativas de la física toman como objeto poblaciones de una región del globo o mecanismos de información de los centros cerebrales a las células encargadas de verter hormonas en la sangre, o hasta quieren hacer objeto suyo la comparación entre los sistemas monetarios de dos reinos o el cambio de una escritura ideográfica por otra alfabética en cierta época, no podrán hacer con éxito nada de eso (es decir, con estilo que pueda elevar el estudio respectivo a la dignidad científica) si no es en la medida que consiguen hacer de esos temas verdaderos objetos mudos, y sólo así medibles y contables: cualquier asomo de subjetividad en sus objetos acarrearía de inmediato que el propio lenguaje de ese estudio quedase tachado de subjetivo y no científico. Tan necesaria es la oposición entre lo uno y lo otro. Y, sin embargo, la consideración desprevenida de la Ciencia (vista a su vez desde fuera, como objeto) muestra que, dondequiera que aparece un átomo, allí estoy YO (en cuanto que yo precisamente, objetivado, soy también un átomo), y los problemas que al estatuto o dinámica del átomo se les presenta son los mismos que se le presentan a la dinámica y estatuto de quien está razonando sobre el átomo.

Que la Ciencia necesite en su progreso valerse de un lenguaje matemático, responde a la condición misma de su objeto, la Realidad: teniendo el objeto al mismo tiempo que ser algo de lo que hay y que ser el que es, e.e. estar aquí y sin embargo ser un caso de la idea de su nombre, los números han sido desde siempre el instrumento para asegurar la realidad de la idea, al dotarla de lo que llamaban los viejos lógicos extensión (del concepto); pues no se establece la idea de la cosa hasta que no se cuentan cosas bajo su nombre; sólo en contar ovejas se funda claramente en «la oveja» o la ovinidad, y sólo el cómputo de partículas elementales de la misma clase establece la realidad de esa clase de partículas. De ahí que la Ciencia de la Realidad requiera del cómputo y el cálculo numérico. Y como la cuestión central es la de reducir la medida de la continuidad al cómputo, a su vez los números y el cálculo han tenido que desarrollarse (generalización del concepto de «número», y del cálculo diferencial a la teoría de catástrofes) por vías que no se deben al juego de Aritmética o Geometría en sí, sino a la necesidad de prestarle a la Física tal servicio.

La ciencia progresa (a velocidades más o menos aceleradas, a lo largo de los escasos 6.000 años de Historia y de los pocos más de 2.000 desde que quedó fundada con Aristóteles una Ciencia propiamente dicha en nuestro mundo) en virtud, según se cree, de las necesidades económico-sociales de las épocas; pero esa visión misma, con a su vez pretensiones de científico, mantiene una noción de Causa, que no resiste al análisis, y desatiende el motor interno del progreso, que está en la operación de la ciencia misma: a saber, que cualquier investigación, por sometida que esté a los intereses del Estado y capital que la financian, a poco que se olvide de su servicio (y siempre se olvida algo, por la imperfección misma del aparato de dominación) y se deje llevar por la pasión del entendimiento, viene a descubrir las contradicciones inherentes a la idea general o teoría científica imperante sobre la Realidad (así, el descubrimiento que formula Zenón de Elea, «un móvil no se mueve ni en el sitio donde está ni en el sitio donde no está»), y excita por tanto la revisión y perfeccionamiento de la idea o teoría, que trata de superar (en verdad, encubrir mejor) las contradicciones descubiertas (así, la fórmula de Zenón precede inmediatamente al establecimiento de la Ciencia propiamente dicha, cuyo problema crucial sigue siempre consistiendo en la noción de «cuerpo en movimiento», hasta que la nueva ideación de la Realidad descubra por honesta investigación sus contradicciones, dando lugar a una renovación de la teoría, y así sucesivamente.

La evidencia de ello alcanza en nuestros años a manifestarse en la fórmula de modestia de los físicos (que recogen así, domesticada, algo de la perplejidad que la desintegración de la idea de «partícula elemental», y tras ella de la de «universo», habían acarreado las investigaciones de la primera mitad del siglo, con la vuelta sobre la cuestión de la propia determinación cuantitativa de los hechos y la de la independencia entre la cosa y su observación), según la cual fórmula no pretende la Ciencia decir cómo es la Realidad, sino sólo ofrecer modelos o paradigmas (véase Paradigma) de interpretación posibles de los datos de la observación (eco lejano de lo que el propio Einstein, al margen de su quehacer científico, formuló una vez: que las formulaciones de la Ciencia «en cuanto se refieren a la realidad, no son verdaderas, y en cuanto son verdaderas, no se refieren a la realidad»); pero esa proclamación es inoperante en punto a alterar el estatuto de la Ciencia: pues nada queda de esa modestia paradigmática en la vulgarización de la teoría, que ha de seguirse recibiendo siempre como referente a la Realidad (¿para qué, si no, la Ciencia?); y ni siquiera a los propios científicos los libera de creer que aquello que formulan, aunque sea mediado por la reducción a mero y posible modelo de integración de datos, sigue refiriéndose a una realidad exterior al lenguaje de la Ciencia.

Dos procesos son esenciales al estatuto de la Ciencia: uno, el de la especialización, progresiva (con la fe implícita o explícita de que «entre todos sabemos todo», al estilo que Juan de Mairena comentaba, y de que los resultados de cada investigación se van acumulando para construir una teoría cada vez más cercana a la verdad), que evita el descubrimiento de las más groseras contradicciones, al imbuir en el científico, por el acto mismo de la especialización, la idea de que la Realidad es un todo constituido por sus partes; y otro, el de la vulgarización por la que la ciencia viene a confirmar (corrigiendo, mejorando) la imaginación o fe sobre la Realidad que ya de por sí está obligado a tener el vulgo, y por otra parte se hace perder eficacia a los vislumbres de contradicción que en el sentido común de las gentes de por sí descubre, por el fácil recurso a la convicción de que allá arriba hay quienes lo entienden: doctores tiene la Iglesia.

La Ciencia es parte indispensable del aparato de dominación, y con el progreso del dinero (Capital) y del poder público (Estado) progresa al mismo paso la incorporación de la ciencia al aparato empresarial y al estatal. Viene a ser así la Ciencia reemplazante de otras formas de fe más primitivas, las míticas primero y luego las teológicas. Largo tiempo en competencia con ellas, vive hoy la Ciencia en compromiso y colaboración con los restos de religión y con las supersticiones, no ya sólo en el conjunto de las poblaciones, sino aun dentro de la persona misma de un científico individual. Ya esa connivencia denuncia por vía externa las pretensiones de racionalidad de la Ciencia (razón disipadora de tinieblas en el atomismo antiguo de Epicuro o en la iluminación moderna de G. Bruno a la Revolución), pretensiones de razón que por rasgos más internos han quedado arriba puestas en evidencia: la Ciencia de la Realidad no es libremente raciocinante precisamente porque tiene que ser ideativa.

 

 

 

 

HISTORIA DE LA CIENCIA

Alberto Elena

 

La historia de la ciencia -decía Kuhn a finales de los sesenta- está saliendo de una larga y variopinta prehistoria: en cierta medida la apreciación sigue siendo justa aún en nuestros días. Naturalmente no por ello hay que pensar que hasta fechas recientes nadie se haya ocupado del desarrollo de las ideas científicas, pues tal cosa sería a todas luces falsa y -sin necesidad de retrotraernos aún más en el tiempo- bastará con recordar las contribuciones de los científicos de la Ilustración para dar fe de ello. Ahora bien, una cosa es esta historia de la ciencia hecha por francotiradores -científicos, en su mayor parte- y otra muy distinta es la consecución de un estatus académico y profesional por parte de quienes la cultivan, fenómeno paralelo a la consolidación de la especialidad como disciplina autónoma y que tan sólo ha tenido lugar después de la Segunda Guerra Mundial en algunos de los países culturalmente más avanzados. Así las cosas, bien podría decirse -parafraseando a Feyerabend- que la historia de la ciencia es una disciplina nueva sobre un tema muy antiguo: aquí, por la obvia razón de la limitación de espacio, únicamente atenderemos a su más reciente prehistoria.

Acaso desde su misma formación, pero luego en las grandes contribuciones del siglo XIX, la historia de la ciencia había estado vinculada a una tradición historiográfica de corte positivista. Tratados como los de Whewell, Günther o Dannemann tienen más de catálogos que de auténticas historias de la disciplina (o de las diversas disciplinas científicas, meramente yuxtapuestas). A falta de cualquier aglutinante -por nimio que fuera que permitiese a los estudiosos hacer un frente común, los padres de la moderna historiografía de la ciencia ejercían por lo común de científicos profesionales (Duhem, Cantor, Sudhoff .. ), y ello si es que no se veían obligados a subsistir como funcionarios del Estado (Heath, Ver Eccke ... ) o a dedicarse a métiers aún más insólitos (caso de Tarmery, empleado de la Tabacalera francesa). El estudio de la historia de la ciencia seguía siendo, pues, una aventura estrictamente individual cuando irrumpió en escena George Sarton, que habría de ser su gran apóstol y propagandista.

Sarton, originario de Bélgica (donde se doctoró en matemáticas con una tesis sobre la mecánica newtoniana), se afincó en los Estados Unidos en 1915 y es en este país donde habría de desarrollar su amplia labor docente e investigadora. Su trayectoria está sin duda ligada a la de la revista Isis, que fundara en Bélgica en 1913, y que continuaría dirigiendo al otro lado del océano durante más de cuarenta años. Isis,  revista pionera en el campo de la historia de la ciencia (tan sólo precedida por el Archiv für die Geschichte der Naturwissenschaften und der Technik y la Rivista di storia critica delle scienze mediche e naturali, ambas superadas de inmediato por aquélla), lograría subsistir gracias al hecho de convertirse en el órgano de la History of Science Society, fundada en Boston en 1924, antes incluso de que se constituyera -cuatro años más tarde- la Académie Internationale d'Histoire des Sciences. Bajo los auspicios de ésta se celebró en París en 1929 el 1 Congreso Internacional de Historia de la Ciencia con lo que se inauguró una larga trayectoria que alcanza ya su decimoséptima edición (Berkeley, 1985). La Académie publicó asimismo Archeíon -luego Archives Internationales d'Histoire des Sciences- que, junto a Isis y Osiris (Revista fundada por Sarton en 1936 para dar cabida a artículos más técnicos y extensos que los contenidos en Isis) constituirán por mucho tiempo las principales publicaciones especializadas en este campo.

La historia de la ciencia conocía así un primer conato de institucionalización, pero aún seguía ausente de los curricula universitarios y carecía de un nicho académico propio. Existían algunos cursos esporádicos -siempre en secciones de filosofía, filología, física o medicina-, pero, al margen de los que con un carácter marcadamente excepcional impartía Sarton en Harvard, todos ellos adolecían de una ostensiva falta de continuidad. En 1941 se creó en Madison (Wisconsin) el primer Departamento de Historia de la Ciencia, pero permaneció inactivo hasta el final de la guerra. Sólo entonces llegaría a generalizarse esta iniciativa (muy pronto imitada en Gran Bretaña) y la nueva disciplina adquirió carta de naturaleza en las universidades anglosajonas. En 1947, I. Bermard Cohen alcanzaría por vez primera el grado de Doctor en Historia de la Ciencia con una tesis sobre Franklin que había supervisado el propio Sarton.

Pero Sarton, aparte de esta labor como gestor propagandista, llevó también a cabo algunos trabajos tan notables como su monumental Introduction to the History of Science (iniciada en 1927 e interrumpida antes de poder ocuparse del Renacimiento), obra todavía inserta dentro de la tradición positivista de la disciplina. Sarton, en su aspiración de conferirle a la misma un alto grado de autonomía y especialización, trató por encima de todo de librarla de cuanto oliese a especulación y metafísica. Convencido de que la historia de la ciencia no era sino la historia del descubrimiento de la verdad objetiva, Sarton se aplicó a una labor filológica interesada básicamente por establecer cronologías y prioridades en el desarrollo de las ideas científicas. De ello resultó una visión de la historia en blanco y negro, sin matices, clasificándose a los científicos conforme a categorías excluyentes: aquellos que acertaban a hallar el camino de la verdad y quienes erraban y quedaban al margen del glorioso sendero de la historia. Los patrones de la evaluación eran, en virtud de esa optimista concepción acumulativa del progreso científico, siempre los actuales, pues sin duda el hombre del siglo XX estaba mucho más cerca de la verdad que sus predecesores.

Frente el influjo de la historiografía sartoniana, Pierre Duhem y E.A. Burtt abrieron -cada uno por su lado- nuevos caminos a quienes deseaban cultivar esta disciplina. Duhem, al abrazar una epistemología convencionalista, había relativízado considerablemente las dogmáticas posiciones que Sarton habría de consagrar, e introdujo asimismo una dimensión continuista en el estudio de la historia de la ciencia, hasta entonces contemplada por lo general como una sucesión de cataclismos o revoluciones. Burtt, por su parte, puso de relieve el enorme influjo ejercido por las diferentes concepciones filosóficas y teológicas sobre el desarrollo de las ideas científicas, aunque el suyo fuese un enfoque un tanto psicologista y no alcanzase a formular ninguna tesis general al respecto: tal tarea quedó para Alexander Koyré.

La contribución de Koyré -nacionalizado francés, aunque nacido en Rusia- no puede entenderse si es en el marco de las coordenadas trazadas por Sarton, Duhem y Burtt. Decidido enemigo del positivismo sartoniano -en el que no veía sino a una alicorta labor erudita-, Koyré estableció una directa correlación entre el desarrollo de las ideas científicas y el de los grandes sistemas filosóficos del pasado. El pensamiento científico no se desarrolla in vacuo, sino más bien en el interior de un cuadro de ideas y presupuestos que caen dentro de lo que tradicionalmente ha sido dominio de la filosofía. Así, no cabe estudiar de forma aislada la historia de la ciencia, puesto que -según Koyré- se da una unidad fundamental en el pensamiento humano: no exageran lo más mínimo sus discípulos cuando afirman que de su maestro aprendieron ante todo una forma de contemplar la disciplina, es decir, la historia.

En contra de lo que había sostenido Duhem, Koyré cree que efectivamente se producen discontinuidades en el desarrollo de las ideas científicas, si bien -frente a Sarton- no las concibe como bruscos golpes de timón resultantes de uno u otro descubrimiento, sino como profundas transformaciones de los esquemas mentales de una época y de sus categorías de interpretación de la realidad. Sus Etudes galiléennes (1939) constituyen acaso el mayor hito de toda la historia de esta joven disciplina y probablemente todavía hoy continúan haciendo las veces de vademecum iniciático para buen número de jóvenes historiadores. Sea como fuere, la gran quaestio disputata de la moderna historiografía de la ciencia encontró ya su eco en las páginas de ese fecundo ensayo: me refiero, claro está, a la controversia que opone a internalistas y externalistas. Koyré, al hablar de mutaciones estrictamente intelectuales, rehusó siempre aceptar aquellas tesis que subrayan el influjo determinante de factores extrateóricos (fundamentalmente tecnológicos y económicos) sobre el desarrollo de la ciencia. La cuestión estaba a la orden del día porque el sociólogo norteamericano Robert K. Merton acababa de publicar en Osiris (1938) un largo trabajo titulado «Science, Technology and Society in Seventeenth-Century England», en el que abogaba por tales puntos de vista y ofrecía una interpretación externalista del nacimiento de la ciencia moderna. Con los años, Koyré se mostró cada vez más intransigente hacia estos enfoques, arrastrando tras de - sí a un nutridísimo grupo de discípulos (Taton, Costabel, Russo, Hall, Gillispie, etc.), pero al mismo tiempo la producción de los historiadores de corte externalista se hizo cada vez más significativa y, desde luego, ganó en lucidez y sofisticación; bien puede decirse que las espadas siguen en alto, aunque en la actualidad parezca obvio que no se trata de una disyunción excluyente en la que el historiador deba apostar por una y sólo una de las opciones.

Naturalmente no son éstas las únicas cuestiones debatidas por los historiadores de la ciencia. La progresiva convergencia de historia y filosofía de la ciencia en la década de los sesenta -gracias a los trabajos de Kulin, Feyerabend, Lakatos y un largo etcétera- obligó a (re)plantearse algunos problemas que hasta entonces no habían alcanzado la repercusión a que sin duda eran acreedores. Así, filósofos e historiadores se preguntaron al unísono por la racionalidad o irracionalidad del progreso científico -supuesto que éste existiera- y en sus estudios sobre la gran revolución científica del siglo XVII sacaron a relucir la existencia de numerosas líneas de fuerzas difícilmente reductibles a los habituales patrones esgrimidos por los epistemólogos: el notable auge de los estudios sobre el hermetismo renacentista, por ejemplo no puede explicarse sin atender a este contexto. En cualquier caso, tampoco en este punto puede decirse que la discusión haya quedado zanjada y ante la imposibilidad de ocuparnos aquí in extenso de la misma, el lector interesado deberá consultar las entradas Filosofía -teoría- de la ciencia; Paradigma; Programas de investigación; Progreso científico; Ruptura epistemológica; Teorías-paradigmas-inconmensurables; y ¿Todo vale?

 

 

 

FILOSOFÍA -TEORÍA- DE  LA CIENCIA

Andrés Rivadulla

 

La dedicación cada vez más intensa y extensa a la ciencia por parte de los países desarrollados, y la diversidad y especialización crecientes de las disciplinas científicas, nos proporcionan un conocimiento cada vez más profundo del mundo que, aparte de la satisfacción intelectual que ello supone, nos permite un aprovechamiento práctico de indudable importancia para la vida humana, para nuestra felicidad. Los avances en medicina, agricultura, prevención de catástrofes, medios de comunicación, etc. son una referencia cotidiana de cómo una investigación -más o menos orientada, más o menos condicionada- del mundo produce beneficios para la humanidad (desgraciadamente también peligros gravísimos de holocausto nuclear y ecológico que, ¡ojalá!, el triunfo de la razón y la solidaridad puedan algún día hacer desaparecer). Al margen de estos riesgos, demasiado presentes para ser obviados, podemos convenir que la ciencia investiga el mundo por el afán de conocimiento, por la necesidad de satisfacer la curiosidad que estimula lo que nos rodea y lo que no vemos, pero intuimos, y con el objeto de sacar provecho práctico para la vida de nuestra especie y entorno.

Desde un punto de vista filosófico, y en un nivel que nada tiene que ver con la divulgación o el periodismo científicos, la actividad científica misma y sus productos plantean un número considerable de interrogaciones que no interesan primariamente al hombre de ciencia, porque no son preguntas propias de la ciencia real sino de la metaciencia, a saber: las cuestiones que conciernen la definición y clasificación de los conceptos científicos; el problema de los términos teóricos de la ciencia; la naturaleza de las leyes científicas; la estructura lógica, evolución y desplazamiento de las teorías científicas; la contrastación empírica de la hipótesis y teorías y la posibilidad de una lógica inductiva; la lógica de la inferencia estadística; la explicación científica; el progreso científico; la fundamentación del conocimiento; el sentido y la referencia de los términos de la ciencia; la normatividad de la actividad científica; la verdad, etc. Estas cuestiones, y muchas más, que son las que interesan al filósofo o teórico de la ciencia, constituyen las preguntas de carácter metodológico, lógico, epistemológico y semántico que agotan el objeto de la filosofía o teoría de la ciencia, la cual se conforma así como una disciplina de rango metacientífico: mientras la ciencia investiga el mundo, la filosofía (teoría) de la ciencia analiza la ciencia misma. Digamos, entre paréntesis, que filosofía de la ciencia es el término que se emplea en el ámbito anglosajón, y teoría de la ciencia el que se utiliza en el ámbito germánico.

La filosofía de la ciencia da cuenta pues tanto de cuestiones sistemáticas (o sincrónicas) de la actividad científica, como de aspectos históricos (o diacrónicos) de la misma, e.d. del cambio científico. Mas, sobre la naturaleza de la teoría de la ciencia, cabe preguntarse también si ésta es una disciplina empírica dedicada exclusivamente a describir e identificar la estructura lógica de los productos proporcionados por la ciencia y su forma de aplicación a la realidad, o si por el contrario (o también), se encarga de dictar las normas por las que se debe guiar la actividad científica real.

El recurso a la afirmación de que la tarea de la filosofía de la ciencia es la de llevar a cabo una reconstrucción racional de la ciencia, o sea, una explicación del conocimiento científico por medio de conceptos lógicos, epistemológicos y pragmáticos, según opina Wolfgang Stegmüller, no evita la cuestión, ya que toda reconstrucción racional de la ciencia -y lo que se viene haciendo en teoría de la ciencia desde sus orígenes no es sino plantear propuestas de reconstrucción racional del conocimiento científico- o bien se hace desde una perspectiva filosófica determinada, o bien es susceptible de recibir una interpretación filosófica particular. Ahora bien, toda filosofía o teoría acerca de la ciencia comporta siempre una metodología en base a la cual se reconstruye racionalmente la ciencia. Luego, parece difícil negar que, además de descriptiva, la filosofía o teoría de la ciencia, también es de facto una empresa normativa o prescriptiva.

El origen oficial o público de la filosofía actual de la ciencia puede situarse en el Primer Congreso sobre Epistemología de las Ciencias Exactas, celebrado en Praga del 15 al 17 de septiembre de 1929. La propuesta de su celebración fue sugerida por Hans Reichenbach y su organización corrió a cargo de la Sociedad Ernst, Mach de Viena en colaboración con la Sociedad de Filosofía Empírica de Berlín. La invitación a participar en el mismo fue incluida en la invitación a asistir al Quinto Congreso de Físicos y Matemáticos Alemanes, una vez que la Sociedad Alemana de Físicos aceptase la conexión del citado Primer Congreso con el de físicos y matemáticos. Algunas ponencias, como la de Philippe Frank, que también leyó el discurso de apertura: «¿Qué representan las teorías físicas actuales para la teoría general del conocimiento?» y la de Richard von Mises: «Sobre regularidad causal y estadística en la física», fueron presentadas en el Congreso de Físicos y Matemáticos. El hecho pues, por una parte, de la concurrencia de físicos, matemáticos y filósofos en un congreso en el que se discutió sobre la concepción científica del mundo (del Círculo de Viena), sobre probabilidad y causalidad, y sobre cuestiones fundamentales de lógica y matemática -lo que demostraba que en filosofía se estaba produciendo un auténtico cambio de orientación o de rumbo-, y la circunstancia, por otra parte, de que en sucesivos congresos y publicaciones se fuera desarrollando la temática discutida en el Primer Congreso mencionado, hasta formar el cuerpo de cuestiones que hoy constituye -académicamente hablando- la filosofía o teoría de la ciencia, autorizan a considerar justamente situado el origen de esta moderna disciplina. Este hecho no debe hacernos olvidar sin embargo la existencia de una filosofía de la ciencia precedente con concepciones tales como pragmatismo de Ch. S. Peirce y W. James, el convencionalismo de H. Poincaré, el instrumentalismo de P. Duhem, el operacionalismo de P.W. Bridgmann, así como la moderna filosofía de la naturaleza de W. Ostwald y H. Dingler, ni tampoco el que la epistemología del positivismo lógico, una de las dos cunas -la otra la representa cuasi en solitario Karl R. Popper- de la filosofía actual de la ciencia hundiese sus raíces en el empirismo de Locke, Berkeley y Hume, el positivismo de Comte y Mill, el atomismo lógico de Russell y el empiriocriticismo de Mach y Avenarius.

La filosofía de la ciencia nace ya sobre el fondo de una disputa que concierne la esencia misma de la epistemología: frente a la cuestión central del positivismo o empirismo lógico, o neopositivismo: “¿a qué es reducible el conocimiento?”, Karl Popper planteó la siguiente, característica de su posición denominada posteriormente racionalismo crítico: «¿cómo podemos criticar óptimamente nuestras teorías?». Esta divergencia básica determinó también dos actitudes radicalmente opuestas acerca tanto del criterio de demarcación entre ciencia y pseudociencia -el de falsabilidad de Popper frente al neopositivista de verificabilidad en principio-, como principalmente sobre la posibilidad de una lógica inductiva, polémica ésta entre carnapianos y popperianos que aún perdura.

Por otra parte, y ya más recientemente, la orientación diacrónica o histórica de la filosofía de la ciencia también ha dado paso a una gran controversia sobre las formas, métodos y metas del progreso científico. El coloquio internacional sobre Filosofía de la Ciencia, celebrado en Londres en 1965, y cuyas ponencias aparecen recogidas por Imre Lakatos en 1970 en La crítica y el desarrollo del conocimiento, Barcelona, Grijalbo, 1975; la publicación por Paul K. Feyerabend en 1970 y 1975 de su Contra el método y Tratado contra el método respectivamente en Barcelona, Ariel, 1975, y Madrid, Tecnos, 1981; la aparición en 1971 de la obra de Joseph D. Sneed: The Logical Structure of Mathematical Physics, Reidel, Dordrecht-Holland, y finalmente el Coloquio sobre la Lógica y Epistemología del Cambio Científico, organizado en Helsinki por la Sociedad Filosófica de Finlandia en 1977, y cuyas ponencias aparecen recogidas en Acta Philosophica Fennica, 1978, han puesto de manifiesto la existencia de la polémica Popper-Kulin-Lakatos acerca del desarrollo científico, del enfrentamiento del anarquismo epistemológico de Feyerabend con Popper, Kuhn y Lakatos, y de la rivalidad de las concepciones realista y estructuralista acerca del progreso científico: controversias que ocupan en gran medida la atención de los teóricos de la ciencia contemporáneos.

La filosofía de la ciencia es en España una disciplina considerablemente nueva, si bien en el ámbito hispanoamericano el argentino Mario Bunge, profesor de la Universidad Mc Gill de Montreal, contribuye desde los años sesenta al desarrollo de la misma manera importante. Entre las obras más modernas sobre o de filosofía de la ciencia publicadas en España por filósofos latinoamericanos y españoles cabría destacar a Mario Bunge, Epistemología, Barcelona, Ariel, 1981: Nicanor Ursua y otros, Filosofía de la Ciencia y Metodología Crítica, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1981; Carlos U. Moulines, Exploraciones Metacientíficas, Madrid, Alianza Editorial, 1982; Jesús Mosterín, Conceptos y teorías en la Ciencia, Madrid, Alianza, 1984; Andrés Rivadulla, Filosofía actual de la Ciencia, Madrid, Editora Nacional, 1984.

 

 

 

CIENCIA-TÉCNICA

Laureano Pérez Latorre

 

En sus líneas más abstractas la relación entre ciencia y técnica es una variante del viejo asunto filosófico teoría-práctica, pero hoy resulta además algo muy vivo, pues ambas son realidades que de hecho influyen y condicionan la vida y el futuro del hombre. De ahí que buena parte de las ideas sobre ese doblete se haya centrado más que en el estudio de su racionalidad específica, en los problemas prácticos y morales que las dos comportan. No obstante, parece conveniente una reflexión crítica sobre tales conceptos y su uso, aunque sólo sea para deshacer ciertos equívocos y ayudar con ello a un planteamiento más claro del tema. Lo que haremos es caracterizar de forma muy esquemática cada una de ellas y así ver sus semejanzas y diferencias.

Lo que en la actualidad se entiende por conocimiento científico o ciencia (la ciencia, como la Religión o la Filosofía, es una mala abstracción interesada) es la articulación de tres aspectos o componentes indisolubles: teórico, práctico e ideológico. En el teórico la ciencia aparece como un sistema de explicar y racionalizar el mundo con métodos, normas, conceptos, valores, etc., que la configuran como un modo de conocimiento específico. En el práctico hay que hacer hincapié en su aplicación, en su utilidad, en la capacidad real de transformar y controlar más profunda y rápidamente el mundo natural o social. Finalmente, en el ideológico resulta la ciencia una forma de justificación de los más variados intereses sociales, además de las valoraciones que ella misma incluye: mayor conocimiento, liberación del hombre (o su opresión y control, según gustos) etc., y los nuevos valores que necesariamente va creando como realidad social que es.

Por la lógica de la división del trabajo, en la filosofía de la ciencia y en los ámbitos académicos se tiende a privilegiar el primero de ellos y a considerar a los otros dos como secundarios o históricamente contingentes. Pero siendo una forma de conocer la realidad es, el mismo tiempo y por fuerza, una manera de actuar sobre ella: incluso en el plano reducido de la investigación científica, la contrastación, sea empírica o teórica, es en última instancia una acción material programada, un momento inexcusable de ella y no un añadido accidental. Por otra parte, los valores de la ciencia no son sólo los clásicos de verdad, universalidad, validez general y objetividad, sino también la operatividad y, derivados de ésta, el poder y el prestigio. Si únicamente fuera un modo de entender el mundo y de dar sentido a nuestra experiencia, la ciencia no sería muy distinta y «mejor» que la filosofía o la mitología. Su carácter y superioridad residen precisamente en eso: en su dominio y actuación eficaz sobre lo real dentro de unos marcos productivos y unos intereses sociales que exigen algo diferente de la economía artesanal y del control religioso. Es indudable que esos tres valores -operatividad, poder, prestigio- se basan en gran medida en los cuatro antes citados; que la verdad y objetividad científicas, por ejemplo, nos hace conocer mejor la estructura profunda y compleja de los hechos, única manera de poder modificar radicalmente lo real. Pero no debe olvidarse que esos valores resultan adecuados y valiosos en función de unos objetivos, manifiestos o latentes. Para el budismo zen o el éxtasis trascendental, pongamos por caso, son la salvación, la felicidad, la fusión con lo absoluto o cosas similares, y las nociones de verdad y conocimiento implicados en ellos cobran sentido, como saber social dominante, en base a esos objetivos y a unas determinadas circunstancias históricas.

Para la ciencia, por contra, son la transformación, el dominio, la disponibilidad técnica, etc., y todo ello con independencia de la subjetividad y motivaciones de santones o científicos, según los casos. Es esa disparidad de fines la que posibilita el que saberes tan diferentes sigan coexistiendo incluso en las sociedades actuales. Por eso resultan ya insostenibles (a no ser como perlas de la ideología gremial científica) especies como «la ciencia busca conocer por conocer» o «para el científico el conocimiento es una meta última que no requiere justificación». Si se trata de conocer por conocer, sin que otras metas o las condiciones históricas intervengan, entonces el surgimiento, desarrollo y predominio de la ciencia frente a formas distintas y muy anteriores de conocer resulta algo tan esotérico como la cábala. En suma: por su método, por sus objetivos y por la realidad social en que se inserta, la ciencia es un tipo de conocimiento volcado en la transformación y dominio más eficaces de cosas y hombres; sin ello sería otro modo de conocimiento, pero no el científico.

La técnica, en un sentido laxo y referida al hombre, es una acción racional con vistas a modificar el medio y a sí mismo. Más antigua y genérica que la ciencia, se la considera como un saber práctico y útil pero con escaso fundamento teorético. Sin embargo, desde finales del siglo XIX, su aplicación masiva y su conexión con la ciencia la han transfigurado en tecnología, y con ello se han acrecentado las dudas acerca de su identidad, sentido, bondad para el hombre, etc. Pues eso es la tecnología: técnica aplicada a la producción y basada en conocimientos o/y métodos de la ciencia; es decir, la síntesis de teorías científicas, técnicas especiales y artefactos complejos. Aunque acaso sea un reduccionismo algo abusivo, en adelante entenderemos tecnología como la técnica actual y haremos sinónimos ambos sustantivos. Lo propio de ella es la utilidad, la eficacia en, y el control de problemas concretos; sus condiciones: el conocimiento científico y todo el aparato industrial de las sociedades llamadas avanzadas.

Por lo que vemos, ciencia y técnica coinciden su sentido transformador, también, y de momento, en la dependencia de ésta respecto de aquélla. Asimismo, como diversos estudiosos han hecho notar, la estructura formal, el esquema lógico de ambas es muy similar; sus sistemas de explicación e investigación concuerdan sustancialmente. En fin, aparece de hecho soldada íntimamente a la técnica en la estructura productiva, dando lugar a la pomposa denominación «revolución científico-técnica». ¿Cómo, pues, diferenciarlas? Veamos algunas respuestas, todas ellas versiones de una misma obsesión.

Primeramente, frente a esa realidad fáctica, se recurre a la distinción entre ciencia pura (o básica) y ciencia aplicada, de suerte que aunque ésta resultase ya indiscernible de la técnica, siempre quedaría a salvo el carácter teorético de la ciencia en sí- la ciencia pura trata sólo con la verdad, su campo de investigación es más amplio, la formulación de teoría es su tarea primordial, etc. Pero incluso la ciencia pura necesita y depende cada vez más de la técnica para la contrastación de sus hipótesis, así como a su vez la técnica le plantea nuevos problemas y hace surgir facetas originales en los fenómenos investigados, de manera que ambas forman un ciclo continuado donde es difícil determinar cuál de ellas es condición de la otra; esto es particularmente claro en las ciencias más desarrolladas y punteras. En segundo lugar, desde el lado de los objetivos, la técnica (y su gemela, la ciencia aplicada) es instrumentalista y pragmática, le interesa sólo el conocimiento en tanto sea útil, busca resultados operativos; la ciencia pura, un mayor y mejor conocimiento con independencia de otra consideración. Aquí hay que volver a aplicar las críticas hechas, líneas antes, a propósito del conocimiento «desinteresado». Pero además, en realidad, en estos argumentos ¿no se está confundiendo objetivos con justificaciones? La técnica no se presenta como un fin en sí mismo, sino como medio o requisito para metas superiores: el bienestar, la libertad, el progreso, etc. Estos objetivos (y a la vez valores) son tan absolutos y últimos como puedan ser los de conocimiento y verdad de la ciencia; más aún, unos y otros se condicionan mutuamente. Sin embargo se utilizan criterios distintos: en el caso de la técnica se toma sólo en cuenta su realidad institucional y social, y en el de la ciencia, las convicciones del investigador teórico o, como también se dice, el «espíritu de la ciencia».

Lo que discutimos no es, por tanto, el que el conocimiento de la supuesta ciencia pura (o aplicada, o ciencia sin más) sea más «profundo» que el de la técnica, asunto que se quiere hacer pasar como crucial, sino que haya ciencia sin técnica, que pertenezcan a campos distintos y que se basen en valores y objetivos dispares. A menos de quedarse anclados en la idealizada imagen de la ciencia, representada por individuos como Galileo o Einstein, nos parece que en todo caso la diferencia entre una y otra sería de grado pero no de naturaleza y, en realidad, una cuestión de especialización.

Por último, y quizás sea la razón de más peso, las diferencias vendrían del lado ético y del uso que se haga de ellas. Es así que la ciencia construye teorías que nos explican ciertos sucesos, y la técnica descubre, y con la industria construye, los elementos idóneos bien para manejar algunos de esos sucesos, bien para producir fenómenos concretos. Lo importante, se dice, es que la técnica no es autónoma ni neutral en su objeto y finalidad: ambos vienen determinados por los poderes económicos, las decisiones políticas y las concepciones ideológicas consiguientes, en base a patrones de eficacia y utilidad. La ciencia, por su parte, sí: la objetividad y verdad de la investigación no tienen condicionantes externos a ella misma. Otra vez se recurre indirectamente a la tajante distinción pura/aplicada a fin de descargar la responsabilidad moral sobre la técnica, que sería la comprometida, y de salvaguardar la pureza de la ciencia, que sería el bueno de este drama. ¿No recuerda esto la vetusta dicotomía entre la filosofía como amor al saber y ciencias particulares como empeño de dominar el mundo? Pero en este cínico juego del «tú la llevas», también la técnica puede reivindicar su inocencia: la ciencia es quien pone los conocimientos, los poderes políticos los objetivos, y quienes juzgan su buena o mala aplicación son los diversos grupos sociales. Ella es eso: una «técnica», un medio neutral. La ideología tecnicista bascula en esta doblez: en un caso es tecnocrática (como cruzado del bienestar) y en otro tecnoflácida (sufrido instrumento de ciencia y política). Igual ocurre con la ideología cientificista: ora es descarada («sólo con la ciencia es posible el progreso» según propagaba el Forum Atómico Español), ora la inmaculada conceptuación (conocer por conocer).

Descendiendo a un terreno más concreto, es obvio que los científicos no investigan objetos indiscriminadamente, sino que eligen unos y no otros, y esa elección está también prefijada (más allá de vocaciones, gustos y capacidades personales) por los mismos poderes que dirigen la técnica. Los especializados sistemas de ambas requieren un tiempo, unos medios y unas condiciones que sólo una fuerte financiación, privada o estatal, puede proporcionar. Son esos poderes e intereses los encargados de hacer posibles o no, de fomentar o no, las investigaciones y aplicaciones tanto de la ciencia como de la técnica: los ejemplos de tales preferencias son abundantísimos y, en el caso de las ciencias sociales, el filtro ideológico resulta aún más evidente. Que las ciencias no rinden una utilidad instrumental inmediata y que no se las sostiene sólo por esa premura, es cierto; tan cierto como que con sus investigaciones -la mecánica cuántica y la genética son dos casos típicos- se obtienen a medio y largo plazo resultados prácticos y operativos: eso ya lo han aprendido los gobiernos y las multinacionales, pero no al parecer ciertos teóricos de la ciencia. Frente al tópico de que la curiosidad científica puede a veces dar frutos prácticos y aplicarse técnicamente, parece más realista considerar que ciencia y técnica son «momentos» de un solo y mismo proceso, con un común objetivo general.

La bondad o maldad del complejo científico-técnico, así como su sentido y uso, guardan relación con el papel que desempeñe y los fines perseguidos; pero tal complejo no es independiente de la realidad social, sino que constituye uno de sus elementos y motores, y ni siquiera el principal. Es, pues, en el modelo de sociedades elegido, o impuesto, donde se juega el tipo de ciencia-técnica que hay que gozar o sufrir.

 

 

CIENCIA SOCIAL, CONOCIMIENTO ESPONTÁNEO Y SENTIDO COMÚN

Fermín Bouza

 

La distinción entre lo sagrado y lo profano en las sociedades primitivas y, consecuentemente, entre magia y religión, por una parte, y ciencia por otra, es más aparente que real (véase Malinowski, 1979): una división de espacios y tiempos, de lugares y horas, casi apenas de método, todavía. Lo sustancial de estos tres saberes es la búsqueda de conocimiento sobre el mundo y el trasmundo. Ayer y hoy la necesidad y la intención de conocer se estructura en estratos varios que, ahora sí, son divisiones fundamentalmente de método. No se puede hablar de magia, ciencia y religión como de algo absolutamente separado, pero sí es factible aceptar, con los clásicos, ciertas variaciones de método entre los saberes sagrados -que ahora habrá que completar- y la Ciencia. Si entendemos por profano todo saber deliberadamente sistemático que tiende a la corroboración y rechaza por principio el sentido común, la ciencia sería ese saber desacralizado. Al contrario, toda conducta cognoscitiva que ignora la sistematicidad y la refutación, es pura intuición, estricto sentido común personal en el que pastan aún todos los símbolos y creencias intocadas, sagradas.

El conocimiento espontáneo aparece históricamente bajo una forma en la que el sujeto y el objeto se confunden, prolongando el hombre y el grupo su propio ser en toda la realidad, «proyectando» su propia «ánima» (animismo) en todo lo que existe. De este primer conocimiento espontáneo podríamos decir lo mismo que Piaget del lactante, con todos los matices y cautelas precisos a tal comparación filo-ontogenética: «En una estructura de realidad en la que no existen ni sujetos ni objetos, es evidente que el único lazo posible entre lo que será un sujeto y los objetos está constituido por las acciones, pero por acciones de un tipo particular, cuya significación epistemológica parece instructiva. En efecto, tanto en el terreno del espacio como de las diversas modalidades (claviers) perceptivas en construcción, el lactante relaciona todo a su propio cuerpo como si fuera el centro del mundo, pero un centro que se ignora a sí mismo. En otras palabras, la acción primitiva se caracteriza al mismo tiempo por una indiferenciación completa entre lo subjetivo y lo objetivo y por una centración fundamental aunque radicalmente inconsciente, puesto que está ligada a esta indiferenciación» (Piaget, 1970, pp. 16-17) (el subrayado es mío).

Que la operación que se adscribe históricamente a la cultura milesia de traspasar el momento animista y escindir al sujeto de su objeto para mirarlo, para observarlo, sea extensible al conocimiento general espontáneo del hombre común, de hoy y siempre, es más que dudoso. Que la ciencia, incluso, haya abandonado para siempre los pecados proyectivos, es patentemente falso. Pero como intención es rigurosamente cierto: la ciencia se ha construido sobre el postulado de la distancia.

Con una arrogancia ilimitada, el conocimiento científico ha reducido al conocimiento espontáneo al mundo de lo trivial, enajenado e insignificante. Esta actitud puede haber sido -con importantes matices-, al menos en las ciencias naturales, enormemente fructífera: cuando Leucipo y Demócrito postularon los átomos lo hicieron contra el sentido común. Contra el sentido común son las tesis de Einstein, de Freud y, en muchos puntos, las de Marx.

Sin embargo, es preciso comenzar a diferenciar ya entre ciencias sociales y naturales para situar el tema del conocimiento espontáneo en su justo lugar en cada caso, porque si el sentido común sirve poco más que para improvisar algunos juegos de «bricolage» con los objetos naturales, por contra, el sentido común sirve también para vivir socialmente: para organizar la vida propia y la vida del grupo, captar y manipular las acciones e interacciones, etc. El conocimiento social espontáneo constituye una sociología altamente elaborada que se puede convertir en objeto de la Sociología, que actúa así, entonces, como Metasociología. En esta línea, estarían los interaccionistas simbólicos (en la línea de G.H. Mead, véase Mead, 1972), los sociológos de la vida cotidiana (como Goffman) de diversa procedencia, sean o no clasificables como etnometodólogos (a la manera de Garfinke1, véase Garfinke1, 1967).

Si aceptamos que el sentido común no es algo absolutamente deleznable, las barreras entre lo sagrado y lo profano, entre la razón mágico-religiosa y la científica, pueden diluirse, aunque sólo sea a efectos analíticos.

Entendamos por sentido común, a partir de ahora, todo género de creencias no siempre explícitas y conscientes que comparte ampliamente una comunidad. Estas creencias son el soporte orientativo que pone en marcha los mecanismos de adaptación y aprendizaje social en los actores «normales». Son el soporte, por tanto, del conocimiento espontáneo. Como quiera que tal conocimiento, supuestamente asistemático, hace posible la vida social, ningún científico social podría minusvalorar la sociología espontánea y pragmática, el saber sacro, como fuente de observación y fundamentación. En el caso de la sociología, el sentido común adquiere un carácter bien diferente al del resto de las ciencias, en particular de las naturales. No se puede y no se debe hablar, propiamente, de una ruptura entre ciencia y sentido común, sino, apenas, del intento de sistematizar o reelaborar, para modificarlo, tal sentido común. He aquí, ya, una de las primeras e importantes diferencias entre ciencias sociales y naturales. Mientras que los actores han tenido que ejercitar un sentido común social para subsistir, el sentido común sobre objetos naturales ha sido casi innecesario e inoperante, al haberse traspasado la responsabilidad cognoscitiva a la comunidad científica.

Con todo, incluso en la Sociología es preciso romper la pura unidad ciencia/sentido común y proponer modelos analíticos nuevos. Reivindicar el papel del sentido común no debe significar un acatamiento neto de sus valores teórico-prácticos; conceptos como «clase» o «inconsciente», tan discutibles y fructíferos, han nacido, en la ciencia social, como rupturas con el sentido común.

El sentido común no ha sido bien tratado en ningún caso, y las referencias al «saber vulgar» son excesivas en la historia de la ciencia. En el caso de la ciencia social todo esto ha servido para cegar vías muy positivas de análisis.

Con esta valoración relativamente justiciera del sentido común y del conocimiento espontáneo, podríamos situar ya al hecho social de «lo científico» en un lugar algo menos dramático del que le asignan buena parte de los propios científicos: la ciencia aparece así como una forma elaborada de «sentido común»: el propio sentido común científico, de cuyas características habla oblicuamente Kuhn (1969) cuando nos narra los supuestos socio-grupales que sustentan la «ciencia normal».

Efectivamente, «lo científico» aparece entonces como alternativa al trabajo «normal» fundado en la «ciencia normal» que el paradigma genera: lo científico quiebra el sentido común nacido del uso del paradigma hasta ahora dominante. Vemos, pues, cómo la ciencia requiere, para definirse en cada momento -y no sólo de una vez para siempre de una referencia «común» que, sin dejar de ser ciencia, ya no es cierta, y se constituye como saber erróneo o vulgar según el grado de tenacidad o información de los resistentes.

La ruptura histórica entre el saber científico y el vulgar se da en el preciso momento procesual en que se consolida la división del trabajo social. No está de más recordar que el «científico» por excelencia, el que posee las claves auténticas de lo real y lo transreal, mezcla aún de magia, ciencia y religión, es el mago. Y su figura deviene históricamente en dos papeles al menos: el de sacerdote y el de sabio, cuando no ambos a la vez, como en el caso de la Verdad paulina y medieval que instaura la unidad de todo conocimiento bajo los auspicios de la palabra sagrada. Y de aquí debe derivarse un cierto estado social del científico, que se ha convertido en portador de claves, y en determinante, por tanto, de la vida común. Más aún en el caso del científico social, cuyas teorías, en tanto que profecías autocumplientes o autonegantes, funda buena parte del futuro colectivo. Así, la ciencia es, frente al sentido común, un saber acreditado y determinante, siendo el saber vulgar un reflejo antiguo de alguna ciencia que lo fue, efectivamente, alguna vez.

Dicho esto, parece que debiera intentarse una diferenciación puesto que, de hecho, ciencia y sentido común funcionan diferencialmente. La ciencia social ordena y sistematiza proposiciones del sentido común y les da un sentido como totalidad: una Sociología General en sentido de König (1973) e incluso una Teoría Sociológica en el mismo sentido (ceñida a la sociología empírica), darían cuenta o deberían darla, de los sistemas creenciales, esquemas conceptuales o categorizaciones, interacciones, etc., que «construyen» la realidad social (Schutz, Berger y Luckman, etc.) como una realidad de sentido común. La Sociología observa los hechos sociales y trata de clasificarlos y, cómo no, de modificarlos. Se constituye frente al sentido común para observarlo, porque ese es su objeto: los valores, normas, orientaciones de los actores sociales. Sistemática y por ello distinta del saber vulgar, la Sociología tiene que explicar, sin embargo, cómo ese saber vulgar genera conductas e interacciones. Y tiene, a su vez, que constituirse como saber especial que posibilite algún tipo de predicción y una explicación de la vida social superior a la que puedan dar los actores. El sociólogo es u actor menos espontáneo: su científismo transforma en actor distante y autoconsciente. Sin embargo, su proximidad a la vida social tiene como consecuencia que «la intensidad y la frecuencia de mensajes entre socio logos de un lado y, de otro, periodistas, funcionarios, empresarios, clérigos, dirigentes políticos y sindicales, militantes de base, público culto, gente de la calle, etc., es enorme no hace sino crecer. Uno de los resultados i esta interacción y esta comunicación es el i que la utopía profesional de un lenguaje diferente (y un saber esotérico) se hace imposible. En cambio a lo que se asiste es a u. contaminación creciente del lenguaje común con términos y expresiones originadas en discusión sociológica, lo cual es, a su vez, consecuencia, inintencionada y paradójica desde el punto de vista de los sociólogos, otros profesionales o especialistas (en síntesis: líderes y burócratas de varios ámbitos y niveles) se apropien de estos términos y i presiones para legitimar sus pretensiones diferenciarse, de imponer sus criterios y, definitiva, de dominar a la gente común (Pérez Díaz, 1986, p. 131).

Y esto tiende a trivializar a la sociología convirtiéndola más en una doxa que en una verdadera ciencia sistemática. Es el precio su cercanía al sentido común. Dicho así parece como si tal «opinión» no tuviese ninguna de las características del orden científico y no es así: precisamente porque no es así, proximidad de la ciencia social al saber común no encierra más peligros que los de la disolución de la teoría en la práctica, cuestión ésta a la que se arriesga toda ciencia a partir del giro positivista. De aquí deriva la necesidad de mantener una Sociología General como ciencia de las categorías sociológicas, garantía al fin del debate conceptual necesario para mantener una posición teórica de avanzada sobre el propio sentido común, una de cuyas características cruciales es su auto-negación como teoría de la generalidad social. Pero no sólo una ciencia categorial sino una ciencia interpretativa de carácter empírico que arriesgue hipótesis generales que sirvan, entre otras cosas, para modificar el sentido común.

 

Bibliografía

GARFINKEL, H., Studies in etnomethodology, N. Jersey, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1967.

KÖNING, R., Tratado de Sociología Empírica, Madrid, Tecnos, 1973.

KUHN, T.S., La estructura de las revoluciones científicas, México, F.C.E., 1969.

MALINOWSKI, B., Magia, ciencia, religión, Barcelona, Ariel, 1979.

MEAD, G.H., Espíritu, persona y sociedad, Buenos Aires, Paidós, 1972.

PÉREZ DÍAZ, V., Introducción a la Sociología, Madrid, Alianza, 1980.

PIAGET, J., La epistemología genética, Barcelona, A. Redondo editor, 1970.