En: http://cvc.cervantes.es/obref/congresos/sevilla/unidad/ponenc_narbona.htm
Hacia una sintaxis del español
coloquial
Antonio Narbona.
Universidad de Sevilla
0. En el Simposio Internacional de Investigadores de la
Lengua Española, que, patrocinado por el Pabellón de España en la Exposición
Universal de 1992, se celebró en Sevilla del 9 al 13 de diciembre de 1991,
destacados lingüistas expusieron el estado actual de los estudios e
investigaciones sobre nuestro idioma desde enfoques y planteamientos diferentes1.
En este Congreso de la Lengua Española, también auspiciado por el
Pabellón de España, con la colaboración del Instituto Cervantes, se quiere hacer
hincapié en lo que aún queda por hacer, especialmente en las indagaciones que
habría que acometer de manera prioritaria e inmediata.
Una de las variedades del español menos estudiada (paradójicamente, pues es la
de uso más común) es la que se denomina coloquial o conversacional, en
particular su peculiar andadura sintáctica, por más que repetidamente se haya
dicho que su estudio constituye la tarea más importante y urgente de la que han
de ocuparse los lingüistas2. No es sólo que las
publicaciones que se ocupan de tal modalidad sean escasas, sino que el modo de
proceder de sus autores no ha sido, en general, el más adecuado. La reciente
aparición de una Morfosintaxis del español coloquial, de Ana M.ª Vigara3,
no ha supuesto, como se verá, un avance cualitativo notable en el conocimiento
de los esquemas sintáctico-semánticos característicos de la conversación
cotidiana. Me limitaré —de ahí el empleo de la preposición hacia en el
título de esta contribución— a señalar las razones de esa laguna, los problemas
y dificultades con que tropieza tal quehacer, así como algunas de las
precauciones que han de adoptarse al abordar el análisis de las construcciones
de las que nos servimos habitualmente al hablar.
1. Es bien sabido que la oración se ha considerado, y
aún es considerada por muchos, no sólo la unidad básica, sino también el tope
máximo del que ha de ocuparse el gramático; por encima de ella, se creía, no es
posible descubrir vertebración o articulación formal alguna4.
Por ello, cuando se reconoce que la sintaxis ha constituido el fracaso de la
lingüística de orientación saussureana5, se está
pensando especialmente en la sintaxis oracional algo que en ocasiones se afirma
explícitamente, y no sólo con referencia al estructuralismo6.
A la hora de aducir razones, sale siempre a relucir la mezcla —indiscriminada,
se entiende— de consideraciones formales y «semánticas», en relación con lo cual
se halla el paso arbitrario de un punto de vista preferentemente semasiológico
(del receptor) e idiomático a otro en que el estudioso parece situarse en una
perspectiva más general y onomasiológica7.
Últimamente, sin embargo, se insiste especialmente en el hecho de que las
funciones informativas —de las que en definitiva dependen las demás, semánticas
y sintácticas— no han encontrado un tratamiento adecuado 8.
La falta de atención a los aspectos pragmáticos ha sido prácticamente total
entre los tratadistas del español. El interés creciente por la lengua coloquial
no responde, pues, a una simple «moda», sino a la necesidad sentida de cubrir
tal carencia a través de la superación de ciertas limitaciones que la propia
disciplina lingüística se había ido imponiendo.
Para la aspiración de delimitar y aislar un sistema o código abstracto
(se entienda como la lengua saussureana o como la competencia de
un hipotético hablante-oyente ideal, según prefiere el generativismo) en cuanto
objeto propio de estudio, resultaba clave mantener el postulado de que la
oración constituye la unidad básica y máxima. Ello ha permitido a los
lingüistas —que rara vez se limitan a ser meros observadores de la realidad,
sino que actúan como interventores de los datos— operar con secuencias
desligadas de su contexto, o bien acuñarlas ad hoc, en función de las
explicaciones ideadas. En contrapartida, han tenido que renunciar a considerar
un conjunto de hechos que son imprescindibles si se quiere comprender cómo
funcionan realmente las lenguas, instrumentos de comunicación y de interacción
social. Las oraciones, y sus unidades constituyentes, se venían contemplando
como estructuras significativamente interpretables, pero no como realizaciones
auténticas, indesligables del acto comunicativo concreto en el que proporcionan
informaciones, a veces muy complejas, que el receptor descifra sin dificultad.
Si es raro encontrar en la ejemplificación de los gramáticos una secuencia tan
habitual como ¿Yo?¡¡... Yo ya he puesto dos mil duros!!, es sencillamente
porque su cabal entendimiento requiere contemplarla como reacción a una petición
o sugerencia del interlocutor; lo de menos es que informe acerca de la cantidad
aportada por el hablante, detalle que, obviamente, el receptor conoce de sobra;
lo relevante9 o pertinente es que éste interpreta
tal frase inmediatamente como un contundente rechazo a la propuesta de su
interlocutor, quien, sin duda, se verá obligado a encauzar su estrategia
conversacional de otro modo.
La factura que el inmanentismo estaba pasando a la lingüística estaba siendo
demasiado elevada. La lengua, fait social por antonomasia, era examinada
cada vez más como un código al margen de la comunicación humana y, por lo mismo,
desligada de su fundamental papel en el complejo mundo de las relaciones
sociales. El acercamiento a las actuaciones conversacionales ha de verse, pues,
como una consecuencia «inevitable» de la propia trayectoria de nuestra
disciplina, y si algo extraña es la tardanza con que se ha producido y la
resistencia de muchos lingüistas a conceder gran interés al estudio de la más
común y utilizada de las variedades de uso de una lengua.
Esto último, claro es, no es algo que afecte exclusivamente al español. No hace
mucho, Claire Blanche-Benveniste se lamentaba de lo poco estudiado que se
encuentra el francés hablado, y recordaba estas palabras escritas por R. L.
Wagner unos años antes: «Est-il admissible que des langues de l’Afrique ou de l’
Indonésie soient mieux connues et plus complétement décrites que ce français
méconnu?»10. Sin embargo, el hecho de que en el
país vecino se hayan consolidado equipos de investigación que se ocupan
preferentemente de la lengua hablada, como el Groupe Aixois de Recherches en
Syntaxe (G. A. R. S.), al que pertenece la citada autora, así como las numerosas
publicaciones surgidas de los mismos, demuestra que el estudio del français
parlé —y otro tanto puede decirse del inglés o del italiano— está mucho más
desarrollado que el del español coloquial. De otro modo, no se entendería la
aparición de obras teórico- metodológicas de síntesis, como la titulada Les
interactions verbales, de C. Kerbrat-Orecchioni11.
Para el español, en cambio, no puede hablarse de una línea de trabajo definida y
coherente, y los profesores que en varias Universidades tienen a su cargo la
materia que se denomina Español coloquial (o hablado) trabajan, me
consta, como auténticos francotiradores, sin apenas conexión entre ellos. No es
extraño que cuando en julio de 1985 se reunieron en el Centro Internacional de
Semiótica y Lingüística de Urbino lingüistas, filósofos, psicólogos y sociólogos
de Europa y América para celebrar un coloquio sobre el tema «Interactions
Conversationnelles», no acudiera ningún representante de España ni de ningún
país hispanohablante12.
No pretendo decir que no contemos con abundantes observaciones sobre el español
conversacional13. Pero sí que las referencias,
heterogéneas y casi siempre indirectas (suelen aducirse en muchos casos para
contrastarlas con los usos denominados cultos), han de ser pacientemente
rastreadas en tratados y monografías, cuando no en ensayos meramente eruditos y
de divulgación. Apreciaciones más o menos atinadas encontramos, por supuesto, en
casi todos los tratados generales y monografías; son destacables en tal sentido
las que se hallan, por ejemplo, en la Gramática de A. Bello, o las que
aparecen en obras tan valiosas como la Sintaxis de S. Gili Gaya o la
Gramática de S. Fernández Ramírez. Es más, a quien pretenda desentrañar la
peculiaridad de construcciones como por mucho que llores, no lo conseguirás o
¡pobre de ti!, le resultará imprescindible conocer lo que, desde una
perspectiva histórica, averiguaron, respectivamente, J. Vallejo y R. Lapesa, por
aludir a un par de estudios muy conocidos de tal orientación14.
No creo que sea necesario insistir, a estas alturas, en la necesidad de apoyarse
-cuando ello es posible, pues con frecuencia las dificultades son insalvables15
en el conocimiento del origen y desarrollo de los hechos lingüísticos a la hora
de explicar su funcionamiento16. Naturalmente,
contamos con las informaciones que proporcionan los numerosos trabajos de
geografía lingüística y de dialectología, que entre nosotros responden a una
línea de indagación sólidamente asentada. Lo que sucede es que en la mayor parte
de las monografías que versan sobre dialectos y hablas se presta gran atención a
todo lo relacionado con la pronunciación y el vocabulario que se considera más o
menos peculiar o específico del área estudiada, y muy poca a la sintaxis, por lo
que no llegamos a saber cómo se habla realmente en tal o cual zona o comarca.
Este interés preferente por el léxico, la fraseología fijada y los giros
estereotipados es algo observable también en los escasos tratados que se centran
en el español coloquial en general; así, una gran parte del clásico libro de W.
Beinhauer17 se dedica a las formas con que se
inician o rematan las intervenciones en un diálogo, las fórmulas de cortesía,
las locuciones o frases hechas, etc., muchas de ellas pertenecientes a lo que se
conoce como discurso repetido, y no a la técnica puesta libremente en
práctica en el discurso conversacional. A ello viene a sumarse otro
inconveniente que hoy no tiene justificación: los datos se extraen casi en su
totalidad de aquellas obras literarias que, en opinión del autor, reflejan el
estilo conversacional cotidiano. Los textos literarios han sido —y siguen
siéndolo—, en efecto, la principal fuente de información para quienes se acercan
a la lengua coloquial. No cabe negar la legitimidad de tal vía de aproximación18,
e incluso su extraordinaria utilidad para descubrir ciertas claves estilísticas
de ciertos autores u obras19. Hay que decir, sin
embargo, que se trata de un modo de proceder indirecto, claramente insuficiente
y que requiere adoptar muchas precauciones; no es posible una total mímesis de
lo oral o escritura del habla, y no sólo porque «nadie escribe como habla» y
nadie debe hablar «como un libro», sino porque no cabe realmente una auténtica
transposición de unos usos absolutamente ubicados y fuertemente vinculados a
contextos reales a la literatura, en que el autor, que en principio aspira a que
aquello que escribe pueda seguir siendo interpretado en todo tiempo y lugar,
está obligado a crear con la lengua el contexto mismo20.
En suma, por lo que respecta a los estudios de sintaxis del español coloquial,
casi podrían seguir siendo válidas estas palabras escritas por R. Lapesa en
1933, al comentar uno de los primeros trabajos que se ocuparon de las
construcciones de nuestra lengua conversacional, Beiträge zur Satzgestaltung
der spanischen Umgangsprache, de Alice Braue: «es sin duda útil, si bien más
que como construcción científica, como arsenal de elementos aprovechables, sobre
todo con fines informativos y de enseñanza de nuestro idioma»21.
No puedo referirme aquí a la incidencia y proyección de estos estudios en el
ámbito de la enseñanza, de lo que ya me he ocupado en otro sitio22,
aunque haré alguna alusión de pasada. He de limitarme al terreno de su análisis
e investigación.
2. Llevar a cabo una
descripción global y rigurosa de los tipos de esquemas constructivos dominantes
en la lengua coloquial y de la técnica a la que responden es una tarea que
supone una delimitación, no nueva, pero sí más abarcadora del objeto mismo de la
lingüística. No se trata de negar la validez de distinciones conceptuales como
la que separa lengua y habla o la que, desde otra óptica, opone
competencia a actuación, sino de reconocer que el aislamiento de tal
«lengua» o «competencia» descansa, en cierto sentido, en una concepción del
lenguaje esencialmente falsa, al impedirnos contemplar el código en acción,
único modo de comprender y explicar cabalmente su funcionamiento23.
Por eso he dicho que la atención a las actuaciones idiomáticas reales, en
general, y a las conversacionales, en particular, es una consecuencia
«inevitable» de este necesario ensanchamiento del horizonte y de los puntos de
vista de nuestra disciplina.
Si a la hora de caracterizar esta variedad de uso —que, insisto, no ha de verse
como «otra» lengua, aunque por comodidad estemos llamándola «lengua» coloquial24
— casi todo es imprecisión, se debe en gran medida a que se mezclan criterios no
homogéneos, como lo revela la diversidad terminológica utilizada para
designarla; además de coloquial y conversacional, se la denomina
popular, familiar, de uso, o simplemente lengua (o lenguaje) oral (o
hablada)25. Las dificultades del análisis
tienen que ver, no tanto con los rasgos que comúnmente se atribuyen a la lengua
coloquial (cotidianidad, tono informal, carácter práctico —casi siempre con un
propósito interactivo inmediato—, etc.26), como con
una serie de circunstancias ligadas al hecho de tratarse de una forma de
comunicación oral, dialogada y espontánea (en seguida haré una matización acerca
de esto último), especialmente su capacidad para explotar informativamente
variados recursos prosódicos (entonación, pausas, ritmo ... ), paralingüísticos
y extralingüísticos (gestos, ademanes, posición relativa y movimientos de los
interlocutores, etc.) —todos ellos indesligables entre sí—, y, sobre todo, su
fuerte vinculación a la situación y a factores pragmáticos no verbales que
determinan, a veces decisivamente, el acto comunicativo. Todo ello hace que nos
enfrentemos a unas realizaciones lingüísticas que dan la impresión de ser
extraordinariamente variadas y versátiles, de muy difícil sistematización27.
El lingüista, en consecuencia, tiende a fijarse en aquellas características que
intuitivamente considera indiscutibles, con lo que el acercamiento a la sintaxis
del español coloquial no acaba de superar una fase que puede calificarse de
impresionista. El reciente libro de Ana M.ª Vigara, ya citado, puede servir
de botón de muestra de lo que digo. Tras afirmar que «el sustrato común» a todo
acto de comunicación conversacional está constituido por la espontaneidad
y la primacía de la ‘comunicabilidad’ (se refiere con esto último a «la
necesidad de que el mensaje sea inmediata e irreflexivamente comprendido y
entendido por el interlocutor»), propone como principios que rigen el uso
coloquial (de principios «de organización discursiva» habla en otros sitios) los
tres siguientes: expresividad, comodidad y adecuación. Prescindiré del
tercero (que la autora define como «adaptación espontánea, por parte del
hablante, de su lenguaje a las condiciones (variables) de la comunicación»)
porque, de no precisarse más28 puede decirse que se
trata de algo que ha de respetar cualquier actuación lingüística, si quiere
lograr plenamente su objetivo. ¿Qué entiende por expresividad, a lo que
dedica la primera parte del libro, casi un tercio del mismo?29
Es —dice— el «reflejo espontáneo de la afectividad del hablante» (entendida en
sentido amplio, agrega), «la huella que queda en la comunicación lingüística de
su subjetividad (emotividad o afectividad)», definición que, como la propia
autora reconoce, «no puede más que crear problemas al lingüista»30.
Problemas, y no menores, ha de crear también al estudioso que quiera comprender
cómo hablamos habitualmente valiéndose del concepto de comodidad, que
sirve a Ana M.ª Vigara para articular la segunda parte de la obra, no menos
extensa que la primera. Aunque en alguna ocasión dice que «la tendencia
espontánea del hablante al menor esfuerzo» no tiene por qué coincidir siempre
con la economía, el lector no acaba de ver claro cómo actúan
separadamente ambas fuerzas.
Sólo cuando se hayan descrito y explicado las estructuras dominantes en el
coloquio podrá descubrirse en dónde radica el efecto estilístico de la
expresividad de las mismas31. Dicho de otro modo,
si las construcciones propias de la conversación resultan más «expresivas», es
porque son las más eficientes y relevantes o pertinentes (por supuesto, también
las más adecuadas) en tales actos de habla. Claro es que otro tanto puede
decirse a propósito de las demás modalidades, incluidas las literarias. Y tiene
escaso interés -desde luego, no procede plantearlo en términos absolutos-
discutir si son las más «cómodas» o las que menor esfuerzo exigen al hablante.
En última instancia, como se habrá advertido, cuanto se afirma parece derivar
del carácter espontáneo que se atribuye a las actuaciones lingüísticas
conversacionales. Es revelador que aún hoy, en los trabajos sobre el español
conversacional, se parta de una definición de lengua coloquial que no se
diferencia en nada sustancial de la formulada hace muchos años por W. Beinhauer,
para quien es «la que brota natural y espontáneamente en la conversación diaria»32.
La espontaneidad, que no equivale, sin más, a total irreflexión33
en el uso de la lengua, debe entenderse como concepto gradual y dinámico, y no
constituye, por sí sola, marca caracterizadora positiva y, mucho menos,
suficiente. Es más, ni siquiera garantiza la homogeneidad de la modalidad de uso
que estamos calificando de coloquial; las diferencias entre los grupos o
estratos de hablantes, sin necesidad de descender al terreno de las
incorrecciones 34, pueden ser —son, de hecho— muy
acusadas al servirse espontáneamente de la misma lengua. Hoy se tiene un
concepto más realista y flexible de hablante culto, pues se considera como tal,
no al que se expresa siempre de un modo planificado y formal —algo, por lo
demás, imposible—, sino al que logra alcanzar, a través de las diversas vías de
instrucción idiomática (que no se reducen a la enseñanza), la capacidad de
expresarse «espontáneamente» con corrección en una amplia gama de registros y
sabe servirse del idóneo y más adecuado en cada acto y situación de
comunicación.
3. Las caracterizaciones
intuitivas e impresionistas pueden conducir, además, a afirmaciones
contradictorias. Del español coloquial —del lenguaje conversacional en general—
se dice, tanto que es sencillo, pobre y deficitario35,
como que es «inagotablemente rico»36, «matizado y
complejo»37.
Parece, sin embargo, que cuando se habla de su complejidad y, especialmente, de
su riqueza —al igual que cuando se le califica de expresivo, ingenioso y hasta
de gracioso38 — se piensa sobre todo en el empleo
de ciertos vocablos, expresiones y modismos que no traspasan el ámbito del
registro familiar o popular, en la frecuente acuñación o difusión de neologismos
y acepciones metafóricas, así como en determinados rasgos melódicos y rítmicos,
si bien rara vez se detienen los estudiosos en el análisis de estos últimos,
ineludibles a la hora de realizar el examen de las construcciones sintácticas.
En relación con la sintaxis, en cambio, las opiniones, al estar fuertemente
mediatizadas por la consideración privilegiada de las modalidades que han
servido para la elaboración de nuestro saber gramatical (principalmente la
denominada culta y la que reflejan los textos escritos, especialmente los
literarios) son más proclives a considerarla poco elaborada o escasamente
trabada,39 e incluso no se duda en tacharla de
inmadura, primitiva, huidiza y proteica. Es precisamente la adopción de esta
óptica lo que hace que muchos de los esquemas sintácticos usuales en el coloquio
sean interpretados como no ajustados a los canónicos e incluso «dislocados». Se
pierde de vista algo que es una obviedad: el desajuste o la dislocación no puede
entenderse en ningún caso como ruptura o liberación40
real de los moldes que los gramáticos —a partir, repito, de la consideración de
realizaciones idiomáticas muy alejadas de las que son usuales en la conversación
ordinaria- toman por modélicos o paradigmáticos. Es significativo, por ejemplo,
que se haya impuesto entre nosotros la denominación de escindida (ing.
cleft sentence, fr. phrase clivé)41 para
referirse a una clase de secuencias tan habituales en el coloquio como Esos
son los grupos que a mí me gustan, no Mecano y demás, Yo lo que digo es que en
mi pueblo es donde teníamos que habernos quedado o Eres tú el que me
estás molestando a mí. Está claro que el término no resulta del todo
apropiado, pues no se ve dónde y cómo se habría efectuado esa hipotética
partición; desde luego, no cabe pensar en las correspondientes sin encuadre o
marco de relativo (Me gustan esos grupos, no Mecano y demás, [Yo]
digo que en mi pueblo teníamos que habernos quedado o Tú me estás
molestando [a mí]), pues ni descontextualizadas resultan
informativamente «equivalentes». Por otra parte, resulta difícil casar tal
configuración sintáctica con la tendencia a economizar esfuerzos que, según se
ha visto, se considera característica del lenguaje coloquial.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Si más de la mitad de la Parte primera
(«Expresividad») de la Morfosintaxis de Ana M.ª Vigara se dedica a la
«Dislocación sintáctica»42, es porque como
«dislocados» figuran incluso fenómenos tan comunes como la anteposición del
sujeto o de algún complemento en interrogaciones del tipo ¿Vosotros tenéis
prisa? (pág. 100), ¿A María le has comprado también algo? (pág. 101),
etc.
Todo esto revela hasta qué punto los lingüistas se resisten a despojarse de su
inclinación a contemplar y describir los usos coloquiales como alteraciones de
una disposición secuencial tenida por lineal, regular, normal, y que, por lo
mismo, debe considerarse como la no marcada, neutra, objetiva y lógica.
4. Vencer esa
resistencia, con ser condición necesaria, no es el único ni el primer obstáculo
que es preciso superar. Téngase en cuenta que ni siquiera están totalmente
resueltos los problemas que plantea la extracción y organización de los datos
que han de servir de punto de arranque. Con todo, la difusión y generalización
alcanzada- por los medios de grabación magnetofónica y la familiarización de
buena parte de la población con ellos43 van
haciendo que se desvanezcan muchas de las reservas y objeciones de los
lingüistas sobre su utilización para la elaboración de un corpus inicial44.
Conversaciones libres registradas con las debidas precauciones —y no
necesariamente de modo «secreto», esto es, sin que los interlocutores estén
advertidos45— pueden reflejar con notable
autenticidad los usos reales, sin desvirtuar nada de lo que verdaderamente
importa. No me detendré en comentar las diversas opiniones que en torno a estos
problemas técnicos se han expuesto repetidamente, pues a ello me he referido en
otras ocasiones46.
No se entiende muy bien, por otro lado, que se siga insistiendo en el
inconveniente —insalvable, según algunos— que supone no disponer de un sistema
idóneo y convincente de transcripción de lo grabado. Es verdad que no es fácil
reflejar de manera fidedigna ciertos hechos, en especial los prosódicos y
suprasegmentales, decisivos en la comunicación. Pero, aparte de que con los
arbitrados hasta ahora se ha podido trabajar en otros idiomas de modo plausible,
como lo demuestran los logros alcanzados47,
conviene no olvidar que la grabación misma (reproducible cuantas veces se quiera
y de fácil manipulación) constituye un material perfectamente utilizable; otra
cosa es que al lingüista, sobre el que pesa una larga tradición filológica, le
resulte más familiar y cómodo examinarlo una vez transcrito.
En definitiva, pienso que se dan sobradamente las condiciones para proceder a la
recopilación de diversos corpora, suficientemente representativos de las
distintas modalidades socioculturales de los usos coloquiales de las diferentes
áreas del dominio hispanohablante. Es, sin duda alguna, la primera tarea que
deberá acometerse, y para la que, obviamente, resulta imprescindible la
coordinación de todos los participantes en ella. No hace falta decir que el
lingüista, claro es, no debe —ni puede— desprenderse en ningún momento de su
propia conciencia de hablante ni de su capacidad de observar directamente los
comportamientos lingüísticos de los demás48.
5. Lógicamente, la
siguiente fase del trabajo consistiría en la organización y estudio de ese
ingente material, aún por reunir. Se comprenderá, por tanto, que las
observaciones que hoy por hoy pueden hacerse en este sentido persigan más evitar
vicios detectados que proponer directrices sobre la forma en que se ha de
trabajar.
Para empezar, el lingüista no debe proceder, en principio, como si su quehacer
hubiese de estar siempre al servicio de otros conocimientos, de sociolingüística
especialmente49, o limitarse a ser un instrumento
para otros fines, la enseñanza de la lengua, por ejemplo, por más que en ambos
campos su proyección sea clara. A lo primero me referiré brevemente en seguida.
De los riesgos que puede entrañar la utilización de discursos conversacionales,
antes de contar con un análisis lingüístico riguroso de los mismos, en la
instrucción idiomática, concretamente en España (donde la nueva Enseñanza
Secundaria propugna un radical cambio de actitud, que, entre otras cosas,
concede a los que denomina textos orales virtualidades semejantes a los escritos
en la labor docente), me he ocupado en otra ocasión50,
por lo que no insistiré más aquí. Sólo recordaré que la incidencia de los
estudios de sintaxis del español coloquial en la enseñanza de nuestro idioma a
no hispanohablantes puede ser de extraordinaria importancia; la falta de un
método totalmente convincente en este ámbito se debe, entre otras causas, a la
carencia de una descripción rigurosa y coherente de las construcciones de la
modalidad de uso que en primera instancia aspira a dominar la mayoría de los que
quieren aprender nuestra lengua.
Ahora bien, igualmente debe evitar el estudioso de la lengua coloquial —que
tiende a centrarse exclusivamente en aquello que considera peculiar, específico
o distinto de otras variedades idiomáticas— caer en la tentación de apoyarse en
el análisis e interpretación de sus datos para proponer un objeto «nuevo» de la
lingüística y una reformulación de la manera de abordar el estudio del mismo. No
se olvide que el acercamiento a las actuaciones idiomáticas conversacionales se
ha producido como consecuencia de la necesidad de la propia disciplina de
superar las limitaciones que implica la consideración de la competencia
lingüística estricta. El descubrimiento de las interrelaciones entre los saberes
propiamente idiomáticos y los demás con que también cuentan los interlocutores
ha obligado a contemplar una competencia mucho más compleja y abarcadora, la
comunicativa, de la que aquélla forma parte, eso sí, muy importante. Ello
implica, no sólo un cambio de actitud, sino una alteración de las prioridades.
La atención a los discursos conversacionales ha pasado a ocupar uno de los
primeros planos, porque obliga a la lingüística a salir de su aislamiento y
contar con las demás vías de aproximación al complejo proceso de la
comunicación. En cierto modo, la conversación constituye una especie de punto de
confluencia o centro de interés común para todas ellas. No es casual que el
citado volumen Échanges sur la conversation, que recoge las
intervenciones de los participantes en el coloquio que sobre el tema
«Interactions Conversationnelles» se celebró en 1985 en el Centro Internacional
de Semiótica y Lingüística de Urbino, se abra con esta afirmación: «Il est
indéniable que l’irruption de la pragmatique dans le champ des études
linguistiques et sémiotiques, a modifié en profondeur les recherches menées dans
ces domaines, en ce quelle a scellé l’acte de décès du dogme “immanentiste”»51.
Ahora bien, que la conversación constituya un terreno idóneo para la comprensión
de la comunicación humana y que, por lo mismo, se haya convertido en objeto
preferente de estudio para muchos lingüistas, no debe llevar a decir que su
examen ha de servir de modelo para el de las demás modalidades de uso52.
No, no se trata de configurar una lingüística enteramente «nueva», ni de pasar
del fetichismo de la escritura a una especie de endiosamiento del habla. Nuestra
disciplina, que lleva bastante tiempo en constante transformación y renovación,
no debe precipitarse en otro cambio «radical», sino que tiene que apurar las
posibilidades de desarrollo que le ofrece esta fase de ensanchamiento de su
objeto y de sus planteamientos teórico-metodológicos en que se encuentra. El
flujo de cooperación es, y ha de ser, siempre pluridireccional. Si, por ejemplo,
apenas se utilizan variables sintácticas en los estudios de sociolingüística, es
porque la sintaxis coloquial no está en condiciones de proporcionar resultados
concluyentes. Y si el discurso conversacional no acaba de convertirse de verdad
en «el reino de la pragmática», como se ha dicho, es porque descubrir el
complejo entramado de las relaciones entre los usuarios de un idioma y la
comunicación que entre ellos se establece en cada caso concreto ha de hacerse,
no exclusivamente, pero sí principalmente, a partir del conocimiento de cómo son
y por qué y para qué se usan las estructuras propias del coloquio. Pero, a su
vez, los avances y logros en la sintaxis coloquial dependen en no pequeña medida
de lo que se vaya consiguiendo desde toda una serie de perspectivas que tienen
como denominadores comunes, entre otros, la adopción de un punto de vista
supraoracional53 y la consideración, no sólo de los
enunciados como productos, sino también del complejo proceso de enunciación. Más
concretamente, irá avanzando en la medida en que el análisis del discurso
consiga sobrepasar la etapa de los preámbulos y logre un marco
teórico-metodológico adecuado54.
6. Precisamente porque
queda mucho —casi todo— por hacer, es preciso continuar con el trabajo
positivista de describir y explicar fenómenos concretos. Y quizás sea
conveniente centrarse en aquellos que ni siquiera podían plantearse en el seno
de una sintaxis del sistema y oracional.
El circuito de la comunicación se ha contemplado generalmente como lineal y
unilateral, algo que no permite la conversación, por tratarse de un proceso de
constante interacción, de recíproca determinación; los oyentes, en cierto modo,
anticipan la información de su interlocutor, y si la interpretación falla, éste
siempre puede acudir a mecanismos de retroacción (Bueno, no te pongas así, no
he querido decir eso; ¡Ah!., en ese caso retiro lo dicho; etc.) que
modifiquen su primera intención.
Por otro lado, los gramáticos hasta ahora no tenían por qué detenerse en algo
que resulta clave para entender la arquitectura del discurso conversacional, lo
que ya se conoce como turno de palabra. Si se puede sostener que
cualquier conversación, lejos de ser caótica, está organizada estructuralmente55
en mayor o menor grado, es por constituir una sucesión de tales turnos regida
por reglas de coherencia interna, reglas que son al mismo tiempo de carácter
sintáctico, semántico y pragmático. Secuencias tan habituales como Estudiar,
lo que se dice estudiar, no estudia nada o Por ahí, dando una vuelta
no suelen aparecer en nuestras gramáticas, pues tales empleos del infinitivo y
del gerundio sólo pueden ser examinados en tanto que respuestas o réplicas.
Muchas de las «dislocaciones» a que antes me he referido resultan absolutamente
normales una vez que se contemplan, no como frases aisladas, sino insertas en el
concreto fluir discursivo al que pertenecen. Es algo que la sintaxis funcional
ya parece haber admitido. Así, por ejemplo, la aparente paradoja de que una
construcción paratáctica pueda expresar relaciones propias de la subordinación
(algo que había sido puesto de manifiesto repetidamente56)
se resuelve, según E. Coseriu, con facilidad; en efecto, el hecho de que dos
secuencias como María se casó y tuvo un hijo y María tuvo un hijo y se
casó no resulten equivalentes se debe a que, aunque son paratácticas en el
nivel de la oración, expresan relaciones internas de dependencia (el segundo
miembro se subordina al primero) por lo que concierne a su sentido en el
discurso57. Falta hacer explícito, sin embargo, el
modo de identificar las funciones sintagmáticas propias del discurso o texto, y
en particular del discurso conversacional, que presenta ciertas singularidades
al respecto.
7. Pero la adopción de
una actitud positivista no quiere decir que el estudioso renuncie a ir
encuadrando sus observaciones particulares en un marco general que les
proporcione su sentido y razón de ser. Andar con pies de plomo en un terreno de
arenas aún bastante movedizas no debe impedir cualquier intento de insertar los
análisis parciales en caracterizaciones globales y formalizadas. Lo que sucede
es que, en el estado actual de nuestros conocimientos (de nuestra ignorancia, si
se prefiere), las reglas que se propongan con el fin de ir descubriendo el
carácter sistemático de las construcciones propias de las actuaciones
idiomáticas conversacionales han de formularse con gran cautela y en términos
meramente probabilísticos; los índices o marcas formales en que se hacen
descansar suelen ser borrosos y rara vez totalmente constantes, por lo que
suelen ser frecuentes las presuntas «violaciones» o «transgresiones» de las
mismas.
Si es la situación comunicativa la que determina en gran medida la preferencia
por ciertos tipos de estructuras, no debe sorprender que la andadura sintáctica
conversacional presente una arquitectura parcelada, término que he
utilizado en otras ocasiones y que tiene la ventaja de ser escasamente
comprometedor. Por tal entiendo, no un discurrir simplemente fragmentario, en el
que abundan las frases cortas58 y aparentemente
desconectadas entre sí, y, mucho menos, desarticulado o dominado por una
tendencia centrífuga59, sino el resultado de una
estrategia constructiva que revela una clara y decidida inclinación a organizar
los contenidos en un elevado número de parcelas o partes, cada una de las cuales
dispone de su propia configuración melódica, partes que, lejos de estar
desligadas, sólo son interpretables en cuanto constitutivas del todo en que se
integran. Tal modo de vertebración sintáctica, estrechamente vinculado a las
condiciones propias de un tipo de comunicación oral, dialogada e interactiva, no
precisa en muchos casos de explícitos conectores específicos, pero ello, lejos
de implicar mera segmentación o, mucho menos, desmembración, la configura como
la más apropiada, relevante o pertinente y eficaz en esta clase de actos
comunicativos.
Puede servirnos para mostrar esto último un fragmento de El Jarama, de R.
Sánchez Ferlosio, una de las obras literarias que con mayor fidelidad ha logrado
calcar un estilo coloquial. Hacia la mitad de la novela, Sebastián, amigo «de
toda la vida» de Miguel, por hablar de algo, le pregunta a éste —en presencia de
las novias de ambos— sobre su futura boda, extrañado de que, estando en una
posición económica relativamente desahogada, no acabe de decidirse a casarse.
Hablar de tal asunto incomoda a Miguel, por lo que la tensión de la conversación
va subiendo de tono, hasta el punto de que Sebastián tiene que recurrir a la
vieja amistad entre ambos para que no desemboque en una agria discusión; y lo
hace mediante esta intervención, que voy a reproducir, separando con una barra
simple (/) los diez segmentos que, en mi opinión, pueden distinguirse:
Impresionante tarea tenemos todos los docentes por delante: enseñar a expresarse
y a entender bien. ¿Cabe mejor lema para una política educativa?
Pero bueno / Miguel / yo lo que digo es una cosa
¿somos amigos / sí o no? / Porque es que si lo
somos / como yo me lo tengo creído / no comprendo a
qué viene todo esto / francamente / Que no podamos
tener ni un cambio de impresiones sobre las cosas de
cada cual.
Si los hablantes nos decidimos por este tipo de soluciones tan «antieconómicas» (piénsese que nada de la información faltaría en otra como No comprendo que, siendo amigos, no podamos hablar de nuestras cosas60) , no es porque seamos idiomáticamente «primitivos» o incapaces de elaborar otras más «maduras» que expresen con mayor precisión lo que pretendemos comunicar. Simplemente, nos servimos de la andadura sintáctica que hemos considerado más eficaz, relevante y adecuada61.
8. Con mayor razón que en
otros estudios lingüísticos, se impone la comprobación fehaciente en la realidad
de cuantos rasgos se adjudiquen como característicos de la sintaxis del
coloquio. Es este continuo y necesario descenso al terreno de los hechos
concretos —muchos de los cuales no han sido, no ya examinados, sino ni siquiera
recogidos y clasificados— lo que evitará que los lingüistas sigan elaborando al
mismo tiempo los fenómenos y la teoría, o, si se prefiere, seleccionando los
primeros en función de la segunda. Contribuirá, además, a una correcta
aplicación —o bien a su eliminación— de ciertos conceptos instrumentales que
resultan insuficientes, cuando no claramente inadecuados. ¿Por qué, por ejemplo,
ciertas expresiones, denominadas tradicionalmente enlaces extraoracionales,
pero interpretadas hoy muchas de ellas como auténticos ordenadores del
discurso, no cesan de atraer la atención de los estudiosos?62
Sencillamente, porque de manera patente e inmediata ponen de manifiesto que una
sintaxis estrictamente oracional es incapaz de hacernos comprender la
arquitectura propia de la lengua conversacional (en realidad, tampoco la de
otras variedades de uso). Hay más pruebas de que empieza a removerse el campo de
nuestros estudios sintácticos. El claro cambio de actitud hacia una orientación
más onomasiológica que se advierte en algunas tesis doctorales recientes ha sido
provocado precisamente por la necesidad de superar los límites de unas
descripciones gramaticales que habían venido ignorando, o casi, cuanto no se
ajustaba a los patrones oracionales tenidos por «canónicos». Así, una buena
parte de la tesis doctoral de E. Montolío sobre La expresión de la
condicionalidad en español63 se dedica a
aquellos usos de si, casi todos habituales en el lenguaje conversacional, que
han sido relegados por los gramáticos —de ahí que los denomine « marginales»,
entrecomillando el término— «por no casar con los rígidos esquemas de lo que se
consideraba era una condicional estándar» (pág. 293); sirva de ejemplo el caso
en que la estructura bipolar con si se utiliza para conseguir una fuerte
polaridad contrastiva (¡Mira, si tú estás delgada, yo estoy hecha un fideo!).
Asimismo, muchas de las cerca de mil quinientas páginas de la de M.ª E.
Cortés sobre La expresión de la concesividad en españo1,64
tratan de construcciones, heterogéneas constitucionalmente, que pueden adquirir
sentido concesivo o que permiten que se interprete como tal; muchas de ellas son
peculiares o de frecuente empleo en el coloquio, como las que cuentan con alguna
expresión neutra del tipo y eso que, con todo y con eso, a todo esto,
etc. (Italia me ha gustado mucho, y eso que no he visto Roma).
Me interesa insistir, con todo, en que superar una sintaxis basada en la
consideración de la oración como unidad última no significa desbancarla o
sustituirla por otra, que en todo caso estaría por hacer. La que tenemos puede
seguir siendo en gran medida el punto de partida. Pero el prisma más abarcador
que contempla el fluir discursivo nos hará ver, por ejemplo, que muchos de los
usos aparentemente marginales o no ortodoxos no son más que explotaciones de
esquemas cuyas posibilidades no se encierran exclusivamente en ellos. El que con
una secuencia tan habitual en la conversación ordinaria como Sí, ¡claro!
¡para que lo haga él, lo hago yo! se pueda obtener el sentido de una
enérgica contraposición excluyente, es algo que puede explicarse a partir del
significado final de para que + subjuntivo. Basta pensar que su aparición
implica necesariamente algo previamente dado (dicho o presupuesto), que el
hablante transforma estratégicamente en posibilidad o hipótesis (la forma de
subjuntivo precedida de para que actúa como huella, aunque subjetiva65);
el indicativo hago, con su significación de realidad efectiva, que
inmediatamente se le contrapone, se encarga de abortar la expectativa abierta
por tal «manipulación» del emisor66. Claro es que
esto obliga a prestar atención a ciertos hechos que los gramáticos venían
obviando. Así, aunque el orden de los miembros en las oraciones finales es, en
principio, libre, hay uno que se considera normal o no marcado, aquel en que la
«subordinada» sigue a la «principal» (Trabajo catorce horas diarias para que
puedas estudiar sin problemas), como corresponde a la orientación
prospectiva de la finalidad o propósito; en el ejemplo aducido, en cambio, la
secuencia que debería expresar el fin, no sólo ocupa la primera posición, sino
que queda ligeramente separada del resto por medio de una pausa67.
De las varias fórmulas que podrían haberse empleado para designar
aproximadamente lo mismo (Lo voy a hacer yo, [y] no él, No va a
hacerlo él, sino [que lo voy a hacer] yo; antes de que lo haga él,
lo hago yo; etc.), el hablante se decide por la que considera más pertinente
y eficaz en su relación con el receptor (o receptores), aquella que hábilmente
aprovecha las posibilidades que ofrece un uso del subjuntivo discursivamente
contrapuesto al indicativo, sin olvidar, claro es, la intervención de los
recursos suprasegmentales. Carece, por lo tanto, de sentido, hablar, al margen
de su papel en el discurso, del grado de elaboración o de la complejidad de las
construcciones. Es lógico que, en general, la utilización que se hace en el
coloquio —que cuenta, no se olvide, con los recursos propios de su carácter oral
y dialogado— de buena parte de los esquemas sintáctico-semánticos tenga como
consecuencia una mayor carga expresiva o afectiva; pero ello, insisto, ha de
verse por parte del lingüista como reflejo o efecto de las elecciones efectuadas
por el hablante.
Final
Como decía al principio, la elaboración de una sintaxis del español coloquial
(que no sé si es la tarea más importante que han de acometer los lingüistas,
como alguien ha dicho, pero sí que es, al menos, un quehacer legítimo que no
necesita justificación alguna) se encuentra en gran medida por hacer. Ya advertí
que me iba a limitar a enumerar algunos de los problemas con que se tropieza,
hacer hincapié en la necesidad de superar los condicionamientos impuestos por un
saber gramatical elaborado de espaldas a tal variedad de uso (y que, por lo
mismo, se revela claramente insuficiente, cuando no inadecuado, para llevarla a
cabo), e indicar algunas de las precauciones que han de adoptarse para evitar
los riesgos que todo ensanchamiento de la lingüística implica. Poco es. Como
anuncié, la preposición hacia que figura al frente del título de esta
contribución no obedece a falsa modestia. Espero, al menos, que estas
reflexiones contribuyan a que pronto quienes trabajamos en esta parcela dejemos
de hacerlo como francotiradores, sin apenas intercomunicación. Me consta que hay
voluntad de conseguirlo. No hay duda de que se trata de una labor atractiva, que
puede resultar incluso apasionante. No conviene, sin embargo, que la dosis de
apasionamiento sea excesiva, y no sólo porque se resintirían la objetividad y el
rigor que debe tener todo intento de explicación científica, sino porque puede
hacer que se atribuyan a la tarea virtualidades, tanto en el terreno de la
investigación como en el de la enseñanza, que no le corresponden.