Kant. Crítica de la razón pura. En Fernández, Clemente(1976): Los filósofos modernos. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. Pp603-603-630.

La razón humana tiene, en una especie de sus conocimientos, el destino particular de verse acosada por cuestiones que no puede apartar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.

En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente garantizado por ésta. Con ello elévase (como lo lleva consigo su naturaleza) siempre más arriba, a condiciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea ha de permanecer siempre inacabada, porque las cuestiones nunca cesan; se ve, pues, obligada a refugiarse en principios que exceden todo posible uso de la experiencia y que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en oscuridades y contradicciones, de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos errores, sin poder, empero, descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen de los límites de toda experiencia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase metafísica.

Hubo un tiempo en que esta ciencia era llamada la reina de todas las ciencias y, si se toma el deseo por la realidad, ciertamente merecía tan honroso nombre, por la importancia preferente de su objeto. La moda es ahora mostrarle el mayor desprecio, y la matrona gime, abandonada y maltrecha, como Hécuba: modo máxima rerum, tot generis natisque potens—nunc trahor exul, inops (Ovidio, Metamorfosis).

Su dominio empezó siendo despótico, bajo la administración de los dogmáticos. Pero como la legislación llevaba aún en sí la traza de la antigua barbarie, deshízose poco a poco, por guerra interior, en completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas que repugnan toda construcción duradera, despedazaron cada vez más la ciudadana unión. Mas eran pocos, por fortuna, y no pudieron impedir que aquellos dogmáticos trataran de reconstruirla de nuevo, aunque sin concordar en plan alguno. En los tiempos modernos pareció como si todas esas disputas fueran a acabarse; creyóse que la legitimidad de aquellas pretensiones iba a ser decidida por medio de cierta, fisiología del entendimiento (del célebre Locke). El origen de aquella supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido, por lo tanto, ser sospechosa, con razón. Pero como resultó, sin embargo, que esa genealogía, en realidad, había sido imaginada falsamente, siguió la metafísica afirmando sus pretensiones, por lo que vino todo de nuevo a caer en el dogmatismo anticuado y carcomido y, por ende, en el desprestigio de donde se había querido sacar a la ciencia.

Ahora, después de haber ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo indiferentismo, madre del Caos y de la Noche en las ciencias, pero también al mismo tiempo origen o, por lo menos, preludio de una próxima transformación e iluminación si las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado.

 Es inútil, en efecto, querer fingir indiferencia ante semejantes investigaciones, cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Esos supuestos indiferentistas, en cuanto piensan algo, caen de nuevo inevitablemente en aquellas afirmaciones metafísicas, por las cuales ostentaban tanto desprecio, aun cuando piensan ocultarlas trocando el lenguaje de la escuela por el habla popular. Esa indiferencia, empero, que se produce en medio de la prosperidad de todas las ciencias y que ataca precisamente aquella a cuyos conocimientos —si pudiéramos adquirirlos—renunciaríamos menos fácilmente que a ningunos otros, es un fenómeno que merece atención y reflexión. Es evidentemente el efecto, no de la ligereza, sino del Juicio maduro de la época, que no se deja seducir por un saber aparente; es una intimación a la razón para que emprenda de nuevo la más difícil de sus tareas, la del propio conocimiento, y establezca un tribunal que la asegure en sus pretensiones legítimas y que, en cambio, acabe con todas las arrogancias infundadas, y no por medio de afirmaciones arbitrarías, sino según sus eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura misma.

 Por tal no entiendo una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la razón en general respecto de todos los conocimientos a que ésta puede aspirar independientemente de toda experiencia; por lo tanto, la crítica resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en general, y determina no sólo las fuentes, sino también la extensión y límites de la misma; todo ello, empero, por principios.

Ese camino, el único que quedaba libre, lo he emprendido yo hoy y me precio de haber conseguido así apartar todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón, oponiéndola a sí misma cuando actuaba sin basarse en la experiencia. Y no es que haya eludido sus cuestiones, disculpándome con la incapacidad de la razón humana, sino que las he especificado todas por principios y, después de haber descubierto el punto de desavenencia de la razón consigo misma, las he resuelto a su entera satisfacción. Cierto que la contestación a esas cuestiones no ha recaído como pudiera esperarlo el exaltado afán dogmático de saber; pues este afán no podría satisfacerse más que con artes de magia, de que yo no entiendo. Pero tampoco es ése el destino natural de nuestra razón; y el deber de la filosofía era disipar la ilusión nacida de una mala inteligencia, aunque por ello hubiera que aniquilar tan apreciada y amada ilusión. En este trabajo ha sido mi designio el hacer una exposición detalladísima, y me atrevo a afirmar que no ha de haber un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se dé aquí la clave. Y, en realidad, es la razón pura una unidad tan perfecta, que si su principio fuera insuficiente para sólo una de las cuestiones que le son propuestas por su propia naturaleza, había, desde luego, que desecharlo, porque entonces no sería adecuado para resolver con completa seguridad ninguna otra.

Al decir esto, creo percibir en el rostro del lector una indignación mezclada con desprecio, por pretensiones al parecer tan vanidosas e inmodestas; y, sin embargo, son ellas sin comparación más moderadas que las de cualquier autor del programa más ordinario, que se jacta de demostrar en él quizá la naturaleza simple del alma o la necesidad de un primer comienzo del mundo. Tal autor se compromete, en efecto, a extender el conocimiento humano más allá de todos los límites de la experiencia posible, cosa que, lo confieso, supera totalmente a mi facultad. En vez de eso, he de ocuparme sólo de la razón misma y de su pensar puro, y no he de buscar muy lejos su conocimiento detallado, pues lo encuentro en mí mismo, y ya la lógica ordinaria me da un ejemplo de que todas sus acciones simples pueden enumerarse completa y sistemáticamente ; sólo que aquí se plantea la cuestión de cuánto puedo esperar alcanzar con ella si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia.

Esto es lo que tenía que decir sobre la integridad en la consecución de cada uno de los fines y la exposición detallada en la consecución de todos juntos; que no constituyen un propósito arbitrario, sino que la naturaleza del conocimiento mismo nos los propone como materia de nuestra investigación crítica...

No conozco ningunas investigaciones que sean más importantes para desentrañar la facultad que llamamos entendimiento, y al mismo tiempo para determinar las reglas y límites de su uso, que las que, en el segundo capítulo de la Analítica trascendental, he puesto bajo el título de Deducción de los conceptos puros del entendimiento; también me han costado más trabajo que ningunas otras, aunque no en balde, según creo. Ese estudio, dispuesto con alguna profundidad, tiene, empero, dos partes. Una se refiere a los objetos a priori; por eso justamente es esencial para mis fines. La otra va enderezada a considerar el entendimiento puro mismo según su posibilidad y las facultades cognoscitivas en que descansa; por lo tanto, en sentido subjetivo; y aunque este desarrollo es de gran importancia para mi fin principal, no pertenece, sin embargo, esencialmente a él, porque la cuestión principal sigue siendo: ¿Qué y cuándo pueden conocer el entendimiento y la razón independientemente de toda experiencia?; y no es: ¿Cómo es posible la facultad de pensar misma? Como esto último es, por decirlo así, buscar la causa de un efecto dado, y en este sentido tiene algo parecido a una hipótesis (aunque no es así en realidad, como lo demostraré en otra ocasión), parece como si éste fuera el caso en que me tomo la libertad de opinar, y en que el lector tiene que ser libre también de opinar de modo distinto (trad. de M. G.a Morente, I p.3-12).

Prólogo de la segunda edición (1787)

... La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la ciencia, pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del juicioso Bacon de Verulam ocasionó en parte —o quizá más bien dio vida, pues ya se andaba tras él—el descubrimiento, que puede igualmente explicarse por una rápida revolución antecedente en el pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda sobre principios empíricos.

Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua; cuando más tarde Stahl transformó metales en cal, y ésta, a su vez, en metal, sustrayéndoles y devolviéndoles algo, entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas; no, empero, dejarse conducir como con andadores; pues, de otro modo, las observaciones contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de antemano, no pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es, sin embargo, lo que la razón busca y necesita.

La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en otra el experimento, pensado según aquellos principios; así conseguirá ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace. Y así la misma física debe tan provechosa revolución de su pensamiento a la ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conforme a lo que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella y de lo cual por sí misma no sabría nada. Sólo así ha logrado la física entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos no había sido más que un mero tanteo.

La metafísica, conocimiento especulativo de la razón enteramente aislado que se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia mediante meros conceptos (no como la matemática, mediante aplicación de los mismos a la intuición), y en donde, por lo tanto, la razón debe ser su propio discípulo, no ha tenido hasta ahora la fortuna de emprender la marcha segura de una ciencia, a pesar de ser más vieja que todas las demás y a pesar de que subsistiría aunque todas las demás tuvieran que desaparecer enteramente sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en ella tropieza la razón continuamente, incluso cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas leyes que la experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces el camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo que se refiere a la unanimidad de sus partidarios, tan lejos están aún de ella, que más bien es un terreno que parece propiamente destinado a que ellos ejerciten sus fuerzas en un torneo en donde ningún campeón ha podido nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre su victoria una duradera posesión. No hay, pues, duda alguna de que su método hasta aquí ha sido un mero tanteo, y, lo que es peor, un tanteo entre meros conceptos.

Ahora bien: ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar aquí un camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por qué la naturaleza ha introducido en nuestra razón la incansable tendencia a buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más: ¡cuan poco motivo tenemos para confiar en nuestra razón si, en una de las partes más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con ilusiones, para acabar engañándonos! O bien, si sólo es que hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué señales nos permiten esperar que en una nueva investigación seremos más felices que lo han sido otros antes?

Yo debería creer que los ejemplos de la matemática y de la física, ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos reflexionar sobre la parte esencial de la transformación del pensamiento que ha sido para ellas tan provechosa y se imitasen aquí esos ejemplos, al menos como ensayo, en cuanto lo permite su analogía, como conocimientos de razón, con la metafísica. Hasta ahora se admitía que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero todos los ensayos para decidir a priori algo sobre éstos, mediante conceptos por donde sería extendido nuestro conocimiento, aniquilábanse en esa suposición. Ensáyese, pues, una vez si no adelantaremos más en los problemas de la metafísica admitiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos que establezca algo sobre ellos antes que nos sean dados.

Ocurre con esto como con el primer pensamiento de Copérnico, quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y dejando, en cambio, las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante por lo que se refiere a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la constitución de los objetos, no comprendo cómo se pueda a priori saber algo de ella. ¿Rígese, empero, el objeto (como objeto de los sentidos) por la constitución de nuestra facultad de intuición? Entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad.

Pero como no puedo permanecer atenido a esas intuiciones si han de llegar a ser conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones, a algo como objeto, y determinar éste mediante aquéllas, puedo, por lo tanto: o bien admitir que los conceptos mediante los cuales llevo a cabo esa determinación se rigen también por el objeto, y entonces caigo de nuevo en la misma perplejidad sobre el modo como pueda saber a priori algo de él; o bien admitir que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos (como objetos dados) conocidos, se rige por esos conceptos, y entonces veo en seguida una explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de conocimiento que exige entendimiento, cuya regla debo suponer en mí aun antes que me sean dados objetos, por lo tanto, a priori, por los que tienen, pues, que regirse necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar. En lo que concierne a los objetos, en cuanto son pensados sólo por la razón y necesariamente, pero sin poder (al menos tales como la razón los piensa) ser dados en la experiencia, proporcionarán, según esto, los ensayos de pensarlos (pues, desde luego, han de poderse pensar) una magnífica comprobación de lo que admitimos como método transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a priori de las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en ellas '...

Introducción

I. De la distinción del conocimiento puro y el empírico

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos, y ora provocan por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento nuestra capacidad intelectual para compararlos, enlazarlos o separarlos, y elaborar así, con la materia bruta de las impresiones sensibles, un conocimiento de los objetos llamado experiencia? Según el tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia, y todo conocimiento comienza con ella.

Mas, si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por eso origínase todo él en la experiencia. Pues bien podría ser que nuestro conocimiento de experiencia fuera compuesto de lo que recibimos por medio de impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer (con ocasión tan sólo de las impresiones sensibles) proporciona por sí misma, sin que distingamos este añadido de aquella materia fundamental hasta que un largo ejercicio nos ha hecho atentos a ello y hábiles en separar ambas cosas.

Es, pues, por lo menos, una cuestión que necesita de una detenida investigación, y que no ha de resolverse en seguida a primera vista, la de si hay un conocimiento semejante, independiente de la experiencia y aun de toda impresión de los sentidos. Esos conocimientos llámanse a priori, y distínguense de los empíricos, que tienen sus fuentes a posteriori, a saber, en la experiencia.

Aquella expresión, empero, no es bastante determinada para señalar adecuadamente el sentido todo de la cuestión propuesta... Pues hay algunos conocimientos derivados de fuentes de experiencia, de los que suele decirse que nosotros somos a priori partícipes o capaces de ellos, porque no los derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal, la dual, sin embargo, hemos sacado de la experiencia. Así, de uno que socavase el fundamento de su casa, diríase que pudo saber a priori que la casa se vendría abajo, es decir, que no necesitaba esperar la experiencia de su caída real. Mas totalmente a priori no podía saberlo. Pues tenía que saber de antemano por experiencia que los cuerpos son pesados, y, por lo tanto, que cuando se les quita el sostén caen.

En lo que sigue, pues, entenderemos por conocimientos a priori, no los que tienen lugar independientemente de esta o aquella experiencia, sino absolutamente de toda experiencia. A éstos opónense los conocimientos empíricos, o sea los que no son posibles más que a posteriori, es decir, por experiencia.

II. Estamos en posesión de ciertos conocimientos "a priori", y aun el entendimiento común no está nunca sin conocimientos de esa clase

Trátase aquí de buscar una característica por la que podamos distinguir un conocimiento puro de uno empírico. Cierto es que la experiencia nos enseña que algo está constituido de este u otro modo, pero no que ello no pueda ser de otra manera. Así, pues, primero: si se encuentra una proposición que sea pensada al mismo tiempo con su necesidad, es entonces un juicio a priori; si, además, no está derivada de ninguna otra que no sea a su vez valedera como proposición necesaria, es entonces absolutamente a priori. Segundo: la experiencia no da jamás a sus juicios universalidad verdadera o estricta, sino sólo admitida y comparativa (por inducción), de tal modo que se debe propiamente decir: En lo que hasta ahora hemos percibido no se encuentra excepción alguna a esta o aquella regla. Así, pues, si un juicio es pensado con estricta universalidad, de suerte que no se permita como posible ninguna excepción, entonces no es derivado de la experiencia, sino absolutamente a priori.

La universalidad empírica es, pues, sólo un arbitrario aumento de la validez que, de valer para la mayoría de los casos, pasa a valer para todos ellos; por ejemplo, en la proposición: Todos los cuerpos son pesados. Pero, en cambio, cuando un juicio tiene universalidad estricta, ésta señala una fuente particular de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estrictas son, pues, señales seguras de un conocimiento a priori y están inseparablemente unidas. Mas como en el uso es a veces más fácil mostrar la contingencia que la limitación empírica de los juicios, o a veces también es más claro mostrar la universalidad ilimitada, atribuida por nosotros a un juicio, que su necesidad, es de aconsejar el uso separado de ambos criterios, cada uno de los cuales por sí es infalible.

Es fácil mostrar ahora que hay realmente en el conocimiento humano juicios necesarios y universales en el más estricto sentido; juicios, por lo tanto, puros a priori. Si se quiere un ejemplo sacado de las ciencias, no hay más que fijarse en todas las proposiciones de la matemática. Si se quiere un ejemplo del uso más ordinario del entendimiento, puede servir la proposición: Todo cambio tiene que tener una causa. Y aun en este último ejemplo encierra el concepto de causa tan manifiestamente el concepto de necesidad del enlace con un efecto y de universalidad estricta de la regla, que se perdería completamente si se le quisiera derivar, como hizo Hume, de una conjunción frecuente entre lo que ocurre y lo que precede, y de una costumbre nacida de ahí (por lo tanto, de una necesidad meramente subjetiva) de enlazar representaciones. Y también, sin necesidad de semejantes ejemplos para demostrar la realidad de principios puros a priori en nuestro conocimiento, podría mostrarse lo indispensables que son éstos para la posibilidad de la experiencia misma, y, por consiguiente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde iba a sacar la experiencia su certeza, si todas las reglas por las cuales progresa fueran empíricas y, por ende, contingentes? Por eso no se puede fácilmente dar a éstas el valor de primeros principios. Podemos, empero, contentarnos aquí con haber expuesto el uso puro de nuestra facultad de conocer, como un hecho, con todas sus señales.

Es, pues, en la experiencia en donde se funda la posibilidad de la síntesis del predicado de la pesantez con el concepto de cuerpo, porque ambos conceptos, aun cuando el uno no está contenido en el otro, sin embargo, como partes de un todo (a saber, la experiencia, que es ella misma una unión sintética de las intuiciones), pertenecen uno a otro, si bien sólo por modo contingente.

Pero en los juicios sintéticos a priori falta enteramente esa ayuda. Si he de salir del concepto A para conocer otro B como enlazado con él, ¿en qué me apoyo? ¿Mediante qué es posible la síntesis, ya que aquí no tengo la ventaja de volverme hacia el campo de la experiencia para buscarlo? Tómese esta proposición: Todo lo que sucede tiene una causa. En el concepto de algo que sucede pienso ciertamente una existencia, antes de la cual precede un tiempo, etc., y de aquí pueden sacarse juicios analíticos. Pero el concepto de una causa [está enteramente fuera de aquel concepto] * me ofrece algo distinto del concepto de lo que sucede, y no está, por lo tanto, contenido en esta última representación. ¿Cómo llego a decir de lo que sucede en general algo enteramente distinto y a conocer como perteneciente a ello [y hasta necesariamente] el concepto de causa, aun cuando no se halle contenido en ello? ¿Cuál es aquí la incógnita x, sobre la cual se apoya el entendimiento cuando cree encontrar fuera del concepto A un predicado B extraño a aquel concepto y lo considera, sin embargo, enlazado con él? La experiencia no puede ser, porque el principio citado añade esta segunda representación a la primera, no sólo con más universalidad de la que la experiencia puede proporcionar, sino también con la expresión de la necesidad, y, por lo tanto, enteramente a priori y por meros conceptos. Ahora bien: en semejantes principios sintéticos, es decir, de amplificación, descansa todo el propósito último de nuestro conocimiento especulativo a priori, pues los analíticos, si bien altamente importantes y necesarios, lo son tan sólo para alcanzar aquella claridad de los conceptos que se exige para una síntesis segura y extensa que sea una adquisición verdaderamente nueva.

VI. Problema general de la razón pura

Mucho se gana ya cuando se logra reducir a la fórmula de un solo problema una multitud de investigaciones. Pues de ese modo no sólo se facilita el propio trabajo, determinándolo con exactitud, sino también el juicio de cualquier persona que quiera examinar si hemos cumplido o no nuestro propósito. Pues bien: el problema propio de la razón pura está encerrado en la pregunta: ¿Cómo son posibles juicios sintéticos "a priori"?

Si la metafísica hasta ahora ha permanecido en un estado tan vacilante de inseguridad y contradicciones, es porque el pensamiento no se planteó este problema, ni aun quizá siquiera la diferencia entre los juicios analíticos y los sintéticos. Ahora bien: la metafísica se mantendrá en pie o se derrumbará según la solución que se le dé a este problema o que se demuestre que la posibilidad de que quiere obtener explicación no tiene en realidad lugar. David Hume, que entre todos los filósofos fue el que más se acercó a este problema, aunque sin pensarlo, ni con mucho, con suficiente determinación y en su universalidad, sino quedándose en la proposición sintética del enlace del efecto con su causa (principium causalitatis), creyó haber demostrado que semejante proposición es enteramente imposible a priori, y según sus conclusiones, todo lo que llamamos metafísica vendría a ser una mera ilusión de supuesto conocimiento racional de lo que en realidad sólo de la experiencia está sacado y ha recibido por el hábito la apariencia de la necesidad. Jamás hubiera caído en semejante afirmación, destructora de toda filosofía pura, si hubiese tenido ante los ojos nuestro problema en su universalidad, pues entonces hubiera visto que, según su argumento, tampoco podría haber matemática pura, porque ésta encierra seguramente proposiciones sintéticas a priori; y de hacer esta afirmación le hubiera guardado su buen entendimiento.

VIL Idea y división de una ciencia particular bajo el nombre de crítica de la razón pura

De todo esto se deduce la idea de una ciencia particular que puede llamarse crítica de la razón pura. Pues razón es la facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. Por eso es razón pura aquella que contiene los principios para conocer algo absolutamente a priori. Un organon de la razón pura sería un conjunto de los principios según los cuales todos los conocimientos puros a priori pueden ser adquiridos y realmente establecidos. La detenida aplicación de un organon semejante nos proporcionaría un sistema de la razón pura. Mas como éste es muy solicitado y, sin embargo, no sabemos aún si aquí también es posible en general una ampliación de nuestro conocimiento y en qué casos lo es, resulta que no podemos considerar una ciencia del mero juicio de la razón pura, sus fuentes y límites, más que como la propedéutica para el sistema de la razón pura. Esta no debería llamarse doctrina, sino sólo crítica de la razón pura, y su utilidad sería realmente sólo negativa [en consideración de la especulación], y serviría no para la ampliación, sino sólo para la depuración de nuestra razón, y la guardaría de los errores, en lo cual se habría ganado ya mucho. Llamo transcendental todo conocimiento que se ocupa en general no tanto de objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste debe ser posible a priori. Un sistema de semejantes conceptos se llamaría Filosofía transcendental. Esta, empero, es, a su vez, demasiado para el comienzo. Pues como una ciencia semejante debe contener por completo no sólo el conocimiento analítico, sino también el sintético a priori, resulta demasiado extensa en cuanto se refiere a nuestro propósito, ya que no podemos llevar el análisis sino hasta el punto en que nos es absolutamente necesario para penetrar en toda su extensión los principios de la síntesis a priori, que es solamente de lo que tenemos que tratar...

Ahora bien: si desde el punto de vista universal de un sistema en general se quiere hacer la división de esa ciencia, entonces esta que ahora exponemos debe contener, primero, una doctrina elemental, y segundo, una metodología de la razón pura. Cada una de estas partes principales tendría sus divisiones, cuyos fundamentos, sin embargo, no se pueden exponer aún. Como introducción o recuerdo previo parece que sólo es necesario lo siguiente: que hay dos ramas del conocimiento humano que quizá se originen en una raíz común, pero desconocida para nosotros, y son, a saber, la sensibilidad y el entendimiento. Por medio de la primera nos son dados objetos; por medio de la segunda son los objetos pensados. Ahora bien: por cuanto la sensibilidad debe contener representaciones a priori que constituyan la condición bajo la cual nos son dados objetos, pertenecerá a la filosofía transcendental. La doctrina transcendental de los sentidos correspondería a la primera parte de la ciencia de los elementos, porque las condiciones bajo las cuales tan sólo son dados los objetos del conocimiento humano preceden a las condiciones bajo las cuales los mismos son pensados.

Segunda parte.—De la doctrina elemental transcendental: la lógica transcendental

Introducción.—Idea de una lógica transcendental

I. De la lógica en general

Nuestro conocimiento se origina en dos fuentes fundamentales del espíritu; la primera es la facultad de recibir representaciones (la receptividad de las impresiones); la segunda es la facultad de conocer un objeto mediante esas representaciones; por la primera nos es dado un objeto, por la segunda es éste pensado en la relación con aquella representación (como mera determinación del espíritu). Intuición y conceptos constituyen, pues, los elementos de todo nuestro conocimiento; de tal modo que ni conceptos sin intuición, que de alguna manera les corresponda, ni intuición sin conceptos pueden dar un conocimiento. Ambos son, o puros o empíricos. Empíricos, cuando una sensación (que presupone la presencia real del objeto) está contenida en ellos; puros, cuando con la representación no se mezcla sensación alguna. Esta última puede llamarse la materia del conocimiento sensible. Por eso la intuición pura encierra solamente la forma bajo la cual algo es intuido; y el concepto puro, sólo la forma del pensar un objeto en general. Sólo intuiciones puras o conceptos puros son posibles a priori; conceptos o intuiciones empíricas sólo son posibles a posteriori.

Llamaremos sensibilidad a la receptividad de nuestro espíritu para recibir representaciones, en cuanto éste es afectado de alguna manera; llamaremos, en cambio, entendimiento a la facultad de producir nosotros mismos representaciones, o la espontaneidad del conocimiento. Nuestra naturaleza lleva consigo que la intuición no pueda ser nunca más que sensible, es decir, que encierre sólo el modo como somos afectados por objetos. En cambio, es el entendimiento, la facultad de pensar, el objeto de la intuición sensible. Ninguna de estas propiedades ha de preferirse a la otra. Sin sensibilidad, no nos sería dado objeto alguno; y sin entendimiento, ninguno sería pensado. Pensamientos sin contenido son vanos; intuiciones sin conceptos son ciegas. Por eso es tan necesario hacerse sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacerse comprensibles las intuiciones (es decir, traerlas bajo conceptos). Ambas facultades o capacidades no pueden tampoco trocar sus funciones. El entendimiento no puede intuir nada y los sentidos no pueden pensar nada. Sólo de su unión puede originarse conocimiento. No por eso, sin embargo, es lícito confundir la aportación de cada uno, sino que hay fuertes motivos para separar y distinguir cuidadosamente unos y otros. Por eso distinguimos la ciencia de las reglas de la sensibilidad en general, es decir, la estética, de la ciencia de las reglas del entendimiento en general, es decir, la lógica...

LIBRO I.—Analítica de los conceptos

Sección III.—Del hilo conductor para el descubrimiento de todos los conceptos puros del entendimiento o categorías

§ 10. De los conceptos puros del entendimiento o categorías

La lógica general hace abstracción, como hemos repetido muchas veces, de todo contenido del conocimiento, y espera que le sean dadas representaciones por otro conducto, sea éste el que fuere, para transformarlas en conceptos, lo cual sucede analíticamente. En cambio, la lógica transcendental tiene ante sí un múltiple de la sensibilidad a priori, que la estética transcendental le ofrece, para dar a los conceptos puros del entendimiento una materia, sin la cual quedaría esa lógica sin contenido alguno y, por lo tanto, sería enteramente vana. Ahora bien: el espacio y el tiempo encierran un múltiple de la intuición pura a priori, pero pertenecen a las condiciones de la receptividad de nuestro espíritu, bajo las cuales tan sólo puede éste recibir representaciones de objetos que, por lo tanto, han de afectar siempre también al concepto de los mismos. Mas la espontaneidad de nuestro pensar exige que ese múltiple sea primero recorrido, recogido y reunido para hacer de él un conocimiento. A esta acción llamo síntesis.

Entiendo, empero, por síntesis, en el sentido más general, la acción de añadir diferentes representaciones unas a otras y comprender su multiplicidad en un conocimiento. Semejante síntesis es pura cuando lo múltiple no es dado empíricamente, sino a priori (como lo múltiple en el espacio y el tiempo). Antes de todo análisis de nuestras representaciones, han de ser éstas dadas primero, y ningún concepto puede originarse en su contenido analíticamente. Mas la síntesis de un múltiple (sea dado empíricamente o a priori) produce primero un conocimiento que puede bien al principio ser todavía grosero y confuso y, por lo tanto, que necesita del análisis; pero la síntesis es propiamente la que colecciona los elementos para los conocimientos y les une un cierto contenido; es, pues, lo primero a que hemos de atender si queremos juzgar sobre el primer origen de nuestro conocimiento.

La síntesis, en general, es, como veremos más adelante, el mero efecto de la imaginación, función ciega, aunque indispensable, del alma, sin la cual no tendríamos conocimiento alguno, mas de la cual rara vez llegamos a ser conscientes. Pero reducir esa síntesis a conceptos, ésta es una función que corresponde al entendimiento, y por la cual, y sólo entonces, éste nos proporciona el conocimiento en la propia significación de esta palabra.

La síntesis pura, en su representación general, da el concepto puro del entendimiento. Entiendo, empero, por esta síntesis la que descansa en un fundamento de la unidad sintética a priori: así, nuestra numeración (en los grandes números es ello sobre todo notable) es una síntesis según conceptos, porque ocurre según un fundamento común de unidad (v. gr., la decádica). Bajo este concepto es, pues, necesaria la unidad en la síntesis de lo múltiple.

Analíticamente son diferentes representaciones reducidas bajo un concepto (de este tema trata la lógica general). Mas reducir a conceptos no las representaciones, sino la pura síntesis de las representaciones, es lo que enseña la lógica trascendental. Lo primero que tiene que sernos dado para el conocimiento de todos los objetos a priori es lo múltiple de la intuición pura; la síntesis de ese múltiple por la imaginación es lo segundo, pero no da aún conocimiento alguno. Los conceptos que dan unidad a esta síntesis pura, y consisten sólo en la representación de esa unidad sintética necesaria, hacen lo tercero para el conocimiento de un objeto que se presenta, y descansan en el entendimiento.

La misma función que da unidad a las diferentes representaciones en un juicio, da también unidad a la nueva síntesis de diferentes representaciones en una intuición, y esa unidad se llama, con expresión general, el concepto puro del entendimiento. El mismo entendimiento, pues, mediante las mismas acciones por las cuales produjo en los conceptos la forma lógica de un juicio por medio de la unidad analítica, pone también, por medio de la unidad sintética de lo múltiple en la intuición en general, un contenido trascendental en sus representaciones; por lo cual llámanse éstas conceptos puros del entendimiento, que se refieren a priori a objetos, cosa que la lógica general no puede llevar a cabo.

De esta manera se originan precisamente tantos conceptos puros del entendimiento referidos a priori a objetos de la intuición en general, como funciones lógicas en todos los juicios posibles hubo en la tabla siguiente:

TABLA DE LAS CATEGORÍAS

1

DE LA CANTIDAD

Unidad

Pluralidad

Totalidad

.

 

2

DE LA CUALIDAD

Realidad.

Negación.

Limitación.

 

 

3

DE LA RELACIÓN

Inherencia y subsistencia

(Substantia et accidens).

Causalidad y dependencia

(Causa y efecto).

Comunidad

(acción entre el agente y el paciente)

 

4

DE LA MODALIDAD

Posibilidad — imposibilidad.

Existencia — no existencia.

Necesidad — contingencia.

pues el entendimiento queda enteramente agotado por las referidas funciones y su facultad totalmente abrazada. Vamos a llamar a esos conceptos categorías, según Aristóteles, pues que nuestra intención es la misma que la suya en un principio, si bien se aleja mucho de ella en su desarrollo.

Tal es el inventario de todos los conceptos primariamente puros de la síntesis, contenidos en el entendimiento a priori, y por los cuales tan sólo es éste un entendimiento puro, pues que sólo por ellos puede comprender algo en lo múltiple de la intuición, es decir, pensar un objeto de la misma. Esta división se ha producido sistemáticamente por un principio común, a saber, la facultad de juzgar (que es tanto como la facultad de pensar), y no ha surgido rapsódicamente de una rebusca de los conceptos puros, emprendida a la buena de Dios; en esta última no se puede nunca estar seguro de que la enumeración sea completa, pues que sólo es concluida por inducción, sin pensar que de este modo nunca se comprende por qué precisamente éstos y no otros son los conceptos que residen en el entendimiento puro. El intento de Aristóteles de rebuscar esos conceptos fundamentales era digno de un hombre penetrante. Mas como Aristóteles no tenía principio alguno, los recogía conforme le iban ocurriendo, juntando primero diez, que denominó categorías (predicamentos). Más tarde creyó haber encontrado otros cinco, que añadió con el nombre de pospredicamentos. Mas su tabla siguió siendo imperfecta. Además, encuéntranse en ella algunos modos de la sensibilidad pura (quando, ubi, situs, como también prius, simul), y uno empírico (motus), que no pertenecen a este registro-matriz del entendimiento ; hay también algunos conceptos derivados, puestos entre los primordiales (actio, passio), y algunos de estos últimos faltan enteramente....

Capítulo II.—De la analítica de los conceptos

Sección II.—De la deducción de los conceptos puros del entendimiento

§ 16. De la unidad originariamente sintética de la apercepción.

El yo pienso tiene que poder acompañar a todas mis representaciones; pues si no, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo cual significa tanto como decir que la representación sería, o bien imposible, o al menos nada para mí. La representación que pueda ser dada antes de todo pensar llámase intuición. Así, pues, todo múltiple de la intuición tiene una relación necesaria con el yo pienso en el mismo sujeto en donde ese múltiple es hallado. Esta representación, empero, es un acto de la espontaneidad, es decir, que no puede ser considerada como perteneciente a la sensibilidad. Denominóla apercepción pura, para distinguirla de la empírica, o también apercepción originaria, porque es aquella autoconciencia que, produciendo la representación yo pienso (que tiene que poder acompañar a todas las demás y que es una y la misma en toda conciencia), no puede ser deducida de ninguna otra. A su unidad doy el nombre de unidad trascendental de la autoconciencia, para señalar la posibilidad del conocimiento a priori, nacido de ella. Pues las múltiples representaciones que son dadas en una cierta intuición no serían todas ellas mis representaciones si no perteneciesen todas ellas a una autoconciencia, es decir, que, como representaciones mías (aunque no sea yo consciente de ellas como tales), tienen que conformarse necesariamente con la condición bajo la cual tan sólo pueden coexistir en una autoconciencia universal, pues de otro modo no me pertenecerían todas absolutamente. De este enlace originario pueden sacarse muchas consecuencias.

A saber: esa continua identidad de la apercepción de un múltiple dado en la intuición contiene una síntesis de las representaciones y no es posible sino por medio de la conciencia de esa síntesis. Pues la conciencia empírica que acompaña a diferentes representaciones es en sí dispersa y sin relación con la identidad del sujeto. Para que esa relación suceda, no basta, pues, con que a cada representación acompañe yo conciencia, sino que he de añadir una a la otra y ser consciente de la síntesis de las mismas. Así, pues, sólo porque puedo enlazar en una conciencia un múltiple de representaciones dadas, es posible que me represente la identidad de la conciencia en esas representaciones mismas, es decir, que la unidad analítica de la apercepción no es posible sino presuponiendo alguna unidad sintética.

§ 27. Resultado de esta deducción de los conceptos del entendimiento.

No podemos pensar objeto alguno a no ser por categorías; no podemos conocer objeto alguno pensado a no ser por intuiciones que corresponden a aquellos conceptos. Ahora bien, todas nuestras intuiciones son sensibles, y ese conocimiento, por cuanto es dado el objeto del mismo, es empírico. Por consiguiente, ningún conocimiento "a priori" nos es posible, n no ser tan sólo de objetos de experiencia posible .

Pero ese conocimiento, que queda limitado meramente a objetos de la experiencia, no por eso está todo él tomado de la experiencia, sino que tanto las intuiciones puras como los conceptos puros del entendimiento son elementos del conocimiento que se encuentran a priori en nosotros. Ahora bien, dos son los caminos por donde una coincidencia necesaria de la experiencia con los conceptos de sus objetos puede ser pensada : o la experiencia hace posible estos conceptos, o estos conceptos hacen posible la experiencia. Lo primero no tiene lugar en lo que toca a las categorías (tampoco a la intuición pura sensible), pues aquéllas son conceptos a priori; por tanto, independientes de la experiencia (la afirmación de un origen empírico sería una especie de generatio aequivoca). Por consiguiente, sólo resta lo segundo (por decirlo así, un sistema de la epigénesis de la razón pura): que las categorías, por el lado del entendimiento, contengan las funciones de la posibilidad de toda experiencia en general. Mas ¿cómo hacen posible la experiencia y qué principios de la posibilidad de la misma proporcionan en su aplicación a los fenómenos? Lo enseña el capítulo siguiente, "del uso trascendental del juicio".

Si alguno quisiera proponer entre los dos únicos caminos citados un término medio, a saber: que no son ni principios primeros a priori, pensados en sí mismos, de nuestro conocimiento, ni tampoco tomados de la experiencia, sino disposiciones subjetivas para el pensar, sembradas en nosotros con nuestra existencia y dispuestas por nuestro Creador de tal suerte que su uso concuerda exactamente con las leyes de la Naturaleza, por las cuales va haciéndose la experiencia (una especie de sistema de preformación de la razón pura), entonces (además de que en semejante ¡hipótesis no se ve en dónde hayamos de poner término a esa¡ suposición de disposiciones predeterminadas para juicios futuros) hay algo decisivo contra el referido término medio, y es que en ese caso faltaría a las categorías la necesidad, que pertenece esencialmente a su concepto. Pues, por ejemplo, el concepto de la causa, que expresa la necesidad de una consecuencia bajo la presuposición de una condición, sería falso si no descansase más que en una caprichosa y subjetiva necesidad, predispuesta en nosotros, de enlazar ciertas representaciones empíricas según una regla semejante de relación.

No podría yo decir: el efecto está para mí enlazado con la causa, en el objeto (es decir, necesariamente), sino: estoy dispuesto de tal manera, que no puedo pensar esa representación más que encadenada así; y esto precisamente es lo que más desea el escéptico, pues entonces todo nuestro conocimiento de supuesta validez objetiva de nuestros juicios no es más que simple ilusión, y no faltarían gentes que no quisieran confesar esa necesidad subjetiva (que tiene que ser sentida); por lo menos, nada se podría discutir sobre aquello que descansa solamente en el modo como el sujeto está organizado.

LIBRO II.—Doctrina transcendental del juicio

(o Analítica de los principios)

Capítulo I.—Del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento

En todas las subsunciones de un objeto bajo un concepto, tiene que ser la representación del primero homogénea con el segundo, es decir, el concepto debe contener aquello que es representado en el objeto a subsumir en él; esto precisamente es lo que significa la expresión: "un objeto está contenido en un concepto". Así, el concepto empírico de un plato tiene homogeneidad con el concepto puro geométrico de un círculo, pues que la redondez, pensada en éste, puede intuirse en aquél.

Mas los conceptos puros del entendimiento, si los comparamos con intuiciones empíricas (y aun en general sensibles), son enteramente heterogéneos y no pueden jamás ser hallados en intuición alguna. ¿Cómo es, pues, posible la subsunción de éstas en aquéllos y, por ende, la aplicación de la categoría a los fenómenos, ya que nadie dirá: esta categoría, por ejemplo la causalidad, puede también ser intuida por los sentidos y está contenida en el fenómeno? Esta cuestión, tan natural e importante, es propiamente la causa que hace necesaria una doctrina trascendental del juicio, para mostrar la posibilidad por la cual pueden conceptos puros del entendimiento ser aplicados a fenómenos en general. En todas las demás ciencias en donde los conceptos por los cuales el objeto es pensado en general no son tan distintos y heterogéneos de aquellos que representan in concreto ese objeto como es dado, es innecesario dar una explicación especial respecto a la aplicación del concepto puro al objeto.

Es, pues, claro que tiene que haber un tercer término que debe estar en homogeneidad, por una parte, con la categoría, y, por otra parte, con el fenómeno, y hacer posible la aplicación de la primera al último. Esa representación medianera ha de ser pura (sin nada empírico), y, sin embargo, por una parte, intelectual, y por otra, sensible. Tal es el esquema trascendental.

El concepto del entendimiento encierra unidad pura sintética de lo múltiple en general. El tiempo, como condición formal de lo múltiple del sentido interno, por lo tanto, del encadenamiento de todas las representaciones, encierra un múltiple a priori en la intuición pura. Ahora bien, una determinación trascendental del tiempo es homogénea con la categoría (que constituye la unidad de la misma), por cuanto es universal y descansa en una regla a priori. Pero, por otra parte, es homogénea con el fenómeno, por cuanto el tiempo está contenido en toda representación empírica de lo múltiple. Por eso, una aplicación de la categoría a los fenómenos será posible por medio de la determinación trascendental del tiempo, que, como esquema de los conceptos puros del entendimiento, sirve de término medio para subsumir los fenómenos en la categoría.

Después de lo que se ha explicado en la deducción de las categorías, es de esperar que nadie tenga duda en decidir la cuestión de si esos conceptos puros del entendimiento son de uso meramente empírico o también de uso trascendental; es decir, si sólo como condiciones de una experiencia posible se refieren a priori a un fenómeno, o si, como condiciones de la posibilidad de las cosas en general, pueden ser extendidos a objetos en sí mismos (sin alguna restricción a nuestra sensibilidad). Pues ya hemos hemos visto que los conceptos son enteramente imposibles, y no pueden tener significación alguna si un objeto no es dado a ellos o, al menos, a los elementos de que constan; que, por tanto, no pueden dirigirse a cosas en sí (sin tomar en cuenta si pueden y cómo pueden sernos dados); que, además, el único modo como nos son dados objetos es la modificación de nuestra sensibilidad; y, finalmente, que los conceptos puros a priori, además de la función del entendimiento en la categoría, deben contener a priori condiciones formales de la sensibilidad (sobre todo del sentido interno), que encierran la condición universal bajo la cual tan sólo puede la categoría ser aplicada a cualquier objeto. Esa condición formal y pura de la sensibilidad, a la cual el concepto del entendimiento en su uso está restringido, vamos a llamarla esquema de ese concepto del entendimiento, y llamaremos esquematismo del entendimiento puro al proceder del entendimiento con esos esquemas.

Capítulo II.—Sistema de todos los principios del entendimiento puro

Sección II.—Del principio supremo de todos los juicios sintéticos

...La posibilidad de la experiencia es, pues, lo que da a todos nuestros conocimientos a priori realidad objetiva. Ahora bien, la experiencia descansa en la unidad sintética de los fenómenos, es decir, en una síntesis según conceptos del objeto de los fenómenos en general, sin la cual la experiencia no sería siquiera conocimiento, sino una rapsodia de percepciones, incapaces de juntarse en una contextura según reglas de una conciencia (posible) continuamente enlazada y, por tanto, en la unidad trascendental y necesaria de la percepción. La experiencia tiene, pues, como fundamento, principios de su forma a priori, a saber: reglas universales de la unidad, en la síntesis de los fenómenos, cuya objetiva realidad, como condiciones necesarias, puede siempre mostrarse en la experiencia y aun en su posibilidad. Fuera de esa referencia, empero, son enteramente imposibles las proposiciones sintéticas a priori, porque no tienen el tercer requisito, a saber: un objeto en el cual la unidad sintética de sus conceptos pueda mostrar realidad objetiva.

Por eso, aunque conocemos del espacio en general, o de las figuras que la imaginación productiva dibuja en él, muchas cosas a priori en juicios sintéticos, de suerte que realmente no necesitamos para ello experiencia alguna, este conocimiento no sería nada, sería ocuparse con una mera fantasía, si el espacio no hubiera de considerarse como la condición de los fenómenos que constituyen la materia de la experiencia externa; por eso esos juicios sintéticos puros se refieren, aunque sólo mediatamente, a la experiencia posible, o más bien, a la posibilidad misma de la experiencia, y sólo en ello fundamentan la validez objetiva de su síntesis.

Ya que la experiencia, pues, como síntesis empírica, es en su posibilidad la única especie de conocimiento que da realidad a toda otra síntesis, tiene ésta también, como conocimiento a priori, verdad (coincidencia con el objeto) sólo porque no encierra más que lo necesario para la unidad sintética de la experiencia en general.

El principio supremo de todos los juicios sintéticos es, pues: Todo objeto está bajo las condiciones necesarias de la unidad sintética de lo múltiple de la intuición en una experiencia posible.

De esa manera, los juicios sintéticos a priori son posibles cuando las condiciones formales de la imaginación y la necesaria unidad de la misma, en una apercepción trascendental, son referidas por nosotros a un conocimiento de experiencia posible en general, y decimos: las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son al mismo tiempo condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia y tienen por ello validez objetiva en un juicio sintético a priori.

Observación general al sistema de los principios

Es muy digno de observación el hecho de que no podamos comprender la posibilidad de ninguna cosa por la mera categoría, sino que siempre tenemos que tener una intuición, para exponer en ella la realidad objetiva del concepto puro del entendimiento. Tómese, por ejemplo, la categoría de relación. Por meros conceptos no se puede comprender: 1.°, cómo algo pueda existir, y no como mera determinación de otras cosas, 2°, cómo, porque algo es, algún otro deba ser; por lo tan o, cómo algo pueda, en general, ser causa; o 3.°, cómo, cuando existen varias cosas, la existencia de una de ellas es base para que se siga algo en las otras y recíprocamente, y de ese modo puede tener lugar una comunidad de sustancias. Y otro tanto puede decirse de las demás categorías; por ejemplo: cómo una cosa pueda ser idéntica con muchas juntas, es decir, una magnitud, etc. Así, pues, mientras falta la intuición, no sabemos si por medio de las categorías estamos pensando un objeto y ni aun si les puede corresponder algún objeto; y así se confirma que las categorías, por sí, no son conocimientos, sino meras formas del pensamiento, para hacer conocimientos con intuiciones dadas.

... Así también sucede que con meras categorías no puede hacerse ninguna proposición sintética. Por ejemplo: "En toda existencia hay sustancia, es decir, algo que sólo puede existir como sujeto y no como mero predicado"; o bien: "Toda cosa es un quantum", etc., en donde no hay nada que pueda servirnos para salir de un concepto dado y enlazarle otro. Por eso nunca se ha conseguido demostrar una proposición sintética por medio de meros conceptos puros del entendimiento; por ejemplo, la proposición: "Todo lo contingente que existe tiene una causa". No se ha podido nunca demostrar más que esto, a saber: que sin esa relación no podríamos comprender, en modo alguno, la existencia de lo contingente, es decir, no podríamos conocer a priori, por el entendimiento, la existencia de semejante cosa. Pero de aquí no se sigue que precisamente esa relación sea también la condición de la posibilidad de las cosas mismas. Por eso, si se quiere reflexionar sobre nuestra prueba del principio de causalidad, se advertirá que no hemos podido demostrarlo más que de los objetos de experiencia posible : "Todo cuanto ocurre (todo suceso) presupone una causa"; y, ciertamente, de tal suerte, que no hemos podido demostrarlo más que como principio de la posibilidad de la experiencia; por lo tanto, del conocimiento de un objeto dado, en la intuición empírica, y no por meros conceptos.

Sin embargo, no puede negarse que la proposición: "Todo lo contingente debe tener una causa", es clara para cualquiera por meros conceptos. Pero entonces el concepto de lo contingente está de tal suerte concebido, que no contiene la categoría de la modalidad (como algo cuyo no-ser puede pensarse), sino la de relación (como algo que sólo puede existir como consecuencia de otro), y entonces es, desde luego, una proposición idéntica: "Lo que sólo como consecuencia puede existir, tiene una causa". En realidad, cuando tenemos que dar ejemplos de existencia contingente, acudimos siempre a cambios, y no sólo a la posibilidad del pensamiento de lo opuesto1. El cambio, empero, es un suceso que, como tal, sólo por una causa es posible; cuyo no-ser, por lo tanto, es por sí posible; y así conócese la contingencia en que algo sólo puede existir como efecto de una causa; por eso, si una cosa es admisible como contingente, resulta analítica la proposición que dice que tiene una causa... .

Capítulo III.—Del fundamento de la distinción de todos los objetos en general en fenómenos y noúmenos

... Del concepto de causa (si prescindo del tiempo, en el cual sigue a algo según una regla) nada, encontraría en la categoría pura sino que hay algo de lo cual puede inferirse la existencia de otra cosa; y así no sólo no se podría distinguir uno de otro el efecto y la causa, sino que ya que ese "poder inferir" exige a veces condiciones de las cuales nada sé, resultaría que el concepto no tendría determinación alguna acerca de cómo conviene a algún objeto. El supuesto principio: "Todo lo contingente tiene una causa", se presenta, sin duda, con cierta gravedad, como si en sí mismo llevara su dignidad. Pero yo pregunto: "¿Qué entendéis por contingente?" Vosotros respondéis: "Aquello cuyo no-ser es posible". Y entonces yo digo que desearía vivamente saber en qué conocéis esa posibilidad del no-ser si en la serie de los fenómenos no os representáis una sucesión, y en ésta una existencia que sigue (o precede) al no-ser; por lo tanto, un cambio; porque decir que el no-ser de una cosa no se contradice a sí mismo, es apelar torpemente a una condición lógica que, si bien es necesaria para el concepto, no es, ni con mucho, suficiente para la posibilidad real. Puedo suprimir en el pensamiento toda sustancia existente sin contradecirme; pero de esto no puedo inferir la contingencia objetiva de la misma en su existencia, es decir, la posibilidad de su no-ser en sí misma.

Por lo que toca al concepto de comunidad, es fácil comprender que, si las puras categorías de sustancias y de causalidad no admiten definición que determina el objeto, tampoco la admite la de causalidad recíproca en la relación de las sustancias unas con otras (commercium). Posibilidad, existencia y necesidad no han sido definidas nunca por nadie si no es merced a evidentes tautologías, queriendo tomar su definición solamente del entendimiento puro. Pues la ilusión de sustituir la posibilidad lógica del concepto (la no contradicción) a la posibilidad trascendental de las cosas (que haya un objeto que corresponda al concepto), no puede satisfacer más que a los inhábiles.

De aquí se sigue indudablemente que los conceptos puros del entendimiento no pueden nunca ser de uso trascendental, sino siempre sólo empírico, y que los principios del entendimiento puro no pueden ser referidos más que—en relación con las condiciones universales de una experiencia posible—a los objetos de los sentidos, pero nunca a cosas en general (sin tener en cuenta el modo como podamos intuirlas)...