EMPIRISMO

 

Errol Bedford, en Urmson, J. O. (1994): Enciclopedia concisa de Filosofía y Filósofos.  Madrid: Cátedra. Pp. 109-112

 

 

En su uso ordinario el término «empirismo» (del griego empeiria = «empeiria» = «experiencia») significa el empleo de métodos basados en la experiencia práctica más que en un cuerpo de teoría aceptado. Pero en filosofía la palabra se usa solamente en un sentido bastante distinto y técnico para referirse a la teoría filosófica de que todo el conocimiento se deriva de la experiencia. «Empirismo radical» fue el nombre que William JAMES dio a su versión de esta teoría.

El empirismo ha sido desarrollado principalmente por una serie de filósofos ingleses, de los cuales los más importantes son: LOCKE, BERKELEY, HUME y J. S. MILL. Aunque movimientos como el ENCICLOPEDISMO en Francia se han inspirado en las ideas empiristas, el empirismo nunca ha conseguido arraigar en el continente, mientras que en Inglaterra ha sido la tradición dominante de la filosofía desde el siglo XVII. Además, los empiristas continentales, como el francés Condillac, siempre han estado directa o indirectamente influidos por la filosofía inglesa.

Los principios generales del empirismo se oponen primariamente a los del RACIONALISMO, y fue por reacción contra los sistemas de DESCARTES, ESPINOSA y LEIBNIZ, como se originaron los empiristas modernos. Hay dos cuestiones centrales en pugna entre racionalistas y empiristas. La primera se refiere a los conceptos A PRIORI (o «ideas innatas» como fueron erróneamente llamadas en el siglo XVII), esto es, ideas que, según se afirma, no se derivan de la experiencia sensible sino que son producidas independientemente por la razón o por el intelecto. Los racionalistas admiten que algunos conceptos son empíricos (por ejemplo que derivamos nuestra idea de lo rojo de nuestra experiencia de ver objetos rojos), pero mantienen que el conocimiento que tenemos del mundo también implica conceptos a priori como los de causa y sustancia. Para el empirismo es fundamental negar la existencia de tales ideas. Los empiristas, por tanto, argumentan que o bien los pretendidos conceptos a priori pueden ser analizados o descompuestos en una combinación de conceptos más simples que se derivan de la experiencia, o bien en ocasiones, de manera más radical, que no son conceptos genuinos (por ejemplo, que «Sustancia», en cuanto que término metafísico, es simplemente una palabra a la que no se puede asignar ningún significado). La segunda disputa entre racionalistas y empiristas se refiere a las proposiciones o enunciados a priori. Generalmente se está de acuerdo en que todas las verdades necesarias son a priori puesto que de la experiencia lo único que podemos aprender es que ha ocurrido y que es probable que ocurra, y no que deba ser así. Los empiristas, que creen que no tenemos ningún medio de adquirir conocimiento, excepto mediante la observación de lo que ocurre realmente, afirman que las verdades necesarias son verdaderas por definición, o ANALÍTICAS. Por el otro lado, los racionalistas mantienen que algunos enunciados a priori son sintéticos; esto es, que nos dicen algo acerca de la naturaleza del mundo. La aserción «todo evento debe tener una causa» por ejemplo, se ha dicho que es un principio autoevidente de este tipo: a priori porque establece una conexión necesaria, y sintético porque no es simplemente verdadero por definición (como «todo efecto tiene una causa»). Es característico del empirismo negar que la razón pueda asegurarnos la verdad de un enunciado genuinamente sintético y, por tanto, que cualquier proposición pueda ser a la vez a priori y sintética.

Como resultado de su desacuerdo en estas cuestiones de principio, racionalistas y empiristas tienen actitudes muy distintas respecto a la ciencia natural y la metafísica. Los racionalistas se han inclinado, hablando en general, a pensar que las creencias basadas en la experiencia estaban infectadas por el error. Para ellos, no se puede obtener el entendimiento del mundo mediante la percepción sensible, que es confusa, sino mediante la especulación metafísica. Pero precisamente porque la metafísica pretende proporcionar conocimiento de una realidad que trasciende la experiencia, la investigación metafísica depende de que tengamos conceptos a priori. La tradición empirista ha sido por tanto antagonista de la metafísica, y le ha dado a la ciencia un alto valor como medio de adquisición del conocimiento. No es ningún accidente que Hume describiera a Newton como «el genio más grande y raro que surgiera nunca para ornamento e instrucción de la especie».

Las soluciones que ofrecen los empiristas a los problemas filosóficos particulares son esencialmente aplicaciones de los principios generales que hemos descrito. La descripción que da Hume de la causación es un ejemplo clásico de esto. Hume es bien consciente de que la relación de causa y efecto presenta dificultades cruciales para el empirismo y de que tiene que mostrar que la idea de una causa se origina en la experiencia. Mantiene, y en esto ha sido seguido por los empiristas posteriores generalmente, que la conexión causal entre dos eventos es, en efecto, la sucesión regular de éstos, que es una cuestión de observación. Admite que la idea de causa envuelve la idea de necesidad, pero también de ésta rastrea su origen en la experiencia. La observación repetida de que B sigue a A produce en nosotros el hábito de pensar en B cuando percibimos A. La fuente de nuestra idea de necesidad es la experiencia de este hábito de pensamiento. La «necesidad», escribe Hume, «es algo que existe en la mente, no en los objetos». Afirma, por tanto, haber refutado la explicación racionalista de causación como una conexión necesaria entre objetos, y haber mostrado que la idea de causación es una idea compleja que puede ser analizada en elementos más simples (por ejemplo, la idea de secuencia regular), derivándose cada uno de ellos de la experiencia.

Otra aplicación típica de los principios empiristas es la efectuada en la teoría de la matemática. Siempre se había considerado a la matemática como un baluarte del racionalismo, puesto que, a primera vista, las proposiciones matemáticas son a priori y sintéticas. 7+5=12: parece cierto tanto que esto debe ser así como que es verdad con respecto a objetos que podemos conocer antes de cualquier experiencia de ellos. Los empiristas han respondido a este desafío de dos formas, o bien negando el carácter a priori de la matemática o bien el carácter sintético. El primer curso es el que tomó J. S. MILL que trata a la matemática como una generalización a partir de la experiencia. Según él, 7 + 5 = 12, es una ley de la naturaleza basada en la observación. Sin embargo, si la aritmética no es necesariamente verdadera y solamente es establecida por la experiencia, queda la posibilidad de que pudiera ser falsificada por la experiencia, por difícil que pueda ser imaginar cómo sería esa experiencia. Pocos empiristas han estado dispuestos a admitir esta paradoja. Generalmente han tomado la otra alternativa, la de afirmar que la matemática es analítica, y no sintética. Según este punto de vista, las proposiciones matemáticas son verdaderas por definición. 7 + 5 = 12 es una verdad necesaria sólo porque definimos «7», «+», «5», «=» y «12», de tal modo que esto sea así. Por tanto, la matemática no nos da, como pensaban los racionalistas ninguna información sobre la naturaleza del mundo. (Véase, Por ejemplo, el capítulo 4 de Lenguaje, verdad y lógica de A. J. Ayer.) Aunque existen desacuerdos técnicos considerables con respecto a la naturaleza de la matemática entre los empiristas de nuestros días, todos ellos están de acuerdo en el punto esencial de que sus verdades son necesarias sólo porque son no-informativas en este sentido.

El empirismo es primariamente una teoría del conocimiento, pero su influencia también ha sido considerable en el campo de la ÉTICA. La razón de esto es que los empiristas han tenido que elaborar una teoría ética que sea consistente con su descripción general del conocimiento, no porque hayan estado especialmente interesados por la ética. Los conceptos morales (como lo correcto, la obligación, el deber y demás) si son conceptos genuinos y si el empirismo es correcto deben ser derivables de la experiencia como cualesquiera otros. Pero según los racionalistas no es posible esta derivación. Podemos ver que un hombre se está comportando ingratamente, pero no podemos ver similarmente que su ingratitud está equivocada. Nuestra idea de actuar equivocadamente, dicen los racionalistas, no está basada en la experiencia y sabemos que la ingratitud es algo equivocada sólo porque la razón capta intuitivamente la conexión a priori que hay entre estas dos ideas. Los principios básicos de la moralidad son autoevidentes, en el sentido de que no pueden, ni necesitan, ser justificados por el argumento o la observación. La réplica de los empiristas del siglo XVIII a esta teoría intuicionista fue, con palabras de Hume, que «la moralidad es más propiamente sentida que juzgada». Las ideas morales se derivan de nuestra experiencia interior. Es cierto que no observamos la incorrección de una acción, sino que la sentimos, y es este sentimiento lo que ponemos en palabras cuando decimos que la acción es incorrecta. (Véase el Libro 3, parte I del Tratado de la naturaleza humana de Hume.) Este punto de vista (que a menudo es llamado teoría del sentido moral) fue combinado de forma característica en el empirismo del siglo XVIII con la teoría de que nuestro único deber es producir tanta felicidad como sea posible (utilitarismo). Aunque el utilitarismo no es una parte esencial de la ética empirista, esta combinación es comprensible. Porque, puesto que no creen que los principios morales sean autoevidentes, es natural que los empiristas mantengan que la moralidad está justificada por su tendencia a producir la felicidad humana, lo cual constituye una apelación a los sentimientos instintivos de simpatía de cada persona. Los empiristas contemporáneos han comprendido que no es satisfactorio tratar a los juicios morales como enunciados acerca de los sentimientos, y considerar a la ética como una rama de la ciencia de la naturaleza humana, a la manera de Hume. Por tanto, han tenido la tendencia a argüir que los principios morales no afirman verdades a priori, ya que no afirman nada, siendo su única función la función práctica de influir en la conducta. Se ha sugerido que los juicios morales son realmente órdenes (por ejemplo, «robar es equivocado» = «no robes»), o que son expresiones del sentimiento (no enunciados sobre sentimientos) que no tienen ninguna validez objetiva. Esta «teoría emotiva de la ética» descansa en una concepción ingenua del lenguaje, y ha sido ampliamente criticada. Sin embargo, parece probable que una investigación completa de la función de los juicios morales pueda llevar a una ética empirista que evite las paradojas de la teoría emotiva.

Sí se compara el empirismo de los últimos tiempos con el de los siglos XVIII Y XIX, el avance más significativo a detectar es la clara separación efectuado entre los temas lógicos y los psicológicos. Los antiguos empiristas se interesaban primariamente por problemas, del tipo que ya hemos mencionado, acerca del análisis de los conceptos y del status lógico de las proposiciones, más que de problemas psicológicos sobre el origen de las ideas. No obstante, a menudo se sentían confusos sobre cuestiones que estaban debatiendo y escribiendo como si su intención fuera ofrecer una historia natural de la mente. Por ejemplo, Hume y J. S. Mill se sintieron comprometidos con una psicología atomista, que explicara toda la actividad mental en términos de la asociación de ideas. Los empiristas modernos, por otro lado, reconocen que su filosofía es compatible con cualquier teoría psicológica que se base en la observación, y dejan la psicología para los psicólogos.

El establecimiento del empirismo puramente como una tesis sobre la estructura lógica del conocimiento ha sido un estímulo importante para el desarrollo de la lógica matemática. También ha llevado a la concepción de la filosofía como análisis de conceptos y proposiciones, y, por tanto, a una hostilidad creciente hacia la filosofía especulativa y en particular hacia la metafísica. Esta hostilidad encontró su expresión más extrema en el POSITIVISMO LÓGICO, defendido en los años 20 y 30 principalmente por el grupo de filósofos conocido como el CIRCULO DE VIENA. Los positivistas mantenían que aparte de los enunciados formales o analíticos de la matemática y la lógica, ningún enunciado era significativo, excepto los que pudieran ser verificados por la observación. Las afirmaciones metafísicas y teológicas eran rechazadas en consecuencia, no por ser no probadas, sino por ser «sin sentido» o «carentes de significado». En el momento actual pocos empiristas llegarían tan lejos. La tendencia es, sin duda, no volver a instaurar la metafísica como medio de conocer una realidad que trasciende la experiencia, sino tratar los escritos de los metafísicos con más simpatía como intentos de llevar a cabo una revisión a alto nivel de los conceptos, un «nuevo trazado del mapa del pensamiento», como ha sido llamado. Un empirismo más moderado de este tipo es lo que caracteriza al movimiento filosófico contemporáneo, que es conocido en ocasiones como «análisis lingüístico» o «filosofía analítica».

 

(E. B.)