Ryle, Gilbert (1994): Epsitemología. En Urmson, J. O. (1994): Enciclopedia Concisa de Filosofía y Filósofos. Madrid: Cátedra. Pp. 117-124.

EPISTEMOLOGÍA. Existe un conjunto de problemas filosóficos de amplio alcance y vagamente entretejidos que se refieren a nociones tales como conocer, percibir, estar seguro, conjeturar, estar equivocado, recordar, averiguar, probar, inferir, establecer, corroborar, preguntarse, reflexionar, imaginar, soñar y demás. Esta parte de la filosofía suele ser llamada Teoría del Conocimiento, o Epistemología —derivándose esta última palabra del griego Episteme = conocimiento o ciencia.

Algunos de estos problemas giran alrededor de la noción de ciencia, en el sentido de que la astronomía es una ciencia, pero la astrología no. Un problema muy típico de este tipo es el problema de por qué hay en la matemática pura pruebas conclusivas de los teoremas, mientras que no se pueden encontrar ni siquiera buscar tales certezas demostrables, por ejemplo, en la historia o en la medicina. Sería absurdo que un matemático se contentara con meras conjeturas plausibles o incluso con hipótesis altamente probables. Los científicos de otras disciplinas no parecen estar en posición de aspirar a algo más que a un alto grado de probabilidades elevadas. Nos inclinamos a decir que un cuerpo de verdades ocupa el puesto de una ciencia verdadera solamente cuando éstas son establecidas de manera concluyente; y luego nos vemos forzados a decir que si se las juzga por este criterio riguroso, ni siquiera la física y la química son realmente ciencias; y esta conclusión entra en grave conflicto con nuestras ideas ordinarias.

Otros problemas de la Teoría del Conocimiento se centran no en la noción de ciencia, sino en las nociones de nuestras investigaciones: inferencias, percepciones, recuerdos, imaginaciones personales y demás. ¿Cómo puedo tener por cierto que el palo que está medio inmerso en el agua está torcido o no? ¿Cómo puedo tener por cierto si estoy recordando realmente un evento pasado o estoy imaginándolo meramente, y si ahora estoy despierto o estoy soñando?, ¿no podría ser víctima de una ilusión continua?

Cualquiera que sea el tipo de cosa que queremos averiguar, nuestro intento puede fallar de una o de dos maneras. Podemos estar simplemente confundidos, o podemos haber llegado a algo positivamente equivocado. Podemos estar confusos o podemos cometer errores al calcular, al contar, al razonar, en las estimaciones visuales de velocidades y distancias, al reconocer a la gente o los lugares, al recordar, así como en cosas más ejecutivas como escribir, tener un propósito y tratar la enfermedad. ¿Qué salvaguardas tenemos contra los errores? ¿Cómo podemos conocer algo, si es que podemos? Porque al conocer, a diferencia de lo que ocurre cuando creemos, confiamos y suponemos, no podemos estar equivocados.

Cuando consideramos opiniones conflictivas sobre lo que existe y ocurre en el mundo que nos rodea, por ejemplo, sobre las alturas relativas de dos campanarios o sobre la fecha de migración de los cucos, pensamos que podríamos decidir entre la opinión verdadera y la errónea midiendo simplemente, en uno de los casos, las alturas de los dos campanarios, y en el otro caso observando las llegadas y partidas de los cucos durante una serie de años. Pero entonces tenemos que enfrentarnos al hecho de que hay errores de medida e incluso de visión del primer cuco.

¿Cómo podríamos decidir entre mediciones conflictivas o entre informes conflictivos de los que observan a los pájaros? En este punto nos inclinamos a decir que la decisión última, si pudiéramos llegar a ella, vendría dada por las impresiones sensibles no adulteradas por ningún supuesto, conjetura o expectativa por audiciones puras, visiones o gustos en los que todavía no hay lugar para desviaciones o juicios erróneos. Aquí tenemos quizás el fundamento absolutamente firme sobre el que podríamos construir el conocimiento del mundo que nos rodea. La diferencia entre tener conocimiento de algo que esté en el mundo que nos rodea y tener meramente una opinión falible sobre éste sería que el primero estaría apoyado por las impresiones sensibles en todos los puntos, mientras que el último, aunque sugerido por éstas, sería apoyado por éstas sólo parcialmente en el mejor de los casos. Donde estoy o pueda estar equivocado, he dejado que mi imaginación salte por delante de las impresiones requeridas.

Este tipo de descripción de la diferencia entre conocimiento y opinión falible no será aplicable dentro del campo de las verdades y las falsedades puramente abstractas, como las de la matemática pura, ni tampoco dentro de algunos otros campos, como el de la ética. Ni tampoco puede mi conocimiento de los deseos, miedos, imaginaciones y meditaciones presentes descansar sobre la base de lo que yo veo con mis ojos o saboreo con la lengua. Al parecer, es sólo para nuestro conocimiento de lo que existe y ocurre en el mundo que nos rodea, así como en nuestros propios cuerpos, para lo que los impresiones sensibles suministran los fundamentos de granito.

En todos los casos que ocurren en este campo en los que normalmente afirmaríamos no estar meramente suponiendo o creyendo algo, sino haber descubierto algo o estar seguros de ello, el hecho que afirmamos conocer va más allá de cualquier impresión visual o auditiva momentánea particular. Si afirmo que ha llegado el cuco, estoy afirmando algo más de que en un cierto momento oí un ruido de un tipo determinado. ¿Cómo podemos entonces ir más allá de nuestras impresiones presentes e incluso en ocasiones pretender que conocemos? La respuesta natural que se puede dar es que nosotros inferimos de, por ejemplo, el sonido que hemos oído la conclusión ulterior de que el cuco ha llegado. El conocimiento que tenemos del mundo que nos rodea, junto con las meras creencias y conjeturas sobre este mundo son conglomerados de conclusiones entrelazadas que están inferidas, a veces legítimamente, a veces con cierto riesgo, y a veces ilegítimamente, de nuestras impresiones. A diferencia de la creencia y la conjetura, el conocimiento sería el producto único de inferencias legítimas y sin riesgo. Pero entonces, ¿qué es lo que puede garantizar, si es que hay algo, que nuestras inferencias mismas no están equivocadas? Aun cuando las impresiones de las que inferimos puedan estar exentas de desviación, las inferencias que de ellas extraemos no lo están.

Si conociéramos, de algún modo, desde el comienzo alguna ley causal que no tuviera ninguna excepción, con el efecto de que siempre que se tenga una secuencia de impresiones sensibles de tal o cual forma, se seguirán siempre tales y cuales impresiones sensibles, entonces en cualquier caso particular podríamos, sin riesgo de error, inferir de las impresiones sensibles del momento presente las que le van a suceder en los próximos momentos. Pero no comenzamos con tal conocimiento. Si obtenemos porciones de tal conocimiento, las obtenemos al final del día, tras mucha observación y experimentación. Solamente descubrimos los modos en que las cosas ocurren siempre, o, en ocasiones, al encontrarlas cuando están ocurriendo y cotejar lo que hemos encontrado; e incluso entonces las leyes y regularidades que afirmamos haber determinado en un momento particular siempre están sujetas a correcciones subsiguientes. La naturaleza nunca deja de sorprender. En ocasiones ocurre lo que no estaba predicho y lo predicho no ocurre en ocasiones. Por tanto, empieza a parecer que el conocimiento del mundo que nos rodea, yendo más allá de nuestras impresiones del momento, no se puede obtener en absoluto. Pues tendría que ser conocimiento por inferencia; pero no poseemos, para comenzar, ninguna garantía para hacer tales inferencias. Si damos saltos que vayan más allá de nuestras impresiones presentes, puede que no tengamos, para empezar, ninguna garantía para hacerlos; e incluso cuando resulten bien, esto no puede por sí mismo justificarnos para dar el mismo salto en la próxima ocasión similar. Una conjetura afortunada puede ser sucedida por otra conjetura afortunada. Pero no tenemos ninguna razón para esperarla por mucho que, como los jugadores, seamos tan irracionales como para esperar que nuestros éxitos continúen.

Hasta aquí no hemos estado exponiendo, sino más bien reconstruyendo una línea de pensamiento que fue operativa especialmente en Locke, Berkeley y Hume. Hemos contrastado nuestras percepciones e inferencias falibles con el conocimiento de lo que existe y ocurre en el mundo que nos rodea, con el desagradable resultado final de que este conocimiento parece estar por siempre fuera de alcance. Los mismos asuntos de los hechos cotidianos que nos inclinamos a aducir como instancias obvias de las cosas conocidas y no meramente supuestas u opinadas —tales como que el cuco ha llegado a Inglaterra o que este campanario es más alto que aquél—, parecen incapaces de mantener su promesa. La fundación de granito de la prueba equivocada de las impresiones sensibles parece incapaz de acarrear ninguna superestructura de la prueba errónea. Quizás todo lo que pueda conocer por la percepción es que en este momento estoy viendo tales y cuales colores, oliendo tales y cuales aromas y oyendo tales y cuales ruidos, y estos colores vistos y ruidos oídos no son claves dignas de confianza, si es que son claves, de lo que existe u ocurre en el mundo que nos rodea —si es que existe tal mundo.

Consideraciones como éstas han llevado a muchos pensadores a invertir la dirección total de la investigación. El conocimiento, en cuanto que opuesto a la conjetura y a la opinión, debe encontrarse donde hayan de encontrarse las ciencias en su más alto estadio de madurez. Lo que es conocido por alguien y es en principio conocible por todos, es cualquier cuerpo de verdades establecidas de manera concluyente por los métodos rigurosos de la ciencia verdadera. Podemos pasar de las conjeturas y la opinión falible al conocimiento, operando como lo hacen los geómetras y los aritméticos, a saber, con el pensamiento puro, no viciado por las aportaciones de nuestros sentidos. Allí donde podemos calcular y demostrar podemos conocer. Allí donde solamente podamos observar y experimentar no podemos conocer. Ningún conjunto de impresiones sensibles puede producir conocimiento. Sólo podemos determinar verdades mediante ejercicios del pensamiento puro. En el sentido más exacto de la palabra «ciencia» no puede haber ciencias empíricas, sino solamente ciencias puramente raciocinativas. Los que mantienen esta clase de opinión son llamados «racionalistas». Este programa no nos satisface. Objetamos que incluso garantizando que en la matemática pura podamos descubrir verdades no contradecibles, estas verdades siguen estando limitadas por ser verdades completamente abstractas. La geometría pura no puede decirnos las posiciones o dimensiones de las cosas reales del mundo, sino sólo, por ejemplo, que si hay algo en el mundo que posea ciertas dimensiones entonces esto tiene otras dimensiones determinadas. La geografía no podría llegar a ningún lado sin la geometría, pero la geometría no puede establecer por sí misma la posición, ni siquiera la existencia, de una simple colina o de una isla. Las verdades de la razón obtienen el premio de la certeza sólo a costa de guardar silencio sobre lo que existe u ocurre realmente, si es que existe u ocurre algo. La razón pura puede llegar a verdades no contradecibles, pero ninguna de estas verdades de la razón puede también ser o producir verdades de hecho. No podemos aprender meramente de los teoremas de la geometría euclideana o de las fórmulas del álgebra si son verdaderas la astronomía ptolomeica o copernicana, ni siquiera si existen las estrellas en absoluto.

Si estas certezas alcanzables están en sí mismas demasiado vacías fácticamente como para proporcionar conocimiento del mundo real, y si las impresiones sensibles, por sí mismas, son demasiado anárquicas como para proporcionar inferencias fidedignas de lo que existe y ocurre en el mundo real, parece que sólo queda una vía de escape de la deprimente conclusión de que no tenemos la posibilidad de conocer ni una sola porción de lo que más queremos conocer. Esta vía de escape fue la que sugiriera Kant por primera vez. El conocimiento de lo que existe y ocurre debe tener para su fundamento no sólo las verdades formales y, por tanto, no contra-decibles de la razón pura, ni tampoco las no-interpretadas, y por tanto, prueba de engaño de las impresiones de los sentidos, sino las verdades de la razón en tanto que principios organizadores de las impresiones sensibles, y las impresiones sensibles como el material concreto a organizar por las verdades de la razón. Es la aplicación de las certezas formales de las ciencias abstractas a lo que obtenemos al ver, oír, etc., lo que nos permite en primer lugar ordenar de alguna manera el material de nuestras impresiones, y luego discernir lo que verdaderamente existe y ocurre a partir de lo que, precaria y a menudo erróneamente, suponemos que existe y ocurre. Continuamos, desde luego, siendo víctimas frecuentes de ilusiones y de suposiciones precipitadas. Pero en principio sabemos cómo comprobarlas y corregirlas. Sabemos los métodos de asegurarnos; y los principios de los procedimientos que usamos para asegurarnos son las verdades abstractas de la razón pura puestas en funcionamiento como cánones de objetividad en las investigaciones experimentales del mundo que nos rodea. La razón pura no nos informa de cuestiones de hecho. Pero sí que proporciona, por así decirlo, el ácido para nuestras pruebas de acidez. Cuando progresamos al pasar del estadio infantil de la mera sensibilidad al estadio en que intentamos afirmar algo de las cosas, nuestras investigaciones empiezan a ser controladas no justamente por un ideal utópico del conocimiento por prueba de engaño, sino por procedimientos de comprobación operativos, aunque inicialmente inarticulados. Empezamos a mirar, sentir y escuchar experimental metódica y suspicazmente. Aunque cometemos infinidad de errores, comenzamos a dar pasos cautos para prevenirlos y pasos de remedio para rectificarlos. Nos hacemos conscientes del contraste entre «real» y «aparente» cuando dominamos las múltiples técnicas para decidir entre éstos. Comenzamos ahora a utilizar nuestros ojos, dedos y oídos con cierto grado de juiciosidad, y lo que vemos y oímos son ahora ejercicios, no sólo para nuestros sentidos, sino también para nuestro entendimiento. Pues confesamos adecuadamente haber sido no sordos o ciegos, sino estúpidos con respecto a nuestros errores perceptivos todavía frecuentes, por ejemplo, con respecto a nuestras falsas estimaciones, reconocimientos y nuestras no discriminaciones. La percepción no sólo exige sensibilidad, sino también racionalidad aunque no exija, salvo en circunstancias poco usuales, razonamientos explícitos.

Siempre existe la posibilidad de error; pero también existe siempre la posibilidad de detectar, corregir y prevenir los errores. Ser juicioso no significa, desde luego, estar inmunizado contra los errores, sino conocer cómo prevenirlos y corregirlos. Lo que existe y ocurre en el mundo que nos rodea es discernible, en principio, para las criaturas que posean Sensibilidad y Razón, i. e., para las criaturas que puedan examinar juiciosamente.

Es importante estar en guardia contra la tendencia profundamente arraigada en todos nosotros a pensar en las personas como si estuvieran, al igual que los grandes almacenes, divididas en departamentos. Tenemos la tendencia a hablar como si una persona consistiera de algún modo, en un empleado interno o agente llamado su «Razón», en otro llamado su «Memoria», en un tercero llamado su «Imaginación», en un cuarto, sus «Sentidos», o en singular, su «vista», su «oído», y demás. Ahora sí que podemos distinguir correctamente estas y muchas otras capacidades humanas. Mi memoria puede estar deteriorándose por la avanzada edad, mientras que mi vista y mi oído siguen tan buenos como antes, y mi capacidad de calcular o argumentar incluso pueden haber mejorado. Las lecciones, estimulaciones y ejercicios que desarrollan la capacidad del joven músico no son en absoluto iguales a las que desarrollan la capacidad del joven ingeniero o el joven geómetra —ni desde luego la del joven nadador o esquiador. El peligro está en que podemos pasar de distinguir correctamente, digamos, el gusto musical del violinista de su destreza manual a personificar su Gusto y su Destreza Manual como funcionarios internos y separados; y así quedarnos perplejos ante cuestiones como, ¿se relacionan su Gusto y su Destreza como el Amo y el Criado, como el Compañero y el Compañero, o incluso como el Rival y el Rival?

En epistemología se han suscitado a menudo cuestiones semejantes a éstas. Las personas se han preguntado si el conocimiento nos viene dado por nuestro Intelecto o por nuestros Sentidos, y si nuestros errores son faltas de nuestros Sentidos o de nuestras Imaginaciones —como si estas capacidades distinguibles fueran investigadores separados y semipersonales que discuten dentro de nuestras mentes, y nos dan, a nosotros, sus patrones, informes con-flictivos sobre el mundo. Pero somos nosotros, la gente ordinaria, quienes intentamos determinar las cosas, y mientras podemos diferir ciertamente en la visión, el oído, la memoria, la juiciosidad, la capacidad inventiva, de cálculo, de sistematización, de experimento y demás, estas capacidades distinguibles no son en sí mismas observadores, experimentadores, calculadores, teóricos —ni informadores. Hablando informalmente podemos decir que nuestros Ojos nos notifican las cosas; que nuestros Oídos o Memorias nos han dado informes falsos; que nuestra Razón nos ha convencido; que nuestra Imaginación ha inventado cosas; e incluso que nuestra Conciencia nos hace reproches. Pero en las discusiones serias y teóricas es necesario evitar tales personificaciones tentadoras.

Existe otro modelo al que se está tentado de amoldar las teorías del conocimiento, el que podríamos llamar el «Modelo del Contenedor». Estamos tentados de suponer que, y esto es cierto, una persona que en una fecha todavía no haya aprendido cuál es el sabor de las pinas, o qué significa «isósceles», puede haber aprendido estas cosas en una fecha posterior, y que, por tanto, en la última fecha debe haber comenzado a existir en su interior algo que puede ser llamado «la idea del sabor de la pina» y «la idea abstracta, la noción o el concepto de «isósceles»; algo parecido a cuando una jaula, que antes estuviera vacía, ahora pueda albergar a un canario, o a una galería de arte que ahora pueda tener colgado en una pared un cuadro recientemente adquirido. Al utilizar este Modelo del Contenedor nos vemos inclinados a suponer que con el fin de descubrir si ya hemos aprendido a qué saben las pinas, o qué significa «isósceles», podemos y debemos, por así decirlo, mirar de cerca el interior de nuestras propias mentes con el fin de ver si la idea o noción requerida está allí o no. Pero cuando intentamos mirar de cerca el interior de nuestras mentes, encontramos esta tarea singularmente difícil. ¿Qué clase de cosa interna puedo estar buscando cuando intento hallar en mi propia mente la idea abstracta de «isósceles»? Ciertamente mucha gente, aunque no toda, puede ver con los ojos de su mente cosas como caras familiares, casas y modelos con color o sin color. Pero el sabor de la pina no puede ser, naturalmente, visualizado, ni puede, para mucha gente, ser siquiera saboreado «por la lengua de la mente»; y lo que visualizamos, si es que visualizamos algo, cuando pensamos en los triángulos isósceles, lo visualizamos demasiado nebulosamente como para que cumpla las exigencias muy precisas de la definición que da Euclides de un triángulo isósceles. Con todo, podemos con mucha probabilidad y sin duda ni error discriminar el sabor de las piñas, de las naranjas, plátanos, frambuesas, etc., y podemos decidir, sin duda ni error, si una figura triangular de ciertas dimensiones es o no es isósceles. Hemos aprendido y ahora conocemos el sabor de las pinas y qué significa «isósceles» sin que exista nada «dentro de nuestras mentes» que pueda ser hallado mirando detenidamente hacia adentro.

Aprender es, sin duda, adquirir algo o llegar a la posesión de algo. Pero lo que se adquiere no es una cosa sino una capacidad, tal como la capacidad de discriminar un sabor de otros, o la capacidad de clasificar las figuras geométricas, dadas sus dimensiones. Cuando el maestro desea averiguar si un alumno ya ha captado las ideas de «número cuadrado» y «raíz cuadrada», le hace una prueba con algunos problemas aritméticos. El alumno posee las ideas si puede abordar los problemas; no las posee si todavía no puede hacerlo. Ésto es lo que significa poseer las ideas.

De lo dicho se sigue que la cuestión, ¿cómo adquirimos nuestras ideas?, tiene tantas respuestas distintas, como tipos distintos hay de capacidades mentales adquiridas. Nos familiarizamos con el sabor de las pinas gustando no sólo pinas, sino también muchos otros tipos de frutas, comparando estos sabores y quizá también, cosa que es muy difícil, intentando describir con palabras estos sabores diferentes. Obtenemos las ideas de «número cuadrado» y «raíz cuadrada» solamente cuando, habiendo aprendido a contar, sumar, restar, multiplicar y dividir, aprendemos a multiplicar los números por sí mismos y a descubrir qué número, si es que hay alguno, multiplicado por sí mismo produce un número dado. Del mismo modo tendrían que darse distintos tipos de explicación de nuestra adquisición de las ideas de «jaque mate», «vacío», «voltio», «ecuador», «chiste», «hierba», «imán», «riesgo», «virus», «dragón», «imposibilidad», «mañana», «deuda», y demás. La doctrina de que todas nuestras ideas proceden de las impresiones sensibles, aunque no tiene utilidad, es bastante cierta si significa solamente que un niño que ha nacido ciego, sordo y sin los sentidos del olfato, el gusto y el tacto nunca aprenderá nada en absoluto. Es falsa si significa que obtenemos la idea de «raíz cuadrada», digamos, o de «mañana» exactamente del mismo modo que obtenemos la idea del «sabor de las pinas» —e incluso esta última idea no se obtiene simplemente por tener una cierta impresión sensible dos o tres veces, sino por tener esa impresión, observarla, compararla con otros sabores, y quizá intentar describir con palabras las diferencias y similitudes entre estos sabores. Haber aprendido algo, por primitivo que sea, a partir de las propias impresiones sensibles siempre es algo más que haber tenido esas impresiones. Es haber llegado a ser capaz de hacer frente, en algún grado, a algunos tipos de tareas o problemas, por elementales que sean.

Los epistemólogos se han dividido comúnmente en empiristas, como Locke, Berkeley y Hume, y racionalistas como Platón, Descartes, Espinoza y Leibniz. Se dice que los empiristas mantienen que todas nuestras ideas proceden de la experiencia; y que los racionalistas mantienen que algunas de nuestras ideas no proceden de la experiencia, sino de la razón o el pensamiento. Pero, ¿a qué lleva este aparente tira y afloja? ¿Qué significa «procede»? ¿Qué significa «experiencia»? La frase técnica «experiencia sensible» se usa para denotar la mera tenencia de impresiones sensibles. En este uso, los filósofos hablan en ocasiones de una experiencia sensible momentánea particular. En contraste con esta expresión técnica, comúnmente usamos «experiencia» de modo que cubra la práctica continua o repetida de algo o la familiarización acumulada con ese algo. Así, un ajedrecista puede haber tenido mucha o poca experiencia de jugar al ajedrez; pero no se describirá a sí mismo como si hubiera tenido en una tarde particular, una experiencia de jugar al ajedrez. La experiencia, en este uso, es lo que hace a una persona más experta de lo que era antes. Ha aprendido teniendo una cierta cantidad de práctica. Ha comprobado y desarrollado sus capacidades ejerciéndolas. Un presidente con experiencia es una persona que ha estado en la presidencia en muchas ocasiones y en muchas situaciones más o menos difíciles.

Que todo conocimiento, por ejemplo, toda profesionalidad y toda competencia procede de la experiencia en el segundo sentido, i. e., del entrenamiento y la práctica, es una verdad indiscutible —al menos si es salvaguardada por la estipulación de que mucho de lo que aprendemos procede de lo que otros nos instruyen. Pero esto no es en absoluto decir que todo lo que se conoce es inferido de las premisas suministradas, en última instancia, por las experiencias sensibles particulares, aunque ésta es una teoría que es mantenida, con reservas, por algunos filósofos empiristas. La verdad de que no nacemos conociendo ya algo, i. e., que no hay ideas innatas, se identifica erróneamente en ocasiones con la proposición de que cualquier cosa que discernamos, cuando ' llegamos a discernir cosas por nosotros mismos, la obtenemos por inferencia a partir de nuestras impresiones sensibles. Pero es obvio que incluso si, cosa que es cuestionable, discernimos algunos hechos por inferencia a partir de nuestras impresiones sensibles, cuando hemos aprendido por entrenamiento y práctica a hacer esto, esta explicación todavía no daría cuenta por sí misma de las enormes diferencias que hay, por ejemplo, entre discernir que el cuco ha llegado, que el rey está en jaque mate, que el barco está cruzando el ecuador en estos momentos, que mañana hay un riesgo de tormenta, que una determinada sentencia no es gramatical o que un determinado objeto de metal es un imán. Para discernir cosas de estos tipos, hemos tenido que adquirir capacidades especiales por tipos especiales de entrenamiento y práctica. La mera combinación de la buena vista con el buen entendimiento no capacitaría, por ejemplo, a un indígena, decir que el rey está en jaque mate. Tendría que haber estudiado y practicado el juego de ajedrez también.

Inversamente, sin embargo, si un ultrarracionalista arguyera que como no podemos discernir nada si nos atenemos sólo a las impresiones sensibles, el único modo que tenemos de descubrir lo que existe y ocurre es hacer lo que hiciera Euclides, a saber, deducir teoremas de axiomas, sin recurrir a la observación ni el experimento, su posición también sería insostenible. Si mantiene, cosa rara, que nacemos conociendo estos axiomas y estas técnicas de deducir consecuencias, está diciendo que tenemos dominio de las cosas sin ni siquiera haberlas dominado, i. e., que conocemos sin haber aprendido, y de este modo somos expertos, aunque totalmente inexpertos. Pero incluso si concede, como es más común, que el conocimiento de las verdades abstractas y de las técnicas de derivar consecuencias de éstas requiere en sí mismo la experiencia, en el sentido de entrenamiento y práctica, sigue sin poder mostrar que este tipo especial de entrenamiento y de práctica puedan reemplazar a los otros tipos especiales de entrenamiento y de práctica que nos convierten en observadores y experimentadores más o menos expertos —o, por eso mismo, los otros tipos especiales de entrenamiento y de práctica que nos convierten en delineantes, oradores o bailarines más o menos expertos. La experiencia que se omite de las teorías de los empiristas es la experiencia que se omite de las teorías de los racionalistas. Anhelando algo que evite la posibilidad de error, los unos encuentran su refugio de seguridad en las impresiones sensibles incorruptas, los otros en la racionalización incorrupta. Pero el investigador con éxito es aquel que asegura, no el que se ha quedado a salvo. Allí donde son posibles los errores es posible también la evitación, detectación y corrección de éstos. El conocimiento no procede de cierta inmunización contra la posibilidad de error, sino de las precauciones contra posibles errores —y aprendemos por la experiencia cuáles son las precauciones que hay que tomar, i. e., por el entrenamiento y la práctica; conoce el experto, no el inocente.

Por tomar un ejemplo concreto. Si preguntamos cómo puede tener alguien por cierto que el rey está en jaque mate, la respuesta correcta sería que esto puede ser discernido por un espectador que tenga una visión adecuada y utilice sus ojos; que tenga un entendimiento adecuado y que lo use, i. e., que no esté ausente o distraído, sino que esté atendiendo al juego; y, por último, que haya llegado por el entrenamiento y la práctica en el juego, a ser lo suficientemente experto como para considerar posibilidades y eliminarlas. Pero si en lugar de esto preguntáramos si el jaque mate es discernido por la Razón del espectador o por sus Sentidos, y si se salva del error por la infabilidad de sus impresiones sensibles o por la incontradictibilidad de sus principios formales nos resultaría imposible obtener una respuesta sensata, ya que estas cuestiones a no ser que sean tomadas como meramente pintorescas, no son en sí mismas cuestiones sensatas. El espectador no estaba a salvo de cometer errores; sólo tomó buen cuidado de no cometerlos. No fue informado por su Intelecto o por sus Sentidos de que el rey estuviera en jaque mate; lo descubrió estudiando visualmente el tablero de ajedrez con su entendimiento puesto en él. Sabía qué buscar, puesto que previamente había aprendido por el entrenamiento y la práctica a jugar al ajedrez y a seguir las partidas de otros.

Similarmente, si se pregunta si el espectador tiene la idea abstracta de «jaque mate», necesitamos interpretar que lo que se pregunta es si él ha aprendido y todavía recuerda qué significa que el rey esté en jaque mate, y si, por tanto, puede decir mediante una inspección adecuadamente cuidadosa si en cualquier punto particular de cualquier partida particular el rey está o no en jaque mate. La respuesta a esta pregunta obviamente es «sí». Pero si interpretamos que lo que se pregunta es si el espectador tiene algo especial en los ojos de su mente, como una descripción clara o borrosa del jaque mate, primero responderíamos que no puede haber ninguna descripción de lo que es común a todos los jaques mates; y, en segundo lugar, que no importa lo que visualiza, si es que visualiza algo, cuando oye o utiliza la palabra «jaque mate». Lo que importa es si ha aprendido qué es dar jaque mate, estar en jaque mate y decidir por la inspección que el rey está, o no está, en jaque mate. Si ha aprendido y recuerda estas cosas, entonces tiene la idea de jaque mate tanto si llega a visualizar algo como si no. Si no las ha aprendido o las ha olvidado entonces no ha obtenido la idea, por mucho que pueda haber visto con los ojos de su mente al oír la palabra «jaque mate». Si renunciamos a la personificación de las capacidades y al modelo del contenedor, ya no sufriremos por la división de la mente entre racionalismo y empirismo. A su tira y afloja le falta cuerda.