Bunge, M. (1985): La Investigación Científica. Bar­celona: Ariel (pp. 224-229, 240-244)

 

 

HEURÍSTICA

 

No se conocen recetas infalibles para preparar soluciones correctas a problemas de investigación mediante el mero manejo de los ingredientes del problema: sólo la resolución de problemas de rutina es, por definición, una actividad en gran medida regida por reglas (Sec. 4.4). Pero pueden darse algunos consejos sobre la manipulación de los problemas de investigación para aumentar la probabilidad del éxito. Por ejemplo, la siguiente docena de reglas.

l. Formular el problema con claridad

Minimizar la vaguedad de los conceptos y la ambigüedad de los signos. Seleccionar símbolos adecuados, tan sencillos y sugestivos como sea posible.

Evitar normas lógicamente defectuosas.

2. Identificar los constituyentes

Señalar las premisas y las incógnitas, y escribir en forma desarrollada el generador.

3. Descubrir los presupuestos

Explicitar los presupuestos relevantes de más importancia.

4. Localizar el problema

Determinar si el problema es sustantivo o estratégico; en el primer caso, si es empírico o conceptual; en el segundo caso, si es metodológico o de valoración.

Insertar el problema en una disciplina (problema unidisciplinario) O en un grupo de disciplinas (problema interdisciplinario).

Averiguar la historia reciente del problema, si la tiene.

5. Seleccionar el método

Elegir el método adecuado a la naturaleza del problema y a la clase de solución deseada.

Estimar por anticipado las posibles ventajas y los posibles inconvenientes de los varios métodos, si los hay.

En caso de no tener a mano ningún método, formular el problema estratégico de arbitrar uno, y empezar por este problema.

6, Simplificar

Eliminar la información redundante. Comprimir y simplificar los datos. Introducir supuestos simplificadores.

7. Analizar el problema

Divide et impera: desmenuzar el problema en sus unidades más simples, o sea, en pasos más cortos (subproblemas).

8. Planear

Programar la estrategia: ordenar los problemas-unidad en orden de prioridad lógica; si esto no es posible, ordenarlos según su grado de dificultad.

9. Buscar problemas análogos resueltos

Intentar incluir el problema dado en una clase conocida de problemas, haciendo así rutinaria la tarea.

10. Transformar el problema

Variar constituyentes y/o formulación, intentando convertir el problema dado en otro más tratable y del mismo campo. Siempre que sea posible, desplazarse hacia un problema equivalente.

11. Exportar el problema

Si fracasan los intentos anteriores, intentar cambiar el problema dado por un problema homólogo de otro campo, como se hace cuando un problema de fisiología humana se transfiere al terreno de la fisiología de la rana.

12. Controlar la solución

Comprobar si la solución es correcta o, por lo menos, razonable. Repasar los supuestos simplificadores y, si es necesario, abandonar algunas de esas restricciones para atacar el nuevo problema más complejo que resulte.

Repetir todo el proceso y, si es posible, probar con otra técnica.

Estimar la precisión alcanzada.

Indicar posibles vías. para mejorar la solución.

La primera operación, la formulación del problema, su planteamiento, es a menudo la más difícil de todas, como sabe muy bien el matemático al que se pide que formule un modelo matemático (una teoría) sobre la base de un desordenado haz de conjeturas más o menos nebulosas y de datos relativos a hechos sociales. En la mayoría de los casos puede obtenerse una solución, aunque sea sólo aproximada, haciendo supuestos simplificadores y/o consiguiendo más datos: lo que rara vez se tiene al principio, particularmente en la línea de frontera de la investigación, es una formulación clara del problema. Por regla general, el enunciado del problema llega a ser una pregunta bien formulada y clara a medida que progresa el trabajo sobre el problema mismo; muchos problemas empiezan de un modo oscuro, embrional, y terminan en una pregunta que apenas hace más que parecerse a la cruda interrogación inicial. Algunas de las demás operaciones antes referidas -especialmente las de identificación de los constituyentes, descubrimiento de los presupuestos, simplificación y análisis- no apuntan sólo a la resolución del problema, sino también a su reformulación en una forma viable. “Un buen planteamiento es la mitad de la solución”, como dice uno de los pocos refranes populares que son verdaderos.

La segunda operación -la identificación de los constituyentes- parece trivial, pero puede ser difícil de realizar, particularmente si el problema no ha sido bien planteado. Puede ser fácil averiguar que las condiciones dadas y que relacionan los datos con las incógnitas (p, e., las ecuaciones que contienen unos y otras) son todas necesarias; pero no será tan fácil asegurarse de que son también suficientes, y de que el problema es determinado.

La tercera operación -la de descubrir los presupuestos- supondrá un análisis de profundidad variable. Puede dar lugar a la reformulación del problema o incluso a su eliminación.

La cuarta operación -la localización del problema- se ejecuta automáticamente en las ciencias ya desarrolladas, pero está muy lejos de ser obvia en las disciplinas más jóvenes. Por ejemplo, los problemas de percepción, de semántica empírica, y hasta los referentes a doctrinas políticas, siguen a menudo clasificándose como filosóficos. Consecuencia de esa mala localización es que se elige entonces un trasfondo de conocimiento y unos métodos inadecuados, y el problema entero se pierde. La correcta localización de problemas, particularmente en las ciencias más recientes, requiere una visión científica amplia y al día.

La quinta operación -la selección del método- es, naturalmente, trivial cuando no se conoce más que uno; pero éste no es siempre el caso: a menudo existen varios métodos o pueden desarrollarse varios para obtener soluciones equivalentes o de clases diversas (por ejemplo, de varios grados de aproximación). La formulación del problema debe precisar cuál es el tipo de solución deseado. Así, por ejemplo, pueden resolverse determinadas ecuaciones para obtener soluciones analíticas compactas si se aplican a ellas suficiente trabajo y agudeza; pero para ciertos fines (como la interpretación de las teorías) puede bastar o hasta ser preferible una solución aproximada, mientras que para otros (como la contrastación de teorías) puede bastar una solución numérica en un dominio determinado.  Por último, si no sirve ninguna técnica conocida o si ningún método conocido puede dar el tipo de solución que se desea, el investigador se ha visto honrado con un problema de clase nueva, y su atención se desplazará hacia las cuestiones estratégicas.

La sexta operación -simplificación- es crucial, porque puede dar lugar a la reformulación de un complejo y rebelde problema en la forma de una cuestión o conjunto de cuestiones más sencillas y tratables. La simplificación de problemas puede llegar a brutales amputaciones que dejen simplemente un núcleo ya sólo ligeramente parecido al problema inicial; esto suele ocurrir en la construcción de teorías, que suele empezar teniendo muy presente lo que parece esencial, aunque un examen más atento puede revelar que es secundario. Los supuestos simplificadores pueden ser grotescos en el primer estadio; así, por ejemplo, una viga real, finita y elástica, puede simplificarse, para representación teórica, concibiéndola como una viga imaginaria de longitud infinita. La eliminación de información irrelevante (“ruidos”) es parte de este estadio. A veces la información puede ser relevante pero debido a la gran variedad y cantidad de los datos, hay que elegir un numero menor de conjuntos de éstos, o sea, hay que tomar sólo unas pocas variables para empezar a trabajar; y esto implica supuestos determinados acerca de las variables que son de importancia primaria y las que son de importancia secundaria.

La séptima operación -análisis- consiste en la atomización del problema dado, o sea, en su resolución en problemas más simples que no sean ulteriormente reductibles. El análisis es necesario, pero no suficiente, para obtener una solución: hay problemas de enunciado elemental que han resistido hasta el presente a todos los esfuerzos: por ejemplo, el problema consistente en demostrar que bastan cuatro colores para colorear un mapa de tal modo que no haya dos países contiguos con el mismo color. Lo que se necesita en estos casos no es una formulación más clara ni un conjunto de problemas más simples equivalentes al problema dado, sino una teoría lo suficientemente fuerte, o una técnica de poder bastante.

La octava operación -planear- se analizó y ejemplificó en la Sección 4.4.

La novena operación -buscar problemas análogos resueltos- se relaciona con la localización del problema. Generalmente implica el despoje de la bibliografía relevante, tarea que se está haciendo cada vez más difícil a causa del incremento exponencial del volumen de la literatura científica. En el caso de problemas difíciles o que consuman mucho tiempo, valdrá la pena confiar esta tarea a máquinas capaces de reconocer la semejanza entre problemas y de seleccionarlos y extractar la literatura relevante.  Mientras no se disponga de tales máquinas, la literatura existente es de uso limitado; y, cosa aún más grave, cuando el investigador se da cuenta de su alcance puede verse enterrado por una montaña de papel.

La décima operación -transformación del problema- puede resultar necesaria tanto si ha tenido éxito la fase anterior como si no. Los cambios de variables pueden dar lugar a una tal reformulación del problema una vez que éste se haya enunciado en forma matemática. Por ejemplo, el problema “(?x) (ax2 + bx + c = 0)” se transforma en el problema atómico “(?y)[y2 = (b2-4ac)/4a2]” mediante el cambio de variable x=y-(b/2a); de hecho, el segundo problema es equivalente al primero y se resuelve mediante la mera extracción de una raíz cuadrada. La reformulación de un problema no afecta, por definición, al problema mismo. A veces, sin embargo, puede plantearse un problema no equivalente; por ejemplo, un término no lineal en una ecuación puede tener que despreciarse por falta de una teoría capaz de tratar la ecuación entera.

La undécima operación—exportación del problema- se está haciendo cada vez más frecuente a medida que avanza la integración de las ciencias. Por ejemplo, la distinción entre grupos animales, a menudo difícil sobre la base de caracteres observables morfológicos, etológicos y superficiales en general, puede conseguirse a un nivel molecular, estudiando acaso las proteínas y sus proporciones: de este modo un problema de sistemática zoológica, erróneamente supuesto simple, se exporta a la bioquímica, y los resultados obtenidos en este campo se reconducen finalmente al campo de origen. Este procedimiento se remonta a los orígenes de la aritmética y la geometría, que se introdujeron como instrumentos para convertir operaciones empíricas de contar y medir en operaciones conceptuales.  La duodécima y última operación control de la solución- se comentó en 4.4, pero merece aún una observación más. La solución puede controlarse de alguno de los modos siguientes: repitiendo las mismas operaciones, intentando un planteamiento diferente (por ejemplo, de acuerdo con otra técnica), y viendo si es “razonable”. La razonabilidad se estimará por lo común intuitivamente, pero en rigor sólo una teoría y/o un conjunto de datos pueden determinar si una solución es razonable, pues ‘razonable’’ no significa en la ciencia sino compatible con lo conocido, y el cuerpo del conocimiento contiene datos y teorías nada intuitivas.

Esto es aproximadamente todo lo que la heurística -el arte de facilitar la resolución de problemas- puede decir por el momento sin entrar en las diferencias específicas que existen entre los varios campos de la ciencia. Preguntémonos ahora por el destino de los problemas científicos.

 

PROBLEMAS FILOSÓFICOS

 

Filósofos de primera mano son los que estudian problemas filosóficos; filósofos de segunda mano son los que estudian lo que han dicho o dejado de decir los filósofos. de primera mano. Los primeros atienden a los problemas, los segundos a sus soluciones. Los primeros se interesan primariamente por las ideas, los segundos por la expresión de las ideas y las circunstancias concomitantes de su nacimiento y su difusión. Al igual que unos escritores tratan la vida y otros tratan de libros que tratan de la vida, así también los filósofos de primera mano realizan la actividad filosófica primaria, mientras que los filósofos de segunda fila registran, comentan, explican, desarrollan o critican lo que hacen los primeros.

Esas afirmaciones no son valorativas, sino descriptivas: las dos clases de filósofos existen realmente y, además, ser de “mano” n no es lo mismo que ser de categoría. n: filósofos de primera mano (originales) pueden ser pensadores de segunda categoría, y hasta charlatanes, mientras que filósofos de segunda mano pueden ser pensadores de primera categoría. Las dos clases de filósofos son necesarias para que viva la filosofía, pero el progreso filosófico, igual que el de la ciencia, exige comprender claramente que (1) la investigación original consiste en descubrir, inventar, disolver y resolver problemas -a poder ser profundos y fecundos-, y (ii) que la investigación original es imprescindible para mantener una disciplina en vida.

Aunque todo eso sea obvio, valía la pena repetirlo a causa de lo popular que sigue siendo la idea de que la filosofía es simplemente un conjunto enseñable de temas y opiniones -o sea, un conjunto de doctrinas- y no un conjunto de problemas con los que luchar. Cuando los sostenedores de la concepción doctrinal aluden a problemas filosóficos, no piensan en problemas propiamente dichos, sino más bien en grandes áreas temáticas, como “el problema del conocimiento”. Si se les pide -que indiquen un miembro concreto de un tal sistema problemático, es posible que no entiendan la petición y contesten ofreciendo algún problema histórico -por ejemplo, “¿Cuál habrá sido la influencia de A?”-, o algún problema lingüístico -por ejemplo, “¿Qué quiere decir la gente con esto cuando dice que piensa lo que dice?”-, o tal vez un problema psicológico- por ejemplo, “Si por una distracción olvido mi dolor de cabeza, ¿hace eso que deje de dolerme la cabeza o sólo que deje de sentir el dolor?” (éste es

efectivamente un problema puesto a concurso por Analysis para enero de 1953). Problemas históricos, psicológicos, lingüísticos y de otras clases ocupan a los filósofos de primera y de segunda mano, al igual que los citólogos tienen que ocuparse de sus microscopios electrónicos, los arqueólogos de sus coches para todo terreno y los prehistoriadores de los datos geológicos. La investigación de problemas históricos, lingüísticos, psicológicos y de otras clases puede iluminar problemas filosóficos y es a menudo una propedéutica de éstos; pero dichos problemas no son filosóficos.

¿Qué es un problema filosófico? He aquí un problema de teoría de la filosofía, y hay tantas metafilosofías cuantas filosofías. Si se adopta un punto de vista un tanto tradicional, la respuesta puede darse en forma de una simple definición denotativa: “Un problema filosófico es un problema de lógica, epistemología u ontología”. Si se pide una aclaración de esa definición puede añadirse que un problema filosófico es un problema de forma, o de conocimiento, o referente al ser. Pero todo eso es oscuro e insuficiente: la cuestión de si dos sistemas conceptuales, como dos teorías, son isomorfos o no, es un problema de forma, pero puede ser estrictamente matemático; el averiguar cómo tenemos conocimiento de cosas que no han sido objeto ‘ de experiencia es un problema de conocimiento, pero no epistemológico (no lo es, por lo menos, desde que lo ha recogido la psicología); y preguntarse por la naturaleza de los enzimas es un problema referente al ser, pero no un problema ontológico, Los problemas lógicos se incluyen en el amplio conjunto de los problemas formales. Son problemas genéricos que se refieren a la forma y pueden presentarse en cualquier investigación. En cualquier campo podemos tener que tratar problemas como “¿Es p equivalente a q?”, “¿Es q deducible de p?”, “¿Es p, que contiene el concepto C, traducible por alguna proposición equivalente que no contenga C” Los problemas epistemológicos no son problemas que se refieran propiamente al conocimiento, sino ciertos problemas no empíricos sobre él, tales como “¿Cuáles son los criterios de la verdad factual?”, “¿Cuál es el valor veritativo de la conjunción de dos enunciados parcialmente verdaderos?”, “¿Cómo se someten las teorías a contrastación?”, o “¿Cuál es el papel de la analogía en la inferencia científica?” Y los problemas ontológicos no son problemas específicos referentes al ser, sino problemas genéricos, no empíricos, que se refieren a rasgos generales de la realidad, tales como “¿Qué relación hay entre el tiempo y el cambio?”, “¿Hay clases naturales?”, “¿Es el azar irreductible?”, “¿Es la libertad compatible con la legalidad?”, o “¿Cómo se relacionan los distintos niveles?” Con estas precisiones podemos conservar la anterior definición del problema filosófico, aunque dándonos cuenta de que toda definición denotativa es evasiva.

Una peculiaridad de los problemas filosóficos consiste en que en su planteamiento no se presentan datos empíricos (como momentos nucleares o datos históricos). Los datos empíricos pueden ser, sin embargo, relevantes para el filosofar: pueden dar origen a problemas filosóficos y pueden refutar soluciones a problemas filosóficos; pero no pueden presentarse en su formulación, porque si lo hicieran los problemas filosóficos se investigarían con medios empíricos, o sea, pertenecerían a alguna ciencia empírica. En segundo lugar, los problemas filosóficos no pertenecen a ninguna ciencia particular, ni por su tema ni por su método, aunque la investigación científica, como veremos en la Sec. 5.9, presupone y sugiere tesis filosóficas (por ejemplo, la realidad del mundo externo) y teorías filosóficas (por ejemplo, la lógica ordinaria).

En tercer lugar, todos los problemas filosóficos son conceptuales, pero algunos de ellos -por ejemplo, el sistema problemático de las leyes científicas- presuponen un cuerpo de ciencia factual. Consiguientemente, se resuelven (o disuelven) a menudo con la ayuda de la ciencia o en la misma ciencia. Es posible que los filósofos hayan hecho mucho más al plantear cuestiones inteligentes luego acaso recogidas por la ciencia que proponiendo extravagantes soluciones a raros problemas. En cuarto lugar, los problemas filosóficos de las clases que no son la lógica son irresolubles de un modo plenamente exacto, particularmente si se relacionan con la ciencia, la cual no es nunca definitiva.  Por eso los problemas epistemológicos y ontológicos, como los problemas fundamentales de la ciencia factual, son eternos en el sentido de que no tienen solución definitiva. Pueden ir recibiendo soluciones cada vez mejores, y en algunos casos pueden dejar de interesar a los espíritus investigadores, pero siempre quedarán, en el mejor de los casos, a medio resolver. Esto, naturalmente, no nos exime de ser precisos en la formulación y la concepción de los problemas filosóficos: la solución será tanto más verdadera cuando mejor formulado y concebido haya sido el problema. Una quinta peculiaridad, la más desgraciada, de los problemas filosóficos que no son estrictamente lógicos es que no suele haber criterios para reconocer las soluciones, y menos aún, naturalmente, para decidir si una solución dada es correcta. Es sabido que algunas cuestiones filosóficas son intrínsecamente indecidibles: no son propiamente problemas, sino pseudoproblemas, como el siguiente: “¿Cuánto más ser tiene el hombre que los animales inferiores?” (pregunta realmente planteada en el XII Congreso Internacional de Filosofía, 1958). Pero lo que ha confundido a bastantes pensadores es que numerosos problemas filosóficos genuinos hayan sido objeto de largas e inconcluyentes controversias. ¿Son los problemas filosóficos per se los que son impropios, o se encuentra el defecto en nuestra torpeza para formularlos y para estipular las técnicas que permitirían contrastar las soluciones filosóficas (es decir, las hipótesis y teorías filosóficas)? Antes de refugiarse en una respuesta pesimista hay que recordar que la lógica formal entera y la mayor parte de la semántica se han convertido en disciplinas rigurosas, hasta el punto de que hoy se las considera frecuentemente como ciencias independientes. Esos éxitos sugieren la adopción de una determinada metodología filosófica, y más precisamente la de una inspirada en el método de la ciencia. 

Proponemos las siguientes reglas como una base metodológica filosófica.

Primera, que el tratamiento de problemas filosóficos no lógicos debe armonizar con la lógica ordinaria: por tanto, los errores lógicos bastarán para invalidar el discurso filosófico, enteramente o en parte; no descalificarán todo problema filosófico, ni siquiera todo programa filosófico, pero seguramente eliminarán mucha argumentación filosófica.

Segunda, que el tratamiento de los problemas filosóficos no lógicos no debe chocar con el cuerpo principal del conocimiento científico, y, además, debe estar al día científicamente; esto no condenará las heterodoxias científicas mientras se produzcan dentro del espíritu de la ciencia, pero eliminará mucho sin-sentido.

Tercera, que la formulación y la elaboración de los problemas filosóficos, así como la comprobación de las soluciones propuestas, tienen que discurrir paralelamente con las correspondientes operaciones de la ciencia: el método del filosofar debe ser científico.

Cuarta, que las soluciones propuestas a problemas filosóficos deben juzgarse sólo desde el punto de vista de su valor veritativo, independientemente de consideraciones no cognoscitivas (políticas, por ejemplo). Esas cuatro reglas del filosofar de la estimación del trabajo filosófico guiarán ya la elección de los problemas filosóficos. Si no se respeta la lógica, puede estudiarse cualquier absurdo, desde el hegelianismo hasta el existencialismo; si no se respeta el acervo de la ciencia, podrá plantearse cualquier cuestión superficial o hasta estúpida, como la de si existen huellas del futuro; si no se imita el método de la ciencia, se renunciará al beneficio de la más lograda experiencia humana; y si la aspiración del filosofar no es buscar la verdad (la búsqueda de verdad perfectible), se obtendrá la sierva de cualquier doctrina fósil.

El problema de la elección del problema adecuado y del correcto planteamiento es tan importante en la filosofía de la ciencia como en cualquier otra rama del conocimiento. Aquí, como en el resto de la filosofía, se presenta la tentación de no proceder sino por caminos abiertos por la autoridad, cualquiera que sea la relevancia del problema tradicional para la real investigación científica. Ejemplos recientes característicos de este tipo de problema son los siguientes: (i) la cuestión de los condicionales contrafácticos, cuya solución se presenta como un requisito previo a la teoría de la ley científica; (ii) la cuestión del descubrimiento de definiciones lógicamente satisfactorias de conceptos cualitativos de disposición, como “soluble”, que se cree indispensable para plantear el problema de los conceptos teoréticos; y (iii) “el” problema de la inducción, del que se cree que agota los problemas de la inferencia científica. El hecho es que el problema de los condicionales contrafácticos está por ahora formulado oscuramente, y, por tanto, sin resolver, mientras que, en cambio, la teoría de la ley científica marcha bien, como por fuerza tenía que ocurrir, porque lo interesante de los condicionales contrafácticos es que se presentan en la injerencia, no en la formulación de premisas de teorías factuales. Por lo que hace a los conceptos de disposición, los científicos suelen preferir derivar conceptos disposicionales cualitativos o comparativos a partir de conceptos cuantitativos, y lo hacen en el seno de teorías, no fuera de ellas (V. Sec. 3.3). Por último, el papel de la inducción en la inferencia científica es mucho más modesto de lo que suele creerse (V. Sec. 15.4). Se ha producido la inflación de ciertos problemas por falta de real conocimiento de la ciencia tal como existe, y así se ha desarrollado una artificial teoría de la ciencia que no versa realmente sobre la ciencia, sino sobre determinadas ideas que se les han ocurrido a distinguidos filósofos a propósito de problemas de escaso o ningún interés para el progreso del conocimiento: a menudo se estudian esos problemas con un enorme aparato de rigor e ingenio, simplemente porque se supone erradamente que son vitales para la ciencia o para la explicación filosófica de la ciencia.  La teoría de la ciencia no tiene por qué tratar exclusivamente problemas que puedan atraer la atención de los científicos -los cuales suelen pasar por alto las tesis filosóficas que suponen-, pero sin duda tiene que ocuparse de la ciencia real, y no de una imagen simplista de ella. Y si es deseable un fecundo intercambio entre filósofos y científicos, tanto para el enriquecimiento de la filosofía cuanto para la depuración de la ciencia, entonces es necesario tratar los problemas filosóficos que se presentan en el curso de la investigación. Actualmente los físicos se enfrentan con la necesidad de construir teorías de las partículas elementales, y se les ayudaría con una discusión competente acerca del problema general de los planteamientos posibles de la construcción de teorías físicas. Los cosmólogos se encuentran con tina evidencia poco segura en favor de teorías sumamente especulativas; seguramente acogerían muy bien tina discusión competente acerca de la contrastabilidad y la precisión que hay que exigir a las teorías. Los químicos están incómodos con sus truchas hipótesis ad hoc acerca de Funciones de onda, y con su excesivo cálculo ciego: se beneficiarían de una discusión acerca de la naturaleza de las construcciones ad hoc y de un examen del status de los modelos. Los biólogos se enfrentan con el creciente abismo entre la investigación por observación y la experimental, así como el existente entre la biología celular y la molecular: se les ayudaría mediante una discusión acerca del valor y la interrelación de esos varios planteamientos. Los psicólogos están aprendiendo química, y necesitarían tina discusión acerca de si los hechos psíquicos no son más que reacciones químicas. Y así sucesivamente. La elección de problemas vivos animará la filosofía de la ciencia y la hará útil para el progreso de la ciencia. En conclusión: el correcto planteamiento de los problemas filosóficos -su elección y su tratamiento- no difiere, o no debería diferir, demasiado del planteamiento correcto de los problemas científicos, por mucho que difieran los temas y las técnicas. Pero esto no es más que un modo ambiguo de decir que no hay más que un modo de plantear los problemas de conocimiento, ya sea en la ciencia pura, ya en la aplicada, ya en la filosofía: no se pueden plantear problemas de conocimiento sino científicamente. Esto puede ser dogmático, pero vale la pena intentarlo para ver si cambia la situación de la filosofía.