Racionalidad e inducción

Manuel Comesaña
 

El propósito de este trabajo es contribuir a la defensa de algunas tesis muy difundidas, pero de ningún modo aceptadas en forma unánime, a saber: a) la racionalidad se reduce en último análisis a la justificación de las creencias (§ 1); b) las únicas creencias susceptibles de justificación -y, por lo tanto, de racionalidad- son las que sirven de base a la adopción de medios (§ 2); c) en lo relativo a las creencias fácticas, la concepción inductivista de su justificación empírica resiste la crítica mejor que su rival, la concepción popperiana (§§ 3-6).

1. ¿Cuáles son las cosas que pueden ser calificadas de racionales o de irracionales?

En lo que concierne a la racionalidad individual,  las dos cosas que pueden ser calificadas de racionales o de irracionales son las creencias y las acciones. A veces se dice que una decisión es racional, o bien que es irracional, pero, desde el punto de vista de su racionalidad o irracionalidad, las decisiones pueden identificarse con las acciones. Otras cosas, como por ejemplo los deseos, no pueden ser calificadas de este modo y más bien son, como dicen algunos, arracionales. Esto no implica que los deseos no puedan tener virtudes y defectos (ciertos deseos pueden conducirnos al desastre, por ejemplo); sólo implica que entre esas virtudes y defectos no pueden estar la racionalidad y la irracionalidad. Parece razonable admitir -aunque seguramente habrá quien lo discuta, como ocurre con todas las tesis filosóficas- que las acciones se basan, entre otras cosas, en creencias, y que, por lo tanto, la racionalidad de las acciones depende de la racionalidad de las creencias. Podríamos decir que actuamos racionalmente cuando nuestra acción se basa en creencias justificadas (o en hipótesis racionalmente aceptadas, como dirían los popperianos, que no quieren hablar de cosas psicológicas como las creencias, ni tampoco de justificación).  De modo que la cuestión de en qué casos actuamos racionalmente se resolvería si se resolviera la cuestión de en qué casos está justificado creer algo.

2. Racionalidad instrumental y racionalidad de los fines

¿Puede haber determinación racional de fines (que realmente lo sean, esto es, que sean fines últimos, y no medios para otros fines), o, por el contrario, la racionalidad es privativa de los medios? Los defensores de la “razón instrumental” optan por la última alternativa; sus críticos, partidarios de la “razón dialéctica” o de la “razón comunicativa”, por la primera. No es difícil simpatizar con la postura de estos últimos, al menos cuando se la entiende como expresión de deseos. Uno desea que las cosas abominables, como por ejemplo el nazismo, tengan todos los defectos posibles; que no sólo sean inmorales sino también irracionales. De ahí que entre las críticas que se le hacen a la razón instrumental figure la de que permite la racionalidad del nazismo, dando por sentado que esto está mal, ya que, como es obvio, el nazismo no sólo carece por completo de virtudes morales sino que no puede tener ninguna virtud.
Pero ya se sabe que no hay que confundir los deseos con la realidad. La “racionalidad de los fines” tiene en el mejor de los casos carácter programático. Si se quiere dar un sentido claro a la expresión “determinación racional”, parece necesario admitir que significa determinación argumentativa, y nadie ha presentado nunca una argumentación plausible cuya conclusión sea que debemos adoptar determinado fin último, mientras que es extremadamente fácil encontrar y formular argumentos de ese tipo con respecto a medios. Dicho de otro modo, constantemente estamos viendo cómo funciona la racionalidad (la determinación argumentativa) de los medios, y nunca podemos ver, en cambio, cómo funcionaría la de los fines. La razón puede ayudar a corregir nuestros deseos o nuestra elección de fines mostrando que algunos de nuestros fines son inalcanzables o incompatibles entre sí, o tienen consecuencias que no deseamos; pero, una vez cumplida esta tarea, esto es, una vez que nos quedamos con un conjunto consistente de fines alcanzables y (hasta donde podemos saber) libres de consecuencias no deseadas, los argumentos ya no pueden tener ninguna influencia sobre la adopción de fines. Esto no parece accidental o transitorio: mientras que es muy fácil entender en qué consiste la adecuación de los medios a los fines, ocurre todo lo contrario con la adecuación intrínseca de los fines. A todos, como hombres comunes, nos parece obvio que las valoraciones “correctas” son las propias; pero esto no es algo que uno pueda aceptar en sus momentos filosóficos.
Es sumamente dudoso, entonces, que la determinación racional de fines últimos sea posible. Pero, además, también es dudoso que sea deseable, ya que, si bien tendría el invalorable efecto positivo de librarnos de catástrofes como el nazismo, también pondría fin a nuestra libertad. En efecto, si los fines últimos fueran objeto de determinación racional, ya no habría nada que elegir; la adopción de fines irracionales sólo podría deberse, como en la ética intelectualista de Sócrates, a error o ignorancia. Junto con la posibilidad del pecado desaparece la libertad. A lo mejor esto es, en definitiva, deseable -seguramente seríamos más felices sin libertad ni pecados-, pero no es obvio que realmente lo sea.
Nos quedamos, entonces, con la racionalidad de los medios, esto es, con la justicación de las creencias que sirven de base a la adopción de medios. Dejaremos a un lado las creencias lógicas y matemáticas, para concentrarnos exclusivamente en la justificación de las creencias fácticas. Si desechamos -como debe hacerlo cualquiera que pretenda ser mínimamente empirista-  la posibilidad de que tales creencias se justifiquen a priori, entonces la justificación tendrá que ser empírica. Y hay dos grandes maneras de entender la justificación empírica de las creencias, o, lo que es lo mismo, dos grandes posiciones frente al llamado “problema de la inducción”: la inductivista y la popperiana. Comenzaremos por explicar en qué consiste dicho problema.
 
 
 
 
 

3. El inductivismo  y el problema de la inducción

Los razonamientos inductivos son inválidos en el sentido de que, aunque estén bien hechos, pueden llevarnos de premisas verdaderas a conclusiones falsas. Ahora bien, si los razonamientos inductivos tienen este “defecto”, ¿por qué razonamos inductivamente? ¿Por qué no nos conformamos con los razonamientos deductivos? Porque solamente en los razonamientos inductivos la conclusión dice más que las premisas -por eso puede ser falsa aunque las premisas sean todas verdaderas-. La deducción garantiza la transmisión de la verdad de premisas a conclusión, conserva la verdad, pero lo hace al precio de no agregar nada a lo que ya estaba contenido, al menos implícitamente, en las premisas; se limita a afirmar de modo explícito alguna parte de ese contenido.  Solamente los razonamientos inductivos son “ampliatorios”, y necesitamos razonamientos ampliatorios, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana. En resumen, los razonamientos inductivos son inválidos, y estamos obligados a razonar inductivamente. La conjunción de estas dos cosas da lugar a lo que se ha llamado “el problema de la inducción”.
Este problema ha sido formulado de diversas maneras. A veces se lo plantea, bajo la denominación de “problema de Hume”, como la cuestión de justificar las inferencias que van del pasado al futuro: ¿qué razones tenemos para esperar que el Sol salga mañana? A Karl Popper le pareció mejor plantearlo como la cuestión de justificar ciertas afirmaciones universales del tipo de “Todos los cuervos son negros” o “Todos los metales se dilatan al ser calentados”, que se refieren a un número indefinido de objetos. A estos enunciados universales se los califica de “nomológicos” (del griego “nomos”, ley) o “legaliformes” para distinguirlos de los enunciados universales “accidentales”, como “Todos los tornillos del auto de Pérez están oxidados” o “Todos los cuerpos de oro puro pesan menos de cien mil kilos”. Se hace esta distinción porque sólo los primeros, los universales nomológicos, se consideran buenos candidatos al rango de ley científica: si un enunciado nomológico es verdadero, entonces es una ley, cosa que no ocurre con los universales accidentales.
La pregunta puede, entonces, ser reformulada del siguiente modo: ¿cómo se justifica la aceptación de afirmaciones universales nomológicas? Una respuesta consiste en sostener que tal aceptación queda justificada al presentar dichas afirmaciones como conclusiones de razonamientos inductivos cuyas premisas son enunciados singulares referentes a hechos observados, tesis ésta que por razones obvias ha recibido el nombre de “inductivismo”.
Se han defendido distintas versiones del inductivismo. El inductivismo ingenuo o estrecho sostiene que es posible verificar enunciados observacionales de manera directa, y que, tomando como premisas esos enunciados observacionales verificados, es posible verificar también, mediante razonamientos inductivos, enunciados nomológicos. De ahí que a esta variedad de inductivismo se la llame también “verificacionismo”. La idea es que si hemos observado un número suficientemente grande de cuervos y todos han resultado negros, la inducción nos garantiza que todos los cuervos son negros. Dicho así, esto es claramente falso. Acabamos de recordar, en efecto, que los razonamientos inductivos no conservan la verdad (si la conservaran serían, por definición, deductivos) y, por lo tanto, no son capaces de garantizar que todos los cuervos sean negros; es perfectamente posible que el próximo cuervo no sea negro o que el próximo trozo de metal no se dilate al ser calentado.
Se ha intentado resolver este problema apelando a un principio de la inducción. Este principio es un enunciado tal que si se lo agrega, como una premisa más, a cualquier razonamiento inductivo, lo convierte en deductivo. ¿Qué tiene que decir un enunciado para poseer semejante capacidad? Puede decir, por ejemplo, que el futuro será semejante al pasado (en cuyo caso los cuervos todavía no examinados serán también negros, todos los trozos de metal se dilatarán al ser calentados, etc.) o que la naturaleza es uniforme, o que causas semejantes producen efectos semejantes.
Si se acepta el principio de la inducción, el problema de la inducción queda resuelto; aceptarlo equivale, en efecto, a considerarlo incluido, como una premisa adicional tácita, en todos los razonamientos inductivos, que de este modo resultarían ser razonamientos deductivos de un tipo especial. Pero, ¿cómo se justifica la aceptación del principio? Lo necesitamos para justificar la aceptación de enunciados universales, pero él mismo es, en cualquiera de sus versiones, uno de esos enunciados universales; en consecuencia, no se lo debería aceptar sin justificación, es decir, en el contexto del inductivismo ingenuo, sin una prueba de su verdad.
Popper  ha mostrado que las justificaciones posibles son tres: que el principio sea analítico, que sea a priori o que se pueda probar empíricamente su verdad. No puede ser analítico porque las premisas analíticas de un razonamiento válido son eliminables sin pérdida de la validez (entendiendo por validez la conservación necesaria de la verdad, aunque no se deba a la forma lógica del razonamiento), y eso no ocurre en los razonamientos inductivos, que sólo resultan válidos cuando se incluye el principio de la inducción entre sus premisas. Dicho principio tiene que ser, entonces, sintético. Si, además, fuera a priori -segunda posibilidad de justificación-, sería sintético a priori, y eso, como ya lo dijimos, no puede admitirlo nadie que pretenda ser mínimamente empirista. La única posibilidad que queda es que el principio de la inducción sea un enunciado empírico. Puesto que, además, es un enunciado universal, sólo mediante la inducción podríamos probar que es verdadero. Una prueba inductiva de su verdad sería un razonamiento inductivo cuyas premisas dirían, por ejemplo, “En tal ocasión causas semejantes produjeron efectos semejantes” o “En tal caso el futuro fue semejante al pasado”, y cuya conclusión sería el principio que nos ocupa en alguna de sus versiones. Pero, para que tal razonamiento garantizara la verdad del principio, éste tendría que figurar también entre las premisas, con lo cual la prueba resultaría inadmisiblemente circular.
Las tres posibilidades que hemos considerado y desechado son todas las que hay, de modo que no es posible probar que el principio de la inducción es verdadero, y, en consecuencia, para el inductivismo ingenuo, tampoco es posible justificar su aceptación. Esta concepción no puede, entonces, resolver el llamado problema de la inducción. Y no es ésta la única dificultad que no puede superar. Dijimos antes que, según esta versión del inductivismo, es posible verificar de manera directa, mediante la observación, enunciados observacionales -que son los que van a figurar como premisas en los razonamientos inductivos-; tal observación tendría que ser anterior a la aceptación (aun preliminar o tentativa) de cualquier teoría, es decir, tendría que tratarse de una observación pura, no contaminada en modo alguno de teoría, algo cuya existencia consideran imposible, en forma casi unánime y seguramente con razón, tanto los psicólogos de la percepción como los epistemólogos. Además, el inductivismo ingenuo sostiene que la inducción es, no sólo el método de justificación, sino también el método de descubrimiento empleado en la ciencia empírica, es decir, sostiene que la ciencia comienza con observaciones y a partir de ellas descubre inductivamente las leyes, cosa que indudablemente no puede haber ocurrido en el caso de leyes que se refieren a entidades inobservables, como los átomos o la inteligencia.
En una versión más sofisticada, el inductivismo no se ocupa de lo que pueda ocurrir en el “contexto de descubrimiento”, es decir, se limita a tratar de resolver el problema de cómo se justifica la aceptación de afirmaciones legaliformes, sin preguntarse cómo se descubren (o se inventan) tales afirmaciones. Tampoco sostiene la existencia de una observación pura que permita la verificación directa de enunciados observacionales; se conforma con que haya un conjunto de enunciados observacionales aceptados (no importa si son puros o están contaminados de teoría ni si se los ha verificado o sólo confirmado) capaces de servir como elementos de juicio en la evaluación de hipótesis nomológicas. Y, por último, este inductivismo sofisticado no pretende que se pueda probar la verdad de tales hipótesis sino que es posible asignarles alguna probabilidad o algún grado de confirmación sobre la base de los elementos de juicio disponibles. Por eso a esta variante del inductivismo se la llama también “probabilismo” o “confirmacionismo”.
En principio, el inductivismo sofisticado enfrenta dificultades semejantes a las que ya hemos examinado a propósito de su versión ingenua. Si el conjunto de los cuervos tiene un número indefinido y potencialmente infinito de elementos, ninguna cantidad de cuervos comprobadamente negros permitirá asignar una probabilidad distinta de cero a la hipótesis “Todos los cuervos son negros”. Necesitaríamos adoptar, en este caso, un principio de inducción convenientemente modificado, que dijera, por ejemplo, “Es probable que el futuro sea semejante al pasado”; y, al igual que en el caso anterior y por razones análogas, no podríamos justificar la aceptación de este principio demostrando su verdad -ni siquiera podríamos demostrar que es probable-.
 
4. La concepción popperiana

La concepción popperiana de la ciencia tiene como punto de partida el rechazo total del inductivismo en cualquiera de sus variantes. Según Popper, no es posible verificar una afirmación legaliforme ni tampoco asignarle probabilidad alguna; pero sí es posible, en cambio, refutarla: basta para ello un contraejemplo. Ningún número finito de cuervos negros prueba que todos los cuervos sean negros, pero uno blanco prueba que no lo son. Debido a esta “asimetría” entre verificabilidad y refutabilidad, Popper propone a esta última como criterio de demarcación entre la ciencia empírica y la “metafísica”; para ser empírica, una teoría tiene que ser refutable. Contra lo que podría pensarse ingenuamente, la irrefutabilidad no es un mérito sino un defecto inadmisible. Esto no es sólo una tesis de Popper; se admite en general que, para tener contenido empírico, una teoría tiene que ser refutable.
Testear empíricamente una teoría es, para Popper, tratar de refutarla -esto es lo único que se puede hacer para testear teorías, ya que, según él, no es posible verificarlas ni asignarles probabilidad alguna-; si no se lo logra, la teoría queda “corroborada” (término que emplea para destacar el hecho de que no se trata de una confirmación inductiva) y puede ser aceptada provisionalmente. La corroboración consiste sólo en el fracaso de los intentos de refutación, y no nos da absolutamente ninguna razón para creer que la teoría seguirá funcionando bien en el futuro. Popper está obligado a sostener esto, ya que cualquier razón que vaya del pasado al futuro, que permita pronosticar éxito futuro sobre la base del éxito pasado, es una razón inductiva.
Pero, si al pasar con éxito un test empírico, es decir, al resultar corroborada, una teoría no gana ninguna credibilidad en lo concerniente a su probable éxito futuro, entonces, ¿por qué es mejor una teoría corroborada que una que no lo está? ¿O por qué de dos teorías rivales es mejor la que tenga el grado más alto de corroboración? Popper no puede dar una respuesta satisfactoria; para él, el éxito pasado no es ni siquiera un indicador falible de éxito futuro. Pero, entonces, que una teoría esté más corroborada no indica (no sólo no prueba sino que ni siquiera indica faliblemente) que esté más cerca de la verdad, que sea más “verosímil”. En efecto, el fracaso futuro de la teoría más corroborada puede ser más grave que el de la teoría menos corroborada; dicho de otro modo, la teoría más corroborada puede ser la peor, y su mayor grado de corroboración no nos da ninguna razón para creer lo contrario. Así, Popper no logra establecer el vínculo adecuado entre la corroboración y el acercamiento a la verdad, es decir, entre la metodología de la ciencia y su meta. El llegó a reconocer  que, para resolver este problema, tiene que admitir un “soplo” de inductivismo, esto es, llegó a reconocer que sólo mediante un argumento inductivo se puede establecer el vínculo necesario entre corroboración y verosimilitud. Pero el rechazo del inductivismo  es una cuestión de todo o nada, y no una de grado, de modo que, como dijo alguien,  no se trata de un soplo sino de una tormenta.

5. Ultima vuelta de tuerca a favor del popperianismo: la variante Musgrave

En cierto momento a Popper se le ocurrió que era necesario distinguir entre justificar una teoría y justificar su aceptación: “Aunque no podemos justificar una teoría […] podemos a veces justificar nuestra preferencia por una teoría sobre otra; por ejemplo, si su grado de corroboración es mayor”.  Esta presunta diferencia fue explotada por algunos de sus seguidores, como John Watkins y Alan Musgrave. No voy a examinar aquí la propuesta de Watkins  sino solamente algunas de las ideas de Musgrave,  que constituyen, a mi juicio, la versión más completa e ingeniosa de esta última vuelta de tuerca.
La distinción entre justificar una teoría y justificar su aceptación (o, en términos de evaluación comparativa, justificar, como dice Popper, la preferencia por una teoría sobre otra), Musgrave -que no comparte el fanatismo antipsicologista de los popperianos ortodoxos y por eso se permite hablar de creencias-  la reformula como la distinción entre justificar una creencia y justificar lo creído, entendiendo por esto último mostrar que lo creído es verdadero o probable. Para explicar la idea de que una razón para creer algo no es necesariamente una razón a favor de lo creído, cita un par de precedentes. La apuesta de Pascal es una razón o argumento para creer que Dios existe, pero no es una razón o argumento a favor de la existencia de Dios. La vindicación pragmática de la inducción es una razón o argumento para creer que la naturaleza es uniforme, pero no es una razón o argumento a favor de la uniformidad de la naturaleza.
La concepción de Popper se llamó inicialmente “falsificacionismo” o “refutacionismo” debido a su tesis de que testear una teoría es tratar de refutarla y de que la única razón para aceptarla provisionalmente es el fracaso de los intentos de refutación. Posteriormente Popper generalizó la idea de intento de refutación señalando que tal intento constituye un caso particular de crítica, y sostuvo que es racional aceptar una teoría cuando ha resistido la crítica; de ahí que su postura fuera rebautizada como “racionalismo crítico”.  La tesis central del racionalismo crítico (RC), en la reformulación de Musgrave, es la siguiente: Una creencia que trasciende los datos [evidence-trascending belief] es razonable si, y sólo si, ha resistido la crítica (incluyendo, cuando sea apropiado, los intentos de refutarla apelando a la observación o el experimento, esto es, apelando a los datos).
Según Musgrave, cuando concluimos que es razonable adoptar como verdadera (creer) alguna hipótesis, el argumento involucrado es deductivo:
Es razonable adoptar como verdadera (creer) la hipótesis mejor corroborada.
H es la hipótesis mejor corroborada.
Por lo tanto, es razonable adoptar H como verdadera (creerla).

Y también es razonable creer las predicciones que se siguen deductivamente de las hipótesis mejor corroboradas, con lo cual se logra establecer un vínculo no inductivo entre pasado y futuro. Sin embargo, ¿no es un principio inductivo la primera premisa del argumento (que es RC restringido a la corroboración)? Sí -responde Musgrave-; pero se trata de un principio inductivo gnoseológico, y no de uno metafísico. Es un principio “ampliatorio”, en el sentido de que permite obtener conclusiones que no se deducen de las otras premisas; pero esto sólo significa que no es analítico. Los deductivistas creen que no hay argumentos válidos ampliatorios, pero sí principios cognoscitivos ampliatorios. La objeción estándar contra Popper dice que, como las estimaciones de corroboración son informes sobre tests pasados, es necesario complementarlas con algún principio inductivo metafísico para poder asignarles alcance predictivo. Según Musgrave, hemos visto que no es así: la afirmación de que es razonable creer una predicción es la conclusión de un argumento deductivo cuyas premisas no incluyen ningún principio inductivo metafísico.
Esta solución popperiana depende, obviamente, del principio RC. Un racionalista crítico consecuente no debe justificar RC sino la adopción de RC, y puede argumentar que es razonable adoptarlo porque ha resistido la crítica (filosófica) mejor que sus rivales justificacionistas: siendo inválidas las inferencias inductivas, y habiendo fracasado el programa probabilista, no puede haber razones a favor de hipótesis que trasciendan los datos, pero podemos dar razones para creer esas hipótesis, y la mejor razón que podemos dar es que han sobrevivido a la discusión crítica.
No voy a discutir dos de las afirmaciones más importantes de Musgrave, a saber, que el probabilismo ha fracasado y que el racionalismo crítico resiste la crítica mejor que sus rivales; él mismo admite que son sumamente discutibles (“highly contentious”; p. 524). No voy a objetar, tampoco, la circularidad del argumento destinado a justificar la adopción de RC; tal vez tenga razón Musgrave en que, en este nivel de abstracción, la circularidad es el mal menor. Lo que sí voy a discutir es la tesis de que la solución popperiana del problema de la inducción, en la versión de Musgrave, puede superar “la objeción estándar contra Popper”.
Tal como yo la entiendo, la objeción estándar contra Popper es la que recordamos en el último párrafo de la sección anterior, a saber, que no logra establecer el vínculo adecuado entre la corroboración y el acercamiento a la verdad, es decir, entre la metodología de la ciencia y su meta. Esta dificultad permanece intacta frente a la versión de Musgrave. El principio de inducción adoptado es meramente gnoseológico: puede garantizarnos, en el mejor de los casos, que aceptar cierta hipótesis es lo más razonable que podemos hacer en el momento presente, pero no puede impedir que el fracaso futuro de esa hipótesis sea peor que el de alguna de sus rivales. Esto último sólo puede impedirlo un principio de inducción metafísico, que diga, por ejemplo, que el futuro será, en ciertos aspectos, semejante al pasado. ¿Cómo puede ser razonable la aceptación de una hipótesis no estando involucrada en el asunto la más mínima indicación sobre su éxito futuro?
Podría tal vez responderse que el popperianismo en la variante Musgrave no admite el test mencionado, es decir, no admite que, para justificar la aceptación de una metodología, haya que mostrar que su aplicación nos acerca a la meta de la ciencia; lo que hay que mostrar es que la metodología en cuestión resiste la crítica mejor que sus rivales. Pero decir que su aplicación no nos acerca a la meta de la ciencia, ¿no es una de las críticas más graves que se le pueden hacer a una metodología? Musgrave podría responder que, siendo inválidos los razonamientos inductivos y habiendo fracasado el probabilismo, no hay ninguna metodología cuya aplicación nos acerque a la a meta de la ciencia; así, la objeción se aplica a todas las metodologías y no nos sirve, entonces, para discriminar entre ellas. Sin embargo, no parece haber aquí una situación de simetría o empate: para hacerle esta objeción al inductivismo, es necesario admitir que ha fracasado (esto es, que no es posible que los datos confirmen hipótesis), mientras que el popperianismo es vulnerable a ella aun en caso de tener éxito (es decir, aun en caso de que sean posibles las estimaciones de corroboración); y, desde luego, la evaluación comparativa de las propuestas metodológicas debe hacerse ceteris paribus.  Dicho de otro modo, el inductivismo al menos promete resolver el problema -aunque tal vez no pueda cumplir la promesa-, mientras que el popperianismo no hace ni siquiera eso.
Por otra parte, la distinción entre razonabilidad de la creencia y justificación de lo creído -que sirve de base a toda la argumentación de Musgrave-, y otras distinciones análogas, son, como mínimo, discutibles. Si un millonario excéntrico me ofrece un millón de dólares por creer que dos más dos son cinco, ¿es eso una buena razón para creerlo? ¿Es razonable creer en semejante situación que dos más dos son cinco? Si se responde que sí, habrá que introducir una distinción entre dos clases de razones para creer: las que se relacionan del modo adecuado con la posible verdad de lo creído, y las que no, y habrá que admitir que sólo las primeras tienen importancia cognoscitiva. Musgrave parece tener esto en cuenta al decir que es razonable adoptar como verdadera la hipótesis mejor corroborada. Pero, ¿es razonable adoptarla como verdadera por razones que no muestran que sea verdadera ni probable? Si las razones para creer que p no son razones a favor de “p” (a favor de su verdad o su probabilidad), no parece que puedan ser razones para adoptar “p” como verdadera. Las razones para creer que p que no sean razones a favor de la verdad o la probabilidad de “p” no son razones cognoscitivamente buenas para creer que p.  Musgrave podría responder que adoptamos como verdadera la hipótesis mejor corroborada, no por razones cualesquiera, sino porque ha resistido la crítica, y que ésta es una razón cognoscitivamente pertinente. Pero esto último sólo será cierto en la medida en que resistir la crítica sea un indicador de verdad, verosimilitud o probabilidad, cosa que Musgrave no admite -y con razón, ya que admitirlo es ser inductivista-.
Bajo el supuesto de que sus rivales han fracasado, el popperianismo podría resultar adecuado como metodología para la aceptación razonable de hipótesis,  pero es incompatible con la idea de que la meta de la ciencia es la verdad, o el acercamiento a la verdad. Esto fue advertido por Watkins, que reemplazó la idea de verdad por el concepto epistémico de “verdad posible” (= no refutación), siendo ésta una movida obligatoria para un popperiano consecuente.  Pero Musgrave sostiene -contra Watkins, Laudan y otros, y a nuestro juicio con razón- que sólo la verdad puede ser la meta de la ciencia. Y no puede tener las dos ventajas a la vez: la verdad como meta y el popperianismo como metodología, porque la corroboración no es un indicador de acercamiento a la verdad.
6. Conclusiones
En la controversia inductivismo versus deductivismo los dos bandos disponen de buenos argumentos negativos: el inductivismo es vulnerable al “escepticismo con respecto a la inducción” y el deductivismo no consigue presentar una imagen plausible de la ciencia (ni del conocimiento en general). Esto se debe a que la inducción parece tener dos características cuya conjunción es uno de los principales problemas filosóficos: es tan injustificable como necesaria. Se equivocan los que creen que el “problema de la inducción” no existe o es fácil de resolver, y cometen el error opuesto los que creen resolverlo sosteniendo que es la inducción la que no existe. No se trata de un “seudoproblema” originado en el mal uso que algunos filósofos hacen de términos como “racional”, “buenas razones”, etc., ni de un problema susceptible de solución “analítica”, es decir, de uno que pueda resolverse con sólo analizar el significado de esos términos. Aunque fuera cierto que razonar inductivamente forma parte del significado de la palabra “racional”, también seguiría siendo cierto que los razonamientos inductivos no conservan la verdad. La pregunta “¿Por qué son confiables ciertos razonamientos que, sin embargo, pueden llevarnos de premisas verdaderas a conclusiones falsas?” expresa un problema genuino. Por otra parte, como lo indica O’Hear,  sería una petición de principio alegar contra Popper la llamada solución “analítica”, ya que él sostiene justamente que hay racionalidad no-inductiva. Pero los popperianos exageran en el sentido opuesto al sostener que esa racionalidad no-inductiva es la única que existe. Una vez más, el modus ponens de un filósofo es el modus tollens de otro. La inducción es necesaria; por lo tanto, está justificada -argumentan algunos inductivistas-. La inducción no está justificada; por lo tanto, no es necesaria -razonan todos los popperianos-.
Pero, una vez más, no parece tratarse exactamente de una situación de empate. Por lo pronto, todos, incluidos Popper, Watkins y Musgrave, somos espontáneamente inductivistas. En segundo lugar, la búsqueda de la certeza metacientífica, que -pese a las protestas de falibilismo por parte de Popper y sus seguidores- parece ser la principal motivación del deductivismo,  depende de una confusión entre la “certeza deductiva”  y la certeza a secas. Los deductivistas no parecen ser conscientes de que no sólo podemos llegar a conclusiones falsas cuando razonamos inductivamente -y esto aunque lo hagamos bien, debido a que la inducción no conserva necesariamente la verdad- sino también al hacer deducciones (o al tratar de hacerlas, si se prefiere emplear “deducción” como palabra de logro), ya que es algo que podemos hacer mal. Es cierto que el empleo de procedimientos inductivos constituye una nueva e importante fuente de posibles errores, pero los popperianos no parecen ser conscientes de que, en lo que concierne a la probabilidad de equivocarse, la diferencia, aunque importante, es de grado, ya que siempre se expresan como si fuera una cuestión de todo o nada -como si la probabilidad de equivocarse al (tratar de) hacer deducciones fuera nula-.  En la necesidad de elegir entre un inductivismo consciente de que el problema de la inducción es grave y tal vez no se resuelva nunca, y un deductivismo erróneamente convencido de haber alcanzado una certeza invulnerable a todo escepticismo, que no logra -a pesar de esfuerzos de reconstrucción como los de Watkins y Musgrave- explicar el progreso de la ciencia ni la racionalidad de la acción, parece que hay razones bastante buenas para quedarse con el primero.
 
 

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