TEORÍA CRÍTICA

 

Sánchez Meca, Diego (1988): “Teoría, Teoría Crítica”, en Reyes, R.: Terminología Científico-Social. Barcelona: Anthropos

 

La expresión “teoría crítica” fue acuñada por Max Horkheimer para designar un tipo de reflexión sobre la actividad científica, interesada en desvelar su función social, pero autodelimitando sus objetivos frente al conjunto de las demás teorías científicas y filosóficas entendidas como parte fundamental del proceso de producción, que hace posible la industrialización y determina, con ello, nuestras actuales formas de vida social. La principal objeción de la teoría crítica al conjunto de las teorías tradicionales se dirige a la forma de comprender la autonomía y objetividad del ideal de conocimiento científico -en el que vienen a resumirse los logros del esfuerzo histórico intelectual del hombre occidental-, por cuanto desvincula la teoría de la praxis, la ciencia de la vida social, convirtiendo cualquier explicación en ideología encubridora de la verdadera realidad de la sociedad y su constitutiva dialéctica de fuerzas.

‘Ser objetivo’ significa para el científico restringir la función del conocimiento al simple ejercicio de la razón pura. Esto implica la exclusión metodológica, de la operación cognoscitiva, de toda intervención de lo exterior y, en consecuencia, la imposibilidad de cualquier valoración, lo que lleva a prescindir programáticamente de las finalidades ulteriores en vistas a las cuales es elaborada la teoría. Pero así, la ciencia deviene un eficaz instrumento que no se utiliza precisamente para resolver determinadas necesidades reales de los hombres, para combatir la opresión y establecer un orden social más satisfactorio. Para la teoría crítica, la objetividad de la teoría tradicional no es más que una estratagema que sirve para poner de manifiesto relaciones constantes sobre las que puede apoyarse una técnica. Sin embargo, el éxito parcial obtenido en este sentido se produce a costa de una doble contradicción: por una parte, la autoexigencia de estricta justificación y fundamentación de todos los pasos a dar en la actividad científica deja, sin embargo, abandonada a la arbitrariedad irracional, la determinación de sus fines; por otra, la autocomprensión de la ciencia como un conocimiento progresivo de las relaciones entre los objetos se cierra, paradójicamente, el conocimiento de la relación más amplia, la sociedad, de la que depende su propia experiencia y la orientación misma de su devenir.

A partir de la delimitación del concepto de teoría tradicional en base al ideal de ciencia, de sus métodos y de sus formas de objetivación y validación, Horkheimer trata de establecer la relación entre ciencia y sociedad en base al descubrimiento de los intereses concretos impulsores de la ciencia. Estos intereses, característicos de una determinada orientación del quehacer científico, no deben confundirse con los intereses cognoscitivos de la humanidad como totalidad genérica, por lo que es necesaria una teoría que asuma estos intereses y se oriente a la superación de las actitudes ideológicas a través de la reflexión crítica sobre la actividad teórica.

En realidad, cualquiera que fuese el significado inicial que se diera a la palabra “teoría”, se tenderá, casi inevitablemente, a identificar la teoría en singular, con el esfuerzo humano por conquistar intelectualmente la realidad. La pluralidad de teorías se debe a la diversidad de sus motivaciones, de sus objetos de estudio o de los métodos adoptados o propugnados, pero no afecta al significado del intento teórico como tal. De ahí que sea posible referirse a un concepto general de teoría científica configurado por un conjunto de rasgos elementales impuestos por la reflexión epistemológica, a lo largo de la historia, a modo de condiciones. Conviene explicitar algunos de ellos, tan sólo indicados por Horkheimer en su articulo programático Traditionelle und kritische Theorie (1937), para mejor entender el carácter de las innovaciones que pretende introducir la teoría crítica: 1) Referencia a un campo objetual especifico. La teoría en sentido tradicional, se entiende siempre como la representación abstracta de conocimientos poseídos sobre un determinado universo de objetos. No obstante, su meta final no queda restringida, de hecho, a un campo particular, sino que aspira a abarcar todos los objetos posibles y convertirse así en un sistema universal. 2) Conocimiento de relaciones entre objetos. En los comienzos de la filosofía, Platón identificó la teoría con el conocimiento de las Ideas. En una línea similar, Aristóteles decía que el deseo de saber sólo queda colmado cuando son esclarecidas las razones por las que los datos de la experiencia se presentan y comportan del modo como lo hacen, razones que vienen dadas mediante el descubrimiento de la esencia de los hechos. Por ello, en sentido eminente, teoría era la filosofía, en cuanto conocimiento de las esencias universales a partir de las cuales se puede deducir el comportamiento de los entes tal como se observa experimentalmente. A partir de Galileo, en cambio, la ciencia deja de buscar la esencia para conformarse con el objetivo más modesto de determinar simples relaciones entre los fenómenos. Toda la ciencia moderna aceptará esta invitación galileana a desinteresarse de la tarea de alcanzar esencias o definiciones universales de la realidad, para limitarse a organizar en cuadros orgánicos «las múltiples afecciones de los entes». A partir de lo cual debe ser entendida la crítica de Kant, en el sentido de que la metafísica habla ilusoriamente de las cosas en sí, mientras la verdadera ciencia sólo se ocupa de los fenómenos. 3) Formalización. La teoría es siempre un saber organizado rigurosamente en base a relaciones de implicación entre las diferentes proposiciones que lo expresan. Con Galileo, los procedimientos de deducción lógico-formal, propios de la silogística aristotélica, quedan relegados por la introducción de. la inducción experimental asociada con la elaboración matemática de los resultados de la experiencia. Será, sin embargo, Descartes quien ofrezca el modelo decisivo de teoría formalizada con su intento de deducción de todas las propiedades de los seres a partir de dos únicas características elementales: el pensamiento y la extensión. El ideal de unidad de las teorías, en un sistema universal integrador, queda así fijado como intención de derivar todas las proposiciones referentes a los más diversos objetos partiendo de idénticas premisas. Un mismo aparato conceptual organizado deberla servir, pues, para categorizar la naturaleza inerte, los seres vivos y el mundo de la existencia social e histórica. Este ideal tiene vigencia aún hoy en el positivismo, habiéndose producido discrepancias únicamente en relación al modo de entender las proposiciones básicas de las que parte la deducción: para los empiristas, de Bacon a Stuart Mill, las proposiciones básicas son juicios empíricos o inducciones; para los racionalistas y fenomenólogos son intuiciones; mientras que para la axiomática contemporánea se trata tan sólo de principios establecidos por pura convención. 4) Carácter hipotético.

Una teoría científica no es la simple constatación de una observación empírica, sino también la explicación del comportamiento de lo que se observa. Mas esta explicación se propone a titulo de hipótesis. La teoría científica formula, pues, un conjunto de leyes hipotéticas que permiten la explicación de los hechos por demostración, pero cuyo carácter provisional impide su utilización a modo de dogma. 5) Validez justificada. Condiciones para aceptar como válida una teoría científica son la no contradicción interna y su conformidad con los hechos empíricos. Las teorías se renuevan o se desechan en base al progreso de la observación de los fenómenos o al descubrimiento de desajustes internos. Quedan excluidas injerencias extrañas procedentes, por ejemplo, del mundo o de una metafísica con pretensiones de tutelaje sobre la actividad científica.

En todo lo expuesto, importa resaltar, ante todo, la variación que se produce en el significado programático del término “teoría”.

Mientras el primitivo modelo de la cientificidad se suponía proporcionado por la filosofía, y de modo particular por la metafísica, a partir sobre todo de Kant, dicho modelo pasa a ser ofrecido por la matemática y la física.

En la Crítica de la razón pura, Kant examina las condiciones en base a las cuales la elaboración del conocimiento racional sigue o no el camino seguro de la ciencia. Para él, la matemática y la física han alcanzado el estado de ciencia, mientras la metafísica está muy lejos de esta situación. Este cambio de modelo fue de gran importancia, no sólo porque, a partir de él, hasta el mismo término “ciencia” queda reservado a las disciplinas físico-matemáticas, sino porque, unido a la tesis fundamental de la Crítica de la razón pura -que no es posible la metafísica como ciencia-, sanciona la oposición entre ciencia y filosofía como dos tipos de investigación irreductibles y hasta antagónicos. La ciencia estaría constituida por el saber auténtico, mientras que la filosofía sólo contendría puras convicciones morales sin valor cognoscitivo.

En el siglo XIX, la filosofía idealista omite la distinción kantiana entre fenómeno y cosa en sí y aspira al conocimiento absoluto de la totalidad de lo real. La ciencia, por su parte, desconfiando de procedimientos y motivaciones que le resultaban inaceptables, sigue desarrollándose de un modo cada vez más independiente, logrando un éxito espectacular en operatividad lógica y aplicabilidad técnica. Bajo la impresión de este éxito, el positivismo generaliza a la ciencia toda competencia cognoscitiva, no sólo en la naturaleza, sino también en el ámbito de los problemas sociales e históricos. Dilthey intenta fundamentar las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) mediante un trabajo de complementación de la crítica kantiana de acuerdo con la analogía razón pura-razón histórica. Y Max Weber configura un prototipo de teoría sociológica cuyo ideal de cientificidad no difiere esencialmente del de las ciencias naturales. La explicación del sociólogo, en efecto, no se limita a la enumeración de las circunstancias intervinientes, sino que destaca las relaciones entre determinados aspectos de los hechos que son significativos para el decurso histórico con procesos aislados determinantes. Postular una determinada causación social implica que, faltando ella y como consecuencia de las leyes empíricas conocidas, en las circunstancias dadas se hubiera producido otro efecto. Tales leyes no son sino formulaciones hipotéticas de nuestro conocimiento de las relaciones económicas, sociales o psicológicas. Con su ayuda es posible configurar el proceso probable, eliminando o aceptando los acontecimientos que han de servir para la explicación.

Horkheimer insiste, frente a esta evolución de la teoría en la línea de una objetividad ahistórica que se pretende justificar en base a exigencias del conocimiento mismo, que el proceso de la ciencia no es sólo un proceso intracientifico (innerszientifischer), sino también un proceso social (gesellschaftlicher).

La misma percepción de los hechos, que constituye el punto de partida de las ciencias experimentales, no es algo independiente del marco social en el que se produce. La percepción tiene una génesis social, y tanto ella como su objeto son productos históricos. El

observador individual puede parecer un receptor pasivo, pero la sociedad, en su conjunto, es un elemento activo del proceso, pues la praxis colectiva es la que determina los hechos empíricos. Por otra parte, lo que provoca el cambio o sustitución de unas teorías por otras no se debe de hecho, en última instancia, al descubrimiento en las primeras de dificultades lógicas o a su incompatibilidad con los datos de la experiencia. El agente último de las modificaciones de las teorías es, en realidad, la sociedad y sus cambios, pues la ciencia forma parte del proceso de producción y evoluciona a la par de éste.

Horkheimer encuentra cieno paralelismo entre la apariencia de autonomía de la teoría tradicional y la falsa libertad de los sujetos en la sociedad burguesa. Pues cuando éstos creen actuar según decisiones personales, lo hacen, en realidad, en dependencia de dictámenes anónimos interiorizados que orientan, de manera calculada, la marcha de la mecánica social. Por ello es preciso descubrir los intereses que subyacen a la actividad teórica, en cuanto factor determinante de la vida social. Ésta no está, en el presente, al servicio de los intereses cognoscitivos de la Humanidad como tal, sino que legitima formas de vida e intereses de grupo contrarios a las necesidades del género humano. La teoría crítica no se presenta, pues, frente a la teoría tradicional, como un determinado avance teórico o como una simple reestructuración conceptual. La teoría crítica se concibe a si misma como un aspecto de la praxis social empeñada en hacer posible una sociedad mejor, un cambio histórico que es, al mismo tiempo, un cambio social. No obstante, su crítica a la teoría tradicional y al tipo de sociedad que le corresponde no puede ejercerse a base de simples juicios de valor, sino que debe empezar determinada por la conceptiva misma con la que se configura: categorías como las de ideología, clase, opresión, sufrimiento, crisis, etc., en cuanto elementos de un todo conceptual cuya finalidad no es tanto reproducir la sociedad existente sino cambiarla en la dirección correcta.

A ejemplo de Marx, la teoría crítica analiza, pues, la sociedad mediante categorías abstractas, pero sin olvidar que, sobre todo, es una crítica de la sociedad que describe en cuanto teoría, que su intelectual es, al mismo tiempo, una acción social, o sea, que es crítica, en sentido marxiano, dirigida a promover una sociedad nueva en la que los hombres sean dueños de su propio destino y no estén sometidos a necesidades extrañas. La terna crítica está así al servicio del interés de la emancipación y felicidad humanas mediante la creación  de un mundo más acorde con las exigencias de la Humanidad, desde el convencimiento de que ésta posee posibilidades de autorrealización diferentes a las que se dan en el mundo actual.

Es enlazando de este modo con la crítica de Marx, como Horkheimer sostiene, en implícita referencia polémica a La crisis de las ciencias europeas y la filosofía trascendental, de Husserl, que la justa comprensión de la peculiar situación contemporánea de la actividad científica no puede producirse al margen de una teoría crítica de la sociedad, ya que como poderoso agente social, la ciencia origina y refuerza en la actualidad muchas de las contradicciones que la sociedad padece.

Esta oposición a una interpretación puramente teorética de la crisis de las ciencias no puede descuidar, sin embargo, un riesgo peligroso: que de la tesis según la cual la ciencia es una función social y una fuerza productiva en la configuración de las formas de vida, puedan extraerse consecuencias de carácter relativista y pragmático. No obstante, Horkheimer no puede adoptar, al respecto, más que una posición ambigua, patente cuando dice que, si bien la ciencia no puede desligarse de la dinámica histórica, tampoco debe ser privada de su carácter de ciencia y ser malinterpretada en sentido utilitarista.

Es a causa de esta dificultad por lo que resulta tan importante, para la teoría crítica, la relación del mismo proceso de desarrollo científico con la afirmación de su utopía negativa, únicamente posible si no se atribuye totalmente a la razón y a la ciencia la función de justificación de un orden social dado. He aquí la motivación latente de Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, de Horkheimer, obra en la que se analiza la razón inmediatamente subordinada a fines práctico-políticos, en busca de un lugar igualmente alejado de la degeneración pragmática de la razón formalizada, meramente subjetiva, y de los intentos de restauración metafísica al estilo del neotomismo o de un ontologismo cualquiera. El rechazo del reduccionismo y subjetivación de la razón, que sirve de base a la cultura industrial contemporánea, por cuanto elimina instancias objetivas, vacía de contenido toda noción fundamental dejándola reducida a mero envoltorio formal, y transforma todos los productos de la actividad humana en mercancía, se formula al mismo tiempo que la firme oposición a cualquier intento de restaurar nuevos absolutos que puedan servir criterios de legitimación de la acción humana. Frente a ello, la asunción decidida de la historicidad del hombre y de la relación hombre-Naturaleza es, en Horkheimer, clara desde el principio. Luego, en realidad, a una teoría que quiere plantearse como teoría crítica de la sociedad únicamente le queda la posibilidad de reflejar sus contradicciones, rechazar toda ilusión de coherencia y armonía y hablar sólo negativamente del destino humano, destacando la distancia entre la actual situación de la Humanidad y lo que las grandes filosofías han dicho sobre él. Es decir, la teoría crítica sólo como utopía negativa puede plantearse, utopía que, a diferencia de las demás, se construye sobre los aspectos negativos de la sociedad. Tal es la orientación de la teoría crítica desarrollada, de manera especial, por Adorno.

Alguien podría pensar que, en términos dialécticos, el antagonismo entre teoría tradicional y utopía negativa podría tal vez quedar resuelto mediante la síntesis superadora.

Pero, para Adorno, es absurdo postular la libertad como germen escondido en el proceso histórico, el cual, escapando al dictamen de la razón, conviene a ésta en instancia de dominio y de opresión sobre el hombre y la Naturaleza. En Dialektik der Auflklárung, Horkheimer y Adorno examinan ese proceso histórico en el que los valores, ideales y normas que, en la tradición occidental, han servido en un determinado momento para liberar a la Humanidad de la barbarie animal y del miedo irracional, se han degenerado hasta perder su significación, dando paso a la deshumanización del arte y de la ciencia, y al sometimiento progresivo de la Humanidad al fetichismo de la mercancía. La palabra Díalektik, en el título de la obra, alude particularmente a esa contradicción de la razón que, en su aspiración a conquistar la naturaleza y emancipar al hombre de la superstición y el temor, se ha convertido, por su propia lógica interna, en su opuesto. Al intentar liberar a los hombres del opresivo sentido de misterio en el mundo, la Ilustración afirmó simplemente que lo misterioso no existía. Y aspirando a una forma de conocimiento que permitiera a los hombres un control sobre la Naturaleza, descargó todo conocimiento de los significados, destrozando nociones como esencia, cualidad, causalidad, para conservar sólo lo que podía servir a la finalidad de manipular las cosas. En su aspiración a la ciencia unificada, reduce todas las cualidades a relaciones cuantificables e impone un mate-maticismo estándar que da lugar a una economía basada en el valor de cambio, o sea, en la transformación de los bienes de todo tipo en simples unidades de tiempo de trabajo abstracto.

Ya Hegel, en la Fenomenología del espíritu, se había referido a la dialéctica de ilustración-superstición, pero derivaba de ella la victoria de una razón fortalecida. Para Horkheimer y Adorno, esta conclusión es inviable a la vista de que, después de Hegel, la instrumentalización de la razón, su subjetivación y formalización han aumentado, haciendo visible su total impotencia para regir el proceso histórico-social, así como su degeneración en pura instancia de dominio. No por casualidad se ve a Nietzsche y a Freud como adelantados que han comprendido, como pocos después de Hegel, la dialéctica de la ilustración, e indicado la relación contradictoria que la liga al dominio. Esta referencia a Nietzsche y Freud sirve, de manera particular, para aclarar el complejo significado que, para la teoría crítica, tiene el término “ilustración”, al ponerlo en conexión con la dificultad de establecer reglas objetivas, universales y normativas para el comportamiento humano en general, una vez proclamada la emancipación del individuo de toda autoridad externa y la total autonomía de la razón subjetiva. Pues tales reglas sólo se podrían basar ya en una libre y consciente aceptación por parte del individuo.  Los ideales ilustrados -libertad, igualdad, tolerancia, etc.- no son, en consecuencia, más que puras formalidades sin valor incondicional. De ahí que Horkheimer y Adorno puedan ver en el Marqués de Sade un ejecutor testamentario de la moral kantiana, al menos en el sentido de que, partiendo de la mera forma de la racionalidad y de la ley moral, resulta perfectamente coherente diseñar una moral basada en el desprecio y el odio al género humano.

Frente a los acólitos del kantismo, Nietzsche y Sade cuestionan la ciencia que se quiere hacer pasar por neutral, e insisten en la necesidad de liberación de las utopías positivas implícitas en toda filosofía dogmática. Instrumento para la cual liberación es la dialéctica negativa, como Adorno define la teoría en la que la negación no es ya utilizada como medio para reproducir la positividad de lo dado, sino que se dirige a rebatir toda apologética y todo restauracionismo. La equiparación de la negación con la afirmación no es, según Adorno, más que el mecanismo de la identificación, el formalismo llevado a un punto extremo. Con él se introduce en la dialéctica el principio antidialéctico de la prepotencia, propio de la lógica tradicional, según el cual, more arithmetico, menos por menos es igual a más.

En Negative Dialektik, Adorno trata de la estrecha relación entre lógica y dominio que caracteriza a la metafísica occidental desde sus orígenes. El principal factor de contestación frente a ella lo constituye la dialéctica, pero no tanto como metodología del pensamiento, cuanto en su propia autocomprensión como saber del objeto, cuyo contenido no viene determinado por el principio abstracto de la síntesis, sino por la resistencia de lo que es otro a la identidad. Por eso, el cometido de la dialéctica negativa es introducir la perspectiva de una historia del pensamiento desde el punto de vista de los oprimidos. Desde ella, los ideales ilustrados no aparecen ya como principios normativos y universales para la acción, sino como protestas de la naturaleza contra la opresión a la que es sometida.

En su interés por empalmar con las críticas de determinados autores del siglo XIX a la cultura burguesa, la teoría crítica trata de compatibilizar determinados argumentos por aquéllos con la crítica dialéctica. Tal es, por ejemplo, el sentido de la atención prestada, especialmente por Herbert Marcuse, a la relación entre crítica dialéctica y psicoanálisis.

Según Marcuse, las teoría crítica debería plantearse el problema de la verdad de una meta de felicidad universal para la Humanidad, en un esfuerzo de clarificación de los conceptos con que trata de aprehender la forma racional de la sociedad. Este concepto de felicidad nada tendría que ver con el conformismo subjetivista burgués, al ser un elemento de la verdad objetiva y universal válida para todo individuo. A su determinación se dirige el análisis marcusiano de la relación entre la concepción weberiana de la racionalidad social con la teoría freudiana del malestar de la civilización. Lo que Eros y civilización plantea en si la incompatibilidad entre el principio del placer y el principio de realidad, que lleva a Freud a equiparar cultura y represión, es de tal naturaleza que exige, efectivamente, la domesticación, mediante la represión, de la energía instintiva del hombre.

Desde su oposición a esta tesis, Marcuse cree que lo que sucede es, más bien, que sólo a la luz de determinado proyecto de cultura, que vincula ciencia y técnica en base a un contenido apriórico determinado por el dominio -el weberiano «espíritu del capitalismo»-, se explica la represión actual de la cultura, que en si resulta objetivamente innecesaria para los fines de conservación de la vida social.

Debe ser, pues, esta relativización de la ciencia y de la técnica el papel de un proyecto concreto e históricamente condicionado, entre otros posibles, pero degenerado en ideología, la que debe constituirse en punto de partida de una teoría crítica de la sociedad creadora del hombre unidimensional. Atendiendo a lo que podría llamarse la tercera generación de la Escuela de Frankfurt -Jürgen Habermas, en particular-, la exigencia de una reconsideración de los presupuestos de la teoría crítica y de una constante y abierta confrontación con las diversas direcciones del pensamiento sociológico, científico y filosófico contemporáneo, aparece claramente afirmada. Habermas actualiza tanto la conciencia histórica como la autorreflexión crítica de la teoría crítica, aportando nuevos análisis, por ejemplo examinando las aportaciones de Hegel o Marx con actitud reconstructiva. Por otra parte, con el propósito de superar la mera negatividad de la pura crítica, Habermas intenta una reconsideración del problema de la racionalidad en conexión con la discursividad y el significado en el marco de su relación con el mundo de la vida, con la praxis interpersonal y la acción comunicativa. Lo que, en concreto, plantea su Theorie des kommunikativen Handelns es la cuestión de si sena posible una teoría crítica capaz de explicitar reglas pragmáticas de los procesos de constitución social e individual que dieran cuenta de su racionalidad. A través del concepto de razón comunicativa, Haberrnas intenta reconciliar este problema de la racionalidad con la preocupación de la teoría crítica por la clarificación de la acción social, entendiendo ésta en el marco de la interacción simbólica.

Tal vez un teórico critico ortodoxo sospechara, en este planteamiento, el deslizamiento a un cieno fundamentacionismo. Pero no es evidente que se establezca aquí un principio a partir del cual se justifique determinado tipo de leyes o de valores. Lo único evidente es la intención de averiguar si la razón, objetivamente dispersa en distintos ámbitos, tiene o no una unidad perceptible, a sabiendas de que el reduccionismo positivista de la racionalidad a la ciencia no disculpa el esfuerzo de recorrer los distintos senderos por los que se comunican la ciencia, la moral o el arte.

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