En: Quesada, Daniel (1998): Saber, opinión y ciencia. Barcelona: Ariel. (Capítulo IV: CONCEPCIONES RACIONALISTAS Y CONCEPCIONES EMPIRISTAS, pp195-241).


 

(DE RAZÓN / DE HECHO, A PRIORI / A POSTERIOR, ANALÍTICO / SINTÉTICO)

Dos grandes tradiciones epistemológicas, las del racionalismo y el empirismo, se enfrentan en varias épocas de la historia de la filosofía. La confrontación se dio en una forma que podríamos llamar clásica en los siglos XVII y XVIII. Pero tenemos variantes de esta confrontación en muchas otras épocas y restos de la misma perduran, de maneras transformadas, hasta la actualidad. En este capítulo veremos algunos aspectos centrales de las dos tradiciones en aquel momento clásico, de especial importancia porque es el tiempo en que tomó forma la ciencia moderna.

Las matemáticas son el aliado tradicional de la postura racionalista. Parecen proporcionar un saber al que se llega exclusivamente por razonamiento y que resulta ser verdadero cuando lo aplicamos al mundo, a los objetos cercanos y lejanos, y a muchas de las propiedades y relaciones de éstos. Por ello, las proposiciones matemáticas han sido vistas como un prototipo o "modelo" de las verdades de razón. Al utilizar este término aludimos a una distinción que hizo explícita por primera vez Leibniz, una distinción que en una forma u otra —aunque no en la forma exacta de Leibniz— tiene aún vigencia. Leibniz hacía la distinción del modo siguiente:

Hay dos tipos de verdades, las de razón y las de hecho. Las verdades de razón son necesarias y sus opuestos imposibles, las de hecho son contingentes y sus opuestos son posibles.

Cuando una verdad es necesaria su razón puede encontrarse por análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta que se llega a las que son primitivas. Es de este modo en que los matemáticos reducen por análisis los teoremas y las reglas prácticas especulativos a definiciones, axiomas y postulados. Al final se tienen ideas simples que son indefinibles. Hay también axiomas y postulados —en una palabra, principios primarios— que no pueden ser probados ni necesitan serlo. Éstos son proposiciones idénticas, los opuestos de las cuales contienen contradicciones explícitas. (Leibniz, Monadología, §§ 33-35).

Las verdades de razón, como se apunta en la definición y como se dice en la última oración de la cita, son aquellas cuya negación es contradictoria. Entre estas verdades de razón, Leibniz situaba no sólo las verdades puramente lógicas y las verdades matemáticas (aunque, como puede verse en el texto, éstas son el prototipo), sino proposiciones tan ajenas a éstas como la de la existencia de Dios. Sucede que Leibniz pensaba que el argumento ontológico era un buen argumento, es decir, que, además de partir de premisas verdaderas, era lógicamente correcto (pasaría casi un siglo antes de que Kant mostrase dónde estaba el fallo en ese argumento). Y una vez aceptada la existencia de Dios y las premisas del argumento ontológico, se siguen un buen número de cosas importantes, que serían entonces todas ellas "verdades de razón". Si recordamos las doctrinas cartesianas, podremos tal vez ver ya en Descartes la pista que, a su propio modo, habría de seguir Leibniz (recordemos que también Descartes utilizaba el argumento ontológico y que la aceptación de la verdad de la proposición que afirma la existencia de Dios era clave para su sistema).

Irónicamente, una distinción como la de Leibniz tiene un gran potencial destructivo, que comienza a revelarse cuando no se acepta que el argumento ontológico sea un buen argumento. Las consecuencias destructivas las extrajo Hume por vez primera. He aquí cómo hace Hume la distinción:

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, de forma natural, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo [...]

No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. (Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, sección 4, parte I; cf. pp. 47-48 de la traducción española.)

Hume procede, en la misma obra, a señalar la razón básica por la cual el argumento ontológico no puede ser correcto, dirigiendo así su crítica al corazón mismo del racionalismo epistemológico:

 

               Lo que es, puede no ser. Ninguna negación de hecho implica una contradicción. La no existencia de cualquier ser, sin excepción alguna, es una idea tan clara y distinta como la de su existencia. (Hume, Investigación, 12, parte III; cf. p. 191 de la traducción española.)

En este texto, Hume no dice dónde falla el argumento ontológico, sino por qué no puede ser correcto (aquí, como con cualquier argumento, es crucial explicar en qué o dónde falla exactamente; de lo contrario, alguien como Leibniz puede no seguir viendo por qué no hay que hacer una excepción justamente con la proposición que afirma la existencia de Dios). Pero, si Hume está en lo cierto respecto a que, sin excepción alguna, podemos pensar sin contradicción la posibilidad de que un ser no exista, la conclusión parece inescapable:

[...] la existencia de cualquier ser sólo puede demostrarse con argumentos a  partir de su causa o de su efecto [...] (Hume, loc. cit.)

Si añadimos a esto la tesis de Hume (en la que él insiste, continuando el texto anterior) de que esos argumentos se fundan exclusivamente en la experiencia y no puede llegarse a ninguna conclusión razonando a priori, caeremos en la cuenta del gran poder destructor que para las tesis racionalistas tienen las ideas de Hume.

Pero antes de llegar a este punto recogiendo más detalles (lo haremos en una sección posterior), es conveniente fijarnos en otra de las distinciones clásicas que se utilizan en la discusión: la distinción entre conocimiento a priori y conocimiento a posteriori, una distinción que ocupa un puesto central en filosofía desde Kant, aunque él no fuera el primero en utilizar estos términos (el mismo Hume utiliza el primero de ellos con alguna frecuencia en su Inquiry).

Presentando la distinción con diferente terminología y algo más de exactitud, diremos que la verdad de una proposición es conocida a posteriori cuando se recurre a la experiencia empírica (en un sentido amplio: la experiencia de los sentidos y la propiocepción) para justificar ese conocimiento (o, más precisamente: la creencia en esa proposición). Es conocida a priori cuando no se da ese recurso. Correspondientemente, la verdad de una proposición puede ser conocida a priori si no es necesario recurrir a la experiencia o a la información empírica para justificar la creencia en esa proposición.

Haciendo uso de la distinción, la mencionada tesis de Hume puede formularse así: todas las verdades de hecho son conocidas a posteriori. Esta tesis, la más general del empirismo, es una tesis sustantiva, y como toda tesis sustantiva necesita justificación. De acuerdo con ello, lo que diremos en este capítulo y el siguiente es pertinente para su discusión, aunque no será suficiente para pronunciarse de forma rotunda sobre su verdad o falsedad.

La otra categoría mencionada por Leibniz y Hume al hacer sus distinciones —respectivamente, la de verdades de razón y relaciones entre ideas— nos suministra otro motivo para estar insatisfechos con sus clasificaciones. En efecto, como ya se ha sugerido, parece que bajo esos rótulos se agrupan proposiciones muy heterogéneas, incluso si dejamos de lado proposiciones como la que afirma la existencia de Dios. Tomemos, por ejemplo, las proposiciones de la geometría. No parece (al menos inicialmente, es decir, sin negar la posibilidad de que una investigación más profunda establezca lo contrario) que estas proposiciones sean de la misma naturaleza que las proposiciones dé la lógica formal o las proposiciones —si las hay— que se expresan con enunciados verdaderos en virtud de su significado o que expresan verdades puramente conceptuales.

Nuevamente, para clarificar esta cuestión es apropiada la distinción —también clásica desde Kant— entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos (en Kant: juicios analíticos y juicios sintéticos). La idea general, en una primera aproximación, es que un enunciado es analítico cuando es verdadero en virtud de su significado o por razones puramente lógicas, y es sintético cuando no es analítico, esto es, cuando su verdad no se debe únicamente a su significado o a razones puramente lógicas.

Al describir los enunciados analíticos hemos dado dos condiciones alternativas. Pues bien, cuando se le da al término lógica' un significado estricto, tenemos realmente dos criterios distintos, siendo más abarcador entonces el primer criterio (verdad únicamente en virtud del significado), que proporciona la noción más ampliamente adoptada de enunciado analítico. El propio Kant (quien también da el criterio lógico, aunque para evaluar lo que éste podía significar para él habría que atender al estado de la lógica en su época) dio aún otro criterio, que haría definir los enunciados analíticos como aquellos en los que el significado del predicado esté ya contenido en el significado del sujeto. Se trata, pues, de un caso particular del criterio del significado, y de menor interés, por aplicarse tan sólo a las oraciones a las que tiene sentido aplicar la estructura tradicional sujeto-predicado.

Correspondientemente a las nociones más amplias y más estrictas de analiticidad tenemos dos nociones de enunciado sintético. La más importante es la de enunciado que no es verdadero meramente en virtud del significado. Dicho de un modo positivo, esto quiere decir que su verdad depende en parte de cómo es el mundo, lo cual parece conferir a los enunciados sintéticos un interés especial.

Contar con la doble distinción —a priori l a posteriori, analítico/sintético— supone un avance con respecto a tener tan sólo la clasificación de Leibniz o Hume. Cabe especular que Kant se vio movido a sustituir la clasificación de esos filósofos por las dos nuevas clasificaciones, movido por una profunda insatisfacción teórica con aquélla (véase el apéndice IV. 1). Sin embargo, una vez que disponemos de esta doble clasificación, podemos, por así decir, "rediseñar" la antigua y distinguir todavía entre enunciados necesarios (necesariamente verdaderos o necesariamente falsos) y enunciados contingentes (verdaderos o falsos).

La idea de un enunciado necesariamente verdadero es la de un enunciado cuya falsedad es imposible (lo mismo, haciendo los necesarios cambios, para un enunciado necesariamente falso, pero vamos a simplificar en lo sucesivo aplicando el rótulo 'necesario' sólo a los enunciados necesariamente verdaderos). Esto, naturalmente, no es una definición, puesto que la idea de posibilidad es correlativa con la de necesidad (es decir, ambas son interdefiníbles: necesidad es imposibilidad —no posibilidad— de falsedad; la posibilidad de algo es la no necesidad de lo contrario). Es preciso dotar de contenido a la noción explicitando cuál es el fundamento de la imposibilidad. Al hacerlo, vemos que, en realidad, tenemos diversas nociones de necesidad (y, correlativamente, de contingencia).

Una noción la obtenemos al definir un enunciado como necesario si su falsedad es imposible por razones conceptuales (correspondientemente: un enunciado es contingente si las razones conceptuales dejan abierta su verdad o falsedad). Ésta es la noción más generalmente utilizada de necesidad. Es una noción que acerca la necesidad a la analiticidad, pues las cuestiones conceptuales y las de significado están estrechamente emparentadas.

Si decimos que es imposible que un enunciado sea falso por razones metafísicas, entonces tenemos una distinción, en principio, diferente de la anterior. Claro que, en principio, todo depende de lo que se entienda por metafísica. Si pensáramos que la única metafísica razonable es la que describe nuestro esquema conceptual (la metafísica descriptiva, en el sentido de Strawson —cf. § V.7—), entonces la distinción se diluiría en la anterior. Así pues, quien quiera utilizar una noción sustantiva de necesidad metafísica tendrá que proporcionar una teoría razonable de las restricciones sobre posibilidades o imposibilidades que han de contar como metafísicas.

Podemos distinguir también entre lo que es necesario o contingente por razones físicas. Un enunciado es necesario de este modo si su falsedad es incompatible con las leyes de la física (y, correspondientemente, para el caso de los enunciados físicamente contingentes).

En esta misma línea podemos hacer la necesidad relativa a otras leyes (por ejemplo, leyes psicológicas) o normas (por ejemplo, normas morales), obteniendo, en principio, ulteriores nociones de necesidad. Pero, claro está' si se introducirían con ello nuevas particiones entre clases de verdades dependería de si las leyes de que se trate no son reducibles a las leyes de la física (de una física ideal, máximamente desarrollada).

Es muy importante darse cuenta de que la distinción entre lo necesario y lo contingente (o, mejor deberíamos decir, la familia de distinciones), junto con las distinciones entre lo a priori y lo a posteriori, y lo analítico y lo sintético, no son en absoluto distinciones con el valor de meras clasificaciones convencionales (y menos aún de meras clasificaciones elementales y preliminares), sino que en torno a ellas se articulan algunas de las tesis y diferencias más significativas y profundas de cuantas pueden encontrarse en filosofía.

Así, por ejemplo, la solución que se dé a una gran parte de las cuestiones filosóficas depende de si realmente puede sostenerse, como creía Kant, que hay enunciados sintéticos que pueden ser establecidos a priori. La posición compartida de muchos filósofos contemporáneos de que no existen tales enunciados o, al menos, que una gran parte de los que Kant consideraba como tales no lo son, supone una profunda fisura que afecta a lo que los filósofos piensan en cuestiones fundamentales tanto epistemológicas como metafísicas y éticas.

La argumentación por parte de filósofos contemporáneos como Witt-genstein y Quine de que no hay una distinción cualitativa (sino, por así decir, meramente de grado) entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos puede tener consecuencias comparablemente profundas (véase § V.7).

Otras tesis relevantes y controvertidas, con consecuencias potencialmente notables, son la tesis de Quine de que sólo tiene sentido formular una noción de necesidad contextual o relativa a un conjunto dado de enunciados, o la de Kripke de que hay enunciados necesarios conocidos a posteriori, y contingentes conocidos a priori (cosa esta última que, con una perspectiva diferente, sostuvo ya Leibniz).