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La ciencia por la ciencia

(Pieza para martillo en ocho movimientos)

 

José Antonio Triviño Oliva

 

 

“Es terrible morir de sed en el mar. ¿Tenéis vosotros que echar enseguida tanta sal a vuestra verdad que luego ni siquiera apague ya la sed?” 

Friedrich Nietzsche, “Más allá del bien y del mal” (Sentencia e interludio 81)

 

 

 

            La ciencia como fin… ¿La ciencia como fin? Hacer ciencia es en sí mismo un fin: construir, descubrir, interpretar… O esa es la arenga entonada con voz socarrona que se escucha desde los despachos de algunos doctos postrados en su cátedra. Y eso es lo que aseguro yo con vehemencia desde un taburete de laboratorio. Eso es lo que aseguro consternado, rechazado, careciendo de medios para hacer la pequeña aportación al fin científico, mientras asisto perplejo a un baile de máscaras cuyo anfitrión es doña Incoherencia.

 

            Es en este momento de reflexión, cuando la idea de “la ciencia por la ciencia” se desmorona, movido por cientos de terremotos. Y me quedo a la intemperie. ¿La ciencia por la ciencia? Entonces, permítanme que dude: ¿Cómo se podría explicar que cientos de individuos vean frustrados anualmente sus intentos de contribuir al fin científico? Todos nos preguntamos: si tengo inquietudes, el apoyo de un experto y un talento gestante ¿qué es lo que ocurre? No, sus señorías, no ocurre nada; digamos que en un soplo de brillantez intelectual se optó por hacer uso del más repugnante y rancio de los reduccionismos, abstrayendo al individuo como número (sistema parecido al de un campo de concentración). Se trata de un número (la nota de expediente) excepcional que encierra la suficiente información para determinar si la persona es capaz de desenvolverse en el mundo de la investigación o no. ¿O se trata de un andamiaje burocrático henchido de la más detestable e ignominiosa abstracción, empleado para justificar una supuesta escasez de presupuesto? En el banco soy un número, en la seguridad social soy un número, en el ministerio del interior mi identidad es un número y, desgraciadamente, en el rinconcito científico, en la ciencia como fin, vuelvo a ser un número. Aunque la sociedad, en un acto de extrema generosidad, me permite ser polifacético haciendo que esos números sean diferentes.

           

Aún se podría creer que todo el envidiable carro del reduccionismo está relegado a la burocracia: tremendo error. Está proliferando una caterva de pre-seleccionadores que por amor a la abstracción (y en aras de acercar el aparato administrativo cada vez más a nuestras vidas) se permite el lujo de determinar la pre-aptitud para el fin. Me refiero a aquellos mencionados al principio cuya voz socarrona ha conseguido arrancarme la más siniestra de las carcajadas a lo largo de mi vida y que intento reflejar en esta carta.

 

¿Y todo este itinerario de obstáculos para conseguir el Santo Grial, para nadar en la abundancia, para poder zambullirnos en el mercado de consumo y ostentar coches deportivos, casas en la playa y el móvil de última generación? No, señorías. Meramente para arrastrarse por el mundo con una cartera harto limitada, para ser los abanderados de una austeridad solamente superada por la vida monacal, para llegar a los treinta años sin poder percibir ayudas de ningún tipo. No obstante, vale la pena por cumplir un sueño.

 

Sí, eso digo: proliferan los pre-seleccionadores. La pre-selección barajada no ya por los burócratas de oficio sino por el mismo seno de su excelentísima “Comunidad Científica”, el pre-seleccionador como aquél que lanza unas monedas al mendigo de la esquina con cierta altivez; sin considerar que de no ser por el pobre jamás podría haberse otorgado el placer de sentirse rico. Por más que pese, los soñadores, los que creemos firmemente en la idea de la ciencia como fin, somos los que, cabalmente, alimentamos la ciencia y le dotamos del vigor necesario para que siga creciendo con un ritmo regular y sano. Los lanzadores de monedas son dioses efímeros que, amparados en el prestigio y el poder de un despacho desde el que dirimen los asuntos científicos importantes, marchan cien pasos más allá del sueño, del ideal, del construir, descubrir e interpretar. No, no están en el camino; antes bien, están inmersos en un trabajo frenético que, en algunos casos, les ha condenado a una ceguera parcial o total y les limita inexorablemente a moverse a tientas por un mundo politizado y angustiosamente dominado por la competición, la reputación y el prestigio: su único fin. Eso es, estoy viendo con mis propios ojos el crepúsculo de la ciencia como fin y el amanecer de una tétrica mañana en la que la ciencia queda relegada al vergonzoso lugar de medio. Una mañana en la que el maletín y la corbata supedita al laboratorio, en la que los espectáculos en blanco y negro ahogan los colores de toda inquietud.

 

¿La ciencia como medio? Me dicen que no hay presupuesto. No obstante, la superestructura del prestigio y la reputación, aunque consolidada en terrenos cada vez más baldíos y fangosos, exige con tono imperativo ser sustentada a cualquier precio. En consecuencia, se debe generar una actividad científica aparente proyectada en idas y venidas de conferenciantes dentro y fuera del país, en invitaciones a personajes que den fe de la reputación y que la avalen (impulsados por quién sabe qué motivos), en reconocimientos, premios, en contratación de personajes célebres, en actos protocolarios cargados de glamour… ¡Sí amigos científicos! ¡La bandera de la apariencia debe ser paseada a toda costa por los más recónditos lugares del mundo! Aunque para ello haya que dilapidar los fondos, aunque para ello la carcasa científica se convierta en un atractivo envoltorio cuyo contenido nade en un mar esencialmente vacío.

 

¿No hay presupuesto? Permítanme que dude y ría hasta reventar.

 

Esto os lo dedico a vosotros, a los burocratacientíficos arrastrados por los concursos infantiles de popularidad, a los proxenetas de la ciencia, a los pre-seleccionadores, a los envoltorios, a los que han perdido la brújula, a los escaparatistas. Pero también a vosotros, a los coherentes, a los que no callan y, finalmente, a los que renuncian al prestigio en pro de la ciencia como único fin.

 

 

Eternamente agradecido,

 

José Antonio Triviño Oliva

(Insumiso soñador carente de prestigio)