Paul A. M. Dirac era uno de los tantos jóvenes representantes de la nueva física cuántica surgida en la primera mitad de este siglo. De talento genial, tenía una actitud particular para captar las relaciones profundas de cada situación física, aún de las más triviales. Le gustaba teorizar sobre todos los problemas de la vida cotidiana, en lugar de resolverlos mediante la experiencia directa. Y casi siempre acertaba. Su originalidad en la manera de ver el aspecto global de los problemas científicos lo llevó a situaciones graciosas: se cuenta que un día, estando en casa de un amigo, se puso a observar detenidamente cómo la esposa de éste tejía un suéter y cómo movía las agujas de tejer. A un cierto punto la interrumpió diciéndole: “¿Sabe una cosa? Mirando la manera en que Ud. teje, he considerado los aspectos topológicos del problema y me he dado cuenta de que sólo hay otra manera posible de hacer lo mismo.” Y, con sus largos dedos, empezó a mostrarle cómo se podía tejer de esa otra manera. “Es verdad –contestó la señora riendo y reconociendo inmediatamente la idea- es lo que nosotras las mujeres desde hace siglos llamamos la malla al revés”.

Con un genio así, cualquier cosa podía esperarse. Pero tal vez nadie podía imaginar que, con la misma facilidad con que había descubierto “la malla al revés”, iba también a descubrir la “materia al revés”.

 

   

LA MALLA AL REVÉS, EL MUNDO AL REVÉS

 

 José Padrón G.

Artículo para una Revista de Divulgación.

Caracas, 1996

 

Uno de los problemas de la nueva física era que el electrón y el protón, las dos partículas básicas de la naturaleza, no eran simétricos del todo. Se sabía que el electrón tenía carga negativa y que el protón podía tener una carga igual u opuesta, o sea, positiva. Pero la masa del protón era 1840 veces mayor que la del electrón. ¿Cómo se explicaba eso?   

La ciencia desde hacía tiempo se había aferrado al concepto de simetría entre cosas opuestas, un concepto casi tan antiguo como el hombre. La misma electricidad, con sus cargas eléctricas, lo había confirmado. Como se sabe, es sólo por convención que las cargas eléctricas fueron llamadas una, positiva y la opuesta, negativa. Si intercambiáramos los nombres nada cambiaría realmente, ya que ambos polos son exactamente iguales, sólo que opuestos entre sí.

En cambio, en el mundo de las partículas, entre una y otra sí había diferencia. Y era una tremenda diferencia, no de carga eléctrica, sino de masa: el protón pesa unas 1840 veces más que el electrón. Esto desanimaba a los científicos y muchos de ellos tenían la esperanza de que algún día pudiera descubrirse el electrón positivo y el negativo.

Y el descubrimiento llegó, pero de modo más profundo e insospechado. El protagonista fue precisamente Paul A. M. Dirac. Él estaba ubicado dentro de la moda científica de pretender congeniar felizmente la teoría cuántica y la teoría de la relatividad de Einstein: cuando, a principios de siglo, Planck dio origen a la teoría del quantum, otro genio, Einstein, había madurado la gran idea de la Relatividad, que parecía explicar situaciones del mundo muy diversas entre sí. Sin embargo, bien pronto se admitió que la teoría de la relatividad era más universal que la del quantum y que los fenómenos cuánticos no podían explicarse adecuadamente sin recurrir  a aquélla. La primera confirmación de esto fue cuando se constató la transformación de la masa material de las partículas en quanta, tal como lo predecía la Relatividad. Pero durante unos veinte años había fracasado toda tentativa de establecer una conexión más profunda entre ambas teorías. Y el primer grande y verdadero éxito lo obtuvo Dirac en 1928.

Una tarde, el caprichoso científico, estirado en un sillón, estaba pensando en cómo corregir con la Relatividad una fórmula cuántica fundamental que expresaba las situaciones energéticas del electrón dentro del átomo de hidrógeno. A un cierto punto, gracias a una de sus típicas inspiraciones y con simples artificios lógico-matemáticos, logró introducir  la Relatividad en la fórmula, resolviendo ese problema particular.

Pero bien pronto Dirac se dio cuenta de que allí se le estaba revelando otra situación del mundo, mucho más profunda e importante. En efecto, en esa misma fórmula la Energía estaba expresada por la raíz cuadrada de algunas magnitudes físicas. Cualquiera que haya estudiado primaria sabe que una raíz cuadrada equivale a la multiplicación de dos números idénticos, bien sea del mismo signo o de signos contrarios. Por ejemplo, la raíz cuadrada de 16 puede resolverse multiplicando +4 por +4 o también -4 por –4 o también +4 por –4... Es un hecho trivial y usualmente se elige el signo que mejor se adapte al problema planteado.

En el caso de Dirac habría sido obvio considerar la raíz con el signo +, ya que en la fórmula las realidades físicas expresadas bajo la raíz eran la energía y la masa del electrón: ¿qué sentido podía tener una energía “negativa” o, peor aun, una masa “negativa”? Las partículas, todas las partículas concebibles, tenían energía y masa..., tal como eran. Ni siquiera se planteaba el asunto de si eran positivas o negativas. ¿Tendría sentido hablar de una piedra “negativa” que da un golpe “negativo” en la cabeza? Lo positivo y lo negativo sólo se refieren a cargas eléctricas, en tanto que cargas iguales se rechazan y cargas opuestas se atraen.   

Pero Dirac pensó que eso era necesario tomar en serio su fórmula, sobre todo en honor a una regla que resultaba cada vez más válida en física cuántica: en el mundo subatómico, todo lo que no está prohibido no sólo puede existir sino que de hecho existe. Y no había ninguna regla, ninguna ley lógica conocida, que prohibiera pensar en partículas con masa negativa, aun cuando nadie supiera a qué elementos reales del mundo pudiera aplicarse ese concepto. Más bien, la fórmula que tenía por delante afirmaba que tenían que existir esos elementos. Y fue así como Dirac predijo la existencia de antipartículas, es decir, elementos que correspondían a cada una de las tres partículas conocidas para ese tiempo: electrones, protones y neutrones. Si había una partícula x, debía existir una anti-x (o una anti-partícula x), que constituía algo exactamente contrario y puesto-al-revés de la partícula normal. En otras palabras: no es solamente la carga eléctrica lo que debería aparecer invertido en la antipartícula correspondiente, sino incluso toda la estructura interna, algo así como la imagen de un objeto ante el espejo.

Cuando en 1930 publicó ese estudio, despertó un coro de protestas amigables y aumentó el número de chistes que sobre él tejían sus colegas. Pero no más de un año después, el físico experimental Carl Anderson, estudiando los electrones producidos por el choque de los rayos cósmicos en la atmósfera, constató que la mitad de los electrones generados por el choque tenían una carga negativa normal, mientras que la otra mitad tenía una carga positiva. Pensó inmediatamente que debía tratarse de los antielectrones de Dirac, positivos por tanto. Experimentos subsiguientes lo confirmaron: fueron llamados positrones. Dirac había acertado al creer en su fórmula: la antimateria existía realmente. E inmediatamente comenzó en todos los laboratorios del mundo la caza del antiprotón y del antielectrón.

¿Cómo se forman los antipartículas? La fórmula de Dirac también dice lo siguiente: cuando un quantum de energía suficientemente grande pasa cerca de un núcleo atómico, es capaz de “materializarse” de golpe, transformándose en un par de partículas contrarias entre sí (por ejemplo, electrón y anti-electrón o, dicho técnicamente, electrón y positrón). Naturalmente, es necesario que la energía del quantum sea por lo menos igual a la energía equivalente a las dos masas materiales de las partículas generadas. Se trata, por consiguiente, de quanta muy “enérgicos”. Los de la luz ordinaria, por suerte, no lo son suficientemente y ni siquiera los rayos X. Pero sí lo son los rayos gamma, que representan la concentración más alta de energía pura.

Una cosa fundamental que el lector ya habrá comprendido es el hecho de que las partículas sólo (y siempre) se producen en pareja: una partícula de “materia” (digámoslo así) y otra de “antimateria”. La energía se materializa generando siempre partículas de los dos tipos: teóricamente, esto se asocia a la presencia simultánea de los signos + y – en la fórmula de Dirac, tal como es confirmada por los experimentos.

De hecho, en los últimos cuarenta años se han descubierto, además de las antipartículas del electrón, del protón y del neutrón (que vienen a ser los “ladrillos”, los elementos mínimos constitutivos de cada átomo), también aquéllas antipartículas de todas las otras partículas fugaces y efímeras que aparecen durante millonésimas de segundo en los choques catastróficos de las reacciones nucleares. Muy en general, puede decirse que no puede existir una partícula sin su respectiva antipartícula. Sería algo así como decir que tampoco puede existir la derecha sin la izquierda ni el objeto sin su imagen ante el espejo. De ese modo, el concepto de simetría se ha mantenido intacto en lo más profundo de la realidad física.

Pero aquí aflora, obviamente, una pregunta importante: si a cada partícula corresponde por fuerza una antipartícula (positrones, antiprotones, antineutrones), ¿qué función cumplen éstas en nuestro universo ordinario? ¿Qué sentido tienen o cómo nos influencian? Para entender la importancia de esta pregunta es necesario decir algo que no hemos mencionado: cuando una partícula normal pasa al lado de su contraria, no es que ambas se limiten a neutralizar sus cargas contrariamente eléctricas sino que se “desmaterializan” y, luego de varios procesos, tienden a convertirse de nuevo en el quantum de energía que los había generado. Si un electrón hace contacto con un positrón, ambos desaparecen en un haz de rayo gamma. Y lo mismo ocurre también para los protones y los neutrones, si se aproximan demasiado a su correspondiente anti...   

Es evidente entonces que los átomos de partículas normales no puede estar junto a átomos hechos de antipartículas: en apariencia serían exactamente iguales pero..., apenas entraran en contacto, ocurriría una explosión de energía. La materia y la antimateria no pueden estar juntas.   

¿Y entonces? El problema que se presenta es de carácter cosmológico y remite a los orígenes del universo: es uno de los más fascinantes problemas.