7. EL CONSTRUCTIVISMO
En el decenio de 1960 algunos
filósofos de la ciencia alegaron que no existe distinción absoluta entre los
conceptos provenientes de la observación y los de índole teórica, pues todos
los primeros están "cargados de teoría", en el sentido de que toda
observación es orientada o desorientada por alguna hipótesis, ya sea explícita
o tácita.
Esta aseveración contiene un
elemento de verdad, a saber, que las observaciones científicas, a diferencia de
las ordinarias, son ideadas y efectuadas sobre la base de hipótesis. Pero ello
no impide que subsistan diferencias indiscutibles entre los conceptos
observacionales, como "azul", y los teóricos, como "longitud de
onda". El hecho de que unos y otros se vinculen entre sí no significa que
pertenezcan a la misma categoría. Además, hasta la ciencia experimental de
vanguardia utiliza conceptos que se emplean de manera preteórica, como los de
cosa, lugar, cambio y color.
A partir de la tesis relativa
a la carga teórica de los conceptos empíricos no costaba mucho dar un paso más
y proclamar "la abolición de la distinción entre hechos y teorías"
(Barnes, 1983, 21), pero en realidad la cosa no es tan fácil, porque puede
admitirse la primera sin aceptar por ello la segunda. O sea, que es dado admitir
que la distinción entre observación y teoría no es absoluta, o que es cuestión
de grado, conservando sin embargo la distinción entre hecho y teoría, por
cuanto la primera es de índole epistemológica (pues sólo concierne al
conocimiento) mientras que la segunda es ontológica (o sea, que concierne a la
realidad en su conjunto). En otros términos, puede afirmarse coherentemente que
la observación científica de hechos objetivos (exentos de teoría) implica
(algunos) conceptos teóricos, sin tomar los constructos por cosas, o viceversa.
Por ejemplo, un físico, sin
pretensiones de hacer filosofía, probablemente admita que los conceptos de
electrón contenidos (y elucidados) en las diversas teorías relativas al mismo
son de índole teórica, sin dejar de afirmar al mismo tiempo que los electrones
existen de por sí, ya sea que se teorice o no acerca de ellos. Análogamente,
un sociólogo admitirá que los conceptos de estratificación social son teóricos,
sosteniendo a la vez que las sociedades modernas están objetivamente
estratificadas y que toda teoría de la estratificación social tiende a
representar ese rasgo objetivo. En síntesis, mientras que todo el mundo -con
excepción de los empiristas radicales- conviene en que los constructos (o sea,
conceptos, hipótesis y teorías) son construidos, sólo los subjetivistas
pretenden que también los hechos son construidos en su totalidad. De ese modo,
mientras que el constructivismo gnoseológico es acertado hasta cierto punto, el
constructivismo oratológico no lo es, porque contradice la evidencia misma.
En realidad, si hechos y teorías
fueran una misma cosa, ningún hecho podría ser utilizado para comprobar una
teoría, y ninguna teoría podría utilizarse para guiar la búsqueda de nuevos
hechos. Dado que la verificación de las teorías y la exploración guiada por
teorías son realidades (y no teorías) cotidianas del quehacer científico,
salta a la vista que negar la distinción entre hechos y teorías es una actitud
contraria a la realidad de los hechos (aunque no sea contraria a la teoría
subjetivista). Además, si los hechos y las teorías fueran idénticos, los
primeros tendrían propiedades teóricas (por ejemplo, coherencia y capacidad
explicativa) y las teorías tendrían propiedades físicas, químicas, biológicas,
o sociales (por ejemplo, viscosidad y reactividad química). Como esto no
sucede, la identidad postulada es un mero sofisma.
Sin embargo, este sofisma y
el relativismo epistemológico que lo acompaña son característicos del
"programa fuerte". Sus partidarios pretenden que la realidad es un
constructo humano, y que todos los constructos tienen contenido social. En
particular, la frase "la construcción social de los hechos científicos"
ha llegado a convertirse en lugar común dentro de la nueva sociología de la
ciencia, particularmente desde que fuera adoptada como subtítulo de la primera
edición de la obra de Latour y Woolgar, Laboratory Life (1979).
Allí donde los
constructivistas aluden a la construcción social de los hechos científicos, la
mayoría de los investigadores, los filósofos realistas y los sociólogos de la
ciencia se referirían al proceso de acciones recíprocas entre hombres de
ciencia (ya sea en forma personal o por intermedio de escritos y publicaciones)
que comienza con una observación, una conjetura o un comentario crítico, y
termina con una o más proposiciones que son generalmente aceptadas (como
suficientemente exactas ), al menos por el momento, habiendo superado todas las
pruebas requeridas. De este modo, cuando Latour y Woolgar (1986) afirman que el
"FLT (factor liberador de la tiotropina) es por entero una construcción
social" (pág. 152), un no-constructivista diría que la composición
molecular y la función biológica del FLT fueron descubiertas por hombres de
ciencia que trabajaron en dos equipos de investigación rivales (los cuales, sin
embargo, se desempeñaron frecuentemente en colaboración) durante un período
de diez años aproximadamente.
Pero en los textos de los
constructivistas hay algo más que un empleo descuidado de términos como hecho
y construcción. Hay también un descuido intencional del aspecto "técnico"
del proceso de investigación, o sea, de los problemas, hipótesis, argumentos,
diseños experimentales, y mediciones que acompañan los intercambios de
opiniones, planes, y comprobaciones entre los miembros del equipo o equipos de
investigación, sin los cuales dichos intercambios serían por completo
ininteligibles. Hay más: se llega hasta a rehusar explícitamente el empleo de
términos metodológicos como hipótesis, prueba y otros por el
estilo, quizás por tratarse de los estigmas que caracterizan a los
internalistas (véase, por ejemplo, Latour y Woolgar 1986,153).
Semejante desdén por los significados y valores de verdad de las "inscripciones" producidas en los laboratorios no es accidental, sino producto de una opción deliberada: la de estudiar a la tribu de los hombres de ciencia como si se tratara de un sistema social ordinario, a la manera de una tribu de cazadores y recolectores, o del vecindario de una aldea de pescadores. En el caso de un sistema social ordinario, hasta un viajero, o un periodista inquisitivo, pueden adquirir conocimientos mediante una observación espontánea, gracias a lo que ya saben acerca de las actividades humanas básicas en distintas culturas. Pero un estudio en profundidad sólo se emprende si el observador desea entender la organización política, la mitología, o las ceremonias del grupo
Ahora bien, un equipo de
investigaciones científicas es radicalmente distinto de una tribu primitiva. No
porque sus operaciones sean misteriosas, sino porque tiene una función
extremadamente especializada: la de producir conocimientos científicos mediante
procesos que, a diferencia de la recolección, la caza o la pesca, no son
mayormente visibles. El lego que visita un laboratorio sólo puede observar, en
el comportamiento de quienes allí trabajan, manifestaciones externas de
aquellos procesos mentales que se desarrollan en los cerebros de los
investigadores y de sus asistentes. Para el profano, los problemas que motivan a
impulsan las actividades de investigación son aun menos inteligibles que los
resultados de éstas. En vista de ello, sólo puede aspirar a una visión
superficial, como la del psicólogo del comportamiento que se limita a describir
la conducta ostensible del sujeto.
A pesar de esta obvia
limitación, Latour y Woolgar (1986) sostienen que "la observación de la
práctica real del laboratorio" proporciona resultados "que se prestan
particularmente pare un análisis de los detalles íntimos de la actividad científica"
(pág. 153). No explican cómo un intruso, que no entiende siquiera el idioma de
la "tribu" cuya vide diaria "comparte" (por alojarse en las
mismas habitaciones), puede tener acceso a tales detalles íntimos, que por otra
parte están ocultos dentro de los cráneos de los sujetos estudiados. Y tampoco
explican cómo meros intercambios orales y "negociaciones" pueden
"crear o destruir hechos".
Dichos antropólogos de la
ciencia, no sólo no piden disculpas por inmiscuirse en un grupo de investigación
ocupado en un proyecto que ellos no pueden entender, sino que consideran tal
ignorancia como un mérito:
"Consideramos
que la aparente superioridad de los miembros de nuestro [sic] laboratorio en
cuestiones técnicas es insignificante, en el sentido de que no estimamos que un
conocimiento previo... constituya un requisito necesario pare entender la labor
del hombre de ciencia. Esto es análogo a la negativa del antropólogo a
inclinarse ante los conocimientos de un hechicero primitivo" (Latour y
Woolgar 1986, 29).
En vista de ello, no es de
extrañar que estos observadores mal equipados saquen en conclusión que los
hombres de ciencia no incurren en proceso mental peculiar alguno, que la
actividad científica es "simplemente un anfiteatro social" y el
laboratorio, tan sólo un "sistema de inscripciones literarias". Pero,
¿cómo pueden saberlo si no entienden los propósitos del quehacer a que se
dedican los hombres de ciencia? Dada su intencional confusión entre hechos y
proposiciones, ¿cómo pueden saber cuándo "una declaración se fracciona
en una entidad y una afirmación sobre una entidad" -o cuándo time lugar
el proceso inverso, durante el cual la realidad es "deconstruida"-, o
en lenguaje ordinario, una hipótesis es refutada? Basándose en tales
confusiones elementales y valiéndose de elementos tornados de filosofías
anticientíficas, concluyen que la "externalidad [o sea, el mundo exterior]
es consecuencia del trabajo científico, y no causa del
mismo" (Latour y Woolgar 1986,182, itálicas del original).
Podría creerse acaso que
Latour y Woolgar !1986) no son subjetivistas, sino sencillamente autores poco
versados en filosofía que utilizan equivocadamente la palabra hecho para
designar una proposición que se estima verdadera sin lugar a reservas, como por
ejemplo "la Tierra es un planeta". Lo cierto es que, según sus
propias expresiones, "un hecho es nada más que una proposición sin
modalidad [o sea, sin indicación de que sea concebida como una hipótesis, o de
que haya sido confirmada] y sin rastros de identificación de autor" (pág.
82). De modo que, según podría creerse, se trata en este caso de una confusión,
por falta de pericia filosófica, comparable a la identificación vulgar de la
ecología con el medio ambiente, de la meteorología con el estado del tiempo,
de la sociología con la sociedad, de la ontología con la clase de referencia,
y de la metodología con el método. Pero como en las páginas 174 y siguientes
lanzan todo un ataque en regla contra el realismo, es preciso tomar en serio su
subjetivismo.
Latour y Woolgar (1979) no
dejan dudas al respecto cuando afirman que "la realidad es la consecuencia
y no la causa de esta construcción", de modo que "la actividad del
hombre de ciencia está dirigida, no hacia la realidad, sino hacia estas
operaciones sobre proposiciones" (pág. 237). Esta afirmación sería válida
no sólo para el mundo social, sino también para el natural: "La
naturaleza es un concepto utilizable sólo como subproducto de una actividad
agonística [sea ésta lo que fuere]" (pág. 237).
Otros miembros de la escuela
opinan lo mismo. En particular, Collins (1981) sostiene que "el mundo
natural time un papel reducido o inexistente en la construcción del
conocimiento científico" (pág. 3). Precisamente porque los laboratorios
están repletos de artefactos, tanto vivientes como inanimados, Knorr-Cetina
(1983) pretende que "en ningún lugar del laboratorio encontramos la
‘naturaleza' o ‘realidad' que es tan decisiva para la interpretación de la
investigación por parte de los descriptivistas" (pág. 119).
Para resumir, según el
constructivismo, la realidad no es independiente del sujeto investigador, sino
producto de éste: la investigación científica es "el proceso de segregar
una corriente interminable de entidades y relaciones que constituyen el
‘mundo’” (Knorr-Cetina 1983,135). Feyerabend (1990), uno de los
principales mentores filosóficos de la nueva sociología de la ciencia, afirma
lo siguiente: "Las entidades científicas (y en definitiva, todas
las entidades) son proyecciones y por lo tanto están estrechamente
vinculadas con la teoría, la ideología y la cultura que las proyectan"
(pág. 147, itálicas del original). Lamentablemente, no explica cómo puede
haber proyección sin una pantalla -en este caso, un mundo exterior autónomo-.
La nueva sociología de la
ciencia ha reemplazado el concepto de descubrimiento por el de construcción
social. Según éste, Cristóbal Colón y el capitán Cook, Michael Faraday y
Ramón y Cajal, y todos aquellos que creyeron haber hecho descubrimientos, eran
presa de ilusiones; en realidad, sólo participaban en ciertas construcciones
sociales. Según las afirmaciones de Garfinkel, Lynch y Livingston (1981), hasta
los cuerpos celestes son "objetos culturales". Más aún, todo objeto
es "un icono de temporalidad de laboratorio" [sea cual fuere el
significado de esta frase] (Lynch, Livingston, y Garfinkel 1983). Además, lo
que vale para el mobiliario del mundo es, para estos autores, válido para el
mundo entero. La vieja fórmula de Schopenhauer, "el mundo es mi
representación", se convierte ahora en "el mundo es nuestra
construcción".
El constructivismo no es un
invento de la nueva sociología de la ciencia, sino que es inherente al
idealismo. Y así lo comprenden algunos exponentes de la misma. Por ejemplo,
Collins (1981) reconoce que esta tendencia ha sufrido la influencia de filosofías
idealistas como la fenomenología, el estructuralismo, el postestructuralismo,
el desconstruccionismo, y el glosocentrismo del segundo Wittgenstein y de la
escuela francesa de semiótica general. Y Woolgar (1986) explica que el análisis
del discurso que él, Latour, Knorr-Cetina y otros practican tiene su deuda con
el postestructuralismo (y en particular con Foucault) que "es compatible
con la posición del ala idealista de la etnometodología, según la cual no hay
realidad independiente de las palabras (textos, signos, documentos y demás) que
se utilizan para aprehenderla. En otras palabras, la realidad se constituye en
el interior del discurso y por intermedio de éste" (pág. 312). El mundo
es un enorme libro, y ni siquiera "la praxis puede existir fuera del
discurso" (pág. 312).
Según la versión
textualista (o retórica del idealismo, ser es ser un inscriptor o una
inscripción. Recuérdese a Heidegger (1953): "Im Wort, in der
Sprache werden und sind erst die Dinge" [Las cosas devienen y llegan a
ser en palabras] (pág. 11). De modo que si se desea entender el mundo, lo único
que debe hacerse es leer textos o tratar la acción humana como un discurso y
someterla a análisis hermenéutico o semiótico. Esto sería válido en
particular para el mundo de la ciencia, que vendría a consistir tan sólo en un
cúmulo de inscripciones (Latour y Woolgar 1979). ¡Qué manera de arreglar las
cosas a su gusto!
Dado que hacer ciencia o
metaciencia -o en definitiva cualquier otra cosa- es sólo cuestión de palabrerío,
o un juego lingüístico, toda persona que sepa leer y escribir puede participar
en el ejercicio. Y es obvia la consecuencia que ello acarrea para las
distinciones entre hecho y ficción, y entre verdad y falsedad: "Las
distinciones entre hechos y ficciones vienen de este modo a atenuarse, porque
unos y otras son considerados a la vez como productos y fuentes de la acción
comunicativa" (Brown 1990, 188). En consecuencia, ¿por qué habría uno de
preocuparse por el concepto mismo de la verdad (aparte del consenso) y a mayor
abundamiento, por las pruebas empíricas de ésta?
La interpretación
textualista (o retórica) es tan conveniente que permite encarar hasta las ideas
científicas más abstrusas sin otras herramientas que las del análisis semiótico.
Así es como Latour (1988) ha efectuado un análisis por el estilo de la teoría
especial de la relatividad, aunque no se trate de la expuesta en publicación
científica alguna, sino en el primero de todos los libros de divulgación de
Einstein, y para más, en su traducción al inglés de 1920: Relativity: The
Special and the General Theory. Como la exposición popular de Einstein
presenta a un grupo de viajeros que toman trenes, miden el tiempo y envían señales,
Latour saca en conclusión que la relatividad especial no se refiere a la
electrodinámica de los cuerpos en movimiento (título del trabajo seminal de
Einstein publicado en 1905) y ni siquiera al espacio y al tiempo. Latour nos
hace saber que lo importante en la relatividad especial son ciertas actividades
humanas (pág. 11). Llega hasta el punto de sugerir que Einstein escogió un título
erróneo: “Su libro bien podría haberse titulado ‘Nuevas instrucciones para
traer de vuelta a viajeros científicos de larga distancia’” (pág. 23).
Además, la obra de Einstein sería similar al plan inicial de la Smithsonian
Institution para establecer una red nacional de observadores del estado del
tiempo, a fin de "construir fenómenos meteorológicos". Al parecer,
los profundos cambios introducidos por la relatividad especial en nuestros
conceptos de espacio y tiempo, así como en la relación entre mecánica y
electrodinámica, son invisibles desde el punto de vista del constructivismo.
No contento con deformar el
contenido de la sociología de la ciencia, Latour se pone luego a reivindicar la
vieja interpretación filosófica errónea de la relatividad especial (y de la
mecánica cuántica) como confirmación del relativismo epistemológico, forma
de subjetivismo según la cual todos los hechos científicos son creados por
"observadores independientes y activos". De ahí el título de su
ensayo: "Exposición relativista del relativismo de Einstein". No llegó
a ocurrírsele que para evaluar cualquier afirmación relativa al papel del
observador en una teoría científica, es necesario axiomatizar la teoría, a
fin de separar el grano científico de la paja filosófica, y analizar la teoría
con ayuda de alguna teoría de referencia, a fin de captar sus referentes
genuinos (véase, por ejemplo, Bunge 1967, 1973, 1974, resumen en el apéndice).
Si se hace esta tarea, puede probarse,
y no ya simplemente afirmarse, que la relatividad especial y la mecánica
cuántica se refieren a objetos físicos dotados de existencia independiente, y
no a "las formas de describir cualquier experiencia posible" (Latour
1988, 25). En particular, al probar que los referentes de la mecánica
relativista son cuerpos que interactúan a través de un campo electromagnético
(como lo sugiere el título del trabajo precursor de Einstein), se refuta la
extraordinaria afirmación de que la velocidad de la luz y las transformaciones
de Lorentz son “parte de la actividad normal de construir una sociedad” (pág.
25). Las sociedades son construidas por la gente, en su mayor parte sin planos,
y su existencia es muy anterior a la aparición de la ciencia, y finalmente
-para bien o para mal- su surgimiento y su desintegración no tienen relación
alguna con las teorías de la relatividad.