PRÓLOGO

 

La sociología de la ciencia es la rama de la sociología que estudia las influencias de la sociedad sobre la investigación científica, así como el impacto de esta última sobre la sociedad. Sus disciplinas hermanas son la sociología de la técnica, del arte, de las humanidades, de la moral, de la religión, y de las creencias populares.

La sociología de la ciencia fue cultivada ocasionalmente por un puñado de sociólogos clásicos, tales como Émile Durkheim. Pero no se desarrolló ni fue admitida oficialmente como una rama de la sociología sino hacia 1940, gracias principalmente a los trabajos de Robert K. Merton y sus numerosos colaboradores y discípulos.

Estas investigaciones contribuyeron a corregir el cuadro puramente internalista de la evolución del conocimiento científico que habían dibujado casi todos los historiadores y filósofos de la ciencia. Éstos habían sostenido con razón que el motor de la investigación científica es la curiosidad, pero habían descuidado los factores sociales que estimulan o inhiben la curiosidad, así como las condiciones sociales que favorecen o dificultan la recepción y difusión de nuevas ideas científicas.

Todo parecía indicar que marchábamos hacia una síntesis del internalismo con el externalismo, síntesis según la cual los factores endógenos se combinan con los exógenos, y el investigador aparece como un nudo en una red social compleja y cambiante.  

Pero este tren de ideas descarriló durante la etapa americana de la guerra de Vietnam. Por ese entonces irrumpió una nueva escuela en la filosofía y en la sociología de la ciencia. Esta escuela rompió con la tradición: minimizó el papel de la curiosidad y del talento, y acentuó la importancia de la presión y la convención sociales, y negó tanto la continuidad del esfuerzo científico como la posibilidad de alcanzar la verdad. Sus profetas fueron Thomas S. Kuhn y Paul K. Feyerabend.

Desde entonces los sociólogos de la ciencia se dividen en cos campos, que el eminente sociólogo francés Raymond Boudon llama el moderado (o moderno) y el maximalista (o posmoderno). El primero se inspira en las ciencias duras y en la filosofía rigurosa, mientras que el segundo se inspira en la literatura de ficción y en la filosofía blanda. El primero es canto y se esmera en fundamentar lo que dice. El segundo es iconoclasta y se esfuerza por épater le bourgeois.

Quien se ubica en el primer campo da por descontado que el investigador científico busca la verdad, y admite que la organización social condiciona la investigación pero niega que ella dicte los resultados de la pesquisa o dictamine sobre el valor de verdad de los mismos.

El adherente del segundo partido sostiene que la verdad es una ilusión o convención social. Afirma que todas las proposiciones científicas, incluso las matemáticas, tienen un contenido social y son aceptadas o rechazadas después de mucho negociar y politiquear.

¿Quiénes dirán la verdad: los que la buscan o los que niegan la posibilidad de encontrarla? Si no hay verdad objetiva, ¿por qué los investigadores se empeñan en poner a prueba sus conjeturas? Si la verdad no es la moneda de la república de las ciencias, ¿cómo se explica que su falseamiento sea equiparado a la falsificación de la moneda corriente y castigado con el ostracismo de la comunidad científica?

El interés del asunto que nos ocupa va más allá de la sociología y la filosofía de la ciencia. También atañe al estudio de los profundos cambios culturales que vienen ocurriendo en el curso de las tres últimas décadas. Algunos acogen estos cambios con entusiasmo, porque juzgan que nos libran de las cadenas de la razón y de la contrastación empírica. (Este es el "pensamiento débil" elogiado por los apóstoles del llamado postmodernismo. ) Otros deploramos esos cambios porque creemos que sólo la racionalidad y la contrastación empírica pueden ayudarnos a comprender mejor el mundo y a diseñar un futuro en el que sea posible vivir. Como se ve, la elección entre ambos partidos no es un problema técnico sino parte de la elección entre dos concepciones del mundo.

He tenido la rara fortuna de que Hernán Rodríguez Campoamor, escritor, filósofo y sociólogo, entrañable y leal amigo de medio siglo y excelente traductor de mi libro La causalidad, haya accedido a traducir este trabajo.

MARIO BUNGE Foundations and Philosophy of Science Unit

McGill University, Montréal, Québec, Canadá