11. IDEOLOGÍA Y CIENCIA

 

Un número considerable de adeptos de la nueva sociología de la ciencia han adoptado la tesis de Herbert Marcuse (1964), Jürgen Habermas (1971), y otros miembros de la llamada teoría crítica, según la cual la ciencia (incluida la matemática) y la tecnología tienen contenido ideológico, y hasta han llegado a convertirse en la ideología del capitalismo contemporáneo, desempeñando así la función de legitimar los poderes establecidos. Pero, ¿cuáles son las pruebas de una tesis tan audaz? Sus defensores, por lo pronto, no las presentan.

Es bien sabido que la ciencia y la tecnología modernas se han desarrollado paralelamente con el capitalismo y que la ideología se infiltra en las ciencias sociales, particularmente en la economía. (El aspecto histórico no se presta, mayormente a discusión; en cuanto al segundo, véanse, por ejemplo, Robinson y Eatwell 1974; Galbraith 1987). Pero la ciencia y la tecnología deberían ser igualmente útiles -si no más, como sostenía Bernal (1939)- en una sociedad (genuinamente) socialista. En cuanto a la economía, cabe recordar que las teorías y métodos económicos, a diferencia de las políticas económicas, deben estar libres de todo contenido ideológico para que puedan considerarse científicos, y esto por la definición misma de "ciencia" y de "ideología". Dado que los métodos y modelos econométricos, los modelos de insumo-producto, y los modelos bioeconómicos son transferibles de una sociedad a otra, no hay motivo para sospechar que están contaminados ideológicamente. O al menos no se han ofrecido pruebas para demostrarlo.

Más infundada todavía es la acusación de que la matemática pura y las ciencias naturales básicas son armas políticas del capitalismo. ¿Es acaso posible advertir contenido económico o social alguno en el teorema de Pitágoras, o en el teorema de Euclides sobre la existencia de infinitos números primos? ¿Cuál es el contenido social de las afirmaciones según las cuales el átomo de hidrógeno tiene un solo protón, el de carbono cuatro valencias, los ribosomas sintetizan proteínas, el encéfalo está compuesto de varios subsistemas, cada uno con una función específica, la progenie se parece a sus progenitores, o el plomo es tóxico? Claro está que la matemática y demás ciencias pueden ser utilizadas con fines económicos o políticos. Pero el hecho de que puedan emplearse con objetivos sociales tanto buenos como malos es sin duda un argumento favorable a la tesis de que son intrínsecamente neutrales.

Si a toda proposición matemática o científica se le atribuyera algún contenido social (indefinido), se deduciría que todas las controversias científicas tienen un componente ideológico, y a la vez que se dirimen por medios diferentes del experimento, el cálculo, o los argumentos lógicos. Por cierto que éstas son otras tantas tesis favoritas de la nueva sociología de la ciencia. Una vez más, debemos preguntarnos: ¿Dónde están las pruebas de esas afirmaciones? Sólo se apoyan, presuntamente, en que algunas polémicas científicas han revestido en verdad matices ideológicos, a raíz de que una de las opiniones en conflicto integraba la ideología de la clase dominante. Así ocurrió, notoriamente, en casos tales como el juicio de Galileo, la controversia del evolucionismo versus el creacionismo, la supuesta existencia de razas humanas superiores, el escándalo de Lysenko, y algunos más. Pero en última instancia el veredicto ha sido científico, y no político.

Sólo un inductivista muy primitivo daría el salto de algunos a todos sin prestar atención a los contraejemplos. Y por cierto que hay gran abundancia de éstos, pues las justas científicas libres de elementos ideológicos siempre han sido mucho más frecuentes que las cargadas de ideología. Véase si no la siguiente muestra al azar de acaloradas controversias en la primera de estas dos categorías, a saber: la relativa a la fusión en frío, de 1989; la que está en curso acerca de la existencia de los "agujeros negros"; la que opone a gradualistas y saltacionistas en la biología evolutiva; la disputa sostenida en los decenios de 1930 y 1940 sobre la índole (eléctrica o química) de la transmisión interneuronal; las referentes a la interpretación de la teoría cuántica, desde su formulación en 1926; el apasionado debate sobre la relatividad especial durante el decenio subsiguiente a su invención en 1905; las discusiones en torno a la existencia misma de los átomos y respecto a la teoría de los conjuntos hacia el 1900; la polémica entre los teorizadores del campo electromagnético y los partidarios de la acción a distancia a mediados del siglo XIX, y el conflicto entre newtonianos y cartesianos durante los siglos XVII y XVIII.

No se trata con lo antedicho de negar que algunas de estas controversias hayan tenido componentes filosóficos. Por ejemplo, la última de ellas los tenía en efecto, pero ocurre que los dos puntos de vista rivales, el cartesiano y el newtoniano, eran ideológicamente progresivos en aquella época, pues eran ambos mecanicistas. Ahora bien, lo importante es destacar que dichas controversias científicas estaban libres de ideología, y que se les dio término por medios estrictamente científicos (en particular, los newtonianos triunfaron al demostrar que podían calcular, y hasta predecir, las trayectorias de los cuerpos en multitud de casos, mientras que los cartesianos estaban muy lejos de poder hacer nada por el estilo). Los contraejemplos que preceden, y que podrían multiplicarse fácilmente, refutan la tesis de la nueva sociología de la ciencia según la cual en todos los casos el consenso en materia científica depende de la capacidad para abrirse paso a codazos, gritar más fuerte, mentir mejor, o tener más poder.

No puede negarse empero que en algunos casos hay factores ideológicos o sociopolíticos que se interponen en el curso normal de la controversia científica. Pero esto no ocurre siempre. En particular, no ocurrió durante la polémica entre Pasteur y Pouchet sobre la generación espontánea, utilizada por algunos partidarios de la nueva sociología de la ciencia para confirmar sus propias tesis. Es cierto que Pasteur era católico, pero por otra parte su opositor era protestante, y en tal carácter habría debido apoyar a Pasteur para ser fiel al libro del Génesis. Empero, lo importante es destacar que Pasteur estaba acertado al negar la posibilidad de emergencia casi instantánea de organismos a partir de materia inorgánica -especialmente en las condiciones de asepsia que llegó a establecer-. Y no se le puede reprochar el no haber anticipado la hipótesis de Oparin de 1922 acerca del origen abiótico de la vida. Sean cuales hayan podido ser los méritos filosóficos de la hipótesis de Pouchet, ésta fue refutada en forma decisiva por Pasteur sobre la base de argumentos puramente científicos (como lo expone ampliamente Roll-Hansen, 1983).

Nuestro último ejemplo es la versión de Pinch (1979a) de la fase inicial en la controversia sobre las variables ocultas en la mecánica cuántica desencadenada por el famoso trabajo publicado por David Bohm en 1952. La parte técnica de dicha versión es correcta, aunque superficial en la medida en que no distingue entre los dos aspectos filosóficos de la polémica. Uno de ellos está constituido por los problemas ontológicos del determinismo y la cuestión de si toda propiedad física posee un valor "nítido" en todo momento. (Ahora, sobre todo después de lo que hemos aprendido con los experimentos efectuados en 1981 por Aspect y otros -que acarrearon la refutación de las desigualdades de Bell- es muy fácil reconocer que Bohm, lo mismo que Einstein y De Broglie, estaba equivocado en este asunto). El otro componente filosófico reside en la cuestión epistemológica de averiguar si la mecánica cuántica se refiere a la realidad física, o bien si sólo concierne a las operaciones de algún experimentador. (A mi entender, Bohm, Einstein y de Broglie tenían razón en este aspecto; véase Bunge 1979, 1985a, 1988.) No obstante, aquí debemos concentrarnos en el aspecto supuestamente sociológico de la versión de Pinch (1979a).

La originalidad del análisis de Pinch reside en su pretensión de ser sociológico tan sólo por emplear las expresiones de Pierre Bourdieu "capital social" y "estrategia de inversión" involucradas en una analogía superficial entre la producción del conocimiento y la de las mercancías, que había sido sugerida anteriormente por Louis Althusser (Bourdieu 1975). La hipótesis era que la actividad científica constituye una lucha para ganar ascendiente en la ciencia ("reconocimiento de capital"). Esta contienda se desarrolla tomando en cuenta las "estrategias de inversión" y, ocasionalmente, también las "estrategias de subversión". En esta forma, se nos dice que "en 1943 él [Bohm] incrementó su capital social al obtener un doctorado... En 1945 adquirió más capital mediante su designación para el cargo de profesor auxiliar en Princeton" (Pinch 1979a, 179). La publicación de su famoso libro de texto sobre mecánica cuántica "proporcionó a Bohm un capital mayor y lo ayudó a establecer relaciones con la elite de los quanta" (pág. 180). Hacia 1952, Bohm "había acumulado considerable capital social", y "modificó entonces su rumbo para adoptar una estrategia de subversión, al publicar su trabajo heterodoxo" (pág. 181).

¿Podría tal vez afirmarse que esta representación de David Bohm como "capitalista social" dedicado a la acumulación de capital y a la captura de nuevos activos contribuya a esclarecer su intento de refundar la mecánica cuántica en términos de variables ocultas? De ninguna manera, pues deja de lado el principal motivo que animaba a Bohm, que era filosófico. Esto lo sé por haber pasado un semestre con él en 8áo Paulo durante 1953, discutiendo precisamente las cuestiones suscitadas por su artículo de 1952. En aquella época Bohm estaba trabajando sobre tres arduos problemas científico-filosóficos. Uno de ellos era el ensayo de derivar las probabilidades de la mecánica cuántica de alguna función o funciones distintas de la función de estado (o función psi). El segundo era un intento de dilucidar las relaciones entre causación y azar mediante el concepto de nivel de organización (Bohm había leído mi artículo sobre el tema [Bunge 1951], le había parecido bien, y a raíz de ello había obtenido para mí un subsidio de investigación, a fin de que pudiéramos debatir mano a mano las objeciones a su teoría que yo le había presentado por carta). El tercer problema de Bohm en aquel momento era cómo aplicar su propia teoría alternativa para resolver el problema de la medición, lo cual, según había declarado Wolfgang Pauli -conforme al dogma operacionalista- era necesario para dotar de significado físico a la teoría de Bohm.

La versión de este asunto proporcionada por Pinch está muy lejos de ser exacta, ya que pasa por alto las ideas que inspiraban a Bohm en aquel período. Además, no toma en cuenta para nada su desinteresada y apasionada búsqueda de la verdad, ni el valor que desplegó para hacer frente a la ortodoxia, sin esperanzas de vencerla y sin deseos de adquirir forma alguna de poder -y por otra parte, sin esperar tampoco en absoluto un incremento del posible "capital social" (es decir, prestigio académico) que había ganado anteriormente-. Obvio es decir que la interpretación de Bourdieu-Pinch también dista mucho de explicar el ulterior viraje de Bohm hacia el misticismo oriental. (Véanse las críticas a la versión de Bourdieu en Bourricaud 1975; Knorr-Cetina 1983).

Al comienzo del presente capítulo hemos mencionado una de las raíces de la creencia de que todo el conocimiento científico está contaminado de ideología. Hay además una segunda raíz, a saber, la transposición de la interesante hipótesis de Feuerbach-Durkheim según la cual las cosmogonías y religiones primitivas están modeladas sobre las características de las respectivas sociedades. E1 autor del proyecto del "programa fuerte" (Bloor 1976, cap. 2) cree que lo que vale para las cosmogonías y religiones primitivas también vale para la ciencia moderna. Pero, ¿por qué habría de suceder así, cuando la ciencia, lejos de ser un sistema de creencias, es un campo de investigación, y por ello un ámbito en el cual la creencia viene tan sólo a coronar (y además sólo pro tempore) la etapa final de la hipótesis y los datos?

La aseveración de que las controversias científicas sólo pueden ser resueltas por medios extracientíficos tiene asimismo una tercera raíz, a saber, la tesis de la "subdeterminación" de la teoría por los datos, popularizada por W.V. Quine, pero que ya era conocida de los astrónomos en la Grecia antigua. Según ella, todo conjunto de datos empíricos puede ser explicado por dos o más teorías, que reciben a continuación el nombre de "equivalentes empíricos". Los convencionalistas, como Pierre Duhem, y algunos empiristas, como Philipp Frank, han esgrimido este supuesto hecho científico contra el realismo científico y en favor de la concepción según la cual las polémicas científicas se zanjan mediante el recurso a algún criterio no científico (pero siempre conceptual) como la simplicidad (véase, por ejemplo, Bunge 1963). Los partidarios de la nueva sociología de la ciencia lo utilizan en apoyo de su afirmación de que las controversias científicas se resuelven mediante recursos no conceptuales, tales como maniobras políticas. En rigor, el problema de la subdeterminación empírica no es tan grave como parece, y no hay ninguna prueba de que los hombres de ciencia lo resuelvan en formas no conceptuales.

Lo cierto es que la situación de subdeterminación usual concierne a hipótesis y no a teorías (sistemas de hipótesis). Se estima que las segundas, a diferencia de las primeras, explican una cantidad de colecciones de datos aparentemente dispares. Y, lo que viene a ser lo mismo, se considera que las teorías científicas predicen hechos que, prima facie, parecen inconexos. Por ello, una prueba clásica a la que se someten las teorías rivales es la consistente en averiguar cuál de ellas predice más exactamente la mayor variedad de hechos. Así es como la teoría del campo electromagnético de Maxwell fue preferida a la teoría de la acción a distancia de Ampére-GaussWeber, la teoría de la relatividad de Einstein a la mecánica clásica, la electrodinámica cuántica a la electrodinámica clásica, y así sucesivamente.

Pero con todo, es verdad que no basta con la capacidad predictiva, y que las teorías científicas se elaboran de modo que puedan superar toda una batería de pruebas suplementarias, que nunca dejan de ser conceptuales (Bunge 1963, 1969, 1983b). Una de ellas es la que denomino "prueba de coherencia externa", a saber, la compatibilidad con el grueso del conocimiento precedente. Otra es la compatibilidad con la concepción del mundo que prevalece en el seno de la comunidad científica -y que puede divergir con respecto a la ideología de la clase dominante-. Esto no es sorprendente, porque toda concepción científica del mundo va desarrollándose paralelamente a la evolución de la ciencia misma. Por ejemplo, si dos teorías psicológicas rivales del aprendizaje son compatibles con los mismos datos experimentales, pero una de ellas hace referencia a algún proceso neurofisiológico y la otra no, lo más natural es preferir la primera por las siguientes razones: en primer lugar, porque ayudará a explorar los mecanismos neurofisiológicos de aprendizaje, y así podrá ir adquiriendo más amplias bases empíricas; y en segundo término, porque la hipótesis de que las funciones mentales son funciones cerebrales, y no de una mente inmaterial, es coherente con la concepción del mundo naturalista que predomina en la comunidad científica contemporánea. De modo que, para resumir, la filosofía desempeña en efecto cierto papel en las controversias científicas, o al menos en algunas de ellas, mientras que la política no desempeña ninguno, o bien, si lo hace, es indicio de que una de las partes no es científica, sino política.

Algo debe andar muy mal en el marco de un estudio de la ciencia que es incapaz de diferenciar a ésta de la ideología, o peor aún que las entremezcla. La fuente de esta confusión es la ingenua epistemología pragmatista según la cual el conocimiento "es aquello que los hombres tienen por conocimiento. Consiste en aquellas creencias a las cuales los hombres otorgan su confianza y conforme a las cuales viven" (Bloor 1976, 2) -si bien con la condición de que la palabra "conocimiento" se reserve a "aquello que recibe la aprobación colectiva, dejando a un lado, como mera creencia, lo individual y lo peculiar" (pág. 3)-. O sea, que es conocimiento toda creencia que goza de sanción social (véanse las dos diferentes críticas de esta concepción del conocimiento como creencia formuladas por Popper 1972 y Bunge 1983a). Conforme a esta definición del "conocimiento", teorías abstrusas pero bien confirmadas, como la mecánica cuántica, no llegan a ser conocimiento porque no cuentan con aprobación colectiva. Pero, en cambio, las supersticiones sí lo son, dada su popularidad.

Pero no nos detengamos indebidamente en la definición correcta del concepto de conocimiento. Lo decisivo en la materia es saber si el estudioso de la ciencia debería o no establecer alguna distinción entre lo verdadero y lo falso. Según los partidarios del "programa fuerte", el sociólogo no se interesa en la distinción entre la verdad y la falsedad, sino que debe dedicar una "atención equivalente" a cada teoría, y las suyas propias "han de aplicarse tanto a las creencias verdaderas como a las falsas", "independientemente de cómo las evalúe el investigador" (Bloor 1976, 3). En consecuencia, el sociólogo de la ciencia de nuevo estilo resulta incapaz de distinguir la ciencia de la inciencia, y al mismo tiempo no desea proceder a esa distinción. Pero este problema merece una sección por separado.