12. LA INCIENCIA

 

La mayoría de los sociólogos de la ciencia de nuevo cuño no admiran la ciencia, ni la estiman, ni confían en ella. La consideran como una ideología, un instrumento de dominación, un dispositivo para la confección de inscripciones que no puede pretender legitimidad universal, y en definitiva, como una clase más de construcción social, comparable a la excavación de trincheras, o peor aún. Consideran a los hombres de ciencia como artesanos hábiles, pero también como especuladores inescrupulosos y como políticos sin principios. En síntesis, se ríen de la definición del ethos científico formulada por Merton.

Los cultores de la nueva sociología de la ciencia consideran todos los hechos, o por lo menos lo que ellos denominan "hechos científicos", como construcciones sociales. Pero en las cuestiones relativas al conocimiento las únicas construcciones sociales genuinas son las falsificaciones científicas perpetradas por dos o más individuos. Un famoso fraude de esta índole fue el del hombre fósil de Piltdown, "descubierto" por dos personas en 1912, y certificado como auténtico por varios expertos (entre ellos Teilhard de Chardin), que sólo fue desenmascarado en 1950. Conforme al criterio de existencia sostenido por la nueva sociología de la ciencia, deberíamos admitir que el hombre de Piltdown existió -por lo menos entre 1912 y 1950- porque la comunidad científica creyó en él. ¿Estamos dispuestos a aceptarlo, o bien debemos concluir que la nueva sociología de la ciencia es incapaz de distinguir la realidad de la superchería o simplemente no quiere hacerlo?

Dado que los adeptos de esa corriente niegan que exista diferencia conceptual alguna entre la ciencia y otras actividades humanas, algunas de sus evaluaciones de la ciencia coinciden con la de la contracultura, hasta tal punto que en algunos importantes aspectos dicha tendencia viene a integrarla. Veamos algunos ejemplos ilustrativos en la materia.

Michael Mulkay (1972), uno de los principales iniciadores de la nueva sociología de la ciencia, se indigna ante la forma en que la comunidad científica trata el libro supuestamente revolucionario de Immanuel Velikovsky Worlds in Collision (1950). Reprocha a los hombres de ciencia su "rechazo abusivo y acrítico" de las especulaciones de Velikovsky, y les echa en cara su adhesión a los "paradigmas teóricos y metodológicos", entre ellos, las leyes de la mecánica celeste. Sostiene asimismo que los astrónomos tienen el deber de poner a prueba las fantasías de dicho autor.

Al formular estas quejas, Mulkay ignora que: 1) el peso de la prueba corre por cuenta del presunto innovador; 2) las pruebas empíricas son innecesarias cuando una teoría viola otras teorías bien confirmadas o métodos aplicados con éxito, además de no resolver ninguno de los problemas subsistentes; 3) casi todas las afirmaciones de Velikovsky han resultado inexactas (con excepción de su conjetura de que han tenido lugar choques entre galaxias, acierto fortuito para el cual no había aportado ninguna prueba); y 4) los hombres de ciencia tienen asuntos más importantes a los cuales dedicarse que gastar sus energías en poner a prueba las fantasías de un lego sin credencial científica alguna. Es por ello que el eminente y cortés astrónomo estadounidense Harlow Shapley, atacado por Mulkay, rechazó terminantemente el libro en cuestión. No obstante, un grupo de hombres de ciencia, encabezado por Carl Sagan, se tomó el trabajo de criticar en pormenor las fantasías de Velikovsky, y la Asociación Estadounidense para el Progreso de la Ciencia dedicó toda una reunión especial a debatirlas (Goldsmith 1977).

Segundo ejemplo: Yaron Ezrahi (1972) pretende que los "descubrimientos" de Arthur Jensen sobre la inferioridad intelectual de los negros fueron rechazados por la comunidad científica estadounidense por motivos ideológicos, y sostiene que los genetistas fueron los más vehementes en sus críticas contra la obra de Jensen, al menos en parte por preocuparles "su propia imagen y apoyo en la opinión pública". Pero no se molesta en analizar las diversas pruebas de cociente de inteligencia de las cuales Jensen extrajo sus conclusiones. Si lo hubiera hecho, se habría enterado de que en aquella época las pruebas en cuestión estaban culturalmente cargadas en favor de los blancos con respecto a los negros, y que por otra parte ningún test de inteligencia es completamente fidedigno a menos que esté respaldado por una teoría de la inteligencia plenamente confirmada, que por el momento no existe (Bunge y Ardila 1987).

Otros dos ruidosos partidarios de la nueva sociología de la ciencia, H.M. Collins y T.J. Pinch, han pergeñado toda una ardiente defensa de la astrología y de la parapsicología (véase Pinch y Collins 1979, 1984; Pinch 1979b; Collins y Pinch 1982). Defienden, en particular, el "efecto Marte" (vinculando la posición de dicho planeta en la fecha del nacimiento con las proezas de los deportistas) anunciado por los psicólogos franceses Michel y Francoise Gauquelin; las investigaciones de J.B. Rhine -a quien califican de "archiexponente del método estadístico riguroso"- en materia de telepatía, psicocinética, y otras yerbas; y el trabajo sobre "visión remota" de R. Tharg y H. Puthoff. Al mismo tiempo, atacan al Comité de Investigación Científica de Alegatos sobre lo Paranormal (del cual soy miembro) y a su revista The Sheptical Inquirer por haber defendido lo que ellos denominan "modelo ordinario de la ciencia", y que motejan de "ideología".

Desde luego, Collins y Pinch no proponen un "modelo" alternativo de ciencia. Sólo preconizan una "reevaluación del método científico" para dar lugar a la astrología, la parapsicología, el psicoanálisis y otras "ciencias extraordinarias". Sería contradictorio para la nueva sociología de la ciencia proponer criterios propios y paladinos acerca del conocimiento científico, desde el momento que tiene a éste por una "construcción social" ordinaria. ¿Pero cómo es posible examinar racionalmente el estatuto científico de una idea o práctica a menos que se aplique para ello alguna definición de la cientificidad, ya sea la clásica de Merton (1957), la mía (Bunge 1983b) o la de algún otro autor? En cuanto a los valores de verdad de los supuestos descubrimientos de astrólogos, parapsicólogos, psicoanalistas y afines, ¿cómo podríamos debatirlos dentro de un marco de referencia constructivista/relativista en el cual se afirma que la verdad es una convención social? ¿De qué serviría, entonces, citar alguno de los autorizados estudios que figuran en A Skeptic's Handbook of Parapsychology, compilado por Paul Kurtz (1985)?

El volumen 3 del Sociology of the Sciences Yearbook está dedicado a los contramovimientos en las ciencias. La mayoría de los colaboradores de ese volumen simpatiza con la anticiencia y con la contracultura en general, mientras que otros preconizan el reconocimiento de la astrología, la parapsicología y el psicoanálisis como ciencias, o al menos como "ciencias controvertidas". Pero como no ofrecen una definición nueva y precisa de la ciencia para dar lugar a las mismas, su pretensión sólo puede considerarse como un cri du coeur ideológico.

Algunos de los colaboradores del volumen 3 se refieren al "mito" de la ciencia, y atacan a la racionalidad; otros se atienen a criticar lo que consideran limitaciones de la ciencia, y, por último, hay quienes denuncian a la ciencia -que confunden con la tecnología- como sirvienta del capitalismo. Pero todos esos autores comparten por igual la convicción de que "la ciencia es una relación social", si bien no explican lo que quieren decir con esto. (Ya sea que la ciencia sea concebida como un cuerpo de conocimientos, como una actividad, o como una comunidad de investigadores, no es una relación, por más que esté relacionada con multitud de otros elementos).

No es sorprendente que la mayoría de los colaboradores de dicho volumen sean sumamente ingenuos. Uno de ellos cree en los OVNIS, otro en la astrología, un tercero en la telepatía, y un cuarto en todas esas cosas a la vez. Algunos, y en particular Hilary Rose (1979), vinculan a la anticiencia con la izquierda y no se dejan impresionar por las pruebas históricas de que la derecha siempre ha sospechado de la ciencia y se ha opuesto a la educación científica pública, aunque sólo sea porque la gente ignorante es más fácil de engañar. Pero, pensándolo bien, no hay que sorprenderse de ello, pues Rose, que reprende al eminente físico y sociólogo de la ciencia J.D. Bernal por tener fe en el conocimiento científico, sale del paso con una cita de Mao en vez de formular un análisis de las relaciones entre la ciencia y la sociedad. Aparentemente, la nueva izquierda es tan anticientífica como la vieja derecha. (V Gross y Levitt 1994.)

Hay varios otros ejemplos de esta convergencia de la izquierda con la derecha en la esfera cultural. Uno de ellos es la formación, en el decenio de 1970, de un movimiento de "filosofía radical", en cuyas filas se han juntado neomarxistas, fenomenólogos y existencialistas que rechazan la ciencia por igual. Otro caso es el común aborrecimiento hacia el cientificismo por parte de izquierdistas y derechistas en el Tercer Mundo. Y un tercer ejemplo es lo que Hirschman (1981) denomina "la non-sancta alianza" entre economistas neomarxistas y ortodoxos contra el desarrollo económico y contra la industrialización en América Latina.

Otro ejemplo de esta alianza impía es el que ofrece la crítica de Hilary y Steven Rose (1974) contra la psiquiatría biológica y el correspondiente empleo de drogas para tratar la depresión, la esquizofrenia y otras graves enfermedades mentales reacias a los métodos de los psicólogos clínicos. Se oponen a la psicología biológica porque ésta busca "una explicación biológica a problemas de índole social". Y en consecuencia, apoyan el movimiento antipsiquiátrico de Laing, Cooper y Esteson, que consideran "políticamente desestabilizante". ¿Por qué no ir más a fondo y, por la misma razón, favorecer el charlatanismo médico en vez de la medicina "ortodoxa"? Y para mayor sorpresa, ocurre que Steven Rose es neurobiólogo de profesión. Pero en fin, no se trata del primer caso de hombre de ciencia descarriado por la ideología, ni será tampoco el último.

Para terminar, citaremos el caso del estudio etnometodológico de Lynch (1988) intitulado "El sacrificio y la transformación del cuerpo animal en un objeto científico: cultura de laboratorio y práctica ritual en las neurociencias". Tomando como punto de partida los estudios de Durkheim sobre la sociología de la religión, Lynch sostiene que la inmolación de animales de laboratorio al finalizar una serie de experimentos es una práctica ritual en la cual el cuerpo del animal se transforma en un elemento "portador de significaciones trascendentales". Lamentablemente, omite presentar prueba alguna en abono de afirmación tan peregrina. Ya era bastante penoso cuando Latour y Woolgar (1979) comparaban el laboratorio científico con un comité político. Ahora que la mesa de experimentos se presenta como un altar de sacrificios, no sería cosa de asombrarse si los hombres de ciencia prohibieran la entrada en el laboratorio a visitantes del bando enemigo. Las concepciones erróneas acerca de la ciencia que prevalecen en la opinión pública son ya bastante graves sin necesidad de que la nueva sociología de la ciencia venga a empeorarlas.

Para finalizar esta sección, el hecho de no distinguir la ciencia de la seudociencia es un síntoma de superficialidad filosófica, cuyas consecuencias son desastrosas tanto en la teoría como en la práctica. Esto es particularmente grave en materia de estudios sociales, porque las concepciones seudocientíficas de la sociedad pueden convertirse en la base conceptual y en la justificación de atroces políticas gubernamentales (y antigubernamentales). Basta con recordar el mito de la superioridad de la "raza blanca" en relación con la esclavitud, el colonialismo y el apartheid; del monetarismo y, en general, de la economía neoclásica como arma contra la justicia social; o los mitos de la dictadura del proletariado y del "centralismo democrático" como instrumentos del stalinismo.