INTRODUCCIÓN

 

La sociología de la ciencia, otrora disciplina marginal, se ha convertido últimamente en un próspero ramo de actividades académicas, cultivado por un número cada vez mayor de estudiosos. Además de la plétora anual de libros en la materia, se están publicando una revista trimestral, Social Studies of Science, fundada en 1970, y un anuario, Sociology of the Sciences Yearbook, editado por primera vez en 1977, para no referirnos a los abundantes artículos aparecidos en las revistas sociológicas de índole general. Por otra parte, esta disciplina ha llegado a transformarse en asignatura ordinaria dentro de los programas de todas las principales universidades. Con frecuencia, viene a constituir el núcleo de los programas y centros designados en los países de idioma inglés con la sigla STS (science, technology and society).

Desde el decenio de 1960 han venido surgiendo nuevas orientaciones en la sociología de la ciencia. Si bien los estilos respectivos presentan múltiples diferencias, no dejan por ello de adherirse todos a una cantidad de dogmas compartidos. Se trata del externalismo, tesis en cuyos términos el contenido conceptual es determinado por el marco de referencia social; el constructivismo o subjetivismo, según el cual el sujeto investigador construye no sólo su propia versión de los hechos sino también los hechos mismos y eventualmente el mundo entero; el relativismo, para el que no existen verdades objetivas y universales; el pragmatismo, que destaca la acción y la interacción a expensas de las ideas, e identifica a la ciencia con la tecnología; el ordinarismo, que reduce la investigación científica a pura transpiración sin inspiración, negándose a reconocer a la ciencia un rango especial y a distinguirla de la ideología, de la seudociencia y hasta de la anticiencia; la adopción de doctrinas psicológicas obsoletas, como el conductismo y el psicoanálisis,' y la sustitución del positivismo, el racionalismo y otras filosofías clásicas por multitud de filosofías ajenas a La ciencia a incluso anticientíficas, como la filosofía lingüística, la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica, la "teoría crítica", el postestructuralismo, el deconstructivismo, o la escuela francesa de semiótica, según el caso.

Me propongo argüir que, como consecuencia de su adhesión a esos dogmas, los sociólogos de la ciencia de nuevo cuño son incapaces de entender la ciencia: en efecto, no explican nunca qué es lo que distingue al hombre de ciencia de los demás mortales; cuáles son, en su caso, las suposiciones filosóficas tácitas y las normas metodológicas; qué diferencia a la investigación científica de otras actividades humanas; cuál es su lugar en la sociedad, y por qué la ciencia ha tenido tanto éxito en la comprensión de la realidad y como propulsora de la tecnología. Y lo que es aun peor, niegan que los hombres de ciencia posean un ethos propio y que desarrollen una actividad cultural específica.

Con esto no se trata de menoscabar los pocos y modestos resultados que han obtenido a pesar de su deficiente filosofía y gracias a la concienzuda atención que dedican ocasionalmente a minucias. Pero sus contribuciones positivas a la ciencia de la ciencia son triviales comparadas con la enorme regresión que han acarreado a la sociología de la ciencia durante estos últimos años. Esta regresión es de tal magnitud que cualquier persona con preparación científica debe considerar necesariamente la mayor parte de la producción actual en ese terreno como una grotesca caricatura de la investigación científica.

En el presente ensayo examino aquellas falacias que a mi entender constituyen los defectos fatales de las nuevas orientaciones de la sociología de la ciencia. Cada una de mis críticas se aplica por lo menos a una de las escuelas contemporáneas de esa tendencia, y algunas, a todas ellas. Empero, antes de abordar esas nuevas orientaciones, convendrá pasar revista sumariamente a la sociología de la ciencia clásica, pues por más que la denigren los "jóvenes turcos", contiene el embrión de muchos dislates de las nuevas corrientes, junto con tantos otros elementos que son, a la inversa, de valor perdurable.