Popper, Kart (1982): EL CUBO Y EL REFLECTOR: DOS TEORÍAS ACERCA DEL CONOCIMIENTO. En Conocimiento Objetivo. Pp. 307-325. Madrid: Tecnos.

 

Apéndice

 

EL CUBO Y EL REFLECTOR: DOS TEORÍAS ACERCA DEL CONOCIMIENTO*

El propósito de este artículo es criticar una opinión muy extendida acer­ca del objeto y método de las ciencias naturales, para proponer un punto de vista alternativo.

 

I

Empezaré haciendo una breve exposición del punto de vista que voy a examinar y que denominaré "la teoría de la ciencia como un cubo" (o "la teoría de la mente como un cubo"). El punto de partida de esta teoría viene dado por la doctrina convincente según la cual es necesario haber tenido percepciones —experiencias de los sentidos— antes de poder conocer algo acerca del mundo. Se supone que de aquí se sigue que nuestro conocimento, nuestra experiencia, consta sea de percepciones acumuladas (empirismo ingenuo), sea de percepciones asimiladas, ordenadas y clasificadas (opinión sostenida por Bacon y, en versión más radical, por Kant).

Los atomistas griegos poseían una idea un tanto primitiva de este pro­ceso. Suponían que los átomos abandonaban los objetos percibidos para pe­netrar en nuestros órganos sensoriales, donde se convertían en percepciones. A partir de ellas y con el transcurso del tiempo, nuestro conocimiento del mundo externo encajaba con él perfectamente [como ocurre con las piezas de un puzzle que ensamblan unas en otras]. Según este punto de vista, nuestra mente es como un receptáculo —una especie de cubo— en el que se acu­mulan las percepciones y el conocimiento. (Bacon habla de las percepciones como si fuesen "uvas maduras y en sazón" que han de ser recogidas paciente y laboriosamente y que, una vez prensadas, destilarán el vino puro del co­nocimiento.)

Los empiristas extrictos nos recomiendan interferir lo menos posible con este proceso de acumulación de conocimiento. El conocimiento verda­dero es el conocimiento puro no contaminado por esos prejuicios que tan proclives somos a añadir y mezclar con nuestras percepciones; sólo éstas constituyen la experiencia pura y simple. El error es el resultado de estos añadidos, de nuestras perturbaciones e interferencias con el proceso de acu­mulación de conocimiento. A esto Kant opone su teoría: niega que las per­cepciones puedan ser puras y afirma que la experiencia es el resultado de un proceso de asimilación y transformación —el resultado de combinar las percepciones de los sentidos con determinados ingredientes puestos por nuestras mentes. Las percepciones son, como si dijéramos, el material bru­to que fluye del exterior del cubo, donde sufre cierta elaboración (automáti­ca) —algo semejante a la digestión o quizá a la clasificación sistemática— que termina convirtiéndolo en algo no muy distinto del "vino puro de la experiencia" de Bacon; digamos que, tal vez, en vino fermentado.

No creo que ninguno de estos dos puntos de vista nos suministre un pa­norama adecuado de lo que considero el proceso real de adquisición de ex­periencia, ni del método que se emplea en la investigación o descubrimiento. Hay que admitir que el punto de vista kantiano podría interpretarse de modo que quede más próximo a mi opinión que el empirismo puro. Naturalmente, acepto que la ciencia es imposible sin experiencia (si bien la noción de "ex­periencia" ha de ser cuidadosamente analizada). Aunque acepto todo esto, sostengo que las percepciones no son algo así como el material bruto —como ocurre según la "teoría del cubo"— a partir del cual construimos la "ex­periencia" o la "ciencia".

 

II

En la ciencia, lo que representa el papel esencial es la observación más bien que la percepción. Con todo, la observación es un proceso en el que desempeñamos un papel muy activo. Una observación es una percepción planificada y preparada. No "tenemos" una observación [aunque podamos "tener" una experiencia sensible], sino que "hacemos" una observación. [Los navegantes incluso "elaboran" una observación.] Las observaciones van siempre precedidas por un interés particular, una pregunta o un pro­blema— brevemente, por algo teórico[1].  Después de todo, podemos formular toda pregunta como una hipótesis o conjetura a la que añadimos: "¿Es así? ¿Sí o no?" Podemos, pues, decir que toda observación va precedida por un problema, una hipótesis (llámenlo como quieran); en todo caso, por algo que nos interesa, por algo teórico o especulativo. Por eso las observaciones son siempre selectivas y presuponen algo así como un principio de selección. Antes de desarrollar más detenidamente estos puntos, intentaré introdu­cir, a modo de digresión, algunas consideraciones de índole biológica. Aun­que no pretendo que sean ni una base ni un argumento en pro de la tesis fundamental que trataré de exponer más adelante, tal vez puedan resultar útiles para superar o evitar ciertas objeciones, de modo que faciliten luego su comprensión.

III

 

Sabemos que todas las cosas vivas, hasta las más primitivas, reaccionan a determinados estímulos. Dichas reacciones son específicas; es decir, el número de reacciones posibles es limitado para cada organismo (y para cada tipo de organismo). Podemos decir que todo organismo posee cierto con­junto innato de reacciones posibles o cierta disposición a reaccionar de tal o cual manera. Este conjunto de disposiciones puede cambiar a medida que aumenta la edad del organismo (quizá en parte bajo la influencia de las impresiones de los sentidos o las percepciones) o bien puede permanecer constante. No obstante, sea como sea, podemos suponer que, en un momento dado de su vida, el organismo está dotado de un conjunto de posibilidades y disposiciones reactivas, conjunto que podemos considerar su estado interno [en ese momento].

De este estado interno del organismo dependerá el modo en que reaccio­ne al medio externo. Por eso, estímulos físicos idénticos pueden producir diferentes reacciones en momentos distintos, y estímulos físicamente distin­tos pueden dar lugar a idénticas reacciones[2].

Así pues, sólo diremos que un organismo "aprende de la experiencia" si sus disposiciones reactivas cambian en el transcurso del tiempo y si po­demos suponer que dichos cambios no dependen de cambios [evolutivos] internos del estado del organismo, sino que también están en función del estado cambiante del medio estertor. (Se trata de una condición necesaria, aunque no es suficiente, para poder decir que el organismo aprende de la experiencia.) En otras palabras, consideramos los procesos mediante los cuales aprende el organismo como una especie de cambio o modificación en su disposición reactiva y no, al modo de la teoría del cubo, como una acumulación (ordenada, clasificada o asociada) de recuerdos dejados por las percepciones pasadas.

Estas modificaciones en la disposición reactiva del organismo, que van a constituir el proceso de aprendizaje, se relacionan íntimamente con la noción fundamental de "expectativa", así como con la de "expectativa contra­riada". Podemos caracterizar las expectativas como disposiciones reactivas o como preparativos para reaccionar que se adaptan a [o anticipan] un esta­do futuro del medio. Esta caracterización parece más adecuada que la que describe las expectativas en términos de estados de conciencia, pues sólo tomamos conciencia de muchas de nuestras expectativas cuando se ven con­trariadas al no cumplirse. Un ejemplo sería encontrar una huella inesperada en nuestro camino: el carácter inesperado de la huella nos hace conscientes del hecho de que esperábamos encontrarnos con una superficie Usa. Este contratiempo nos obliga a corregir nuestro sistema de expectativas. El pro­ceso de aprendizaje consiste en gran medida en correcciones de este tipo; es decir, en la eliminación de determinadas expectativas [contrariadas].

 

IV

Volvamos ahora al problema de la observación. Una observación pre­supone siempre la existencia de un sistema de expectativas. Dichas expecta­tivas pueden formularse en forma interrogativa, de modo que las observacio­nes puedan utilizarse para obtener una respuesta que confirme o corrija las expectativas así formuladas.

A primera vista, tal vez pueda haber parecido paradójica mi tesis según la cual las observaciones van precedidas por preguntas o hipótesis; pero ahora podemos ver que no es en absoluto paradójico suponer que las expectativas —es decir, las disposiciones reactivas— hayan de preceder a cualquier obser­vación y, ciertamente, a toda percepción, pues es obvio que ciertas disposi­ciones o tendencias reactivas son innatas en todos los organismos, cosa que no ocurre con las percepciones y observaciones. Aunque las percepciones y, en mayor medida, las observaciones desempeñen un papel fundamental en el proceso de modificación de nuestras disposiciones o tendencias reac­tivas, es evidente que algunas de ellas han de estar presentes previamente si es que han de ser modificadas.

No se ha de pensar, en absoluto, que estas reflexiones biológicas exijan que yo adopte una posición conductista. No niego que haya percepciones, observaciones y otros estados de conciencia; lo único que hago es asignar­les una función muy distinta de la que la teoría del cubo supone que desem­peñan. Tampoco ha de pensarse que dichas reflexiones biológicas constitu­yan, en ningún sentido, un supuesto en el que han de basarse mis argu­mentos. Con todo, espero que nos ayuden a comprender mejor estos argu­mentos. Lo mismo puede decirse de las siguientes consideraciones que están muy relacionadas con estas reflexiones biológicas.

En cada instante de nuestro desarrollo pre-científico o científico vivi­mos en el centro de lo que acostumbro a llamar el "horizonte de expectati­vas". Con esta expresión, aludo a la suma total de nuestras expectativas conscientes, subconscientes o incluso, tal vez, enunciadas explícitamente en un lenguaje. Los animales y los bebés también poseen diversos y distintos

horizontes de expectativas, aunque, sin duda, a un nivel de conciencia más bajo que los de un científico, pongamos por caso, cuyo horizonte de expec­tativas consta en gran medida de teorías o hipótesis formuladas lingüís­ticamente.

Los diversos horizontes de expectativas difieren, evidentemente, no sólo por su mayor o menor grado de conciencia, sino también por su contenido. Con todo, en todos estos casos, el horizonte de expectativas desempeña la función de una trama de referencia: nuestras experiencias, acciones y obser­vaciones sólo adquieren significado por su posición en esta trama.

Las observaciones, en general, tienen una función muy peculiar en esta trama. En ciertas circunstancias incluso pueden destruir la propia trama, si chocan con algunas expectativas. En tal caso, pueden tener el efecto de una bomba sobre nuestro horizonte de expectativas. Dicha bomba puede obli­garnos a reconstruir o reedificar el conjunto de nuestros horizontes de ex­pectativas; es decir, podemos vernos obligados a corregir las expectativas para hacer que encajen de nuevo en algo así como un todo consistente. Po­demos decir que de este modo nuestro horizonte de expectativas se eleva y se reconstruye a un nivel superior, con lo que alcanzamos un nuevo esta­dio en la evolución de la experiencia; estadio en el que las expectativas que no han sido alcanzadas por la bomba se incorporan de algún modo en el ho­rizonte, mientras que las partes dañadas se restauran o reconstruyen. Esto hay que hacerlo de modo que las observaciones perjudiciales ya no resulten disgregadoras, sino que se integren con el resto de nuestras expectativas. Si tenemos éxito en la reconstrucción, habremos creado lo que normalmente se conoce como explicación de esos acontecimientos observados [que han creado la desintegración, el problema].

Por lo que atañe a la relación temporal entre la observación, por un lado, y el horizonte de expectativas o teorías por el otro, podemos admitir perfec­tamente que una nueva explicación o hipótesis va temporalmente precedida, en general, por aquellas observaciones que han destruido el horizonte de ex­pectativas precedente y que han sido el estímulo de nuestros intentos de dar con una nueva explicación. Con todo, no hemos de tomar esto como la afirmación de que las observaciones preceden siempre a las expectativas o hipótesis. Por el contrario, toda observación va precedida por expectativas o hipótesis; en especial, por aquellas que componen el horizonte de expecta­tivas que confiere significado a dichas observaciones; sólo así alcanzan la condición de observaciones reales.

El problema, "¿Qué va primero, la hipótesis (H) o la observación (O)?", recuerda, evidentemente, aquella otra pregunta famosa: "¿Qué es primero, la gallina (H) o el huevo (O)?" Ambas cuestiones son solubles. La teoría del cubo afirma que [del mismo modo que una especie de huevo primitivo (O), un organismo unicelular, precede a la gallina (H)] la observación (O) va siempre antes que cualquier hipótesis <H), puesto que la 'eoría del cubo considera que estas últimas surgen de las observaciones por generalización, asociación o clasificación. Por el contrario, podemos decir ahora que la hipótesis (expectativa, teoría o como queramos llamarla) precede a la ob­servación, si bien la observación que refuta determinada hipótesis puede estimular otra nueva (que es, por tanto, temporalmente posterior).

Todo esto se aplica especialmente a la formación de hipótesis científicas, pues sólo mediante hipótesis aprendemos qué tipo de observaciones tenemos que hacer, hacia dónde debemos dirigir nuestra atención y en qué hemos de interesarnos. Es, por tanto, la hipótesis la que se convierte en nuestra guía y nos lleva a nuevos resultados observacionales.

Este es el punto de vista que denomino la "teoría del reflector" (frente a la "teoría del cubo"). [Según la teoría del reflector, las observaciones son secundarias respecto a las hipótesis.] No obstante, las observaciones desem­peñan un papel muy importante como contrastaciones a que ha de someterse una hipótesis en el curso de nuestro examen [crítico] de la misma. Si la hi­pótesis no aprueba el examen, si queda falsada por nuestras observaciones, entonces hemos de buscar otra nueva. En tal caso, la nueva hipótesis ven­drá tras aquellas observaciones que han llevado a la falsación o rechazo de la vieja hipótesis. Con todo, lo que ha conferido interés y relevancia a las observaciones y lo que al mismo tiempo ha dado pie a que las comprendiése­mos inmediatamente, es la hipótesis previa, la vieja hipótesis [ahora re­chazada].

De este modo, la ciencia se muestra claramente como la continuación directa del trabajo precientífico de reparación de nuestros horizontes de ex­pectativas. La ciencia nunca parte de un punto cero, no puede estar libre de supuestos, pues en todo momento presupone un horizonte de expectativas —el horizonte de ayer, como si dijéramos—. La ciencia de hoy se construye sobre la ciencia de ayer [por lo que es el resultado del reflector de ayer] y, a su vez, la ciencia de ayer se basa en la ciencia del día anterior. Del mismo modo, las teorías científicas más antiguas se montan sobre mitos pre-cien-tíficos, los cuales se basan en expectativas aún más antiguas. Ontogenética­mente (es decir, respecto al desarrollo del organismo individual) regresamos de este modo hasta las expectativas del recién nacido; filogenéticamente (respecto a la evolución de la estirpe, del phylum) llegamos al estadio de expectativas de los organismos unicelulares. (No hay aquí ningún peligro de regresión infinita viciosa —siquiera sea porque todo organismo nace con algún horizonte de expectativas.) Como si dijéramos, de las ameba a Einstein no hay más que un paso.

Ahora bien, si las ciencias evolucionan de este modo, ¿Cuál es el paso característico que marca la transición de la pre-ciencia a la ciencia?

 

V

Aproximadamente entre el siglo cinco y seis antes de Cristo podemos encontrar en la antigua Grecia los primeros comienzos de la evolución de algo así como un método científico. ¿Qué fue lo que ocurrió allí? ¿Cuáles son los nuevos elementos en esta evolución? ¿De qué modo se relacionan las nuevas ideas con los mitos tradicionales llegados del Este que, según creo, suministraron muchas de las sugerencias decisivas para las nuevas ideas?

Entre los babilonios y los griegos, así como entre los maorís de Nueva Zelanda —como, por otra parte, entre todos los pueblos que inventan mitos cosmológicos— encontramos narraciones acerca del comienzo de las cosas que intentan comprender o explicar la estructura del Universo en términos de la historia de sus orígenes. Dichas narraciones se hacen tradicionales y se conservan en escuelas especiales. La tradición consiste a menudo en la conservación de una clase separada o elegida, los sacerdotes o curanderos, que la guardan celosamente. Las narraciones sólo cambian poco a poco —sobre todo a merced a las imprecisiones cometidas al transmitirlas, a causa de incomprensiones y, a veces, merced a la adición de nuevos mitos inventa­dos por profetas o poetas.

Ahora bien, lo que considero nuevo en la filosofía griega, la nueva adi­ción a todo esto, no consiste tanto en la sustitución de los mitos por algo más "científico", cuanto en una nueva actitud frente a los mitos. Creo que el hecho de que su carácter empiece a cambiar no es más que una consecuencia de esta nueva actitud.

La nueva actitud a que me refiero es la actitud crítica. En lugar de trans­mitir dogmáticamente la doctrina [con el único fin de conservar la tradición auténtica] encontramos una discusión crítica de la misma. Algunos empie­zan a plantear preguntas; ponen en tela de juicio la integridad de la doctrina: su verdad.

La duda y la crítica existían ya sin duda antes de este estadio. Lo nue­vo, sin embargo, reside en que esa duda y crítica se convierten a su vez en parte integrante de la tradición de la escuela. Una tradición de orden supe­rior sustituye la tradicional conservación del dogma: en lugar de la teoría tradicional —en lugar del mito— nos encontramos con la tradición de criti­car teorías (que al principio difícilmente pueden ser algo más que mitos). Sólo en el transcurso de esta discusión crítica se recaba el testimonio de la observación.

No puede ser un mero accidente que Anaximandro, el discípulo de Ta­les, desarrollase explícita y conscientemente una teoría que se aparta­ba de la de su maestro ni que Anaxímenes, el discípulo de Anaximandro, se apartase de un modo igualmente consciente de la doctrina de su maes­tro. La única explicación plausible es que el propio fundador de la escuela desafiaba a sus discípulos a que criticasen su teoría y los discípulos convir­tieron esta nueva actitud de su maestro en una tradición.

Es interesante que esto sólo haya ocurrido una vez, que yo sepa. La escuela pitagórica primitiva era sin duda del viejo tipo: su tradición no en­cierra la actitud crítica, sino que se limitaba a preservar la doctrina del maes­tro. No cabe duda de que sólo la influencia de la escuela crítica jonia relajó más tarde la rigidez de la tradición de la escuela pitagórica, preparando así el camino que llevaría al método filosófico y científico de la crítica.

La actitud de la vieja filosofa griega encuentra su mejor expresión en las famosas líneas de Jenófanes:

 

Pero si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos con que poder pintar

Y esculpir como hacen los hombres, entonces los caballos pintarían a sus dioses

Como caballos; los bueyes, como bueyes; todos conformarían

Los cuerpos de los dioses a imagen y semejanza de los suyos propios.

 

Esto no es solamente un reto crítico; es un enunciado con conciencia plena y pleno dominio de una metodología crítica.

Por tanto, creo que esta tradición de la crítica constituye una novedad característica de la ciencia. Por otro lado, me parece que la tarea que la ciencia se impone a sí misma [es decir, la explicación del mundo], así como las ideas fundamentales que utiliza, son asumidas sin romper con la cons­trucción precientífica de mitos.

 

VI

¿Cuál es la misión de la ciencia? Con esta pregunta doy fin al examen preliminar de los aspectos biológicos e históricos para acceder al análisis lógico de la ciencia misma.

La función de la ciencia es en parte teórica —explicación— y en parte práctica —predicción y aplicación técnica—. Intentaré mostrar que ambas funciones son, en cierta medida, dos aspectos distintos de una y la misma actividad.

Examinaré en primer lugar la idea de explicación.

A veces se oye decir que explicar es reducir lo desconocido a lo cono­cido, pero no se nos dice cómo se lleva a cabo tal reducción. En cualquier caso, no es esa idea de explicación la que se utiliza en la práctica efectiva de la explicación científica. Si consideramos la historia de la ciencia para ver qué tipos de explicación eran aceptados en uno u otro momento, encon­tramos que en la práctica se utilizan conceptos muy diversos de explicación.

Esta mañana he expuesto en el seminario de filosofía un breve esquema de esta historia (no me refiero a la historia del concepto de explicación, sino a la historia de la práctica explicativa)[3]. Desgraciadamente, las limitacio­nes de tiempo me impiden tratar aquí de nuevo estas cuestiones por exten­so. Con todo, mencionaré un resultado general. En el transcurso del desarrollo histórico de la ciencia se han considerado aceptables distintos métodos y tipos de explicación, pero todos con un rasgo común: los diversos métodos explicativos consisten en una deducción lógica, deducción cuya conclusión es el explicandum —el enunciado de la cosa a explicar— y cuyas premisas cons­tituyen el explicans [el enunciado de las leyes explicativas y las condiciones]. Los cambios fundamentales que han tenido lugar en el transcurso de la his­toria consisten en el silencioso abandono de ciertas exigencias implícitas re­lativas al carácter del explicans (que había de ser captado intuitivamente, que había de ser autoevidente, etc.); exigencias que resultan ser irreconci­liables con algunas otras cuya significación crucial se hace cada vez más clara a medida que pasa el tiempo; en particular, la exigencia de contrastabilidad independiente del explicans [que constituye las premisas y, por ende, el meollo mismo de la explicación].

Por tanto, una explicación es siempre la deducción del explicandum. a partir de determinadas premisas denominadas el explicans.

He aquí un ejemplo un tanto truculento a modo de ilustración.[4]

Ha aparecido una rata muerta y queremos saber lo que le ha sucedido. Podemos enunciar el explicandum de la siguiente manera: "Esta rata ha muerto recientemente". Conocemos con precisión el explicandum, los he­chos están ante nosotros en su fría realidad. Para explicarlo, hemos de ela­borar algunas explicaciones conjeturales o hipotéticas (como hacen los au­tores de las novelas policíacas); es decir, explicaciones que introduzcan algo desconocido o, en todo caso, mucho menos conocido por nosotros. Dicha hipótesis puede ser, por ejemplo, que la muerte de la rata se ha de­bido a la ingestión de una considerable dosis de raticida. Es una buena hipó­tesis en la medida en que, para empezar, nos permite formular un explicans a partir del cual se puede deducir el explicandum; en segundo lugar, nos sugiere un cierto número de contrastaciones independientes —contrastacio-nes del explicans totalmente independientes de la verdad o falsedad del ex­plicandum.

Ahora bien, el explicans —que constituye nuestra hipótesis— no con­siste solamente en la oración "Esta rata ha ingerido un cebo con una buena dosis de raticida", pues de este enunciado aislado no se puede inferir váli­damente el explicandum. Por el contrario, hemos de utilizar como explicans dos tipos distintos de premisas —leyes universales y condiciones iniciales—• En nuestro caso, la ley universal podría formularse del siguiente modo: "Si una rata ingiere al menos 0,48 gramos de veneno, morirá en cinco minutos". La condición (singular) inicial (que es un enunciado singular) podría ser: "Esta rata ha ingerido al menos 0,48 gramos de veneno hace más de cinco minutos". De la conjunción de ambas premisas podemos deducir ahora que dicha rata ha muerto recientemente [esto es, nuestro explicandum].

Todo esto puede parecer bastante obvio; pero tomemos una de mis tesis —a saber, la tesis según la cual lo que he denominado las "condiciones ini­ciales" [las condiciones pertenecientes al caso individual] nunca bastan ellas solas para dar una explicación, sino que también precisamos siempre una ley general. Tal tesis no es en absoluto obvia; por el contrario, muchas veces no se admite su verdad. Incluso abrigo la sospecha de que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a aceptar la consideración "esta rata ha ingerido ra­ticida" como explicación suficiente de su muerte, sin añadir el enunciado explícito de la ley universal relativa a los efectos del raticida. Mas, supon­gamos por un momento que viviésemos en un mundo en el que cualquiera (incluso una rata) que coma una buena ración de ese producto químico deno­minado "raticida" se sienta especialmente bien y especialmente dichoso la semana siguiente y mucho más vigoroso que antes. Si fuese válida una ley de este tipo, ¿podríamos seguir aceptando el enunciado "Esta rata ha inge­rido veneno" como explicación de su muerte? Evidentemente, no.

Por tanto, hemos llegado al resultado, con tanta frecuencia pasado por alto, de que será incompleta toda explicación que utilice solamente condi­ciones iniciales singulares y de que se precisa además al menos una ley uni­versal, aunque en algunos casos dicha ley es tan conocida que se omite como si fuese redundante.

Resumiendo este punto: hemos descubierto que una explicación es una deducción del siguiente tipo:

 

VII

¿Acaso son satisfactorias todas las explicaciones dotadas de esta estruc­tura? ¿Acaso constituye nuestro ejemplo, pongamos por caso, (el ejemplo en que se explica la muerte de una rata aludiendo al matarratas) una ex­plicación satisfactoria? No lo sabemos: las contrastaciones pueden mostrar que la rata, a pesar de haber muerto, no había ingerido un raticida.

Si un amigo se muestra escéptico acerca de nuestra explicación y nos pregunta, "¿Cómo sabes que la rata ha ingerido un veneno?", es evidente que no bastará con responder, "¿Cómo puedes dudarlo, no ves que está muerta?" Realmente, todo argumento que podemos aportar en apoyo de una hipótesis ha de ser distinto e independiente del explicandum. Si sólo podemos aducir como testimonio en favor de la hipótesis el explicandum mismo, vemos que nuestra explicación es circular y, por tanto, totalmente insatisfactoria. Si, por otra parte, podemos responder, "Analiza el contenido de su estómago y encontrarás una dosis de veneno" y si esta predicción (que es nueva, es decir, no está implicada por el explicandum sólo) muestra ser verdadera, en­tonces consideraremos que nuestra explicación es por lo menos una hipóte­sis bastante buena.

Pero he de añadir algo más, pues nuestro escéptico amigo puede poner también en tela de juicio la verdad de la ley universal. Puede decir, por ejemplo, "De acuerdo con que esta rata ha ingerido un producto químico, ¿pero, por qué había de morir a causa de ello?". Una vez más, no podemos responder: "¿Acaso no ves que ha muerto? Esto precisamente nos muestra cuan peligroso es ingerir dicho producto", ya que ésto convertiría una vez más en circular e insatisfactoria nuestra explicación. Para hacer que sea satisfactoria habremos de someter la ley universal a contrastaciones inde­pendientes del explicandum.

Con esto puede considerarse por concluido mi análisis del esquema for­mal de explicación, pero añadiré algunas otras consideraciones y análisis al esquema general que he bosquejado.

Empezaré con una observación sobre las ideas de causa y efecto. El estado de la cuestión descrito por las condiciones iniciales singulares puede denominarse la "causa" y el descrito por el explicandum, el "efecto". Sin embargo, me da la impresión de que es preferible evitar estos términos, es­tando como están tan cargados de asociaciones históricas. Si a pesar de todo queremos utilizarlos, hemos de tener siempre presente que sólo adquieren un significado por respecto a una teoría o ley universal. Es la teoría o la ley la que constituye el nexo lógico entre la causa y el efecto, por lo que el enunciado "A es la causa de B" ha de analizarse: "Hay una teoría T que es contrastable y ha sido contrastada independientemente de la cual, en conjun­ción con una descripción, A, de una situación específica independientemen­te contrastada, podemos deducir lógicamente una descripción, B, de otra situación específica". (Muchos filósofos, incluso Hume, han pasado por alto la existencia de un nexo lógico entre "causa" y "efecto" que está presupues­to en la utilización misma de estos términos)[5].

 

VIII

La tarea de la ciencia no se limita a buscar explicaciones teóricas puras; también tiene aspectos prácticos: aplicaciones técnicas, así como prediccio­nes. Ambas pueden analizarse mediante el mismo esquema lógico que hemos introducido para analizar la explicación.

(1) La derivación de predicciones. Mientras que en la búsqueda de una explicación el explicandum aparece dado —o es conocido— y hay que dar con un explicans conveniente, la derivación de prediciones procede a la inversa. Aquí aparece dada la teoría, o se supone conocida (tal vez por los libros de texto), así como las condiciones iniciales específicas (se cono­cen, o se supone conocidas, por observación). Lo que queda por encontrar son las consecuencias lógicas: algunas conclusiones lógicas que aún no conocemos por observación. Esto son las predicciones. En tal caso, la predicción P ocupa el lugar del explicandum E en nuestro esquema lógico.

 

(2) Aplicación técnica. Consideremos la tarea de construir un puente que ha de satisfacer ciertos requisitos prácticos especificados en una lista. Lo dado aquí son las especificaciones, S, que describen una situación requeri­da —el puente a construir—. (S son las exigencias del oliente que son distintas y anteriores a las del arquitecto.) También se nos dan las teorías físicas rele­vantes (incluyendo algunas reglas prácticas). Lo que hay que encontrar son ciertas condiciones iniciales a realizar técnicamente de tal carácter que de ellas, junto con la teoría, se deduzcan las especificaciones. Así, en este caso, S ocupa el lugar de E en nuestro esquema lógico[6].

Esto pone de manifiesto cómo, desde un punto de vista lógico, tanto la derivación de predicciones como la aplicación técnica de teorías científicas pueden considerarse como meras inversiones del esquema básico de expli­cación científica.

No obstante, aún no hemos agotado la utilización de nuestro esquema: también puede servir para analizar el procedimiento de contrastación del explicans. El procedimiento de contrastación consiste en derivar una pre­dicción, P, del explicans para compararla con una situación real observable. Si una predicción no está de acuerdo con la situación observada, entonces se muestra la falsedad del explicans; queda falsado. En tal caso, aún no sa­bemos si lo que es falso es la teoría universal o si lo que pasa es que las condiciones iniciales describen una situación que no corresponde a la situa­ción real, con lo que lo falso son las condiciones iniciales. [Naturalmente, puede ocurrir perfectamente que sean falsas la teoría y las condiciones iniciales.]

Aunque la falsación de las predicciones muestre que el explicans es falso, no se puede sostener lo contrario: es incorrecto y muy erróneo creer que podemos interpretar la "verificación" de la predicción como "verifica­ción" del explicans o de una parte de éste. La razón estriba en que de un explicans falso se puede deducir, válidamente, con facilidad una predicción verdadera. Incluso es confundente interpretar toda "verificación" o predicción como corroboración práctica del explicans: sería más correcto decir que sólo pueden considerarse corroboraciones del explicans y, por tanto, de la teoría aquellas "verificaciones" o predicciones "inesperadas" [sin la teo­ría a examen]. Esto significa que para corroborar una teoría sólo se podrán utilizar aquellas predicciones cuya comparación con las observaciones pue­da ser considerada como un intento serio de contrastar el explicans —un in­tento serio de refutarlo—. Podemos decir que las predicciones ["arriesgadas"] de este tipo son "relevantes para la contrastación de la Teoría"[7]. Después de todo, es perfectamente obvio que un aprobado nos dará una idea de las cualidades de un estudiante a condición de que el examen aprobado sea su­ficientemente riguroso. También es obvio que se pueden hacer exámenes que aprueben con facilidad ' incluso los alumnos más flojos[8].

Finalmente, aparte de todo esto, nuestro esquema lógico nos permite analizar la diferencia que hay entre el objeto de las explicaciones teóricas y las históricas.

Al teórico le interesa encontrar y contrastar leyes universales. En el pro­ceso de contrastación recurre a otras leyes de tipos muy diversos (a algunas de ellas de un modo totalmente inconsciente), así como a diversas condiciones iniciales específicas.

Por otro lado, al historiador le interesa dar con descripciones de situa­ciones que tienen lugar en ciertas regiones espacio-temporales finitas —es decir, lo que he denominado condiciones iniciales específicas— y contrastar o confrontar su adecuación o precisión. En este tipo de contrastes emplea, además de otras condiciones iniciales específicas, leyes universales de todo tipo —normalmente, más bien obvias— que pertenecen a su horizonte de expectativas, aunque por regla general no es consciente de que las está uti­lizando. En ésto se parece al teórico. [Con todo, la diferencia es muy mar­cada: es la diferencia que hay entre sus diversos intereses o problemas, la diferencia que hay entre lo que cada uno de ellos considera problemático.]

En un esquema lógico [similar a los anteriores] el procedimiento del teó­rico puede representarse del siguiente modo:

Uo es aquí la ley universal, la hipótesis universal que está a examen. Se mantiene constante a través de las contrastaciones y se emplea junto con otras varias leyes U1, U2, … y otras condiciones iniciales diversas I1, I2, ... a fin de derivar diversas predicciones P1, P2, ... que pueden ser confrontadas con hechos observables reales.

El procedimiento del historiador se puede representar con el esquema si­guiente:

 

 

 

Aquí I0 es la hipótesis histórica, la descripción histórica que ha de ser examinada o contrastada. Se mantiene constante a través de las contrasta­ciones y se combina con diversas leyes (sumamente obvias) U1, U2, U3, … y con condiciones iniciales correspondientes I1, I2, I3, ... para derivar diver­sas predicciones P1, P2, P3, etc.

Naturalmente, ambos esquemas están muy idealizados y excesivamente simplificados.

 

IX

Anteriormente, he tratado de mostrar que una explicación será satisfac­toria sólo si sus leyes universales, su teoría, se puede constrastar indepen­dientemente del explicandum. Mas esto significa que una teoría explicativa satisfactoria siempre debe decir más de lo que ya estaba contenido en los explicando que nos impulsaron inicialmente a proponerla. En otras pala­bras, por principio, las teorías satisfactorias deben transcender los casos empíricos que las hicieron surgir, pues de lo contrario, como hemos visto, no llevarían más que a explicaciones circulares.

Tenemos aquí un principio metodológico que está en contradicción di­recta con las tendencias positivistas y empiristas ingenuas [o inductivistas]. Els un principio que nos exige atrevernos a proponer hipótesis audaces (que, a ser posible, abran nuevos campos de observación) y no aquellas generaliza­ciones prudentes a partir de observaciones "dadas" que [desde Bacon] con­tinúan siendo los ídolos de todo empirista ingenuo.

Nuestro punto de vista, según el cual el objeto de la ciencia es proponer explicaciones o (lo que en esencia conduce a la misma situación lógica)[9] crear las bases teóricas para predicciones y otras aplicaciones, este punto de vista, nos ha llevado a la exigencia metodológica de que nuestras teorías han de ser contrastables. Con todo, hay grados de contrastábilidad. Unas teorías se pueden contrastar mejor que otras. Si fortalecemos nuestra exigencia me­todológica y tendemos a teorías que se puedan contrastar cada vez mejor, desembocamos en un principio metodológico —o un enunciado sobre el objeto de la ciencia— cuya adopción [inconsciente] en el pasado explicaría racionalmente gran número de acontecimientos de la historia de la ciencia: los explicaría como pasos que llevan al cumplimiento del objetivo de la ciencia. (Simultáneamente, enuncia dicho objeto al decirnos qué se consi­dera progreso en ciencia, pues frente a la mayoría de las otras actividades humanas —particularmente en arte y música— en ciencia se da realmente un progreso.)

El análisis y comparación de los grados de contrastábilidad de diversas teorías muestra que la contrastábilidad de una teoría aumenta con su grado de universidad, así como con su grado de exactitud o precisión.

La situación es bien sencilla. Con el grado de universalidad de una teo­ría aumenta la amplitud de sucesos sobre los que la teoría puede hacer pre­dicciones y, en consecuencia, también aumenta el dominio de posibles falsaciones. Ahora bien, la teoría que es más fácilmente falsada es a la vez la que mejor se puede contrastar.

Si consideramos el grado de exactitud o precisión llegamos a una situa­ción similar. Un enunciado preciso es más fácil de refutar que otro vago y por eso puede ser mejor contrastado. Esta consideración nos permite tam­bién explicar la exigencia de que los enunciados cualitativos sean sustituidos, si ello es posible, por otros cuantitativos, en virtud de nuestro principio de aumentar el grado de contrastabilidad de las teorías. (De este modo, tam­bién podemos explicar el papel desempeñado por la medición en la contrastación de teorías; se trata de un recurso que se hace cada vez más importan­te en el transcurso del progreso científico, aunque no se puede manejar [como a menudo sucede] como rasgo característico de la ciencia o de la formación de teorías en general. No hemos de olvidar que los procedimien­tos de medición sólo empiezan a usarse en un estadio muy avanzado del desarrollo de algunas ciencias y que, incluso hoy, no se emplean en todas ellas. Tampoco hemos de olvidar que toda medición depende de supuestos teóricos.)

 

 

X

La transición de las teorías de Kepler y Galileo a la de Newton constitu­ye un excelente ejemplo de la historia de la ciencia que puede utilizarse para ilustrar mi análisis.

El hecho innegable e importante de que la teoría de Newton contradice a ambas teorías, muestra que dicha transición nada tiene que ver con la in­ducción y que la teoría de Newton no se puede tomar como generalización a partir de las teorías anteriores. Por tanto, las leyes de Kepler no se pueden deducir de las de Newton [a pesar de que se ha dicho frecuentemente que pueden ser deducidas a partir de ellas e incluso que éstas se pueden deducir de las de Kepler]: las leyes de Kepler sólo se pueden obtener aproximada­mente a partir de las de Newton, aceptando la suposición [falsa] de que las masas de los diversos planetas son despreciables comparadas con la masa del sol. De modo similar, la ley de Galileo para la caída libre de los cuer­pos no se puede deducir de la teoría de Newton; antes bien, la contradice. Sólo aceptando la suposición [falsa] de que la distancia total de caída es des­preciable comparada con el radio terrestre podemos obtener aproximada­mente la ley de Galileo partiendo de la teoría de Newton.

Esto muestra, naturalmente, que la teoría de Newton no puede consti­tuir una generalización obtenida por inducción [o deducción], sino que es un nueva hipótesis que puede iluminar el camino hacia la falsación de las viejas teorías: puede iluminar y señalar la vía de acceso a esos dominios en los que, según la nueva teoría, las viejas son incapaces de arrojar buenas aproximaciones. (En el caso de Kepler se trata del dominio de la teoría de las perturbaciones y, en el de Galileo, del de la teoría de las aceleraciones variables, pues, según Newton, las aceleraciones gravitacionales varían inver­samente al cuadrado de la distancia.)

Si la teoría de Newton se hubiese limitado a unir las leyes de Kepler y Galileo, habría resultado ser únicamente una explicación circular de dichas leyes y, por tanto, habría sido una explicación insatisfactoria. Sin embargo, su poder ilustrador y convincente estaba precisamente en su capacidad de iluminar el camino de acceso a contrastaciones independientes que nos lleva a predicciones [con éxito] incompatibles con esas teorías anteriores. Signifi­caba una vía de acceso a nuevos descubrimientos empíricos.

La teoría de Newton es un buen ejemplo de intento de explicar determi­nadas teorías anteriores de grado de universalidad más bajo que no sólo con­duce a una especie de unificación de dichas teorías, sino que a la vez lleva a su falsación (y por tanto, a su corrección, restringiendo o determinando el dominio en que resultan válidas como buenas aproximaciones)[10]. Tal vez sea más frecuente el caso en que la vieja teoría resulta falsada primeramen­te y luego surge la nueva teoría como intento de explicar el éxito parcial y el fracaso de la vieja.

 

XI

Creo que es importante señalar otro punto relacionado con mi análisis del concepto (o mejor la práctica) de explicación. De Descartes [tal vez in­cluso desde Copérnico] a Maxwell, la mayoría de los físicos trataban de ex­plicar las nuevas relaciones descubiertas mediante modelos mecánicos; es decir, intentaban reducirlas a leyes de empuje o presión con las que estaban familiarizados por el manejo cotidiano de cosas físicas —cosas pertenecien­tes al reino de los "cuerpos físicos de tamaño medio"—. Descartes montó so­bre esta idea un programa para todas las ciencias; incluso exigía que nos limitásemos a modelos que funcionasen únicamente por empujes o presio­nes. Tal programa sufrió su primer derrota con el éxito de la teoría de Newton; mas su derrota (que constituía un serio motivo de aflicción para Newton y sus contemporáneos) fue pronto olvidada y la atracción gravita-toria fue admitida en el programa en pie de igualdad con el empuje y pre­sión. También Maxwell trató de desarrollar su teoría del campo electro­magnético en forma de modelo mecánico del éter, pero terminó por aban­donar dicho intento. Con ello el modelo mecánico perdió casi toda su im­portancia: sólo quedaron las ecuaciones que originalmente pretendían des­cribir el modelo mecánico del éter. [Se interpretaron como descripciones de ciertas propiedades no mecánicas del éter.]

Con este tránsito de una teoría mecánica a otra abstracta, se alcanza un estadio en la evolución de la ciencia en el que, prácticamente, sólo se exige de las teorías explicativas que puedan ser contrastadas independiente­mente; si ello es posible, estamos dispuestos a operar con teorías que puedan representarse intuitivamente con diagramas dibujables [o con modelos me­cánicos "dibujables" o "visualizables"], que nos suministren teorías "con­cretas". Pero si no los podemos obtener, estamos dispuestos a trabajar con teorías matemáticas "abstractas" [que a pesar de todo pueden ser perfecta­mente "comprensibles" en un sentido ya analizado en otro lugar][11].

Nuestro análisis general de la idea de explicación no se ve afectado, evi­dentemente, por los fallos de un modelo o representación particular. Se aplica a todo tipo de teorías abstractas del mismo modo que se aplica a los modelos mecánicos o de otro tipo. De hecho, desde nuestro punto de vista, los modelos no son más que intentos de explicar leyes nuevas en términos de viejas leyes que ya han sido contrastadas [junto con suposiciones relati­vas a condiciones iniciales típicas o a la presencia de una estructura típica —es decir, el modelo en un sentido más restringido—. A menudo, los modelos desempeñan un papel importante en la extensión y elaboración de teorías, pero es preciso distinguir entre un modelo nuevo montado sobre viejas suposiciones teóricas y una nueva teoría —es decir, un nuevo sistema de supuestos teóricos.

 

XII

Espero que ahora parezcan menos forzadas o incluso paradójicas algu­nas de las afirmaciones que al principio de la conferencia podían dar esa impresión.

No hay vía ni real ni de otro tipo capaz de llevarnos necesariamente de un conjunto "dado" de hechos específicos a una ley universal. Lo que lla­mamos "leyes" son hipótesis o conjeturas que siempre forman parte de un sistema teórico más amplio [de hecho, de todo un horizonte de expectati­vas] y que, por tanto, nunca pueden ser sometidas aisladamente a contraste. El progreso de la ciencia está compuesto de ensayos, supresión de errores y ulteriores ensayos guiados por la experiencia adquirida en el transcurso de ensayos y errores previos. Nunca podemos considerar que una teoría par­ticular es absolutamente cierta: toda teoría puede tornarse problemática por muy bien corroborada que pueda parecer ahora. Ninguna teoría cien­tífica es sacrosanta o está más allá de la crítica. Muchas veces, especial­mente en el siglo pasado, hemos olvidado esto, porque estábamos impre­sionados por las tan repetidas, y verdaderamente magníficas, corroboraciones de determinadas teorías mecánicas que terminaron por ser consideradas in­dubitablemente verdaderas. El tormentoso desarrollo de la física a partir del cambio de siglo nos ha dado una buena lección; ahora hemos llegado a ver que la misión del científico es someter continuamente su teoría a nue­vas contrastaciones y que ninguna teoría puede ser tenida por algo acabado. La contrastación consiste en tomar la teoría a contrastar y combinarla con todos los tipos posibles de condiciones iniciales, así como con otras teorías, para confrontar luego las predicciones resultantes con la realidad. Si de­sembocamos en expectativas contrariadas, en refutaciones, entonces hemos de reconstruir la teoría.

En este proceso desempeña un papel muy importante el hecho de que se vean contrariadas algunas de las expectativas con las que antaño abordá­bamos, ávidamente, la realidad. Puede compararse a la experiencia del ciego que choca o topa con un obstáculo, haciéndose así consciente de su exis­tencia. Entramos efectivamente en contacto con la "realidad" mediante la falsación de nuestras suposiciones. La única experiencia "positiva" que sacamos de la realidad es el descubrimiento y eliminación de nuestros errores.

Evidentemente, siempre es posible salvar una teoría falsada mediante hi­pótesis auxiliares [como las de los epiciclos]. Pero no es éste el camino pro­gresivo de las ciencias. La reacción adecuada frente a una falsación es bus­car teorías nuevas que parezcan ofrecernos una visión mejor de los hechos. A la ciencia no le interesa decir la última palabra, si eso significa cerrar nuestra mente a experiencias falsadoras, sino que le interesa más bien apren­der de nuestra experiencia; es decir, de nuestros errores.

Hay un modo de formular las teorías científicas que apunta con particu­lar claridad a la posibilidad de su falsación: podemos formularlas en forma de prohibiciones [o enunciados existenciales negativos], como por ejemplo, "No existe un sistema físico cerrado, tal que la energía cambie en una parte del mismo sin que tengan lugar cambios compensadores en otra parte" (pri­mera ley de la termodinámica). O, "No existe una máquina con una eficien­cia del 100 por 100" (segunda ley). Se puede mostrar que los enunciados universales y los existenciales negativos son lógicamente equivalentes. Esto nos permite formular todas las leyes universales del modo indicado; es decir, como prohibiciones. No obstante, se trata de prohibiciones dirigidas al téc­nico, no al científico. A aquél le indican cómo ha de proceder si no quiere desperdiciar sus energías. Mas para el científico son desafíos a contrastar y falsar; le incitan a intentar decubrir aquellas situaciones cuya existencia prohiben o niegan.

Hemos alcanzado, pues, un punto desde el que podemos contemplar la ciencia como una aventura apasionante del espíritu humano. Es la invención continua de teorías nuevas y el examen infatigable de su capacidad de arro­jar luz sobre la experiencia. Los principios del progreso científico son muy simples. Exigen que abandonemos la vieja idea de que podemos alcanzar la certeza o incluso un alto grado de "probabilidad" en el sentido del cálculo de probabilidades con las proposiciones y teorías científicas (idea que pro­cede de la asimilación de la ciencia con la magia y del científico con el mago): la tarea del científico no es descubrir la certeza absoluta, sino des­cubrir teorías cada vez mejores [o inventar reflectores cada vez más po­tentes] capaces de someterse a contrastaciones cada vez más rigurosas [que nos guían, por tanto, y nos desvelan siempre nuevas experiencias, ilumi­nándolas]. Pero esto quiere decir que dichas teorías han de ser falsables: la ciencia progresa mediante su falsación.


 

* Conferencia pronunciada (en alemán) en el Foro Europeo del Colegio Austríaco, Alpbach, Tirol, en agosto de 1948 y publicada en alemán por primera vez coa el título "Naturgesetze und theoretische Systeme" en Gesetz und Wirklichkeit, editado por Simón Moser, 1949. No ba sido publicada anteriormente en inglés. [Los aña­didos al texto hechos en esta traducción están entre corchetes o se indican en las notas].

El artículo anticipa muchas de las ideas desarrolladas más extensamente en este volumen y en Conjectures and Refutations. [Trad. castellana de Néstor Míguez, El Desarrollo del Conocimiento Científico. Conjeturas y Refutaciones, B. Aires, Paidos, 1967], pero también contiene otras ideas que no he publicado en ninguna parte. La mayoría de las ideas y expresiones: "la teoría de la mente como un cubo" y "la teoría de la ciencia [y de la mente] como un reflector" se retrotraen a mi estancia en Nueva Zelanda y se mencionan por primera vez, en mi Open Society [Trad. castellana de E. Loedel, La Sociedad abierta y sus enemigos, B. Aires, Paidos, 1957]. En 1946 leí un escrito sobre "La Teoría de la mente como un cubo" en el Staff Club de la London School of Economics. Este Apéndice está muy relacionado con los capítulos 2 y 5 del presente volumen.

 

[1] Con la palabra "teórico" no me refiero aquí a lo opuesto a "práctico" (puesto que nuestros intereses pueden ser muy prácticos); habría que entenderla más bien en el sentido de "especulativo" [como ocurre con un interés especulativo por un problema preexistente] frente a "perceptivo", o "racional" frente a "sensible".

 

[2] Confróntese F. A. von Hayek, "Scientism and the Study of Society", Económica, N. S., 9, 10 y 11 (1942, 1943 y 1944): [ahora también en su libro The Counter-Revo-lution of Science, 1952].

 

[3] (Añadido en la traducción). Parte de la historia completa se encontrará (si bien un tanto condensada y haciendo menos hincapié en lo que se ha aceptado como expli­cación en la práctica concreta) en mi conferencia Venecia: "Philosophy and Physics: Theories of the Structure ot Matter", incluida ahora en mi libro Philosophy and Physics (1972). Pueden encontrarse otras partes en la primera mitad de Conjectures and Refu-tations, especialmente en los capítulos 6, 3 y 4. (Se verá que este último capítulo se solapa con algunas partes de esta conferencia, desarrollándolas.)

 

[4] En la traducción he reformado el ejemplo para que no resultase tan truculento.

 

[5] (Añadido en la traducción). La primera vez que hice estos comentarios sobre las nociones de "causa" y "efecto" fue en la sección 12 de mi libro Logik der Fors-chung {The Logic of Scientific Discovery [traducción castellana de Víctor Sánchez de Zavala, La Lógica de la Investigación Científica, Madrid, Tecnos, 1962]). Véase tam­bién mi libro The Poverty of Historicism, págs. 122 y sigs. [traducción castellana de Pe­dro Schwartz, La Miseria del Historiciimo, Madrid, Taurus, 1961, págs. 150 y sigs. Reeditada en Alianza Editorial. Madrid, 1973], así como Open Society and its Ene-mies [traducción castellana de Eduardo Loedel, La Sociedad Abierta y sus Enemigos, Buenos Aires, Paidos, 1975], especialmente la nota 9 del capítulo 25 [nota 7 del ca­pítulo 25 en la edición castellana citada] y "What can Logic do for Philosophy". Aristotelian Society, Suplementary Volunte, 22, 1948, págs. 145 y sigs.

 

[6] (Añadido en la traducción). No ha de pensarse que este análisis entrañe que el técnico o el ingeniero se ocupe sólo de "aplicar" teorías suministradas por los cientí­ficos puros. Por el contrario, el técnico y el ingeniero se enfrentan constantemente con problemas a resolver. Dichos problemas poseen diversos grados de abstracción, pero normalmente tienen, al menos en parte, un carácter teórico. Al tratar de resolverlos, el técnico o el ingeniero, como cualquier persona, emplea el método de conjeturas o ensayos seguidos de contraste, refutación o supresión de errores. Esto se explica muy bien en la página 43 del libro de J. T. Davies, The Scientific Approach, 1956, libro en el que se pueden encontrar muchas ilustraciones y aplicaciones excelentes de la teoría de la ciencia como reflector.

 

[7] En cierto sentido, una predicción relevante corresponde a una contrastación concluyente o "experimetum crucis", pues para que una predicción P sea relevante para contrastar una teoría T, ha de ser posible enunciar una predicción P’ que no contradiga la condición inicial ni el resto de nuestro horizonte de espectativas distinto de T (supo­siciones, teorías, etc.) y que contradiga a P en combinación con las condiciones inicia­les y el resto del horizonte de espectativas. Esto es lo que queremos decir cuando afir­mamos que P (=E) ha de ser "inesperado" (sin T).

 

[8] Los examinadores experimentados considerarán que las palabras "con facilidad" son más bien poco realistas. Como decía algunas veces con aire meditabundo el Pre­sidente del Consejo Gubernamental de Examinadores de Viena: "Si preguntamos en un examen, '¿cuántos son 5 más 7?'y un estudiante responde 'dieciocho', le concedemos el pase. Pero cuando contesta 'verde', a veces, pienso después que realmente de­beríamos de haberle dado calabazas".

 

[9] (Añadido en la traducción). En los últimos años (a partir de 1950) he establecido una distinción más tajante entre la tarea explicativa o teórica de la ciencia y la prác­tica o "instrumental" y he subrayado la prioridad lógica de aquella respecto de ésta. He tratado especialmente de subrayar que las predicciones no sólo poseen un aspecto instrumental, sino también y sobre todo un aspecto teórico, pues desempeñan un papel decisivo en el contraste de teorías (como ya he mostrado en esta conferencia). Véase mi libro Conjectures and Refulations, especialmente el capítulo 3.

 

[10] (Añadido en la traducción). Pierre Duhem puso de relieve la incompatibilidad de la teoría de Newton con la de Kepler, aludiendo al "principio de gravitación univer­sal" de Newton que está "muy lejos de ser derivable por generalización e inducción a partir de las leyes observacionales de Kepler", puesto que "las contradice formal-mente. Si es correcta la Teoría de Newton, que está “muy lejos de ser derivable por generalización e inducción a partir de las leyes observacionales de Kepler”, puesto que las contradice formalmente. Si es correcta la Teoría de Newton, las leyes de Kepler son necesariamente falsas". (Cita de la página 193 de la traducción de P. P. Wiener del libro de Duhem, The Aim and Structure of Physical Theory, 1954. El término "observacional" aplicado aquí a las "leyes de Kepler" hay que tomarlo cum granu salis: las leyes de Kepler eran con­jeturas tan desenfrenadas como las de Newton: no pueden inducirse a partir de las observaciones de Tycho, de mismo modo que las de Newton no pueden serlo a partir de las de Kepler.) El análisis de Duhem se basa en el hecho de que nuestro sistema solar contiene muchos planetas pesados a los que hay que conceder una atracción mutua según la teoría de las perturbaciones de Newton. No obstante, podemos ir más lejos que Duhem: aún cuando concedamos que las leyes de Kepler se aplican a un conjunto de sistemas de dos cuerpos, cada uno de los cuales contiene un cuerpo central de la masa del sol y un planeta (de distinta masa y distancia en los diversos sistemas pertenecientes al conjunto), aún entonces, la tercera ley de Kepler falla, si las leyes de Newton son verdaderas, como he mostrado brevemente en Conjectures and Refutations, nota 28 del capítulo 1, pag. 62 [traducción citada, pág. 76] y, con algún detalle, en mi artículo "El Objeto de la Ciencia" (1957), reimpreso ahora en el capítulo 5 de este volumen, así como en Theorie und Realitat, editado por Hans Albert, 1964, capítulo 1, págs. 73 y siguientes, especialmente las págs. 82 y sigs. En este articulo hablo algo más acerca de las explicaciones que corrigen sus explicando (aparentemente "conocidos" o "dados") al explicarlos aproximadamente. Se trata de un punto de vista que he desarrollado plena­mente en conferencias a partir de 1940 (primero en un ciclo de conferencias pronun­ciado en la sección Cristchurch de la Royal Society de Nueva Zelanda; cf. la nota de las páginas 134 y siguiente de mi Poverty of Historicism [cf. la traducción citada, nota 3>i, págs. 161 y siguiente]).

 

[11] (Añadido en la traducción). En el capitulo 4 de este volumen se hace un análisis más completo de la "comprensión".