Popper, Karl (1985): “Planteamiento Naturalista de la Teoría del Método”, en Popper, K.: La Lógica de la Investigación Científica. Madrid: Tecnos. Pp. 49-54.

 

 

 

Es necesario desarrollar en alguna medida las indicaciones hechas en el apartado anterior sobre la diferencia entre mi postura y la de los positivistas.

Al positivista le desagrada la idea de que fuera del campo de la ciencia empírica “positivista” puedan existir problemas con sentido (problemas que sería preciso abordar con una auténtica teoría filosófica); le desplace pensar que debiera existir una verdadera teoría del conocimiento, una epistemología o metodología. No quiere ver en los problemas filosóficos planteados más que “pseudoproblemas” o “rompecabezas”. Ahora bien; este deseo suyo -que, digamos de pasada, no lo expresa como un deseo ni como una propuesta, sino como el enunciado de un hecho- puede satisfacerse siempre; pues no hay nada más fácil que “desenmascarar” un problema tratándole de “carente de sentido” o de “pseudoproblema”: basta con limitarse a un sentido convenientemente estrecho de “sentido”, y en seguida se ve uno obligado a decir de cualquier cuestión incómoda que se es incapaz de encontrarle el menor sentido. Aún más: si se admite que únicamente los problemas de la ciencia natural tienen sentido, todo debate acerca del concepto de “sentido” se convierte también en carente de sentido. Una vez que ha subido al tono el dogma del sentido queda elevado para siempre por encima de los combates; ya no es posible atacarlo; se ha hecho (empleando las propias palabras de Wittgenstein) “inatacable” y “definitivo”.

La cuestión disputada acerca de si existe la filosofía, o de si tiene derecho a existir, es casi tan antigua como ella misma. Una y otra vez surgen movimientos filosóficos completamente nuevos que acaban por desenmascarar los antiguos problemas filosóficos -mostrando que son pseudoproblemas- y por contraponer a los perversos absurdos de la filosofía el buen sentido de la ciencia coherente, positiva, empírica. Y una y otra vez los despreciados defensores de la “filosofía tradicional” tratan de explicar a los jefes del último asalto positivista que el problema principal de la filosofía es el análisis crítico de la apelación a la autoridad de la “experiencia” -justamente de esa “experiencia” que el último descubridor del positivismo siempre da, burdamente, por supuesta-. Pero a tales objeciones el positivista contesta sólo encogiéndose de hombros: no significan nada para él, pues no pertenecen a la ciencia empírica, que es lo único que hay dotado de sentido. Para él la “experiencia” es un programa, no un problema (excepto como objeto de estudio de la psicología empírica).

No espero que los positivistas estén dispuestos a responder de modo distinto que el mencionado, a mis propios intentos de analizar la “experiencia”, que interpreto como el método de la ciencia empírica, ya que, en su concepto, existen únicamente dos clases de enunciados: las tautologías lógicas y los enunciados empíricos. Si la metodología no es lógica, concluirán, tiene que ser una rama de una ciencia empírica: por ejemplo, de la ciencia del comportamiento de los científicos cuando están trabajando.

Esta concepción, según la cual la metodología es, a su vez, una ciencia empírica -el estudio del comportamiento real de los científicos, o de los procedimientos efectivamente empleados en la “ciencia”-, puede designarse con la palabra “naturalista”. La metodología naturalista (llamada en ocasiones teoría inductiva de la “ciencia” tiene su valor, sin duda: una persona que estudie la lógica de la ciencia puede muy bien interesarse por ella y sacar grandes enseñanzas. Pero lo que yo llamo metodología no debe tomarse por una ciencia empírica. No creo que sea posible decidir, empleando los métodos de una ciencia empírica, cuestiones tan disputadas como la de si la ciencia emplea realmente o no un principio de inducción. Y mis dudas crecen cuando recuerdo que siempre será un asunto a resolver por una convención o una decisión el de a qué cosa debemos de llamar una “ciencia” o el de a quién hemos de calificar de “científico”.

Me parece que deberíamos tratar las cuestiones de este género de un modo diferente. Así, por ejemplo, podemos considerar dos sistemas distintos de reglas metodológicas: uno, dotado de un principio de inducción, y otro, sin él. Podemos examinar entonces si este principio, una vez introducido, puede aplicarse sin dar lugar a incoherencias o incompatibilidades, si no es de utilidad , y -por fin- si realmente lo necesitamos. Ha sido una indagación de éste tipo la que me ha conducido a prescindir del principio de inducción: No me he basado en que no se emplee, de hecho, semejante principio en la ciencia, sino en que no lo considero necesario, no nos sirve de nada e incluso da origen a incoherencias.

Por tanto, rechazo la tesis naturalista: Carece de visión crítica; los que la sostienen no se percatan de que, por más que crean haber descubierto un hecho, no han pasado de proponer una convención; y -por ello- se convierte con facilidad en una dogma. Esta crítica de la posición naturalista no se aplica atan sólo a su criterio de sentido, sino, asimismo, a su concepto de l ciencia y -en consecuencia- a su concepto del método empírico.

II. LAS REGLAS METODOLÓGICAS COMO CONVENCIONES

En la presente obra consideramos las reglas metodológicas como convenciones: las podríamos describir diciendo que son las reglas de juego de la ciencia empírica. Difieren de las reglas de la lógica pura al estilo de como lo hacen las reglas del ajedrez, que pocos considerarían ser una parte de la lógica pura: teniendo en cuenta que ésta regula las transformaciones de las fórmulas lingüísticas,  el resultado de un estudio de las reglas del ajedrez podría llamarse quizás “la lógica del ajedrez”; pero difícilmente “lógica”, sin más (análogamente, el resultado de un estudio de las reglas de juego de la  ciencia -esto es, de la investigación científica- podría  denominarse “la lógica de la investigación científica”).

Daremos dos ejemplos sencillos de reglas metodológicas, que bastarán para hacer ver que sería bastante inoportuno colocar un estudio Metodológico al mismo nivel que otro puramente lógico:

1. El juego de la ciencia, en principio no se acaba nunca. Cualquiera que decide un día que los enunciados científicos no requieren ninguna contrastación ulterior y que pueden considerarse definitivamente verificados, se retira del juego.

2. No se eliminará una hipótesis propuesta y contrastada, y que haya demostrado su temple, si no se presentan “buenas razones” para ello. Ejemplos de “buenas razones”: sustitución de la hipótesis por otra más contrastable, falsación de una de las consecuencias de la hipótesis. (Analizaremos más adelante a fondo la noción de “más contrastable”.)

Estos dos ejemplos nos permiten darnos cuenta del aspecto que presentan las reglas metodológicas. No cabe duda de que son muy diferentes de las reglas que ordinariamente se llaman “lógicas”: aun cuando es posible que la lógica establezca criterios para decidir si un  enunciado es contrastable, en ningún caso se ocupa sobre si nadie se esfuerce o no por contrastarlo.

En el apartado 6 traté de definir la ciencia empírica mediante el criterio de falsabilidad; pero como me vi obligado a admitir que ciertas objeciones estaban en lo justo, prometí añadir un suplemento metodológico a mi definición. Exactamente lo mismo que es posible definir el ajedrez por medio de sus reglas peculiares, la ciencia empírica puede definirse por medio de sus reglas metodológicas (que estableceremos sistemáticamente). Daremos, en primer lugar, una regla suprema, que sirve a modo de norma para las decisiones que hayan de tomarse sobre las demás reglas, y que -por tanto- es una regla de tipo más elevado: es la que dice que las demás reglas del procedimiento científico han de ser tales que no protejan a ningún enunciado de la falsación.

Así pues, las reglas metodológicas se hallan en estrecha conexión tanto con otras reglas de la misma índole como con nuestro criterio de demarcación. Pero dicha conexión no es estrictamente deductiva o lógica: resulta. más bien, del hecho de que las reglas están construidas con la finalidad de asegurar que pueda aplicarse nuestro criterio de demarcación; y, por ello, se formulan y aceptan de conformidad con una regla práctica de orden superior. He dado más arriba la regla 1 un ejemplo de tal proceder: las teorías que decidimos no someter a ninguna contrastación más ya no serán falsables. Esta conexión sistemática entre las reglas es lo que permite que  hablemos con propiedad de una teoría del método. Admitamos que las aserciones de esta teoría son, en su mayoría, como enseñan nuestros ejemplos, convenciones de índole harto obvia: en la metodología no son de esperar verdades profundas; pero, a pesar de ello, pueden ayudarnos, en muchos casos, a aclarar la situación lógica, e incluso a resolver algunos problemas de gran alcance que hasta el momento se habían mostrado refractarios a toda solución -por ejemplo, el de decidir acerca de un enunciado probabilitario, si debería aceptarse o rechazarse.

Se ha puesto en duda con frecuencia que los diversos problemas de la teoría del conocimiento se encuentren en relación sistemática mutua alguna, así como se puedan ser tratados sistemáticamente; espero poder demostrar en este libro que tales dudas no están justificada. La cuestión tiene cierta importancia: la única razón que tengo para proponer mi criterio de demarcación es que es fecundo, o sea, que es posible aclarar y explicar muchas cuestiones valiéndose de él. “Las definiciones son dogmas; sólo las conclusiones pueden otorgarnos alguna perspectiva nueva”, dice Menger. Lo cual, ciertamente, es verdad en lo que respecta a la definición del concepto de “ciencia”: sólo a partir de las consecuencias de mi definición de ciencia empírica, y de las decisiones metodológicas que dependen de esta definición, podrá ver el científico en qué medida está de acuerdo con su idea intuitiva de la meta de sus trabajos.

También el filósofo admitirá que mi definición es útil únicamente en caso de que pueda aceptar sus consecuencias. Hemos de confirmarle que éstas nos permiten encontrar incoherencias e impropiedades en otras teorías del conocimiento anteriores, y remontarnos a los supuestos fundamentales y convenciones de que proceden; pero también hemos de confirmarle que nuestras propias propuestas no están amenazadas por dificultades análogas. Este método de encontrar y resolver contradicciones se aplica igualmente dentro de la ciencia misma, pero tiene particular importancia en la teoría del conocimiento si es que existe algún método por el que las convenciones metodológicas puedan justificarse y demostrar su valor, es éste precisamente.

En cuanto a si los filósofos considerarán que estas investigaciones metodológicas pertenecen a la filosofía, me temo que es muy dudoso; pero, realmente, la cosa no tiene gran importancia. Con todo tal vez merezca la pena de mencionar a este respecto que no pocas doctrinas metafísicas -y por tanto, sin disputa, filosóficas- podrían interpretarse como típicas hipóstasis de reglas metodológicas. Tenemos un ejemplo de tal situación en lo que se llama “el principio de causalidad”, del cual nos ocuparemos en el próximo apartado; y nos hemos encontrado ya con otro ejemplo de lo mismo: el problema de la objetividad. Pues podemos interpretar también el requisito de objetividad científica como una regla metodológica: la de que sola puedan ingresar en la ciencia los enunciados que sean contrastables intersubjetivamente. Verdaderamente, bien podría decirse que la mayoría de los problemas filosofía teórica, y los más interesantes, pueden reinterpretarse de  este modo como problemas referentes al método.