ARISTÓTELES

Ética a Nicómaco. Editorial Gredos, Madrid. Capítulos 6 al 9


Capítulo 6. La felicidad y su contenido
Después de haber tratado acerca de las virtudes, la amistad y los placeres, nos resta una discusión sumaria en torno a la felicidad, puesto que la colocamos como fin de todo lo humano. Nuestra discusión será más breve, si resumimos lo que hemos dicho.
Dijimos, pues, que la felicidad no es un modo de ser, pues de otra manera podría pertenecer también al hombre que pasara la vida durmiendo o viviera como una planta, al hombre que sufriera las mayores desgracias. Ya que esto no es satisfactorio, sino que la felicidad ha de ser considerada, más bien, una actividad, como hemos dicho antes, y si, de las actividades, unas son necesarias y se escogen por causa de otras, mientras que otras se escogen por sí mismas, es evidente que la felicidad se ha de colocar entre las cosas por sí mismas deseables y no por causa de otra cosa, porque la felicidad no necesita de nada, sino que se basta a sí misma, y las actividades que se escogen por sí mismas son aquellas de las cuales no se busca nada fuera de la misma actividad. Tales parecen ser las acciones de acuerdo con la virtud. Pues el hacer lo que es noble y bueno es algo deseado por sí mismo. Asimismo, las diversiones que son agradables, ya que no se buscan por causa de otra cosa; pues los hombres son perjudicados más que beneficiados por ellas, al descuidar sus cuerpos y sus bienes. Sin embargo, la mayor parte de los que son considerados felices recurren a tales pasatiempos y ésta es la razón por la que los hombres ingeniosos son muy favorecidos por los tiranos, porque ofrecen los placeres que los tiranos desean y, por eso, tienen necesidad de ellos. Así, estos pasatiempos parecen contribuir a la felicidad, porque es en ellos donde los hombres de poder pasan sus ocios. Pero, quizá, la aparente felicidad de tales hombres no es señal de que sean realmente felices. En efecto, ni la virtud ni el entendimiento, de los que proceden las buenas actividades, radican en el poder; y el hecho de que tales hombres, por no haber buscado un placer puro y libre, recurran a los placeres del cuerpo no es razón para considerarlos preferibles, pues también los niños creen que lo que ellos estiman es lo mejor. Es lógico, pues, que, así como para los niños y los hombres son diferentes las cosas valiosas, así también para los malos y para los buenos. Por consiguiente, como hemos dicho muchas veces, las cosas valiosas y agradables son aquellas que le aparecen como tales al hombre bueno. La actividad más preferible para cada hombre será, entonces, la que está de acuerdo con su propio modo de ser, y para el hombre bueno será la actividad de acuerdo con la virtud. Por tanto, la felicidad no está en la diversión, pues sería absurdo que el fin del hombre fuera la diversión y que el hombre se afanara y padeciera toda la vida por causa de la diversión. Pues todas las cosas, por así decir, las elegimos por causa de otra, excepto la felicidad, ya que ella misma es el fin. Ocuparse y trabajar por causa de la diversión parece necio y muy pueril; en cambio, divertirse para afanarse después parece, como dice Anacarsis, estar bien; porque la diversión es como un descanso, y como los hombres no pueden estar trabajando continuamente, necesitan descanso. El descanso, por tanto, no es un fin, porque tiene lugar por causa de la actividad.
La vida feliz, por otra parte, se considera que es la vida conforme a la virtud, y esta vida tiene lugar en el esfuerzo, no en la diversión. Y decimos que son mejores las cosas serias que las que provocan risa y son divertidas, y más seria la actividad de la parte mejor del hombre y del mejor hombre, y la actividad del mejor es siempre superior y hace a uno más feliz. Y cualquier hombre, el esclavo no menos que el mejor hombre, puede disfrutar de los placeres del cuerpo; pero nadie concedería felicidad al esclavo, a no ser que le atribuya también a él vida humana. Porque la felicidad no está en tales pasatiempos, sino en las actividades conforme a la virtud, como se ha dicho antes.

Capítulo 7. En qué consiste la felicidad perfecta
Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable [que sea una actividad] de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa, como ya hemos dicho.
Esto parece estar de acuerdo con lo que hemos dicho y con la verdad. En efecto, esta actividad es la más excelente (pues el intelecto es lo mejor de lo que hay en nosotros y está en relación con lo mejor de los objetos cognoscibles); también es la más continua, pues somos más capaces de contemplar continuamente que de realizar cualquier otra actividad. Y pensamos que el placer debe estar mezclado con la felicidad, y todo el mundo está de acuerdo en que la más agradable de nuestras actividades virtuosas es la actividad en corcondancia con la sabiduría. Ciertamente, se considera que la filosofía posee placeres admirables en pureza y en firmeza, y es razonable que los hombres que saben, pasen su tiempo más agradablemente que los que investigan. Además, la dicha autarquía se aplicará, sobre todo, a la actividad contemplativa, aunque el sabio y el justo necesiten, como los demás, de las cosas necesarias para la vida; pero, a pesar de estar suficientemente provistos de ellas, el justo necesita de otras personas hacia las cuales y con las cuales practicar la justicia, y lo mismo el hombre moderado, el valiente y todos los demás; en cambio, el sabio, aun estando sólo, puede teorizar, y cuanto más sabio, más; quizá sea mejor para él tener colegas, pero con todo, es el que más se basta a sí mismo.
Esta actividad es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se saca de ella excepto la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtenemos, más o menos, otras cosas, además de la acción misma. Se cree, también, que la felicidad radica en el ocio, pues trabajamos para tener ocio y hacemos la guerra para tener paz. Ahora bien, la actividad de las virtudes prácticas se ejercita en la política o en las acciones militares, y las acciones relativas a estas materias se consideran penosas; las guerreras, en absoluto (pues nadie elige el guerrear por el guerrear mismo, ni se prepara sin más para la guerra; pues un hombre que hiciera enemigos de sus amigos para que hubiera batallas y matanzas, sería considerado un completo asesino); también es penosa la actividad de político y, aparte de la propia actividad, aspira a algo más, o sea, a poderes y honores, o en todo caso, a su propia felicidad o a la de los ciudadanos, que es distinta de la actividad política y que es claramente buscada como una actividad distinta. Si, pues, entre las acciones virtuosas sobresalen las políticas y guerreras por su gloria y grandeza, y, siendo penosas, aspiran a algún fin y no se eligen por sí mismas, mientras que la actividad de la mente, que es contemplativa, parece ser superior en seriedad, y no aspira a otro fin que a sí misma y a tener su propio placer (que aumenta la actividad), entonces la autarquía, el ocio y la ausencia de fatiga, humanamente posibles, y todas las demás cosas que se atribuyen al hombre dichoso, parecen existir, evidentemente, en esta actividad. Ésta, entonces, será la perfecta felicidad del hombre, si ocupa todo el espacio de su vida, porque ninguno de los atributos de la felicidad es incompleto.
Tal vida, sin embargo, sería superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él; y la actividad de esta parte divina del alma es tan superior al compuesto humano como lo es su actividad respecto de la actividad de las otras virtudes. Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad. Y parecería también, que todo hombre es esta parte, si, en verdad, ésta es la parte dominante y la mejor; por consiguiente, sería absurdo que un hombre no eligiera su propia vida, sino la de otro. Y lo que dijimos antes es apropiado también ahora: lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y lo más agradable para cada uno. Así, para el hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y esta vida será también la más feliz.

Capítulo 8. Superioridad de la vida contemplativa
La vida, de acuerdo con la otra especie de virtud, es feliz de una manera secundaria, ya que las actividades conforme a esta virtud son humanas. En efecto, la justicia, la valentía y las demás virtudes las practicamos recíprocamente en los contratos, servicios y acciones de todas clases, observando en cada caso lo que conviene con respecto a nuestras pasiones. Y es evidente que todas esas cosas son humanas. Algunas de ellas parece que incluso proceden del cuerpo, y la virtud ética está de muchas maneras asociada íntimamente con las pasiones. También la prudencia está unida a la virtud ética, y ésta a la prudencia, si, en verdad, los principios de la prudencia están de acuerdo con las virtudes éticas, y la rectitud de la virtud ética con la prudencia.
Puesto que estas virtudes éticas están también unidas a las pasiones, estarán, asimismo, en relación con el compuesto humano, y las virtudes de este compuesto son humanas; y, así, la vida y la felicidad, de acuerdo con estas virtudes, serán también humanas.
La virtud de la mente, por otra parte, está separada, y baste con lo dicho a propósito de esto, ya que una detallada investigación iría más allá de nuestro propósito. Parecería, con todo, que esta virtud requiriese recursos externos sólo en pequeña medida o menos que la virtud ética. Concedamos que ambas virtudes requieran por igual las cosas necesarias, aun cuando el político se afane más por las cosas del cuerpo y otras tales cosas (pues poco difieren estas cosas); pero hay mucha diferencia en lo que atañe a las actividades. En efecto, el hombre liberal necesita riqueza para ejercer su liberalidad, y el justo para poder corresponder a los servicios (porque los deseos no son visibles y aun los injustos fingen querer obrar justamente), y el valiente necesita fuerzas, si es que ha de realizar alguna acción de acuerdo con la virtud, y el hombre moderado necesita los medios, pues ¿cómo podrá manifestar que lo es o que es diferente de los otros? Se discute si lo más importante de la virtud es la elección o las acciones, ya que la virtud depende de ambas. Ciertamente, la perfección de la virtud radica en ambas, y para las acciones se necesitan muchas cosas, y cuanto más grandes y más hermosas sean más se requieren. Pero el hombre contemplativo no tiene necesidad de nada de ello, al menos para su actividad, y se podría decir que incluso estas cosas son un obstáculo para la contemplación; pero en cuanto que es hombre y vive con muchos otros, elige actuar de acuerdo con la virtud, y por consiguiente necesitará de tales cosas para vivir como hombre.
Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa será evidente también por lo siguiente. Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué género de acciones hemos de atribuirles? ¿Acaso las acciones justas? ¿No parecerá ridículo ver a los dioses haciendo contratos, devolviendo depósitos y otras cosas semejantes? ¿O deben ser contemplados afrontando peligros, arriesgando su vida para algo noble? ¿O acciones generosas? Pero, ¿a quién darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o algo semejante. Y ¿cuáles serían sus acciones moderadas? ¿No será esto una alabanza vulgar, puesto que los dioses no tienen deseos malos? Aunque recorriéramos todas estas virtudes, todas las alabanzas relativas a las acciones nos parecerían pequeñas e indignas de los dioses. Sin embargo, todos creemos que los dioses viven y que ejercen alguna actividad, no que duermen, como Endimión. Pues bien, si a un ser vivo se le quita la acción y, aún más, la producción, ¿qué le queda, sino la contemplación? De suerte que la actividad divina que sobrepasa a todas las actividades en beatitud, será contemplativa, y, en consecuencia, la actividad humana que está más íntimamente unida a esta actividad, será la más feliz. Una señal de ello es también el hecho de que los demás animales no participan de la felicidad por estar del todo privados de tal actividad. Pues, mientras toda la vida de los dioses es feliz, la de los hombres lo es en cuanto que existe una cierta semejanza con la actividad divina; pero ninguno de los demás seres vivos es feliz, porque no participan, en modo alguno, de la contemplación. Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación, también la felicidad, y aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente, sino en virtud de la contemplación. Pues ésta es, por naturaleza, honorable.
De suerte que la felicidad será una especie de contemplación.
Sin embargo, siendo humano, el hombre contemplativo necesitará del bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a sí misma para la contemplación, sino que necesita de la salud corporal, del alimento y de los demás cuidados. Por cierto, no debemos pensar que el hombre para ser feliz necesitará muchos y grandes bienes externos, si no puede ser bienaventurado sin ellos, pues la autarquía y la acción no dependen de una superabundancia de estos bienes, y sin dominar el mar y la tierra se pueden hacer acciones nobles, ya que uno puede actuar de acuerdo con la virtud aun con recursos moderados. Esto puede verse claramente por el hecho de que los particulares, no menos que los poderosos, pueden realizar acciones honrosas y aún más; así es bastante, si uno dispone de tales recursos, ya que la vida feliz será la del que actúe de acuerdo con la virtud. Quizá también Solón se expresaba bien cuando decía que, a su juicio, el hombre feliz era aquel que, provisto moderadamente de bienes exteriores, hubiera realizado las más nobles acciones y hubiera vivido una vida moderada, pues es posible practicar lo que se debe con bienes moderados. También parece que Anaxágoras no atribuía al hombre feliz ni riqueza ni poder, al decir que no le extrañaría que el hombre feliz pareciera un extravagante al vulgo, pues éste juzga por los signos externos, que son los únicos que percibe. Las opiniones de los sabios, entonces, parecen estar en armonía con nuestros argumentos. Pero, mientras estas opiniones merecen crédito, la verdad es que, en los asuntos prácticos, se juzga por los hechos y por la vida, ya que en éstos son lo principal. Así debemos examinar lo dicho refiriéndolo a los hechos y a la vida, y aceptarlo, si armoniza con los hechos, pero considerándolo como simple teoría, si choca con ellos. Además, el que procede en sus actividades de acuerdo con su intelecto y lo cultiva, parece ser el mejor dispuesto y el más querido de los dioses. En efecto, si los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas, como se cree, será también razonable que se complazcan en lo mejor y más afín a ellos (y esto sería el intelecto), y que recompensen a los que más lo aman y honran, como si ellos se preocuparan de sus amigos y actuaran recta y noblemente. Es manifiesto que todas estas actividades pertenecen al hombre sabio principalmente; y así, será el más amado de los dioses y es verosímil que sea también el más feliz. De modo que, considerado de este modo, el sabio será el más feliz de todos los hombres.

Capítulo 9. Dimensión social de la ética: la política
Por consiguiente, si hemos discutido ya suficientemente en términos generales sobre estas materias, y sobre las virtudes, y también sobre la amistad y el placer, ¿hemos de creer que concluimos lo que nos habíamos propuesto, o, como suele decirse, en las cosas prácticas el fin no radica en contemplar y conocer todas las cosas, sino, más bien, en realizarlas? Entonces, con respecto a la virtud no basta con conocerla, sino que hemos de procurar tenerla y practicarla, o intentar llegar a ser buenos de alguna otra manera. Ciertamente, si los razonamientos solos fueran bastante para hacernos buenos, sería justo, de acuerdo con Teognis, que nos reportaran muchos y grandes beneficios, y convendría obtenerlos. De hecho, sin embargo, tales razonamientos parecen tener fuerza para exhortar y estimular a los jóvenes generosos, y para que los que son de carácter noble y aman verdaderamente la bondad, puedan estar poseídos de virtud, pero, en cambio, son incapaces de excitar al vulgo a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en éste, obedecer no por pudor, sino por miedo, y abstenerse de lo que es vil no por vergüenza, sino por temor al castigo. Los hombres que viven una vida de pasión persiguen los placeres correspondientes y los medios que a ellos conducen, pero huyen de los dolores contrarios, no teniendo ninguna idea de lo que es noble y verdaderamente agradable, ya que nunca lo han probado. ¿Qué razonamientos, entonces, podrían reformar a tales hombres? No es posible o no es fácil transformar con la razón un hábito antiguo profundamente arraigado en el carácter. Así, cuando todos los medios a través de los cuales podemos llegar a ser buenos son asequibles, quizá debamos darnos por satisfechos, si logramos participar de la virtud.
Algunos creen que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros por el hábito, otros por la enseñanza. Ahora bien, está claro que la parte de la naturaleza no está en nuestras manos, sino que está presente en aquellos que son verdaderamente afortunados por alguna causa divina. El razonamiento y la enseñanza no tienen, quizá, fuerza en todos los casos, sino que el alma del discípulo, como tierra que ha de nutrir la semilla, debe primero ser cultivada por los hábitos para deleitarse u odiar las cosas propiamente, pues el que vive según sus pasiones no escuchará la razón que intente disuadirlo ni la comprenderá, y si él está así dispuesto ¿cómo puede ser persuadido a cambiar? En general, la pasión parece ceder no al argumento sino a la fuerza; así el carácter debe estar de alguna manera predispuesto para la virtud amando lo que es noble y teniendo aversión a lo vergonzoso.
Pero es difícil encontrar desde joven la dirección recta hacia la virtud, si uno no se ha educado bajo tales leyes, porque la vida moderada y dura no le resulta agradable al vulgo, y principalmente a los jóvenes. Por esta razón, la educación y las costumbres de los jóvenes deben ser reguladas por las leyes, pues cuando son habituales no se hacen penosas. Y quizá no sea suficiente haber recibido una recta educación y cuidados adecuados en la juventud, sino que, desde esta edad, los hombres deben practicar y acostumbrarse a estas cosas también en la edad adulta, y también para ello necesitamos leyes y, en general, para toda la vida, porque la mayor parte de los hombres obedecen más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que a la bondad. En vista de esto, algunos creen que los legisladores deben fomentar y exhortar a las prácticas de la virtud por causa del bien, esperando que los que están bien dispuestos en sus buenos hábitos seguirán sus consejos; que deben imponer castigos y correcciones a los desobedientes y de inferior naturaleza; y que deben desterrar permanentemente a los que son incurables; pues creen que el hombre bueno y que vive orientado hacia lo noble obedecerá a la razón, mientras que el hombre vil que desea los placeres debe ser castigado con el dolor, como un animal de yugo. Por eso dicen también que las penas que se han de infligir han de ser tales que sean lo más contrario posible a los placeres que aman.
Pues bien, si, como se ha dicho, el hombre que ha de ser bueno debe ser bien educado y adquirir los hábitos apropiados, de tal manera que pueda vivir en buenas ocupaciones, y no hacer ni voluntaria ni involuntariamente lo que es malo, esto será alcanzado por aquellos que viven de acuerdo con cierta inteligencia y orden recto y que tengan fuerza. Ahora bien, las órdenes del padre no tienen fuerza ni obligatoriedad, ni en general las de un simple hombre, a menos que sea rey o alguien semejante; en cambio, la ley tiene fuerza obligatoria, y es la expresión de cierta prudencia e inteligencia. Y mientras los hombres suelen odiar a los que se oponen a sus impulsos, aun cuando lo hagan rectamente, la ley, sin embargo, no es odiada al ordenar hacer el bien.
Sólo en la ciudad de Esparta, o pocas más, parece el legislador haberse preocupado de la educación y de las ocupaciones de los ciudadanos; en la mayor parte de las ciudades, tales materias han sido descuidadas, y cada uno vive como quiere, legislando sobre sus hijos y su mujer, como los Cíclopes. Ahora bien, lo mejor es que la ciudad se ocupe de estas cosas pública y rectamente; pero si públicamente se descuidan, parece que cada ciudadano debe ayudar a sus hijos y amigos hacia la virtud o, al menos, deliberadamente proponerse hacer algo sobre la educación.
De lo que hemos dicho parece que esto puede hacerse mejor si se es legislador, pues es evidente que los asuntos públicos son administrados por leyes, y son bien administrados por buenas leyes; y parece ser indiferente que sean o no sean escritas, o que sean para la educación de una persona o de muchas, como es el caso de la música, la gimnasia y las demás disciplinas. Porque, así como en las ciudades tienen fuerza las leyes y las costumbres, así también en la casa prevalecen las palabras y las costumbres del padre, y más aún a causa del parentesco y de los servicios, pues los hijos por naturaleza están predispuestos al amor y a la obediencia a los padres. Además, la educación individualizada es superior a la de carácter general, como en el caso del tratamiento médico: en general, al que tiene fiebre le conviene el reposo y la dieta, pero quizá a alguien no le convenga, y el maestro de boxeo, sin duda, no propone el mismo modo de lucha a todos sus discípulos. Parece, pues, que una mayor exactitud en el detalle se alcanza si cada persona es atendida individualizadamente, pues de esta manera cada uno encuentra mejor lo que le conviene.
Pero tratará mejor un caso individual el médico, el gimnasta o cualquier otro de los que sepan, en general, qué conviene a todos los hombres o a los que reúnen tales o cuales condiciones (pues se dice que las ciencias son de lo común y lo son); sin embargo, tal vez nada impida, aun tratándose de un ignorante, cuidar bien a un individuo, si él ha examinado cuidadosamente a través de la experiencia lo que le ocurre, como algunos que parecen ser médicos excelentes de sí mismos, pero son incapaces de ayudar en nada a otros. Mas si uno desea llegar a ser un artista o un contemplativo, parece que no menos ha de ir a lo general y conocerlo en la medida de lo posible, pues, como se ha dicho, las ciencias se refieren a lo universal.
Quizá, también, el que desea hacer a los hombres, muchos o pocos, mejores mediante su cuidado, ha de intentar llegar a ser legislador, si es mediante las leyes como nos hacemos buenos; porque no es propio de una persona cualquiera estar bien dispuesto hacia el primero con quien se tropieza, sino que, si esto es propio de alguien, lo será del que sabe, como en la medicina y en las demás artes que emplean diligencia y prudencia.
Ahora bien, ¿hemos de investigar ahora dónde y cómo puede uno llegar a ser legislador, o, como en los otros casos, se ha de acudir a los políticos, teniendo en cuenta que la legislación se considera parte de la política? ¿O no hay semejanza entre la política y las demás ciencias y facultades? Pues, en las otras, las mismas personas parecen impartir estas facultades y practicarlas, como los médicos y pintores, mientras que en los asuntos políticos los sofistas profesan enseñarlos, pero ninguno los practica, sino los gobernantes, los cuales parecen hacerlo en virtud de cierta capacidad y experiencia, más que por reflexión; pues no vemos ni que escriban ni que hablen de tales materias (aunque, quizá, sería más noble que hacer discursos en tribunales o asambleas), ni que hayan hecho políticos a sus hijos, o a alguno de sus amigos. Sin embargo, sería razonable hacerlo si pudieran, pues no podrían legar nada mejor a sus ciudades, ni habrían deliberadamente escogido para sí mismos o para sus seres más queridos otra cosa mejor que esta facultad. En todo caso, la experiencia parece contribuir no poco a ello; pues, de otra manera, los hombres no llegarían a ser políticos con la familiaridad política, y por esta razón parece que los que aspiran a saber de política necesitan también experiencia.
Así, los sofistas que profesan conocer la política, están, evidentemente, muy lejos de enseñarla. En efecto, en general no saben de qué índole es ni de qué materia trata; si lo supieran, no la colocarían como siendo lo mismo que la retórica, ni inferior a ella, ni creerían que es fácil legislar reuniendo las leyes más reputadas.
Así dicen que es posible seleccionar las mejores leyes, como si la selección no requisiera inteligencia y el juzgar bien no fuera una gran cosa, como en el caso de la música. Pues, mientras los hombres de experiencia juzgan rectamente de las obras de su campo y entienden por qué medios y de qué manera se llevan a cabo, y también qué combinaciones de ellos armonizan, los hombres inexpertos deben contentarse con que no se les escape si la obra está bien o mal hecha, como en la pintura. Pero las leyes son como obras de la política. Por consiguiente, ¿cómo podría uno, a partir de ellas, hacerse legislador o juzgar cuáles son las mejores? Pues los médicos no se hacen, evidentemente, mediante los trabajos de medicina. Es verdad que hay quienes intentan decir no sólo los tratamientos, sino cómo uno puede ser curado y cómo debe ser cuidado distinguiendo las diferentes disposiciones naturales; pero todo esto parece ser de utilidad a los que tienen experiencia e inútil para los que carecen de la ciencia médica.
Así también, sin duda, las colecciones de leyes y de constituciones políticas serán de gran utilidad para los que pueden teorizar y juzgar lo que esté bien o mal dispuesto y qué género de leyes o constituciones sean apropiadas a una situación dada; pero aquellos que acuden a tales colecciones, sin hábito alguno, no pueden formar un buen juicio, a no ser casualmente, si bien pueden adquirir más comprensión de estas materias.
Pues bien, como nuestros antecesores dejaron sin investigar lo relativo a la legislación, quizá será mejor que lo examinemos nosotros, y en general la materia concerniente a las constituciones, a fin de que podamos completar, en la medida de lo posible, la filosofía de las cosas humanas. Ante todo, pues, intentemos recorrer aquellas partes que han sido bien tratadas por nuestros predecesores; luego, partiendo de las constituciones que hemos coleccionado, intentemos ver qué cosas salvan o destruyen las ciudades, y cuáles a cada uno de los regímenes, y por qué causas unas ciudades son bien gobernadas y otras al contrario. Después de haber investigado estas cosas, tal vez estemos en mejores condiciones para percibir qué forma de gobierno es mejor, y cómo ha de ser ordenada cada una, y qué leyes y costumbres ha de usar. Empecemos, pues, a hablar de esto.