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He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más
temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo
edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza
muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una
vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta
entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si
quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas pareciéndome
ardua dicha empresa, he aguardado hasta alcanzar una edad lo bastante madura
como para no poder esperar que haya otra, tras ella, más apta para la ejecución
de mi propósito; y por ello lo he diferido tanto, que a partir de ahora me
sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me queda para
obrar.
Así pues, ahora que mi espíritu está libre de todo cuidado,
habiéndome procurado reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré
seriamente y con libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones.
Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son
todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón
me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no
enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará
para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de
duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular,
pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos
lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio
contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.
Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y
verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he
experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse
nunca por entero de quienes nos han engañado una vez.
Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a
cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no
podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por
ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este
papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y
este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos,
cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que
aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura
estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio?
Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo.
Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por
consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las
mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están
despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que
estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la
cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la
vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta
mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños
no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor,
recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome
en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios
concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la
vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de
que estoy durmiendo.
Así, pues, supongamos ahora que estamos dormidos, y que todas
estas particularidades, a saber: que abrimos los ojos, movemos la cabeza,
alargamos las manos, no son sino mentirosas ilusiones; y pensemos que, acaso, ni
nuestras manos ni todo nuestro cuerpo son tal y como los vemos. Con todo, hay
que confesar al menos que las cosas que nos representamos en sueños son como
cuadros y pinturas que deben formarse a semejanza de algo real y verdadero; de
manera que por lo menos esas cosas generales —a saber: ojos, cabeza, manos,
cuerpo entero— no son imaginarias, sino que en verdad existen. Pues los
pintores, incluso cuando usan del mayor artificio para representar sirenas y sátiros
mediante figuras caprichosas y fuera de lo común, no pueden, sin embargo,
atribuirles formas y naturalezas del todo nuevas, y lo que hacen es sólo
mezclar y componer partes de diversos animales; y, si llega el caso de que su
imaginación sea lo bastante extravagante como para inventar algo tan nuevo que
nunca haya sido visto, representándonos así su obra una cosa puramente fingida
y absolutamente falsa, con todo, al menos los colores que usan deben ser
verdaderos.
Y por igual razón, aun pudiendo ser imaginarias esas cosas
generales —a saber: ojos, cabeza, manos y otras semejantes— es preciso
confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples y universales
realmente existentes, por cuya mezcla, ni más ni menos que por la de algunos
colores verdaderos, se forman todas las imágenes de las cosas que residen en
nuestro pensamiento, ya sean verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. De
ese género es la naturaleza corpórea en general, y su extensión, así como la
figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, su número, y también el
lugar en que están, el tiempo que mide su duración y otras por el estilo.
Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que
la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen
de la consideración de cosas compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero que
la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan
sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas
existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma
yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá
más de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser
sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna.
Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta
opinión, según la cual hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido creado
tal como soy. Pues bien: ¿quién me asegura que el tal Dios no haya procedido
de manera que no exista figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que
yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso existe tal y como lo
veo? Y más aún: así como yo pienso, a veces, que los demás se engañan,
hasta en las cosas que creen saber con más certeza, podría ocurrir que Dios
haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero
los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún más fáciles que ésas,
si es que son siquiera imaginables. Es posible que Dios no haya querido que yo
sea burlado así, pues se dice de Él que es la suprema bondad. Con todo, si el
crearme de tal modo que yo siempre me engañase repugnaría a su bondad, también
parecería del todo contrario a esa bondad el que permita que me engañe alguna
vez, y esto último lo ha permitido, sin duda.
Habrá personas que quizá prefieran, llegados a este punto,
negar la existencia de un Dios tan poderoso, a creer que todas las demás cosas
son inciertas; no les objetemos nada por el momento, y supongamos, en favor
suyo, que todo cuanto se ha dicho aquí de Dios es pura fábula; con todo, de
cualquier manera que supongan haber llegado yo al estado y ser que poseo —ya
lo atribuyan al destino o la fatalidad, ya al azar, ya en una enlazada secuencia
de las cosas— será en cualquier caso cierto que, pues errar y equivocarse es
una imperfección, cuanto menos poderoso sea el autor que atribuyan a mi origen,
tanto más probable será que yo sea tan imperfecto, que siempre me engañe. A
tales razonamientos nada en absoluto tengo que oponer, sino que me constriñen a
confesar que, de todas las opiniones a las que había dado crédito en otro
tiempo como verdaderas, no hay una sola de la que no pueda dudar ahora, y ello
no por descuido o ligereza, sino en virtud de argumentos muy fuertes y
maduramente meditados; de tal suerte que, en adelante, debo suspender mi juicio
acerca de dichos pensamientos, y no concederles más crédito del que daría a
cosas manifiestamente falsas, si es que quiero hallar algo constante y seguro en
las ciencias.
Pero no basta con haber hecho esas observaciones, sino que debo
procurar recordarlas, pues aquellas viejas y ordinarias opiniones vuelven con
frecuencia a invadir mis pensamientos, arrogándose sobre mi espíritu el
derecho de ocupación que les confiere el largo y familiar uso que han hecho de
él, de modo que, aun sin mi permiso, son ya casi dueñas de mis creencias. Y
nunca perderé la costumbre de otorgarles mi aquiescencia y confianza, mientras
las considere tal como en efecto son, a saber: en cierto modo dudosas —como
acabo de mostrar—, y con todo muy probables, de suerte que hay más razón
para creer en ellas que para negarlas. Por ello pienso que sería conveniente
seguir deliberadamente un proceder contrario, y emplear todas mis fuerzas en
engañarme a mí mismo, fingiendo que todas esas opiniones son falsas e
imaginarias; hasta que, habiendo equilibrado el peso de mis prejuicios de suerte
que no puedan inclinar mi opinión de un lado ni de otro, ya no sean dueños de
mi juicio los malos hábitos que lo desvían del camino recto que puede
conducirlo al conocimiento de la verdad. Pues estoy seguro de que, entretanto,
no puede haber peligro ni error en ese modo de proceder, y de que nunca será
demasiada mi presente desconfianza, puesto que ahora no se trata de obrar, sino
sólo de meditar y conocer.
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios —que es
fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador
que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré
que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las
demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se
sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos,
sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que
tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y, si, por
dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos
está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar
crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas
artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá
imponerme nada.
Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me
arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo
que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar
que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas
ilusiones para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo
insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo
a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi
reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean
bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de
promover.
Meditación segunda
De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil
de conocer que el cuerpo
Mi
meditación de ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas, que ya no está en
mi mano olvidarlas. Y, sin embargo, no veo en qué manera podré resolverlas; y,
como si de repente hubiera caído en aguas muy profundas, tan turbado me hallo
que ni puedo apoyar mis pies en el fondo ni nadar para sostenerme en la
superficie. Haré un esfuerzo, pese a todo, y tomaré de nuevo la misma vía que
ayer, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la más mínima duda,
del mismo modo que si supiera que es completamente falso; y seguiré siempre por
ese camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no
puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.
Arquímedes, para trasladar la tierra de lugar, sólo pedía un
punto de apoyo firme e inmóvil; así yo también tendré derecho a concebir
grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que sea cierta e
indubitable.
Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy
persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás;
pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento,
lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por
verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo.
Pero ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que
acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un
Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello
no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al
menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo,
titubeo, pues ¿qué se sigue de eso? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los
sentidos que, sin ellos, no puedo ser?
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni
tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo
tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso
algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y
astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe
duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca
podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De
manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es
preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: “yo soy”,
“yo existo”, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la
concibo en mi espíritu.
Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con
claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no
confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese
conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he
tenido antes.
Por ello, examinaré de nuevo lo que yo creía ser, antes de
incidir en estos pensamientos, y quitaré de mis antiguas opiniones todo lo que
puede combatirse mediante las razones que acabo de alegar, de suerte que no
quede más que lo enteramente indudable. Así pues, ¿qué es lo que antes yo
creía ser? Un hombre, sin duda. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré, acaso, que
un animal racional? No por cierto: pues habría luego que averiguar qué es
animal y qué es racional, y así una única cuestión nos llevaría
insensiblemente a infinidad de otras cuestiones más difíciles y embarazosas, y
no quisiera malgastar en tales sutilezas el poco tiempo y ocio que me restan.
Entonces, me detendré aquí a considerar más bien los pensamientos que antes
nacían espontáneos en mi espíritu, inspirados por mi sola naturaleza, cuando
me aplicaba a considerar mi ser. Me fijaba, primero, en que yo tenía un rostro,
manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un
cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que
me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al
alma; pero no me paraba a pensar en qué era ese alma, o bien, si lo hacía,
imaginaba que era algo extremadamente raro y sutil, como un viento, una llama o
un delicado éter, difundido por mis otras partes más groseras. En lo tocante
al cuerpo, no dudaba en absoluto de su naturaleza, pues pensaba conocerla muy
distintamente, y, de querer explicarla según las nociones que entonces tenía,
la hubiera descrito así: entiendo por cuerpo todo aquello que puede estar
delimitado por una figura, estar situado en un lugar y llenar un espacio, de
suerte que todo otro cuerpo quede excluido; todo aquello que puede ser sentido
por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olfato; que puede moverse de
distintos modos, no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que lo toca y cuya
impresión recibe; pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea
la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que
tales facultades se hallaban en algunos cuerpos.
Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien
extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que
emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro
de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza
corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez,
en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está
en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los
atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son
nutrirme y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces
también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno
sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y,
al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un
cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me
pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo;
eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues
quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de
existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues,
hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu,
un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes
desconocido.
Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente.
Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré
aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy esta reunión
de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante, difundido
por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto
pueda fingir e imaginar, puesto que ya he dicho que todo eso no era nada. Y, sin
modificar ese supuesto, hallo que no dejo de estar cierto de que soy algo.
Pero acaso suceda que esas mismas cosas que supongo ser, puesto
que no las conozco, no sean en efecto diferentes de mí, a quien conozco. Nada sé
del caso: de eso no disputo ahora, y sólo puedo juzgar de las cosas que
conozco: ya sé que soy, y eso sabido, busco saber qué soy. Pues bien: es certísimo
que ese conocimiento de mí mismo, hablando con precisión, no puede depender de
cosas cuya existencia aún me es desconocida, ni por consiguiente, y con mayor
razón, de ninguna de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E
incluso esos términos de “fingir” e “imaginar” me advierten de mi
error: pues en efecto, yo haría algo ficticio, si imaginase ser alguna cosa,
pues “imaginar” no es sino contemplar la figura o “imagen” de una cosa
corpórea. Ahora bien: ya sé de cierto que soy y que, a la vez, puede ocurrir
que todas esas imágenes y, en general, todas las cosas referidas a la
naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños y quimeras. Y, en consecuencia,
veo claramente que decir “excitaré mi imaginación para saber más
distintamente qué soy”, es tan poco razonable como decir “ahora estoy
despierto, y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún con
bastante claridad, voy a dormirme adrede para que mis sueños me lo representen
con mayor verdad y evidencia”. Así pues, sé con certeza que nada de lo que
puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que
tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de
concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza.
¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa
que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que
quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco,
si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle?
¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo,
ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las
demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina
muchas cosas —aun contra su voluntad— y que siente también otras muchas,
por mediación de los órganos de su cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan
verdadero como es cierto que soy, que existo, aun en el caso de que estuviera
siempre dormido, y de que quien me ha dado el ser empleara todas sus fuerzas en
burlarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguirse en mi
pensamiento, o que pueda estimarse separado de sí mismo? Pues es de suyo tan
evidente que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir aquí
nada para explicarlo. Y también es cierto que tengo la potestad de imaginar:
pues aunque pueda ocurrir (como he supuesto más arriba) que las cosas que
imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar
realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo
el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de
los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido,
siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que
estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto
que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se
llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que
“pensar”. Por donde empiezo a conocer qué soy, con algo más de claridad y
distinción que antes.
Sin
embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas, cuyas imágenes forma
mi pensamiento y que los sentidos examinan, son mejor conocidas que esa otra
parte, no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto de la imaginación:
aunque desde luego es raro que yo conozca más clara y fácilmente cosas que
advierto dudosas y alejadas de mí, que otras verdaderas, ciertas y
pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya veo qué ocurre: mi espíritu se
complace en extraviarse, y aun no puede mantenerse en los justos límites de la
verdad. Soltémosle, pues, la rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando
de ella suave y oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad.
Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos
comprender con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No
me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un
tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo
de cera que acaba de ser sacado de la colmena: aún no ha perdido la dulzura de
la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de las flores con que ha
sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro,
frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin,
se encuentran en él todas las cosas que permiten conocer distintamente un
cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que
restaba de sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la figura se
pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede
tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece
la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces, ¿qué
es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de cera?
Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los
sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto,
el olfato, la vista, el tacto o el oído; y, sin embargo, sigue siendo la misma
cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber: que la cera no era ni esa
dulzura de miel, ni ese agradable olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura,
ni ese sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía bajo
esas formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora bien, al concebirla
precisamente así, ¿qué es lo que imagino? Fijémonos bien, y apartando todas
las cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada más
que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible
y cambiante? ¿No será que imagino que esa cera, de una figura redonda puede
pasar a otra cuadrada, y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto que la
concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no
podría ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción que
tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar.
Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente
desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor
cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor se incrementa más
aún? Y yo no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que es la
cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones según la
extensión, de todas las que yo haya podido imaginar. Debo, pues, convenir en
que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la imaginación, y sí
sólo por medio del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particular,
pues en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente. Pues bien,
¿qué es esa cera, sólo concebible por medio del entendimiento? Sin duda, es
la misma que veo, toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo
conocer. Pero lo que se trata aquí de notar es que su percepción, o la acción
por cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una imaginación, y
no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección
del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien
clara y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más a las cosas que
están en ella y de las que consta.
No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto
que mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente al error. Pues
aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, con todo
vengo a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme los términos
del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la misma cera, si está
presente, y no que pensamos que es la misma en virtud de tener los mismos color
y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco la cera por la visión de
los ojos, y no por la sola inspección del espíritu. Mas he aquí que, desde la
ventana, veo pasar unos hombres por la calle: y digo que veo hombres, como
cuando digo que veo cera; sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y
capas, que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin
embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad
de juzgar que reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos.
Pero un hombre que intenta conocer mejor que el vulgo, debe
avergonzarse de hallar motivos de duda en las maneras de hablar propias del
vulgo. Por eso prefiero seguir adelante y considerar si, cuando yo percibía al
principio la cera y creía conocerla mediante los sentidos externos, o al menos
mediante el sentido común —según lo llaman—, es decir, por medio de la
potencia imaginativa, la concebía con mayor evidencia y perfección que ahora,
tras haber examinado con mayor exactitud lo que ella es, y en qué manera puede
ser conocida. Pero sería ridículo dudar siquiera de ello, pues ¿qué habría
de distinto y evidente en aquella percepción primera, que cualquier animal no
pudiera percibir? En cambio, cuando hago distinción entre la cera y sus formas
externas, y, como si la hubiese despojado de sus vestiduras, la considero
desnuda, entonces, aunque aún pueda haber algún error en mi juicio, es cierto
que una tal concepción no puede darse sino en un espíritu humano.
Y, en fin, ¿qué diré de ese espíritu, es decir, de mí
mismo, puesto que hasta ahora nada, sino espíritu, reconozco en mí? Yo, que
parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no
me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores
distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con
mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En
efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga
yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o
pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa,
no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo
mismo, a saber, que existo yo; y si lo juzgo porque me persuade de ello mi
imaginación, o por cualquier otra causa, resultará la misma conclusión. Y lo
que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que
están fuera de mí.
Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y
distinto después de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, sino por
muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad no me
conoceré a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer y
concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún
mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además, hay tantas otras
cosas en el espíritu mismo, útiles para conocer la naturaleza, que las que,
como éstas, dependen del cuerpo, apenas si merecen ser nombradas.
Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he llegado
adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora que los cuerpos no son
propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación
ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo
porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que
nada me es más fácil de conocer que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible
deshacerse con prontitud de una opinión antigua y arraigada, bueno será que me
detenga un tanto en este lugar, a fin de que, alargando mi meditación, consiga
imprimir más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.
De Dios; que existe
Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis
sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas,
o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este
modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome
mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir,
que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama,
odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he
observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de
mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y
se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber
enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber
hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar
en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con
certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere
para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que
una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a
asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y
distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde
ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy
clara y distintamente.
Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas
y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles
eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por
medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como
claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de
esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas
estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba
percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque
verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas
de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo.
Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era
en virtud de un conocimiento que yo tuviera.
Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la
aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o
cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que
eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en
duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso Dios hubiera
podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me
parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento
esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me
veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo
me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por
el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente,
me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme
quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo
esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido
nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de
cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo,
que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que
haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que
prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión
son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder
suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la
ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador;
pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza
de cosa alguna.
Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden
de meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que
encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que
dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en cuáles
de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a
éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento
un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además,
tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien
concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, añado
asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de
este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y
otros, juicios.
Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo
en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con
propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que
imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las
afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca
hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.
Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no
errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en
ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o
conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo
como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa
exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo,
otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo.
Pues tener la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad,
o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero
si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el
presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí;
y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de
ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del
género de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas
conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su
verdadero origen. Y lo que principalmente debo hacer, en este lugar, es
considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que
están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos
objetos.
La primera de esas razones es que parece enseñármelo la
naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no
dependen de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora,
quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este
sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí, a
saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me
parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí
su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y
convincentes. Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la
palabra “naturaleza” entiendo sólo cierta inclinación que me lleva a
creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero. Ahora bien,
se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner en duda
nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando
antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia.
Porque, además, no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo
verdadero de lo falso, que pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz
natural me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la luz natural.
Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he
notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han
conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para
seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.
En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben
proceder de fuera, pues no dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro
convincente. Puesto que, al igual que esas inclinaciones de las que acabo de
hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría
también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia,
apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha
parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo,
sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme
con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que
deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en muchos casos,
que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi
espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los
sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según
ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de
la astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido
elaborada por mí de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces
mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden
ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que
procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un
juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me
ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por
medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas
o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las
cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a
saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar
no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen
proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que
representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy
distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin
duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir,
participan, por representación, de más grados de ser o perfección que
aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por
la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente,
omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa
idea —digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me
representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que
debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su
efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la
causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?
Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir
cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad,
no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y
evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman
actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la
realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede
empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí formalmente
o eminentemente todo lo que entra en la composición de la piedra (es decir, que
contenga en sí las mismas cosas, u otras más excelentes, que las que están en
la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no
es por una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como
lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea del calor
o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que
contenga en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la
piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual
o formal, no hay que juzgar por ello que esa causa tenga que ser menos real,
sino que debe saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es
tal que no exige de suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del
pensamiento, del cual es un modo. Pues bien, para que una idea contenga tal
realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de
alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta
realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay algo
que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas,
por imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está
objetivamente o por representación en el entendimiento, mediante su idea, no
puede con todo decirse que ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente,
que esa idea tome su origen de la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo
objetiva la realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma
realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que
esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser
compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de
ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las primeras y
principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea
nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar
finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté
formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la idea
está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural
me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que
pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún
caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior,
tanto más clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué
conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva
de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad
no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo
ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy
solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el
contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que
puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he
examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún
otro.
Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí
mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a
Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros
hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas que me
representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente concibo que
puedan haberse formado por la mezcla y composición de las ideas que tengo de
las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo
ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas,
nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí mismo;
pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice con la idea de
la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente;
a saber: la magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad;
la figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que
mantienen entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea,
el cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número.
En cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores,
los sabores, el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el tacto,
todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta
ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las
ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o
bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque
más arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad
propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas
cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como si
fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco
claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo
una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son
o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede
haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo
privación de calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá,
no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por
cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues
si son falsas —es decir, si representan cosas que no existen— la luz natural
me hace saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque
a mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si son verdaderas,
como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a
discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué no podría
haberlas producido yo mismo.
En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas
corpóreas, hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de
mí mismo; así, las de substancia, duración, número y otras semejantes. Pues
cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa capaz de existir
por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé muy bien que soy una cosa
pensante y no extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia),
las dos ideas parecen concordar en que representan substancias. Asimismo, cuando
pienso que existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes, y concibo
varios pensamientos cuyo número conozco, entonces adquiero las ideas de duración
y número, las cuales puedo luego transferir a cualesquiera otras cosas.
Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen
las ideas de las cosas corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la
situación y el movimiento—, cierto es que no están formalmente en mí, pues
no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de la
substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia), parece
que pueden estar contenidas en mí eminentemente.
Así
pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que
no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita,
eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí
mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues
bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más
atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda
proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según
lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en
virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia
infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que
verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una
verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así como
concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la
luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la
substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo
antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que
la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir,
que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser
más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi
naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente
falsa y puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí
por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío, y de
otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y
conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea
por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es
absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no
existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como
dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en
sí todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y
verdadero, y todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser
cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables
cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues
es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas
que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como
acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o
eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y
distinta de todas.
Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y
que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí,
de algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en
efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a
poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el infinito, y,
así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su
medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece
asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también
el de producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no
puede ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento
aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en
potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun
se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en
potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por
grados argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque
mi conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que nunca
podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado que no sea
capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en
tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy
cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que
existe sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—, sino
sólo por un ser en acto, o sea, formal.
Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea
facilísimo de conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran
pensar en ello con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi
espíritu y como cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente
la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto que yo debe
haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente, sea más
perfecto.
Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo
esa idea de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y
pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí
mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían
menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él, y ni
siquiera igual a Él.
Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo
mismo fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y
ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas
aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios.
Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso
más difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda,
mucho más difícil que yo —esto es, una cosa o substancia pensante— haya
salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de muchos
conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de esa substancia.
Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no
me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi
naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo
que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa
me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin
duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás
cosas que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante
la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se
siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el
tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin que ninguna
de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido un
poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo
momento alguna causa me produzca y —por decirlo así— me cree de nuevo, es
decir, me conserve.
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del
tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los
momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería
necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte
que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación
difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo,
para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista
también dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que una cosa que
piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta parte
de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo menos
pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este modo sé con
evidencia que dependo de algún ser diferente de mí.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios,
y que yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra
causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho
antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tanta
realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y
que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a
mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, y
poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza
divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia
de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las
razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de
existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente
todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo
como dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna otra causa distinta de
ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón, si esta segunda causa
existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último
a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede
procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me
produjo, como de la que al presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales
hayan concurrido juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo
la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de
otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar
del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que sea Dios. Pues,
muy al contrario, la unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas
que están en Dios, es una de las principales perfecciones que en Él concibo;
y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios
no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibido
también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede habérmelas
hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera procedido de suerte
que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.
Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que
tomo mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos,
eso no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y
producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo han afectado
de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar encerrado yo, es
decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede
haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse necesariamente, del
solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser sumamente
perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda
evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea.
Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado
inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se
presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco
es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder aumentarla
o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al
igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en
que yo he sido creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí
esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco
es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo
haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su
imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla
contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí
mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy
una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin
cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo
tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que
aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo
en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y
toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios
consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual
es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese
mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas
perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque
no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal
de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que
la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la
consideración de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece
oportuno detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar
debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la
incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos, que me lo
permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe que la suprema
felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad
divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque
incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es
posible en esta vida.