Parte 1
Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden,
naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones
de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra
y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o
demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado
de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes
del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una
relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden
descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que
pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo
o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides
conservarían siempre su certeza y evidencia.
No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho,
los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por
muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de
cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede
implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad
y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no
saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor
contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos
demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una
contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente.
Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de
qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y
cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los
registros de nuestra memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede
observar, ha sido poco cultivada por los antiguos y por los modernos y, por
tanto, todas nuestras dudas y errores, al realizar una investigación tan
importante, pueden ser aún más excusables, en vista de que caminamos por
senderos tan difíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resultar
útiles, por excitar la curiosidad o destruir aquella seguridad y fe implícitas
que son la ruina de todo razonamiento e investigación libre. El descubrimiento
de defectos, si los hubiera, en la filosofía común, no resultaría, supongo,
descorazonador, sino más bien una incitación, como es habitual, a intentar
algo más completo y satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público.
Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho
parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta
relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos.
Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera
que no esté presente —por ejemplo, que su amigo está en el campo o en
Francia—, daría una razón, y ésta sería algún otro hecho, como una carta
recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas previos. Un
hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta
sacaría la conclusión de que, en alguna ocasión, hubo un hombre en aquella
isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son de la misma
naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una conexión entre el
hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la
inferencia sería totalmente precaria. Oír una voz articulada y una conversación
racional en la oscuridad, nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué?
Porque éstas son efectos de producción y fabricación humanas, estrechamente
conectados con ellas. Si analizamos todos los demás razonamientos de esta índole,
encontraremos que están fundados en la relación causa-efecto, y que esta
relación es próxima o remota, directa o colateral. El calor y la luz son
efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede acertadamente inferirse
del otro.
Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión
satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de
las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento
de la causa y del efecto.
Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite
excepción, que el conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por
razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando
encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos
entre sí. Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces
naturales. Si este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el
más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de describir cualquiera de
sus causas o efectos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos facultades
racionales totalmente desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido
inferir de la fluidez y transparencia del agua, que le podría ahogar, o de la
luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela por las
cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los
efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la
experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones
de hecho.
La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden
descubrirse por la razón, sino por la experiencia, se admitirá sin dificultad
con respecto a los objetos que recordamos habernos sido alguna vez totalmente
desconocidos, puesto que necesariamente somos conscientes de la manifiesta
incapacidad en la que estábamos sumidos en ese momento para predecir lo que
surgiría de ellos. Si presentamos a un hombre, que no tiene conocimiento alguno
de filosofía natural, dos piezas de mármol pulido, nunca descubrirá que se
adhieren de tal forma que para separarlas es necesaria una gran fuerza rectilínea,
mientras que ofrecen muy poca resistencia a una presión lateral. No hay
dificultad en admitir que los sucesos que tienen poca semejanza con el curso
normal de la naturaleza son conocidos sólo por la experiencia. Nadie se imagina
que la explosión de la pólvora o la atracción de un imán podrían
descubrirse por medio de argumentos a priori. De manera semejante, cuando
suponemos que un efecto depende de un mecanismo intrincado o de una estructura
de partes desconocidas, no tenemos reparo en atribuir todo nuestro conocimiento
de él a la experiencia. ¿Quién asegurará que puede dar la razón última de
que la leche y el pan sean alimentos adecuados para el hombre, pero no para un
león o un tigre?
Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene
la misma evidencia cuando concierne a los acontecimientos que nos son familiares
desde nuestra presencia en el mundo, que tienen una semejanza estrecha con el
curso entero de la naturaleza, y que se supone dependen de las cualidades
simples de los objetos, carentes de una estructuración en partes que nos sea
desconocida. Tendemos a imaginar que podríamos descubrir estos efectos por la
mera operación de nuestra razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos
que si de improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer
momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla,
y que no tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca
de él. Tal es el influjo del hábito que, donde es más fuerte, además de
compensar nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente
porque se da en grado sumo.
Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza
y todas las operaciones de los cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por
la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes reflexiones: si se nos
presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronunciarnos acerca del
efecto que resultará de él, sin consultar observaciones previas, ¿de qué
manera, pregunto, habría de proceder la mente en esta operación? Habría de
inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar como el efecto
de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria.
La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio
o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en
consecuencia, no puede ser descubierto en él. El movimiento, en la segunda bola
de billar, es un suceso totalmente distinto del movimiento en la primera.
Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el más mínimo indicio del otro. Una
piedra o un trozo de metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae
inmediatamente. Pero, considerando la cuestión apriorísticamente, ¿hay algo
que podamos descubrir en esta situación, que pueda dar origen a la idea de un
movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en la
piedra o en el metal?
Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención
o la representación imaginativa iniciales de un determinado efecto son
arbitrarias, mientras no consultemos la experiencia; de la misma forma también
hemos de estimar el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que los
une y hace imposible que cualquier otro efecto pueda resultar de la operación
de aquella causa. Cuando veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea
recta hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola me
fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto o de un impulso,
¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos distintos podrían haberse
seguido igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas
bolas? ¿No podría la primera bola volver en línea recta a su punto de
arranque o rebotar sobre la segunda en cualquier línea o dirección? Todas esas
suposiciones son congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces, hemos de dar
preferencia a una, que no es más congruente y concebible que las demás?
Ninguno de nuestros razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento
alguno para esta preferencia.
En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su
causa. No podría, por tanto, descubrirse en su causa, y su hallazgo inicial o
representación a priori han de ser enteramente arbitrarios. E incluso después
de haber sido sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer igualmente
arbitraria, puesto que siempre hay muchos otros efectos que han de parecer
totalmente congruentes y naturales a la razón. En vano, pues, intentaríamos
determinar cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o
efecto, sin la asistencia de la observación y de la experiencia.
Con esto podemos descubrir la razón por la que ningún filósofo,
que sea razonable y modesto, ha intentado mostrar la causa última de cualquier
operación natural o exponer con claridad la acción de la fuerza que produce
cualquier efecto singular en el universo. Se reconoce que el mayor esfuerzo de
la razón humana consiste en reducir los principios productivos de los fenómenos
naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos particulares a unos
pocos generales por medio de razonamientos apoyados en la analogía, la
experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a las causas de estas
causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos
satisfacernos jamás con cualquier explicación particular de ellas. Estas
fuentes y principios últimos están totalmente vedados a la curiosidad e
investigación humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación
del movimiento mediante el impulso: éstas son probablemente las causas y
principios últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza. Y nos
podemos considerar suficientemente afortunados si somos capaces, mediante la
investigación meticulosa y el razonamiento, de elevar los fenómenos naturales
hasta estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más perfecta
filosofía de corte natural sólo despeja un poco nuestra ignorancia, así como
quizás la más perfecta filosofía de tipo moral o metafísico sólo sirve para
poner ésta al descubierto en proporciones mayores. De esta manera, la
constatación de la ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda filosofía,
y nos encontramos con ellas a cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos por
eludirlas o evitarlas.
Tampoco la geometría, cuando se la toma como auxiliar de la
filosofía natural, es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al
conocimiento de las causas últimas mediante aquella precisión en el
razonamiento por la que, con justicia, se la celebra. Todas las ramas de la
matemática aplicada operan sobre el supuesto de que determinadas leyes son
establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y se emplean razonamientos
abstractos, bien para asistir a la experiencia en el descubrimiento de estas
leyes, bien para determinar su influjo en aquellos casos particulares en que
depende de un grado determinado de distancia y cantidad. Así, es una ley del
movimiento, descubierta por la experiencia, que el ímpetu o fuerza de un móvil
es la razón compuesta o proporción de su masa y velocidad; y, por
consiguiente, que una fuerza pequeña puede desplazar el mayor obstáculo o
levantar el mayor peso si, por cualquier invención o instrumento, podemos
aumentar la velocidad de aquella fuerza, de modo que supere la contraria. La
Geometría nos asiste en la aplicación de esta ley, al darnos las medidas
precisas de todas las partes y figuras que pueden componer cualquier clase de máquina,
pero, de todas formas, el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la
experiencia, y todos los pensamientos abstractos del mundo jamás nos podrán
acercar un paso más a su conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos
meramente un objeto o causa, tal como aparece en la mente, independientemente de
cualquier observación, nunca puede sugerirnos la noción de un objeto distinto,
como lo es su efecto, ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable e
inviolable entre ellos. Muy sagaz tendría que ser un hombre para poder
descubrir, mediante razonamiento, que el cristal es el efecto del calor, y el
hielo del frío, sin conocer previamente el modo en que operan estas cualidades.
Parte 2
Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la
primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil
como la precedente, y que nos conduce a investigaciones ulteriores. Cuando se
pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de
cuestiones de hecho?, la contestación correcta parece ser: están fundados en
la relación causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el
fundamento de todos nuestros razonamientos y conclusiones acerca de esta relación?,
se puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si proseguimos en
nuestra actitud escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas
las conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede
ser más difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de
sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea cuando se enfrentan
con personas de disposición inquisitiva, que los desalojan de todas las
posiciones en que se refugian, y que con toda seguridad los conducirán
finalmente a un dilema peligroso. El mejor modo de evitar esta confusión es ser
modestos en nuestras pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de
que nos sea presentada como objeción. Así podremos convertir de algún modo
nuestra ignorancia en una especie de virtud.
Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil,
pretendiendo sólo dar una contestación negativa al problema aquí planteado.
Digo, entonces, que, incluso después de haber tenido experiencia de las
operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones, realizadas a partir de
esta experiencia, no están fundadas en el razonamiento o en proceso alguno del
entendimiento. Esta solución la debemos explicar y defender.
Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha
tenido a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el
conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que
nos oculta los poderes y principios de los que depende totalmente el influjo de
estos objetos. Nuestros sentidos nos comunican el color, peso, consistencia del
pan, pero ni los sentidos ni la razón pueden informarnos de las propiedades que
le hacen adecuado como alimento y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto
proporcionan cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que
respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo
indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden más
que cuando la comunican a otros, de ésta no podemos formarnos ni la más remota
idea. Pero, a pesar de esta ignorancia de los poderes y principios naturales,
siempre suponemos, cuando vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los
mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos
experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de color
y consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no tendríamos
escrúpulo en repetir el experimento y con seguridad preveríamos sustento y
nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un proceso de la mente o del
pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que no hay
una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por
consiguiente, que la mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito
de su conjunción constante y regular, por lo que puede conocer de su
naturaleza. Con respecto a la experiencia pasada, cabe aceptar que da información
directa y cierta solamente de aquellos objetos de conocimiento y de aquel período
preciso de tiempo que son abarcados por su acto de conocimiento. Pero por qué
esta experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por
lo que sabemos, pude ser que sólo en apariencia sean semejantes, ésta es la
cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí, que me
nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel
momento dotado de determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que
otro trozo distinto de pan también ha de nutrirme en otro momento y que las
mismas cualidades sensibles siempre han de estar acompañadas por los mismos
poderes secretos? De ningún modo parece la conclusión necesaria. Por lo menos
ha de reconocerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la mente, que se
ha dado un paso, un proceso de pensamiento y una inferencia que requiere
explicación.
Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas:
He encontrado que a tal objeto ha correspondido siempre tal efecto y preveo que
otros objetos, que en apariencia son similares, serán acompañados por efectos
similares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente
inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste
en que la inferencia es realizada por medio de una cadena de razonamientos,
deseo que se presente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos
proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la
mente llegar a tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de
razonamiento y argumentación. Lo que este término medio sea, debo confesarlo,
sobrepasa mi comprensión, e incumbe presentarlo a quienes afirman que realmente
existe y que es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las
cuestiones de hecho.
Este argumento negativo debe, desde luego, con el tiempo,
hacerse del todo convincente, si muchos hábiles y agudos filósofos orientan
sus investigaciones en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una
proposición que sirva de conexión o un paso intermedio que apoye al
entendimiento en esta conclusión. Pero como la cuestión es por ahora nueva, no
todo lector confiará tanto en su propia agudeza como para concluir que, puesto
que un razonamiento se le escapa a su investigación, por eso no está fundado
en la realidad. Por este motivo, quizá sea necesario entrar en una tarea más
difícil y, enumerando todas las ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar
que ninguna de ellas puede permitir tal razonamiento.
Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber,
el razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las relaciones de ideas y
el razonamiento moral o aquel que se refiere a las cuestiones de hecho y
existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece evidente,
puesto que no implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza
llegara a cambiar, y que un objeto, aparentemente semejante a otros que hemos
experimentado, pueda ser acompañado por efectos contrarios o distintos. ¿No
puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes, y que
en todos los demás aspectos se parece a la nieve, tiene, sin embargo, el sabor
de la sal o la sensación del fuego? ¿Hay una proposición más inteligible que
la afirmación de que todos los árboles echan brotes en diciembre y en enero, y
perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es inteligible y
puede concebirse distintamente no implica contradicción alguna, y jamás puede
probarse su falsedad por argumento demostrativo o razonamiento abstracto a
priori alguno.
Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos
de nuestra experiencia pasada, y de que la convirtiéramos en la pauta de
nuestros juicios posteriores, estos argumentos tendrían que ser tan sólo
probables o argumentos que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real,
según la distinción arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un
argumento de esta clase si se admite como sólida y satisfactoria nuestra
explicación de esta clase de razonamiento. Hemos dicho que todos los argumentos
acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro
conocimiento de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que
todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del supuesto de que
el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la demostración de este último
supuesto por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo existente,
evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello
que se pone en duda.
En realidad, todos los argumentos que se fundan en la
experiencia están basados en la semejanza que descubrimos entre objetos
naturales, lo cual nos induce a esperar efectos semejantes a los que hemos visto
seguir a tales objetos. Y, aunque nadie más que un tonto o un loco intentará
jamás discutir la autoridad de la experiencia, o desechar aquel eminente guía
de la vida humana, desde luego puede permitirse a un filósofo tener por lo
menos tanta curiosidad como para examinar el principio de la naturaleza humana
que confiere a la experiencia esta poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja
de la semejanza que la naturaleza ha puesto en objeto distintos. De causas que
parecen semejantes esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras
conclusiones experimentales. Ahora bien, parece evidente que si esta conclusión
fuera formada por la razón, sería tan perfecta al principio y en un solo caso,
como después de una larga sucesión de experiencias. Pero la realidad es muy
distinta. Nada hay tan semejante como los huevos, pero nadie, en virtud de esta
aparente semejanza, aguarda el mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después
de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo, alcanzamos seguridad y
confianza firme con respecto a un acontecimiento particular. Pero ¿dónde está
el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una conclusión muy
distinta de la que ha inferido de cien casos, en ningún modo distintos del
primero? Hago esta pregunta tanto para informarme como para plantear
dificultades. No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento alguno de esa
clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a
ponerla en mi conocimiento.
¿Debe decirse que de un número de experiencias uniformes
inferimos una conexión entre cualidades sensibles y poderes secretos? Esto
parece, debo confesar, la misma dificultad formulada en otros términos. Aun así,
reaparece la pregunta: ¿en qué proceso de argumentación se apoya esta
inferencia? ¿Dónde está el término medio, las ideas interpuestas que juntan
proposiciones tan alejadas entre sí? Se admite que el color, la consistencia y
otras cualidades sensibles del pan no parecen, de suyo, tener conexión alguna
con los poderes secretos de nutrición y sostenimiento. Pues si no, podríamos
inferir estos poderes secretos a partir de la aparición inicial de aquellas
cualidades sensibles sin la ayuda de la experiencia, contrariamente a la opinión
de todos los filósofos y de los mismos hechos. He aquí, pues, nuestro estado
natural de ignorancia con respecto a los poderes e influjos de los objetos. ¿Cómo
se remedia con la experiencia? Ésta sólo nos muestra un número de efectos
semejantes, que resultan de ciertos objetos, y nos enseña que aquellos objetos
particulares, en aquel determinado momento, estaban dotados de tales poderes y
fuerzas. Cuando se da un objeto nuevo, provisto de cualidades sensibles
semejantes, suponemos poderes y fuerzas semejantes y anticipamos el mismo
efecto. De un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan esperamos el
sustento y la nutrición correspondientes. Pero, indudablemente, se trata de un
paso o avance de la mente que requiere explicación. Cuando un hombre dice: he
encontrado en todos los casos previos tales cualidades sensibles unidas a tales
poderes secretos, y cuando dice cualidades sensibles semejantes estarán siempre
unidas a poderes secretos semejantes, no es culpable de incurrir en una tautología,
ni son estas proposiciones, en modo alguno, las mismas. Se dice que una
proposición es una inferencia de la otra, pero se ha de reconocer que la
inferencia ni es intuitiva ni tampoco demostrativa. ¿De qué naturaleza es
entonces? Decir que es experimental equivale a caer en una petición de
principio, pues toda inferencia realizada a partir de la experiencia supone,
como fundamento, que el futuro será semejante al pasado y que poderes
semejantes estarán unidos a cualidades sensibles semejantes. Si hubiera
sospecha alguna de que el curso de la naturaleza pudiera cambiar y que el pasado
pudiera no ser pauta del futuro, toda experiencia se haría inútil y no podría
dar lugar a inferencia o conclusión alguna.
Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la
experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que
todos los argumentos están fundados sobre la suposición de aquella semejanza.
Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto,
por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el
futuro lo seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los
cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta y,
consecuentemente, todos sus efectos e influjos, pueden cambiar sin que se
produzca alteración alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algunas
ocasiones y con algunos objetos: ¿por qué no puede ocurrir siempre y con todos
ellos? ¿Qué lógica, qué proceso de argumentación le asegura a uno contra
esta suposición? Mi modo de actuar, dices, refuta mis dudas. Pero, al responder
así, confundes el alcance de mi pregunta. Como agente estoy satisfecho en este
punto, pero como filósofo tocado de curiosidad, por no decir de escepticismo,
quiero conocer el fundamento de esta inferencia. Ninguna lectura, ninguna
investigación ha podido solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una cuestión
de tan gran importancia. ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al público la
dificultad, aunque quizá tenga pocas esperanzas de obtener una solución? De
esta manera, por lo menos, seremos conscientes de nuestra ignorancia, aunque no
aumentemos nuestro conocimiento.
Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no
tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de
imperdonable arrogancia. Debo admitir también que, aun si todos los sabios,
durante varias edades, se hubieran consagrado a un estudio infructuoso sobre
cualquier tema, de todas formas podría ser precipitado concluir decididamente
que el tema sobrepasa, por ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos
todas las fuentes de nuestro conocimiento y concluyésemos que son inadecuadas
para tal cuestión, aún puede quedar la sospecha de que la enumeración no sea
completa ni el examen exacto. Pero con respecto al tema en cuestión, hay
algunas consideraciones que parecen invalidar la acusación de arrogancia o la
sospecha de equivocación.
Es seguro que los campesinos más ignorantes y estúpidos, o los
niños, o incluso las bestias salvajes, hacen progresos con la experiencia y
aprenden las cualidades de los objetos naturales al observar los efectos que
resultan de ellos. Cuando un niño ha tenido la sensación de dolor al tocar la
llama de una vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela, dado
que esperará un efecto similar de una causa similar en sus cualidades y
apariencias sensibles. Si alguien asegurara, pues, que el entendimiento de un niño
es llevado a esta conclusión por cualquier proceso de argumentación o
raciocinio, con razón puedo exigirle que presente tal argumento, y no podría
tener motivo para negarse a una petición tan justa. No puede decirse que el
argumento es abstruso, y quizá escape a su investigación, puesto que admite
que resulta obvio para la capacidad de un simple niño. Si dudara por un
momento, o si tras reflexión presentase cualquier argumento complejo y
profundo, él, en cierta manera, abandonaría la cuestión, y reconocería que
no es el razonamiento el que nos hace suponer que lo pasado es semejante al
futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son semejantes.
Esta es la proposición que pretendo imponer en la presente sección. Si tengo
razón, no pretendo haber realizado un gran descubrimiento. Si estoy equivocado,
me he de reconocer un investigador muy rezagado, pues no puedo descubrir un
argumento que, según parece, me era perfectamente familiar antes de que hubiera
salido de la cuna.