En cambio, el único problema que necesita solución es, sin
duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste
no es hipotético y, por lo tanto, la necesidad representada objetivamente no
puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos.
Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por lo
tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo;
precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser
ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: “no debes
prometer falsamente”, y se admite que la necesidad de tal omisión no es un
mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: “no
debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto”,
sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como
mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas
no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se
determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca;
pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor
de la vergüenza, o acaso también el recelo obscuro de otros peligros. ¿Quién
puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta
no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera,
empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico
e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos
hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.
Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la
posibilidad de un imperativo categórico; porque aquí no tenemos la ventaja de
que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la
posibilidad nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas
provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categórico
es el único que se expresa en ley práctica, y los demás imperativos pueden
llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario
hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede
considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres
del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado
no deja a la voluntad ningún arbitrio con respecto a lo contrario y, por tanto,
lleva en sí aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.
En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la
moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad —de penetrar
y conocer la posibilidad del mismo—. Es una proposición sintético-práctica a
priori, y puesto que el conocimiento de la posibilidad de esta especie de
proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica, fácilmente se
puede inferir que no habrá de serlo menos en la práctica.
En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto
de un imperativo categórico no nos proporcionaría acaso también la fórmula
del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico;
pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo
especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto, y ello
lo dejaremos para el último capítulo.
Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de
antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero
si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene. Pues como
el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima
de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a
que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en
general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad
es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario.
El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue:
obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne
ley universal.
Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su
principio, todos los imperativos del deber, podremos —aun cuando dejemos sin
decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío— al menos
mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir.
La universalidad de la ley por la cual suceden efectos
constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la
forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por
leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede
formularse así: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu
voluntad, ley universal de la naturaleza.
Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea
un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de
determinadas leyes, entonces en ello, y sólo en ello, estaría el fundamento de
un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.
Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe
como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o
aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí
mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre
al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un
valor condicionado; pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas
sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones
mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor
absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser
racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los
objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre
condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en
la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente
relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres
racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines
en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio,
y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto).
Estos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de
nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos,
esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su
lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de
medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada
con valor absoluto; mas si todo valor fuere condicionado y, por tanto,
contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico
supremo.
Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un
imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal que,
por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin
en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por lo tanto,
pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la
naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa
necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un
principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también
todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional,
que para mí vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual,
como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la
voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que
uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro,
siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio. Vamos a ver
si esto puede llevarse a cabo.