Si la elaboración de
los conocimientos que pertenecen a la obra de la razón, lleva o no la marcha
segura de una ciencia, es cosa que puede pronto juzgarse por el éxito. Cuando
tras de numerosos preparativos y arreglos, la razón tropieza, en el momento
mismo de llegar a su fin o cuando, para alcanzar éste, tiene que volver atrás
una y otra vez y emprender un nuevo camino; asimismo, cuando no es posible poner
de acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de
perseguir el propósito común, entonces puede tenerse siempre la convicción de
que un estudio semejante está muy lejos de haber emprendido la marcha segura de
una ciencia y de que, por el contrario, es más bien un mero tanteo. Y es ya un
mérito de la razón el descubrir, en lo posible, ese camino, aunque haya que
renunciar, por vano, a mucho de lo que estaba contenido en el fin que se había
tomado antes sin reflexión.
Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura desde los tiempos
más remotos puede colegirse por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha
tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como correcciones la
supresión de algunas sutilezas inútiles o la determinación más clara de lo
expuesto, cosa empero que pertenece más a la elegancia que a la certeza de la
ciencia. Notable es también en ella el que tampoco hasta ahora hoy ha podido
dar un paso adelante. Así pues, según toda apariencia, hállase conclusa y
perfecta. Pues si algunos modernos han pensado ampliarla introduciendo capítulos,
ya psicológicos sobre las distintas facultades de conocimiento (la imaginación,
el ingenio), ya metafísicos sobre el origen del conocimiento o la especie
diversa de certeza según la diversidad de los objetos (el idealismo,
escepticismo, etc.), ya antropológicos sobre los prejuicios (sus causas y sus
remedios), ello proviene de que desconocen la naturaleza peculiar de esa
ciencia. No es aumentar sino desconcertar las ciencias el confundir los límites
de unas y otras. El límite de la lógica, empero, queda determinado con entera
exactitud, cuando se dice que es una ciencia que no expone al detalle y
demuestra estrictamente más que las reglas formales de todo pensar (sea éste a
priori o empírico, tenga el origen o el objeto que quiera, encuentre en
nuestro ánimo obstáculos contingentes o naturales).
Si la lógica ha tenido tan buen éxito, debe esta ventaja sólo
a su carácter limitado, que la autoriza y hasta la obliga a hacer abstracción
de todos los objetos del conocimiento y su diferencia. En ella, por tanto, el
entendimiento no tiene que habérselas más que consigo mismo y su forma. Mucho
más difícil tenía que ser, naturalmente, para la razón, el emprender el
camino seguro de la ciencia, habiendo de ocuparse no sólo de sí misma, sino de
objetos. Por eso la lógica, como propedéutica, constituye sólo, por decirlo
así, el vestíbulo de las ciencias y, cuando se habla de conocimiento, se
supone ciertamente una lógica para el juicio de los mismos, pero su adquisición
ha de buscarse en las propias y objetivamente llamadas ciencias.
Ahora bien, por cuanto en éstas ha de haber razón, es preciso
que en ellas algo sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al
objeto de dos maneras: o bien para determinar simplemente el objeto y su
concepto (que tiene que ser dado por otra parte) o también para hacerlo
efectivo. El primero es conocimiento teórico; el segundo, conocimiento práctico
de la razón. La parte pura de ambos, contenga mucho o contenga poco, es decir,
la parte en donde la razón determina su objeto completamente a priori,
tiene que ser primero expuesta sola, sin mezclarse lo que procede de otras
fuentes; pues administra mal quien gasta ciegamente los ingresos, sin poder
distinguir luego, en los apuros, qué parte de los ingresos puede soportar el
gasto y qué otra parte hay que librar de él.
La matemática y la física son los dos conocimientos teóricos
de la razón que deben determinar sus objetos a priori; la primera, con
entera pureza; la segunda, con pureza al menos parcial, pero entonces según la
medida de otras fuentes cognoscitivas que las de la razón.
La matemática ha marchado por el camino seguro de una ciencia,
desde los tiempos más remotos que alcanzan la historia de la razón humana, en
el admirable pueblo griego. Mas no hay que pensar que le haya sido tan fácil
como a la lógica, en donde la razón no tiene que habérselas más que consigo
misma, encontrar, o mejor dicho, abrirse ese camino real; más bien creo que ha
permanecido durante largo tiempo en meros tanteos (sobre todo entre los
egipcios) y que ese cambio es de atribuir a una revolución, que la feliz
ocurrencia de un solo hombre llevó a cabo, en un ensayo, a partir del cual, el
carril que había de tomarse ya no podía fallar y la marcha segura de una
ciencia quedaba para todo tiempo y en infinita lejanía, emprendida y señalada.
La historia de esa revolución del pensamiento, mucho más importante que el
descubrimiento del camino para doblar el célebre cabo, y la del afortunado que
la llevó a bien, no nos ha sido conservada. Sin embargo, la leyenda que nos
transmite Diógenes Laercio, quien nombra al supuesto descubridor de los
elementos mínimos de las demostraciones geométricas, elementos, que según el
juicio común, no necesitan siquiera de prueba, demuestra que el recuerdo del
cambio efectuado por el primer descubrimiento de este nuevo camino, debió de
parecer extraordinariamente importante a los matemáticos y por eso se hizo
inolvidable. El primero que demostró el triángulo isósceles (háyase llamado
Tales o como se quiera), percibió una luz nueva; pues encontró que no tenía
que inquirir lo que veía en la figura o aun en el mero concepto de ella y, por
decirlo así, aprender de ella sus propiedades, sino que tenía que producirla,
por medio de lo que, según conceptos, él mismo había pensado y expuesto en
ella a priori (por construcción), y que para saber seguramente algo a
priori, no debía atribuir nada a la cosa, a no ser lo que se sigue
necesariamente de aquello que él mismo, conformemente a su concepto, hubiese
puesto en ella.
La física tardó mucho más tiempo en encontrar el camino de la
ciencia; pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del juicioso Bacon
de Verulam ocasionó en parte —o quizá más bien dio vida, pues ya se andaba
tras él— el descubrimiento, que puede igualmente explicarse por una rápida
revolución antecedente en el pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo
en cuanto se funda sobre principios empíricos.
Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo
peso había él mismo determinado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un
peso que de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua;
cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y ésta a su vez en metal,
sustrayéndoles y devolviéndoles algo, entonces percibieron todos los físicos
una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma
produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de juicios, según
leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no
empero dejarse conducir como con andadores; pues de otro modo, las observaciones
contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de antemano, no pueden
venir a conexión en una ley necesaria, que es, sin embargo, lo que la razón
busca y necesita. La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus
principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener
el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensando según aquellos
principios; así conseguirá ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad
de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez
autorizado, que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace.
Y así, la misma física debe tan provechosa revolución de su pensamiento a la
ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conformemente a lo que la
razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella y de lo cual por sí
misma no sabría nada. Sólo así ha logrado la física entrar en el camino
seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos no había sido más que un
mero tanteo.
La metafísica, conocimiento especulativo de la razón,
enteramente aislado, que se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia
mediante meros conceptos (no como la matemática mediante aplicación de los
mismos a la intuición), y en donde, por tanto, la razón debe ser su
propio discípulo, no ha tenido hasta ahora la fortuna de emprender la marcha
segura de una ciencia; a pesar de ser más vieja que todas las demás y a pesar
de que subsistiría aunque todas las demás tuvieran que desaparecer enteramente
sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en ella tropieza la razón
continuamente, incluso cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas
leyes que la experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil
veces el camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo
que se refiere a la unanimidad de sus partidarios, tan lejos está aún de ella,
que más bien es un terreno que parece propiamente destinado a que ellos
ejerciten sus fuerzas en un torneo, en donde ningún campeón ha podido nunca
hacer la más mínima conquista y fundar sobre su victoria una duradera posesión.
No hay pues duda alguna de que su método, hasta aquí, ha sido un mero tanteo
y, lo que es peor, un tanteo entre meros conceptos.
Ahora bien, ¿a qué obedece que no se haya podido aún
encontrar aquí un camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por
qué la Naturaleza ha introducido en nuestra razón la incansable tendencia a
buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más ¡cuán poco
motivo tenemos para confiar en nuestra razón si, en una de las partes más
importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos
entretiene con ilusiones, para acabar engañándonos! O bien, si sólo es que
hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué señales nos permiten esperar
que en una nueva investigación seremos más felices que lo han sido otros
antes?
Yo debiera creer que los ejemplos de la matemática y de la física,
ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado a ser
lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos reflexionar sobre la
parte esencial de la transformación del pensamiento que ha sido para ellas tan
provechosa y se imitasen aquí esos ejemplos, al menos como ensayo, en cuanto lo
permite su analogía, como conocimientos de razón, con la metafísica. Hasta
ahora se admitía que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los
objetos; pero todos los ensayos para decidir a priori algo sobre éstos,
mediante conceptos, por donde sería extendido nuestro conocimiento, aniquilábanse
en esa suposición. Ensáyese, pues, una vez si no adelantaremos más en los
problemas de la metafísica, admitiendo que los objetos tienen que regirse por
nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de
un conocimiento a priori de dichos objetos, que establezca algo sobre
ellos antes de que nos sean dados. Ocurre con esto como con el primer
pensamiento de Copérnico, quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos
celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor
del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar
vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede
hacer un ensayo semejante por lo que se refiere a la intuición de los objetos.
Si la intuición tuviera que regirse por la constitución de los objetos, no
comprendo cómo se pueda a priori saber algo de ella. ¿Rígese empero el
objeto (como objeto de los sentidos) por la constitución de nuestra facultad de
intuición? Entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad. Pero como no
puedo permanecer atenido a esas intuiciones, si han de llegar a ser
conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones, a algo como
objeto, y determinar éste mediante aquéllas, puedo por tanto: o bien admitir
que los conceptos, mediante los cuales llevo a cabo esta determinación, se
rigen también por el objeto y entonces caigo de nuevo en la misma perplejidad
sobre el modo como pueda saber a priori algo del él; o bien admitir que
los objetos, o lo que es lo mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos
(como objetos dados) conocidos, se rige por esos conceptos y entonces veo
enseguida una explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de
conocimiento que exige entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún antes
de que me sean dados objetos, por lo tanto a priori, regla que se expresa
en conceptos a priori, por los que tienen pues que regirse necesariamente
todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar. En lo
que concierne a los objetos, en cuanto son pensados sólo por la razón y
necesariamente, pero sin poder (al menos tales como la razón los piensa) ser
dados en la experiencia, proporcionarán, según esto, los ensayos de pensarlos
(pues desde luego han de poderse pensar) una magnífica comprobación de lo que
admitimos como método transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a
priori de las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en ellas.
Este ensayo tiene un éxito conforme al deseo y promete a la
metafísica, en su primera parte (es decir en la que se ocupa de conceptos a
priori, cuyos objetos correspondientes pueden ser dados en la experiencia en
conformidad con ellos), la marcha segura de una ciencia. Pues según este cambio
del modo de pensar, puede explicarse muy bien la posibilidad de un conocimiento a
priori y, más aún, proveer de pruebas satisfactorias las leyes que están
a priori a la base de la naturaleza, como conjunto de los objetos de la
experiencia; ambas cosas eran imposibles según el modo de proceder hasta ahora
seguido. Pero de esta deducción de nuestra facultad de conocer a priori,
en la primera parte de la metafísica, despréndese un resultado extraño y al
parecer muy desventajoso para el fin total de la misma, que ocupa la segunda
parte, y es a saber: que con esa facultad no podemos salir jamás de los límites
de una experiencia posible, cosa empero que es precisamente el fin más
importante de esa ciencia. Pero en esto justamente consiste el experimento para
comprobar la verdad del resultado de aquella primera apreciación de nuestro
conocimiento a priori de razón, a saber: que éste se aplica sólo a los
fenómenos y, en cambio considera la cosa en sí misma, si bien efectivamente
real por sí, como desconocida para nosotros. Pues lo que nos impulsa a ir
necesariamente más allá de los límites de la experiencia y de todos los fenómenos,
es lo incondicionado, que necesariamente y con pleno derecho pide la razón, en
las cosas en sí mismas, para todo condicionado, exigiendo así la serie
completa de las condiciones. Ahora bien, ¿encuéntrase que, si admitimos que
nuestro conocimiento de experiencia se rige por los objetos como cosas en sí
mismas, lo incondicionado no puede ser pensado sin contradicción y que en
cambio, desaparece la contradicción si admitimos que nuestra representación de
las cosas, como ellas nos son dadas, no se rige por ellas como cosas en sí
mismas, sino que más bien estos efectos, como fenómenos, se rigen por nuestro
modo de representación? ¿Encuéntrase, por consiguiente, que lo incondicionado
ha de hallarse no en las cosas en cuanto las conocemos (nos son dadas), pero sí
en ellas en cuanto no las conocemos, o sea como cosas en sí mismas? Pues
entonces se muestra que lo que al comienzo admitíamos sólo por vía de ensayo,
está fundado. Ahora bien, después de haber negado a la razón especulativa
todo progreso en ese campo de lo suprasensible, quédanos por ensayar si ella no
encuentra, en su conocimiento práctico, datos para determinar aquel concepto
trascendente de razón, aquel concepto de lo incondicionado y, de esa manera,
conformándose al deseo de la metafísica, llegar más allá de los límites de
toda experiencia posible con nuestro conocimiento a priori, aunque sólo
en un sentido práctico. Con su proceder, la razón especulativa nos ha
proporcionado, por lo menos, sitio para semejante ampliación, aunque haya
tenido que dejarlo vacío, autorizándonos por tanto, más aún, exigiéndonos
ella misma que lo llenemos, si podemos, con sus datos prácticos.
En ese ensayo de variar el proceder que ha seguido hasta ahora
la metafísica, emprendiendo con ella una completa revolución, según los
ejemplos de los geómetras y físicos, consiste el asunto de esta crítica de la
razón pura especulativa. Es un tratado del método, no un sistema de la ciencia
misma; pero sin embargo, bosqueja el contorno todo de la ciencia, tanto en lo
que se refiere a sus límites, como también a su completa articulación
interior. Pues la razón pura especulativa tiene en sí esto de peculiar, que
puede y debe medir su propia facultad, según la diferencia del modo como elige
objetos para el pensar; que puede y debe enumerar completamente los diversos
modos de proponerse problemas y así trazar el croquis entero de un sistema de
metafísica. Porque, en lo que a lo primero atañe, nada puede ser atribuido a
los objetos en el conocimiento a priori, sino lo que el sujeto pensante
toma de sí mismo; y, en lo que toca a lo segundo, es la razón pura
especulativa, con respecto a los principios del conocimiento, una unidad
totalmente separada, subsistente por sí, en la cual cada uno de los miembros
está, como en un cuerpo organizado, para todos los demás, y todos para uno, y
ningún principio puede ser tomado con seguridad, en una relación, sin haberlo
al mismo tiempo investigado en la relación general con todo el uso puro de la
razón. Por eso tiene la metafísica una rara fortuna, de la que no participa
ninguna otra ciencia de razón que trate de objetos (pues la lógica ocúpase sólo
de la forma del pensamiento en general); y es que si por medio de esta crítica
queda encarrilada en la marcha segura de una ciencia, puede comprender
enteramente el campo de los conocimientos a ella pertenecientes y terminar por
tanto su obra, dejándola para el uso de la posteridad, como una construcción
completa; porque no trata más que de principios y de las limitaciones de su
uso, que son determinadas por aquellos mismos. A esta integridad está pues
obligada como ciencia fundamental, y de ella debe poder decirse: nil actum
reputans, si quid superesset agendum.
Pero se preguntará:
¿Cuál es ese tesoro que pensamos dejar a la posteridad con semejante metafísica,
depurada por la crítica, y por ella también reducida a un estado inmutable? En
una ligera vista general de esta obra se creerá percibir que su utilidad no es
más que negativa, la de no atrevernos nunca, con la razón especulativa, a
salir de los límites de la experiencia; y en realidad, tal es su primera
utilidad. Ésta empero se torna pronto en positiva, por cuanto se advierte que
esos principios, con que la razón especulativa se atreve a salir de sus límites,
tienen por indeclinable consecuencia, en realidad, no una ampliación, sino,
considerándonos más de cerca, una reducción de nuestro uso de la razón: ya
que ellos realmente amenazan ampliar descomedidamente los límites de la
sensibilidad, a que pertenecen propiamente, y suprimir así del todo el uso puro
(práctico) de la razón. Por eso, una crítica que limita la sensibilidad, si
bien en este sentido es negativa, sin embargo, en realidad, como elimina de ese
modo al mismo tiempo un obstáculo que limita y hasta amenaza aniquilar el uso
puro práctico, resulta de una utilidad positiva, y muy importante, tan pronto
como se adquiere la convicción de que hay un uso práctico absolutamente
necesario de la razón pura (el moral), en la cual ésta se amplía
inevitablemente más allá de los límites de la sensibilidad; para ello no
necesita, es cierto, ayuda alguna de la especulativa, pero sin embargo, tiene
que estar asegurada contra su reacción, para no caer en contradicción consigo
misma. Disputar a este servicio de la crítica su utilidad positiva sería tanto
como decir que la policía no tiene utilidad positiva alguna, pues que su
ocupación principal no es más que poner un freno a las violencias que los
ciudadanos pueden temer unos de otros, para que cada uno vague a sus asuntos en
paz y seguridad. Que espacio y tiempo son sólo formas de la intuición
sensible, y por tanto sólo condiciones de la existencia de las cosas como fenómenos;
que nosotros, además, no tenemos conceptos del entendimiento y, por tanto,
tampoco elementos para el conocimiento de las cosas, sino en cuanto a esos
conceptos puede serles dada una intuición correspondiente; que
consiguientemente nosotros no podemos tener conocimiento de un objeto como cosa
en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de la intuición sensible,
es decir, como fenómeno; todo esto queda demostrado en la parte analítica de
la crítica. De donde se sigue, desde luego, la limitación de todo posible
conocimiento especulativo de la razón a los meros objetos de la experiencia.
Sin embargo, y esto debe notarse bien, queda siempre la reserva
de que esos mismos objetos, como cosas en sí, aunque no podemos conocerlos,
podamos al menos pensarlos. Pues si no, seguiríase la proposición absurda de
que habría fenómeno sin algo que aparece. Ahora bien, vamos a admitir que no
se hubiere hecho la distinción, que nuestra crítica ha considerado necesaria,
entre las cosas como objetos de la experiencia y esas mismas cosas como cosas en
sí. Entonces el principio de la causalidad y por tanto el mecanismo de una
naturaleza en la determinación de la misma, tendría que valer para todas las
cosas en general como causas eficientes. Por lo tanto, de uno y el mismo ser, v.
gr. del alma humana, no podría yo decir que su voluntad es libre y que al mismo
tiempo, sin embargo, está sometida a la necesidad natural, es decir, que no es
libre, sin caer en una contradicción manifiesta; porque habría tomado el alma,
en ambas proposiciones, en una y la misma significación, a saber, como cosa en
general (como cosa en sí misma). Y, sin previa crítica, no podría tampoco
hacer de otro modo. Pero si la crítica no ha errado, enseñando a tomar el
objeto en dos significaciones, a saber, como fenómeno y como cosa en sí misma;
si la deducción de sus conceptos del entendimiento es exacta y por tanto el
principio de la causalidad se refiere sólo a las cosas tomadas en el primer
sentido, es decir, a objetos de la experiencia, sin que estas cosas en su
segunda significación le estén sometidas; entonces, una y la misma voluntad es
pensada, en el fenómeno (las acciones visibles), como necesariamente conforme a
la ley de la naturaleza y en este sentido como no libre, y sin embargo, por otra
parte, en cuanto pertenece a una cosa en sí misma, como no sometida a esa ley y
por tanto como libre, sin que aquí se cometa contradicción. Ahora bien, aunque
mi alma, considerada en este último aspecto, no la puedo conocer por razón
especulativa (y menos aún por la observación empírica), ni por tanto puedo
tampoco conocer la libertad, como propiedad de un ser a quien atribuyo efectos
en el mundo sensible, porque tendría que conocer ese ser como determinado según
su existencia, y, sin embargo, no en el tiempo (cosa imposible, pues no puedo
poner intuición alguna bajo mi concepto), sin embargo, puedo pensar la
libertad, es decir, que la representación de ésta no encierra contradicción
alguna, si son ciertas nuestra distinción crítica de ambos modos de
representación (el sensible y el intelectual) y la limitación consiguiente de
los conceptos puros del entendimiento y por tanto de los principios que de ellos
dimanan.
Ahora bien, supongamos que la moral presupone necesariamente la
libertad (en el sentido más estricto) como propiedad de nuestra voluntad,
porque alega a priori principios que residen originariamente en nuestra
razón, como datos de ésta, y que serían absolutamente imposibles sin la
suposición de la libertad; supongamos que la razón especulativa haya
demostrado, sin embargo, que la libertad no se puede pensar en modo alguno,
entonces necesariamente aquella presuposición, es decir, la moral, debería
ceder ante ésta, cuyo contrario encierra una contradicción manifiesta y por
consiguiente la libertad y con ella la moralidad (pues su contrario no encierra
contradicción alguna, a no ser que se haya ya presupuesto la libertad) deberían
dejar el sitio al mecanismo natural. Mas para la moral no necesito más sino que
la libertad no se contradiga a sí misma y que, por tanto, al menos sea
pensable, sin necesidad de penetrarla más, y que no ponga pues obstáculo
alguno al mecanismo natural de una y la misma acción (tomada en otra relación);
resulta, pues, que la teoría de la moralidad mantiene su puesto y la teoría de
la naturaleza el suyo, cosa que no hubiera podido ocurrir si la crítica no nos
hubiera previamente enseñado nuestra inevitable ignorancia respecto de las
cosas en sí mismas y no hubiera limitado a meros fenómenos lo que podemos
conocer teóricamente. Esta misma explicación de la utilidad positiva de los
principios críticos de la razón pura, puede hacerse con respecto al concepto
de Dios y de la naturaleza simple de nuestra alma. La omito, sin embargo, en
consideración a la brevedad. Así pues, no puedo siquiera admitir a Dios, la
libertad y la inmortalidad para el uso práctico necesario de mi razón, como no
cercene al mismo tiempo a la razón especulativa su pretensión de conocimientos
trascendentes. Porque ésta para llegar a tales conocimientos, tiene que
servirse de principios que no alcanzan en realidad más que a objetos de la
experiencia posible, y por tanto, cuando son aplicados, sin embargo, a lo que no
puede ser objeto de la experiencia, lo transforman realmente siempre en fenómeno
y declaran así imposible toda ampliación práctica de la razón pura. Tuve
pues que anular el saber, para reservar un sitio a la fe; y el dogmatismo de la
metafísica, es decir, el prejuicio de que puede avanzarse en metafísica sin crítica
de la razón pura, es la verdadera fuente de todo descreimiento opuesto a la
moralidad, que siempre es muy dogmático.
Así pues, no siendo difícil, con una metafísica sistemática,
compuesta según la pauta señalada por la crítica de la razón pura, dejar un
legado a la posteridad, no es éste un presente poco estimable. Basta comparar
lo que es la cultura de la razón mediante la marcha segura de una ciencia, con
el tanteo sin fundamento y el vagabundeo superficial de la misma sin crítica; o
advertir también cuánto mejor empleará aquí su tiempo una juventud deseosa
de saber, que el dogmatismo corriente, que inspira tan tempranos y poderosos
alientos, ya para sutilizar cómodamente sobre cosas de que no entiende nada y
en las que no puede, como no puede nadie en el mundo, conocer nada, ya para
acabar inventando nuevos pensamientos y opiniones, sin cuidarse de aprender
ciencias sólidas. Pero sobre todo se reconocerá el valor de la crítica, si se
tiene en cuenta la inapreciable ventaja de poner un término, para todo el
porvenir, a los ataques contra la moralidad y la religión, de un modo socrático,
es decir, por medio de la prueba clara de la ignorancia de los adversarios. Pues
alguna metafísica ha habido siempre en el mundo y habrá de haber en adelante;
pero con ella también surgirá una dialéctica de la razón pura, pues es
natural a ésta. Es pues el primer y más importante asunto de la filosofía,
quitarle todo influjo perjudicial, de una vez para siempre, cegando la fuente de
los errores.
Tras esta variación importante en el campo de las ciencias y la
pérdida que de sus posesiones, hasta aquí imaginadas, tiene que soportar la
razón especulativa, todo lo que toca al interés universal humano y a la
utilidad que el mundo ha sacado hasta hoy de las enseñanzas de la razón pura,
sigue en el mismo provechoso estado en que estuvo siempre. La pérdida alcanza sólo
al monopolio de las escuelas, pero de ningún modo al interés de los hombres.
Yo pregunto al dogmático más inflexible si la prueba de la duración de
nuestra alma después de la muerte, por la simplicidad de la sustancia; si la de
la libertad de la voluntad contra el mecanismo universal, por las sutiles, bien
que impotentes distinciones entre necesidad práctica subjetiva y objetiva; si
la de la existencia de Dios por el concepto de un ente realísimo (de la
contingencia de lo mudable y de la necesidad de un primer motor) han llegado jamás
al público, después de salir de las escuelas y han tenido la menor influencia
en la convicción de las gentes. Y si esto no ha ocurrido, ni puede tampoco
esperarse nunca, por lo inadecuado que es el entendimiento ordinario del hombre
para tan sutil especulación; si, en cambio, en lo que se refiere al alma, la
disposición que todo hombre nota en su naturaleza, de no poder nunca
satisfacerse con lo temporal (como insuficiente para las disposiciones de todo
su destino) ha tenido por sí sola que dar nacimiento a la esperanza de una vida
futura; si en lo que se refiere a la libertad, la mera presentación clara de
los deberes, en oposición a las pretensiones todas de las inclinaciones, ha
tenido por sí sola que producir la conciencia de la libertad; si, finalmente en
lo que a Dios se refiere, la magnífica ordenación, la belleza y providencia
que brillan por toda la Naturaleza ha tenido, por sí sola, que producir la fe
en un sabio y grande creador del mundo, convicción que se extiende en el público
en cuanto descansa en fundamentos racionales; entonces estas posesiones no sólo
siguen sin ser estorbadas, sino que ganan más bien autoridad, porque las
escuelas aprenden, desde ahora, a no preciarse de tener, en un punto que toca al
interés universal humano, un conocimiento más elevado y amplio que el que la
gran masa (para nosotros dignísima de respeto) puede alcanzar tan fácilmente,
y a limitarse por tanto a cultivar tan sólo esas pruebas universalmente
comprensibles y suficientes en el punto de consideración moral. La variación
se refiere, pues, solamente a las arrogantes pretensiones de las escuelas, que
desean en esto (como hacen con razón en otras muchas cosas) se las tenga por únicas
conocedoras y guardadoras de semejantes verdades, de las cuales sólo comunican
al público el uso, y guardan para sí la clave (quod mecum nescit, solus
vult scire videri). Sin embargo, se ha tenido en cuenta aquí una equitativa
pretensión del filósofo especulativo. Éste sigue siempre siendo el exclusivo
depositario de una ciencia, útil al público que la ignora, a saber, la crítica
de la razón, que no puede nunca hacerse popular. Pero tampoco necesita serlo;
porque, así como el pueblo no puede dar entrada en su cabeza como verdades útiles,
a los bien tejidos argumentos, de igual modo nunca llegan a su sentido las
objeciones contra ellos, no menos sutiles. En cambio, como la escuela y asimismo
todo hombre que se eleve a la especulación, cae inevitablemente en argumentos y
réplicas, está aquella crítica obligada a prevenir de una vez para siempre,
por medio de una investigación fundamentada de los derechos de la razón
especulativa, el escándalo que tarde o temprano ha de sentir el pueblo, por las
discusiones en que los metafísicos (y, como tales, también, al fin, los
sacerdotes) sin crítica se complican irremediablemente y que falsean después
sus mismas doctrinas. Sólo por medio de esta crítica pueden cortarse de raíz
el materialismo, el fatalismo, el ateísmo, el descreimiento de los
librepensadores, el misticismo y la superstición, que pueden ser universalmente
dañinos; finalmente también el idealismo y el escepticismo, que son peligros más
para las escuelas y que no pueden fácilmente llegar al público. Si los
gobiernos encuentran oportuno el ocuparse de los negocios de los sabios, lo más
conforme a su solícita presidencia sería, para las ciencias como para los
hombres, favorecer la libertad de una crítica semejante, única que puede dar a
las construcciones de la razón un suelo firme, que sostener el ridículo
despotismo de las escuelas que levantan una gran gritería sobre los peligros públicos,
cuando se rasgan sus telarañas, que el público sin embargo, jamás ha conocido
y cuya pérdida por lo tanto no puede nunca sentir.
La crítica no se opone al proceder dogmático de la razón en
su conocimiento puro como ciencia (pues ésta ha de ser siempre dogmática, es
decir, estrictamente demostrativa por principios a priori, seguros), sino
al dogmatismo, es decir, a la pretensión de salir adelante sólo con un
conocimiento puro por conceptos (el filosófico), según principios tales como
la razón tiene en uso desde hace tiempo, sin informarse del modo y del derecho
con que llega a ellos. Dogmatismo es, pues, el proceder dogmático de la razón
pura, sin previa crítica de su propia facultad. Esta oposición, por lo tanto,
no ha de favorecer la superficialidad charlatana que se otorga el pretencioso
nombre de ciencia popular, ni al escepticismo, que despacha la metafísica toda
en un proceso sumario. La crítica es más bien el arreglo previo necesario para
el fomento de una bien fundada metafísica, como ciencia, que ha de ser
desarrollada, por fuerza, dogmáticamente, y según la exigencia estricta,
sistemáticamente, y, por lo tanto, conforme a escuela (no popularmente). Exigir
esto a la crítica es imprescindible, ya que se obliga a llevar su asunto
completamente a priori, por tanto a entera satisfacción de la razón
especulativa. En el desarrollo de ese plan, que la crítica prescribe, es decir,
en el futuro sistema de la metafísica, debemos, pues, seguir el severo método
del famoso Wolf, el más grande de todos los filósofos dogmáticos, que dio el
primero el ejemplo (y así creó el espíritu de solidez científica, aún vivo
en Alemania) de cómo, estableciendo regularmente los principios, determinando
claramente los conceptos, administrando severamente las demostraciones y
evitando audaces saltos en las consecuencias, puede emprenderse la marcha segura
de una ciencia. Y por eso mismo fuera él superiormente hábil para poner en esa
situación una ciencia como la metafísica, si se le hubiera ocurrido prepararse
el campo previamente por medio de una crítica del órgano, es decir, de la razón
pura misma: defecto que no hay que atribuir tanto a él como al modo de pensar
dogmático de su tiempo y sobre el cual los filósofos de éste, como de los
anteriores tiempos, nada tienen que echarse en cara. Los que rechacen su modo de
enseñar y al mismo tiempo también el proceder de la crítica de la razón
pura, no pueden proponerse otra cosa que rechazar las trabas de la Ciencia,
transformar el trabajo en juego, la certeza en opinión y la filosofía en
filodoxia.
Por lo que se refiere a esta segunda edición, no he querido,
como es justo, dejar pasar la ocasión, sin corregir en lo posible las
dificultades u oscuridades de donde puede haber surgido más de una mala
interpretación que hombres penetrantes, quizá no sin culpa mía, han
encontrado al juzgar este libro. En las proposiciones mismas y sus pruebas, así
como en la forma e integridad del plan, nada he encontrado que cambiar; cosa que
atribuyo en parte al largo examen a que los he sometido antes de presentar este
libro al público, y en parte también a la constitución de la cosa misma, es
decir, a la naturaleza de una razón pura especulativa, que tiene una verdadera
estructura, donde todo es órgano, es decir, donde todos están para uno y cada
uno para todos y donde, por tanto, toda debilidad por pequeña que sea, falta
(error) o defecto, tiene que advertirse imprescindiblemente en el uso. Con esta
inmutabilidad se afirmará también, según espero, este sistema en adelante.
Esta confianza la justifica no la presunción, sino la evidencia que produce el
experimento, por la igualdad del resultado cuando partimos de los elementos mínimos
hasta llegar al todo de la razón pura y cuando retrocedemos del todo (pues éste
también es dado por sí mediante el propósito final en lo práctico) a cada
parte, ya que el ensayo de variar aun sólo la parte más pequeña, introduce
enseguida contradicciones no sólo en el sistema, sino en la razón universal
humana.
Pero en la exposición hay aún mucho que hacer y he intentado
en esta edición correcciones que han de poner remedio a la mala inteligencia de
la estética (sobre todo en el concepto del tiempo), a la oscuridad de la
deducción de los conceptos del entendimiento, al supuesto defecto de suficiente
evidencia en las pruebas de los principios del entendimiento puro, y finalmente
a la mala interpretación de los paralogismos que preceden a la psicología
racional. Hasta aquí (es decir, hasta el final del capítulo primero de la dialéctica
trascendental) y no más, extiéndense los cambios introducidos en el modo de
exposición, porque el tiempo me venía corto y, en lo que quedaba por revisar,
no han incurrido en ninguna mala inteligencia quienes han examinado la obra con
conocimiento del asunto y con imparcialidad. Éstos, aunque no puedo nombrarlos
aquí con las alabanzas a que son acreedores, notarán por sí mismos en los
respectivos lugares, la consideración con que he escuchado sus observaciones.
Esa corrección ha sido causa empero de una pequeña pérdida para el lector, y
no había medio de evitarla, sin hacer el libro demasiado voluminoso. Consiste
en que varias cosas que, sin bien no pertenecen esencialmente a la integridad
del todo, pudiera, sin embargo, más de un lector echarlas de menos con
disgusto, porque pueden ser útiles en otro sentido, han tenido que ser
suprimidas o compendiadas, para dar lugar a esta exposición, más comprensible
ahora, según yo espero. En el fondo, con respecto a las proposiciones e incluso
a sus pruebas, esta exposición no varía absolutamente nada. Pero en el método
de presentarlas, apártase de vez en cuando de la anterior de tal modo, que no
podía llevar a cabo por medio de nuevas adiciones. Esta pequeña pérdida que
puede además subsanarse, cuando se quiera, con sólo cotejar esta edición con
la primera queda compensada con creces, según yo espero, por la mayor
comprensibilidad de ésta.
He notado, con alegría, en varios escritos públicos (ora con
ocasión de dar cuenta de algunos libros, ora en tratados particulares), que el
espíritu de profundidad no ha muerto en Alemania. La gritería de la nueva
moda, que practica una genialoide libertad en el pensar, lo ha acallado tan sólo
por poco tiempo, y los espinosos senderos de la crítica, que conducen a una
ciencia de la razón pura, ciencia de escuela, pero sólo así duradera y por
ende altamente necesaria, no han impedido a valerosos clarividentes ingenios,
adueñarse de ella. A estos hombres de mérito, que unen felizmente a la
profundidad del conocimiento el talento de una exposición luminosa (talento de
que yo precisamente carezco), abandono la tarea de acabar mi trabajo, que en ese
respecto puede todavía dejar aquí o allá algo que desear; pues el peligro, en
este caso, no es el de ser refutado, sino el de no ser comprendido. Por mi parte
no puedo de aquí en adelante entrar en discusiones, aunque atenderé con sumo
cuidado todas las indicaciones de amigos y de enemigos, para utilizarlas en el
futuro desarrollo del sistema, conforme a esta propedéutica.
Cógenme estos trabajos en edad bastante avanzada (en este mes
cumplo sesenta y cuatro años); y si quiero realizar mi propósito, que es
publicar la metafísica de la naturaleza y la de la moralidad, como confirmación
de la exactitud de la crítica de la razón especulativa y la de la práctica,
he de emplear mi tiempo con economía, y confiarme, tanto para la aclaración de
las oscuridades, inevitables al principio en esta obra, como para la defensa del
todo, a los distinguidos ingenios, que se han compenetrado con mi labor. Todo
discurso filosófico puede ser herido en algún sitio aislado (pues no puede
presentarse tan acorazado como el discurso matemático); pero la estructura de
sistema, considerada en unidad, no corre con ello el menor peligro, y abarcarla
con la mirada, cuando el sistema es nuevo, es cosa para la cual hay pocos que
tengan la aptitud del espíritu y, menos aún, que posean el gusto de usarla,
porque toda innovación les incomoda. También, cuando se arrancan trozos
aislados y se separan del conjunto, para compararlos después unos con otros,
pueden descubrirse en todo escrito, y más aún si se desarrolla en libre
discurso, contradicciones aparentes, que a los ojos de quien se confía al
juicio de otros, lanzan una luz muy desfavorable sobre el libro.
Pero quien se haya adueñado de la idea del todo, podrá
resolverlas muy fácilmente. Cuando una teoría tiene consistencia, las acciones
y reacciones que al principio la amenazaban con grandes peligros, sirven, con el
tiempo, sólo para aplanar sus asperezas y si hombres de imparcialidad,
conocimiento y verdadera popularidad se ocupan de ella, proporciónanle también
en poco tiempo la necesaria elegancia.