KANT
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración?
En Kant: Filosofía de la Historia. Ed. Nova.
Buenos Aires.
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de
edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la
incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno
mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un
defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse
con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten
valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha
librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes),
permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la
cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo
ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza
mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así
sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no
tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como
la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen
por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos
tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante
superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que
estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en
que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar
solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas
habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común
producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante
experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la
minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado
afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio
entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan
a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas:
instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes
naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda
de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima
zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu,
logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí
mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En
efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos,
hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de
haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una
estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene:
la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los
tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a
someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de
toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar
prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o
propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente.
Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo
personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará
por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán
nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor
parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y,
por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la
libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio.
Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate!
El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único
señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis,
pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad.
Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la
fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser
libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso
privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se
obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por
uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y
ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al
empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de
una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes
al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los
cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo,
para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia
fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos.
Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita
obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de
una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la
estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en
sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las
ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por
ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se
pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia
o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede
prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los
defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El
ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto
que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede
ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales).
Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como
docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o
injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a
enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a
que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como
docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus
ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los
defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones
relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a
la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de
conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto
conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria
libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar
de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra
Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados
argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de
proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero
se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en
ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria
a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su
función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que
renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es
meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión
familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre,
ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como
docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es
decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de
una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en
nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones
espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de
desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la
Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los
holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo
invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de
sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría
eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que
excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí
mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder
supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede
obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea
imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos
de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la
naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese
progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos
decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo
lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un
pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por
así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo,
una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo,
cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran
tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito,
acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la
intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente
y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de
todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades
que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los
conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que
quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues,
perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido
unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe
ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida
de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la
humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la
posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo,
puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer;
pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún
con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados
derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo,
menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad
legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el
monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se
concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí
mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de
algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los
otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son
capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se
agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección
gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus
pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo
dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est
supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para
amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido
sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época
ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía
falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean
capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio
entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el
campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos
para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de
edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto
de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de
Federico”.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que
sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión,
sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre
de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad
lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en
sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad
para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de
conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus
deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre
y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo
aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún
deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también
exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos
externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia
constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad,
no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la
comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio
trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del
hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es
culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los
que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus
súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que
ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de
un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y
comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que
los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente
al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa
legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También
en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que
nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras
y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les
garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no
es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis,
pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas
humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en
ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la
libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites
infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión
de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha
desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación
y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el
modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de
una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como
provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que
una máquina.