LEIBNIZ
Monadología
(Leibniz: Monadología.Universidad Complutense, Madrid)
1. La mónada, de que vamos a hablar en este tratado, no es sino
una substancia simple, que entra a formar los compuestos; simple quiere decir
sin partes.
2. Tiene que haber substancias simples, puesto que hay
compuestas; pues lo compuesto no es más que un montón, o aggregatum, de
simples.
3. Ahora bien, donde no hay partes, no puede haber ni extensión,
ni figura, ni divisibilidad. Y las tales mónadas son los verdaderos átomos de
la naturaleza y, en una palabra, los elementos de las cosas.
4. Tampoco es de temer la disolución, y no es concebible manera
alguna por la cual pueda una substancia simple perecer naturalmente.
5. Por la misma razón, no hay tampoco manera por la cual una
substancia simple pueda comenzar naturalmente, puesto que no puede formarse por
composición.
6. Puede decirse, por lo tanto, que las mónadas comienzan y
acaban de una vez, es decir, que sólo pueden comenzar por creación y acabar
por aniquilamiento; en cambio, lo compuesto comienza y acaba por partes.
7. Tampoco hay medio de explicar cómo una mónada pueda ser
alterada o cambiada en su interior por otra criatura, puesto que nada puede
transponerse a ella, ni puede concebirse en ella ningún movimiento interno,
capaz de ser excitado, dirigido, aumentado o disminuido, como ello es posible en
los compuestos, en los cuales hay cambios entre las partes. Las mónadas no
tienen ventanas por donde algo pueda entrar o salir. Los accidentes no pueden
desprenderse de las substancias, ni andar fuera de ellas, como antiguamente hacían
las especies sensibles de los Escolásticos.
Así pues, en una mónada no puede entrar de fuera ni substancia
ni accidente alguno.
8. Sin embargo, es preciso que las mónadas tengan algunas
cualidades, pues de lo contrario no serían ni siquiera seres. Y si las
substancias simples no difirieran por sus cualidades, no habría medio de
apercibirse de ningún cambio en las cosas; puesto que lo que hay en el
compuesto no puede proceder sino de los ingredientes simples; y si las mónadas
careciesen de cualidades, serían indistinguibles unas de otras, ya que, en
cantidad, no difieren; y, por consiguiente, supuesto lo lleno, un lugar
cualquiera no recibiría nunca, en el movimiento, sino lo equivalente de lo que
había tenido, y un estado de las cosas sería indiscernible de otro.
9. Y hasta es preciso que cada mónada sea diferente de otra
cualquiera. Porque no hay nunca en la naturaleza dos seres que sean
perfectamente el uno como el otro y en los cuales no sea posible hallar una
diferencia interna, o fundada en una denominación intrínseca.
10. También doy por concedido que todo ser creado está sujeto
a cambio, y, por consiguiente, también la mónada que asimismo es creada, e
incluso que el tal cambio es continuo en cada una.
11. Síguese de lo que acabamos de decir que los cambios
naturales de las mónadas vienen de un principio interno, puesto que ninguna
causa externa puede influir en su interior.
12. Pero también es preciso que, además del principio del
cambio, haya un detalle de lo que cambia, que haga, por decirlo así, la
especificación y la variedad de las substancias simples.
13. Ese detalle debe envolver una muchedumbre en la unidad o en
lo simple. Pues en todo cambio natural, ya que se verifica por grados, hay algo
que cambia y algo que permanece; y, por consiguiente, es preciso que en la
substancia simple haya una pluralidad de afecciones y relaciones, aunque en ella
no haya partes.
14. El estado transitorio que envuelve y representa una
muchedumbre en la unidad o en la substancia simple no es otra cosa que la
llamada percepción, la cual debe distinguirse de la apercepción o consciencia,
como se verá más adelante. En esto es en lo que los Cartesianos han fallado
mucho, por no haber tenido en cuenta las percepciones de que no nos apercibimos.
Y esto es lo que les ha inducido a creer que sólo los espíritus eran mónadas,
y que no había almas de los animales ni otras entelequias; y por eso han
confundido, como el vulgo, un largo desmayo con la muerte misma, por la cual han
caído también en el prejuicio escolástico de las almas enteramente separadas,
y hasta han confirmado a los ingenios mal dispuestos en la opinión de que las
almas mueren.
15. La acción del principio interno que verifica el cambio o tránsito
de una percepción a otra, puede llamarse apetición; ciertamente, el apetito no
puede conseguir siempre enteramente toda la percepción a que tiende; pero
siempre obtiene algo de ella y consigue percepciones nuevas.
16. Nosotros mismos experimentamos una muchedumbre en la
substancia simple, cuando hallamos que el menor pensamiento de que nos
apercibimos envuelve una variedad en el objeto. Así pues, todos los que
reconocen que el alma es una substancia simple, deben reconocer esa muchedumbre
en la mónada; y Bayle no debiera haber hallado en esto dificultad, como lo ha
hecho, en su Diccionario, artículo “Rorarius”.
17. Es forzoso, además, confesar que la percepción, y lo que
de ella depende, es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por las
figuras y los movimientos. Si se finge una máquina cuya estructura la haga
pensar, sentir, tener percepción, podrá concebirse aumentada, conservando las
mismas proporciones, de suerte que pueda entrarse en ella como en un molino.
Supuesta tal máquina, no hallaremos, si la visitamos por dentro, más que
piezas empujándose unas a otras; pero nunca nada que explique una percepción.
Así pues, habrá que buscar esa explicación en la substancia
simple y no en lo compuesto o máquina. Por eso, en la substancia simple no
puede hallarse nada más que esto: las percepciones y sus cambios. Y sólo en
esto pueden consistir también todas las acciones internas de las substancias
simples.
18. Podría darse el nombre de entelequia a todas las sustancias
simples o mónadas creadas, pues tienen en sí mismas cierta perfección, y hay
en ellas una suficiencia que las hace fuente de sus acciones internas y, por
decirlo así, autómatas incorpóreos.
19. Si queremos dar el nombre de alma a todo aquello que posee
percepciones y apetitos, en el sentido general que acabo de explicar, todas las
substancias simples o mónadas creadas podrían llamarse almas; pero como el
sentimiento es algo más que una simple percepción, concedo que el nombre
general de mónadas y entelequias baste para las substancias simples que sólo
contengan eso; llámense entonces almas solamente a aquellas cuya percepción es
más distinta y va acompañada de memoria.
20. Pues en nosotros mismos experimentamos estados en los que de
nada nos acordamos y no tenemos ninguna percepción distinguida; como cuando
desfallecemos o nos quedamos profundamente dormidos, sin soñar. En este estado,
el alma no difiere sensiblemente de una simple mónada; pero como no es duradero
tal estado, y sale el alma de él, resulta que ésta es algo más.
21. Y no se sigue que entonces la substancia simple se halle
desprovista de toda percepción. Esto no puede ser, por las razones ya dichas;
pues no podría perecer, no podría asimismo subsistir sin ninguna afección, la
cual no es otra cosa que su percepción; pero cuando hay gran multitud de pequeñas
percepciones, en las que nada es distinguido, queda uno como aturdido; del mismo
modo que, cuando se dan muchas vueltas rápidamente en un mismo sentido,
sobreviene un vértigo, que puede llegar al desvanecimiento, y que no nos
permite distinguir nada. Y la muerte puede dar ese estado por algún tiempo a
los animales.
22. Todo estado presente de una substancia simple es
naturalmente una consecuencia de su estado anterior, de tal suerte que el
presente está preñado del porvenir.
23. Por lo tanto, si una vez vuelto del desvanecimiento, se
apercibe uno de las percepciones, es preciso que inmediatamente antes las haya
tenido, aunque sin apercibirse de ellas; porque una percepción no puede
proceder naturalmente sino de otra percepción, como un movimiento no puede
proceder naturalmente sino de otro movimiento.
24. De donde se ve que, si no tuviésemos nada distinguido y,
por decirlo así, levantado y de más alto gusto en nuestras percepciones, estaríamos
de continuo en desvanecimiento. Y éste es el estado de las mónadas desnudas.
25. Así vemos que la naturaleza ha dado a los animales
percepciones elevadas, por el cuidado que ha tenido de proveerlos de órganos
que reúnan varios rayos de luz o varias ondulaciones del aire, para que cobren
en esa unión una mayor eficacia. Algo parecido hay en el olor, en el gusto y en
el tacto, y aun quizá en muchos otros sentidos que desconocemos. Y más
adelante explicaré cómo lo que sucede en el alma representa lo que se está
haciendo en los órganos.
26. La memoria proporciona a las almas una suerte de consecución,
que imita a la razón, pero que debe distinguirse de ésta. Así vemos que los
animales, cuando tienen la percepción de alguna cosa que les hiere fuertemente
y de la cual ya antes han tenido una percepción semejante, aguardan, por una
representación de su memoria, que suceda otra cosa que estuvo unida a la
percepción anterior y se sienten impelidos a experimentar los mismos
sentimientos que experimentaron anteriormente. Por ejemplo, si a un perro se le
enseña un palo, se acuerda del dolor que le ha causado, aúlla y sale
corriendo.
27. La imaginación fuerte, que les hiere y conmueve, proviene o
de la magnitud o de la muchedumbre de las percepciones precedentes. Pues muchas
veces una impresión fuerte hace súbitamente el efecto de una larga costumbre o
de numerosas percepciones medianas, pero reiteradas.
28. Los hombres se conducen como los animales en tanto en cuanto
las consecuciones de sus percepciones obedecen sólo al principio de la memoria;
se parecen a los médicos empíricos, que poseen la práctica sin la teoría; y
en las tres cuartas partes de nuestros actos somos empíricos. Por ejemplo,
cuando aguardamos la llegada del nuevo día, lo hacemos por empiria, porque
siempre ha ocurrido así. Sólo el astrónomo lo juzga por razón.
29. Pero el conocimiento de las verdades necesarias y eternas es
lo que nos distingue de los simples animales y nos hace poseedores de la razón
y de las ciencias, elevándonos hasta el conocimiento de nosotros mismos y de
Dios.
Y esto es lo que, en nosotros, se llama alma racional o espíritu.
30. También por medio del conocimiento de las verdades
necesarias y sus abstracciones nos elevamos hasta los actos reflexivos, que nos
hacen pensar en lo que llamamos el yo y considerar que esto o aquello se halla
en nosotros; y así, al pensar en nosotros mismos, pensamos en el ser, en la
Substancia, en lo simple y en lo compuesto, en lo inmaterial y en Dios mismo,
concibiendo que lo que en nosotros es limitado, carece, en Dios, de límites. Y
los tales actos reflexivos nos dan los principales objetos de nuestros
razonamientos.
31. Nuestros razonamientos se fundan en dos grandes principios:
el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra
contradicción, y verdadero lo opuesto o contradictorio a lo falso.
32. Y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos
que ningún hecho puede ser verdadero o existente y ninguna enunciación
verdadera, sin que de ello haya una razón bastante para que así sea y no de
otro modo. Aunque las más veces esas razones no puedan ser conocidas por
nosotros.
33. También hay dos suertes de verdades: las de razonamiento y
las de hecho. Las verdades de razonamiento son necesarias y su opuesto es
imposible; y las de hecho son contingentes, y su opuesto es posible. Cuando una
verdad es necesaria, puede hallarse su razón por medio del análisis, resolviéndola
en ideas y verdades más simples, hasta llegar a las primitivas.
34. Así, los matemáticos reducen por análisis los teoremas
especulativos y los cánones prácticos a las definiciones, axiomas y
postulados.
35. Y hay, por último, ideas simples, cuya definición no puede
darse; también hay axiomas y postulados o, en una palabra, principios
primitivos, que no pueden ser demostrados y no lo necesitan; son enunciados idénticos,
cuya oposición encierra una contradicción expresa.
36. Pero la razón suficiente debe encontrarse también en las
verdades contingentes o de hecho, es decir, en la serie de las cosas dispersas
por el universo de las criaturas; en el cual la resolución en razones
particulares podría llegar a un ilimitado número de detalles, a causa de la
variedad inmensa de las cosas de la naturaleza y de la división de los cuerpos
hasta lo infinito. Hay una infinidad de figuras y de movimientos presentes y
pretéritos que entran en la causa eficiente de mi escritura presente; y hay una
infinidad de pequeñas inclinaciones y disposiciones de mi alma, presentes y
pretéritas, que entran en la causa final.
37. Y como todo ese complejo de detalles encierra a su vez más
detalles contingentes anteriores, es decir, otros más detallados, cada uno de
los cuales exige asimismo, si se quiere dar razón de él, un análisis
semejante, resulta que no hemos adelantado nada; la razón suficiente o última
deberá hallarse, pues, fuera de la secuencia o series del detalle de las
contingencias, por infinito que pudiera ser.
38. Y así la razón última de las cosas debe hallarse en una
substancia necesaria, en la cual el detalle de los cambios esté sólo
eminentemente, como en su origen; y esto es lo que llamamos Dios.
39. Y siendo esta substancia una razón suficiente de todo aquel
detalle, el cual por todas partes está enlazado y trabado, resulta que sólo
hay un Dios y este Dios basta a todo.
40. Puede también juzgarse que esa substancia suprema, única,
universal y necesaria, fuera de la cual nada hay que sea independiente de ella,
y que es una consecuencia simple del ser posible, debe ser incapaz de admitir límites
y ha de contener tanta realidad cuanta sea posible.
41. De donde se sigue que Dios es absolutamente perfecto, no
siendo la perfección sino la magnitud de la realidad positiva, tomada
precisamente, poniendo aparte los límites o linderos en las cosas que los
tienen. Y donde no hay límites, es decir, en Dios, la perfección es
absolutamente infinita.
42. Síguese también que las criaturas tienen sus perfecciones
en la influencia de Dios y sus imperfecciones en su propia naturaleza, incapaz
de carecer de límites; que en esto es en lo que se distinguen de Dios. Esta
imperfección original de las criaturas se advierte en la inercia natural de los
cuerpos.
43. También es verdad que en Dios está no sólo el origen de
las existencias, sino el de las esencias, en cuanto que son reales, o sea, de lo
que hay de real en la posibilidad. Y es así, porque el entendimiento de Dios es
la región de las verdades eternas o de las ideas, de las que dependen, y sin él
ninguna realidad habría en las posibilidades, y no sólo no habría nada
existente, sino aun nada posible.
44. Pues si hay realidad en las esencias o posibilidades o también
en las verdades eternas, es preciso que esa realidad esté fundada en algo
existente y actual; y, por consiguiente, en la existencia del ser necesario, en
la cual la esencia contiene la existencia, o en la cual basta que algo sea
posible para que sea actual.
45. Así, pues, Dios sólo (o el ser necesario) posee el
privilegio de que basta que sea posible para que tenga que existir. Y como nada
puede oponerse a la posibilidad de lo que no tiene límites, ni negación, ni,
por consiguiente, contradicción, esto es suficiente para que conozcamos a
priori la existencia de Dios. También hemos probado esa existencia por medio de
la realidad de las verdades eternas. Pero también acabamos de probarla a
posteriori, puesto que existen seres contingentes, los cuales no hallan su razón
última y suficiente sino en el ser necesario, que tiene en sí mismo la razón
de su existencia.
46. Sin embargo, no debe imaginarse nadie, como lo hacen
algunos, que siendo las verdades eternas dependientes de Dios, son arbitrarias y
dependen de su voluntad, como parece haber pensado Descartes y, tras él, el señor
Poiret. Esto es cierto sólo tratándose de las verdades contingentes, cuyo
principio es la conveniencia o elección de lo mejor; las verdades necesarias,
empero, dependen únicamente del entendimiento divino, cuyo objeto interno son.
47. Así, pues, Dios sólo es la unidad primitiva o substancia
simple originaria, y todas las mónadas creadas o derivativas son producciones
suyas, y nacen, por decirlo así, por fulguraciones continuas de la Divinidad de
momento en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, a la cual
pertenece esencialmente el ser limitada.
48. Hay en Dios potencia, que es como la fuente de todo; luego
conocimiento, que encierra el detalle de las ideas, y, por último, voluntad,
que efectúa los cambios o producciones, según el principio de lo mejor. Y esto
responde a lo que, en las mónadas creadas, constituye el sujeto o base, la
facultad perceptiva y la facultad apetitiva. Pero en Dios esos atributos son
absolutamente infinitos o perfectos; y en las mónadas creadas o en las
entelequias (o perfectihabies, que así traducía este vocablo Hermolao Bárbaro),
no son sino imitaciones de Dios, según la perfección que tienen.
49. De la criatura dícese que hace u obra exteriormente, en
cuanto que posee perfección, y que padece, en cuanto que es imperfecta. Así se
atribuye acción a la mónada, en cuanto que tiene percepciones distintas, y
pasión, en cuanto que las tiene confusas.
50. Y una criatura es más perfecta que otra cuando en ella se
encuentra lo que sirve para dar razón a priori de lo que sucede en la otra, y
por esto se dice que actúa sobre ella.
51. Pero, en las substancias simples, no hay sino una influencia
ideal de una mónada sobre otra, lo cual no puede tener efecto a no ser por
intervención de Dios, en cuanto que, en las ideas de Dios, una mónada
solicita, con razón, que Dios, al regular las demás, desde el comienzo de las
cosas, la tenga en cuenta. En efecto, puesto que una mónada creada no puede
tener influencia física en el interior de otra, sólo por aquel medio podrá
haber dependencia de una a otra.
52. Y por esto, entre las criaturas, las acciones y pasiones son
mutuas. Pues Dios, comparando dos substancias simples, halla en cada una de
ellas razones que le obligan a acomodar la otra a la primera; y, por
consiguiente, lo que en ciertos respectos es activo, es pasivo visto desde otro
punto de vista: activo, en cuanto que lo que se conoce distintamente en ello
sirve para dar razón de lo que sucede en otro, y pasivo, en cuanto que la razón
de lo que en ello sucede se encuentra en lo que se conoce distintamente en otro.
53. Ahora bien, habiendo una infinidad de mundos posibles en las
ideas de Dios, y no pudiendo existir más que uno solo, se precisa que haya una
razón suficiente de la elección de Dios que le determine a éste mejor que a
aquél.
54. Y esta razón no puede hallarse sino en la conveniencia o en
los grados de perfección que contengan esos mundos, puesto que cada posible
tiene derecho a pretender la existencia en proporción de la perfección que
encierre.
55. Y ésta es la causa de que exista lo mejor; la sabiduría de
Dios lo conoce, su bondad lo elige y su poder lo produce.
56. Este enlace, pues, o acomodo de todas las cosas creadas con
una y de una con todas las demás, hace que cada substancia simple tenga
relaciones que expresan todas las demás, y sea, por consiguiente, un viviente
espejo perpetuo del universo.
57. Y así como una misma ciudad, vista por diferentes partes,
parece otra y resulta como multiplicada en perspectiva, así también sucede
que, por la multitud infinita de substancias simples, hay como otros tantos
universos diferentes, los cuales no son, sin embargo, sino perspectivas de uno
solo, según los diferentes puntos de vista de cada mónada.
58. Y esta es la manera de conseguir la mayor variedad posible
con el mayor orden posible; es decir, es la manera de obtener cuanta perfección
es posible.
59. Así, sólo esta hipótesis —que me atrevo a decir está
demostrada— realza como es debido la grandeza de Dios. Y esto lo reconoció
Bayle al presentar objeciones contra ella en su Diccionario —artículo
“Rorarius”—, en donde llegó casi a creer que yo concedía demasiado a
Dios y más aún de lo que es posible. Pero no pudo adelantar razón alguna por
la cual sea imposible esa armonía universal, que hace que toda substancia
exprese exactamente a todas las demás, por las relaciones que con ellas
mantiene.
60. Además, en lo que acabo de decir se ven las razones a
priori de por qué las cosas no pueden ser de otro modo.
Porque Dios, al arreglarlo todo, ha tenido en cuenta cada parte,
y especialmente cada mónada, cuya naturaleza, siendo representativa, no podría
nada limitarla a representar sólo una parte de las cosas, aunque es verdad que
esta representación es solamente confusa en el detalle de todo el Universo y no
puede ser distinta sino en una pequeña parte de las cosas, es decir, en
aquellas que son las más próximas o las más grandes, con respecto a cada mónada;
que, si no, cada mónada sería una Divinidad. No en el objeto, sino en la
modificación del conocimiento del objeto son limitadas las mónadas. Todas,
confusamente, van al infinito, al todo; pero son limitadas y distinguidas por
los grados de las percepciones distintas.
61. Y los compuestos, en esto, simbolizan o se conforman con los
simples. Pues como todo es lleno, lo cual hace que la materia esté trabada
toda, y como, además, en lo lleno todo movimiento produce un efecto en los
cuerpos distantes, según la distancia, de tal suerte que un cuerpo no solamente
es afectado por los cuerpos que lo tocan y no sólo se resiente en cierto modo
de lo que a estos sucede, sino que también, por medio de ellos, recibe el
influjo de los que tocan a los primeros, por los cuales es inmediatamente
tocado, se sigue que esta comunicación se transmite a cualquier distancia. Y,
por consiguiente, todo cuerpo resiente los efectos de cuanto pasa en el
universo, de tal modo, que aquél que todo lo ve podría leer en uno lo que en
todos sucede y aun lo que ha sucedido y sucederá, advirtiendo en el presente lo
lejano, tanto en los tiempos como en los lugares: sympnoia panta, («todo
conspira») que decía Hipócrates. Pero un alma no puede leer en sí misma sino
aquello tan sólo que en ella está representado distintamente, y no puede de un
golpe desenvolver todos sus repliegues, que llegan al infinito.
62. Así, pues, aunque cada mónada creada representa el
universo entero, sin embargo, representa más distintamente el cuerpo que
particularmente le es afectado y cuya entelequia constituye; y como este cuerpo
expresa el universo todo, por la conexión de toda la materia llena, el alma
representa también el universo todo, al representar el cuerpo que le pertenece
de modo particular.
63. El cuerpo perteneciente a una mónada, que es su entelequia
o su alma, constituye con la entelequia lo que puede llamarse un viviente, y con
el alma, lo que puede llamarse un animal. Ahora bien, este cuerpo de un viviente
o de un animal es siempre orgánico, pues siendo toda mónada un espejo del
universo, a su manera, y hallándose el universo arreglado en perfecto orden,
precisa que haya también un orden en el representante, es decir, en las
percepciones del alma, y, por consiguiente, en el cuerpo, según el cual el
universo está representado.
64. Así en cada cuerpo orgánico de un viviente hay una suerte
de máquina divina o un autómata natural que sobrepuja infinitamente a todos
los autómatas artificiales.
Porque una máquina hecha por el arte humano no es máquina en
todas sus partes. Por ejemplo, el diente de una rueda de metal tiene partes o
fragmentos que no son ya, para nosotros, nada artificial ni poseen nada que
tenga carácter de máquina con respecto al uso a que la rueda está destinada.
Pero las máquinas de la naturaleza, o sea, los cuerpos vivos, son máquinas
hasta en sus más mínimas partes, hasta el infinito. Esta es la diferencia
entre la naturaleza y el arte; es decir, entre el arte divino y el humano.
65. Y el Autor de la naturaleza ha podido hacer este artificio
divino e infinitamente maravilloso porque cada parte de la materia no sólo es
divisible al infinito, como lo han reconocido los antiguos, sino que está
actualmente subdividida sin fin en otras partes, cada una de las cuales tiene un
movimiento propio, que de otro modo sería imposible que cada porción de la
materia pudiera expresar el universo todo.
66. Por donde se ve que en la más mínima parte de la materia
hay un mundo de criaturas, de vivientes, animales, entelequias, almas.
67. Cada parte de la materia puede ser concebida como un jardín
lleno de plantas y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta,
cada miembro del animal, cada gota de sus humores es también como ese jardín o
ese estanque.
68. Y aunque la tierra y el aire, que hay entre las plantas del
jardín, o el agua, que hay entre los peces del estanque, no son ni planta ni
pez, contienen, sin embargo, otras plantas y otros peces, tan sutiles, empero,
casi siempre, que no podemos percibirlos.
69. Así, no hay nada inculto, estéril y muerto en el universo;
el caos y la confusión son sólo aparentes; como si se mira un estanque a
cierta distancia, desde la cual se vislumbra un movimiento confuso y, por
decirlo así, un revoltijo de peces, sin llegar a discernir los peces mismos.
70. Se ve, pues, que todo cuerpo vivo tiene una entelequia
principal, que es el alma, en el animal; pero los miembros de ese cuerpo vivo
están llenos de otros vivientes: plantas, animales, cada uno de los cuales
tiene a su vez su entelequia o su alma principal.
71. Mas no debemos imaginarnos, como hacen algunos, que han
interpretado mal mi pensamiento, que cada alma tiene una masa o parte de materia
propia, adscrita a ella para siempre, y que posee, por lo tanto, otros vivientes
inferiores, destinados siempre a su servicio. Pues todos los cuerpos están en
perpetuo flujo, como los ríos, y unas partes entran en ellos y otras salen de
ellos continuamente.
72. Así, el alma cambia de cuerpo poco a poco y por grados, de
suerte que no se ve despojada nunca de un golpe de todos sus órganos; hay a
menudo metamorfosis en los animales, pero nunca metempsícosis ni transmigración
de las almas; ni tampoco hay almas totalmente separadas, ni genios sin cuerpo. Sólo
Dios está enteradamente desprovisto de él.
73. Y esto es lo que hace que nunca haya tampoco ni generación
entera ni perfecta muerte, en rigor, consistente en la separación del alma. Y
lo que llamamos generaciones son desenvolvimientos y acrecentamientos, y lo que
llamamos muertes son envolvimientos y disminuciones.
74. Los filósofos se han visto muy perplejos en la cuestión de
los orígenes de las formas, entelequias o almas; pero hoy, habiéndose
advertido, por exactas investigaciones hechas sobre las plantas, los insectos y
los animales, que los cuerpos orgánicos de la naturaleza no son nunca productos
de un caos o de una putrefacción, sino siempre de simientes, en las cuales había,
sin duda cierta preformación, se ha juzgado que no sólo el cuerpo orgánico
estaba en ellas antes de la concepción, sino también que había un alma en ese
cuerpo y, en una palabra, estaba el animal mismo, y que, por medio de la
concepción, el animal sólo quedó dispuesto para una gran transformación y
llegar a ser un animal de otra especie. Algo semejante a esto se ve, aparte de
la generación, cuando, v.g., los gusanos se tornan moscas y las orugas,
mariposas.
75. Los animales, algunos de los cuales se elevan al grado de
animales mayores por medio de la concepción, pueden llamarse espermáticos;
pero los que permanecen en su especie, esto es, la mayor parte de ellos, nacen,
se multiplican y son destruidos como los grandes animales, y sólo un pequeño número
de elegidos pasan a más amplio teatro.
76. Mas todo esto era solamente media verdad; he juzgado pues,
que si el animal no comienza nunca naturalmente, tampoco acaba naturalmente, y
no sólo no habrá generación, sino tampoco destrucción completa, ni muerte,
en rigor. Estos razonamientos, hechos a posteriori y sacados de las
experiencias, concuerdan perfectamente con mis principios deducidos a priori en
lo que antecede.
77. Así puede decirse que no sólo el alma —espejo de un
indestructible universo— es indestructible, sino el animal mismo, aunque su máquina
perezca a menudo en parte y reciba o abandone orgánicos despojos.
78. Estos principios me han proporcionado la manera de explicar
naturalmente la unión o la conformidad del alma y del cuerpo orgánico. Sigue
el alma sus propias leyes y el cuerpo también las suyas propias, y se
encuentran en virtud de la armonía preestablecida entre las substancias, puesto
que todas son las representaciones de un mismo universo.
79. Las almas obran según las leyes de las causas finales, por
apeticiones, fines y medios. Los cuerpos obran según las leyes de las causas
eficientes o movimientos. Y ambos reinos, el de las causas eficientes y el de
las causas finales, son armónicos entre sí.
80. Descartes ha reconocido que las almas no pueden dar fuerza a
los cuerpos porque hay siempre en la materia la misma cantidad de fuerza. Sin
embargo, ha creído que el alma podía cambiar la dirección de los cuerpos.
Pero es porque en su tiempo no se conocía aún la ley de la naturaleza según
la cual se conserva la misma dirección total en la materia. Si Descartes la
hubiese advertido, hubiera venido a parar a mi sistema de la armonía
preestablecida.
81. Este sistema hace que los cuerpos obren como si —por
imposible— no hubiese almas, y que las almas obren como si no hubiese cuerpos,
y que ambos obren como si uno no influyese en el otro.
82. En cuanto a los espíritus o almas racionales, aun cuando yo
creo que en el fondo lo mismo hay en todos los vivientes y animales, como
acabamos de decir —a saber: que el animal y el alma no comienzan sino con el
mundo ni tampoco acaban sino con el mundo—, sin embargo, en los animales
racionales hay esto de particular, que sus animalitos espermáticos, mientras no
son más que eso, tienen sólo almas ordinarias o sensitivas; pero cuando los
elegidos, por decirlo así, llegan, mediante concepción actual, a la humana
naturaleza, sus almas sensitivas se elevan al grado de la razón y a la
prerrogativa de los espíritus.
83. Entre otras diferencias que hay entre las almas ordinarias y
los espíritus, algunas de las cuales ya he indicado, hay ésta además: que las
almas en general son espejos vivientes o imágenes del universo de las
criaturas; pero los espíritus son, además, imágenes de la Divinidad misma o
del mismo Autor de la naturaleza; son capaces de conocer el sistema del universo
y de imitar algo de él en ciertas muestras arquitectónicas, siendo cada espíritu
como una pequeña divinidad en su departamento.
84. Y por esto son los espíritus capaces de entrar en una como
sociedad con Dios, el cual, con respecto a ellos, es no solamente lo que un
inventor con respecto a su máquina (que Dios lo es con respecto a sus
criaturas), sino lo que un Príncipe con respecto a sus súbditos o hasta un
padre a sus hijos.
85. De donde fácilmente se concluye que la reunión de todos
los espíritus debe formar la ciudad de Dios; es decir, el más perfecto estado
posible bajo el más perfecto de los monarcas.
86. Esta ciudad de Dios, esta monarquía verdaderamente
universal, es un mundo moral en el mundo natural, y lo más elevado y sublime
que hay en las obras de Dios, y en ello consiste verdaderamente la gloria de
Dios, ya que no habría tal gloria si su grandeza y bondad no fueran conocidas y
admiradas por los espíritus; y también la bondad la tiene propiamente Dios con
relación a esta ciudad divina, en tanto que su Sabiduría y su Potencia se
muestran por doquiera.
87. Y así como hemos establecido anteriormente una armonía
perfecta entre dos reinos naturales, el de las causas eficientes y el de las
finales, debemos notar aquí también otra armonía entre el reino físico de la
naturaleza y el reino moral de la gracia; es decir, entre Dios considerado como
arquitecto de la máquina del universo y Dios considerado como monarca de la
ciudad divina de los espíritus.
88. En virtud de esta armonía, las cosas conducen a la gracia
por las sendas mismas de la naturaleza, y este globo, por ejemplo, debe ser
destruido y reparado, por vía natural, en los momentos en que lo requiera el
gobierno de los espíritus, para castigo de unos y recompensa de otros.
89. Puede decirse también que Dios como arquitecto satisface en
todo a Dios como legislador, y así los pecados deben llevar consigo su
penitencia, por orden de naturaleza y en virtud de la estructura mecánica de
las cosas; y asimismo, las hermosas acciones conseguirán sus recompensas por
conductos mecánicos, con relación a los cuerpos, aun cuando esto no pueda ni
deba suceder siempre en el acto.
90. Por último, bajo ese gobierno perfecto, no habría acción
buena sin recompensa, ni acción mala sin castigo; y todo debe parar en el bien
de los buenos, es decir, de los que en este gran Estado no se hallan
descontentos, de los que fían en la providencia, después de haber cumplido con
su deber, y aman e imitan como es debido al Autor de todo bien, complaciéndose
en considerar sus perfecciones según la naturaleza del puro amor verdadero, que
nos hace saborear la felicidad de lo amado. Por eso, los que son sabios y
virtuosos trabajan en todo lo que parece conforme con la voluntad divina
presunta o antecedente, conformándose, sin embargo, con lo que Dios ordena que
suceda efectivamente, por su voluntad secreta, consiguiente y decisiva;
reconociendo que si pudiéramos entender bien el orden del universo, hallaríamos
que sobrepuja los más sabios anhelos y que es imposible tornarlo mejor de lo
que es, no sólo para el todo en general, sino aun para nosotros mismos en
particular, si nos adherimos como es debido al Autor de todo, no sólo como
arquitecto y causa eficiente de nuestro ser, sino también como maestro y causa
final, que debe constituir el objeto entero de nuestra voluntad y sólo puede
cimentar nuestra ventura.