¿Eres un escéptico recalcitrante?, ¿un
cientificista convencido?, ¿estás cansado de responder al enésimo
tópico sobre conspiraciones de la CIA o científicos fascistas de
cráneo hermético?
Si te invade la sensación de deja vu cada vez que te enfrentas
a los mismos argumentos, si te parece revivir el día de la marmota
cuando te enfrentas a falacias tan repetitivas que se podrían
responder con una plantilla prefabricada, quizá te sean útiles mis
respuestas a estas FAF (Frequently Argumented Falacies).
CUATRO TÓPICOS PSEUDOCIENTÍFICOS SOBRE LA CIENCIA
Una característica de la pseudociencia es
su ambigüedad con respecto a la verdadera ciencia: por un lado, la
imita tomando prestado su prestigio, por otro, la ataca recurriendo
siempre a los mismos tópicos cuando ésta señala sus disparates. La
ciencia resulta infalible o mentirosa según la conveniencia de los
pseudocientíficos. En mis conversaciones y lecturas me he encontrado
cientos de veces con estos argumentos falaces en contra de la
ciencia. Como un ejercicio de gimnasia mental y creyendo que el
resultado sería interesante, me he dedicado a reunirlos y
refutarlos. Probablemente, reconocerás más de uno.
ARGUMENTO 1º: Antiguas teorías científicas que
eran aceptadas resultaron estar equivocadas y fueron negadas por los
nuevos descubrimientos: se creía que la Tierra era plana y resultó
ser redonda; se creía que la Tierra era el centro de nuestro sistema
planetario y resultó serlo el Sol; la física de Newton fue superada
por Einstein. Asimismo, teorías que al surgir fueron rechazadas,
igual que ahora lo es la llamada pseudociencia, acabaron
reconociéndose: Galileo, Servet, Darwin, Mendeleiev… Todo esto
implica que el actual conocimiento científico puede ser totalmente
erróneo y necesitar un cambio de paradigma.
RESPUESTA: En primer lugar, cuando he oído o leído tales
argumentos, a veces, los ejemplos no eran válidos por haberse
extraído de una época en la que no podemos hablar de ciencia
moderna. La ciencia basada en un estudio matemático y empírico de la
naturaleza empieza a nacer realmente sobre el siglo XVII con la
innovación de Galileo de introducir los experimentos planificados en
el método inductivo deductivo. No estaremos siendo exactos ni justos
si para atacar a la ciencia moderna o experimental empleamos un
argumento como el de la Tierra plana, ya que no pertenece realmente
a su historia sino a la más general de la ciencia humana, que abarca
los intentos de muchas culturas -incluso las prehistóricas- por
conseguir un sistema de conocimiento.
Pero centrémonos ya sólo en la ciencia moderna: afirmar que
las nuevas teorías invalidan a las antiguas puede ser también
impreciso. Es evidente que la ciencia avanza y que el saber humano
se amplía constantemente; pero cuando surge una revolución en la
ciencia no es que se haga exactamente borrón y cuenta nueva; el
proceso es más bien una integración de lo viejo en lo nuevo, una
absorción o un perfeccionamiento: las viejas teorías pueden ser
integradas en las nuevas como casos límite (situaciones especiales
en las que la obsoleta ley mantiene su utilidad) o tener partes que
no quedan totalmente desfasadas. Cuando el modelo planetario
geocéntrico fue sustituido por el heliocentrismo, el sistema de
órbitas alrededor de un cuerpo central, que había sido un gran
avance en la comprensión del funcionamiento celeste, permaneció
vigente en la nueva explicación. Del mismo modo, no podemos afirmar
que la revolución de Einstein en la física haya invalidado a Newton:
la teoría de la relatividad nos descubre un nuevo comportamiento del
universo a velocidades cercanas a la de la luz, así como los efectos
en el espacio-tiempo de los campos gravitatorios intensos; pero en
realidad sus implicaciones son despreciables en nuestra experiencia
cercana, por lo que seguimos usando la física de Newton, a pesar de
su antigüedad, en la vida cotidiana.
Esta evolución continua de la ciencia es totalmente normal y
recomendable, y no supone un defecto, sino el progreso, como podemos
comprobar si recordamos las unificaciones que se dieron en la
historia de la física: Newton, con su teoría de la gravitación
universal, identificó como una misma fuerza la que atraía los
objetos hacia la Tierra y la que gobernaba los astros del
firmamento; también se creía que electricidad y magnetismo eran dos
fenómenos sin relación, pero se descubrió que eran dos caras de la
misma moneda: el electromagnetismo. Muchos científicos piensan que
la física tiende a la unificación: la explicación, mediante una gran
Teoría del Todo, de las cuatro fuerzas fundamentales que requieren
ahora teorías independientes: la gravitación, el electromagnetismo y
las interacciones nucleares débil y fuerte. La mejor candidata a
Teoría del Todo por ahora (si no se ha quedado ya obsoleta) es la
teoría de supercuerdas.
En cuanto al pretencioso argumento de los pseudocientíficos de
equiparar sus divagaciones a teorías geniales que no fueron
aceptadas inicialmente, como las de Darwin o Mendeleiev (a los
pobres y mal traídos Galileo y Servet los dejaremos fuera, ya que
los ataques conservadores los recibieron de la Iglesia y no de los
científicos), no olvidemos que estas ideas se referían, aunque de
forma revolucionaria, a realidades palpables: el movimiento
planetario, la circulación sanguínea, la evolución de las especies,
el comportamiento químico de los elementos… y no, como la
pseudociencia, a sucesos “escurridizos” imposibles de comprobar: el
espíritu, los poderes mentales, las energías vitales o las visitas
extraterrestres. Además, no sólo estos científicos innovadores
vieron reconocidas sus teorías en poco tiempo (normalmente en vida)
frente al más de un siglo que llevan dejándose oír casi todas las
leyendas pseudocientíficas, sino que la mayoría de las hipótesis que
sufren un rechazo unánime de los estudiosos se quedan en el camino
como intentos fallidos, creencias injustificadas o incluso fraudes,
lo que es probablemente el futuro de la pseudociencia.
La ciencia intenta explicar la realidad y ésta es siempre la
que tiene la última palabra, es un conocimiento cada vez más
detallado y profundo de la realidad lo que desemboca en un adelanto
o en un cambio de paradigma. No podemos decir que nuestro saber
actual sea erróneo porque tengamos la certeza de que algún día será
mayor; es una equivocación justificarse así para reclamar cambios en
las teorías sin sustentarlos con evidencias o creer en sucesos
maravillosos que la realidad desmiente, confiando en que la ciencia
pueda hallarlos en un futuro.
ARGUMENTO 2º: La ciencia no es más que otro tipo
de creencia. Todas las personas necesitan sentirse seguras tras una
explicación para la vida y el universo. Los que escogen creer en la
explicación científica están escogiendo en realidad otra forma más
de religión: la fe ciega en la ciencia y sus dogmas llamados leyes.
RESPUESTA: Efectivamente, todas las personas nos preguntamos,
con mayor o menor interés y preocupación por el tema, sobre el
origen de la vida y del cosmos. Es un anhelo del ser humano el
responderse a esos interrogantes, y seguramente sea esa curiosidad
la que condujo tanto al nacimiento de la religión como al de la
ciencia; sin embargo, el hecho de que ciencia y religión puedan
tener en común el que las personas recurran a ambas para explicarse
la existencia no excluye que tengan también diferencias que las
hacen irreconciliables en muchos aspectos. La religión y la ciencia
no pueden igualarse como formas de conocimiento.
Una religión es una creencia, una actitud subjetiva que
consiste en seguir un determinado enunciado o enunciados, por
ejemplo: “Dios existe”. No hay indicios que lleven a tal conclusión
y creer en el enunciado es independiente de que el mismo sea
verdadero. Un creyente puede buscar miles de razones lógicas que
justifiquen y defiendan su creencia; pero nunca podrá demostrarla.
La ciencia, sin embargo, contiene enunciados que pueden demostrarse.
“El agua hierve a 100 grados centígrados” es un enunciado verdadero,
es decir, podemos comprobarlo fácilmente con un termómetro y un
puchero. Un enunciado científico, puesto que puede demostrarse, no
es una creencia, es saber. Ésta es la diferencia entre creer y
saber.
La fe religiosa consiste en creer también en la verdad de
ciertos enunciados, los dogmas religiosos, sin pruebas suficientes
de que sean ciertos. La fe se tiene por veneración o sumisión a
alguien que se considera autoridad, o por sentimiento, por
intuición… por razones que son subjetivas y no son válidas para el
conocimiento verdadero. Se puede decir que aceptar como ciertas las
materias científicas es también una cuestión de fe; pero entonces
incurrimos en una falacia ya que estaremos usando otro significado
de la palabra “fe”, cuando significa “confianza” y no “conjunto de
creencias de una religión”. No podemos considerar que la confianza
en la verdad de las enseñanzas científicas sea igual a la fe
religiosa. Es evidente que el estudiante científico o el aficionado
no van a comprobar uno a uno todos los experimentos de la historia
de la ciencia a medida que van aprendiendo (¡Nunca acabarían de
estudiar!), sólo reproducirán algunos por su interés y accesibilidad
y tendrán que confiar en la verdad de los que no pueden comprobar
personalmente; pero la ciencia sí se comprueba a sí misma
continuamente: con todos los experimentos pasados que se repiten en
investigaciones actuales para ser validados antes de emprender los
nuevos; con los que se reproducen para fines académicos y didácticos
en todo el mundo en universidades, colegios y museos; con los
experimentos avanzados que superan a otros anteriores y que implican
con su éxito la corrección de los pasados; con las aplicaciones
diarias de hallazgos científicos en nuestra tecnología que son
testimonio de su validez, podemos incluso afirmar que sí se
comprueban en el presente todos los experimentos de la historia de
la ciencia. Su mismo funcionamiento la corrobora.
¿Cuál es entonces la diferencia con una fe religiosa? Las
leyes de la ciencia están sustentadas en demostraciones que en su
día fueron examinadas por toda la comunidad científica y que podemos
repetir para verificarlas, aunque no nos molestemos en hacerlo por
confianza en los científicos y su método; los dogmas religiosos, en
cambio, como doctrinas atribuidas a un dios y reveladas a los
hombres, no son comprobables aunque lo intentemos. La cualidad de
comprobable se denomina falsabilidad y es una característica que
identifica a las leyes, teorías e hipótesis científicas: un
enunciado es falsable si puede ser refutado por la experiencia, es
decir, por la realidad. Los enunciados no falsables no son
científicos. “El agua hierve a 100 grados centígrados” es un
enunciado falsable (sólo hay que acudir a la inapelable realidad del
puchero), “Dios existe” es un enunciado no falsable. La ciencia se
puede probar, la religión y las creencias no.
ARGUMENTO 3º: La ciencia niega lo que no puede
explicar. No se ha demostrado que no existan los fenómenos
paranormales y misteriosos; pero, aún así, los dogmáticos y
conservadores científicos los rechazan debido a que podrían
desestabilizar su cómodo mundo basado en leyes científicas.
RESPUESTA: Muchas veces se exige a los científicos que
demuestren la falsedad de la pseudociencia o los fenómenos
paranormales, se hace recaer sobre la ciencia la responsabilidad de
desmentir los poderes psíquicos del ser humano, la efectividad de la
astrología y otras mancias, las manifestaciones fantasmales, las
visitas a la Tierra de extraterrestres, la existencia de animales
fantásticos, etc. Sin embargo, esto es una interpretación equivocada
de la forma en que trabajan los científicos, su tarea no consiste en
negar algo, sino en estudiar fenómenos existentes y que se puedan
analizar.
La situación que se nos presenta con los supuestos fenómenos
paranormales y demás es que nunca ha aparecido una verdadera prueba
de su existencia: nadie ha conseguido demostrar que tiene poderes
psíquicos; astrología, videntes y mediums fracasan continuamente al
intentar adivinar el futuro; no tenemos evidencias de la presencia
de fantasmas; nunca se ha encontrado un material extraterrestre ni
un animal fantástico o parte de él… Los que defienden la veracidad
de estos y otros presuntos misterios no aportan ninguna demostración
creíble de los mismos; acerca de este tipo de asuntos sólo tenemos
en realidad testimonios personales, historias y silogismos que no
tienen más validez científica como pruebas que los cuentos
infantiles.
Nos encontramos frente a una falacia que pretende dar la
vuelta al problema y pasárselo a la ciencia. No es la tarea
pendiente demostrar que tales fenómenos no existen, sino todo lo
contrario: hay que demostrar que existen. Y a pesar de toda la
palabrería pseudocientífica sobre el tema, nadie ha aportado ni una
prueba sólida. Siempre que hubo suficientes datos analizables y se
pudo estudiar científicamente alguno de estos aparentes enigmas,
acabó apareciendo una explicación normal, un error o, lo que es
peor, un fraude. De hecho, demostrar que algo no existe es una
imposibilidad lógica: no hay manera (por poner un ejemplo que señala
la irracionalidad de este argumento) de negar que Papá Noel existe;
aunque conozcamos miles de casos en los que han cogido in fraganti a
los padres, siempre quedará un pequeño porcentaje sin datos
suficientes para explicarlo. ¿Resulta inteligente atribuirlo a Papá
Noel? Lo más parecido que se puede hacer a negar los supuestos
paranormales es mostrar que pueden tener una explicación prosaica,
reproduciéndolos con trucos que den igual resultado o comparándolos
con hechos conocidos, y señalar además que no encajan con teorías
que sí se han comprobado experimentalmente; hacer hincapié en que
creer en sucesos tan extraordinarios es menos razonable que
relegarlos al folclore moderno y la leyenda.
Si los científicos suelen ignorar estos temas no es por
dogmatismo o conservadurismo, es porque han perdido el interés por
ellos. Si apareciese alguien con pruebas irrefutables sin duda
recibiría la atención debida; la historia de la ciencia nos muestra
cómo esto sucede continuamente: en la primera mitad del siglo XX,
Alfred Wegener presentó al mundo su teoría de la deriva continental,
que postulaba unos continentes móviles que habían estado unidos en
un pasado lejano formando uno sólo que llamó Pangea. Intentaba
explicar el que las costas europeas y africanas del oeste encajasen
con tanta exactitud con las americanas del este, así como que esas
zonas, mediando un océano y miles de kilómetros entre ellas,
tuviesen rocas con idénticos rasgos geológicos o fósiles de las
mismas especies animales y vegetales. Los geólogos, instalados en la
idea de una Tierra estática, no aceptaron la proposición. Sin
embargo, en los años 60 de ese siglo, se sumaron a las observaciones
de Wegener mediciones paleomagnéticas y análisis del suelo marino
que apuntaban claramente a un desplazamiento continental. Ante el
cúmulo de evidencias, la comunidad científica aceptó que se hallaba
ante un cambio de paradigma en la forma de estudiar y entender el
planeta Tierra. Nacía la tectónica de placas, que explica, entre
otras muchas cosas, la deriva continental que supo ver Wegener. Los
científicos son reacios a abandonar una teoría que funciona, pero
cambian gustosamente su forma de pensar si los datos lo exigen.
¿La ciencia niega lo que no puede explicar? Si lo inexplicable
es medible, es objeto de estudio. Por supuesto que todavía existen
cosas que la ciencia no abarca, fenómenos naturales de los que no se
tiene una comprensión completa; pero afirmar que la ciencia los
rechaza es revelar una gran ignorancia de su funcionamiento o muy
mala intención. Tomemos un ejemplo: uno de los misterios actuales de
la ciencia es lo que se ha llamado “materia oscura” en las galaxias;
varias consideraciones teóricas sugieren su existencia y, excepto
por los efectos gravitatorios que provoca en sus alrededores (otros
cuerpos celestes se han encontrado de esta manera indirecta), su
presencia es indetectable: se comporta como la materia, pero no
consigue medirse de forma directa, parece no estar. Los científicos
no encuentran una manera satisfactoria de explicar estas
observaciones; pero desde luego no las niegan. Precisamente es en
los campos sin resolver donde se centran con más entusiasmo los
investigadores.
Como establece el principio epistemológico de economía del
pensamiento (más conocido como “Navaja de Occam”), para explicar un
fenómeno, la hipótesis más sencilla es siempre la mejor y no debemos
acudir sin necesidad a soluciones especulativas. Es preferible vivir
aceptando nuestras lagunas de conocimiento que rellenarlas
inventando, en ausencia de pruebas, explicaciones milagrosas,
pseudocientíficas o paranormales.
ARGUMENTO 4º: Los científicos forman un grupo de
poder paralelo al político y económico o a su servicio al depender
de financiación. Esto ha corrompido sus antiguos nobles principios,
degenerando en una ciencia oficial que ya no busca la verdad sino
que defiende intereses gubernamentales frenando lo que no les
conviene.
RESPUESTA: Diferenciemos antes de nada ciencia de tecnología:
llamamos ciencia al conjunto de conocimientos obtenidos mediante la
observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de
los que deducimos principios y leyes generales; por tecnología
entendemos a las teorías y técnicas que permiten la aplicación
práctica de la ciencia. Es la investigación tecnológica -en la que,
aunque es más propia de ingenieros, también intervienen científicos-
la más condicionada por factores externos a ella: exigencia de
resultados a corto plazo, posibilidad de aplicaciones bélicas,
rentabilidad económica… La investigación científica, en cambio, no
sólo es independiente y libre en universidades, institutos y
fundaciones, sino que, aunque pueda estar influenciada en ocasiones
(precisamente por eso) dispone de un método que la regula: el método
científico evita faltar a la verdad, el objetivo final de la
ciencia.
Pero, ¿en qué consiste el método científico? Imaginemos
primero que hemos observado algo y nos preguntamos por qué sucede de
esa forma (por ejemplo, reparamos en que algunas aves de corral
se espantan y ocultan en el follaje ante la visión, por primera vez
en su vida, de la silueta en el cielo de un ave rapaz). Lo
siguiente que hacemos es descartar los factores no relacionados con
el problema (no nos interesamos por la edad, el sexo o el largo
de la cresta de las gallinas ya que vemos que esto no influye en ese
comportamiento). Entonces reunimos para su análisis todos los
datos que seamos capaces de obtener, lo que podemos hacer por
observación directa de la naturaleza o provocando artificialmente
situaciones específicas que aporten información sobre el caso: los
experimentos (podemos criar pollitos para controlar su
aprendizaje y construir una réplica mecánica de la forma de una
rapaz para simular la situación y así no tener que esperar hasta que
se produzca un ataque real fortuito). Tras haber reunido los
datos, pasamos a intentar explicarlos, de la manera más sencilla
posible, con un enunciado o matemáticamente: una hipótesis (“las
gallináceas domésticas poseen conductas que no necesitan aprender”).
Esa hipótesis tendrá unas consecuencias lógicas que implicarán
sucesos y experimentos que no nos habíamos planteado antes (“todos
los animales, incluido el hombre, poseen conductas innatas
hereditarias”); debemos entonces realizar nuevas observaciones
para ver si las predicciones de la hipótesis se cumplen o intentar
desmentir nuestras conclusiones para comprobarlas (podemos
objetar que se puede deber a un aprendizaje, y observar bebés
sordo-ciegos para averiguar si poseen comportamientos que sea
imposible que les hayan enseñado). Finalmente, si las
predicciones se han cumplido y las refutaciones han fallado, la
hipótesis sale reforzada, y puede convertirse incluso en una teoría
o una ley (“Parte del comportamiento animal y humano está
determinado genéticamente y es modificado por la selección natural”).
Cada uno de los pasos que acabamos de dar en el párrafo
anterior sería un punto ideal del método científico. En realidad no
es más que el sentido común transformado en unas reglas de
investigación, una forma de evitar cometer manipulaciones y errores
o que las ideas preconcebidas nos hagan caer en el autoengaño.
Las pseudociencias son llamadas así debido a que, aunque
tienen una apariencia científica en la presentación, no cumplen las
normas anteriores, por lo que no pueden ser consideradas ciencia. Un
caso actual de este problema es la continua reclamación del mismo
estatus que disfruta la medicina oficial o científica para las
pseudomedicinas, incluso se exige que compartan financiación
estatal. Cuando se analizan científicamente falsas terapias como la
homeopatía, la acupuntura, la reflexología, aromaterapia, etc. no
demuestran dar más resultado que el efecto placebo (que consiste,
como todos sabemos, en la ilusión de mejoría del paciente que no es
tratado en realidad, aunque se le haga creer que sí) por lo que no
es posible, o no debería serlo, igualarlas a la medicina científica.
En realidad, ni siquiera existe un trato discriminatorio hacia las
terapias “alternativas” o “complementarias” ya que, cuando la
medicina científica presenta un nuevo tratamiento o fármaco, se la
somete a controles muy rigurosos, los mismos que se le exigen a las
pseudomedicinas y que, simplemente, no pasan. El trato es
igualitario, pero los resultados no son iguales.
No existen conspiraciones del mundillo científico y los
servicios secretos para que el “misterio” permanezca oculto, ni
oscuras manipulaciones de los estados y la industria farmacéutica
para impedir el desarrollo de las medicinas “alternativas”. Lo que
ocurre es que estas disciplinas no cumplen las rigurosas normas que
sí cumple la ciencia. Estos ingenuos -muchas veces ridículos-
argumentos sobre conspiraciones suelen ser lanzados sin pruebas por
los defensores de la pseudociencia como distracción o pobre excusa
ante su incapacidad para demostrar sus teorías.
*
La considerable difusión de estos cuatro tópicos, tan negativos, señala hacia una realidad frustrante: la resistente desconfianza por parte importante de la población hacia la ciencia. Este recelo de la investigación científica es algo habitual en la cultura popular y tradicional: sus logros se ven demasiado a menudo como dañinas creaciones antinaturales, la libertad de investigación es restringida por prejuicios que la califican de inhumana e incluso es frecuente que no se vean con buenos ojos las ya poco generosas dotaciones presupuestarias dedicadas a estos fines. Dejo de lado defensas filosóficas sobre el saber, la verdad o el autoconocimiento, que pudieran justificar mi respeto y pasión por la ciencia, y apelo sencillamente al sentido práctico y común: resulta desconcertante comprobar que todos los beneficios de nuestra cultura científica (no será necesario que enumere los enormes progresos para el bienestar general) parecen ser pasados por alto a la hora de juzgarla, como si la costumbre impidiera percibirlos. Es obvio que nuestro mundo es mejorable en muchos aspectos, pero no es optimismo científico exaltado, sino realismo, afirmar que el ser humano, allí donde se han introducido los avances científicos, nunca tuvo en su historia una vida tan fácil como la actual. Es triste que algunos consideren una enemiga a la más clara benefactora de la humanidad.