En Reyes, R. (1988): Terminología Científico-Social. Barcelona: Anthropos

CIENCIA-TÉCNICA

Laureano Pérez Latorre

 

En sus líneas más abstractas la relación entre ciencia y técnica es una variante del viejo asunto filosófico teoría-práctica, pero hoy resulta además algo muy vivo, pues ambas son realidades que de hecho influyen y condicionan la vida y el futuro del hombre. De ahí que buena parte de las ideas sobre ese doblete se haya centrado más que en el estudio de su racionalidad específica, en los problemas prácticos y morales que las dos comportan. No obstante, parece conveniente una reflexión crítica sobre tales conceptos y su uso, aunque sólo sea para deshacer ciertos equívocos y ayudar con ello a un planteamiento más claro del tema. Lo que haremos es caracterizar de forma muy esquemática cada una de ellas y así ver sus semejanzas y diferencias.

Lo que en la actualidad se entiende por conocimiento científico o ciencia (la ciencia, como la Religión o la Filosofía, es una mala abstracción interesada) es la articulación de tres aspectos o componentes indisolubles: teórico, práctico e ideológico. En el teórico la ciencia aparece como un sistema de explicar y racionalizar el mundo con métodos, normas, conceptos, valores, etc., que la configuran como un modo de conocimiento específico. En el práctico hay que hacer hincapié en su aplicación, en su utilidad, en la capacidad real de transformar y controlar más profunda y rápidamente el mundo natural o social. Finalmente, en el ideológico resulta la ciencia una forma de justificación de los más variados intereses sociales, además de las valoraciones que ella misma incluye: mayor conocimiento, liberación del hombre (o su opresión y control, según gustos) etc., y los nuevos valores que necesariamente va creando como realidad social que es.

Por la lógica de la división del trabajo, en la filosofía de la ciencia y en los ámbitos académicos se tiende a privilegiar el primero de ellos y a considerar a los otros dos como secundarios o históricamente contingentes. Pero siendo una forma de conocer la realidad es, el mismo tiempo y por fuerza, una manera de actuar sobre ella: incluso en el plano reducido de la investigación científica, la contrastación, sea empírica o teórica, es en última instancia una acción material programada, un momento inexcusable de ella y no un añadido accidental. Por otra parte, los valores de la ciencia no son sólo los clásicos de verdad, universalidad, validez general y objetividad, sino también la operatividad y, derivados de ésta, el poder y el prestigio. Si únicamente fuera un modo de entender el mundo y de dar sentido a nuestra experiencia, la ciencia no sería muy distinta y «mejor» que la filosofía o la mitología. Su carácter y superioridad residen precisamente en eso: en su dominio y actuación eficaz sobre lo real dentro de unos marcos productivos y unos intereses sociales que exigen algo diferente de la economía artesanal y del control religioso. Es indudable que esos tres valores -operatividad, poder, prestigio- se basan en gran medida en los cuatro antes citados; que la verdad y objetividad científicas, por ejemplo, nos hace conocer mejor la estructura profunda y compleja de los hechos, única manera de poder modificar radicalmente lo real. Pero no debe olvidarse que esos valores resultan adecuados y valiosos en función de unos objetivos, manifiestos o latentes. Para el budismo zen o el éxtasis trascendental, pongamos por caso, son la salvación, la felicidad, la fusión con lo absoluto o cosas similares, y las nociones de verdad y conocimiento implicados en ellos cobran sentido, como saber social dominante, en base a esos objetivos y a unas determinadas circunstancias históricas.

Para la ciencia, por contra, son la transformación, el dominio, la disponibilidad técnica, etc., y todo ello con independencia de la subjetividad y motivaciones de santones o científicos, según los casos. Es esa disparidad de fines la que posibilita el que saberes tan diferentes sigan coexistiendo incluso en las sociedades actuales. Por eso resultan ya insostenibles (a no ser como perlas de la ideología gremial científica) especies como «la ciencia busca conocer por conocer» o «para el científico el conocimiento es una meta última que no requiere justificación». Si se trata de conocer por conocer, sin que otras metas o las condiciones históricas intervengan, entonces el surgimiento, desarrollo y predominio de la ciencia frente a formas distintas y muy anteriores de conocer resulta algo tan esotérico como la cábala. En suma: por su método, por sus objetivos y por la realidad social en que se inserta, la ciencia es un tipo de conocimiento volcado en la transformación y dominio más eficaces de cosas y hombres; sin ello sería otro modo de conocimiento, pero no el científico.

La técnica, en un sentido laxo y referida al hombre, es una acción racional con vistas a modificar el medio y a sí mismo. Más antigua y genérica que la ciencia, se la considera como un saber práctico y útil pero con escaso fundamento teorético. Sin embargo, desde finales del siglo XIX, su aplicación masiva y su conexión con la ciencia la han transfigurado en tecnología, y con ello se han acrecentado las dudas acerca de su identidad, sentido, bondad para el hombre, etc. Pues eso es la tecnología: técnica aplicada a la producción y basada en conocimientos o/y métodos de la ciencia; es decir, la síntesis de teorías científicas, técnicas especiales y artefactos complejos. Aunque acaso sea un reduccionismo algo abusivo, en adelante entenderemos tecnología como la técnica actual y haremos sinónimos ambos sustantivos. Lo propio de ella es la utilidad, la eficacia en, y el control de problemas concretos; sus condiciones: el conocimiento científico y todo el aparato industrial de las sociedades llamadas avanzadas.

Por lo que vemos, ciencia y técnica coinciden su sentido transformador, también, y de momento, en la dependencia de ésta respecto de aquélla. Asimismo, como diversos estudiosos han hecho notar, la estructura formal, el esquema lógico de ambas es muy similar; sus sistemas de explicación e investigación concuerdan sustancialmente. En fin, aparece de hecho soldada íntimamente a la técnica en la estructura productiva, dando lugar a la pomposa denominación «revolución científico-técnica». ¿Cómo, pues, diferenciarlas? Veamos algunas respuestas, todas ellas versiones de una misma obsesión.

Primeramente, frente a esa realidad fáctica, se recurre a la distinción entre ciencia pura (o básica) y ciencia aplicada, de suerte que aunque ésta resultase ya indiscernible de la técnica, siempre quedaría a salvo el carácter teorético de la ciencia en sí- la ciencia pura trata sólo con la verdad, su campo de investigación es más amplio, la formulación de teoría es su tarea primordial, etc. Pero incluso la ciencia pura necesita y depende cada vez más de la técnica para la contrastación de sus hipótesis, así como a su vez la técnica le plantea nuevos problemas y hace surgir facetas originales en los fenómenos investigados, de manera que ambas forman un ciclo continuado donde es difícil determinar cuál de ellas es condición de la otra; esto es particularmente claro en las ciencias más desarrolladas y punteras. En segundo lugar, desde el lado de los objetivos, la técnica (y su gemela, la ciencia aplicada) es instrumentalista y pragmática, le interesa sólo el conocimiento en tanto sea útil, busca resultados operativos; la ciencia pura, un mayor y mejor conocimiento con independencia de otra consideración. Aquí hay que volver a aplicar las críticas hechas, líneas antes, a propósito del conocimiento «desinteresado». Pero además, en realidad, en estos argumentos ¿no se está confundiendo objetivos con justificaciones? La técnica no se presenta como un fin en sí mismo, sino como medio o requisito para metas superiores: el bienestar, la libertad, el progreso, etc. Estos objetivos (y a la vez valores) son tan absolutos y últimos como puedan ser los de conocimiento y verdad de la ciencia; más aún, unos y otros se condicionan mutuamente. Sin embargo se utilizan criterios distintos: en el caso de la técnica se toma sólo en cuenta su realidad institucional y social, y en el de la ciencia, las convicciones del investigador teórico o, como también se dice, el «espíritu de la ciencia».

Lo que discutimos no es, por tanto, el que el conocimiento de la supuesta ciencia pura (o aplicada, o ciencia sin más) sea más «profundo» que el de la técnica, asunto que se quiere hacer pasar como crucial, sino que haya ciencia sin técnica, que pertenezcan a campos distintos y que se basen en valores y objetivos dispares. A menos de quedarse anclados en la idealizada imagen de la ciencia, representada por individuos como Galileo o Einstein, nos parece que en todo caso la diferencia entre una y otra sería de grado pero no de naturaleza y, en realidad, una cuestión de especialización.

Por último, y quizás sea la razón de más peso, las diferencias vendrían del lado ético y del uso que se haga de ellas. Es así que la ciencia construye teorías que nos explican ciertos sucesos, y la técnica descubre, y con la industria construye, los elementos idóneos bien para manejar algunos de esos sucesos, bien para producir fenómenos concretos. Lo importante, se dice, es que la técnica no es autónoma ni neutral en su objeto y finalidad: ambos vienen determinados por los poderes económicos, las decisiones políticas y las concepciones ideológicas consiguientes, en base a patrones de eficacia y utilidad. La ciencia, por su parte, sí: la objetividad y verdad de la investigación no tienen condicionantes externos a ella misma. Otra vez se recurre indirectamente a la tajante distinción pura/aplicada a fin de descargar la responsabilidad moral sobre la técnica, que sería la comprometida, y de salvaguardar la pureza de la ciencia, que sería el bueno de este drama. ¿No recuerda esto la vetusta dicotomía entre la filosofía como amor al saber y ciencias particulares como empeño de dominar el mundo? Pero en este cínico juego del «tú la llevas», también la técnica puede reivindicar su inocencia: la ciencia es quien pone los conocimientos, los poderes políticos los objetivos, y quienes juzgan su buena o mala aplicación son los diversos grupos sociales. Ella es eso: una «técnica», un medio neutral. La ideología tecnicista bascula en esta doblez: en un caso es tecnocrática (como cruzado del bienestar) y en otro tecnoflácida (sufrido instrumento de ciencia y política). Igual ocurre con la ideología cientificista: ora es descarada («sólo con la ciencia es posible el progreso» según propagaba el Forum Atómico Español), ora la inmaculada conceptuación (conocer por conocer).

Descendiendo a un terreno más concreto, es obvio que los científicos no investigan objetos indiscriminadamente, sino que eligen unos y no otros, y esa elección está también prefijada (más allá de vocaciones, gustos y capacidades personales) por los mismos poderes que dirigen la técnica. Los especializados sistemas de ambas requieren un tiempo, unos medios y unas condiciones que sólo una fuerte financiación, privada o estatal, puede proporcionar. Son esos poderes e intereses los encargados de hacer posibles o no, de fomentar o no, las investigaciones y aplicaciones tanto de la ciencia como de la técnica: los ejemplos de tales preferencias son abundantísimos y, en el caso de las ciencias sociales, el filtro ideológico resulta aún más evidente. Que las ciencias no rinden una utilidad instrumental inmediata y que no se las sostiene sólo por esa premura, es cierto; tan cierto como que con sus investigaciones -la mecánica cuántica y la genética son dos casos típicos- se obtienen a medio y largo plazo resultados prácticos y operativos: eso ya lo han aprendido los gobiernos y las multinacionales, pero no al parecer ciertos teóricos de la ciencia. Frente al tópico de que la curiosidad científica puede a veces dar frutos prácticos y aplicarse técnicamente, parece más realista considerar que ciencia y técnica son «momentos» de un solo y mismo proceso, con un común objetivo general.

La bondad o maldad del complejo científico-técnico, así como su sentido y uso, guardan relación con el papel que desempeñe y los fines perseguidos; pero tal complejo no es independiente de la realidad social, sino que constituye uno de sus elementos y motores, y ni siquiera el principal. Es, pues, en el modelo de sociedades elegido, o impuesto, donde se juega el tipo de ciencia-técnica que hay que gozar o sufrir.