El conocimiento

 

Tomado de Danto, Arthur (1976): Qué es Filosofía. Madrid: Alianza (pp. 71-120)

 

 

1. Razones para dudar

Si entender una proposición p es saber en qué condiciones sería verdadera p, entonces saber que p es verdadera debe ser saber que estas condiciones son satisfechas. Y aquí debemos examinar ese paso traicionero que cruza la brecha entre los vehículos de significado y aquello que les reviste de valores semánticos. Que este paso es considerado traicionero por los filósofos viene atestiguado por la posibilidad de obstáculos escépticos por todas partes, obstáculos tan extrañamente complicados que los filósofos que han servido como cartógrafos de esta brecha han desesperado a menudo de cruzarlo alguna vez sin peligro. La posibilidad de un paso sin riesgo ha sido la constante preocupación de la filosofía por lo menos desde Descartes, que expuso la cuestión en su forma más radical, es decir, si existe algo que esté libre de duda. Y, de no haberlo, qué sucede.

Descartes argumentó poco más o menos lo que sigue. Consideremos los fundamentos que yo tengo, o que espontáneamente me describirían como poseedor de ellos, para creer cualquiera de las clases de proposiciones de las cuales una proposición dada es un miembro. Yo creo, por ejemplo, que hay una paloma en mi ventana. Pretendería saber esto sobre los fundamentos de que la veo y la oigo allí. Y estos fundamentos son típicos para una clase muy grande de proposiciones: si sé, o pretendo saberlas, será a causa de algo que puede ser referido a sentidos tales como la vista y el oído. Pero los sentidos pueden engañarme, de hecho; y si los sentidos son o pueden ser defectuosos a la hora de dotarme de fundamentos para creer lo que creo, y si la única base que tengo para fundamentar mi creencia es que siento algo, ya que todo lo que puedo saber es -a partir de estas bases, lo que creo es falso. Así, mi experiencia sensorial puede ser exactamente como es, y no haber palomas en mi ventana. En general, si los únicos fundamentos a los que puedo apelar inteligiblemente para justificar una creencia dada no nos dan una serie de garantías contra la falsedad de esa creencia, no tenemos base alguna para saber si es verdadera. Y en ese caso, todas las proposiciones que estoy dispuesto a creer basándome en estos fundamentos, deben permanecer en suspenso. Por consiguiente, lo que pedimos son fundamentos (para las creencias) que garanticen lo que pretenderíamos saber partiendo de las bases de tales fundamentos; y si no hay tales fundamentos, cualquier cosa que estemos dispuestos a creer podría ser falsa, y no podremos pretender tener ningún conocimiento genuino: el cuerpo total de las proposiciones que en un momento dado pasa por la suma del conocimiento humano debe colocarse dentro del paréntesis de la suspensión escéptica de la creencia. La búsqueda de fundamentos que garanticen las creencias constituye así la teoría del conocimiento.

La estrategia de Descartes es instructiva. Una clase de proposiciones es definida con respecto a los fundamentos que tenemos para pretender justificadamente que las sabemos. Los fundamentos para una clase dada dejan en principio de garantizar que los miembros de esa clase son verdaderos o falsos cuando pueden imaginarse condiciones en las cuales los fundamentos se mantengan y las condiciones fallen. Así, pues, a menos que no pueda imaginarse ninguna condición tal, los fundamentos serán siempre inadecuados para las proposiciones que definen, y éstas deben ser inaceptables como expresiones de conocimiento genuino. Pueden ser verdaderas. Pero, siendo compatibles con los mismos fundamentos, también pueden ser falsas. Y si los fundamentos pueden ser los mismos mientras que las proposiciones varían en su valor de verdad, ¿cómo pretenderemos alcanzar la verdad cuando aquéllos son los únicos fundamentos que justifican la pretensión? Después de conseguir idear una «razón para dudar», Descartes busca otra clase de proposiciones específicamente inmunes a la duda y definidas por una serie completamente distinta de fundamentos. Este procedimiento prosigue hasta encontrar fundamentos impermeables a la duda, que definen una clase de proposiciones inmunes en lo sucesivo a sus métodos corrosivos, o hasta que reconozcamos no saber nada con certeza. Ejemplifiquemos este descenso.

 

2. Sueños, demonios y certidumbre

Consideremos, una vez más, las proposiciones basadas en los sentidos. Sin duda alguna, los sentidos, me engañan. ¿Cómo lo sé? En parte, evidentemente, a través de los sentidos. Por ejemplo, ¿no descubro mediante una mirada más atenta que, a primera vista, mis ojos me han engañado en un caso dado? ¿Que lo que tome por una paloma era un trozo de papel? Cierto. Pero si rechazo todas las proposiciones basadas en los sentidos porque los sentidos son defectuosos, aparentemente debo rechazar también la proposición que me dice que los sentidos son defectuosos y, por tanto, quitar el fundamento a mi rechazo de esos fundamentos. Parece que, o bien sucede esto, o los sentidos, aun con sus defectos, proporcionan al mismo tiempo el remedio. La objeción de que los sentidos engañan cae en la estupidez o en el aturdirse uno mismo. Descartes se enfrenta a esta muestra de ingenio con brillantez. En condiciones óptimas, podría asegurarme de que mis sentidos no estaban engañándome -echando esa paradigmática «mirada más atenta» en condiciones ideales de iluminación-, pero sólo si estuviera seguro de que estaba experimentando sensaciones. Podría no estarlo. Por ejemplo, podría estar soñando que estoy experimentando sensaciones de algo en condiciones óptimas "de percepción. Y, ¿cómo me ayudarían los sentidos aquí, cuando ni siquiera estoy seguro de que estoy sintiendo?

Los filósofos han considerado este argumento poco menos que paralizador. Pero Descartes pasa por cima de esta objeción, buscando proposiciones contra los que fuese impotente: por ejemplo, proposiciones tales que los fundamentos para pretender saberlas no supusiesen la disyuntiva de estar despierto o estar sintiendo. Y quizá con las matemáticas se llegue a la certidumbre, pues (como ya hemos visto) para su verdad o falsedad es por lo menos plausible suponer que la experiencia sensorial resulta completamente irrelevante. Mas Descartes no se detuvo aquí. Según él, pudiera ser que un demonio maligno estuviera produciendo equívocos en su mente, de forma que siempre que formulase una proposición de la que no advirtiese ninguna razón para dudar, se equivocaría al suponerla libre de toda duda. Aquí no se trata de que imagine razones para dudar, sino más bien de imaginar que pueden ser pensadas; y a menos que esto pueda ser invalidado, nada es seguro a fin de cuentas, y el conocimiento permanece lógicamente más allá de su aprehensión. Parece claro que si lo que buscamos son proposiciones contra las que no podamos pensar que es posible imaginar razones para dudar, no podremos encontrar ninguna proposición segura.

Descartes triunfó sobre el demonio maligno con un argumento que parafraseo como sigue. Para estar equivocado, debo afirmar alguna proposición, debo pensar que realmente alguna proposición es verdadera. Ahora bien, -aunque todas las proposiciones que yo piense que son verdaderas puedan ser falsas, debo pensar que son verdaderas o no podré estar equivocado. Así, pues, si estoy equivocado, debo pensar que algo es verdadero, y si estoy equivocado siempre, es que siempre estoy pensando que una proposición u otra es verdadera. Con respecto a esto no puede haber error, puesto que está lógicamente presupuesto por el mismo significado de error. Aunque el demonio actúe con sus malas artes, no puede hacer que yo esté siempre equivocado: porque si lo estuviera, por lo menos sabría que estaba pensando, y como en esto no podría equivocarme, la hipótesis de que siempre estoy equivocado se refutaría a sí misma. Habiendo establecido esto, Descartes reunió luego todas sus presuposiciones para establecer que él existía, puesto que, para estar equivocado, tenía que aventurar proposiciones y, de esta forma, existiría. Y como no podría pensarse a sí mismo como no pensante -el mismo acto de hacerlo requería estar pensando y, así, de nuevo, el pensamiento de sí mismo como no pensante parecería, merced casi a un retruécano, autodestructivo- sacó la conclusión lógica de que él era una cosa pensante. Una cosa curiosa de su filosofía es que el casi único modo de elaborarla es partiendo de la hipótesis más dañina, a saber, que siempre está equivocado; pero no vamos a examinar todavía las pruebas de su propia existencia y naturaleza. Vayamos mejor con lo siguiente: dado que existe y es lo que piensa que es, ¿puede tener fundamento para creer que hay alguna otra cosa que él mismo? Descartes pensó que las había y que podría demostrar ¡la existencia de Dios! Y en el presente contexto, será de bastante utilidad prestar atención a la noción de existencia. Esto nos vuelve a llevar a consideraciones sobre el tema del significado; como vemos, al tejer el paño de la filosofía, no podemos evitar esta especie de movimiento de vaivén.

 

3. Esencia, Existencia y el Argumento Ontológico

En la filosofía medieval se trazó una distinción entre esencia y existencia. Digamos brevemente qué sería la esencia de algo. La esencia de un objeto ‘o’ sería descrita con una serie de términos T, de modo que T definiese qué es ser un ‘o’: lo que es T es un ‘o’ y nada que no sea T puede ser ‘o’. De esta forma, la esencia de los ‘o’ sería la serie de rasgos definitorios de ‘o’, y entender qué significa «o» supone poseer una definición real (para usar una noción ya introducida): si «T» es la definición real de «o», entonces T describe la esencia de los ‘o’. La concepción aristotélica, al igual que la socrática, era que lograr la comprensión de algo es lo mismo que determinar la definición real de ese algo y, en términos medievales, esto es lo mismo que el descubrimiento de esencias. Saber qué es el hombre en esencia es saber qué significa realmente «hombre». Ahora bien, los medievales sostenían -correctamente- que por lo general no es parte de la definición o esencia de algo el que haya cosas para las cuales la definición sea verdadera. Siempre que se posea la definición de ‘o’ se puede preguntar significativamente si hay de hecho algún ‘o’, o si los ‘o’ existen. Pongamos un ejemplo usual: el que haya triángulos o que existan triángulos no forma parte del significado de «triángulo». Y de esto se sigue generalmente que el significado de un término no varía, haya o no haya cosas a las que aplicarlo. Por tanto, no carece de significado nunca, aunque algunas veces pueda ser falso, negar la existencia de triángulos, de gatos, o de cualquier otra cosa. En general, la existencia no es una propiedad definitoria de algo, o mejor aún, no es en absoluto, una propiedad. Decir que un triángulo existe equivale sólo a decir que la esencia de los triángulos está ejemplificada en algún objeto. Y esto realmente no es decir nada sobre los triángulos: más bien es decir algo sobre el concepto o esencia del término. Formulando la cuestión en términos medievales, diremos que la existencia no está implicada por la esencia, lo que significa que la comprensión no implica conocimiento; podemos entender todo lo que entendemos sin saber si existe nada. «Existe» desempeña, por tanto, en conexión con los términos, un papel comparable semánticamente al desempeñado por «verdadero» en conexión con las proposiciones. Es precisamente sobre la base de la distinción entre esencia y existencia como hay que abordar muchas de las teorías filosóficas. Por ejemplo, una de las proposiciones centrales del empirismo puede formularse ahora del siguiente modo: algunos términos no pueden entenderse a menos que haya ejemplos a los que se apliquen, porque uno no puede entender términos simples a menos que, de hecho, experimente ejemplos de ellos; de modo que, por lo menos para algunos términos, la comprensión, aunque no implica lógicamente conocimiento, no se puede alcanzar a menos que se posea también conocimiento. Por otro lado, contra la tesis medieval de que las esencias no dependen lógicamente de la existencia, debemos tener en cuenta la reciente, atrevida, aunque sustancialmente medieval teoría de Jean Paul Sartre, de que el hombre tiene una existencia pero no una esencia: que en contraste con aquellas esencias que no requieren lógicamente ejemplos, el hombre es un ejemplo sin esencia, cuyo desarrollo consiste en su autodefinición: el hombre no es tanto aquello que llega a ser como el proceso (lógicamente predestinado) de llegar a serlo. Pero estas son cuestiones que no vamos a tratar aquí.

La noción de esencia plantea grandes problemas, algunos de ellos metafísicos; por ejemplo: ¿hay esencias, como clases especiales de entidades en el mundo, y estamos expuestos a suponer que son otra cosa que simples formas de pensar? (Este problema es muy parecido al de la sección 12 con respecto a los significados.) Y también entrañan dificultades las definiciones esenciales, dificultades tratadas, entre otros, por Wittgenstein, quien preguntó si debe haber un conjunto de condiciones necesarias y suficientes para que algo sea un o; ¿cuál es la esencia, preguntaba, de un juego? Su respuesta era que, si hay una esencia de los juegos (lo cual resulta dudoso), está claro que hay que devanarse los sesos para encontrarla; y lo que es seguro es que nosotros no sabemos si algo es un juego sobre las bases de saber que ejemplifica alguna «definición real» del juego, con mayúscula.

Pero la diferencia entre esencia y existencia no depende especialmente de la solución de estas cuestiones: lo que hay que hacer para utilizarla es tener en cuenta la diferencia entre comprender un término y saber si hay algo a lo que ese término se aplica correctamente. Y está claro que hay muchos términos que entendemos -y por tanto conceptos que hemos dominado- sin que haya ejemplos para estos conceptos y (lo cual es más importante), con respecto a los cuales no es un requisito lógico que, para darse la comprensión que en realidad existe, tenga que haber ejemplos. Así, pues, la comprensión, en este sentido bastante especial, ni es aumentada por la experiencia ni disminuida por la no-existencia de ejemplos. No cabe duda de que incrementaríamos nuestra comprensión de los unicornios si hubiera unicornios. Pero nuestra comprensión del concepto de unicornio no se extendería: descubriríamos hechos interesantes sobre los unicornios, pero nada nuevo ni interesante con respecto al significado de «unicornio».

Aparentemente había una excepción a esto. En la tradición en la que trabajó Descartes había un famoso argumento según el cual, por lo menos, pero también a lo sumo, en el único caso de Dios, la existencia es de la misma esencia. Y ahora debemos decir algo sobre el Argumento Ontológico, ideado por el gran pensador Anselmo de Canterbury, que utilizó esta noción. El argumento de Anselmo está profusamente ramificado en sus presuposiciones, y es posible que ni siquiera hoy día, después de varios siglos de debate, se sepa cómo abordar los problemas o cuáles son exactamente los problemas que plantea. Esbozado toscamente, el argumento es como sigue. Debemos tener alguna idea de Dios, aunque neguemos que Dios exista, porque, a menos que tengamos tal idea, es difícil ver qué podemos suponer inteligiblemente que estamos negando. Y a menos que nuestra idea de Dios sea la idea de un ser tal que no se puede concebir uno superior a él, no tenemos una idea correcta de Dios. Porque si fuera concebido algo superior a Dios, él sería Dios, y lo que pensábamos que era Dios no podría haber sido El. Hablando lógicamente, no se puede concebir nada superior a Dios. Por consiguiente, dice Anselmo, debe existir. Porque si no existiera, después de todo es posible concebir a un ser igual en todos los aspectos al que habíamos concebido, excepto en que éste existiría: pues es superior existir que no existir. (Un Dios que no existiera sería incapaz de existir, y ¡resultaría muy fácil concebir un Dios superior a ese!). Ahora bien, hemos conseguido concebir a un ser superior a Dios. Pero esto es imposible por hipótesis. De modo que Dios tiene (lógicamente) que existir, puesto que es demostrablemente contradictorio afirmar que el ser tal que uno superior a él es inconcebible no exista.

El argumento de Anselmo fue rebatido por un sagaz monje de su época: Gaunilón. Propuso, mediante una argumentación completamente análoga, establecer la existencia de la mayor isla imaginable y, siguiendo la misma línea, podemos establecer, aparentemente, la existencia de cualquier cosa tal que es inconcebible una mayor. Pienso que el argumento no es legítimo: porque aunque podamos pensar en una isla tal que no se puede imaginar una isla mayor, Dios debe ser realmente mayor que cualquier isla de la que no se puede pensar una mayor, porque Dios es el ser mayor lógicamente pensable: y el argumento de Anselmo solamente funciona para el ser mayor posible. Pero Anselmo recurrió a esta noción: la de que no se puede decir honestamente que un hombre ha comprendido «Dios» -o el concepto de Dios- si supone que es posible que Dios no existe. Un hombre que pretende haber entendido qué son los triángulos y pregunta si hay triángulos de dos lados, está equivocado en su primera pretensión: no ha entendido nada. Y así, si alguien pregunta si Dios existe, no puede hacer esa pregunta y pretender que ha entendido: en el caso de Dios, Su esencia es Su existencia.

Pero no está claro que esta última estrategia pueda ser utilizada. Porque, después de todo, los usos de «esencia» y «existencia» tomaron siempre en contraposición lógica mutua. Decir que en este ejemplo no contrastan, raya en el absurdo: sería como decir, en el caso de Dios, que su lado izquierdo es su lado derecho. 0 quizá el problema puede ser expuesto más filosóficamente de esta forma. Supongamos que la existencia es, en algún sentido, parte de la esencia de Dios. Entonces, sin duda alguna, surge la cuestión de si Dios existe en el viejo sentido de «existe»; lo cual equivale a preguntar: ¿está ejemplificado este nuevo concepto? Y aun podríamos, lógicamente, formular la pregunta de si Dios existe. Lo único que habríamos hecho es introducir un nuevo sentido de «existe», que es inútil para los propósitos para cuyo servicio había sido introducido.

Esta crítica se debe en gran parte a Kant, quien señaló que «existe no es un predicado real, que no es real en el sentido de que uno no está diciendo nada sobre una cosa cuando dice que esa cosa existe; «existe» solamente dice algo sobre conceptos, y sobre éstos lo que dice realmente es que están ejemplificados. Como dijo más tarde Russell, no tiene sentido decir que las cosas existen, como no lo tiene decir que no existen. Y no lo tiene por la misma razón que no lo tiene decir que las sillas son pares o son impares, pues estos conceptos sólo son predicables de cosas de un tipo completamente distinto del que ejemplifican las sillas. Pero, incluso con conceptos, decir que «existe» se aplica a ellos no es decir nada del mismo tipo que decir que «los conceptos son claros» o «los conceptos son útiles». La existencia no es una propiedad, y menos una propiedad misteriosa, de las cosas; y tampoco es una propiedad de los conceptos. De ser algo, es un valor que se asigna a los conceptos solamente cuando poseen ejemplos.

 

4. El contenido inmediato de la experiencia

De estas consideraciones podemos deducir lo atractivos que le debieron de parecer a Descartes los argumentos ontológicos. Porque no está claro que quisiera reservarse las oportunidades de contestar él mismo la cuestión de si existía o no algo más que él, a no ser que la argumentación ontológica le permitiera una respuesta afirmativa. Filosóficamente es muy atractivo observar cómo Descartes se colocó en una situación tal, que tenía que recurrir desesperadamente al argumento ontológico. Y debemos preguntar cuáles serían las consecuencias para él -o para cualquiera, caso de ser sólidos sus argumentos- si los argumentos ontológicos fueran, como hemos afirmado, intrínsecamente falaces. La consecuencia, desde luego, es que no podríamos tener la seguridad de que hubiera nada fuera de nosotros mismos: ni mundo, ni personas; nada. Esta funesta posición se llama solipsismo, y aunque a ninguno de nosotros nos gustaría especialmente ser un solipsista, la cuestión es, en esencia, cómo evitar el serlo. El problema no es tanto probar la existencia de otras cosas distintas a uno mismo, sino más bien ver cómo se puede encontrar uno, sin darse cuenta, sometido a la idea de que una prueba de esta clase no es posible. Examinemos, entonces, las circunstancias que nos conducen a esto. Una vez más, comencemos con algunas cuestiones sobre percepción.

Independientemente de que, de hecho, vea una torre en la lejanía o sólo me parezca que la veo, está el hecho de que mi experiencia en ese momento es exactamente lo que es, ya sea correcta una u otra de estas alternativas. Por tanto, parece que hay un núcleo de experiencia que no varía en ninguno de los dos casos. Pero esas mismas consideraciones son las que se plantean cuando, con Descartes, suponemos que no hay forma de saber, partiendo de algo interno a nuestra experiencia, si vemos algo o solamente nos parece que lo estamos viendo, como sucedería en un sueño. También aquí parece que hay un núcleo invariante de experiencia común a los dos casos. Y análogas consideraciones valdrían para algunos casos de ilusión y para todos los casos de alucinaciones. Pues bien, como existen estos casos en los que, haya o no algo «ahí», tengo de hecho una experiencia, de hecho experimento algo; y puesto que lo que experimento en estos casos (sea lo que fuere) es invariante e indiscernible con respecto a las diferencias entre las dos clases de casos, por lo menos es plausible suponer que el objeto de mi experiencia es ese núcleo invariante, cualesquiera que sean las demás diferencias que pueda haber entre los dos casos. Nada interno a mi experiencia me dice, pues, que estoy viendo o que sólo me parece ver. Las diferencias, como quiera que las expliquemos, deben ser externas a la experiencia, y podemos describir nuestra experiencia independientemente de que estemos siendo víctimas de una ilusión o no: el contenido de la experiencia misma parece neutral a esta diferencia.

La neutralización del contenido de la experiencia hace que este contenido funcione en las discusiones gnoseológicas de forma parecida a como funcionaban las proposiciones -o vehículos de significado- en nuestras anteriores digresiones. Recordemos que allí habíamos dicho que uno puede entender un vehículo de significado independientemente del valor semántico particular que pudiera tener, si es que lo tiene. Aquí el contenido de la experiencia puede ser entendido independientemente de que sea «verídico» o «no verídico», lo que, en realidad, significa ligar valores semánticos a la propia experiencia. Y naturalmente, como en general ocurre con los vehículos de significado, debe resultar que los valores semánticos de estos nuevos vehículos de significado deben ser otorgados externamente. Lo cual es casi una paráfrasis de la observación de que nada interno al contenido de una experiencia dada la distinguirá como verídica o no verídica: si hubiera algún criterio interno, el problema de diferenciar los sueños de las experiencias de la vigilia sería exactamente igual que el de diferenciar el azul del rojo.

Uniendo estas consideraciones un tanto abstractas a un curioso hecho de nomenclatura, podremos extraer algunas consecuencias muy curiosas. El hecho a que nos referimos es que el contenido de la experiencia, o los objetos de la experiencia, fueron invariablemente llamados «ideas» por aquellos filósofos de los siglos XVII y XVIII cuyos esfuerzos colectivos prácticamente crearon la teoría del conocimiento tal como se entiende en los tiempos modernos. Cuando, por ejemplo, yo dijese que estoy viendo un perro, estos filósofos dirían que estoy teniendo una idea, la idea de un perro. Y como la diferencia entre que esta idea de perros sea genuina o sea ilusoria debe venir determinada por algún factor externo a la idea como tal, la respuesta a que son estos factores externos y cómo confieren valor a ideas que yo no puedo inferir de la idea misma será una respuesta a una cuestión de lo que podemos llamar la teoría de la experiencia, o la teoría de la percepción. Y es un hecho interesante que el contenido de la experiencia, o de la percepción, sea un dato presupuesto por los teóricos de la percepción: todas sus diferencias tienen que ver con estas cuestiones externas.

 

5. Representacionalismo y el mundo externo

Una respuesta natural a la cuestión de cuándo tiene mi idea el valor semántico positivo es ésta: cuando está producida por, y se parece a, algo «de lo cual» es la idea: la idea de un perro es verídica cuando está producida por un perro y se parece al perro que la produce. Adquiere un valor semántico negativo cuando no se parece a su causa. Esta teoría, que de hecho no está demasiado lejos de lo que uno podría considerar una explicación casi científica basada en la filosofía de la percepción, es llamada a menudo teoría de la representación (una idea «representa» su causa) y se suele atribuir, si no como su creador, sí como su más notable exponente, a John Locke. A pesar de lo atractiva que resulta la teoría de la representación, plantea inmensos problemas, el principal de los cuales es cómo saber si es verdadero o de saber, en cualquier caso dado, si nuestra idea posee en realidad el valor semántico positivo o el negativo. Lo primero es más molesto como problema si suscribimos la postura, como hizo Locke, de que todo lo que sabemos deriva de alguna forma de la experiencia, porque en ese caso, nuestra incapacidad para saber en cualquier caso particular el valor de nuestras ideas socava lógicamente la posibilidad de saber si la teoría de la representación es verdadera. Así, pues, concentrémonos en el segundo problema. Locke respondió simplemente que sabemos que nuestra idea es verídica comparándola con su original. Básase esto en la idea de comparar el retrato con su modelo, pero desgraciadamente con una diferencia: la posibilidad de esa comparación queda descartada por la teoría misma. Porque, ¿cómo lograremos la experiencia del «original» para hacer la comparación? Cualquier experiencia que podamos esperar tener de él no será sino otra idea. Así, pues, la esperanza de comparar originales con ideas más bien nos remite a la comparación de ideas con ideas, y toda ambición de rebasar la pantalla de ideas dentro de la cual nos hemos encerrado está lógicamente condenada de antemano.

El primero en señalar que, como consecuencia de la teoría de la representación, sólo podemos comparar otras ideas con una idea dada, fue George Berkeley, quien la apoyó bastante alegremente. Sin duda alguna, son malas noticias para el defensor de la teoría. No sólo no tiene forma de saber si sus ideas son verdaderas o falsas en cualquier caso: tampoco tiene forma de saber si la totalidad de su teoría es verdadera o falsa, o ni siquiera explicar cómo pudo ocurrírsele una teoría así. Y lo que es igual de importante: ya no podría estar seguro de que hubiese algo externo a sus ideas, todas las cuales podrían ser ilusorias. Pero éste es precisamente el estado de cosas en el que Descartes se encontró cuando recurrió a la medida desesperada de la argumentación ontológica. Descartes razonó aproximadamente así: tengo la creencia irresistible de que mis ideas son causadas, de que en muchos casos son causadas por algo distinto de mí, y de que se parecen a sus causas en por lo menos algunos de esos casos. Pero, desgraciadamente, no tengo ninguna forma no circular de demostrar que esta creencia es completamente verdadera, o que al menos lo sea en alguno de sus elementos, a no ser que hubiese alguna idea que exhiba de modo patente, por así decirlo, sus orígenes causales. Solamente la idea de Dios le pareció lógicamente capaz de esto, y en verdad sería lógicamente imposible (sobre la base del argumento ontológico) que hubiera una idea de Dios y no se pareciese a aquello de lo que es idea. Y de una forma verdaderamente ingeniosa, Descartes pasó a sostener que el que yo tenga la idea de Dios solamente puede ser explicado invocando una causa por lo menos tan fuerte como pienso que es Dios; y esto equivale a decir que yo no tendría la idea de Dios a menos que fuera causada de hecho por Dios; porque, ¿qué causa podría ser tan poderosa como pienso que es Dios y no ser Dios mismo, puesto que concibo a Dios como un ser tal que otro superior es inconcebible? Así, pues, Descartes concluyó satisfecho que no estaba solo en el universo. Pero si la argumentación ontológica falla en principio, como hemos afirmado, entonces Descartes no tiene salida del mundo de las (meras) ideas. Y tampoco ninguno de nosotros, si el defensor de la teoría de la representación está en lo cierto. Nos hemos quedado con un tipo de dudas absolutamente irresolubles con respecto a la existencia y a la naturaleza del llamado «mundo externo».

 

6. Idealismo, fenomenalismo y existencia

Es a Berkeley a quien debemos una solución sorprendente y brillante de estos problemas. Berkeley sugirió, irónicamente, que nuestras lamentaciones obedecen a la polvareda que nosotros mismos hemos levantado y que, una vez que nos damos cuenta de esto, las dudas que parecían cegarnos serán enterradas para siempre. Su teoría, enunciada en su forma más sencilla, es ésta: no hay ninguna diferencia entre el mundo externo y nuestras ideas para que haya una discrepancia entre ellos. En lugar de suponer que las ideas que tengo son causadas por algo distinto de ellas mismas, que son los objetos reales de la experiencia, ¿por qué no suponer que los objetos reales de la experiencia son las ideas mismas? El mundo no es representado por nuestras ideas, el mundo es exactamente nuestras ideas. Esta teoría suena de entrada tan poco plausible, tan disparatada y tan propensa a engendrar perplejidades, que uno se pregunta si de hecho no son preferibles los dilemas de la teoría de la representación. Esta última nos permite al menos sostener, sin justificar, la creencia de que hay alguna otra cosa además de nuestras propias ideas, cualquiera que pueda ser la naturaleza de esas cosas. Pero el sistema de Berkeley no permite nada de este tipo. Si el mundo es exactamente mis ideas, aparentemente no puede haber nada en el mundo fuera de mis ideas. No es sólo que lo único que puedo suponer que existe con alguna seguridad sea lo que experimento en ese momento: más bien es que las ideas que tengo en un determinado momento son las únicas cosas de las que ahora tiene sentido, aparentemente, decir que existen. Porque, ¿qué es una idea? Es lo que experimento en un momento dado. Así, pues, las únicas ideas que hay son las que experimento en un momento dado. Y si el mundo es mis ideas, el mundo debe existir en un momento dado y estar formado solamente por las ideas que tengo en ese momento. La tesis de Berkeley era que ser es ser percibido (esse est percipi), principio sobre el cual esperaba demostrar que el mundo no es más que nuestras percepciones.

Pero la consecuencia que acabamos de apuntar es profundamente chocante para el sentido común, pues creemos -y esta creencia es por lo menos tan arraigada como la que invocaba Descartes- que el mundo sigue existiendo independientemente de nuestras percepciones de él y no se agota en lo que yo percibo en un momento dado. Y creemos que el mundo existía ya mucho antes de que naciéramos y que, desgraciadamente, existirá mucho después de que nosotros dejemos de existir. No podemos llevárnoslo con nosotros. ¿Cómo resuelve Berkeley esto? Es un hecho curioso que en este punto decisivo, él, al igual que Descartes, invoque a Dios. El mundo tiene, afirma, justo la estabilidad que nosotros suponemos y justo la naturaleza que él propuso: es percibido por Dios y, como la idea de Dios, o dado que está hecho por completo de las ideas que tiene Dios, existe eternamente y existe, además, entre nuestras percepciones y fuera de ellas. He aquí una consecuencia sorprendente y metafísica que Berkeley, que era obispo, extrajo con placer. Que la existencia de Dios debía presuponerse lógicamente para sustentar nuestras creencias más profundamente arraigadas del sentido común era casi tan bueno como una prueba ontológica. Claro está, debemos concluir que, en un curioso sentido, el mundo es mental de la misma forma en que son mentales las ideas, lo cual suena más alarmante de lo necesario, dada la oscuridad con la que entendemos esta noción de mentalidad. Pero por lo menos no nos plantea la necesidad ulterior de invocar cosas ocultas más allá de nuestra experiencia. Dios es la única noción explicativa que necesitamos.

Desde Berkeley, los filósofos que se han visto impresionados por el rigor de su empirismo, se han negado a pagar el precio teológico que Berkeley pagó con gusto para mantenerlo (y al cual habría renunciado con disgusto, de haber pensado que no era imprescindible). Dichos filósofos han reconstruido la tesis de Berkeley aproximadamente como sigue. Decir que un objeto ‘o’ existe aunque yo no experimento ‘o’, significa que si estuviera en el lugar adecuado, en el tiempo adecuado y en circunstancias apropiadas, tendría ciertas experiencias de ‘o’. En ese caso, si percibir ‘o’ es tener de hecho ciertas experiencias de ‘o’, la teoría expuesta aquí preservará el programa de Berkeley de analizar las cosas en términos totalmente experienciales, sin necesidad de adoptar el compromiso teológico que, aunque quizá fue el motivo filosófico principal de Berkeley, a muchos les parecía incompatible con el empirismo intransigente del resto de su sistema. La teoría de que todas las proposiciones sobre objetos físicos son analizables en oraciones sobre las experiencias que tenemos o que podríamos tener bajo circunstancias propicias, es conocida como fenomenalismo. Hay que subrayar que el fenomenalismo no es simplemente, o quizá habría que decir que no es ni siquiera una teoría del conocimiento, sino más bien una teoría de la comprensión y una teoría del ser. Y con respecto a esto debemos decir unas pocas palabras. Es una teoría de la comprensión cuya tesis es que toda unidad significativa del discurso es definible -sin que quede resto alguno- en una serie de términos, cada uno de los cuales debe hacer referencia a experiencias sensoriales. Como teoría del significado está sujeta, por supuesto, a refinadas y difíciles objeciones, para hacer frente a las cuales los fenomenalistas han desplegado un extraordinario ingenio. El que esto, a su vez, plantee otros problemas no es un argumento contra ella; y, al menos en sus propios términos, puede pretender haber resuelto el problema de Berkeley, haber salvado el sentido común y haber brindado una teoría de la significación que es la única que parece consonante con las enseñanzas fundamentales del empirismo. Finalmente, pretende responder a la cuestión de cómo sabemos si existe algo distinto de nosotros mismos. Existir es ser percibido o (si permanecemos dentro del dominio del discurso que el fenomenalismo da como significativo) ser en principio perceptible. De esta forma, habiendo experimentado algo, es ingenuo preguntar si lo que experimentamos existe. No obstante, persiste la cuestión de si el significado de «o existe no percibido» es realmente que tendríamos experiencia de ‘o’ en las circunstancias propicias. Pero el fenomenalista puede contestar que si significa más que eso, por lo menos debemos decir qué más significa. Y no es fácil superar esta objeción.

No obstante, podemos decir algunas cosas. Primero, para concentrarnos en los problemas esenciales, admitamos la pretensión fenomenalista de que, en principio, todo término usado ostensiblemente para describir un objeto físico puede ser traducido exactamente y por completo a alguna clase de términos que tengan referencia solamente a la experiencia sensorial. Puede que esta operación tropiece con obstáculos, pero de momento ignorémoslos. Sea [e] la traducción fenomenalista de o. Reemplacemos ahora ‘o’ por [e] en la expresión «o existe cuando no es percibido», y en la expresión «o sería percibido si ...», donde los puntos suspensivos han de ser sustituidos por cualesquiera condiciones perceptuales que requiera el fenomenalista para su análisis. Obsérvese que, por lo menos, hay una diferencia en el modo gramatical de estas dos proposiciones: la primera está en indicativo y la segunda en condicional.

Una mera diferencia de modo puede que no cuente mucho, pero señalemos a este respecto que algunos filósofos serios han apoyado teorías extraordinariamente importantes en distinciones no más fuertes que ésta. Por ejemplo, se ha argumentado que las proposiciones éticas son de hecho imperativos disimulados, que el aparente indicativo «o es bueno» es de hecho el imperativo oculto: «¡Aprueba o!» Y puesto que no es un indicativo y los imperativos no pueden deducirse lógicamente de los indicativos, parece una conclusión inequívoca que ningún numero, por grande que sea, de proposiciones de indicativo implicará lógicamente un imperativo. No podemos, como dice el lema, deducir un «debe» de un «es»; y de aquí que nuestras expresiones morales sean lógicamente independientes de nuestro conocimiento fáctico. Pues bien, no está caro que la distancia lógica entre indicativos y condicionales sea menor que entre indicativos e imperativos. Pero analicemos esto con algún detalle.

Supongamos que de hecho percibo ‘o’ y estoy en condiciones c. Entonces, ¿no es cierto que ‘o’ podrá ser percibido bajo estas condiciones? Si lo es, entonces «o sería percibido en c» es compatible con «o es percibido en c», y con «o no es percibido en c», y éstas son generalmente incompatibles entre sí. Así, pues, si «o sería percibido en c» es una traducción de la última, sería incompatible con la primera. Porque si p y p’, son incompatibles, y t es una traducción de p, p’ y t tendrían que ser incompatibles. Pero hay otro problema. Supongamos que tuviésemos que especificar las condiciones en las que se percibe o. ¿No se supondrá generalmente que por lo menos una de estas condiciones será que ‘o’ exista? Porque, ¿cómo se puede percibir lo que no existe? Especificar entonces la condición c en la que ‘o’ sería percibido requiere que sepamos que ‘o’ existe, «o sería percibido en c» no sería, pues, una traducción de «o existe» (no percibo), porque la noción de existencia está incluida ya en las condiciones c y la definición es circular. Renunciar a ésta como condición supone debilitar la ecuación de existencia con perceptibilidad. Lo que surge claramente de esto es que el fenomenalismo espera traducir el mismo concepto de existencia a términos fenomenalistas, ¡lo cual va más allá de [e]! Porque [e] nos daba el contenido significativo total de ‘o’. Pero -como debemos saber ya de nuestra discusión de la filosofía escolástica- la existencia no es nunca parte del significado de un concepto. Así, pues, si «existe» no es un predicado, tampoco es un predicado fenoménico. En cuanto a si el fenomenalismo se mantiene o cae sobre la base de si puede dar una interpretación fenomenalista de la existencia, hay fuertes razones para esperar que caiga, incluso admitiendo lo que hemos admitido en este párrafo. Como cabe sospechar, la existencia no es precisamente la clase de noción que, de algún modo, podemos suponer capaz de una traducción fenomenalista. Sobre esto insistimos a continuación.

 

7. Realismo y la disputa entre las teorías de la experiencia

No se puede decir honestamente que la creencia de que nuestras ideas son causadas por objetos externos a los cuales se parecen (cosa que Descartes encontró abrumadora) sea la creencia del hombre sencillo 0 incluso que sea una creencia de sentido común, puesto que el hombre sencillo no suele ser un adepto de la teoría de la representación en general. Ni es probable que el hombre sencillo sea un fenomenalista berkeleyano, en parte porque trazará alguna distinción entre ideas e ideas de cosas, y supondrá que, cuando percibe una roca, lo que es objeto de su percepción es, de hecho, ese terreno pétreo (y no una idea de una ro7a). A esta postura se le ha llamado realismo ingenuo. Y la razón por la que el realista no mantendrá una identificación de rocas con ideas es porque cree que las rocas existen cuando no son percibidas, mientras que las ideas no. Tampoco supone que lo único que quiere significar al decir que «existen cuando no son percibidas» es que alguien tendría ciertas experiencias en ciertas condiciones. Así, el realista se opone igualmente al fenomenalismo. Está claro que no podemos tener experiencias reales de las cosas existiendo no percibidas; el realista debe estar suponiendo algo que un empirista intransigente encontraría, en el mejor de los casos, arriesgado y, en el peor, carente de significado. Está claro que la suposición de la continuidad de los objetos -como las rocas- en el intervalo entre las percepciones de alguien es una teoría introducida (quizá inconscientemente) para asegurar una cierta estabilidad en un mundo que, de otra forma, estaría radicalmente amenazado si los objetos desapareciesen cuando no fuesen percibidos. El contenido de la experiencia es el mismo cualquiera que sea la teoría de la experiencia a la que suscribamos, ya seamos fenomenalistas, representacionalistas o realistas. Así pues, estas teorías opuestas difícilmente pueden ser discriminadas unas de otras sobre la base de la experiencia misma. No son tanto diferentes teorías de la experiencia como metafísicas distintas, porque es evidente que las rocas tendrían propiedades radicalmente diferentes, según fueran objetos físicos o ideas. Por consiguiente, el desacuerdo se centra claramente en la constitución última de los objetos de la experiencia. Si esto es verdad, entonces el fenomenalismo debe ser metafísicamente neutral entre estas concepciones.

Pero aún se puede decir algo de mayor fuerza a favor del fenomenalismo, si le añadimos una teoría de la significación que el empirismo está congénitamente predispuesto a afirmar: que un término es significativo solamente en la medida en que es un término experiencial o definible explícitamente mediante algún conjunto de términos de este tipo. Y si esto es defendible, entonces, puesto que lo que divide al berkelyano del realista, y a ambos del representacionalista, no puede cumplir los requisitos, las diferencias entre sus teorías se deben referir a factores intrínsecamente externos a la experiencia. Y si ninguna experiencia puede permitir discriminar entre ellas, resulta que son teorías demostrablemente metafísicas, que se derrumban en el vacío y en la carencia de sentido. Lo cual proclama vencedor al fenomenalista casi por eliminación, siempre que el fenomenalista capte correctamente la noción de existencia no percibida. Está claro que si nuestro argumento ha sido correcto, los fenomenalistas no pueden conseguir una traducción experiencial de la noción de existencia, ya que la existencia no es en absoluto una propiedad de objetos. Pero parece como si esto diese cuenta del problema restante. Porque no es defecto del fenomenalismo el no poder lograr la traducción de un término que no tiene equivalente experiencial, como ocurre con «existe». Pero, entonces, el fenomenalismo, al igual que sus rivales, debe utilizar por lo menos una noción, es decir, la existencia, que tendría que ser rechazada como carente de significado, según criterios puramente empiristas. Si admite esto, entonces ya no podrá rechazar a sus rivales sobre esta base. Pues bien, cabría decir: ¡Descartemos el concepto de existencia como carente de significado! La estrategia es heroica, pero desgraciadamente elimina al fenomenalismo como teoría de la experiencia, como teoría filosófica. Así, pues, este movimiento heroico es un heroísmo Kamikaze que culmina en el suicidio. Hablemos de él detenidamente.

Tanto el idealismo, del tipo de Berkeley, como el realismo ingenuo, son intentos de obviar la necesidad de ideas que sirvan como intermediarios entre el mundo y nosotros mismos. Pero como estas entidades intermediarias y representacionales fueron introducidas en respuesta al problema de la ilusión, ahora nos vemos obligados a decir que, a menos que alguna de estas posiciones rivales sea capaz de presentarse con una solución alternativa aceptable (sin ser igual de embarazosa en sus consecuencias y sin ser igual de vulnerable en términos de sus propios criterios como el representacionalismo), no podremos llegar a preferirlas. Después de todo, las teorías filosóficas surgen en respuesta a problemas; y dos teorías rivales deben por lo menos ser capaces de resolver los mismos problemas.

Recordemos una vez más que nada que sea interno a una experiencia la podrá diferenciar como ilusoria o no ilusoria, genuina o fruto de una alucinación. Esto fue lo que entendió muy bien el representacionalismo, que, viendo que las diferencias tenían que ser externas a una experiencia, tomó esta determinación externa como una cuestión de si existía o no una relación de representación entre la experiencia y lo que la causa. Y como hemos visto ya, la principal dificultad de su posición es que realmente no tenemos forma de resolver si se da la relación requerida. Así, aunque el representacionalismo tiene una teoría de las diferencias externas entre las experiencias genuinas y las que no lo son, desgraciadamente no brinda ninguna forma de aplicar esta teoría y nos conduce de una forma bastante brusca a un impasse escéptico: los factores externos que producen la diferencia requerida constituyen ahora el mundo externo, como se le ha dado en llamar; y el representacionalista no tiene forma de explicar, desde las experiencias que tiene, cómo es el mundo externo y si es realmente. Con respecto a estos factores debemos observar las estrategias de los rivales del representacionalismo. Porque ni el fenomenalismo ni el racionalismo posiblemente pueden recurrir a las correspondencias «externas» entre la experiencia y el mundo (ambos, fenomenalismo y realismo, sostienen que experimentamos el mundo, y su diferencia se basa solamente en sus concepciones de la clase de mundo que experimentamos) y ambos tienen que dar alguna explicación de la experiencia ilusoria.

El típico paso que da aquí el fenomenalismo es invocar un criterio de coherencia de la experiencia. Una experiencia es ilusoria si es imposible encajarla en un cuerpo de experiencias considerado como no ilusorias o «genuinas». Ahora bien, antes de analizar esta noción, es justo señalar que no es una representación inexacta de la forma en que procedemos generalmente en la vida normal. Uno ve una daga, como la vio Macbeth, y al querer asirla por la empuñadura, cierra el puño sobre la nada. Como tiene derecho a esperar -sobre las bases de la experiencia pasada- la experiencia de solidez que acompaña el asimiento de la empuñadura de una daga, y corno esta esperanza de solidez se frustra misteriosamente, el sujeto clasifica esa experiencia visual que provocó el intento de asir la daga como ilusoria: no es coherente con un cuerpo de experiencia pasada que sí es coherente consigo misma.

Desde luego, hay serias objeciones a la coherencia como criterio de la realidad. Supongamos que un par de experiencias son mutuamente incoherentes. ¿Cómo distinguiríamos la ilusoria de la que no lo es? ¿No sería una elección puramente arbitraria? Dado que p y no p son contradictorias, sabemos que no podemos afirmar ambas coherentemente. Pero saber que no podemos afirmar las dos, no nos aclara cuál de las dos podemos afirmar. Bien, en un sentido ésta es una objeción justificada. Pero el fenomenalista dirá que no hay más solución que seguir, acumular un cuerpo de experiencia y decidirse entonces a afirmar todo lo que sea coherente con ese cuerpo y rechazar como ilusoria cualquier experiencia que la masa rechace lógicamente. Y, ¿no obramos de hecho exactamente de esa forma, integrando todas nuestras experiencias en una masa coherente? Y si la mera incoherencia no nos basta para relegar una experiencia dada a la categoría de ilusión, el fenomenalista, sin lugar a dudas, responderá que probablemente estamos dominados todavía por algún prejuicio representacionalista, o si no por cierta esperanza de que esas experiencias ilusionarias estén marcadas intrínsecamente -en este último caso no habría ningún problema, y en el primero no habría solución. Su explicación -proseguirá el fenomenalista- resuelve limpiamente el problema, y además de una manera que concuerda con la práctica común.

 

8. Realismo e ilusión

No cabe duda de que las experiencias ilusionarias son inconsistentes con la masa de experiencia considerada verídica. La única cuestión es si esto es realmente lo que significa «experiencia ilusoria». Y debemos recordar una vez más que el fenomenalista,  al insistir en el último punto, está intentando salvar -de una forma que ahora debemos considerar despiadadamente empírica- un concepto que se pensaba que era externo a la experiencia y, por tanto, según los criterios fenomenalistas, sin significado: ha intentado dar algún significado empírico a la noción de genuinidad e ilusión como una distinción dentro de la experiencia, no como algo que es una función de una relación dada entre la experiencia y el mundo. Y si nos negamos a aceptar sus recomendaciones puede preguntarnos, como a menudo hacen los fenomenalistas, qué otra cosa se puede significar con «experiencia ilusoria», si no es la incoherencia con una clase de referencia compuesta de experiencias coherentes. Esta es la objeción que debe superar el realismo.

El realista puede afirmar que por lo menos debemos distinguir entre experiencias ilusorias y experiencias de ilusiones. Por experiencia de una ilusión quiero significar, por ejemplo, el ver una de las ilusiones ópticas que se encuentran en los libros de texto de psicología. Las ilusiones, en el segundo sentido, están entre las cosas que contiene el mundo. Puede señalar una de ellas y decir: eso es una ilusión. Una ilusión es lo que es, lo mismo que las rocas son rocas y los árboles son árboles. Cierto que debemos aprender a distinguir los árboles de sus reflejos en el agua o en las superficies reflectantes en general. Pero es un hecho sobre el mundo que en él hay tanto reflejos de cosas como cosas. Uno puede tomar la imagen de un gato en un espejo por un gato de carne y hueso, y romper el espejo al tirarle un zapato. Pero también podemos tomar un gato por su imagen en un espejo y contenernos antes de tirar el zapato. Hay ilusiones en el mundo que sería un error tomarlas por otra cosa. A este respecto, reintegramos una especie de coherencia a la experiencia observando que, cuando las cosas son ilusiones, las expectativas apropiadas a ellas son diferentes de las apropiadas a sus contrapartidas no ilusorias: podemos coger manzanas de los árboles, pero no de los reflejos de los árboles. Pero volvamos a nuestra distinción. ¿Qué sucede con las experiencias ilusionarias en las que, a diferencia de los ejemplos considerados, experimento, no cosas que son ilusiones, sino nada en absoluto: cuando sólo es una ilusión el que yo experimente? Tal es el caso de las alucinaciones, por ejemplo. Aquí no experimento nada, pero me parece experimentar algo, por ejemplo una daga. Y sin duda alguna, el realista no querrá decir que hay dagas alucinatorias en el mundo, pero en cambio dirá que hay individuos alucinados. ¿No elude esto realmente el problema, al ser la cuestión la forma en que el individuo alucinado puede llegar a saber que lo está, cuando lo está? En este caso fundamental -que, después de todo, es la palanca mediante la cual el representacionalismo fue capaz de despegar las ideas de la superficie del mundo y establecer por tanto una distancia entre el mundo y ellas- no puede haber una marca intrínseca; pues si la hubiera, uno sería capaz de decir, gracias a ella, que estaba alucinado. E incluso si hubiera una marca, podría ser que ella misma fuese alucinada, y el problema sería cómo fiarse de ella. Ninguna marca intrínseca puede superar el engaño. Pero tampoco lo logrará un simple criterio de coherencia, pues la incoherencia con un cuerpo de experiencia, si bien es un criterio para experiencias no genuinas, no servirá para distinguir entre experiencias de ilusiones y experiencias ilusionarias. Así, pues, se necesita algo más que la mera incoherencia para distinguir los dos casos. Y una sugerencia natural es la siguiente: la daga alucinatoria, en contraste con una ilusión, no está ni siquiera en el mundo. He aquí lo que puede decir el realista. Puede decir, la alucinación está «en la mente» en el sentido de que, aunque el individuo alucinado está en el mundo, el objeto alucinatorio está simplemente «en el individuo». Aquí el realista casi se ve obligado por sus teorías a hacer una distinción que, aunque la hacemos a menudo espontáneamente, es metafísica, mientras que el fenomenalista, con su tendencia a la neutralidad, desea no hacer ninguna. Para él, los «objetos de la experiencia» son todos iguales, no habiendo nada intrínseco para distinguir entre experiencias ilusorias y alucinatorias. Su tesis es que el contenido de la experiencia es neutral respecto a cualquier distinción de este tipo. El problema rebasa aquí los límites de la gnoseología. El realista puede decir, si quiere, que aunque quizá tiene dificultades para determinar qué experiencias son alucinatorias y cuáles engañosas, por lo menos reconoce una distinción que ninguno de sus rivales puede elaborar. Y si la distinción existe, la neutralidad es metafísicamente engañosa. Está claro que si hay una distinción, debe invocarse algo más que la mera coherencia. Y si hay dos clases de incoherencias necesarias para lograr la distinción, no está claro que el fenomenalista pueda triunfar en su ambición empirista pura sin abandonar su neutralidad metafísica. Vemos, pues, que los problemas nos llevan fuera de la gnoseología, pero antes de cruzar la frontera debemos examinar otro aspecto de los problemas que dividen las diversas teorías de la experiencia que hemos estudiado.

 

9. Error, incorregibilidad y apariencias

Una serie de consideraciones relacionadas de algún modo con lo anterior y de particular importancia para los epistemólogos es ésta: tanto en la visión representacionalista como en la fenomenalista, se atribuye un curioso grado de seguridad a cualquier afirmación que hagamos en las presuntas descripciones de lo que experimentamos inmediatamente. Es como si nunca pudiéramos realmente estar equivocados. En la concepción representacionalista, lo que experimento directamente es una idea, por ejemplo, de una silla; el que esta idea represente o no su causa, el que represente o no de forma exacta una silla, caso de que su causa sea una silla real, es discutible. Si digo que sí, es muy posible que esté equivocado. Pero si me limito, no a describir lo que representa la idea, sino solamente a la representación misma, entonces no me expondré a semejante error. Aquí no hay lugar a errores, en contraste con lo que se supone que sucede entre las ideas y sus causas. Recordemos que mi experiencia sería exactamente como lo es de hecho, hubiera algo allí, en el mundo externo, o no. Así, mientras que mi idea puede variar de valor semántico sin una indicación interna de que esto ha sucedido, no puede surgir esta variación cuando informo simplemente sobre la idea, sin hacer afirmaciones externas ni valoración semántica. Pero al fenomenalista ni siquiera se le plantea esta cuestión de la correspondencia externa, de modo que cualquier ventaja que pueda señalar el representacionalista para su capacidad de describir sus experiencias puede señalarla también aquél, y, además, ni siquiera está sujeto al tipo de error de deducir de la experiencia el «mundo externo», al que está expuesto el representacionalista. Debemos añadir que el realista tampoco está expuesto a este último error, puesto que, según su punto de vista, no hay ninguna inferencia de la experiencia al mundo externo, ya que, de acuerdo con él, el mundo externo es exactamente lo que experimentamos. Pero, a diferencia de sus rivales, probablemente no es inmune a cualquier clase de error al describir lo que experimenta. Puesto que ninguna de estas posiciones puede suponer que lo que se presenta en la experiencia es diferente, la cuestión es: ¿por qué ha de encontrarse aquí el realista en una supuesta desventaja?

Una razón es la siguiente: a veces se dice que, aunque algo me puede parecer rojo y de hecho lo experimento como rojo, puede realmente no ser rojo. La respuesta es inmediata: el objeto de la experiencia es exactamente lo que parece ser; no puede existir ninguna distancia entre lo que parece ser y lo que es cuando hablamos de los objetos de la experiencia. Y así, puesto que lo que nos parece ser es, no puedo equivocarme al describir lo que parece ser en la experiencia, porque mientras diga lo que parece haber allí tendré razón. Puedo mentir a otros, pero difícilmente podré mentirme a mí mismo. Aun utilizando las palabras en alguna forma personal, sería incapaz de equivocarme al decir qué parecen las cosas de acuerdo con mi propio uso excéntrico. Esta última afirmación quizá sea discutible. Recientemente, los filósofos han expresado dudas acerca de si la idea de un lenguaje completamente privado es siquiera sensata. No obstante, dejando a un lado las cuestiones de formulación, podemos decir que protegerse contra toda una clase de errores diciendo que los objetos de experiencia son exactamente lo que parecen, es realmente una estrategia interesante. Pero, ¿puede el realista decir otro tanto de los objetos de la experiencia tal como él los entiende? El representacionalista ha despegado del mundo los objetos experimentados. El fenomenalista ha eliminado el mundo, o lo ha reducido a experiencias: el mundo, consistente en experiencias, es lo que parece. Pero, el realista ¿aprovecha o puede aprovechar esta clase de maniobra?

La respuesta parece claramente negativa. Supongamos, por ejemplo, que el realista ve cierto árbol de una forma confusa: lo que él experimenta es una mancha. Pero sin duda alguna, el árbol está perfectamente claro en todos sus puntos. No es una mancha. Pero al admitir esta distinción, ¿no tendrá que abandonar el realista su punto de vista de que la realidad la experimentamos claramente? ¿Y no deberá aceptar alguna distinción entre lo que experimenta directamente esa mancha de verde y la masa de hojas estructurada que es el árbol en sí, perfectamente definida en todas sus partes? Es justamente aquí donde el concepto de apariencia deviene fundamental. Porque, ¿qué categoría asignar a la apariencia que manifiestamente experimentamos, puesto que cualquier cosa que experimentamos aquí no puede ser el árbol? Esto supone indudablemente un obstáculo para el realista, un obstáculo que cabría considerar como definitivamente destructor de su posición, igualándola virtualmente a la del representacionalista. Pero le queda una estrategia que es «realista». ¿Acaso no puede decir que el error que comete el representacionalista es suponer que la apariencia es una idea, y que, por lo tanto, simplemente está en él de alguna forma, cuando bien pudiera ser que la apariencia estuviera en el mundo: el árbol realmente es lo que parece, en el sentido de que, el que tenga aspecto de mancha, es un hecho del árbol? Si sus rivales pueden decir de las experiencias que son lo que parecen, ¿por qué no puede decir él que las cosas son lo que parecen? ¿Por qué un árbol no habría de ser realmente una mancha cuando se le ve con una cierta luz o en determinadas condiciones? ¿Por qué no va a ser parte de lo que son las cosas el que parezcan exactamente lo que parecen, confusas o claras, según las circunstancias en que las vemos? Y esto -proseguirá el realista- es la forma natural, de sentido común, de mirar todo el asunto. ¿Por qué despojar al mundo de estas apariencias y convertir el objeto en algo absolutamente distinto de la clase de sus apariencias, que el representacionalista ha convertido en (meras) ideas? Esto hace que las cosas sean virtualmente indescriptibles, por lo menos mediante los términos que usamos generalmente para describir lo que experimentamos. Y garantiza virtualmente que las cosas discreparán de nuestras ideas, de modo que no podrá haber experiencia verídica. Así se resuelve el problema del representacionalista, de una vez por todas, por omisión. Las cosas no pueden ser como nuestras ideas. Y ¿qué queda entonces del mundo externo, salvo una indescriptible «presencia»?[1]

Podríamos analizar esta «presencia» residual de la forma siguiente: consideremos la siguiente proposición «Hay algo que es azul»; el predicado «es azul» no puede ser atribuido seriamente a lo designado por el «hay algo», si, como aparentemente se ha comprometido a hacer el representacionalista, aislamos la cosa, tal como realmente es, de la clase de las apariencias. Pero, ¿no hay aquí tal vez un error filosófico fundamental? ¿No habremos tomado la expresión de referencia «Hay algo que...» -una expresión lógica distinta del predicado «es azul»- y lo que designa como una pura «presencia» que es metafísicamente distinto de lo azul que hemos predicado de ella? En otras palabras, puede que hayamos tomado el simple hecho de indicar algo y lo hayamos transformado en algo que se indica, un simple algo, desprovisto de cualquiera de las propiedades que le podríamos adscribir. El mundo externo, supuestamente distinto de todas las apariencias que el representacionalista ha ubicado erróneamente en nosotros, ha sido considerado distinto solamente en virtud del hecho de que «hay algo» posee una función gramatical distinta. La distinción gramatical entre el sujeto de una proposición, que se usa para referir, y el predicado gramatical, que dice algo sobre lo que ha sido referido, se ha tomado con una literalidad primitiva, como si sugiriese que hay un mundo de cosas que son simplemente «presencias», y un mundo de apariencias que no pueden pertenecerles, puesto que son simples «presencias». Pero admitir que alguna de ellas pertenece a las cosas es admitir que las cosas son, por lo menos en algunos casos, lo que parecen. Y con esto, el representacionalista queda atrapado en las redes de un argumento poderoso. Su posición se reduce al fenomenalismo si retira la «presencia», y se reduce al realismo si concede que tiene que aparecer. Así, lo que parecía fatal para el realista se torna fatal, por el contrario, para uno de sus rivales.

Este intercambio dialéctico, cuyas sinuosidades hemos estado siguiendo, llama la atención, una vez más, sobre la noción de «presencia», un concepto que se usa para conectar el lenguaje con el mundo. No hay que sorprenderse, como consecuencia de nuestra caracterización de la filosofía, de que las tres posiciones que se han dividido la teoría de la experiencia entre ellas, sean al fin y al cabo teorías de cómo considerar la «presencia», En efecto, el representacionalista ha separado la presencia de las propiedades sensibles de las cosas, ha identificado estas últimas con las ideas y 'ha hecho imposible, mediante esta separación, que cualquiera de estas ideas pertenezca a la cosa misma -que no es ahora sino la simple «presencia». El fenomenalista trata, -a su vez, de disiparla, considerando la referencia a algo lógicamente externo a la experiencia como carente de significado o dando una interpretación experimental de ella, lo mejor que puede, no como un elemento adicional de la experiencia, sino más bien como la coherencia de una clase de tales elementos; por tanto es una teoría de la coherencia de la existencia. Pero queda ahora por distinguir la posición del realista de la del fenomenalista, y el problema es si hay sitio aquí para la distinción. Porque al identificar la cosa (por ejemplo, un árbol) con la clase de sus apariencias, ¿no ha distribuido, por así decirlo, la «presencia» como la simple unidad de estas apariencias, como una clase de elemento de unión que las mantiene juntas, como apariencias de la cosa misma? Así pues, ¿qué es lo que separa al realista del fenomenalista? Sin duda alguna, solamente la forma en que analizan las apariencias. Y ésta es una diferencia metafísica y una diferencia, además, de la cual es muy difícil suponer que la experiencia nos ayuda a dirimirla. Porque, como sucede con frecuencia en las teorías filosóficas, no establecerán ninguna diferencia con respecto a la experiencia; o mejor dicho, nuestra experiencia será exactamente la misma, quienquiera que esté en lo cierto. Las teorías de la experiencia no son una excepción: desgraciadamente nos llevan fuera de la experiencia, y preguntando y pretendiendo responder cuestiones externas sobre la experiencia y tomando la experiencia como dato, no es de sorprenderse que esa experiencia como tal debe ser irrelevante para deducir juiciosamente entre ellas. Pero habrá que decir algo más con respecto a esto.

 

10. Lenguaje teórico y observacional

Cuando el criterio de verificabilidad fue enunciado por primera vez como criterio de significatividad, parecía absolutamente claro para quienes lo proponían que las partes significativas del discurso estaban formadas por palabras que, si no desempeñaban simplemente un papel gramatical, derivaban sus significados de la experiencia: un término sólo es significativo para un individuo si ha aprendido a usarlo porque ha experimentado aquello a lo que se le aplica, o por lo menos si sabe a qué clases de experiencia se le puede aplicar correctamente. Sin lugar a dudas, había una distinción establecida entre las partes del discurso llamadas lógicas y las no lógicas, y las primeras tendrían que ser consideradas significativas mediante algún criterio distinto de éste; pero es difícil especificar en forma rápida y segura la diferencia entre las palabras lógicas y las no lógicas y, a este respecto, tan confusa resulta la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas como la distinción entre estas dos partes del discurso. Aun así, se consideraba que los términos paradigmáticamente significativos eran aquellos que podían ser entendidos por su aplicación al mundo sobre las bases de alguna experiencia, o que eran definibles exhaustivamente por medio de tales términos. Y por razones completamente análogas, las proposiciones eran consideradas significativas solamente en el caso de que fuesen verificables directamente recurriendo, a la experiencia, o de que fuesen verificables directamente recurriendo a la experiencia, o de que estuviesen relacionadas lógicamente, de forma estrecha y directa, con algún conjunto de proposiciones que pudiesen ser verificadas de esa forma. Estas últimas, llamadas proposiciones observacionales, estarían constituidas principalmente por el vocabulario observacional. Las proposiciones observacionales eran básicas en un sentido perfectamente arquitectónico del término: la totalidad del discurso significativo estaba, de acuerdo con los verificacionalistas, fundado literalmente sobre ellas. Un sistema de proposiciones deriva su significado del vocabulario observacional, y sólo será significativo si se puede poner en contacto con la experiencia. El lenguaje ideal, el lenguaje que estuviera completamente conforme con estos criterios, sería aquel en que todas las proposiciones fuesen observacionales o fueran reemplazables, sin pérdida alguna de significado, por un conjunto que consistiese solamente en proposiciones observacionales. ¡Un lenguaje de este tipo se ajustaría a la superficie de la experiencia como un guante!

Es demostrable que, para cualquier sistema de proposiciones -por ejemplo, cualquier teoría- que satisfaga criterios formales sumamente débiles y no exigentes, puede lograrse este supuesto desiderátum. En estos sistemas podemos reemplazar cualquier proposición que no sea observacional por otra que lo sea, sin pérdida alguna de fuerza. Esto ha sido probado en un célebre teorema debido a William Craig. Pero cuando fue anunciado el teorema de Craig, no aportó las buenas noticias que se podían haber esperado. Porque, en aquella época, incluso los empiristas más radicales dudaban de la posibilidad de un lenguaje completamente empírico. Esta decepción vino inducida por intensas investigaciones del vocabulario del lenguaje científico, que demostró ser sorprendentemente recalcitrante al tratamiento observacionalista, o por lo menos sorprendentemente a la vista de la confiada aunque ingenua esperanza de que la ciencia fuera más o menos la productora de observaciones y que las teorías fueran una especie de inventarlos resumidos de la experiencia. Se aceptó de mala gana que si la ciencia, que había sido considerada siempre como modelo del discurso responsablemente significativo, exhibía términos irreductiblemente no observacionales, no se podría insistir en ninguna parte en el observacionalismo como una condición necesaria para la significatividad: porque insistir en ello implicaría repudiar la ciencia, y esto, aunque sería una posición admirablemente heroica, tendría que considerarse una locura. Con esta concesión, el calor con que el principio de verificabilidad se había estado aplicando a los temas y teorías tradicionales de la filosofía tenía que cesar: todas las viejas cuestiones metafísicas, poco a poco, reclamaban su antigua legitimidad; y en las décadas siguientes vinieron a ocupar, cada vez con más fuerza, el centro de la atención filosófica cosa que sigue ocurriendo hoy. Sin embargo, la empresa de forzar a todo discurso a entrar en su parte observacional proporcionó una gran claridad. Lo que surgió fue una apreciación cada vez más delicada de los estratos diferentemente conectados entre sí, que revela una disección lógica del discurso científico (o de cualquier clase de discurso).

Consideremos, pues, los términos que fueron llamados disposicionales. Decir, por ejemplo, que un cuerpo b es magnético no es adscribir a b una propiedad que definirá un conjunto simple e incluso cualquier conjunto finito de términos. Un cuerpo es magnético si se comporta de cierta forma, por ejemplo, si atrae limaduras de hierro, Pero es magnético incluso si no se comporta de forma característicamente magnética en un determinado momento. Un terrón de azúcar es soluble aunque no esté de hecho en estado de disolución. Así, decirnos: si se pone el terrón en agua, entonces se disuelve, si y sólo si es soluble. Volviendo al ejemplo anterior, cuando las limaduras de hierro se colocan cerca de un cuerpo b, b es magnético si y sólo si atrae estas limaduras. Tales definiciones no son definiciones explícitas de solubilidad o de magnetismo. Mejor diríamos que nos aportan una serie de especificaciones de cómo se comporta un objeto en el caso de que sea soluble o magnético, en ciertas condiciones experimentales. Y dista mucho de estar claro que cualquier conjunto de especificaciones de conducta en condiciones experimentales agotará el significado de los predicados disposicionales. Lo que tenemos, entonces, no es tanto una definición como una reducción: una reducción es solamente una especificación parcial del significado de estos términos, pero lo importante aquí es que una gran cantidad de términos científicos son disposicionales y, además, en la medida en que son definibles observacionalmente, no son eliminables del discurso científico. Evidentemente, hay cierta conexión entre disposiciones y observación. Y siempre existe la posibilidad de lograr una reducción completa, lo que supone quizá lograr una definición completa. Finalmente, se puede suponer que un término disposicional no tiene significado fuera de las «proposiciones de reducción», como han sido llamadas, por medio de las cuales es introducido. Así, pues, el observacionalismo, si bien algo mellado por esta clase de términos, apenas sufre daños.

Un caso más importante se da con los términos teóricos. Lo que designan, si es que designan algo, está más allá de la posibilidad de observación. Términos como «electrón», «gene» o «complejo psicológico» designarán entidades que, de hecho, si es que no en principio, son inobservables como tales. Sin embargo, desempeñan obviamente un papel central en teorías que exigen un cierto respeto científico. Son estos términos, o mejor dicho, las proposiciones que los usan, los que el teorema de Craig nos capacita para reemplazar por proposiciones observacionales de la teoría, y era precisamente en conexión con estos términos donde el teorema de Craig no pareció precisamente útil a los filósofos de la ciencia. La razón fue la siguiente: los términos teóricos hacen referencia a estados de cosas que, aunque inobservables, desempeñan manifiestamente un papel explicativo, haciendo claras las razones de por qué los fenómenos observables son como son. Observamos ciertas pautas en el mundo y deseamos saber por qué rigen. A menudo el éxito de la ciencia radica en ofrecer teorías para explicarlas, teorías que hacen referencia a fuerzas, entidades o campos a menudo ocultos. Sin lugar a dudas, tales teorías son contrastadas a base de derivar de ellas consecuencias observables y viendo si de hecho son válidas; y no hay duda de que una teoría queda en suspenso hasta que consigue un grado de confirmación que esté basado en la observación de estados de cosas cuya descripción se deduzca de la teoría. Sin embargo, los términos no son eliminables en favor de términos observacionales, ni la teoría puede cumplir su papel explicativo y soportar al mismo tiempo la sustitución observacional total posibilitada por las estrategias de Craig. La categoría de los términos teóricos sigue siendo naturalmente un tema central de la filosofía de la ciencia, y quizá nos hayamos aventurado demasiado en sus territorios. Lo único importante es que es la resistencia que oponen los términos teóricos (y por consiguiente de las teorías científicas tomadas como un todo) a ser asimilados a un idioma meramente observacional, lo que constituye la principal razón por la que el observacionalismo, y el empirismo radical que presupone, no se consideran ya en condiciones de ofrecer piedras de toque de la significatividad. Una propuesta más modesta es que, si bien la traducción a un idioma observacional es suficiente para la significación, no es necesaria, Todo esto, sin embargo, queda algo fuera de la cuestión que estoy intentando exponer. Porque aunque concediésemos que todo puede marchar de acuerdo con las propuestas verificacionistas originales -aceptando que pudiéramos lograr todo lo que quisiéramos con un lenguaje que fuera puramente observacional en la ciencia, o, lo que es lo mismo, el programa fenomenalista de traducción de todas las afirmaciones sobre cosas a afirmaciones sobre experiencias reales y posibles- habría, no obstante, algunos conceptos filosóficos fundamentales, que tienen que ver con cosas, con su «esencia» y su «presencia», que requerirían salir fuera de la experiencia. El lenguaje de la filosofía sigue siendo radicalmente distinto del lenguaje de la ciencia.

 

11. Cosas y apariencias

¿Cómo haremos para analizar el concepto de cosa? El fenomenalista, con el recurso al condicional, como es su costumbre, puede hablar de una cosa como una disposición a mostrarse en determinadas condiciones. La referencia a las disposiciones se hace aquí anclando estas apariencias a algo: queremos hablar de algún modo de una clase de apariencias como «pertenecientes a» la «misma cosa». Y entonces, podemos hablar de una manzana como una disposición a mostrarse redonda a la vista y suave al tacto. La cosa (manzana) es, para citar a Mill, una posibilidad permanente de sensación.

Pero, ¿qué es lo que tiene estas disposiciones? Generalmente referimos las disposiciones a cosas, por ejemplo, la solubilidad a terrones de azúcar; es incómodo, como una sonrisa sin gato, tener disposiciones sueltas, desunidas, por así decirlo, de todo. Así, pues, ¿de qué forma puede una cosa ser una disposición, o una clase de disposiciones? En segundo lugar, ¿podernos, por decirlo de alguna forma, considerar las condiciones en las que se tienen determinadas experiencias como constituyentes adicionales de estas experiencias? Y si hacemos esto, ¿no deberemos entonces especificar las condiciones en que puede tenerse el conjunto de experiencias, ampliado de esta forma, de modo que las condiciones de la experiencia están siempre, por así decirlo, fuera de la posibilidad de análisis del fenomenalismo, y, puesto que están fuera de su alcance, el fenomenalismo irónicamente deba salir fuera de sí mismo para efectuar sus análisis? Estas críticas han sido hechas bastante a menudo al fenomenalísmo; pero es interesante que el realismo no parezca susceptible a las mismas inconsistencias.,

El realista no necesita hacer ninguna distinción metafísica entre las condiciones en las que se perciben las cosas y el hecho de que se muestren como se muestran en esas condiciones. Las condiciones de las apariciones y la forma de aparecer en esas condiciones, son todas igualmente reales. Y en lo que concierne a la primera dificultad, el realista no hace ningún esfuerzo para disolver las cosas en sus apariencias. Simplemente dice que es un hecho que una cosa dada se manifieste así, en esas condiciones, y que es un hecho objetivo referente al mundo. Es simplemente un hecho científico adicional el que el azúcar le sepa amargo al dispépsico, o que los bastones se vean torcidos en el agua. Pero, ¿está más capacitado que el fenomenalista para decir qué es (realmente) la cosa que se manifiesta de distintas formas en distintas condiciones? ¿Es distinta la cosa de sus formas de manifestarse? ¿0 es exactamente la clase de sus apariencias? Y si es esto último, ¿con respecto a qué nos ha dado el realista una explicación más satisfactoria que la que nos proporciona el fenomenalista, que habla de un objeto como de la clase de sus apariencias? Y si es lo primero, ¿qué es la cosa cuando separamos de «ella» la clase de sus apariencias? Admitimos que es una ventaja que el realista no se comprometa con nada parecido a esa doble norma que trae de cabeza al fenomenalista con el concepto de «condiciones». No obstante, considerando el análisis de las cosas, ¿podemos diferenciar las dos posiciones atendiendo a algo que no sea las diferencias metafísicas que los separan acerca del carácter de las apariencias?

Pero debemos ver una vez más que no se trata de una diferencia que se presente en la superficie de la experiencia. El realista puede decir que una cosa es como se muestra en condiciones aceptadas como perceptiblemente normales u óptimas. El fenomenalista puede decir que la cosa se identifica con una clase de apariencias tomadas como criterio. El realista puede decir que las cosas aparecen como distintas de lo que son en condiciones óptimas especificables. El fenomenalista puede hablar de ciertas apariencias como «meras» apariencias de la «cosa». Ambos pueden invocar las mismas conexiones similares a leyes. Si esto es así, ¿qué queda salvo una diferencia metafísica?

 

12. El carácter no empírico de las teorías de la experiencia

Llegados a este punto, debemos afirmar categóricamente que nunca se podrá decidir entre las distintas teorías de la experiencia sobre la base de la experiencia misma. Ninguna tiene ni puede tener acceso a ningún hecho inaccesible a las otras. Pero todas son capaces de dar una explicación adecuada de la estructura de la experiencia, que será la misma cualquiera que sea la teoría de la experiencia que finalmente aceptemos. Así, pues, estas teorías no son en absoluto como las teorías empíricas o científicas. Porque, con respecto a las teorías científicas, en último término decidimos entre ellas sobre la base de los resultados experimentales diferenciales. Está de más recordar que las teorías científicas se contrastan deduciendo consecuencias observables y viendo si estas consecuencias se cumplen realmente.

Y si no se cumplen, estamos obligados a rechazar o revisar la teoría. La experiencia es el árbitro definitivo de lo que es verdadero o falso en la ciencia. Aparte de la inconsistencia interna, no tenemos otras bases para repudiar una teoría, a menos que, como sucede a veces, la teoría no tenga en principio consecuencias observables; en este caso, es inverificable e inaplicable y, por los criterios empiristas, carente de significado. Si tratáramos las teorías de la experiencia como si fuesen teorías científicas, no habría forma de decidir entre ellas sobre los fundamentos habituales, puesto que cada una de ellas es compatible con los mismos hechos relacionados con la experiencia. Cada teoría da una explicación total. Así, por los criterios del principio de verificabilidad, son carentes de significado; y por los criterios pragmatistas son equivalentes, por tener las mismas consecuencias para la experiencia y no producir ninguna diferencia esencial en la práctica. 0 para invocar otro criterio, defendido por Karl Popper, ninguna experiencia puede servir para refutar ninguna de estas teorías, y si, como cree Popper, la refutabilidad es el criterio de significación científica, nuestras teorías se vendrán abajo también por este criterio; o lo harán si las tratamos como teorías científicas. Pero si no son científicas, ¿qué clase de teorías son? Y si no producen ninguna diferencia, si no proyectan, por así decirlo, ninguna sombra en la superficie de nuestras vidas, ¿por qué sentirnos obligados a aceptar o rechazar una u otra? ¿Por qué no dejarlas en entredicho? Estas son las características de las teorías filosóficas que las grandes teorías iconoclastas y reduccionistas de nuestro siglo -el pragmatismo, el positivismo y el refutacionismo de Popper- encontraron tan frustrantes y desesperantes y de las que confiaban haberse desembarazado de una vez por todas, de forma que el tipo de controversias al que dan lugar estas teorías no pudiese volver a producirse nunca más.

 

13. Cosas y esquemas conceptuales alternativos

Permítaseme presentar esto de otra forma. Cabría preguntar si nuestra experiencia necesita ser exactamente como es. Con esto no trato de preguntar si las leyes causales que los hombres han descubierto en el penoso transcurso de milenios podrían ser diferentes, porque lo podrían ser fácilmente. El mundo podría mostrar rasgos muy diferentes de los que ahora muestra. ¿Por qué no podrían las gallinas amamantar a sus crías? ¿Por qué los humanos no podrían salir de huevos, como Helena de Troya? ¿Por qué no podría curar el cáncer el azúcar cortado en terrones oblongos? ¿Por qué los hombres y las mujeres no podrían procrear simplemente con estrecharse las manos? ¿Por qué no podríamos simplemente aspirar los elementos que necesitamos? Sin duda alguna, cualquiera de estas cosas podría suceder, aunque para ello tendrían que cambiar mucho las cosas. No hay ninguna razón por la que el mundo tenga que ser siempre como es ahora. Pero al hacer mi pregunta no me refiero a esto. Pregunto más bien, por ejemplo, si tiene que haber siquiera cosas. Supongamos, pues, que no hay cosas, objetos densos, sólidos, toscamente integrados como las mesas, manzanas, estrellas y el restante mobiliario del universo. Supongamos, por ejemplo, que tanto el realista como el fenomenalista arrancan de una preconcepción referente a las cosas: el realista está tentado a decir que una cosa es, de acuerdo con las leyes causales, lo que parece ser en tales y tales condiciones causales; el fenomenalista dice que las cosas son simplemente clases coherentes de experiencias; pero los dos llegan a estas teorías (y quizá los dos obstaculizados por alguna supuesta inadecuación en ellas) solamente porque, para cada uno de ellos, el que tenga que darse una respuesta a la cuestión de qué es una cosa es una conclusión predeterminada. Realmente, ¿necesitamos que haya cosas? ¿Necesitamos siquiera pensar como si hubiera cosas, como quiera que las analicemos?

Supongamos que fuera posible una forma de organizar nuestra experiencia completamente distinta de la forma en que la organizamos, a saber, como si se acumulara alrededor de ciertos puntos fijos a los que llamamos cosas. La pregunta que estoy haciendo cala mucho más hondo que la de si las cosas pueden comportarse de forma distinta a como se ha observado que se comportan de hecho. Pregunto si verdaderamente necesitamos el concepto de cosas. Nietzsche, por ejemplo, afirmó que es simplemente nuestra forma de pensar acerca del mundo el concebirlo como formado por cosas que tienen propiedades y que mantienen distintas relaciones unas con otras. Para Nietzsche, las cosas en este sentido son ficciones, imposiciones hechas por nosotros sobre la corriente de la experiencia, y que no responden en absoluto a los rasgos objetivos del mundo. Nietzsche sostenía que las nociones de «cosas» y «propiedad» y «relación» sólo pertenecen a nuestra perspectiva del mundo, y que son posibles otras, muchísimas otras perspectivas o esquemas conceptuales, y que además algunas de ellas pueden ser realmente preferibles a las nuestras. Articulamos la experiencia tal como lo hacemos, afirma Nietzsche, en parte porque hay ya una metafísica implícita en el lenguaje que hablamos. Así, utilizamos proposiciones típicas de la forma sujeto-predicado y por consiguiente estamos dispuestos a considerar el mundo como formado por sujetos (cosas) y sus propiedades. Pero con una gramática distinta, estas categorías podrían ser sustituidas por otras, y ni siquiera seríamos capaces de concebir la idea de cosas o de proposiciones. Nuestro lenguaje es lo que es porque nos hemos desarrollado de determinada forma, y criaturas desarrolladas de otra forma quizá habrían ordenado el mundo de un modo radicalmente distinto, pero, desgraciadamente, ininteligible para nosotros. No sabríamos sobre lo que nos estaban hablando o cómo pensaban. Y si alguien dentro de nuestra sociedad llegase a pensar mediante líneas conceptuales diferentes, perecería con toda seguridad debido a esta falta de entendimiento. De esta forma, el lenguaje y el refuerzo social nos mantienen encadenados al presente esquema, al esquema de la grey. Sin embargo, decía Nietzsche, en principio es posible liberarse, alcanzar nuevas perspectivas, y se puede decir que, en cierta forma, su filosofía fue un intento en este sentido.

Las ideas de Nietzsche son ecos bastante entusiastas de las grandes enseñanzas de Kant, quien, dejando abierta la posibilidad de otras formas de articular la experiencia, solamente rechazó esta opción para nosotros. En consonancia con el molde de nuestras mentes no podríamos suponer inteligiblemente que la experiencia pudiese ser estructurada mediante líneas radicalmente distintas, pues las líneas a lo largo de las cuales la estructuramos especifican las condiciones de inteligibilidad para criaturas como nosotros. Kant afirma que estos principios no derivan de la experiencia y que lógicamente no se los puede suponer derivados de la experiencia. Y no es posible, porque nada que no se ajuste a ellos puede ser considerado anteriormente como experiencia: ellos constituyen, por así decirlo, la forma lógica de la experiencia. Kant afirmaba que un principio de este tipo es el de causalidad. Los empiristas, y especialmente Hume, intentaron derivar este concepto de la experiencia. Pero estaban condenados al fracaso. Porque, una vez más, no es algo que deduzcamos de la experiencia, sino más bien algo que aportamos a ésta: no podemos concebir que algo sea experiencia si no está estructurado causalmente. De esto no se sigue que el mundo tenga esta estructura causal y no aquélla: el mundo podría ser radicalmente distinto de la forma en que lo encontramos, sin que fuese válida para él ninguna de las llamadas leyes de la naturaleza. Pero así y todo, sería un mundo estructurado causalmente. Los datos brutos de la experiencia podrían ser muy distintos de como vemos que son. Pero no podrían ser diferentes en el sentido de no estar estructurados causalmente. Ninguna ley causal, como tal, es necesaria, y ninguna serie de experiencias podría no haber sido de otro modo. Pero la ley de causalidad en sí es necesaria en el sentido de que es un presupuesto conceptual de la experiencia como tal. El contenido de la experiencia puede variar impredeciblemente dentro de los límites impuestos por los principios de orden en los que consiste la experiencia en nuestro esquema conceptual.

Quizá forme parte de este esquema el que exijamos los elementos de unidad y proximidad que requiere el concepto de cosas. Pero si es así, se seguirá sin lugar a dudas que el no poder brindar un análisis experiencial de qué es ser una cosa no es un defecto de las teorías de la experiencia que hemos estado discutiendo.

 

14. Posibles criterios no experienciales para decidir entre las teorías de la experiencia

Puede ser, entonces, que el concepto de cosa sea algo que aportamos, por así decirlo, a la experiencia; algo sin lo cual no podemos suponer inteligiblemente que la experiencia sea posible. No lo construimos a partir de la experiencia, por decirlo de alguna forma, sino que la experiencia nos viene ya en forma de cosas y sus propiedades. Y esto sería así cualquiera que fuese la teoría de la experiencia que admitamos. Pero en este caso, dichas teorías no deben diferir en lo concerniente a la estructura de la experiencia, sino más bien en lo concerniente al material sobre el que descansa esta estructura. Y entonces no podemos distinguir entre ellas sobre fundamentos estructurales, ni tampoco, evidentemente, sobre las bases de cualquier rasgo interno a la experiencia, tal como la captamos. El desacuerdo entre estas escuelas llega así, una vez más, a una situación incomoda, de la que no parece haber salida lógica. En verdad, la situación es casi exactamente igual a la del representacionalista, que no podía atisbar más allá de la fachada de sus ideas para determinar si eran o no congruentes con los objetos que según él representaban. No hay forma de atisbar más allá de nuestras experiencias para ver si hay objetos «reales» o si son «fenómenos»; ni siquiera está claro que podamos asignar algún significado a qué sería atisbar más allá de la experiencia. Está claro que no podríamos expresar en términos experienciales lo que pudiésemos encontrar. De suerte que la crítica corriente al representacionalismo no se aplica solamente a él, sino que parece ser la crítica inevitable a las teorías de la experiencia en general: no podemos decir en términos de experiencia cuál de ellas es la correcta. La cuestión de qué teoría de la experiencia es correcta es una cuestión externa, que no puede ser respondida dentro de la experiencia. Y en vista de nuestra noción de significado -es decir, que saber qué significa una proposición, es saber qué sería para ella ser verdadera- es una visión apresurada, pero no carente de atractivo, la de que estas distintas posiciones lindan con la carencia de significado.

Voy a intentar ahora resumir lo que parece ser el problema que divide a estas distintas teorías. El realismo y el fenomenalismo son ambos teorías directas de la experiencia -como cabe denominarlos-, de acuerdo con las cuales, cualesquiera que sean los objetos de la experiencia, tenemos acceso directo a ellos. En esto contrastan con el representacionalismo, que es una teoría indirecta de la experiencia, la cual afirma que los objetos de la experiencia reciben la mediación de las ideas y que el conocimiento que podemos tener del «mundo externo» es oblicuo e inferencial. Las dos teorías directas difieren entre sí en la caracterización que da cada una de ellas de las cosas directamente experimentadas. Al menos, he intentado mostrar que es a esto a lo que se reduce la diferencia entre ellas. Pero las diferencias metafísicas quizá calen aún más hondo, como se puede ver por las soluciones que cada una de ellas da a problemas epistemológicos característicos, como aquellos que surgen en conexión con las alucinaciones. El realista puede decir que están «en la mente». El fenomenalismo no requiere un presupuesto explicativo como la distinción entre lo que está dentro y fuera de la «mente». Pero, como ya hemos visto, necesita un complicado criterio de incongruencia para dar su propia explicación de la alucinación. Para el fenomenalismo, los objetos de la experiencia están en pie de igualdad, y permanecen curiosamente neutrales con respecto a cualquier pretendida distinción entre lo que es mental y lo que no lo es. Un objeto alucinatorio es el que simplemente es incongruente con la experiencia recibida. Pero aquí no se da ninguna explicación de la incongruencia, lo cual, en contraste con el realismo, quizá resulte una desventaja. Porque el realismo puede invocar todo el arsenal de la ciencia farmacológica para explicar por qué tenemos alucinaciones. En compensación, el fenomenalista logra una cierta economía metafísica. En lugar de suponer dos clases distintas de objetos de experiencia, unos mentales y otros no, se las arregla con una sola, además de una serie de formas de organizarlos. Y a la vista de esto, puede argumentar que su teoría es la que hay que elegir. Porque aunque ambas pueden dar una explicación del concepto de alucinación, el suyo es más económico y, al mismo tiempo, el menos comprometido con lo que él considerará una dudosa distinción metafísica entre contenidos mentales y objetos materiales. No puede ser entonces una cuestión arbitraria cuál teoría aceptemos. Podemos invocar criterios de economía, como hacemos cuando tenemos teorías rivales en la ciencia. Ahora bien, la economía sería un criterio pobre si la teoría que nos presenta fuera falsa. Y el fenomenalismo sería falso si fuera incompatible con el realismo y el realismo fuera verdadero, como lo sería, por ejemplo, si fuera válida la distinción, en la que insiste, entre objetos de experiencia mentales y no mentales. La cuestión es metafísica, y debe dirimirse en ese terreno. El realismo es una teoría muy natural. Es la teoría a la que llegamos espontáneamente cuando pensamos en los problemas de la experiencia. Pero parece presuponer un inmenso equipaje metafísico. Si no hubiera forma de establecer sus presupuestos metafísicos, habría que plantearse si su naturalidad debe prevalecer sobre la economía del fenomenalismo. Y eso seria un resultado difícil de decidir. Pero antes de ocuparnos de esto, diremos unas palabras sobre lo que el lector ha debido notar como una curiosa omisión en lo que, después de todo, es una discusión de la teoría del conocimiento: el problema del escepticismo.

 

15. Escepticismo

Al plantear la cuestión del escepticismo, debe subrayarse que el contenido de la experiencia sería el mismo sea cual fuere la teoría de la experiencia que adoptemos finalmente como correcta. Esto es lo que atormentaba al representacionalista: ya que sus ideas tendrían todos los matices y características que tienen, aunque no hubiera un mundo exterior al cual representen. El escéptico le pide insidiosamente que le muestre que hay un mundo, lo que es lo mismo que pedirle que demuestre que su teoría de la experiencia es la correcta -cosa que no puede hacer en términos de esta teoría, a menos que, como ya vimos, recurra al desesperado y, en última instancia, fútil expediente de la argumentación ontológica. Así, pues, el escéptico obtiene una fácil victoria sobre el representacionalista. De hecho, el escepticismo apenas es aquí otra cosa que una redescripción de la propia posición del representacionalista. Porque hay que tener en cuenta que el escéptico no puede aportar ejemplos de ilusiones y desafiar a su oponente a mostrar que lo que él experimenta no es ilusorio. Porque desde el momento en que somos capaces de identificar ilusiones, obviamente tenemos criterios para hacerlo: cualquier deficiencia en estos criterios afecta exactamente al mismo uso de las ilusiones Por el escéptico. El escéptico debe apoyar más bien la idea de que no tenemos formas de saber si nuestra experiencia es ilusoria o no, y esto sería compatible con que, de hecho, no hubiera ilusiones en modo alguno. Tiene que insistir en que, incluso si de hecho no hay ninguna ilusión, no podemos saberlo. El escepticismo, por consiguiente, no es una hipótesis que repose en elementos de juicio, esto es, en pruebas de que los hombres han sido arrastrados por ilusiones en el pasado; pues la postura del escéptico socava por completo toda prueba de este tipo. Como teoría de la experiencia, el escepticismo no se puede basar en ninguna prueba de experiencia; ni la experiencia puede proporcionar nada que sirva para refutar o siquiera desconfirmar marginalmente la posición escéptica.

Expongamos esto mismo de una forma algo distinta. El escéptico quizá pueda por lo menos extraer ejemplos para sus propósitos desde dentro de la experiencia. Puede tomar casos en los que un hombre, al ver un trozo de nácar, suponga que ha visto un trozo de plata. Esto le da, por así decirlo, una razón: la experiencia ilusionaria de la plata es a la experiencia verídica del nácar, como nuestra experiencia verídica es a... ¿qué? Desgraciadamente, de nada le servirá al escéptico decir con respecto a qué nuestra experiencia «verídica» puede estar en relación. Porque nuestra experiencia verídica puede ser exactamente eso. Podría ser que experimentemos las cosas exactamente como son. 0 no: puede que las cosas sean radicalmente distintas de lo que nuestra experiencia nos llevaría a suponer. Pero entonces no podemos llenar los puntos suspensivos de la razón anterior con términos que tienen aplicación a la experiencia. Puesto que es la experiencia misma lo que él cuestiona, y lo cuestiona de una forma absoluta y total, el vacío en la fórmula es un salto en la oscuridad. No podemos decir, en términos experienciales, con qué contrastaría nuestra experiencia verídica el escéptico. Pero más que hacer un contraste lo que hace es plantear si hay alguno por hacer, si hay a fin de cuentas alguna razón para suponer que nuestras experiencias son verdaderamente indicativas de cómo es en realidad el mundo. Mas como ya vimos, ésta sólo es otra forma de formular la posición del representacionalismo. Así, pues, el escéptico no obtiene una gran victoria sobre el representacionalista a este respecto: ¡es un representacionalista disfrazado! 0 digamos que lo es a menos que, en lugar de señalar un contraste esencial entre nuestra experiencia y el mundo, simplemente plantee si no se puede señalar un contraste. Porque, después de todo, el mostrar que a fin de cuentas hay un mundo externo a nuestra experiencia es una tarea del representacionalismo. Decir que hay un mundo pero que nosotros no podemos saber cómo es, es plantear seriamente la cuestión de cómo sabemos que lo hay; y si dijera que, de hecho, el mundo es distinto de nuestras experiencias, el escéptico negaría su propia crítica.

Uno de los propósitos casi explícitos de Berkeley consistió en desecar los pantanos de la duda escéptica, anulando la supuesta distancia entre nuestras ideas (nuestras experiencias) y el mundo que representan. Anulando esta distancia, no habría cabida para el escéptico. El mundo es exactamente nuestra experiencia: ser es exactamente ser percibido. ¿Cómo podría haber, entonces, dudas? Hablar de otro mundo distinto del que experimentamos raya en la carencia de significado, dada la teoría del significado de Berkeley, y a este respecto el escéptico y el representacionalista caerán juntos en la falta de sentido, porque ambos plantean dudas que no se pueden expresar coherentemente. Aquí quedarían las cosas, de no ser por la posibilidad de las cosas no experimentadas. Si bien realmente puede carecer de sentido el suponer que hay ideas que no sean ideas de alguien, ¿no puede existir la posibilidad de que haya ideas que no sean de nadie conocido por nosotros, nadie excepto, quizá, el omnisciente Dios de Berkeley? ¿Y no es esto lo mismo que decir que hay cosas sobre las que ninguno de nosotros sabe nada? De esta forma, ¿hay al menos un mundo fuera de nuestra experiencia? Y si esto es inteligible para Berkeley, ¿qué es, después de todo, si no la caída en la misma clase de dificultades que él esperaba remediar para siempre? Porque ¿qué bases tenemos en la experiencia para saber que hay algo distinto de lo que experimentamos inmediatamente? Ninguna experiencia puede decirnos esto. Y si definimos, como intenta hacerlo el fenomenalista, la veracidad de la experiencia por medio de un concepto de coherencia -nuestras ideas son «verídicas» si son coherentes con otras-, entonces no tenemos ninguna base para decir si lo que experimentamos es verídico o no. No la tenemos porque no tenemos base para decir si hay algo con lo que sea coherente lo que experimentamos. El realista, quien dice que, en efecto, experimentamos el mundo, que no hay ideas mediadoras entre nosotros y el mundo, quizá pueda evitar estas dificultades; excepto las que ha expuesto él, con su solución del problema de las ilusiones, al sostener que lo que experimentamos, cuando estamos bajo una ilusión, está solamente «en la mente». Porque entonces la cuestión radica en cómo podemos decir, sin traspasar la experiencia inmediata, si experimentamos el mundo o si sólo experimentamos algo «en nuestra mente».

De esta forma, cada una de las teorías de la experiencia abre una posibilidad de escepticismo. Y siempre ocurre esto en los mismos puntos fundamentales. El escepticismo surge en conexión con palabras tales como «real», «existe» y «verdad». Y está claro que lo que busca es que los pacientes protagonistas de las teorías de la experiencia intenten definir estos términos en el lenguaje de la experiencia misma: que haya algún rasgo interno diferenciador de la experiencia por medio del cual seamos capaces finalmente de saber que lo que experimentamos es el mundo. Ni siquiera el fenomenalismo puede escapar a esta dificultad. No puede escapar diciendo que lo que experimentamos es el mundo, por definición. Porque están las incoherencias que introducen las ilusiones: y así el mundo se define simplemente como el cuerpo de experiencias coherentes; las «anormales» no pertenecen al «mundo». Pero fijémonos en lo que ha sucedido aquí. Estas teorías de la experiencia, todas y cada una de ellas, intentan responder al desafío del escéptico tratando de definir en términos experienciales lo que realmente no pertenece a ellos; y en efecto, cada una de ellas es un intento de llevar a cabo el mismo ejercicio autodestructor del argumento ontológico. Porque ¿qué es si no tratar «existe» como un predicado real cuando uno intenta establecer algún criterio dentro de la experiencia que sea la experiencia de la existencia? Y ¿qué es cualquiera de éstas, sino intentos, con diversos grados de ingenio, de tratar las expresiones de valor semántico -expresiones como «existe», «verdad», «real» y similares- como si describieran rasgos de la experiencia? Y esto es un error lógico. Es un error lógico suponer que verdad, por ejemplo, es un rasgo del mundo, en vez del valor que posee un vehículo de significado cuando está en una relación apropiada con el mundo.

Pero cuando se ve esto, desaparece por completo el escepticismo como conjunto significativo de cuestiones. Y desaparece porque es un error suponer que las palabras que dependen del cumplimiento de una relación entre las palabras y el mundo deben tomarse como descriptivas del mundo, o como descriptivas de palabras. Hay, sin lugar a dudas, sueños e ilusiones. Hay errores e inferencias erróneas. Pero es un hecho interesante que ninguno de ellos presta apoyo al escepticismo, si sabemos que ocurren. Porque en cuanto sabemos esto sabemos y podemos decir la diferencia que hay entre sueños y vigilia, ilusiones y no ilusiones, observaciones correctas y las que no lo son. Tales dudas no tienen un interés inmediato para la filosofía. Pero no hay ninguna otra clase de dudas referentes a la experiencia que sean de interés filosófico. 0 digamos que no hay ninguna excepto las cuestiones del carácter de lo que experimentamos, si es material, mental, neutral o complejo de una u otra forma. Pero estas cuestiones son metafísicas y, generalmente, no pueden ser dirimidas dentro de la experiencia, si es el carácter de los objetos de la experiencia lo que pretenden indagar. Son cuestiones externas, que no pueden ser dirimidas, por así decirlo, mediante criterios internos. Volvamos entonces a algunas profundas cuestiones metafísicas, que, después de todo, no hemos podido dejar de lado. Las teorías de la experiencia que hemos discutido presentan un rasgo curioso: implican metafísicas precisamente de acuerdo con la estructura de la estrategia que utilizan con la esperanza de vencer al escéptico.


 

[1] A falta de una correspondencia exacta en castellano, hemos traducido el concepto “thereness”, sustantivación del adverbio “there”, por “presencia”. Este concepto corresponde al “Dasein” heideggeriano.