EFECTOS SOCIOCULTURALES DEL DESARROLLO TECNOCIENTÍFICO
Esther Díaz

E
n Estudios Sociológicos, Colegio de México, México, Vol. XXI, Nº 62, mayo-agosto de 2003.

 

¿Te acordás hermana que desde muy lejos
un olor a espanto nos enloqueció?
Era de Hiroshima, donde tantas chicas
Tenían quince años, como vos y yo.

María Elena Walsh, El 45

 

El conocimiento no solamente es una construcción histórica, sino también uno de los principales factores productores de cambios sociales. Tomo como referente al conocimiento científico y lo confronto con acontecimientos sociales de los que ha surgido y con los que se vincula, modificándose mutuamente. Me detengo en tres momentos históricos: por una parte, los decenios iniciales del siglo XIX; por otra, la primera mitad del siglo XX; y por último, la segunda mitad de ese siglo. En cada uno de estos períodos se detectan diversas actitudes socioculturales ante el desarrollo tecnocientífico que producen distintos tipos de impactos sociales a los que denomino, respectivamente, impacto rechazante, atrayente e interactuante.

Se impone aclarar que este recorte histórico es tan injusto como cualquier otro. Pero lo elijo como paradigma de diferentes reacciones sociales ante las aplicaciones de la investigación científica. Y aunque aquí me aboco específicamente a los períodos mencionados, no puedo dejar de recordar el impacto social negativo (o rechazante) ante los primeros adelantos de la ciencia, en los albores de la modernidad, así como la conversión de ese rechazo en fervor durante la Ilustración. Debo señalar asimismo que estas formas de incidencia de los progresos científicos sobre la vida social no se dan puras en la totalidad de la población, pero se pueden detectar algunas tendencias predominantes.

 

I. Impacto rechazante: Revolución industrial y romanticismo (principios del siglo XIX)

El desarrollo de la tecnociencia moderna se relaciona históricamente con varios procesos socioeconómicos que fueron calificados como revolucionarios en el contexto de los dispositivos sociales. La Revolución científica  (siglos XVI y XVII) es contemporánea de la Revolución mercantil. Hacia fines del siglo XVIII comienza la Revolución industrial. La eclosión espectacular de la industria, a comienzos del siglo siguiente, es tributaria de la maduración tecnocientífica moderna. Ahora bien, no deja de ser llamativo que en los albores del siglo XIX, época de éxitos tecno-cognoscitivos que repercuten positivamente (entre otras cosas) en lo económico, surja un movimiento contra-cultural que trasciende los conventículos intelectuales y se extiende a la sociedad. Una de sus banderas es la crítica a la racionalidad científica. Me refiero al romanticismo.

Para tratar de comprender algunos tramos del entretejido histórico que vincula industrialismo y romanticismo apelo a la concepción platónica del amor y a su función creativa y social, cuando de verdadero amor se trata. En Platón, el Eros productivo es una tensión entre el deseo como carencia y la idea de amor absoluto. El amante aspira a la posesión total. Ahora bien, para atisbar ese absoluto hay que trascender el amor a una persona (o a varias) y buscar la idea de amor, es decir su concepto, su esencia. Pero una vez que se accede a la idea del amor surge el anhelo de fecundar, de reproducir, de trascender. Esto impulsa a la acción, a la construcción, a la puesta en obra. Un amor que se quedara en la mera contemplación sin acción creativa y comunitaria, sería un amor mutilado.

En el Banquete de Platón, la póiesis,[i] es decir, la capacidad de crear, es el pasaje del no ser al ser, y sólo el amor lo hace posible.[ii] Se trata del pasaje del amor-carencia al amor consumado en obras (póiesis). El punto de partida es la carencia. Luego, si hay verdadera búsqueda, los ojos del alma vislumbran la verdad y se produce el éxtasis. Finalmente, el amante – inflamado de amor a la verdad- regresa a la polis para transformar en obra su locura de amor. La obra artística, o conceptual, o política o técnico-artística (téjne) es aquella en la que el proceso erótico-poético alcanza su culminación. En ese proceso la téjne [iii] “saca a luz” las energías ocultas. Las realizaciones sociales derivan de ese pasaje del alma por la belleza,[iv] posibilitadas por el impulso erótico que permite que lo bello participe en el mundo gracias a su carácter productivo.

En el Fedro de Platón, aparece otro aspecto de Eros con el que se intenta explicar la inspiración o el impulso hacia las obras bellas. Se trata de la manía o locura divina, en la que el sujeto se “entusiasma”. Es decir, es poseído por una divinidad y se conduce como un enajenado. Pues el amor es también locura. Pero una locura que es condición de posibilidad para el encuentro con la belleza. Esa enajenación es momentánea, es una vía, un impulso para poder ascender a la belleza, impregnarse de ella, y retornar a la ciudad preñado de futuras realizaciones concretas (discursos, obras, leyes, ciencia).[v] Esa manía estimula también la paideia, esto es, el proceso educativo. Dicho con palabras actuales, estimula hacia la investigación y la posibilidad de transmutarla en obras socioculturales.

El viaje platónico del alma por la belleza atravesó los textos escritos y pasó a formar parte del imaginario social occidental, aunque muy acotado; la belleza, hoy, se refugia sólo en el arte, pero con limitaciones. Pues su inclusión en el mercado ha convertido a la obra de arte en mercancía. En consecuencia, la valoración platónica se ha escindido irremisiblemente. Pero la ruptura se comienza a consumar dramáticamente a partir del romanticismo, que es una especie de malestar contra la modernidad, en plena modernidad. Se produce una escisión de Eros. Las dos etapas complementarias de un mismo proceso se convierten en polos opuestos: por un lado, la búsqueda del amor por el amor mismo (romanticismo) y, por otro, la industria como producción social surgida de una tecnociencia al servicio de la acumulación de capital. El romanticismo coincide, históricamente, con la consolidación de la civilización industrial burguesa. El exceso de sentimientos de los románticos se puede leer como una reacción ante la prepotencia de una racionalidad científica instrumental, economicista y ciega ante las injusticias sociales.

La locura y la muerte - para los románticos- dejan de ser un medio y pasan a ser fin, objetivo, meta a ser alcanzada. En el ideal platónico, la manía y el anonadamiento constituían un camino de renuncia a sí mismo para acceder a una trascendencia que retornaba enriquecida a la comunidad. En cambio, para el romántico, el amor se ensimisma en la subjetividad. El amor aniquila al amante, lo trastorna, lo mata. Hay que morir de amor o matar por amor. En el romanticismo, la locura del amor deja de ser productiva para la comunidad. Se agota en el amante. Es tan fuerte el impulso de los primeros románticos hacia el amor puro e inalcanzable, que trasladan esa valoración del amor a la obra artística. El romanticismo tardío, también denominado segunda bohemia, levanta las banderas del “arte por el arte”. Es decir, el arte puro, libre de concesiones al público, de valores económicos, de trabajos por encargo. Un arte que se quiere fracasado socialmente. Tener éxito hace a un artista sospechoso de aburguesamiento. Parecería que la actitud romántica quisiera contrarrestar las utilitarias aspiraciones de la sociedad industrial.[vi]

Pierre Bourdieu estudia la relaciones de fuerzas entre una economía cuyas metas sólo atienden a la eficacia, y la resistencia bohemia a ese tipo de economía. Esa resistencia romántica fue constituyendo una manera de sentir que, en cierto modo, se extiende hasta nuestros días. La construcción de los sentimientos occidentales realizada por los románticos fue reciclada por el romanticismo tardío (o segunda bohemia). Y se consolidó en las subjetividades en sentido inverso a la consolidación de una economía de mercado cada vez más agresiva y desangelada.

Buordieu analiza estos aspectos socioculturales desde la literatura y el arte románticos relacionándolos con las prácticas sociales contemporáneas a esas manifestaciones artísticas. En Las reglas del arte afirma:

 

Algunos escritores, como Leconte de Lisle, llegan incluso a considerar el éxito inmediato como “una señal de inferioridad intelectual”. Y la mística tributaria de Cristo del “artista maldito” sacrificado en este mundo y consagrado en el más allá, no es sin duda más que la transfiguración en ideal, o en ideología profesional, de la contradicción específica del modo de producción que el artista puro pretende instaurar. Estamos en efecto en un mundo económico al revés: el artista sólo puede triunfar en el ámbito simbólico perdiendo en el ámbito económico (por lo menos a corto plazo), y al contrario (por lo menos a largo plazo).[vii]

 

Desde el punto de vista de la bohemia, el aumento del capital simbólico debe ser equivalente a la disminución del capital económico. La producción industrial pierde así todo vínculo con Eros y la belleza. Se degrada en obras sin ideales, en trabajo enajenado y en tecnología sin poesía. Se trata de una técnica arrancada del cosmos significativo comunitario. Una ciencia sin conciencia, una producción sin belleza, un proceso social sin amor. La téjne se divorcia del amor. Los conceptos modernos de deseo y de producción se han constituido desde la escisión. Por una parte, el amor se refugia en lo imposible y, por otra, la producción  se entrega a la tecnocracia. Y si bien este desgarramiento se ha generado a partir de una innegable escisión al nivel de las prácticas, ha generado asimismo un ideario valorativo. Es el imaginario de una experiencia en la que la síntesis platónica de Eros y póiesis ha sido destruida y reorientada hacia dos territorios que se dan la espalda. Uno privado, el de Eros desgarrado, otro público, el de la producción mercantilista. Ésta ya no responde a un ideal cívico o ético social, sino simplemente a excelencias económicas orientadas según la fría racionalidad científico-técnica propia de la modernidad. Paradójicamente, el comienzo de la producción desapasionada es contemporáneo del amor pasión.

En el Eros romántico no hay apertura a la trascendencia hacia otra persona, porque el deseo aspira más a la muerte y la locura que a la verdad, el bien o la belleza. Esta actitud puede captarse, por ejemplo, en los escritos de nuestro máximo romántico, Esteban Echeverría. En La cautiva la muerte parece darle a la protagonista una armonía estética superior a cualquiera que pudiera haber gozado en vida:

 Pero de ella aun hay vestigio.
¿No veis el raro prodigio?
Sobre su cándida frente
Aparece suavemente
Un prestigio encantador.
Su boca y tersa mejilla
Rosada entre nieve brilla.
Y revive en su semblante
La frescura rozagante
Que marchitara el dolor

La muerte bella la quiso
Y estampó en su rostro hermoso
Aquel inefable hechizo,
Inalterable reposo,
Y sonrisa angelical,
Que destellan las facciones
De una virgen en su lecho;
Cuando las tristes pasiones
No han ajado de su pecho
La pura flor virginal.[viii]

 

A veces, parecería que, en el romanticismo, lo más importante es el otro, ya que se enloquece o se muere por amor a otra persona. Y esto podría interpretarse como un modo de trascendencia. Pero  lo que no se tiene en cuenta es que –en realidad – se enloquece o se muere por uno mismo. Lo que no se puede soportar es la herida narcisista. Ese dolor profundo, ese ataque al yo que significa la indiferencia, el desprecio, la pérdida o el abandono. En el romántico la energía erótica se introyecta en el sujeto amante, envenenándolo.

Tánatos, como pulsión de muerte, aparece también en la hiperproducción capitalista. Así como la técnica genera más técnica, la producción engendra más producción. La superproducción es absorbida por energías destructivas, como la industria bélica o el consumo basado en la obsolescencia. En consecuencia, se puede afirmar que a partir del siglo XIX, la subjetividad y la producción se desarrollan en esferas independientes entre sí. Lo privado y lo público se separan de manera tajante. Pues la productividad que ya no se origina en Eros, ni se mediatiza a través de valores compartidos, se retrotrae sobre sí misma convirtiéndose en tecnología vendible. Y no se trata de que la productividad carezca totalmente de Eros, se trata de un Eros vacío de trascendencia, fijado al márketing, acartonado, estereotipado, mecánico.

El Eros platónico pretende ser comunitariamente fértil; pues en un primer momento es del orden de la subjetividad, pero luego se mediatiza para trastocarse en emprendimiento objetivo, hace política, elabora arte, produce obras comunitarias. El amor romántico, en cambio, se ensimisma en las subjetividades y, con el paso del tiempo, se convierte en amor burgués, es decir, en matrimonio.

Los románticos habían tomado distancia de la cultura científico-industrial a la que adherían los modernos en general. Y, para diferenciarse de ellos, rechazaban los beneficios económicos del arte y dignificaban los amores no correspondidos, imposibles o perdidos. Pero, como una burla del destino, el arte hoy se cotiza en millones de dólares, la familia burguesa hegemoniza el reaseguro afectivo confundiéndolo con las comodidades domésticas, y el ideal prioritario ya no es un amor esquivo que produce desgarros interiores, sino el acceso a  una correcta aplicación de la racionalidad científica que podría abrir la puerta del tan deseado éxito económico.

 

 

II. Impacto atrayente: fortalecimiento tecnocientífico y modernismo (principios del siglo XX)

Durante el siglo XIX, la ciencia físico-matemática coronada reina de las ciencias comienza a presentar anomalías inquietantes, pero fundamentalmente en su historia interna. Se registran, por ejemplo, problemas en las contrastaciones empíricas en física, química y otras disciplinas naturales como la biología o la astronomía. Sin embargo, a nivel social el impacto de la ciencia moderna con su impecable sistema de leyes universales y absolutas lucía triunfante y atrayente. Se podría decir que la fachada de una ciencia fundamentalmente exitosa y bienhechora de la humanidad continuó hasta la catástrofe de Hiroshima; si bien ya se habían registrados algunas desgracias menores en números de muertos pero igual de alarmante en sus consecuencias, como la desintegración de las manos y los ojos de obreras que manipulaban elementos radioactivos para pintar relojes “luminosos”, o los accidentes sufridos por científicos y técnicos que operaban ingenuamente con esos elementos.[ix]

Considero que en la primera mitad del siglo XX se escuchó el canto de cisne de esa ciencia de leyes universales, deterministas y negadoras del inexorable e irreversible paso del tiempo.[x] Desde la historia interna de la ciencia, algunos expertos comenzaron a cuestionar la compulsión moderna de explicar lo complejo por lo simple, lo múltiple por lo unitario, lo temporal por lo ahistórico. Desde su historia externa se seguía exaltando a esa ciencia que parecía la quintaesencia de la racionalidad (en una época en que ser racional significaba enunciar proposiciones que, por un lado, cumplieran con los principios de una lógica bivalente y, por otro, pudieran de ser corroboradas con la experiencia). Pero ya el huevo de la serpiente se estaba gestando. Hacia mediados del siglo pasado, la serpiente rompe el cascarón: las aplicaciones tecnológicas ya no pueden ocultar la faz que hasta entonces se mantenía en tinieblas, es decir, sus efectos destructivos. Incluso, la ciencia que se vanagloriaba de surgir desde la investigación básica en pos de la búsqueda de la verdad por la verdad misma, comienza a surgir desde la tecnología para buscar la eficacia por la eficacia misma. Dice el epistemólogo español Javier Echeverría:

 

Es sabido que la emergencia de los primeros ordenadores digitales electrónicos tuvo lugar en plena Segunda Guerra Mundial, y que el primer prototipo (el ENIAC) fue utilizado prioritariamente para el cálculo de trayectorias de proyectiles y para el proyecto Manhattan, que condujo a la fabricación de la bomba atómica. Una vez terminada la guerra, von Neumann presentó la Navy estadounidense, un macroproyecto de investigación en el que se proponía construir toda una serie de máquinas que podrían ser usadas en muy diversos campos de aplicación, científicos, militares y civiles. [xi]

 

 

II. 1 Ciencia y arte

Galileo, en los comienzos de la modernidad, había exhumado una antigua creencia de los pitagóricos, que consideraban que la estructura de la realidad es matemática. También para Galileo el lenguaje de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. He aquí el origen de la rigidez e idealidad de las leyes científicas. Una red estructural subyacente sostiene una realidad fenoménica que puede ser ilusoria. Las leyes, las relaciones invariables entre fenómenos, son más fiables que los fenómenos que ellas relacionan. Alfred Einstein, por ejemplo, dice que la percepción cotidiana de la irreversibilidad del tiempo es sólo una ilusión, porque si la ciencia formaliza matemáticamente el transcurrir del tiempo de manera reversible, el tiempo es reversible.

Así como para pensar la relación entre ciencia y sociedad a principios del siglo decimonónico, hago referencia al romanticismo enfrentado a la eclosión industrial (cuya condición de posibilidad histórica es el desarrollo científico-tecnológico); para pensar esa misma relación histórica, en los comienzos del siglo XX, reflexiono sobre el paradigma científico-racionalista y lo confronto, en primer lugar, con el arte modernista y, en segundo lugar, con la moral moderna.[xii] Pues el arte y la ética se pliegan a los ideales de la racionalidad científica y se pretenden universales. La moral moderna, siguiendo las pautas impuestas por la ciencia, apuesta a leyes absolutas y a una entidad formal reguladora, el deber. El arte, por su lado, apuesta a un orden matemático y a una utopía movilizadora: el ideal de arte como forma de vida total (basta de arte “encerrado” en museos y galerías). Estas aspiraciones abarcativas van produciendo una pérdida de sentido respecto de la existencia cotidiana y de las experiencias concretas.

La pérdida de sentido, según Theodor Adorno, fue una de las búsquedas del arte moderno, que habría tenido como ideal la “negación del sentido”[xiii]. Se trata, en realidad, de una abstracción del sentido, de una sublimación de la cotidianidad. Pero aun en la radical subversión del sentido del arte modernista, la obra de arte es un potencial que amplía los límites del sujeto y, paradójicamente, también del sentido. Pues se descubre un sentido que trasciende la realidad vulgar. Porque la síntesis estética, al avanzar hasta el plano de las partículas de significado (en literatura, en plástica, en arquitectura, en música) ponen en libertad las energías encapsuladas en las construcciones aparentemente sólidas del sentido común. [xiv]

Esa aspiración de la racionalidad moderna alentó también en los trabajos de los pioneros de la ciencia y se hizo más y más fuerte, con el paso del tiempo. Las leyes de la naturaleza se enuncian formalmente y ese formalismo, ese vaciamiento de contenido, es computado más verdadero que los fenómenos de los que dichas leyes dan cuenta. La relación entre la abstracción científica y su impacto en el arte modernista es clara y directa. Los artistas aspiraban a la pureza de las formas estéticas. Consideraban que el arte se moviliza por una lógica interna que se debe reflejar en la obra. Esa lógica está inspirada en la racionalidad. Esto se constata, por ejemplo, en la arquitectura de la Bauhaus, fundada en 1919. Sus postulados se inferían de la geometría euclidiana. Esta ciencia formal, la geometría, es la que inspiró también al movimiento plástico-estético denominado De Stijl, cuyo manifiesto fundacional proclama que se debe buscar el equilibrio entre lo particular y lo universal haciendo que la obra (lo particular) se exprese a través de formas universales, como las figuras geométricas.[xv]

El mismo espíritu moviliza a Eduard Le Corbusier (1887-1965), quien crea un estilo propio dentro de la arquitectura y el urbanismo modernos. Aspira a la distribución racional de los espacios, y a la armonía entre los interiores y el exterior de los edificios. Trata de manifestar la sensibilidad bajo los designios de una racionalidad acotada en sus características pero universal en su extensión. Es por ello que el arte moderno no sólo intenta ser racional en su historia interna, como la ciencia; también como la ciencia promueve una racionalidad instrumental en sus aplicaciones, ya que así como la tecnología o ciencia aplicada debe ser eficaz, los diseños modernos deben ser funcionales. Es decir, lo más eficaces posibles. El artista debe regir su creatividad por una sistematicidad matemática.

Durante la modernidad, se produjo lo que Jean François Lyotard denomina “la retirada de lo real”.[xvi] En la temprana modernidad, la representación era más importante que lo representado. Resulta obvio que ya la representación es un distanciamiento de lo real. Pero el arte moderno tardío (modernismo) abandona la representación y toma mayor distancia de lo intuitivo. De modo tal que la obra de arte, cuanto más se aleja “racionalmente” de la intuición de lo real, es considerada más sublime. El arte “sutiliza” lo real. La música representa los estados de animo, la plástica elabora conceptualmente al modelo real, la danza “geometriza” los movimientos, la literatura desarrolla grandes sentidos abarcadores, la arquitectura se pone al servicio de lo funcional. Incluso, un gran transgresor, como Salvador Dalí, trata de dejar en claro que lo suyo es racional. Sostiene que el surrealismo no considera los fenómenos en forma aislada o arbitraria, sino como conjunto coherente de relaciones sistemáticas y significativas. Piensa que contra la actitud pasiva, desinteresada y estética de los fenómenos irracionales, su obra organiza sistemáticamente el tratamiento de esos fenómenos, otorgándole un estatuto cognoscitivo[xvii].

Otra característica de la ciencia moderna es su aspiración abarcativa. Unas pocas leyes, elegantes en su aparente sencillez formal, deben explicar todos los movimientos posibles. Algo similar ocurre con el arte, que se rige por paradigmas formalista. El dodecafonismo, en música, creado por Arnold Schönberg, y el Ulises, en literatura, escrito por James Joyce dan cuenta de la aspiración totalizante del modernismo. Schönberg busca un principio único en torno al cual se pueda organizar una música atonal, es decir, que evita la formación de escalas a partir de una nota fundamental. Abandona las escalas tradicionales compuestas por ocho sonidos e instrumenta la escala cromática compuesta por doce.[xviii] En el caso del Ulises se utilizan alrededor de quinientas páginas para narrar un solo día en la vida del protagonista. Los grandes relatos, propios del modernismo, se condicen con una ciencia que pretende no dejar ni un solo fenómeno sin explicar.

  

II.2. La moral moderna

La mecánica moderna de las trayectorias concebía fenómenos ideales: péndulos que no se detienen, inercia infinita, movimiento perenne, reversibilidad temporal. Se trata de fenómenos ideales que, obviamente, no existen en la naturaleza. La ciencia moderna le “saca el cuerpo” a la multiplicidad de lo real. Esta ciencia, tal como lo señala Martín Heidegger,[xix] se originó a espalda de los hechos: primero la ley, luego el experimento. Gracias a la legalidad, los hechos adquieren claridad. Las leyes se han elaborado a partir de la observación de la naturaleza. Pero al haberles dado la exactitud del cálculo se las constituye en una representación anticipadora que ha de ser “llenada” con la confrontación empírica.

Desde la filosofía, Immanuel Kant le otorga el máximo estatus a esta concepción intentado apuntalarla con el rigor de su pensamiento.[xx] Por un lado, este filósofo marca la necesidad y la universalidad de las leyes naturales que dan cuenta de fenómenos particulares y contingentes. Y por otro, estipula que el tiempo no es una cosa en sí, sino una forma pura del entendimiento. Esta negación de la realidad temporal se condice con una ciencia que pretende que el tiempo (según las leyes establecidas por Newton) es reversible.

A la visión moderna científico filosófica acerca de la naturaleza, le corresponde una concepción análoga en el terreno ético. Así como en la ciencia se trata de fundamentar racionalmente el conocimiento, en la ética se buscará fundamentar racionalmente la moral. En la Critica de la razón pura, Kant  establece que el sujeto es una constitución apriorística (atemporal, formal y necesaria) en el que se dan las condiciones de posibilidad del conocimiento. De manera similar, en la Crítica de la razón práctica, estipula que si los principios éticos aspiran a tener necesidad y validez han de ser independientes de la experiencia, es decir, a priori. [xxi]

Los principios morales, en Kant, son estrictamente racionales, ya que su cumplimiento depende de la voluntad y ésta es una facultad de la razón. La determinación de la voluntad no se hace según la materia, sino según la forma (el deber), así como la determinación científica del mundo no se produce a partir de los fenómenos, sino según las relaciones invariantes entre ellos (las leyes). En ambos casos la consistencia se logra a partir de la posibilidad de formalizar universalmente. En el dominio de la naturaleza todo está condicionado según leyes causales. El dominio de la moral, en cambio, se rige por la libertad. Pero sus leyes también son universales. Así como en la naturaleza las leyes se cumplen con el acontecer de los fenómenos, en la moral, las leyes se cumplen cuando las conductas responden al deber.

Esta visión científico-ética encuentra su correspondencia en el imaginario social de la modernidad dieciochesca y se extiende, no sin fracturas, hasta mediados del siglo XX.

 

 

III. Impacto interactuante: eclosión digital y multiplicidad posmoderna (mediados del siglo XX  hasta nuestros días)

A partir de la Segunda Guerra Mundial se produce el agotamiento del proyecto moderno. El invento de las computadoras y su utilización para lograr precisiones en la fisión del átomo, en la decodificación del ADN, y en la informática, entre otras aplicaciones, sumados a la tecnología bélica atómica y biológica, y al agotamiento de las vanguardias artísticas provocan un desgarro en la modernidad. Es evidente que el acaecer de una nueva época obedece a otros dispositivos, además del científico. Pero es innegable que la inserción de los productos del conocimiento científico nunca fue tan invasiva socialmente como en los últimos años. Para referirme a la relación entre investigación científica e impacto social, desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días, apelo a la biotecnología; pues su base teórica se sustenta en la ciencia “pura” y su aplicación tecnológica se extiende a la población en general. Hago referencia también a ciertas implicancias éticas de esta disciplina posmoderna.

En este caso el impacto entre ciencia y sociedad es interactuante porque la tecnología ha invadido el mundo. Y este mundo que produce técnicas sofisticadas se mueve a su ritmo. Actualmente sería ingenuo mantener una posición romántica que rechazara absolutamente el quehacer científico. Pero sería ingenuo así mismo adherir sin crítica a este desarrollo desmesurado y no consensuado socialmente de la tecnociencia. Por otra parte, la saturación informática con su variedad interactiva se corresponde con la multiplicidad de códigos valorativos éticos, políticos y socioculturales en general.

En El siglo de la biotecnología, dice Jeremy Rifkin:

 

La nueva ciencia genética despierta más cuestiones inquietantes que cualquier otra revolución técnica de la historia. Al reprogramar los códigos genéticos de la vida, ¿no nos arriesgamos a interrumpir fatalmente millones de años de desarrollo evolutivo? ¿Acabaremos por ser alienígenas en un mundo poblado de criaturas clonadas, quiméricas y transgénicas? La creación, la producción masiva y la liberación a gran escala en el medio ambiente de miles de formas de vida sometidas a la ingeniería genética, ¿no causarán un daño irreversible a la biosfera y convertirán la contaminación genética en una amenaza aún mayor para el planeta que las poluciones nucleares y petroquímicas? ¿cuáles son las consecuencias para la economía mundial y la sociedad de que el acerco genético mundial quede reducido a mera propiedad intelectual patentada, sujeta al control exclusivo de un puñado de multinacionales?[xxii]

 

 

III. 1. El tercer milenio y las metamorfosis

La primera gran metamorfosis, según Ovidio, fue la creación del universo. A partir de esa cambio originario, el poeta latino describe una lujuria de metamorfosis. Las personas se convierten en árboles, en ríos, en fuentes, en flores, en constelaciones o en seres superiores. Estos discursos han sido considerados fantasías literarias sin sustento real. Algo similar ocurrió con las narraciones de Kafka. La descripción de un mono convirtiéndose en hombre o un hombre en cucaracha parecía mera representación imaginaria.[xxiii] Alucinaciones de escritor. Sin embargo, la tecnociencia contemporánea posibilita que algunas de esas quimeras (y otras) se tornen reales.

Las metamorfosis provenientes de la tecnociencia actual, sus beneficios, peligros e implicancias éticas fueron evocadas en los primeros gritos de alerta - al promediar el siglo XX- acerca de las posibles consecuencias nefastas de algunas aplicaciones biotecnológicas. Y efectivamente hacia el final del segundo milenio se comenzaron a constatar ciertas derivaciones médicas y agropecuarias no deseables surgidas de las tecnologías recientes.

La biotecnología industrial tiene su origen en investigaciones académicas en microbiología. Pero en los últimos veinte años del segundo milenio, varios universitarios de elite se plegaron al mercado aportando los logros de la investigación básica al mundo instrumental de la economía. Se desató así el espectacular despliegue de la ingeniería genética que permite obtener cambios hereditarios en distintos tipos de organismos, mediante la inserción de un material foráneo al ADN de cualquier ser vivo. Estos cambios implican riesgos, como la resistencia de ciertos organismos a los antibióticos o la permanencia, por generaciones, de errores surgidos de manipulación genética y expandidos por el planeta. [xxiv]

El descontrol de las recombinaciones genéticas motivó la creación de mecanismos de supervisión legal en el Primer Mundo desde la década de 1980. A partir de ello, algunas empresas  avanzaron sobre países periféricos, como la Argentina. Por ejemplo, en Azul, Provincia de Buenos Aires, equipos de laboratorios extranjeros experimentaron una vacuna contra la rabia, sin autorización oficial y dejando dudas acerca de una hibridación con microbios naturales que pudiera acarrear consecuencias impredecibles. Ahora bien, en nuestro país, desde hace diez años, existen reglamentaciones estatales respecto, por ejemplo, de los cultivos transgénicos. Pero la normativa apunta al uso propuesto y desatiende el proceso mediante el cual el producto fue originado. Las manipulaciones genéticas y  sus posibles consecuencias  flotan  en la incertidumbre.[xxv]

A la luz de estas realidades ya no se pueden dejar de considerar las problemáticas éticas relacionadas directamente con la aplicación tecnológica,  como la ingesta de elementos biológicos humanos a través del consumo de productos transgénicos, la contaminación de alimentos con sustancias consideradas prohibidas por grupos religiosos o naturistas, o la perdida de límites entre lo público y lo privado. En las tecnologías recombinantes se llega al absurdo de la pérdida de autonomía sobre cultivos o cuerpos si han sido modificados genéticamente y patentados como productos biotecnológicos. Como corolario de este tipo de manipulaciones se puede citar la enfermedad de la vaca loca, es decir, un efecto negativo surgido de la transvaloración de los recursos naturales.

¿Los fines justifican los medios? La mítica afirmación de Maquiavelo acerca de que los objetivos valiosos deben perseguirse a cualquier precio suele ser condenada taxativamente cuando se trata de política. Pero es asumida sin ningún pudor en el terreno de la investigación. Se afirma que el único objetivo de la ciencia es la búsqueda de la verdad. De este modo, los gestores de la investigación, los integrantes de equipos de investigación y los mecenas científicos estarían exentos de responsabilidad moral respecto de los nuevos conocimientos. La ciencia básica es inocente, se dice, la tecnología puede ser culpable. La modernidad consolidó esta idea que le brinda un marco de neutralidad moral, en su etapa básica, al desarrollo de la ciencia en general y de la genética en particular. Y cuando esa etapa se supera y se convierte en técnica ya no hay lugar para las reflexiones éticas porque los productos científicos son utilizados por el mercado. Dicho de otra manera, ética y técnica se confunden para conformar lo que David Noble denomina “la religión de la tecnología”:

 

En un milenio de creación, la religión de la tecnología se ha convertido en un hechizo común, no sólo de los diseñadores de tecnología, sea cual sea el coste humano y social, se ha convertido en una ortodoxia tácita, reforzada por un entusiasmo por la novedad inducido por el mercado y autorizado por el anhelo milenarista de un nuevo comienzo. Esta fe popular, subliminalmente consentida e intensificada por extremistas empresariales, gubernamentales y mediáticos, inspira una deferencia sobrecogedora hacia los tecnocientíficos y hacia sus promesas de liberación mientras desvían la atención de asuntos más urgentes. De este modo, se permite el desarrollo tecnológico sin restricciones, sin reflexión sobre los objetivos, sin valoración de los costes y de los beneficios sociales. Desde el interior de esta fe en la tecnología todas las críticas parecen irrelevantes e irreverentes.[xxvi]

 

Hoy es posible -y en algunos países es legal- extraer del cuerpo de un paciente una célula sana, transferir su núcleo a un óvulo (al que se le ha extraído el núcleo) y obtener un embrión. A los catorce días se aíslan células de esa réplica genética reconvirtiendo las células en sanguíneas, musculares o nerviosas, según las necesidades del progenitor del clon. Es decir, se cura una enfermedad mediante la introyección de un “hijo” absorbido por el mismo cuerpo que le dio vida. La ingeniería genética produce Cronos posmodernos que devoran a sus propios hijos.

Aunque la conciencia de quienes autorizan este tipo de manipulaciones se desembaraza de culpas infanticidas al establecer que después de los catorce días de la formación del embrión, recién comienzan a aparecer los primeros esbozos del sistema nervioso, por lo tanto, no se está manipulando seres humanos, sino simulacros genéticos. Pero no pueden desembarazarse de haber mostrado la densa trama de poder e intereses económicos que sostiene la defensa apasionada de la clonación humana con fines terapéuticos. El primer ministro británico, en el año 2001, arengó a sus parlamentarios diciéndoles que si votaban en contra del proyecto de clonación humana, obligarían a los laboratorios a retirar sus millonarias inversiones del país para buscar mercados en lugares más tolerantes del planeta.

Ante este hecho consumado, comienzan los debates éticos y sus previsibles conclusiones. Los defensores incondicionales del progreso científico dicen que nada debe detener el desarrollo de la ciencia. En cambio los grupos doctrinales antiabortistas proclaman que estas técnicas son abominables. Pero ni unos ni otros se detienen a reflexionar sobre las consecuencias éticas, naturales y sociales que trae aparejadas cada nueva técnica. Estas reflexiones deberían comenzar antes de las investigaciones básicas y no (como estamos haciendo ahora) frente a la consumación técnica.

El vacío de significado surge, entre otras cosas, porque las ciencias naturales se desarrollan más rápidamente y con mucho más apoyo económico que las ciencias humanas y las políticas sociales. Además, las inversiones en investigación humanística son ínfimas comparadas con las inversiones en tecnología dura. Esto provoca grandes desajustes entre la sofisticación técnica, los valores, la legislación y las condiciones concretas de vida de la población en su conjunto. Existe indiferencia hacia las inquietudes éticas, económicas, psicológicas, espirituales, así como ante las injusticias sociales. Habría que debatir, consensuar y construir objetivos valiosos que surjan de intercambios comunitarios, sin apelar prioritariamente al éxito económico y la prolongación incondicionada de los ciclos vitales, sino considerando la calidad y el sentido de la vida. Hay objetivos del conocimiento científico que se construyen sin interacción con las múltiples realidades sociales, y técnicas que se orientan sin valores y esperanzas compartidas. Los fines que desatienden las necesidades básicas de la comunidad son vacíos y los medios que obedecen sólo a intereses económicos y sectoriales son ciegos.

Esther Díaz

 


 

[i] Póiesis, en griego, quiere decir acción, creación, fabricación, confección, construcción; también poesía, composición, poema.

[ii] Cfr. Platón, Banquete, 205,b.

[iii] Téjne, en griego, refiere a industria, obra de arte, ciencia, saber hacer, habilidad, medio, oficio.

[iv] En Platón el amor se equipara con la belleza, que  es la única idea que además de residir en un trasmundo es capaz de “configurarse” en las personas (a las que amamos porque encontramos bellas). Pero si se trata de verdadero amor, no se detiene en el simple reflejo de la belleza que se puede encontrar en un sujeto. El verdadero amor trasciende los sujeto y aspira alcanzar la idea de amor (es decir la verdad del amor). Algunas lecturas de Platón pretenden que para este autor el amor es contemplación pasiva. Aquí por el contrario, se interpreta que la contemplación es sólo un estadio en el camino hacia Eros. Estadio que se debe superar para “poner en marcha” el amor, para hacer obras impregnadas de belleza, tales como ejercer una política justa, construir obras de arte o producir otros acontecimientos socioculturales positivos.

[v]  Cfr. Fedro, 249 c- 250 a. En otros textos platónicos, por ejemplo, Fedón, el buscador erótico de la verdad, al menos metafóricamente, debe morir para que su alma alcance la inmortalidad. De todos modos, locura y muerte connotan la condición  de enajenación del enamorado.

[vi] Esta actitud se narra en La educación sentimental de Gustave Flaubert (publicada a mediados del siglo XIX, véase Flaubert, G., La educación sentimental, Madrid, Cátedra, 1999). Esta novela, a su vez, es  trabajada por Pierre Bourdieu para analizar sociológicamente la construcción de los sentimientos en la modernidad tardía. El autor justifica sus estudios sociológicos a partir de las propiedades generales de los campos de producción cultural en los términos siguientes: “La ciencia de las obras culturales supone tres operaciones tan necesarias y necesariamente unidas como los tres niveles de la realidad social que aprehenden: en primer lugar, el análisis de la posición del campo literario (o artístico en general) en el seno del campo del poder, y se su evolución en el decurso del tiempo; en segundo lugar, el análisis de la estructura interna del campo literario (etc.), universo sometido a sus propias leyes de funcionamiento y de transformación, es decir la estructura de las relaciones objetivas entre la posición que en él ocupan individuos o grupos situados en situación de competencia por la legitimidad; por último, el análisis de la génesis de los habitus de los ocupantes de estas posiciones, es decir los sistemas de disposiciones que, al ser el producto de una trayectoria social y de una posición dentro del campo literario (etc.), encuentran en esa posición una ocasión más o menos propicia para actualizarse (la construcción de la trayectoria social como serie de posiciones ocupadas sucesivamente en este campo)”.  Bourdieu, P., Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 1995, p. 318.

[vii] Ibidem, p. 130.

[viii] Echeverría, E., La cautiva, Buenos Aires, Losada, 1998, p. 106.

[ix] “Otra vez, como en el caso de los rayos X, los médicos no estaban dispuestos a renunciar al radio, que ya se mostraba como una herramienta efectiva contra el cáncer. Y también cómo en el caso de los rayos X, se abusaba de la radiactividad, y el radio se usaba como terapia en el caso de un montón de sintomatologías y enfermedades contra las cuales poco y nada tenía que hacer la radiación. Pero el exceso de confianza adquirido durante la guerra produjo más muertes entre los radiólogos y el personal auxiliar que trabajaba con ellos. En los años 20 se produjo el escándalo de las pintoras de relojes, envenenadas con radio. Fue la década en que empezaron a insinuarse las primeras medidas de protección.”, en Leonardo Moledo – Máximo Rudelli, Dioses y demonios en el átomo, Buenos Aires, Sudamericana, 1996, pág. 156.

[x] Algunos científicos, como Ilya Prigogine, oponen la idea de “flecha del tiempo”  (obviamente irreversible) a la pretendida reversibilidad del tiempo postulada por la dinámica de las trayectorias. Véase Prigogine, I., y Stengers, I., La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza, 1983.

[xi] Echeverría, J., Filosofía de la ciencia, Madrid, Akal, 1995, p.94.

[xii] Utilizo el término “moderno” o “modernidad” para referirme a la figura epocal que se inicia en el siglo XVI y continúa hasta mediados del siglo XX, y utilizo “modernismo” para referirme al movimiento estético que surge a fines del siglo XIX y se extiende hasta los primeros decenios del XX.

[xiii] Esta interpretación del pensamiento de Adorno es desarrollada por Wellmer, A., en Sobre la dialéctica modernidad y posmodernidad, Madrid, Visor, 1992, pp.62-74.

[xiv] Por ejemplo, en literatura, los surrealistas juegan con “cadáveres exquisitos”; en plástica se apela a líneas y colores puros (Mondrian, el cubismo y otros “ismos”); en arquitectura la “geometrización” de la Bauhaus; y en música la atonalidad del dodecafonismo.

[xv] De Stijl, en holandés, significa “el estilo”; este movimiento estético comenzó con la publicación de la revista De Stijl en 1917, sus fundadores fueron Theo Doesbuy y Piet Mondrian. Promovían el neo-plasticismo y el dadaísmo. Se centraron en la abstracción pictórica como modelo de lo universal, la armonía y el orden. Utilizaban colores puros (azul, rojo y amarillo) combinados con líneas rectas en negro, verde y blanco. En arquitectura y decoración se imponían las superficies planas y las líneas austeras relacionadas con el cubismo.

[xvi] Lyotard, J-F., La posmodernidad (explicada para los niños), Barcelona, Gedisa, 1985, pp. 23-26.

[xvii] Véase Dalí, S., Diario de un genio, Barcelona, Tusquet, 1992.

[xviii] El dodecafonismo, en principio, compone disponiendo las doce notas de la escala cromática en un orden particular formando una serie de notas. Construye luego una composición utilizando cada nota de la serie por turno, volviendo a comenzar cada vez que se llega al final de la serie (existen variación de ubicación de las notas y/o de registros graves y agudos, entre otras posibilidades).

[xix] Véase Heidegger, M., La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Alfa, 1975.

[xx] Véase Kant, I., Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Losada, 1970.

[xxi] Véase Kant, I., Crítica de la razón práctica, México, Porrúa, 1978.

[xxii] Rifkin, J., El siglo de la biotecnología, Barcelona, Crítica, 1999, pp. 14-15.

[xxiii] Me refiero a  protagonistas de narraciones kafkanianas; véase Kafka, F, La metamorfosis, Buenos Aires, Losada, 1991; e Informe para una academia, Buenos Aires,  CEAL, 1976.

[xxiv] Véase Rifkin, J., op. cit.

[xxv] Véase Sommer, S., Por qué las vacas se volvieron locas, Buenos Aires, Biblos, 2001.

[xxvi] Nobel, D., La religión de la tecnología, Barcelona, Paidós, 1999, p.252.