FILOSOFÍA DEL LENGUAJE ORDINARIO

 

Katz, J. (1971): Filosofía del Lenguaje. Barcelona: Martínez Roca. Pp 67-87.

 

El otro movimiento mayor en la filosofía del siglo XX, la filosofía del lenguaje ordinario, se desarrolló, en parte, como una reacción ante el fracaso de los empíricos lógicos al no aceptar los hechos del lenguaje natural. Partió del punto de vista de los empíricos lógicos, según el cual las confusiones conceptuales que originan la especulación metafísica son debidas a deficiencias del lenguaje natural, que hacen necesario crear convenciones semánticas. Lo que la filosofía del lenguaje ordinario pretendía, en cambio, era que los lenguajes naturales están perfectamente bien, tal como se encuentran, mientras se empleen con propiedad, es decir, de la manera ordinaria. Las confusiones conceptuales son consecuencias de aberraciones en el uso. La restauración del uso normal, ordinario, las aclara automáticamente, demostrando así que las especulaciones metafísicas que brotan de esas confusiones carecen de base, no porque no puedan surgir en algún lenguaje artificial, sino porque no surgen en un lenguaje natural usado con propiedad. Por consiguiente, es innecesario tratar de establecer convenciones lingüísticas de una perfecta precisión formal en un lenguaje artificial para corregir aberraciones del uso. Estas correcciones serían llevadas a cabo mediante una forma de análisis y tratamiento filosóficos, que defieren de los practicados por los empíricos lógicos, al concentrarse en la explicación de los hechos lingüísticos.

Los fundamentos filosóficos de la filosofía del lenguaje ordinario se deben a un buen número de filósofos, pero un filósofo cuya contribución fue especialmente importante es Wittgenstein. Wittgenstein empezó su carrera filosófica como empírico lógico. Su primer libro, Tractatus Logico‑Philosophicus, abogaba por la aceptación de un lenguaje ideal, artificial, en el que los conceptos son definidos con precisión y las proposiciones expresan de un modo no ambiguo la forma real de los hechos. En realidad, sobre la base de este libro, Wittgenstein se dio a conocer como uno de los fundadores del empirismo lógico. Pero la creciente insatisfacción ante el concepto de un lenguaje ideal, artificial, acabó llevándole a separarse del empirismo lógico, emprendiendo un camino en el que sentaría las bases para una concepción alternativa del análisis y del tratamiento filosófico.

Wittgenstein no adoptó la posición de que el lenguaje artificial fracasaba porque no era científicamente suficiente. Al contrario, adoptó la posición de que fracasaba porque estaba demasiado científicamente orientado para su propósito. Los empíricos lógicos ‑declaraba ahora Wingenstein- desean imitar la actividad de los científicos y por eso modelan sus lenguajes artificiales como sistemas científicos. Pero los sistemas científicos tratan de revelar la esencia de los objetos, hechos, estados, y proceden mediante definiciones precisas, empíricamente justificadas, que estudian las propiedades necesarias y suficientes para que algo sea un fenómeno de una determinada clase. Por lo tanto, al modelar sus lenguajes como sistemas científicos, los empíricos lógicos tratan de revelar la esencia de conceptos tan lingüísticamente dados como «conocimiento», «verdad», «espíritu», «percepción», «causa», «existencia», etc. Buscan definiciones absolutamente precisas que den su significado como una condición necesaria y suficiente para que algo sea considerado como conocimiento, verdad, espíritu, percepción, causa, existencia, etc. Pero, según Wittgenstein, tales determinaciones de significados son sencillamente imposibles en filosofía. A diferencia de los términos científicos, que tienen una función única, técnica, que desempeñar, los términos de valor filosófico del lenguaje ordinario tienen una amplia variedad de usos algunos de los cuales dependen de aspectos como la vaguedad y la ambigüedad, que deberían ser eliminados en un lenguaje de los empíricos lógicos. Wingenstein subrayó la necesidad que los filósofos tenían de acometer un detallado examen descriptivo de los modos en que los hablantes usan realmente palabras y expresiones, en su empleo ordinario de un lenguaje natural. Este examen ‑afirmaba- demostraría precisamente que es erróneo suponer que el significado de una palabra o expresión puede ser dado por una definición que establece una condición necesaria y suficiente para su aplicación. A este respecto, escribía Wittgenstein: «Consideremos, por ejemplo, los procedimientos que llamamos "juegos”. Me refiero a los juegos de tableros, a los de cartas, a los de pelota, a los olímpicos, etc. ¿Qué tienen de común todos ellos? No se diga: «Algo, común deben de tener, o no se llamarían "juegos" sino que miremos y veamos si hay algo de común a todos. Porque, si usted los mira, no verá algo que sea común a todos, sino semejanzas, afinidades, y una serie completa de ellas, además. Repitamos: ¡no pensar, sino mirar! Mirar, por ejemplo, a los juegos de tablero, con sus multiformes afinidades. Ahora pasemos a los juegos de cartas. Aquí encontrará usted muchas correspondencias con el primer grupo, pero muchos rasgos comunes desaparecen, y surgen otros. Cuando pasamos luego a los juegos de pelota, mucho de lo que hay de común persiste, pero mucho se pierde. , ¿Son todos ellos "divertidos" ? Compárese el ajedrez con el juego de ceros y cruces. ¿0 hay siempre vencedores y vencidos, o competición entre los jugadores? Recuérdese la paciencia. En los juegos de pelota hay vencedores y vencidos, pero cuando un niño arroja su pelota contra la pared y luego la recoge, ese rasgo ha desaparecido. Obsérvense los juegos de habilidad y de suerte, así como la diferencia entre habilidad en el ajedrez y habilidad en el tenis. Recuérdense ahora los juegos de niños, en los que hay un elemento de diversión, ¡pero de los que muchos otros rasgos característicos han desaparecido! Y aún podemos seguir observando muchos, muchos otros grupos de juegos, de igual modo, y ver cuántas semejanzas surgen y desaparecen. Y el resultado de este examen es: vemos una complicada urdimbre de semejanzas que se superponen y entrelazan; unas veces, semejanzas de carácter general, y, otras veces, de detalles. » Por lo tanto, el modelo que debe sustituir al de definición estricta ‑el modelo que, según Wittgenstein, había dado un cuadro mejor de cómo los diversos usos de una palabra se relacionan entre sí‑ es la noción de «aire de familia». Como Wittgenstein declaraba: «No puedo encontrar una expresión mejor para caracterizar esas semejanzas que la de “aire de familia", porque los distintos parecidos entre los miembros de una familia ‑figura, rasgos, color de ojos, forma de andar, temperamento, etcétera‑ se superponen y entrelazan del mismo modo».

Se observará que Wittgenstein no ofrece argumentos específicos para su punto de vista de que no podemos esperar que encontraremos definiciones que expresen una condición necesaria y suficiente para aplicar a una palabra dada. Lo que hace es demostrar que ciertas sencillas condiciones no son aceptables para determinadas palabras, como «juego» en su ejemplo. Pero demostrar esto no es, ciertamente, establecer que no existe condición alguna que sea necesaria y suficiente que pueda ser correctamente aplicada a una palabra como «juego». No facilita, pues, ninguna razón de por qué lo mejor que podemos hacer es una determinación de las semejanzas de familia, ni intenta analizar sus casos para demostrar que reúnen muchos sentidos del mismo elemento ortográfico, de tal modo que algunas de las sencillas definiciones por él consideradas son válidas para algunos sentidos, y otras para otros. La complejidad lingüística que él pone de manifiesto puede, por lo tanto, incitar a un empírico lógico a hacerse más cuidadoso acerca de lo que dice respecto al modo en que usamos las palabras, pero, ciertamente, no puede haber sectores en los que sería razonable dejar de buscar definiciones de la forma usual. Además, Wittgenstein ignora totalmente casos obvios que contradicen su afirmación de que nada existe de común en los ejemplos, y sólo en esos ejemplos, en los que se aplica correctamente una palabra. Considérense casos como el de «hermano», «tía» y «combinación», en los que es perfectamente claro que, para cada uno, hay una única condición definitoria: en el caso de «hermano», es que la persona sea un varón que tenga de común con otra persona uno de los padres o los dos; en el caso de «tía», es que una persona sea hermana de uno de los padres; y, en el caso de «combinación», es que algo sea una mezcla de varios ingredientes alcohólicos que se sirven con hielo. Puede replicarse que estos casos, de algún modo, son diferentes de los casos como «juego», pero Wittgenstein no señala ninguna distinción importante en que apoyar su afirmación.

La explicación de los empíricos lógicos de cómo los hablantes saben cuándo aplicar una palabra a alguna cosa es que los hablantes conocen una condición necesaria y suficiente para su aplicación y utilizan esta condición para decidir acerca de la aplicación de la palabra, determinando si el caso particular de que se trata tiene los caracteres que satisfacen la condición. Pero, según Wittgenstein, los hablantes no pueden decidir de este modo acerca de la aplicación de las palabras, porque tales condiciones no existen. Así, la teoría de los empíricos lógicos acerca de cómo los hablantes saben cuándo han de aplicar las palabras les lleva a reclamar erróneamente un límite formal, definido, para conceptos de márgenes confusos y de un número indefinido de usos divergentes. Wittgenstein pregunta: «¿Cómo explicaríamos a alguien lo que es un juego? Imagino que le describiríamos juegos, y que podríamos añadir: «Estas y otras cosas semejantes se llaman "juegos". » Y nosotros mismos, ¿sabemos algo más acerca de ello? ¿Es sólo a los demás a quienes no podemos decir con exactitud lo que es un juego? Pero esto no es ignorancia. Nosotros no conocemos los límites, porque nunca han sido trazados. A título de ensayo, trazamos un límite, con un propósito determinado. ¿Basta eso para que el concepto sea utilizable? ¡No, en absoluto! (excepto para ese propósito determinado). De igual modo que no bastó la definición «1 paso = 75 cm» para hacer utilizable la medida de longitud «un paso». Wittgenstein concluía esta observación, diciendo: «Y si usted me dice: "Pero antes de que hubiera una medida exacta", entonces yo le replico: "Muy bien, había una medida inexacta, aunque todavía me debe usted una definición de "exactitud". » El caso es que los empíricos lógicos no pueden, en realidad, pagar esa deuda, porque no tienen un criterio para especificar la forma de precisión en que se basan sus pretensiones en cuanto a la superioridad que atribuyen a sus construcciones lingüísticas. Esta deuda no puede pagarse con una definición de «exactitud» que requiere que toda distinción sea posible, ni puede satisfacerse diciendo que debemos hacer todas las distinciones necesarias para algún «propósito determinado». ¿Cuándo dejamos de hacer distinciones? ¿Cuándo hemos sido suficientemente precisos? Según Wingenstein, sólo necesitamos hacer aquellas distinciones que existen en el lenguaje, porque detenerse en ellas es detenerse en un punto natural. Pero la opinión; de los empíricos lógicos de hacer todas las distinciones necesarias para superar la imprecisión no nos facilita un criterio para detenernos en ninguna parte más allá del punto natural de parada, o, en resumen, de la utópica meta de hacer todas las distinciones lógicamente posibles.

El enfoque de los empíricos lógicos considera un lenguaje natural como una imperfecta aproximación a algún lenguaje ideal, cuya construcción corresponde al lógico. «Pero ‑‑dice Wittgenstein‑ aquí la palabra "ideal" ofrece el riesgo de inducir a error, porque suena como si esos lenguajes fuesen mejores, más perfectos que nuestro lenguaje cotidiano», y añade: «Como si el lógico tuviese que enseñar al pueblo, por último, a qué debería parecerse una oración correcta. »

Según Wittgenstein, los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje se emplea mal. Las confusiones conceptuales y las especulaciones metafísicas son síntomas de esos malos empleos. El tratamiento consiste en una correcta descripción del uso real de la palabra o expresión cuyo mal empleo causó la perturbación filosófica, juntamente con un estudio etiológico de cómo la desviación del uso adecuado acarreó la perturbación. Wittgenstein concebía la filosofía como una forma de terapéutica que, mediante la corrección de los malos usos del lenguaje, elimina las confusiones conceptuales y la metafísica a que ellos dan origen. Según Wittgenstein, el análisis filosófico era una descripción de los usos ordinarios de palabras y expresiones, encaminada a anular los problemas filosóficos causados por el mal uso de ellas. Wittgenstein escribió que, en filosofía, «lo que nosotros hacemos es devolver las palabras de su uso metafísico a su uso cotidiano». « ... Cuando los filósofos usan una palabra –“conocimiento", "ser", "objeto" "yo" “proposición", “nombre"- y tratan de captar la esencia de la cosa, debemos preguntarnos siempre sí la palabra sigue usándose realmente de ese modo en el lenguaje que es su hogar natural. » Porque los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje está de vacaciones. »

Wittgenstein se anticipó a la crítica de que su modo de hacer filosofía tiene sólo el propósito negativo de destruir nuestras más queridas exaltaciones de imaginación filosófica, porque, si él tiene éxito, muchas de las especulaciones filosóficas tradicionales acerca del conocimiento y de la valoración quedan reducidas, evidentemente, a un simple estilo de lenguaje que se aparta radicalmente del uso ordinario. Y él replica escribiendo: «¿De dónde alcanza su importancia nuestra investigación, puesto que sólo parece destruir todo lo interesante, es decir, todo lo que es grande e importante?... Lo que nosotros destruimos no son más que castillos de naipes y limpiamos el terreno del lenguaje sobre el que están edificados. Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de este o de aquel despropósito y de los coscorrones que el conocimiento ha sacado de intentar meter su cabeza contra los límites del lenguaje. Estos coscorrones nos hacen ver el valor del descubrimiento. »

Una parte de la terapéutica de Wingenstein consiste en hacer evidentes los absurdos que se derivan del mal uso del lenguaje, «convirtiendo despropósitos ocultos en despropósitos manifiestos», según su propia expresión. Algunos filósofos han sostenido el punto de vista de que el significado de una palabra es lo que ella nombra, y esto, a su vez, ha conducido a la doctrina metafísica de que existen ciertas entidades ocultas, supersensibles, que se nombran mediante sustantivos de significación abstracta, tales como «verdad», «virtud», etc. Pero ‑arguye Wittgenstein‑ si el significado de una palabra como «plancha» fuesen los ladrillos físicos, reales, los bloques, etc., que un obrero lleva para cumplir las órdenes del capataz, más que los modos en que «plancha» es usada por el obrero y por el capataz para dar órdenes, para conocerlas, para cumplirlas, etc., entonces podríamos decir cosas tan evidentemente absurdas como «yo he roto parte del significado de la palabra "plancha"» o «yo he colocado cien partes del significado de la palabra "plancha" hoy». El poner de manifiesto tales absurdos nos permite descubrir lo absurdo del punto de vista de que el significado de una palabra es lo que ella nombra. Así, la metafísica acerca de las entidades supersensibles, basada en esa interpretación del significado, se queda sin fundamento.

Veamos otro ejemplo de la forma de investigación de Wittgenstein. Podemos pensar en tratar de definir «conocimiento» en términos de una condición que exprese la esencia del proceso mental consciente que se produce cuando alguien conoce algo. Pero, según Wingenstein, tal proceso mental no es necesario ni suficiente para conocer. «B conoce el principio de las series» no significa, sin duda, simplemente: B sabe la fórmula “an =” Porque es perfectamente imaginable que sepa la fórmula, y que, sin embargo, no la conozca. "Él conoce" debe de encerrar algo más que "sabe la fórmula". Y también algo más que cualquiera de las más o menos características asociaciones o manifestaciones del conocimiento» (como la sensación «Ah, ha»). Por el contrario, el proceso interior consciente podría ser eliminado (digamos en favor; de las inscripciones objetivas), sin eliminar la posibilidad de conocer. Así, Wingenstein advierte: «Tratad de no pensar en el conocimiento como en un "proceso mental" de ningún modo. Porque ésa es la expresión que os confunde. Más bien, preguntaos a vosotros mismos: ¿en qué casos, en qué circunstancias decimos «ahora sé cómo avanzar», esto es, cuándo he sabido la fórmula?» Aquí, Wittgenstein cambia la pregunta original ‑«¿Cómo formulamos una definición que capte la esencia de "conocimiento" ?-, por otra que él considera más razonable, para preguntar, concretamente: «¿En qué condiciones usamos la palabra «conocimiento" correctamente, cuando la aplicamos a individuos sobre la base de lo que ellos hacen?» Contestar a esas preguntas implica describir el aire de familia entre locuciones como «conocer la regla», «conocer el problema», «conocer las direcciones de la carretera», «conocer la poesía», etcétera. «La esencia ‑dice Wittgenstein­- es expresada por la gramática: la gramática nos dice qué clase de objeto es alguna cosa. » Sólo que es preciso señalar que, por «gramática», él no entiende algo con que analizar oraciones en nombres, verbos, adjetivos, etc., sino más bien la descripción del complejo modelo de semejanzas que se superponen y entrelazan, y que constituyen el aire de familia que los diferentes ejemplos del uso de «conocimiento» guardan entre sí.

La filosofía del lenguaje ordinario fue utilizada no sólo en el modelo wittgensteiniano, sino también en lo que podría ser considerado como el modelo de Oxford. Wingenstein profesó en Cambridge, por lo que Cambridge fue el primer hogar de la filosofía del lenguaje ordinario. Pero, posteriormente, con el cultivo intensivo en Oxford de la filosofía del lenguaje ordinario, Oxford llegó a ser el centro reconocido de esta escuela filosófica. Bajo la dirección de filósofos como Ryle, Austin y otros, Oxford desarrolló una versión de la filosofía del lenguaje ordinario que, a pesar de hallarse intensamente influida por Wingenstein, es un tanto diferente de la de Wittgenstein. Passmore comenta: «En Oxford, las ideas de Wittgenstein entran en una atmósfera filosófica muy distinta de la que predominaba en Cambridge. Los filósofos de Oxford, en su mayoría, han aprendido su filosofía como parte de un sistema de estudios basado en el saber clásico... En Oxford, Por lo tanto, las ideas de Wingenstein se injertaron en un tronco filológico‑aristotélico, y el tronco influyó en los frutos resultantes, que, entre otras cosas, son considerablemente más secos y fríos que sus equivalentes de Cambridge»

En Oxford, ciertas alteraciones en la doctrina y cambios en el interés de algunos aspectos dieron origen a una concepción un tanto modificada y ampliada de la filosofía del lenguaje ordinario. La tendencia al lenguaje artificial, antiideal, del pensamiento de Wittgenstein sobrevivió virtualmente intacta, al igual que su punto de vista de que la investigación filosófica procede de y se refiere fundamentalmente a los usos ordinarios de palabras y expresiones en un lenguaje natural. Pero la doctrina wittgensteiniana de que los problemas filosóficos son simplemente el resultado de errores en el uso de locuciones en su empleo ordinario, cotidiano, y que las soluciones filosóficas son precisamente formas de rehabilitación lingüística quedó notablemente debilitada. Los filósofos del lenguaje ordinario de Oxford estaban dispuestos a admitir que muchos problemas filosóficos eran debidos sólo a los malos usos y que, por lo tanto, muchas soluciones filosóficas eran exactamente terapéutica, pero también deseaban dejar sitio para una filosofía más constructiva. Sostenían que, en algunos casos, las confusiones con las reglas lingüísticas reflejan verdaderos enredos conceptuales cuyas soluciones ofrecen verdaderas dilucidaciones acerca de la estructura del sistema conceptual en que se basa el lenguaje. Así, pues, las soluciones filosóficas nos facilitan un mapa de tales confusiones, que no sólo nos liberan de las confusiones presentes y nos permiten superar otras similares en el futuro ‑realizando de este modo una obra de terapéutica filosófica o inmunizándonos contra alguna posible orientación futura hacia la  metafísica‑, sino que aclara el terreno conceptual, abriendo de este modo una perspectiva de descubrimiento de algunos rasgos todavía inadvertidos de los límites de nuestros conceptos o incluso algunos nuevo conceptos y relaciones conceptuales. Problemas filosóficos pudieron así resolverse, mediante un análisis que reveló la geografía del terreno conceptual inexplorado, donde el problema surgía. La descomposición wittgensteiniana según la cual se demuestra que un problema se desvanece en cuanto apreciamos plenamente cómo se usan, de ordinario, las palabras que en él intervienen, es, por lo tanto, uno, pero no el único medio de tratar los problemas que la filosofía común hereda de la filosofía del pasado.

Un ejemplo de una solución lingüística intentada para un problema filosófico clásico es el tratamiento de Strawson de la justificación de la inducción. Hume había suscitado la cuestión de por qué tenemos confianza en las extrapolaciones inductivas de casos conocidos a otros desconocidos. Generalmente inferimos que los casos desconocidos de un cierto tipo tendrán una determinada propiedad, porque encontramos que todos los casos conocidos de ese tipo tienen esa propiedad. Así, inferimos que, el sol saldrá en el futuro, porque siempre lo ha hecho en el pasado. Hume arguye que esta no es una inferencia deductiva, porque la falsedad de la conclusión no es lógicamente contradictoria con la verdad de las premisas. Pero ‑continúa‑, si no es deductiva, entonces el principio sobre el cual se basa la inferencia, a saber, que las regularidades observadas son válidas para los casos no observados, únicamente se puede basar en la experiencia.

Pero esto constituye un círculo vicioso, porque, entonces, toda justificación de este principio es un argumento que se apoya en casos observados, que, por consiguiente, recurre al mismo principio que pretende justificar. Strawson alegaba que la aparente insolubilidad de este problema se deriva del hecho de que planteamos mal la cuestión. Nos preguntamos si puede justificarse la inferencia inductiva, lo cual es tan singular como preguntar si la ley de la tierra es legal. En lugar de ello, deberíamos preguntarnos si es razonable creer en las conclusiones de las inferencias inductivas. Si planteamos la cuestión de este modo, resulta fácil justificar nuestra creencia. «Ser razonable» (acerca de estos hechos) significa «tener un grado de creencia en un status, que es proporcional a la fuerza de la evidencia en su favor». Por lo tanto ‑concluye Strawson‑, nos hallamos necesariamente en la situación de que, como una consecuencia de los significados de las palabras de nuestro lenguaje, es razonable creer en conclusiones que han sido establecidas por adecuadas aplicaciones de la inferencia inductiva.

Otro ejemplo de un intento de tratamiento lingüístico de conceptos filosóficos es la discusión de Ryle acerca de la relación entre acción voluntaria y responsabilidad normal. «La confusión de problemas en gran medida falsos, conocidos como el problema de la Libertad de la Voluntad, parcialmente se deriva de... (un)... uso inconscientemente exagerado de “voluntario”.» « ... los filósofos, al discutir lo que constituye actos voluntarios o involuntarios, tienden a describir como voluntarias no sólo las acciones reprensibles, sino también las meritorias, no sólo cosas que son defectos de alguien, sino también cosas que contribuyen a su buen nombre. » Pero ‑arguye Ryle‑ «es de advertir que, mientras la gente común, magistrados, padres y maestros, generalmente aplican las palabras "voluntario" e "involuntario" a unas acciones, de un modo determinado, los filósofos, a menudo, las aplican de un modo totalmente distinto». «En su empleo más corriente, "voluntario” e "involuntario” se usan, con cierta elasticidad, como adjetivos que se aplican a acciones que no deberían llevarse a cabo. Discutimos si la acción de alguien fue voluntaria o no, sólo cuando la acción parece haber sido una falta suya... De igual modo, en la vida ordinaria, planteamos cuestiones de responsabilidad sólo cuando alguien es acusado, justa o injustamente, de un crimen. Dentro de este uso, tiene sentido preguntar si un muchacho fue responsable de romper una ventana, pero no si fue responsable de acabar pronto sus deberes.» «Por lo tanto, en el uso ordinario, es absurdo discutir si acciones  satisfactorias, correctas o admirables son voluntarias o involuntarias...» .

Quizá más significativamente, la liberalización de la concepción wittgensteiniana de la filosofía del lenguaje ordinario que se desarrolló en Oxford también permitió la adopción de tesis y posiciones filosóficas totalmente generales. El esclarecimiento y análisis de los conceptos en que se basa el lenguaje podrían referirse a conceptos fundamentales para la formulación o defensa de alguna tesis o posición filosófico y facilitarnos así una evidencia positiva o negativa respecto a esa tesis o posición. Uno de los más famosos intentos de usar la evidencia lingüística para apoyar una tesis filosófica y socavar otra que se encuentra en la filosofía de Oxford es la defensa de Ryle del behaviorismo y del criticismo del dualismo cartesiano. Ryle sostiene que el concepto del alma en Descartes, como ‑según Ryle‑ «un espíritu misteriosamente colocado en una máquina» y el problema filosófico (creado por una concepción incorpórea del espíritu) de cómo una entidad inmaterial puede afectar causalmente a las operaciones de un cuerpo material son el resultado de un error de categoría, procedente de un fracaso en la observación del uso ordinario de palabras mentalistas. Según Ryle, el error de Descartes radica en considerar el alma como una especial clase de objeto, ontológicamente distinto de los objetos físicos, perteneciente a una categoría de objetos que son no espaciales, inmateriales y cognoscibles sólo por medio de la introspección. Para corregir este error y aclarar el problema de la interacción espíritu‑cuerpo, Ryle analiza el uso ordinario de las palabras mentalistas, a fin de demostrar que los hechos acerca del uso adecuado de estas palabras revelan que no se refieren a una entidad perteneciente a una categoría especial distinta de las categorías relativas a los objetos materiales y a sus comportamientos. Ryle trataba de demostrar, en especial, que los predicados acerca de las cualidades y estados mentales de una persona atribuyen disposiciones, habilidades y tendencias a su cuerpo, más que propiedades a una entidad privada, inmaterial, instalada en el cuerpo. Ryle considera tales disposiciones, habilidades y tendencias como similares a las que atribuimos a los objetos físicos a los que aplicamos predicados no mentalistas. Por ejemplo, son similares a la tendencia a romperse con un golpe que se atribuye a una taza para el té, cuando es correctamente descrita como frágil. De un modo análogo, describir a alguien como inteligente, genero­so, falso, etc., es decir, algo acerca de cómo se conducirá en cierta clase de situaciones, bajo unos estímulos adecuados. La evidencia que llevó a Ryle a esta conclusión se derivaba de un análisis del uso de palabras mentalistas, en el que un  resultado típico es el de que describir a alguien como in­teligente es una descripción disposicional, que significa que mostrará un alto grado de habilidad para resolver proble­mas conceptuales, en condiciones normales. Como, según Ryle, la función de las palabras mentalistas es la de pro­veernos de los medios para describir métodos acerca de las formas del comportamiento públicamente observable de las personas, y no la de proveernos de los medios de referir y hacer la crónica de acontecimientos privados, observables introspectivamente, Ryle concluye que usarlas como si sir­vieran a estos últimos medios es hacer un mal uso del len­guaje, equivocando la categoría a que pertenecen las palabras mentalistas. Esta evidencia lingüística es considerada como una refutación del dualismo cartesiano y como base para una posición behaviorista.

Mencionemos ahora otros dos puntos en los que los fi­lósofos del lenguaje ordinario de Oxford acabaron discre­pando de la posición de Wittgenstein. Una discrepancia sur­gió acerca de la cuestión de proporcionar un fundamen­to teórico al carácter de lenguaje ordinario del análisis fi­losófico. Wingenstein escribió: «La filosofía no puede, en modo alguno, intervenir en el uso real del lenguaje; en úl­timo caso, puede sólo describirlo. Por ello, tampoco puede darle fundamento alguno. Lo deja todo como está». Austin no sólo reconocía la ocasional necesidad «de ser brutal con el lenguaje ordinario, hasta torturarlo, estrujarlo, reven­tarlo»," sino que, en la discusión de qué hay en el lengua­ ordinario que autorice al filósofo del lenguaje ordina­rio a usar su carácter de análisis filosófico, él desechaba la «actitud de manos fuera» de Wittgenstein, y trataba de dar algún fundamento filosófico al recurso al lenguaje ordinario. Austin escribió: « ... nuestra común provisión de palabras incorpora todas las distinciones que los hombres han encontrado dignas de conservar, y las conexiones que han encontrado conveniente establecer, a lo largo de muchas generaciones: y, por haber resistido la larga prueba de la supervivencia de los más aptos, son, seguramente, más numerosas, más sanas y más sutiles, al menos en todas las materias ordinarias y razonablemente prácticas, que todas aquellas que usted o yo pudiéramos pensar, cualquier tarde, en nuestras butacas ‑el método alternativo más empleado».

Por último, otra discrepancia del wittgensteinianismo puede encontrarse en el intento, por parte de ciertos filósofos de Oxford, de formular explícitamente ciertos conceptos técnicos que se consideraron útiles como parte de la metodología por su forma de análisis filosófico. Podemos mencionar como ejemplos el intento de Ryle de formular una noción bien definida de «categoría» que incorporaría una técnica para decidir cuándo dos locuciones pertenecen a diferentes categorías del lenguaje, y también el de Austin de desarrollar un instrumento para su teoría de los ejecutivos. Tal clarificación de la metodología no fue, en absoluto, característica de Wittgenstein, que se contentó con usar su provisión de conceptos especiales, es decir, «aire de familia», «uso», «lenguaje», «juego del lenguaje», etc., sin someterlos a formulación explícita.

Ambas versiones de la filosofía del lenguaje ordinario se caracterizaron por una preocupación intensa, pero sumamente restrictiva, acerca de los detalles de palabras y expresiones peculiares en inglés. Esta fue la mayor virtud y el mayor vicio de las dos. Porque de su predominante preocupación por los detalles lingüísticos, la filosofía del lenguaje ordinario hizo una importante contribución a la investigación de la semántica, en realidad mucho más importante que cualquier contribución hecha por lingüistas profesionales en la primera mitad del siglo XX. Porque, mientras los lingüistas profesionales se ocupaban primordialmente de la fonología, la sintaxis y diversos problemas históricos, los filósofos del lenguaje ordinario, con su atención centrada en los problemas epistemológicos, se ocupaban primordialmente de la semántica. En realidad, sus resultados, aunque dispersos y fragmentarios, suministran algunos de los mejores ejemplos de descripción lingüística cuidadosa y perspicaz. En este sentido, podemos citar la introducción, por parte de Austin, del concepto de un verbo ejecutivo, y, en general, su clasificación de tipos de verbos ejecutivos y su análisis de los usos ejecutivos del lenguaje. Citemos también la discusión de Ryle de lo que él llama «verbos de ejecución» y el subsiguiente reanálisis de ellos, por parte de Vendler. Y es igualmente digna de mención la obra de Urmson acerca de los adjetivos niveladores y los verbos parenteticales.

Pero la preocupación por los detalles lingüísticos, que condujo al alumbramiento de tantas realidades específicas acerca del lenguaje natural, corrió paralela con el hecho de no tomar en cuenta la compleja organización estructural en que tales realidades se sistematizan en los lenguajes vivos. Es, verdaderamente, algo extraño, que un movimiento que obtuvo tal cantidad de descripciones satisfactorias no hiciese casi nada en orden a la teorización acerca de la estructura lingüística. La comparación con la astronomía babilónica o con la geometría griega antes de Euclides es lo primero que viene a la memoria.

Esta omisión no fue accidental. Había razones para que la filosofía del lenguaje ordinario no hiciese contribuciones sustantivas a una teoría del inglés o a una teoría del lenguaje. Quizá la más importante de estas razones fue que toda la orientación de la filosofía del lenguaje ordinario era antiteorética. La filosofía del lenguaje ordinario era, como antes se ha señalado, una reacción ante los excesos de los empíricos lógicos en cuanto a la teoría de la construcción, y, en la medida en que compartían la tendencia antimetafísica del empirismo lógico, reaccionaban también contra los sistemas teoréticos desarrollados en algunas empresas metafísicas tradicionales. Por consiguiente, el carácter antiteorético de la filosofía del lenguaje ordinario estaba, en gran medida, determinado por los motivos verdaderamente filosóficos que la llevaron a investigar el lenguaje en primer lugar. Así, Wittgenstein dijo una vez que el trabajo de un filósofo consiste en «reunir señales para un propósito determinado». Hampshire, uno de los más relevantes filósofos del lenguaje ordinario de Oxford, escribió: «Pero en filosofía no necesitamos establecer lo que son las condiciones necesarias y suficientes para llamar lenguaje a un sistema de señales, porque no estamos especialmente preocupados por definir la palabra "lenguaje". Ni nos preocupa una clasificación sistemática de las diferentes formas gramaticales del lenguaje, ni el interés de los filósofos contemporáneos acerca de las formas del discurso es, ni será, científico o sistemático.» Hampshire llega a decir que la descripción lingüística tal como es practicada por los filósofos del lenguaje ordinario debe limitarse a caracterizar el uso de las locuciones particulares en un lenguaje natural, de modo que los caracteres de esas locuciones puedan ser citados como contraejemplos a ciertas «preconcepciones filosóficas acerca de las formas y funciones necesarias del lenguaje». Hampshire puede ser considerado un caso algo extremo, pero, de todos modos, a juzgar por la norma de la práctica, su actitud antiteorética respecto al estudio del lenguaje fue compartida, en medida muy amplia, implícitamente, si no explícitamente, por los que trabajaron dentro del campo de la filosofía del lenguaje ordinario. En un sentido análogo, Wittgenstein señalaba una vez que «más bien, está en la esencia de nuestra investigación que nosotros no tratamos de aprender nada nuevo mediante ella».

En el fondo de la invalidación, por parte de los filósofos del lenguaje ordinario, de toda preocupación sistemática o teorética en cuanto al lenguaje y de su correspondiente preocupación sólo por los mínimos detalles del inglés, se encuentra una total desconfianza respecto a las generalizaciones. En una ocasión, Ryle llegó incluso a generalizar, paradójicamente, que «en filosofía, generalizaciones son con­fusiones». En contra del punto de vista científico de que la explicación en filosofía, consiste en destruir las generalizaciones, de­mostrando que los hechos que ellas pretenden abarcar no son muy buenos como ejemplos. La doctrina parece ser que las generalizaciones no son fieles respecto a los he­chos y se encuentran entre el filósofo y los hechos, de tal modo que le impiden tener una clara visión de ellos. El úni­co modo de ver claramente los hechos consiste en apartar la intrusa y opaca generalización. Esto se lleva a cabo, pro­duciendo contraejemplos adecuados. No todos los filósofos del lenguaje ordinario comparten esta doctrina, pero su prác­tica general de concentrar ejemplos lingüísticos detallados en exámenes elaborados y su negativa a intentar construir generalizaciones para sistematizar los ejemplos demuestran que muy pocos han escapado a su influencia.

 

El filósofo del lenguaje ordinario cuyo trabajo se rige por esta doctrina escéptica no ve detrás el hecho de que la mayoría de las generalizaciones acerca de la estructura lingüística no han sido formuladas sin excepciones. Lo que él no logra comprender es que una generalización puede ser válida, incluso aunque haya, en un momento dado, claros contraejemplos levantados frente a ella. Los contraejem­plos son, en realidad, concluyentes contra la formulación de una generalización, pero esto no quiere decir que la generalización que tratamos de formular sea errónea o que todos los aspectos de la formulación participen del error en la misma medida. El filósofo del lenguaje ordinario tampoco llega a valorar el papel de los contraejemplos para indicar la dirección en que ha de ser revisada la formulación de una generalización, no precisamente para acomodarla a ellos, sino para elevar el grado en que la generalización revela la subyacente organización de los hechos. Si el filósofo del lenguaje ordinario valorase las generalizaciones por los da­tos que facilitan acerca de la sistematización subyacente, no buscaría nuevos contraejemplos como ulterior evidencia de que nuestra desconfianza respecto a la generalización estaba bien fundada en todo caso, sino como nuevos accesos hacia formulaciones más poderosas y reveladoras de la estructura lingüística subyacente. El hecho de que no aprecie estas fuerzas es una omisión que le obliga a renunciar a toda posibilidad de superar una descripción detallada de construcciones lingüísticas particulares.

Los filósofos del lenguaje ordinario se interesaron por descubrir orientaciones relativas al uso de palabras particulares que pudieran ser aplicadas en su práctica de terapéutica filosófica, defendiendo o refutando una u otra tesis o posición filosófica, y esclareciendo conceptos tradicionalmente significantes, referentes al conocimiento y a la valoración. Sobre la base de lo que parecía ser un cierto grado de éxito en la consecución de estos objetivos, los filósofos del lenguaje ordinario creyeron que podrían continuar obteniendo éxitos sin tratar de facilitar generalizaciones que demostrasen cómo unos hechos particulares en el campo de las construcciones lingüísticas se hallan sistemáticamente relacionados como parte del modelo de organización del lenguaje. Pero tales generalizaciones ‑como discutiremos más ampliamente en la última parte del capítulo final de este libro‑ suelen ser el único medio de alcanzar un tratamiento adecuado de los casos de palabras y expresiones acerca de las cuales no existe un acuerdo suficientemente claro entre los hablantes, como consecuencia de sus juicios lingüísticos. Es decir, que es frecuente el caso, y especialmente cuando se trata de palabras y expresiones filosóficamente significantes, de que nuestros juicios acerca del artículo que deseamos analizar sean demasiado confusos y variables para permitirnos establecer ninguna exposición definida acerca de sus significados. En tales casos, la única alternativa es la de formular generalizaciones basadas en casos claros y tratar de obtener una exposición de los significados de los casos confusos, a partir de la organización que esas generalizaciones imponen acerca de ellos, indicativamente. Pero, sin generalizaciones que describan las relaciones semánticas sistemáticas entre casos claros y confusos, tal triangulación teorética es imposible, y el resultado es que los casos confusos, y con ellos muchas de las más interesantes cuestiones en filosofía, quedan relegados al limbo de las sutilezas perpetuas.

Además, se plantea claramente el problema de cómo la filosofía del lenguaje ordinario puede tener éxito en su intento de tratar problemas filosóficos tradicionales, si no cultiva el estudio del lenguaje en general. Evidentemente, las cuestiones acerca del conocimiento formuladas por Platón, las cuestiones acerca de la interpretación formuladas por Aristóteles, las cuestiones acerca del pensamiento formuladas por Descartes, las cuestiones acerca de la causalidad formuladas por Hume, las cuestiones acerca de la percepción formuladas por Berkeley, y otras cuestiones filosóficas acerca de los conceptos de conocimiento, interpretación, pensamiento, causa, percepción, etc., no pueden ser establecidas sobre una base lingüística, sin tener en cuenta los hechos relativos a todos los lenguajes naturales. Por lo tanto, sin una teoría del lenguaje, el tratamiento lingüístico de cuestiones, tesis, posiciones y conceptos filosóficos queda así reducido de tal modo, que ni el mejor de los análisis puede aspirar a ser aplicado más allá de los límites de los sistemas conceptuales en que se apoya una restringida clase de lenguajes, con mayor frecuencia que una clase que contiene sólo un determinado lenguaje natural. Es una cuestión grave, y que ya se ha planteado en literatura: por qué hemos de considerar una distinción en el uso de las palabras en inglés (o en otro lenguaje particular), según su significación epistemológica en la terapéutica filosófica, en las decisiones acerca de las tesis y posiciones filosóficas, y en la clarificación de conceptos que los filósofos han manejado tradicionalmente. Los lenguajes difieren unos de otros en distintos y variados respectos, y toda distinción que se encuentre en inglés, pero que no se halle confirmada por otra evidencia lingüística, puede muy bien resultar que es idiosincrásica. Sólo si puede demostrarse que la distinción tiene sus raíces en la naturaleza del lenguaje en general, será posible sostener convincentemente que la distinción puede servir de bases a la solución de un problema filosófico tradicional, porque, como Quine señalaba, los conceptos generales que entran en la formulación de problemas filosóficos tradicionales son conceptos tales como «analítico en L», «sinónimo en L», «significante en L», «categoría en L», «vincula en L», etc., para la variable L, de modo que ningún análisis particularista del uso de las locuciones inglesas puede, en principio, dar soluciones para ellos. Por consiguiente, al renunciar a la posibilidad de superar descripciones detalladas de locuciones inglesas, la filosofía del lenguaje ordinario renuncia también a la posibilidad de inferir nada acerca de la naturaleza de la conceptualización de los hechos lingüísticos.

Observaciones finales

En consecuencia, ahora está claro por qué ni la filosofía del lenguaje ordinario ni el empirismo lógico produjeron una teoría del lenguaje, sobre cuya base pudiera la filosofía alcanzar una mejor comprensión del conocimiento conceptual. Los filósofos del lenguaje ordinario dieron por sentado que ellos no necesitaban conocer nada sistemático acerca de la naturaleza del lenguaje. Pero, sin una teoría de esa clase, no tenían noción alguna del tipo de sistema en que representar los hechos lingüísticos, así como ningún medio razonable de filosofar acerca de ellos. Sus presentaciones de hechos relativos al inglés fueron, así, informales y desorganizadas, de tal modo que el conjunto de hechos que ellos sacaron a luz consistía en una colección, tan vasta que resultaba inmanejable, de datos heterogéneos, de una importancia filosófica indeterminada. Las construcciones técnicas que ocasionalmente figuraban en los análisis de los filósofos del lenguaje ordinario, tales como «regla de lenguaje», «uso adecuado», «singularidad lingüística», «categoría», «parecido de familia», etc., fueron dejadas enteramente sin explicar, o, en otros casos, fueron explicadas en términos de alguna analogía que no aclaraba nada, en absoluto. Por otra parte, los empíricos lógicos se contentaron con dar por sentado que ellos conocían muy bien todo lo que hay que conocer acerca del lenguaje, sobre la base de la gramática tradicional de los libros de texto. Más allá de eso, lo que había que hacer, precisamente, era idear convenciones o proseguir investigaciones operacionalísticas sobre el comportamiento del lenguaje. Así, aunque la filosofía del lenguaje ordinario desenterró numerosos pequeños detalles del uso del inglés, no hizo esfuerzo alguno por superar los hechos particulares, hacia una teoría del lenguaje que revelase la estructura sistemática de los mismos, y, aunque el empirismo lógico construyó teorías generales, limitó sus esfuerzos a teorías profundamente arbitrarias y conceptualmente pobres acerca de una clase de lenguajes artificiales, cuya estructura ofrece poca semejanza con la estructura de los lenguajes naturales. Ninguno de estos movimientos dio el primer paso indispensable para dirigirse a la meta de la filosofía del lenguaje, la construcción de una teoría de la naturaleza del lenguaje. Pero, como ninguno de ellos dio el primer paso hacia la obtención de importantes inferencias acerca del conocimiento conceptual o de soluciones convincentes para los principales problemas filosóficos, no puede sorprender que ni el uno ni el otro fuesen capaces de dar tampoco los pasos siguientes.