Morin, Lucien (1975):

Los Charlatanes de la Nueva Pedagogía.

Barcelona: Herder.

 

Introducción

OPlNIONlTIS O SOFISMA RENOVADO

 

Un eminente jurista americano exclamaba recientemente:

Ya no hay culpables, pues, en nuestra época loca, hemos llegado a sofocar la culpabilidad a fuerza de palabras. Acostumbrado a decir lo que cree que es verdad y a creer que es necesariamente verdad lo que dice, el hombre contemporáneo ha inferido que puede hacer lo que quiero y querer lo que hace. El verbalismo engañoso de pequeños ingenios presuntuosos ha desembocado en la triste impresión de que los hombres do hoy son todos Salomón. ¿Por qué, entonces, unos justos para juzgar a unos injustos? 

Además, acusaba con una virulencia muy particular a los educadores profesionales por haber amplificado en pedagogía una corriente a la que calificó de «irreflexión patógena». Con mucha ironía y cierta aspereza declaraba: «Desde su secular: “cosas y no palabras”, los pedagogos saben. Saben lo que es el verbalismo. Lo discuten constantemente y sin parar. Y hablan tanto de él, que a veces - es para confundirse - se creería que son ellos los presuntuosos verbalizantes.» No hace mucho tiempo aún, un periodista joven, ambicioso, curioso y humorístico aparentaba interrogar seriamente a las amas de casa de un barrio norteamericano, barrio llamado «respetablemente burgués». Se entrevistó con varias señoras pretextando llevar a cabo una encuesta científica en colaboración con centros de investigación gubernamentales. He aquí cómo se desarrolló una entrevista particularmente interesante: muy entusiastas de cierto texto de pedagogía, varios enunciados del cual les habían encantado y seducido por su aparente novedad. Ahora bien, en el texto en cuestión, el profesor había advertido una proposición principal contradictoria. En vano se la señaló a sus alumnos, pues éstos no querían de ningún modo reconocería. He aquí, en resumen, el desarrollo del diálogo (el debate partía de una afirmación que proclamaba la identidad del ser y del saber en el niño 3):

Señora - empezó nuestro periodista -, los investigadores de nuestros laboratorios han descubierto que el flebotoma extragaláctico de las plantas dicotiledóneas gamopétalas produce un fluido aeriforme muy tóxico que puede paralizar incluso el euplectelo de los cuartos de baño. ¿Qué opina usted, señora, y qué propone usted como elemento de solución?

Y la buena señora le contestó inmediatamente, con suma seriedad, en estos términos:

Primero permítame darle las gracias, joven, por la ocasión que se me ofrece de participar en este sondeo científico.  Y, para volver a su pregunta, me parece que estoy completamente de acuerdo con usted, amigo mío. Una situación tal es absolutamente vergonzosa y sólo puede tener consecuencias desastrosas sobre la juventud de hoy día. Y creo sinceramente, estoy perfectamente convencida, que la mejor solución será ajustar este problema alarmante de la mejor manera posible.

Últimamente, en el departamento de Ciencias de la Educación de una Universidad de Quebec, un profesor decidió poner a prueba el buen juicio de un grupo de estudiantes. Estos últimos se habían mostrado muy entusiastas de cierto texto de pedagogía, varios enunciados del cual les habían encantado y seducido por su aparente novedad. Ahora bien, en el texto en cuestión, el profesor había advertido una proposición principal contradictoria. En vano se la señaló a sus alumnos, pues éstos no querían de ningún modo reconocerla. He aquí, en resurten, el desarrollo del diálogo (el debate partía de una afirmación que proclamaba la identidad del ser y del saber en el niño):

Prof. - Así, ¿están ustedes de acuerdo con esta resolución del autor de identificar ser y saber en el niño? 

Alumnos: - Sí.

Prof. - Sin embargo, ustedes deben saber distinguir estos dos conceptos. El sentido común y la simple experiencia les enseñan que saber alguna cosa no es lo mismo que ser alguna cosa.

Alumnos: - Exacto.

Prof. - Por consiguiente, aplicando las conclusiones de sus conocimientos a los propósitos del autor, ¿acaso no deberían descubrir ustedes una contradicción más que evidente? 

Alumnos: - Puede ser.

Prof. - Pero, ¿cómo? ¿Lo ven ustedes o no el problema que se plantea aquí?

Alumnos: - Sí.

Prof, - ¿Y sin embargo persisten todavía en negarse a admitirlo?

Alumnos: - En efecto.

Prof, - ¿Por qué?

Alumnos. - En primer lugar, porque este autor nos gusta, y una pequeña contradicción insignificante no cambiará nuestros sentimientos hacia él. En segundo lugar, puesto que todo es relativo, no vemos realmente por qué una trivial paradoja teórica y especulativa (y, por consiguiente, inútil) debería impresionarnos. En tercer lugar, ya que todo es espontáneamente subjetivo, no damos más que las respuestas que nos gustan y sólo cuando nos gustan. Lo cual quiere simplemente decir: hace un momento, responder negativamente nos gustaba, y quizá mañana nos guste todavía más responder afirmativamente.

(Desde luego, este resumen es completamente esquemático. No obstante, incluso en el caso de que el lector decidiera, aunque sólo fuera por caridad cristiana, imaginar de modo distinto el tenor absolutamente pasmoso de este diálogo, no debería perder de vista que, si no en su forma, por lo menos en lo que se refiere a su contenido, se desarrolló a un nivel que sigue denominándose, sin duda por conveniencia, «universitario».)

Por supuesto, existen todavía hoy algunos individuos que de buen grado condenarían rápidamente tales testimonios considerándolos una absurda «palabrería estúpida e imperdonable». Tendrían, además, el apoyo aparentemente sólido de la historia, pues, de hecho, desde el Protágoras de Platón, han sido muchos los que han puesto en tela de juicio el pretendido valor educativo de las opiniones personales y de las impresiones subjetivas.

Por otra parte, según el rumor que persiste aún, justamente porque defendía la verdad por encima de todas las cosas, el infortunado Sócrates fue condenado a muerte por aquella muchedumbre ignorante que, como los sofistas que el mismo Sócrates criticaba, creía conocerlo todo por el mero hecho de poder hablar de todo. Y así ha ido ocurriendo a lo largo de los siglos. En pedagogía, más concretamente, parece que siempre hubo educadores para repetir, después de Plutarco, que el silencio es oro. «Es necesario, decía el autor de las Vidas Paralelas, dominar la propia lengua... Jamás se arrepintió nadie de haber permanecido callado; y cuánta gente, por el contrario, ha tenido que lamentar su locuacidad».

Parece, sin embargo, que el hombre contemporáneo ha conseguido repudiar, en gran parte, estas lecciones ancestrales. Ahora bien, como es de suponer, la lucha ha sido larga y difícil. A menudo, una generación llama «obstinación» o «prejuicio» aquello que la generación precedente llamaba «sensatez» o «sentido común».  De este modo, combatir las obstinaciones y los prejuicios históricos no es nunca cosa fácil; sobre todo cuando se tiene que hacer frente constantemente a una resistencia más que tenaz por parte de los teóricos que pretenden ser los protectores espirituales modernos y que no cesan de repetir, como pequeños Demóstenes, la gravedad de los peligros que pueden comportar las opiniones subjetivas o la opinión pública en general.  Recordemos, por ejemplo, un célebre texto de Spencer.  En un capitulo titulado: «Dificultades subjetivas intelectuales», el famoso discípulo de Darwin subraya el error de utilizar criterios personales al evaluar actos ajenos. Escribe: «Medir las ideas ajenas con el patrón que nos proporcionan nuestras propias ideas y nuestros sentimientos personales es una ocasión y a menudo una causa de error; no hay nadie que no lo haya observado con frecuencia». Pero como que no era más que un hombre, como todos los grandes hombres por lo demás, el pobre Spencer también tuvo que morirse. La gente ya se ocupó sobradamente de sepultar sus ideas junto con su cuerpo, tal como ocurre con las de todos los grandes hombres...

No obstante, a pesar de los numerosos y difíciles obstáculos de esta clase, el hombre contemporáneo ha llegado a realizar su hercúlea hazaña: ha conseguido separar las fronteras del sentido común y la razón para proclamar así el advenimiento de lo opinionitis o del «para-saber», es decir, del sofisma renovado. En otras palabras, cansado de perseguir durante vados milenios una evasiva y vaga racionalidad que no llegó a alcanzar jamás, a pesar de hacer de dicha racionalidad la definición de su propia esencia, cansado de tener que reemprender siempre de nuevo, al igual que Sísifo, aquellos caminos cognoscitivos tan poco productivos de sus predecesores, cansado, finalmente, de haber permanecido tanto tiempo en este planeta para conocer, en definitiva, tan pocas cosas, el hombre de los tiempos modernos ha decidido colmar sus deficiencias una vez por todas. Para tal fin, ha querido instaurar la opinionitis u opiniomanía: decir ser o conocer algo y creer ciega y obstinadamente en ello, hasta que se produzca la metamorfosis, sin choque ni violencia, es decir, hasta que la ficción y lo imaginario se vuelvan realidad, hasta que el error y la falsedad se vuelvan verdad. Prácticamente, decir que el hombre de hoy está viviendo el nuevo y glorioso momento de la opinionitis eufórica, es lo mismo que decir que vive la hora en que es absolutamente normal proclamar que «hablar de conocimiento de la verdad es un contra-sentido». ¿Y por qué no habría de ser así, si las palabras «inteligencia», «razón», «verdad», no significan ya nada? «¿Cuándo os hartaréis de los problemas y de la inteligencia? ¿Acaso no adivinaréis jamás que nos gustaría vivir como una planta expuesta al sol, a la lluvia, a la noche, con los ojos abiertos y sin interrogaciones; que los problemas tienen fondo de jarra y que la inteligencia se debate vanamente en esta jarra?» (Victor Serge, Les derniers temps, Grasset, Paris 1951, pág. 380).

En adelante, nosotros seremos la verdad, cada uno de nosotros en la totalidad de su pequeño ser, que le pertenece enteramente. Basta con que alguien, no importa quién, exprese su idea, tampoco importa cuál, a condición de que ésta sea personal, subjetiva y sincera, para que brille la verdad espontánea, fácil y pura. Lo esencial ya no es decir algo, sino simplemente decir. Las palabras de un interlocutor cualquiera ya no son juzgadas según la veracidad de su contenido. Es más bien en el grado de sinceridad más o menos persuasiva del que habla donde tenemos que buscar el fundamento de toda afirmación. De este modo, lo más importante de todo es el relativismo caprichoso de las opiniones comprometidas. Una opinión comprometida es la que da la impresión de que puede ser seguida «hasta el final», es decir, indefinidamente, sin llegar a conocer el cansancio, el embarazo o el obstáculo; en el fondo, sin llegar jamás «hasta el final». Gracias a este tipo de opinión, la objetividad ontológica y epistemológica es cosa del pasado o, en todo caso, no es más que la infecta podredumbre de un cadáver en estado avanzado de descomposición. En resumidas cuentas, aparte del yo subjetivista del cual depende todo y del «yo» que obra en eternas situaciones sin historia, no queda más que las efímeras satisfacciones de metamorfosis instantáneas, lo cual - aunque cueste entenderlo- constituye la más alta forma de felicidad (sic) de dicho charlatán contemporáneo.

Además, gracias a la opinionitis, nuestra generación es quizás la única, y por consiguiente la primera, como dirían los charlatanes, que puede honradamente atribuirse la gloria de haber producido finalmente super-hombres que no sean ya los locos sueños de un Nietzsche o los robots dementes de un Hitler, sino hombres perfectos de verdad, a imagen y semejanza de nuestros primeros padres de antes de la caída. Esto quiere decir concretamente que el advenimiento súbito pero oficial de la opinionitis ha engendrado una categoría de individuos privilegiados, al haberles infundido una serie de poderes que se asemejan sorprendentemente a los «dones preternaturales conferidos a Adán: ...la ciencia infusa, el dominio de las pasiones o exención de concupiscencia, la inmortalidad del cuerpo». Pero, como podemos adivinar fácilmente, la opinionitis se identifica sobre todo con el primero de los dones enumerados, la ciencia infusa u omnisciencia. Y para aquéllos que tuvieran dificultad en adivinarlo, la concupiscencia -sobre todo en el sentido de goce animal de los placeres sexuales desencadenados- es hoy no solamente codiciada sino incluso considerada como una virtud. En cuanto a la inmortalidad del cuerpo, parece que el hombre contemporáneo de momento únicamente puedo gozar de un costoso esfuerzo hacia la juventud perpetua. Dicho de otro modo, el cuerpo del hombre continúa envejeciendo y descomponiéndose a pesar de todo. Con la neotenia, solamente su espíritu llega a rejuvenecer, así que todavía se halla lejos de la inmortalidad, Debemos ahora detenemos un instante aquí, para volver más adelante a las detalladas explicaciones de dicha semejanza. En efecto, antes de que esta aproximación entre opinionitis y ciencia infusa nos lleve a confusiones, importa precisar en primer lugar la sorprendente proveniencia de esta aparición que constituye la opinionitis.

A diferencia de lo que era para Adán y Eva la ciencia infusa, el «don» de la opinionitis no proviene originariamente de la revelación divina, contrariamente a lo que se enseñaría en algunas religiones establecidas. Tampoco emana de un principio mítico autogenerador, a la manera de los griegos por ejemplo, según los cuales las cosas habrían «nacido de ellas mismas, por una fuerza generadora que les es propia y que no les comunica ningún dios». Tampoco hay que creer que podría ser el resultado lógico e inevitable de múltiples tentativas históricas de visionarios idealistas. Por otra parte, justamente porque uno de sus elementos intrínsecos es el idealismo, toda explicación mediante las tesis evolucionistas es imposible. Finalmente, a pesar de ciertas apariencias seductoras, tampoco sería este don el resultado de un casamiento controlado, es decir, de una selección eugenésica al modo de Campanella, Renan y otros.

Nada de todo esto. La razón de la emergencia casi espontánea de la opinionitis reside en la contingencia subjetiva del querer individual y en el significado totalmente convencional de las palabras. Precisamente porque el individuo quiere ser omnisciente y porque se proclama a sí mismo omnisciente, efectivamente lo es.  En el fondo, es el sofisma renovado. Los sofistas pre-socráticos, en efecto, se llamaban sabios (sofista-sophia-sabiduría), alguien que está en posesión de la sabiduría.

En realidad, su inteligencia práctica les mostraba de una manera suficientemente clara que, de hecho, lo que realizaban no era más que una débil aproximación a la sabiduría: no hacían sino parecer sabios. Sin embargo, solamente ellos sabían que remedaban la ciencia, mientras que la muchedumbre ignorante, que pagaba por sus enseñanzas, lo ignoraba. Ahora bien, la verosimilitud era más fácil y, sobre todo, mucho más fructuosa que la verdad. Inventaron de este modo la dialéctica (el arte de la argumentación) y la retórica (el arte de la persuasión) con el fin de sacar partido de su juego.  Enseñaban que, con el dominio de dichas dos artes, un individuo podía sancionar a la vez la defensa del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso. Así, a causa de su voluntad de parecer y de su hábil utilización de las palabras (verbalismo o lenguaje cuantitativo), el sofista erigió, de algún modo, el prototipo de opinionitis.

Sócrates, al contrario, rechazaba la denominación de sofista, sabio. Prefería la apelación pitagórica de «filósofo» (philein, amar), amante de la sabiduría. Durante la práctica de su enseñanza, gustaba de repetir que él no era más que un «partero del alma», una especie de «comadrona» del espíritu. En cuanto a su papel de educador, se veía a si mismo como el que conduce al alumno hacia la verdad (psykagogia, conducción del alma), para la realización de lo cual no se tenía que alentar de ningún modo al alumno a fingir o pretender la ciencia. Al contrario, era necesario incitarlo a vencer la doble ignorancia: .la ignorancia simple consiste en no saber la naturaleza de una cosa, pero la doble ignorancia es no saber que no se sabe. Ahora bien, vencer la doble ignorancia es el sentido absoluto del gnothi seauton socrático, el «conócete a ti mismo». En efecto, si mi saber depende de mi inteligencia, el primer principio de todo conocimiento, la primera condición de todo aprendizaje, consiste en asegurar la vía de la verdad; por esta misma razón, los mejores alimentos son inútiles si falla el principio de digestión. El «conócete a ti mismo» permite precisamente el primer juicio que libera la vía, el de poder medir entre lo que es y lo que yo quiero que sea, entre lo que soy y lo que quiero ser, entre lo que conozco y lo que quiero conocer.  Esto es lo que comprendió Sócrates y no entendieron de ningún modo los sofistas. Así como Sócrates quiere expulsar la ignorancia (apaideusia) para asegurar la educación (paideia), búsqueda de la verdad, el sofista, por el contrario, alimenta la ignorancia (logorrea dialéctica y retórica) y predica la alternancia de lo verosímil y lo aparente (diarrea mental). El opiniómano moderno, como un sofista renovado, opina sobre todo y sobre nada. Adormece la inteligencia proclamando los dulces y caprichosos placeres de la doble ignorancia. «Quiero conocerlo todo, digo que lo conozco todo, conozco todas las cosas» He aquí, en resumen, el proceso de su parasilogismo justificador.

Esta enfermedad, al infestar el universo, y el mundo occidental en particular, ha causado en el campo de la pedagogía una verdadera epidemia de inepcia. Miles y miles de estudiantes, profesores, administradores y técnicos escolares han sufrido esta contaminación. Y, sin embargo, parece que nadie ha osado todavía diagnosticar este fenómeno que constituye la opinionitis. El mudo más elocuente sigue siendo, paradójicamente, el educador «profesional». Incluso aquel tipo accidental de profesor -importante sobre todo por su elevado número- que destaca por su volubilidad y que es llamado comúnmente professor alicuius speciei (profesor de una cierta especie), ha guardado tontamente silencio.

Para no dar al resto del universo la impresión de que todos los profesores pertenecen a dicha especie, nos atrevemos a sacar a la luz, en los capítulos que siguen, algunas características de la opinionitis en materia educativa, u opinionitis pedagógica. Al término de nuestro análisis tendremos que intentar dar una respuesta a esta pregunta apremiante: ¿La opinionitis hace inevitablemente imposible toda pedagogía, o es posible aún hablar de ciencias de la educación?