Quesada, Daniel (1998): Saber, opinión y ciencia. Barcelona: Ariel. Capítulo III. La percepción y la información sobre el mundo. Pp. 135-185

1.   La concepción cartesiana de la experiencia

En este capítulo examinaremos con algún detenimiento qué tipo de acceso a la realidad externa o independiente del sujeto proporciona la percepción. Esta cuestión estaría ya resuelta negativamente (ningún acceso a la realidad externa) si los argumentos escépticos extremos tuvieran la fuerza que sus proponentes piensan que tienen. Pero si, como hemos visto en el capítulo anterior, cabe cuando menos tener muy serias dudas de que tales argumentos posean, en realidad, esa fuerza, un buen lugar para empezar a preguntarse por nuestro acceso cognoscitivo al mundo externo a nuestra mente es la percepción, o la información que obtenemos mediante nuestros sentidos. Como veremos, muchos filósofos han negado de diversas maneras que la acción de nuestros sentidos (con o sin la ayuda de otras facultades cognitivas) nos dé algún tipo de acceso directo a tal realidad. Veremos en este capítulo en qué batería de nuevos argumentos escépticos (es decir, argumentos de carácter o "talante" en definitiva escéptico) se basan esas negativas y examinaremos la posibilidad de afirmar lo que esos filósofos han negado. Todo ello nos implicará en el análisis del concepto de experiencia, en el sentido estricto de experiencia sensible.

En el capítulo I, al examinar el tema de la creencia, dimos (provisionalmente) por supuesto que el contenido de una creencia, en el caso de que ésta sea verdadera, es alguna condición o estado de cosas del mundo y, en el caso de que sea falsa, al menos podría ser, en muchos casos, una posible condición o posible estado de cosas, que no es sino la posibilidad de que ciertos individuos[1] tengan las propiedades o estén en las relaciones de que se trate (esto, claro está, no cubre el caso de las creencias autocontradictorias). Aun sin tanta explicitud, dimos también por supuesto (provisionalmente) que la percepción (por ejemplo, un caso de percibir visualmente o de percibir auditivamente), al menos cuando era verídica, era acerca de objetos del mundo externo al sujeto o de sus propiedades.

Sin embargo, para una importante traición en filosofía, no sólo el mundo mental (nuestras experiencias sensibles, nuestras creencias, nuestros deseos), sino todo su contenido, no está constituido por nada externo al sujeto —objetos, propiedades, relaciones—, sino que es interno al mismo, en un sentido que no siempre es claro, pero que implica, ante todo, la dependencia de la mente del sujeto.

Esta extraordinaria posición, básicamente aceptada por un gran número de filósofos, nos provoca inmediatamente, porque su plausibilidad inicial nos parece escasa. Si nos preguntamos sobre si la mente y la actividad mental es algo "interno", tal vez no nos parezca posible otra respuesta que la afirmación inmediata. Pero si, en cambio, nos preguntamos sobre si los contenidos de nuestros pensamientos —aquello acerca de lo cual éstos son— son internos a nosotros, el veredicto inmediato del sentido común parece ser que, al menos en los casos más normales o típicos, claramente no lo son, pues, al tener tales pensamientos, pensamos en mesas, sillas, libros, casas, fábricas, plazas o personas, en sus propiedades y relaciones de unas con otras, y parece absurdo creer que todas estas cosas sean "internas" a nuestra mente.

La perspectiva que los mencionados filósofos han proporcionado consiste en sostener que, en realidad, tanto cuando uno tiene una experiencia perceptiva como cuando uno piensa, como mínimo el contenido inmediato de la experiencia o del pensamiento no es un objeto físico o una propiedad o relación de objetos físicos, sino algo interno que, eso sí, para muchos de esos filósofos está causalmente relacionado —en los casos "normales" o típicos— con objetos, propiedades y relaciones cuya existencia no depende de la actividad mental de quien tiene la experiencia o el pensamiento.

Esta perspectiva parece tener la ventaja de satisfacer una preeminente intuición: la intuición de que, mientras nos limitemos al contenido de nuestra propia mente, no podemos estar equivocados. Es la idea de la infalibilidad sobre ese contenido: que uno no puede errar acerca de si se está pensando o no en algo y qué es lo que se piensa. Tal es la intuición central de la concepción cartesiana de la mente, una concepción que ha ejercido una enorme influencia en pensadores de talante por lo demás muy diverso. Pero ¿cómo podría ser un objeto "externo a la mente" aquello acerca de lo cual uno no puede equivocarse? Parece claro que sobre tales objetos podemos equivocarnos: podemos creer que existen objetos que responden a ciertas descripciones y equivocarnos, podemos creer que los tenemos ante nuestros propios ojos y equivocarnos por estar siendo víctimas de alucinaciones, podemos creer que objetos que percibimos, o parecemos estar percibiendo, tienen ciertas propiedades y equivocarnos, tal vez por ser víctimas de ciertas ilusiones perceptivas, y así sucesivamente. Si no podemos equivocarnos acerca de que lo que tenemos ahora mismo "en mente" es esto o lo otro, ¿cómo podría ser eso mismo un objeto externo a nuestra mente?

La intuición central del cartesiano proviene de considerar que los fenómenos mentales básicos son los de la conciencia introspectiva, que supuestamente "contempla" sus propios "contenidos" en un proceso asimilable a lo que para el sentido común es la percepción, excepto, precisamente, en que uno no puede equivocarse sobre tales "contenidos".

 

2. Las ideas y representaciones como objetos de la percepción

La mayoría de los filósofos racionalistas y empiristas modernos, a quienes debemos el planteamiento de muchos de los temas clásicos de la teoría del conocimiento, mantuvieron la doctrina, descrita brevemente en el apartado anterior, de que aquello de lo que se ocupa nuestra mente —al percibir tanto como al pensar—, o, al menos, de lo que se ocupa de forma inmediata, es algo interno a ella. También la mayoría de ellos sostuvieron igualmente que ello no debía llevarnos a pensar que nuestro pensamiento y nuestro saber no fueran nunca acerca de objetos externos, puesto que existe —en los casos relevantes— una relación causal entre lo externo y lo interno a la mente. En una sección posterior, entraremos a considerar con cierto detalle las razones que puedan aducirse para adoptar una posición de este tipo. De momento nos será suficiente la idea básica de las mismas.

Lo que lleva a filósofos que van desde la Antigüedad clásica —Demócri-to, por ejemplo— a la época contemporánea —Brentano, Russell, seguramente el primer Wittgenstein o filósofos del presente como John Searle—, pasando por casi todos los grandes filósofos de la Edad Moderna —Descartes, Locke, Berkeley Leibniz, Hume y Kant son ejemplos preeminentes— a postular un objeto interno en la experiencia perceptiva tiene mucho que ver con la posibilidad de las ilusiones y de las alucinaciones en la percepción. ¿No parece que el contenido de la experiencia de un sujeto es el mismo cuando está mirando un libro que tiene ante sí que cuando no tiene ningún libro delante pero tiene una experiencia alucinatoria en la que le parece exactamente como si tuviera un libro delante? ¿Lo que "tiene en mente" un sujeto que extenuado por el cansancio y la sed "ve" un oasis (es decir, cree ver, en su alucinación, un oasis), no puede ser esencialmente lo mismo que lo que tiene un sujeto que mira hacia un oasis que realmente tiene ante sí? Si las respuestas a estas preguntas son afirmativas, entonces parece que forzosamente debemos concluir que el contenido o "lo que tienen en mente" los sujetos perceptores ha de ser un objeto interno, y que el caso de la alucinación se diferencia del caso de la percepción verídica únicamente —aunque decisivamente— en que sólo en este último se da la "conexión adecuada" entre el objeto interno y el objeto externo de que se trate.

Por esta vía se llega a la teoría representacional de la percepción formulada por Descartes y Locke y mantenida por otros muchos filósofos. Según esta teoría, lo que percibimos (también en la percepción verídica que es, si se quiere, la genuina percepción), los "objetos" de la percepción, son algún tipo de "objetos internos" a la mente que son, en los casos normales, causados por objetos o acaecimientos "externos a la mente". Es por la existencia de esta relación causal que los "objetos internos" son signos de o representan a los "objetos externos".

Descartes y Locke extendieron a todo el campo del pensamiento, la mente o el "entendimiento", es decir, a todo proceso intelectual, esta doctrina del internismo, denominando 'idea' a tales "objetos" o "contenidos" internos. Veamos cómo lo dice Locke:

A cualquier cosa que la mente perciba en sí misma o sea el objeto inmediato de la percepción, el pensamiento o el entendimiento la llamo idea. (Locke, Ensayo, II, viii, p. 8.)

Naturalmente, no está Locke haciendo aquí una mera estipulación terminológica —que sería absurda como tal—, incluyendo a cosas como mesas, árboles y libros entre las ideas, sino que el alcance real de la teoría de Locke se obtiene cuando se combina esta primera afirmación con la tesis del propio Locke de que las ideas "están en lugar de" —son signos de, representan— las cosas, lo que da como resultado la doctrina de que los objetos inmediatos de la percepción, y, por extensión, del pensamiento o el entendimiento, no son nunca objetos físicos sino entidades que los representan ("significan" o "están en lugar de" ellos). Esta doctrina generalizada es la posición del llamado realismo por representación o realismo representacional.

Descartes y Locke especularon, con los elementos que les proporcionaba la ciencia de su tiempo, sobre el modo en que se produciría la percepción en nosotros causada por un objeto externo, y respecto a ello hay algunas diferencias entre ambos. Así, Descartes concibió ese proceso como uno en el cual, por la influencia causal del objeto externo, y por mediación de los órganos sensoriales, se forma en el cerebro del sujeto que tiene la experiencia perceptiva una "imagen" o representación corpórea. Descartes dice entonces que se produce un proceso por medio del cual esta representación corpórea se transmite a la mente, por la vía de la glándula pineal. Literalmente afirma que la mente se "gira hacia" o "se aplica a sí misma a" esa representación corpórea, con lo cual parece concebir el proceso en cuestión como una especie de proceso perceptivo (citado en Williams, 1978, p. 285). El resultado final de este proceso "cuasi-perceptivo" es la idea o representación en la mente del objeto externo percibido, una idea sensorial en este caso, es decir, el aspecto puramente mental de una imagen sensorial o per-ceptual (cf. Williams, op. cit., pp. 286-287).

Los detalles que da Locke del proceso causal de percepción están penetrados, además de por la llamada filosofía mecanicista en general, por las ideas corpuscularistas específicas de su contemporáneo y amigo Robert Boyíe:

Lo que hay que considerar a continuación es cómo los cuerpos producen las ideas en nosotros; y ello se produce manifiestamente mediante el impulso, el único modo en que podemos concebir que los cuerpos operan. [...] Y puesto que la extensión, la figura, el número y el movimiento de los cuerpos de una magnitud observable pueden percibirse a distancia mediante la vista, es evidente que algunos cuerpos imperceptibles uno a uno deben venir de ellos a los ojos, y con ello se produce algún movimiento en el cerebro; el cual produce estas ideas que tenemos de ellos en nosotros. (Locke, Ensayo, II, viii, pp. 11-12.)

Locke añadió a esto el supuesto del parecido o similaridad entre las ideas y los cuerpos: al menos por lo que respecta a algunas propiedades de los cuerpos (las llamadas cualidades primarias, de las cuales son ejemplos las propiedades mencionadas en el texto anterior) las ideas correspondientes de esas propiedades se parecen a las propiedades o cualidades que las causan. Dice Locke (cf. Ensayo, II, viii, p. 15): «... las ideas de las cualidades primarias de los cuerpos son réplicas de éstas» (el término de Locke que aquí traducimos por 'réplicas' es resemblances). Locke se expresa en este texto de un modo un tanto oscuro. Atendiendo a la literalidad del texto sería posible interpretarlo como si afirmara que las ideas de las propiedades en cuestión son "réplicas" (esto es, 'resemblances') de, o se parecen a, esas propiedades.[2] Pero tal vez lo que quiere decir aquí es que la idea (en particular la idea sensorial) de un objeto que tenga una determinada propiedad se parece a ese objeto porque ambos comparten esa propiedad. Así la esfericidad sería común a un objeto esférico y a la idea del mismo.

Sin embargo, la tesis de que la misma propiedad puede ser ejemplificada por un objeto físico y por una idea no deja de ser problemática. La cuestión sólo puede discutirse a fondo sobre la base de un análisis de lo que Locke entendía por 'idea', pero supongamos para simplificar que en este contexto asimilamos una idea a una imagen mental (lo que se avendría además con la tendencia a pensar "imaginísticamente" sobre las ideas que frecuentemente se atribuye a Locke). ¿Cómo puede entonces la imagen (mental) de una esfera, por ejemplo, parecerse a una esfera, o la imagen de un cuadrado parecerse al cuadrado? Bien, si yo cierro los ojos e imagino una esfera o un cuadrado, ¿no es eso que imagino en un respecto muy importante como una esfera o un cuadrado? Pero ¿no es problemático aceptar esto en un sentido que vaya más allá de decir que (el hecho de) tener la imagen de una esfera o un cuadrado puede ser en respectos importantes parecido a ver una esfera o un cuadrado? Al fin y al cabo, no parece que una imagen mental de un cuadrado pueda ser, literalmente, extensa como lo es (extenso) un objeto cuadrado. Si no es extensa, mal puede tener una forma geométrica y, en particular, mal puede ser cuadrada. Esto es algo que parece que Descartes ya vio claramente al enfatizar, en lugar del parecido, que lo que se requiere es que las representaciones corpóreas de los objetos externos presentes en el cerebro en el acto de percepción puedan transmitir la necesaria complejidad de información acerca de tales objetos (cf. Dióptrica, IV, pp. 685-686; pp. 83-84 en la traducción española). Tal vez Locke, después de todo, no pretendiera otra cosa al hablar de 'resemblances'.

En cualquier caso, probablemente se ha exagerado la importancia que tiene en Locke la tesis del parecido.[3] Locke utiliza esta problemática idea dentro de su explicación de la diferencia entre cualidades primarias y cualidades secundarias, no en su explicación general de qué es lo que hace que una idea sea idea de una cosa u otra y de lo que hace que sea idea de una determinada cosa y no de otra, es decir, no en su explicación de la representación. Y posiblemente, incluso con respecto a la distinción entre cualidades primarias y secundarias (de la que habremos de hablar más adelante), si se prescinde de su sugerencia o afirmación del parecido, lo que queda es una teoría sustancialmente inteligible.

En todo caso, nótese que el propio Locke señaló lo problemática que es, tomada por sí sola, la idea de parecido. Así, en su Examen de la opinión del Padre Malebranche, § 52, encontramos lo siguiente:

Esto no puedo comprenderlo, pues ¿cómo puedo saber que la imagen de una cosa es como esa cosa cuando nunca veo lo que representa? [...] Así la idea de caballo y la de centauro serán, cada vez que vuelvan a repetirse en mi mente, inalterablemente las mismas; lo cual no es decir más que la misma idea será siempre la misma idea; pero si una o la otra constituye una representación verdadera de algo que existe, eso, con sus principios, ni el autor ni nadie puede saberlo.

Dejando a un lado la cuestión de la similaridad, lo cierto es que la teoría representacional de la percepción no es, ni mucho menos, algo propio del pasado. Su tesis básica se puede enunciar con terminología más actual: cuando yo miro una mesa, en rigor y básicamente por la razón brevemente apuntada anteriormente, propiamente no percibo el objeto físico que normalmente incluimos en el término 'mesa', sino un "percepto" o representación sensible de la mesa. Mi mente no está —ni en la percepción más verídica— por así decir "en contacto directo" (en un contacto no mediado por procesos de inferencia) con la mesa, sino únicamente en contacto directo con esa representación y son tales representaciones lo que en realidad constituyen el contenido de mi mente.

Que la teoría representacional de Descartes y Locke no es sólo asunto de los epistemólogos clásicos se pone también de manifiesto cuando rastreamos su influencia en autores contemporáneos fuera del campo de la filosofía o de la psicología de la percepción. No es difícil encontrar testimonios; como el del siguiente texto de John Eccles, el preeminente neurofísió-logo premio Nobel de Medicina:

Cuando vuelvo a examinar la naturaleza de mis percepciones sensoriales, es evidente que éstas me proporcionan los llamados hechos de experiencia inmediata, y que el llamado "mundo objetivo" es algo derivado de ciertos tipos de esta clase de experiencia privada y directa. ("La base neurofisiológica de la experiencia", pp. 268 y 273.)

El propio Einstein se suscribía a la tesis que la percepción no nos da directamente información acerca de los objetos externos:

La creencia en un mundo externo independiente del sujeto percipiente es la base de toda la ciencia natural. Sin embargo, puesto que la percepción sensorial únicamente nos proporciona información de este mundo externo o de la "realidad física" indirectamente, sólo podemos captar este último mediante medios especulativos. (Einstein, The World As I See It, p. 60.)

Estos textos dan una idea de la inmensa influencia de la teoría representacional. Sin embargo, al menos a primera vista, esta teoría choca con nuestras intuiciones de sentido común de acuerdo con las cuales, cuando vemos una mesa o un libro, y no sucede nada anormal, lo que estamos viendo es... bien, una mesa o un libro, ciertos objetos físicos. Tal vez no choca tan directamente como estas palabras puedan sugerir, pues el partidario de la teoría probablemente no diría que, literalmente, vemos una representación de la mesa o el libro, sino tal vez que el ver una mesa o un libro consiste en "contemplar" mentalmente (no literalmente en ver) una representación —quizá denominada 'percepto'— de la mesa o el libro. El defensor de la teoría insistiría en que no otra cosa puede ser el contenido inmediato de la mente en un acto de percepción, señalando probablemente, si desde una posición de sentido común le preguntáramos por las razones, argumentos como los aludidos genéricamente más arriba. En las dos secciones siguientes veremos a dónde puede conducirnos la teoría, lo que nos motivará para examinar con mayor detenimiento los argumentos que se dan a su favor.

3.    Consecuencias problemáticas de la teoría: las doctrinas de Berkeley

Berkeley es umversalmente reconocido como una de las mentes filosóficas más agudas de la historia. Pero es casi igualmente señalado como el autor de algunas de las tesis más implausibles e inaceptables de cuantas han producido los filósofos. Lo que hizo Berkeley, en buena parte, es extraer consecuencias radicales de la teoría representacional de la percepción o, mejor dicho, de la generalización de esta teoría en la doctrina cartesiana de que la mente sólo está en contacto inmediato con (o tiene acceso no mediado a) ideas.

Vamos a seguir los pasos de la trayectoria de Berkeley a partir de las doctrinas de Descartes y Locke, especialmente del último, pues Berkeley compartió la concepción empirista de éste, lo que no quiere decir que sea mucho más fácil evitar sus conclusiones simplemente sustituyendo una concepción empirista por una racionalista.

Observemos, en primer lugar, que no es difícil llegar a aceptar la tesis de que, si nuestra mente sólo tiene acceso inmediato a ideas (a representaciones), las palabras de que nos servimos para comunicarnos han de ser primariamente signois de esas ideas. Al fin y al cabo, como pensaba Locke, ¿no es el lenguaje una institución que tiene como fin poder comunicar nuestras ideas a los demás o también, por así decir, "comunicárnoslas" a nosotros mismos en diferentes momentos de tiempo? Si ello es así, ¿no son nuestras palabras, por ejemplo y muy especialmente lo que llamamos nombres comunes o sustantivos de una lengua, como una especie de " etiquetas" de ideas, convencionalmente asociadas a ellas? Ésta es la teoría sobre el lenguaje que defendió Locke (cf. Ensayo, III, ii, p. 2).

La tesis, al menos a primera vista, parece muy razonable. Algo menos razonable puede parecer la insistencia de Locke en que las palabras, en su significación primaria e inmediata, son sólo signos de las ideas. Pero a ello lleva la doctrina de que sólo tenemos acceso inmediato a las ideas. La relación palabra-cosa externa a la mente (el que nuestras palabras signifiquen o puedan tomarse como signos de situaciones objetivas), que Locke estaba muy lejos de negar, es sólo una relación indirecta, una relación compuesta de dos relaciones: la relación convencional de significación digamos primaria o estricta (palabras-ideas), y la relación natural (causal) de las ideas con las cosas.

Berkeley señaló las consecuencias que parecen poder derivarse de esta teoría de la significación de Locke y de la teoría representacional de la percepción que le sirve de apoyo, hurgando en el punto débil de las opiniones de Locke: ¿qué razón hay para pensar que las palabras de que nos servimos para comunicarnos significan también cosas externas a la mente?

La doctrina de la significación de Locke asoma en este texto de Berkeley de una manera muy chocante. Lo que hace Berkeley es concentrarse en la tesis de que las palabras significan ideas y dejar de lado esa especie de significación indirecta admitida por Locke, que casi podría parecer una concesión inconsecuente al sentido común:

Por medio de la vista tengo ideas de la luz y los colores con sus varios grados y variaciones. Por medio del tacto percibo, por ejemplo, lo duro y lo blando, lo caliente y lo frío, el movimiento y la resistencia, y todo esto en más o menos, bien sea en cantidad o en grado. Oler me proporciona olores; el paladar, sabores, y oír lleva sonidos a la mente en toda su variedad de tonos y composición. Y como se observa que varias de éstas [ideas impresas sobre la base de los sentidos] se acompañan las unas a las otras, vienen a ser marcadas mediante un nombre y, por consiguiente, a conocérselas como una cosa. Así, por ejemplo, al haberse observado que un cierto color, sabor, olor, figura y consistencia van juntos, se los cuenta como una cosa distintiva, significada por el nombre manzana. Otras colecciones de ideas constituyen una piedra, un árbol, un libro y cosas sensibles parecidas. (Berkeley Principios del conocimiento humano, § 1.)


 

Si en el texto anterior Berkeley choca con nuestras concepciones de sentido común,[4] pero lo hace apoyado, al parecer, por una buena batería de argumentos que están en el trasfondo (como los que apoyarían la teoría representacional de la percepción y la doctrina de la significación de Locke), en el siguiente texto se apoya en estas mismas concepciones (excepto en el paréntesis, en el que simplemente insiste en el punto anterior):

Que ni nuestros pensamientos, ni pasiones, ni ideas formadas por la imaginación existen sin la mente es lo que todo el mundo admitirá. Y no parece menos evidente que las varias sensaciones o ideas impresas sobre los sentidos, no importa lo mezcladas o combinadas que estén (es decir, cualesquiera que sean los objetos que compongan), no pueden existir de otro modo que en una mente que las perciba. (Berkeley, op. cit., § 2.)

La conclusión puede anticiparse si se tiene en cuenta el paréntesis: los que el sentido común considera objetos externos a nuestra mente, existentes independientemente de ella, casas, montañas, ríos, mesas, etc., no existen fuera de nuestra mente:

Es realmente una opinión extrañamente dominante entre los hombres que las casas, las montañas, los ríos y, en una palabra, todos los objetos sensibles tienen una existencia natural o real distinta de su ser percibidos por el entendimiento. Pero no importa la seguridad y la difusión con que en el mundo se pueda contemplar este principio, cualquiera que esté dispuesto de corazón a ponerlo en cuestión podrá percibir, si no estoy equivocado, que envuelve una contradicción manifiesta. Pues ¿qué son los objetos mencionados arriba sino cosas que percibimos mediante los sentidos, y qué percibimos que no sea nuestras propias ideas o sensaciones?; ¿y no es simplemente algo que repugna el que cualquiera de éstas o una combinación cualquiera de ellas pudiera existir sin ser percibida? (Berkeley, Principios del conocimiento humano, § 4.)

Aquí Berkeley parece apoyarse exclusivamente en la teoría representacional de la percepción, pero nótese que la identificación de los objetos sensibles con combinaciones de ideas viene mediada por la teoría de que los nombres de los objetos sensibles en realidad son nombres de ideas. Podemos, por tanto, reconstruir así la trayectoria argumentativa de Berkeley:

Premisa 1. Una persona es consciente sólo de sus propias ideas, incluidas las ideas de los sentidos o ideas de cosas sensibles.

Premisa 2. Los nombres comunes de nuestro lenguaje, en especial los nombres de las llamadas cosas u objetos sensibles (como 'manzana', 'casa', 'montaña', 'río', 'mesa', etc.), no son sino signos que significan combinaciones de ideas.

Premisa 3. Las ideas (aisladas o en combinación) son entidades mentales, de modo que existen sólo en la medida en que hay alguien (alguien con una mente) que las tiene.

Conclusión. Los llamados objetos o cosas sensibles sólo existen en la mente, es decir, no tienen existencia independiente de la mente.

El argumento es, en síntesis, el siguiente: cuando hablamos de los objetos sensibles (manzanas, casas, etc.) hablamos en realidad de ideas o, más precisamente, de combinaciones de ideas (premisa 2), pues sólo podemos ser conscientes de las ideas (premisa 1). Ahora bien, las ideas o las combinaciones de ideas no existen independientemente de la mente (premisa 3). Por lo tanto, aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de los objetos sensibles no tiene existencia independiente de la mente. Como aquello a lo que nos referimos son precisamente las manzanas, las casas, etc., las manzanas, las casas, etc. (en general, todos los objetos sensibles), no tienen existencia independiente de la mente.

Si tenemos en cuenta que el argumento puede ser generalizado para que se aplique también a cualesquiera otras entidades diferentes de los objetos sensibles (en realidad la mayor dificultad está precisamente en los objetos sensibles) y tenemos en cuenta algo que estamos preparados para entender después de las dos secciones anteriores, a saber, que en el marco de la teoría representacional de la percepción y de la concepción cartesiana de la mente parece natural hablar de "percibir ideas" o, cuando menos, de "contemplar ideas", entenderemos también la muy conocida frase con que Berkeley expresó su conclusión general: Esse est percipi, el ser consiste en ser percibido (por una mente).

El argumento de Berkeley constituye así un ejemplo de cómo con razones epistemológicas (las que apoyan la teoría representacional de la percepción) y de filosofía del lenguaje (las que apoyan la teoría sobre el lenguaje de Locke) se puede llegar a conclusiones metafísicas de gran alcance.

Pero aún se podría ir más allá en estas posibles conclusiones. Notemos que, como los demás también se me aparecen como objetos sensibles (no tengo acceso directo a sus ideas o a sus mentes, cf. Berkeley, Principios, § 145), la conclusión de que los otros sólo existen en mi mente parece inevitable. Con ello se llegaría a la posición que se denomina solipsismo, que en su versión epistemológica sería la posición de que tan sólo tengo razones para pensar que yo (yo o mi mente) existo.

El problema de estas conclusiones es que son muy difícilmente creíbles. Dejando a un lado el solipsismo, la conclusión de que los objetos que llamamos objetos físicos, entre los cuales se encuentran los llamados objetos sensibles objetos sobre los que podemos tener información por medio de los sentidos—, son objetos cuya existencia depende de nuestra mente es realmente muy difícil de creer. El "supuesto" de que tales objetos no dependen de nuestra mente parece mucho más seguro que las tesis y argumentos filosóficos, por lo que parece que, en lugar de considerarlo como un supuesto, deberíamos tenerlo por un hecho, un "hecho mooreano" (véase §1.1).

Parece que Berkeley reconoció de algún modo la fuerza de esta posible réplica, porque lo que hizo, en realidad, es utilizar esa fuerza para extraer aún otra conclusión, siendo ésta, sin embargo, nada menos que la existencia de Dios. Esquemáticamente el razonamiento sería el siguiente: el argumento anterior demuestra que los objetos sensibles dependen de la mente, que no tienen una existencia independiente; ahora bien, parece absurdo que dependan precisamente de nuestra mente (ésta sería la base de la objeción anterior), es decir, parece absurdo que su existencia dependa de que nosotros los "percibamos", de que estemos tomando en consideración las correspondientes "combinaciones de ideas", de modo que, cuando dejemos de hacerlo, el objeto en cuestión literalmente deje de existir, y vuelva a la existencia al volver nosotros a los correspondientes pensamientos; así que ha de haber alguna mente en la cual todos esos objetos estén continuamente siendo percibidos; ese Espíritu es lo que llamamos Dios. (Cf. Principios del conocimiento humano, §§ 6, 48 y 145-147.)

Dado que lo que hemos dicho sobre los objetos sensibles es aplicable a las personas y es generalizable a cualesquiera objetos o entidades, tal vez el lector podrá hacerse una idea de cuan extraordinaria y asombrosa es la posición a la que llegó George Berkeley. No necesitamos entrar aquí en más detalles de esa posición. No obstante, sí será conveniente señalar, como mínimo, un punto donde Berkeley está dando algo por supuesto que es importante y que, cuando menos, hoy nadie podría dar simplemente por supuesto. Una premisa del razonamiento anterior, que se pondría de manifiesto si se hubiera de justificar la afirmación de que es absurdo suponer que los objetos sensibles (objetos físicos como árboles, manzanas, ríos, mesas, libros, sobre los que podemos obtener información por medio de los sentidos) dependen de nosotros, viene de atender a lo que sucede con las ideas que obtenemos de la percepción. En la percepción, las ideas que obtenemos, por así decir, se nos "imponen":

[...] las ideas percibidas mediante los sentidos no tienen una dependencia [...] respecto de mi voluntad [...] Cuando en plena luz del día abro mis ojos, no está en mi mano el elegir entre ver o no ver, o determinar qué objetos en particular se presentarán a mi vista; y así análogamente, por lo que respecta al oír y a los otros sentidos, las ideas impresas sobre ellos no son criaturas de mi voluntad. {Principios, § 29.)

[...] es evidente a cualquiera que las cosas que reciben el nombre de obras de la naturaleza, es decir, con mucho la mayor parte de las ideas o sensaciones percibidas por nosotros, no son producidas por, o dependientes de, las voluntades de los hombres. {Principios, § 146.)

 

Pues bien, parece que es esto lo que lleva inmediatamente a Berkeley a la conclusión de la existencia de algún espíritu superior. En efecto, el primero de estos dos pasajes continúa: «Hay por consiguiente alguna otra voluntad o espíritu que las produce.» Y el segundo concluye similarmente: «Hay por tanto algún otro espíritu que las causa, puesto que sería absurdo que existieran por sí mismas.»

Ahora bien, ¿por qué ha de ser algo de naturaleza espiritual lo que cause nuestras ideas? Berkeley, poniendo así posiblemente de manifiesto las dificultades que para él podía tener el interaccionismo (entre lo mental o espiritual, de un lado, y lo material del otro), no consideraba la posibilidad de que fueran las cosas materiales por sí solas las que causaran nuestras percepciones de las mismas. Creía poder excluir, por puro razonamiento, esta posibilidad. De modo que, a pesar de que sobre el valor de las "ideas de los sentidos" Berkeley se mostrara como un empirista seguidor de Locke, al razonar sobre la causalidad, Berkeley adoptaba una actitud decididamente racionalista, como por lo demás vimos que hacía Descartes, dando como éste por supuesto que nos podemos pronunciar de modo apriorístico (es decir, sin tener información empírica alguna) sobre qué es lo que causa o puede en principio causar qué cosas. En el capítulo IV tendremos ocasión de ver la devastadora crítica de esta actitud que hizo Hume.

Volveremos aún, en este capítulo y en el siguiente, a hacer algunas observaciones críticas sobre la posición de Berkeley. De momento abandonamos la vía de Berkeley, adoptando la actitud consecuente con un conocido comentario de Hume sobre aquél, a saber, que los argumentos de Berkeley son impecables (lógicamente) pero no producen ninguna convicción.

4.    Entre el realismo y el idealismo: Hume y Kant

¿Cuál sería la posición diametralmente opuesta a la de la teoría representacional de la percepción? La que sostiene que con nuestros sentidos normalmente percibimos objetos físicos, objetos cuya existencia y propiedades son totalmente independientes de nuestra mente (esta precisión es necesaria, porque el fenomenalista o el berkeleyano podría, como ya sabemos, estar "nominalmente" de acuerdo con la afirmación anterior, pero, por así decir, diciéndose a sí mismo que lo que llamamos "objetos físicos" no son sino haces de "datos sensoriales" o "combinaciones de ideas"). Es decir, que (en esas ocasiones) vemos o tocamos tales objetos y aun los olemos o los saboreamos, de modo que\os objetos íísicos son i.en\as ocasiones pertinentes) los objetos de la percepción. Ésta es la afirmación principal de la posición que se ha denominado realismo ingenuo, posiblemente la única posición en todo el amplio espectro de opiniones filosóficas de todo tipo y sobre cualquier tema cuya denominación es ya peyorativa.

La mayoría de nosotros estaríamos dispuestos a conceder que ésa es precisamente la posición del "hombre de la calle" o la del "sentido común". Esto es también lo que pensaba Locke, quien, sin embargo, creía necesario corregir al sentido común al respecto (por las razones que hemos esbozado al hablar de la teoría representacional y que ampliaremos en la sección siguiente), sosteniendo que lo que percibimos es algo (de naturaleza mental) causado por un objeto físico. De modo que cuando decimos que percibimos una esfera roja, lo que llamamos "percepción de una esfera roja" es en realidad el resultado de una inferencia, la inferencia que parte de las ideas que nos formamos del objeto y la propiedad y llega a una conclusión sobre la causa de esas ideas en el objeto externo a nuestra mente. Como hemos visto, multitud de filósofos y científicos de diversas épocas coinciden con Locke en que es necesario adoptar este tipo de posición diferente, esta posición que se aparta de la del realismo ingenuo del "sentido común".

Veamos cómo Hume fustiga igualmente la posición del realismo ingenuo (sin utilizar esa denominación):

Parece evidente que los hombres son llevados, por su instinto y predisposición naturales, a confiar en sus sentidos y que, sin ningún razonamiento, e incluso casi antes del uso de la razón, siempre damos por supuesto un universo externo que no depende de nuestra percepción, sino que existiría aunque nosotros, y toda criatura sensible, estuviéramos ausentes o hubiéramos sido aniquilados [...]

Asimismo, parece evidente que cuando los hombres siguen este poderoso y ciego instinto de la naturaleza, siempre suponen que las mismas imágenes presentadas por los sentidos son los objetos externos, y nunca abrigan sospecha alguna de que las unas no son sino representaciones de los otros [...]

Pero la más débil filosofía pronto destruye esta opinión universal y primigenia de todos los hombres, al enseñarnos que nada puede estar presente a la mente sino una imagen o percepción, y que los sentidos sólo son conductos por los que se transmiten estas imágenes sin que sean capaces de producir un contacto inmediato entre la mente y el objeto. (Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, XII-I; cf. pp.  178-179 de la traducción española.)

Aquí describe Hume, con el tipo de retórica peyorativa que muchos filósofos de la presunta "revolución copernicana" (el término que utilizó Kant) sobre el conocimiento utilizan para describir el sentido común, una posición presuntamente poco informada que se apoya en el «instinto y predisposición naturales» o «en el poderoso y ciego instinto». Es también característico que la descripción que Hume hace del realista sea errónea. En efecto, el realista —ingenuo o no— no piensa que las «imágenes... son los objetos externos». Para empezar, el realista "ingenuo" no piensa que en la percepción tengamos una imagen que sea invariablemente lo que, por decirlo así, la mente advierte. Y a cualquier tipo de realista le es extraña la afirmación de que la imagen misma sea el objeto externo; el realista genuino sobre la percepción (no el que acepta la teoría representacional) diría que lo que se percibe (en los casos normales) es el objeto externo; la fórmula de Hume adquiere su sentido si se supone ya que lo que se percibe es la imagen.

Como vimos, el tipo de posición que representa Locke supone una especie de compromiso entre estas dos cosas. Por un lado, en esa posición se acepta que quizá en un cierto sentido ampliado (es decir, al tomar en consideración la conexión causal que se afirma que normalmente existe entre el objeto y las ideas en la mente) sí puede decirse que se percibe el objeto externo, aunque, al no estar éste "inmediatamente presente" a la mente en la percepción, en un sentido más fundamental lo que se "percibe" o "contempla" directamente (sin inferencia alguna), es una imagen sensible, una idea, representación, dato sensorial o percepto. En razón de esta especie de compromiso, esta posición se presenta aún como un tipo de realismo, frecuentemente denominado realismo representacional o también realismo crítico (para marcar terminológicamente la contraposición con el realismo ingenuo).

Ahora bien, esta posición es inestable, pues si, como se mantiene en ella y como confirma Hume en el pasaje citado, en la percepción no está nunca presente a nuestra mente el objeto externo, quizá no tengamos ninguna base racional, es decir, ningún buen argumento para creer en la existencia de tales objetos externos a nuestras mentes. Ésta es justamente la posición de Hume (véase el texto citado en la p. 109), quien, sin embargo, sostuvo que nos vemos forzados a creer en esa existencia. Esta conocida posición la epitomiza bien el siguiente texto (Hume llama aquí 'cuerpos' a objetos cuya existencia es independiente de nuestra mente, o, para el caso, de mente alguna):

El escéptico [es decir. Hume en este caso] continúa todavía razonando y creyendo, aunque afirma que no puede defender su razón mediante la razón; [...] debe asentir al principio concerniente a la existencia de los cuerpos, aunque no pueda sostener su veracidad mediante argumento alguno de la filosofía. La naturaleza no le ha dejado esto a su elección, estimándolo sin duda asunto demasiado importante como para ser confiado a nuestros inseguros razonamientos y especulaciones. Podemos muy bien preguntar, "¿Qué causas nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos?", pero es en vano preguntar, "¿Hay o no cuerpos?" Eso es algo que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamientos. (Hume, Tratado sobre la naturaleza humana, I, iv, 2.)

Si ésta es una posición escéptica (como afirma el propio Hume) por cuanto no cree poder fundamentar racionalmente la existencia de los cuerpos, la posición de Kant no es en el fondo muy distinta, y también podría ser, en cierto modo, caracterizada como escéptica, al menos por comparación con la de una realista "ingenuo", y aun con la de Locke.

Kant creyó poder formular y sostener una posición en cierto modo intermedia (al menos en el sentido de que rechazaba por igual las otras dos posiciones) entre lo que él llamó 'realismo trascendental' (asimilable, a los efectos pertinentes ahora al realismo de sentido común) y una posición como la del idealismo que representa más claramente Berkeley. En realidad, pensaba que estas dos posiciones tienen mucho en común, y que lo que tienen en común podemos sacarlo a la luz pensando en la percepción.

En ciertos momentos (cf. Crítica de la razón pura, A368), Kant define a un idealista como a alguien que, aunque no niegue «la existencia de objetos externos», «no admite que su existencia sea conocida mediante la percepción inmediata». En otros momentos, como en la nota de los Prolegómenos que se cita parcialmente más adelante, define el idealismo —de forma más usual— como consistente «en la afirmación de que no hay nada más que seres pensantes; las otras cosas que creemos que percibimos [...] son sólo representaciones en los seres pensantes, a las cuales en realidad no corresponde nada fuera de estos últimos». Aunque no vayamos aquí a entrar en el examen detallado de la relación entre las dos definiciones, es preciso reconocer que son diferentes. Sin embargo, la diferencia no es tan obvia como pudiera parecer a simple vista (esto tiene que ver con que lo que Kant entiende por "objeto externo" en la primera caracterización no es un objeto cuya existencia sea independiente de cualesquiera características de la mente), pero puede ilustrarse pensando en que Berkeley sería un idealista de acuerdo con la segunda definición (esto sí que es obvio), pero seguramente no lo sería respecto a la primera. Piénsese que Berkeley, como el fenomena-lista, al cual se parece también en esto, podría admitir perfectamente la distinción entre objeto externo y objeto interno, aunque negando que haya que hacerla como habitualmente se hace (cf. nota 4).

La cuestión de si Kant era o no un idealista, incluso tomando como punto de referencia sus propias caracterizaciones del idealismo, es una en la que hay que matizar mucho. Ciertamente, él estaba dispuesto a negar (e incluso a negar vehementemente) que lo fuera:

[...] lo que afirmo es que las cosas se nos dan como objetos de nuestros sentidos situados fuera de nosotros, pero no sabemos nada de lo que puedan ser en sí mismas; sólo conocemos sus apariencias, es decir, las representaciones que son sus efectos en nosotros cuando afectan nuestros sentidos. Consiguientemente, es cierto que admito que hay cuerpos externos a nosotros, es decir, cosas que, si bien totalmente desconocidas para nosotros en lo que en sí mismas puedan ser, nos son conocidas a través de las representaciones que nos proporciona su influencia sobre nuestra sensibilidad, y a las cuales damos el nombre de cuerpos. Esta palabra, por consiguiente, significa meramente la apariencia de ese objeto que nos es desconocido pero es sin embargo real. ¿Puede llamarse idealismo a esto? Es justamente lo opuesto. (Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura, §13, nota II.)

¿En qué medida, podemos preguntar, "suena" lo que Kant dice aquí a lo que vimos que sostenía Locke? Las cosas «nos son conocidas a través de [sus] representaciones». Recordemos que lo que Locke llamaba 'ideas' eran también representaciones, justo como lo son las "apariencias" (Erscheinun-gen) de que aquí habla Kant. Además, estas representaciones son producto de la influencia de las cosas sobre nuestra sensibilidad; de la influencia causal se entiende: las representaciones «son sus efectos [los de las cosas] en nosotros cuando afectan nuestros sentidos». Por lo señalado, pues, la posición de Kant parecería ser la de un realista representacional.

Sin embargo, se impone aquí la cautela. El pasaje citado afirma también que «sólo conocemos [esas] representaciones» (el énfasis no es de Kant). Esto parece aplicarse (o aplicarse también) a lo que conocemos de forma más inmediata por la percepción. Por consiguiente, podría pensarse que Kant estuviera afirmando que por la percepción conocemos sólo representaciones, y, por tanto, debido a lo que esto implica, que estuviera negando que de ese modo conozcamos los objetos externos a la mente. Pero entonces caería de lleno dentro de la primera de sus dos definiciones de lo que es un idealista.

Lo que debamos entender parece que depende de si Kant 1) considera verdaderamente lo que él llama apariencia como una representación, y 2) considera las representaciones como entidades "no externas" a la mente. Pues bien, aunque quizá haya otras posibilidades (una tensión no resuelta en su posición o que simplemente no acierta a formularla claramente, o que aquélla es tan sutil que fácilmente puede escapársenos), se hace muy difícil, examinando la Crítica de la razón pura o los Prolegómenos, no afirmar las dos cosas.

Examinemos con mayor detalle la posición de Kant. Es muy claro que Kant quiere afirmar, contra el idealista de su primera definición, que por la percepción conocemos inmediatamente objetos externos. Al decir allí 'objeto externo', Kant se refiere a un objeto situado espacialmente, a un objeto «al que se representa en el espacio» (A373). De manera que lo que Kant sostiene es que por la percepción podemos acceder directamente a los objetos situados en el espacio. Ahora bien, desde el punto de vista de Kant sería peligroso creer que esos objetos de nuestra experiencia son por completo independientes de nuestra mente. ¿Por qué habría de ser esto peligroso? Porque (concluye Kant), si creemos que son completamente independientes tendremos que acabar admitiendo que esos objetos no están nunca presentes en nuestra experiencia (en particular, en la percepción), dado que, en ese caso, con el divorcio total (por decirlo así) entre nuestra experiencia y los objetos, cualquier experiencia nuestra (por ejemplo, una percepción visual de un objeto) podría ser igual de lo que es aunque no hubiera objetos (éste, como se recordará, es el problema que plantean los argumentos aludidos anteriormente como responsables del abandono de la posición del realismo del sentido común, argumentos que se examinan con mayor detenimiento en la sección siguiente). Como se ha mencionado, a quien, con el sentido común, concibe los objetos externos (manzanas, ríos, montañas...) como totalmente independientes de nosotros y de nuestra sensibilidad, Kant le llama realista trascendental, y utilizando este término expresa la mencionada conclusión diciendo que un realista trascendental «representa después la parte del idealista empírico» (cf. A368), es decir, de un idealista en el primer sentido definido anteriormente (alguien que niega que «la existencia de objetos externos» pueda ser conocida de forma inmediata en la percepción).

Pero ¿concebir los objetos como situados espacialmente no implica ya concebirlos como independientes de nosotros o de nuestra sensibilidad? Lo implicaría si tuviéramos una concepción del espacio como algo, a su vez, completamente independiente de nuestra mente, bien sea algo constituido por las relaciones entre objetos totalmente independientes (como en las llamadas concepciones relaciónales del espacio, por ejemplo y especialmente la de Leibniz), bien sea algo que puede ser considerado como una cosa o "sustancia" (como quizá sucede cuando se concibe el espacio como espacio absoluto, por ejemplo y especialmente en Newton). Pero Kant sostiene que las propiedades espaciales de los objetos no son independientes de nuestra sensibilidad, es decir, no son independientes de nuestros sentidos. Éste es el paso decisivo que diferencia a Kant de sus antecesores, a saber, el concebir todas las propiedades llamadas primarias también como propiedades dependientes de las capacidades o las "facultades" humanas. En las palabras del propio Kant en el mismo texto de los Prolegómenos, parte del cual hemos ya citado:

Que de muchos de los predicados de las cosas externas puede decirse, sin detrimento de su existencia real, que no pertenecen a esas cosas en sí mismas sino solamente a sus apariencias y no tienen existencia propia fuera de nuestras representaciones, es algo que era aceptado y admitido generalmente mucho antes de Locke, pero aún lo es más después. Entre estos predicados se encuentran el calor, el color, el sabor, etc. Pero el que yo [...] cuente también como meras apariencias, además de éstos, las restantes cualidades de los cuerpos, las llamadas primarias, la extensión, el lugar y el espacio en general con todo lo que él depende [...] es algo contra lo que no puede aducirse ni el más pequeño motivo de ínadmisibilidad. (Op. cit., lugar citado anteriormente.)

Nos llevaría demasiado lejos tratar de entender qué es lo que llevó a Kant a la muy conocida y asombrosa conclusión de que las propiedades espaciales están entre las apariencias o pertenecen a nuestras representaciones. Kant mantiene que no forman parte de lo que es propiamente el contenido particular de esas representaciones, sino que constituyen la forma general de los objetos mismos de los que tenemos experiencia sensorial o perceptiva. Algo que constituye esos objetos, pero algo que depende de nosotros, en particular de nuestro aparato sensorial o perceptor, o lo que Kant llamaba sensibilidad (de ahí la conocida fórmula kantiana: el espacio es una forma a priori de nuestra sensibilidad). Todo esto tiene que ver con la profunda (pero seguramente también profundamente equivocada) idea de Kant de que la geometría y la ciencia física están constituidas por verdades necesarias, pero hemos de dejar aquí este complejo aspecto de la filosofía de Kant para examinarlo, en un contexto diferente, en el capítulo IV. El punto más relevante para nosotros en este momento es que Kant no pensaba que el espacio y cualesquiera propiedades espaciales fueran independientes de nosotros y de nuestra sensibilidad, con lo que el concebir los objetos como situados espacialmente no implica aceptar que son independientes en ese mismo sentido.

Kant ve una ventaja inmediata en concebir los objetos "externos" (en el sentido ahora de situados espacialmente) como objetos que no son totalmente independientes de nosotros y es justamente la de no verse forzado a admitir que en la percepción esos objetos no están presentes a nosotros, esto es, que no tenemos acceso o contacto inmediato con ellos.

Kant no niega que podamos concebir también los objetos como totalmente independientes de nosotros. Si se pone esta concepción de los objetos externos al lado de la otra, por así decir, y no como concepción única, también es legítima a su propio modo o en su propia esfera, pero lo que no tendríamos que hacer, piensa Kant, es confundir ambas concepciones de los objetos externos. Al hablar así hemos de poner sumo cuidado en tomar la palabra 'objetos' en toda su generalidad, pues no sería legítimo dar por supuesto nada acerca de cómo está estructurada una realidad totalmente independiente de nosotros (en particular, claro está, no hay que presuponer que está estructurada en objetos permanentes o subsistentes de algún modo). Por decirlo, pues, más abstractamente: no debemos confundir una concepción de la externalidad —la concepción "trascendental" de la externalidad— con la otra —la concepción "empírica"—.[5]

Concebir los objetos como totalmente independientes es, dice Kant, concebirlos como "cosas en sí mismas" o "cosas en sí" (Dinge an sich). A lo que no tenemos acceso cognoscitivo por la percepción (ni de ningún otro modo) es a las cosas concebidas de este modo, pero que es legítimo también concebirlas de este modo se manifiesta en que es legítima y verdadera (también para Kant) la afirmación de que existen tales cosas totalmente independientes de nosotros, aunque esto sea únicamente lo que podemos decir de ellas.[6]

Esta afirmación es la que diferencia a Kant del idealista en la segunda de las acepciones que veíamos. De modo que, en suma, lo que tenemos es que Kant se diferencia de un idealista en la primera acepción (como en esa acepción lo sería Hume y hasta Locke) por sostener una doctrina idiosincrásica de la externalidad, doctrina que se basa en una teoría del espacio que es, a su vez, más bien de corte idealista, y se diferencia de un idealista en el segundo sentido, como lo sería Berkeley (y aun, en definitiva, Hume), únicamente por sostener la existencia de las "cosas en sí", es decir, de las cosas concebidas de manera completamente independiente de nuestra mente (de nuestra sensibilidad y del entendimiento también, es decir, de cualquiera de nuestras capacidades), cosas de las que únicamente podemos saber que existen, sin que podamos tener ningún conocimiento de sus propiedades (no sabemos absolutamente nada de cómo las cosas son "en sí mismas").

El pasaje que concluye el texto de los Prolegómenos que hemos venido citando es una de las ilustraciones más claras de la posición en que se sitúa Kant (aunque su alcance está restringido a lo que es cognoscible mediante los sentidos, la conclusión es generalizable al uso de cualquier otra capacidad):

La persona que no admita que los colores se adscriben al objeto mismo como cualidades, sino sólo al sentido de la vista como modificaciones, no puede por ello ser llamada idealista; de igual manera, tampoco puede ser llamada idealista mi doctrina meramente porque encuentro que más cualidades de las que constituyen la intuición de un cuerpo, que todas en realidad, pertenecen meramente a su apariencia; pues la existencia de la cosa que aparece no queda cancelada con ello, como en el idealismo auténtico, sino que sólo se muestra que a través de los sentidos no podemos conocerla como ella es en sí misma.

No podemos entrar en el examen de los muy complejos razonamientos por los que Kant trata de justificar la afirmación de la existencia de las "cosas en sí", pero ciertamente no es algo que sea fácil de hacer desde su propia perspectiva filosófica. Si nos concentramos en la otra cara de la moneda (que la existencia de cosas independientes de nuestra mente es absolutamente lo único que podemos saber de ellas), deberemos concluir que si alguien afirma que la posición de Kant no es la de un idealista, cuando menos deberá introducir muchos matices en esa afirmación, pues, como puede verse, esa posición no está, después de todo, y por muy diferente que pueda ser en estilo, intención y alcance, tan alejada de la posición de un Berkeley o un Hume. En cierto modo, es también una suerte de posición escéptica, por cuanto enfatiza la incognoscibilidad de cualquier objeto que no dependa de algún modo de nuestra mente.

5.    Los argumentos a partir de las ilusiones

En los capítulos anteriores del libro y de modo especial en las secciones anteriores habrá podido comprobarse la gran influencia de una serie de argumentos que se basan en considerar el caso real o posible de las ilusiones en la percepción y de las alucinaciones. Filósofos como Descartes, Locke, Berkeley y Hume dirigen aspectos centrales de su pensamiento filosófico hacia la admisión de que lo que es accesible inmediatamente a la mente en la percepción no son objetos físicos, en buena parte debido a argumentos de ese tipo. Antes que en ellos, esos argumentos ejercieron su influjo en filósofos de la Antigüedad clásica, de Demócrito a Platón, condicionando en parte significativa la manera en que estos filósofos pensaron acerca del acceso cognitivo al mundo que proporcionan los sentidos. Incluso en la época contemporánea es fácil comprobar la influencia de tales argumentos, no sólo en filósofos como Russell, sino en diferentes tipos de científicos, como hemos ilustrado con Eccles y Einstein, pero podría ilustrarse muy bien con otros. Esta influencia llega a los propios científicos de la percepción, los psicólogos que se especializan en su estudio, como ilustraremos más adelante.

Puede sostenerse que esos argumentos ejercieron también su influjo en alguien como Kant, quien, como hemos visto, quería sostener una posición contraria a los filósofos modernos mencionados en el sentido de asegurar el acceso inmediato a los objetos "externos" por la percepción. Aunque Kant

no es explícito al respecto, parece que esos argumentos están en el trasfondo de lo que le lleva a afirmar que (en sus propios términos) quien adopta la posición de un realista trascendental es quien «representa después la parte del idealista empírico».

Es hora pues de exponer esos argumentos, como paso previo a una posible consideración crítica de los mismos.

Tómese una regla y trácense en sentido horizontal uno por arriba del otro dos segmentos paralelos de igual longitud (de un par de centímetros, por ejemplo), separados por una pequeña distancia, pongamos de un centímetro. Tracemos en cada extremo del primer segmento dos líneas oblicuas convergiendo hacia el extremo (de manera que sus extremos queden como dos "puntas de flecha") y en cada extremo del segundo dos líneas oblicuas con el mismo ángulo que las anteriores aproximadamente, pero divergiendo a partir del extremo (a la manera que las plumas de la parte de una flecha en la que se coloca la cuerda divergen oblicuamente de la dirección del palo de la flecha). Al contemplar ahora nuestros segmentos modificados observaremos que nos parecen ser de diferente longitud (más corto el segmento con "puntas de flecha" que el otro). Se trata de una ilusión visual, la llamada ilusión de Müller-Lyer. Es una ilusión porque sabemos que los segmentos descritos son de igual longitud, puesto que así los hemos trazado, y, no obstante, los percibimos como de longitudes distintas.

No parece poco razonable describir la situación diciendo que los segmentos, tal como los percibimos, no tienen las mismas propiedades que los segmentos que hemos trazado. En todo caso, se diferencian al menos respecto a una propiedad, la propiedad relevante: unos tienen la misma longitud, otros no. Pero de esta forma nos ponemos en el camino de extraer la conclusión de que lo que percibimos es distinto de lo que hay en la realidad independiente de nuestro estado perceptivo, pues esto último son dos marcas de igual longitud sobre un papel y las "marcas" que percibimos no tienen igual longitud.

Veamos otros casos comunes de ilusiones perceptivas para comprobar que se puede hacer también con respecto a ellos consideraciones completamente análogas. Quizá el caso de una ilusión visual más común sea el de la percepción de un palo (o un tronco o un tallo) como quebrado al sumergirse en el agua. El palo, decimos, no está en realidad quebrado, aunque lo percibimos como quebrado. De nuevo, pues, parece que aquello que percibimos no comparte, como mínimo, la propiedad relevante, con lo que "está ahí" independientemente de nuestra percepción, y, al menos en este sentido mínimo, lo primero es distinto de lo segundo.

En determinados museos de la ciencia pueden verse reproducidas las habitaciones que utilizó originalmente Ames para demostrar varios efectos en la percepción. En una de éstas hay una puerta y ventanas de forma trapezoidal con un suelo inclinado de una determinada manera. El efecto producido es ver la habitación como normal (ventanas y puertas rectangulares, suelo horizontal) y a una persona que se sitúe en una determinada esquina de la habitación como más baja que la puerta (y en general como de reducido tamaño respecto a la habitación), mientras que si se sitúa en la esquina opuesta se la ve como más alta que la puerta (y en general como de tamaño anormalmente grande respecto a la habitación). Aquí nos las habernos a la vez con varios objetos cuyas propiedades geométricas son distintas en lo que existe independientemente de nuestra percepción visual respecto a lo que percibimos. Nuevamente parece que se impone la conclusión de que, en un caso como éste, las características de lo que hay independientemente de nuestra percepción son distintas de las características que nos revela ésta.

Estos y otros muchos casos de ilusiones perceptivas, algunas conocidas desde la Antigüedad, otras descubiertas más recientemente, parecen llevarnos siempre a conclusiones similares: la diferencia en cuanto a las propiedades relevantes de lo que percibimos en tales casos con respecto a lo que "hay ahí" independientemente de nuestra percepción, de manera que, según parece, lo que percibimos en esos casos es, de algún modo, subjetivo. Ahora bien —y éste es el paso decisivo en los argumentos que estamos considerando—, ¿qué nos hace pensar que en los casos de percepción verídica, cuando no se dan ilusiones, no ocurre lo mismo? Supongamos que realmente estamos contemplando una escena que nosotros hemos dispuesto y presenta a nuestra vista las mismas características que en el caso de la ilusión (por ejemplo, dos segmentos de distinta longitud o una habitación con el techo muy bajo y una puerta de reducido tamaño de modo que una persona resulta inusualmente grande con respecto a ella). Parece que con la percepción no podemos distinguir tales casos de los casos en que hay una ilusión. Si en estos últimos lo que se percibe es algo subjetivo y lo que se percibe en los casos de percepción verídica es indistinguible para nosotros de lo que percibimos en aquéllos, ¿no hemos de concluir que en los casos de percepción verídica lo que percibimos es también algo subjetivo? Eso es, en efecto, lo que concluye el argumento a partir de las ilusiones.

Los casos de las alucinaciones parecen inclinar más, si cabe, la balanza a favor de esta conclusión. Las alucinaciones se consideran muchas veces como casos excepcionales que se dan cuando existen graves perturbaciones —momentáneas o permanentes— de las facultades cognitivas. Pero, junto a éstos, se dan casos mucho menos excepcionales que llegan hasta circunstancias bien corrientes (¿quién no ha creído oír un sonido de cierto tipo del que averigua con posterioridad que no puede haberse producido?). En todo caso de alucinación, la realidad que nos parece percibir es radicalmente distinta (en los aspectos alucinados) de lo que "hay ahí" independientemente de nuestra percepción. Por ejemplo, puede parecemos como si estuviéramos viendo un modelo tridimensional hecho de cartulina de varios colores de una escena campestre, cuando en realidad estamos contemplando una superficie plana coloreada (una postal o una hoja de un libro de las que se han hecho tan populares en tiempos recientes), producida por ordenador siguiendo determinados procedimientos. En este caso, no hay objetos tridimensionales de cartulina coloreada, pero parece como si nuestra experiencia pudiera llegar a ser exactamente igual a la que tendríamos si contempláramos tales objetos dispuestos de la manera adecuada. Si, en particular, el "contenido", es decir, lo que nos parece estar contemplando en un caso y otro (a juzgar sólo por nuestra experiencia), es lo mismo, entonces parece inescapable concluir que lo que percibimos en el caso de que efectivamente estemos contemplando un modelo tridimensional de cartulina no pueden ser los objetos de ese modelo, puesto que éstos no se dan en el caso alucina-torio.

Consideremos aún un caso alucinatorio todavía más completo. El más famoso literariamente es el de Macbeth al contemplar ante sí lo que le parece ser una daga ensangrentada. Naturalmente, el caso, descrito en el conocido drama de Shakespeare, es puramente ficticio, pero casos comparables se dan (piénsese en las experiencias de quienes están bajo los efectos de drogas alucinógenas). Supongamos que la experiencia alucinatoria es, a los efectos relevantes, indistinguible para el sujeto (en el momento de tenerla) de la que tendría en un caso de percepción normal, en nuestro caso, indistinguible para Macbeth de la que hubiera tenido en el caso de estar percibiendo realmente una daga ensangrentada. De nuevo, si lo que a Macbeth le parecería estar contemplando en ambos casos es lo mismo, parece que hay que concluir que lo que contempla en el caso de la percepción de la daga real no puede ser la daga real, pues ésta no está presente en el caso alucinatorio.

El representacionalista concluye de aquí, como sabemos, que lo que inmediatamente nos hace accesible la percepción son características que no podemos atribuir a los objetos físicos mismos puesto que pueden darse sin la presencia de éstos, y que, en tal sentido, son subjetivas, no independientes de la mente del sujeto de la percepción.

El realista en un sentido más propio de la palabra (realista sin más epítetos) tratará de enfrentarse a los argumentos anteriores, no simplemente oponiendo la fuerza intuitiva de la posición de sentido común (como podría hacer el realista ingenuo), sino explicando también las ilusiones y alucinaciones que motivan la teoría representacional clásica de manera que no se requiera abandonar la hipótesis de sentido común de que la percepción nos informa sobre características objetivas de objetos que existen independientemente de nuestro conocimiento o nuestras representaciones. Puede hacer esto esencialmente de dos formas, bien sea negando que los casos de ilusiones y alucinaciones compartan con los casos normales lo suficiente como para considerarlos propiamente indistinguibles por el sujeto, o negando en todo caso que lo que que tienen en común (y que quizá los haga indistinguibles en algún sentido) haya de considerarse como el contenido de la percepción, en el sentido de aquello que se percibe. En cualquiera de los dos casos, el realista contemporáneo tratará en algún momento de modo claramente diferenciado los casos normales de percepción y las circunstancias anormales, es decir, los casos en que los sentidos u otros órganos que intervienen en la percepción funcionan anómalamente por alguna incidencia propia en el sujeto (enfermedad, defecto, estado emocional), o en que, si bien los sentidos y esos órganos funcionan normalmente, las condiciones ambientales no son normales, en el sentido de que son distintas de aquellas en las que se conformaron y desarrollaron los mecanismos perceptivos.

Además, el realista tratará de hacer patentes las consecuencias inaceptables que se derivan del paso que dan los representacionalistas. En las secciones que anteceden hemos tenido ocasión de barruntar a dónde puede conducir la vía que éstos siguen y ello puede muy bien constituir un estímulo para explorar la vía alternativa de los realistas. Parte importante de esa tarea será la de identificar el error o los errores que, según el realista, comete el partidario de la teoría representacionalista de la percepción, y esbozar una explicación de los mismos. A todo ello consagraremos en gran parte las secciones siguientes.

6.    La confusión entre percepción y experiencia subjetiva

Es preciso reconocer el atractivo y la enorme influencia que en el desarrollo de la filosofía a partir de la Edad Moderna han tenido las consideraciones que se recogen en los argumentos que se basan en la existencia de ilusiones perceptivas o en la posibilidad de alucinaciones. Aparte de ciertas intuiciones sobre la conciencia introspectiva, son sólo esos argumentos los que apoyan la teoría representacional de la percepción y su generalización en la doctrina cartesiana de que lo único que es accesible inmediatamente a la mente son las (propias) ideas. Con todo, no es difícil reconocer lo absurdo de algunos de esos argumentos y el conflicto con el sentido común que supone la teoría representacional y su generalización.

El siguiente pasaje de una carta que el notable filósofo, compatriota y contemporáneo de Hume, Thomas Reid, dirigió a aquél, es muy elocuente en cuanto a estas perplejidades (tal vez podemos imaginar un poco los sentimientos encontrados que provocaría su lectura en Hume):

He aprendido más de sus escritos [...] que de todos los demás juntos. Su sistema me parece no sólo coherente en todas sus partes, sino también bien deducido de principios aceptados comúnmente entre los filósofos; principios que nunca pensé en poner en cuestión hasta que las conclusiones que Vd. extrae de los mismos en el Tratado de la naturaleza humana me hicieron sospechar de ellos. (Reid, carta a Hume, 18-3-1763.)

Reid mismo hizo una excelente crítica de un argumento, supuestamente basado en una ilusión perceptiva, que Hume adujo en favor de la teoría representacional. El argumento de Hume se da en el texto siguiente (cf. Investigación sobre el entendimiento humano, § XII.I; cf. p. 179 ed. española):

La mesa que vemos parece disminuir cuanto más nos apartamos de ella; pero la verdadera mesa, que existe independientemente de nosotros, no sufre alteración alguna. Por lo tanto, nada sino su imagen era presente a la mente. Éstos son, indiscutiblemente, los dictámenes de la razón.

Reid cuestiona, con razón, que haya realmente una ilusión perceptiva y con ello pulveriza el argumento de Hume:

Supongamos, por un momento, que lo que vemos sea la mesa real. ¿Acaso no debe parecer que esta mesa real disminuye a medida que nos alejamos de ella? Es demostrable que debe. ¿Cómo, pues, puede esta disminución aparente constituir un argumento de que no es la mesa real? Cuando lo que debe ocurrirle a la mesa real, a medida que nos alejamos de ella, le ocurre de hecho a la mesa que vemos, es absurdo concluir a partir de esto que no es la mesa real lo que vemos. Es evidente, por lo tanto, que este ingenioso autor ha abusado de su propia credulidad al confundir la magnitud real con la magnitud aparente, y que este argumento es un mero sofisma. (Reid, Ensayos sobre las capacidades intelectuales de los hombres, II, 14.)

Examinemos con mayor detenimiento los argumentos de uno y otro. Esquemáticamente, el de Hume sería como sigue:

Premisa 1: Lo que percibimos directamente (al mirar a la mesa según nos apartamos de ella) disminuye de tamaño.

Premisa 2: La mesa que existe independientemente de nosotros no disminuye de tamaño.

Conclusión: Lo que percibimos directamente no es la mesa que existe independientemente de nosotros, sino algo dependiente de nuestra mente, una imagen.

El argumento refutatorio de Reid es más complicado. Está claro que Reid pone en cuestión la primera premisa por ser una "petición de principio", es decir, que contiene implícitamente lo que quiere demostrarse. Reid sostiene que la mesa misma tiene dos propiedades perfectamente compatibles; por un lado, no cambia de tamaño al alejarnos de ella y, por el otro, es tal que parece cambiar de tamaño en esa circunstancia. Ahora bien, ese parecer —esa apariencia— es precisamente explicable con el supuesto negado por Hume, que percibimos la mesa real (un objeto independiente de nuestra mente); es decir, si percibimos la mesa real, entonces (por las leyes de la perspectiva) debe darse esa apariencia. De modo que el que se dé no apoya para nada la conclusión de que no percibimos la mesa real (un objeto independiente de nuestra mente), como Hume pretende (si A explica por qué sucede B, entonces A no puede apoyar la conclusión de que sucede no-B). Dejo al lector la esquematización del argumento.

Reid admite que la mesa parece disminuir de tamaño al alejarnos de ella, pero ¿no podría cuestionarse incluso esto? ¿Acaso nos parece que nuestros amigos dismuyen de tamaño cuando nos alejamos de ellos? Lo que nos parece, simplemente, es que nuestros amigos o la mesa están cada vez más alejados de nosotros, que se van haciendo progresivamente más lejanos, sin que cambie su tamaño. Sin embargo, sí es cierto que se puede llegar a "ver" los objetos como de distintos tamaños dependiendo de la distancia (es decir, que se lo parezcan así a uno), pero para ello parece que se requiere un proceso de aprendizaje en el que de algún modo jueguen un papel consideraciones geométricas sobre la perspectiva (algo así es lo que experimentan los pintores).

Estas últimas consideraciones nos llevarían en todo caso a conceder a Hume aún menos de lo que le concedió Reid. De modo que la conclusión obligada parece ser que la razón de Hume que hemos considerado, para sostener que los objetos inmediatos de la percepción no son objetos físicos como mesas sino entidades subjetivas, dependientes de la mente —como imágenes o lo que Hume llamó 'impresiones'—, parece muy débil.

Reid podía estar satisfecho con su refutación de Hume, aunque seguramente fue demasiado optimista en proceder como si con esa refutación hubiera destruido todo lo que motiva la teoría representacional de la percepción. Con todo, tampoco es cierto que se limitara a esa refutación, pues aportó también un diagnóstico certero de la situación dialéctica al sostener que en la teoría representacional y su generalización hay algo insuficientemente establecido, algo que se acepta sin suficiente escrutinio crítico:

Las ideas, de cuya existencia exijo la prueba, no son las operaciones de mente alguna, sino los supuestos objetos de estas operaciones. No son percepción, recuerdo o concepción, sino las cosas que se dice que son percibidas, o recordadas, o imaginadas.

Tampoco disputo la existencia de lo que vulgarmente recibe el nombre de objetos de la percepción. Éstos se denominan, por parte de los que reconocen su existencia, cosas reales, no ideas. Pero los filósofos mantienen que, junto a éstos, hay en la mente misma objetos de la percepción inmediatos; que, por ejemplo, no vemos el sol inmediatamente, sino una idea; o, como dice el Sr. Hume, una impresión en nuestras propias mentes. Se dice que esta idea es la imagen, la réplica, el representante del sol, si es que hay un sol. Es a partir de la existencia de la idea que debemos inferir la existencia del sol. Pero al ser la idea percibida inmediatamente, no puede haber duda, piensan los filósofos, de su existencia. (Reid, Ensayos, II, 14.)

En este pasaje, los filósofos' denota, como puede verse, a todos los filósofos que aceptaron la teoría representacional de la percepción, de Descartes a Hume, como mínimo, y el uso del término general por parte de Reid sirve de testimonio de lo sumamente extendida que llegó a estar esta posición.

Reid señaló la distinción que hacemos habitualmente, al utilizar el lenguaje común, entre sensación y percepción (o, podríamos decir en otros -términos, entre experiencia sensorial subjetiva y experiencia perceptiva):

Sensación es el nombre que los filósofos dan a un acto de la mente que puede distinguirse de todos los demás por no tener un objeto distinto del acto mismo. Un dolor, de cualquier tipo, es una sensación desagradable. Cuando tengo un dolor, no puedo decir que el dolor que siento sea una cosa y que el sentirlo sea otra. Son una y la misma cosa, y no pueden ser separadas ni en la imaginación. El dolor, cuando no se siente, no existe. No puede ser ni mayor ni menor en grado o en duración, ni algo de tipo diferente a lo que se siente que es. No puede existir por sí mismo, ni en sujeto alguno excepto en un ser sintiente. (Ensayos, I, i, 12.)

Nunca decimos que percibimos cosas de cuya existencia no estemos plenamente convencidos. Yo puedo concebir o imaginar una montaña de oro o un caballo alado; pero nadie dice que percibe tal criatura de la imaginación. De manera que la percepción se distingue de la concepción o la imaginación. En segundo lugar, se apela a la percepción sólo para objetos externos, no para los que están en la mente misma. Cuando tengo dolor, no digo que perciba un dolor, sino que siento dolor, o que soy consciente de él. De modo que la percepción se distingue de la conciencia. En tercer lugar, el objeto inmediato de la percepción debe ser algo presente y no algo situado en el pasado. Podemos recordar lo que es pasado, pero no percibirlo. (Ensayos, I, i, 5-6.)

Parece claro que Reid ha recogido aquí acertadamente rasgos centrales de las nociones comunes de sensación y de percepción. Al propio tiempo, es preciso introducir algunas matizaciones. Para empezar, parece ser que el propio Reid consideraba sus observaciones sobre estos conceptos como parte de una investigación psicológica empírica, en lugar de como observaciones conceptuales que revelan el carácter de nuestras nociones. Al respecto, deberíamos modificar como mínimo una de las afirmaciones de Reid. Como hoy sabemos, cuando vemos un cuerpo astronómico lejano, como una estrella o una galaxia, lo que percibimos está situado en el pasado remoto, la estrella o la galaxia hace millones de años. Podemos reconocer fácilmente que un realista debería decir lo mismo con respecto a las percepciones de otro de nuestros sentidos, el oído. Correspondería más bien a las intenciones de un realista como Reid el pensar que la palabra 'trueno' se aplica a la perturbación del aire atmosférico que provoca una descarga eléctrica. Pues bien, como bien sabemos ahora, el tiempo en que percibimos esa perturbación es posterior al tiempo en que se produce originalmente, puesto que el sonido viaja a una velocidad de 340 metros por segundo. En realidad, estos casos no hacen sino presentar claramente algo que es válido en general: no puede admitirse, desde un punto de vista realista, que lo que percibimos es algo temporalmente simultáneo con el acto de percepción, y ello en razón de que el realista admite, con el representacionalista, que la percepción es causada por acaecimientos externos, objetivos, y los acaecimientos causalmen-te relacionados no pueden ser simultáneos.

En cualquier caso, esta rectificación más bien confirma la diferencia entre percepción y sensación o experiencia subjetiva, puesto que lo que sí podemos afirmar es que en ésta no es posible distinguir dos momentos de tiempo distintos del mismo modo que en la percepción, lo que forzosamente debe estar relacionado con la manera clara en que en la percepción puede hacerse la separación entre lo percibido (el objeto o acaecimiento percibido) y el acto de percepción. Si hay algún sentido en que —contrariamente a lo que Reid pensaba— puede aún hacerse esa distinción en el caso de las experiencias subjetivas, éste debe ser bien distinto.

Reid encuentra la raíz del error que, para él, cometieron "los filósofos" al alistarse tan unánimemente bajo la bandera representacionalista en una confusión entre (en sus términos) sensación y percepción. Según él, cada percepción viene acompañada de una sensación correspondiente (cf. Ensayos, II, xvii, 5), y el error consiste en tomar una cosa por otra.

Parece que Reid estaba sobre la pista de un hallazgo importante, aunque nosotros preferiremos formular el diagnóstico del error diciendo que los filósofos representacionalistas toman las características de una experiencia subjetiva (como, en particular, lo es un episodio en que se siente un dolor) como modelo para la percepción. En las líneas que siguen trazaremos nuestra propia ruta, independientemente de Reid, para explicar en qué consistiría tal error o por qué habría aquí un error.

El término 'sensación' se aplica en el lenguaje común ante todo a cosas como picores, escozores, cosquillas o punzadas. Aunque, por este lado, parece algo forzado incluir al dolor entre las sensaciones, por otra parte hablamos de sensaciones de dolor y también podemos hablar de la sensación que experimentamos cuando tenemos náuseas, o hablar de una sensación de fatiga. En psicología es común, además, hablar de sensaciones visuales o sensaciones auditivas y discutir la relación de la sensación (en un sentido que incluye estos tipos de acaecimientos) con la percepción.

Los filósofos hablan de un modo amplio de experiencias subjetivas. El término 'experiencia' se utiliza en el lenguaje común para referirse al conocimiento que uno tiene de algo por haber tratado con ese algo, o haberse visto envuelto en ello repetidamente. Este algo puede ser más o menos difuso (como lo es en expresiones como "la experiencia que dan los años"), o más preciso ("se requiere experiencia en programación con Pascal o C++"). En estos usos, el término funciona como un término de masa, es decir, no se refiere a algo cuya referencia pueda dividirse claramente y pueda así constituir un dominio contable o numerable. En cambio, los filósofos utilizan el término para referirse a experiencias identificables, contables y medibles temporalmente (aunque tal vez sus contornos temporales no sean completamente precisos). Así se puede hablar de diferentes experiencias perceptivas de la visión de un árbol o una casa {esta experiencia, aquella experiencia, una, dos, tres experiencias perceptivas) o de la experiencia consistente en "ver" o creer ver una forma luminosa redonda con los ojos cerrados después de haber mirado un cierto objeto luminoso (el sol, por ejemplo), es decir, en experimentar un postefecto, o de la experiencia consistente en tener, en un momento dado, un dolor.

Estos dos últimos ejemplos lo serían de diferentes tipos de experiencias subjetivas. Las sensaciones (incluyendo no sólo cosquillas, picores, punzadas, etc., sino dolores, sensación de náusea, de fatiga...) pueden incluirse como un tipo de experiencia subjetiva. Las experiencias de imágenes de la memoria y de postefectos serían otro tipo.

Sin pretender cerrar la lista, otro tipo aún serían las experiencias vinculadas a los sentidos, como las experiencias de colores o de sonidos; pero aquí hay que andarse con cuidado. Por un lado, especialmente respecto a los sonidos, o los sabores, etc., se hace más difícil diferenciar entre sensación y percepción. Pero también con respecto a los colores. Podemos hablar de sensación de color, por ejemplo, en cuanto que nos parece que ciertas cosas son de un cierto color. Pero al describirlo así no pretendemos realmente afirmar que el color esté en esas cosas, sino únicamente algo así como que tenemos al menos una apariencia de color o que nuestra experiencia es como si hubiera colores o cosas con colores. Precisamente por la línea divisoria entre el uso habitual de los términos 'sensación' y 'percepción' —por lo que suele implicar el uso de este término— no sería realmente adecuado utilizar el segundo si no creyéramos que los colores son propiedades objetivas de las cosas, cuestión que habremos de examinar más adelante.

Otro extremo a tener en cuenta es que podemos tener la sensación de un color sin estar introspectivamente al tanto de que tenemos la sensación (es decir, no reflexionamos sobre la sensación aunque, al preguntarnos luego sobre ella, la recordamos). Incluso puede haber —como en los niños— sensaciones de colores sin que se tenga la capacidad introspectiva en cuestión. Sin embargo, las dos cosas —sensación y acto de introspección— pueden considerarse igualmente experiencias subjetivas. De manera que, en este sentido, debemos estar alerta para determinar de qué tipo de experiencia subjetiva se nos habla en un contexto u otro.

En cualquier caso, la capacidad introspectiva hace patente un rasgo central de lo que llamamos 'experiencias subjetivas', algo que se da también en relación con las sensaciones o percepciones de colores y que es ampliable a otros casos de sensaciones y percepciones. Consideremos el caso de una sensación de rojo, o (suponiendo ahora que sea adecuado hablar así) de una experiencia perceptiva que describiríamos como la experiencia de ver algo rojo. Ese tipo de experiencia tiene algo de lo que uno puede ser consciente (tácita o introspectivamente) que es distintivo respecto a otras experiencias (como la de tener una sensación de verde o percibir algo verde, por no decir ya la de tener la sensación o percibir un sonido). Se trata de algo peculiar de la experiencia de ver rojo, algo que podemos captar subjetivamente, algo de lo que carece una persona ciega que no haya podido ver nunca los colores, y ello aunque esta persona, utilizando información sobre la luz o las características de las cosas que tiene delante, pudiera discriminar entre las cosas que son rojas y las que no lo son. En otras palabras, a ese tipo de experiencia le corresponde un cierto carácter cualitativo; la visión de algo rojo es así, se "siente", vive o experimenta subjetivamente de ese modo peculiar. Los filósofos actuales llaman 'qualia' (en singular 'quale) a los diversos caracteres cualitativos que podemos captar subjetivamente en las experiencias.

Así pues, los qualia son, por así decir por definición, las propiedades que caracterizan ciertas experiencias subjetivas como tales experiencias subjetivas peculiares, experiencias con "rasgos fenoménicos" (otra de las terminologías utilizadas para intentar describirlas) distintivos, y no es necesario, para experimentar qualia, que hagamos actos de introspección. Pero decimos también que los qualia están igualmente presentes en los estados de percepción, como aquello que distingue un estado de percepción (por ejemplo, la percepción de un árbol delante de uno) de una creencia que tenga el mismo contenido representacional (en el caso del ejemplo escogido, la creencia de que hay un árbol delante de uno, que para un contraste más claro con el caso de la percepción puede imaginarse actualizada en un caso concreto en que uno tiene los ojos cerrados o vendados y no tiene en mente la imagen del árbol).

Al menos es aproximadamente así como plantearían las cosas muchos filósofos actuales.[7] Pues bien, cuando determinamos los rasgos fenoménicos de una experiencia, su carácter peculiar como experiencia perceptual o como experiencia subjetiva, lo hacemos por introspección (determinamos introspectivamente los mismos rasgos que, como hemos dicho, podemos experimentar de forma no introspectiva). La introspección es un tipo de episodio en que, por así decir, nos inspeccionamos internamente. Inspeccionamos de ese modo nuestros estados mentales (nuestras sensaciones u otras experiencias) para determinar su carácter fenoménico. Así, distinguimos el modo en que se nos presenta (cómo "aparece" a nuestra conciencia) algo rojo, del modo en que se nos presenta o "aparece" algo verde, o, en una sensación táctil, determinamos la manera peculiar en que se siente una determinada superficie, el carácter peculiar de la sensación que nos produce (podemos hacer en cualquier momento el "experimento" de cerrar los ojos y tocar algo concentrándonos en la peculiar sensación que produce al tacto).

Ahora bien, cuando determinamos por introspección el carácter fenoménico peculiar de un estado o episodio mental, esa determinación es, por así decir, "simple", en el sentido concreto de que no tenemos en la introspección, de una parte, ciertas propiedades de nuestros estados que, de la otra, constituyan datos a partir de los cuales inferimos si la experiencia en cuestión es de tal o cual modo. Es decir, no podemos distinguir entre las propiedades que hallamos introspectivamente en nuestros estados y otra cosa distinta, indicios de la cual serían esas propiedades descubiertas. Dicho de otro modo, no hay una apariencia aquí que pueda suministrar indicios de una cierta realidad, sino que la apariencia es aquí la realidad.

Esto contrasta vivamente con el caso en que determinamos (visualmente) el color de un objeto o (táctilmente) la rugosidad de una superficie. En esos casos el carácter fenoménico de nuestros estados —el modo peculiar en que nuestra experiencia subjetiva es cuando algo nos parece rojo, o cuando algo nos parece suave al tacto— constituye el "indicio" central usual para determinar que un determinado objeto es rojo o una superficie es lisa, respectivamente. Pero aquello que constituye la base o el indicio para algo es distinto de ese algo. La distinción se hace del todo clara cuando contemplamos la posibilidad de que se dé una cosa sin la otra, es decir, de que en un caso determinado se dé el indicio sin que se dé aquello a lo que normalmente el indicio apunta. Por ejemplo, yo puedo tener toda la sensación de estar ante algo rojo (toda mi experiencia subjetiva es de ese tipo peculiar, una experiencia de rojez, podríamos decir) y, sin embargo, si me doy cuenta de que todo mi entorno está intensamente iluminado por una luz roja, esa sensación o esa experiencia subjetiva no es entonces un indicio de que la cosa que tengo ante mí sea, efectivamente, roja. Mi experiencia subjetiva no garantiza que el color de una cosa sea uno determinado, aunque normalmente constituya un indicio (decisivo) en su favor. Del mismo modo, mi experiencia subjetiva no garantiza que una determinada cosa sea lisa. Si tengo una sensación táctil como de algo suave, como la de estar tocando una superficie lisa, pero llevo guantes o tengo las puntas de los dedos callosas o con ampollas, mi experiencia subjetiva no constituye un buen indicio —como lo es en otros casos— de que la superficie que toco es lisa.

Como hemos visto, en agudo contraste con todo esto, no tenemos, en los casos de introspección pertinentes aquí (no nos estamos refiriendo a introspecciones complejas sobre, por ejemplo, qué es lo que realmente pensamos de una determinada persona, o sobre las razones de una cierta actuación), casos posibles en que lo que nos parezca una cosa y pueda ser otra. Por aludir al caso del dolor, como barruntaba Reid, parece que no puede ser que yo sienta un dolor y no tenga en realidad un dolor.[8]

Esta diferencia entre el caso de la determinación por introspección del carácter fenoménico de una experiencia y el caso de la determinación por percepción (por la vista, el tacto...) de las propiedades de algo es crucial. El hecho es que en el segundo caso podemos hacer una distinción que no podemos hacer en el primero. Esa distinción está en la base misma de nuestro concepto de objetividad, del mismo modo que, correlativamente, allí donde no se da tenemos algún fenómeno subjetivo. (Véase el apéndice III.2 para una breve ampliación de estas observaciones.)

Hemos dicho un poco más arriba que el carácter fenoménico de nuestros estados perceptivos puede constituir el indicio decisivo para determinar que un objeto es rojo o que una superficie es lisa (decimos que lo es porque la experiencia subjetiva tiene el carácter pertinente al caso). En este sentido nuestra experiencia subjetiva puede actuar de mediadora. Pero es preciso tener en cuenta que esta "mediación" es epistémica (constituye algún tipo de saber) y que, como veremos en la sección siguiente, no se sigue que no puedan percibirse objetos externos a la conciencia; no se sigue que los objetos de la percepción no sean objetos externos y, en definitiva, no se sigue que nunca puedan éstos ser "inmediatamente accesibles" a la mente.

En cualquier caso, la existencia de la distinción que hemos señalado anteriormente es lo que hace que sea un error tomar la sensación o, más en general, la experiencia subjetiva, como un modelo para la percepción, y es posiblemente el error que está en la base del representacionalismo clásico cuando toma las "ideas de los sentidos" (Locke), las "cualidades sensibles" (Berkeley) o las "impresiones" (Hume) como lo único que es inmediatamente accesible a la mente.

Ahora bien, tomar la experiencia subjetiva como modelo para la percepción es una forma de asimilar una cosa a la otra. Cuando las dos cosas se confunden de ese modo, las diferencias que hemos señalado pueden verse simplemente como derivadas de la concepción de sentido común de la percepción, y, en este sentido, no impresionar a quien esté determinado a corregir a aquél en este respecto. Podría verse entonces la concepción del sentido común de la percepción como, a la inversa, el resultado de confundir en uno dos procesos distintos: la percepción propiamente dicha (asimilable a la experiencia subjetiva) y la inferencia a sus causas. De modo que declarar que llegamos a captar los objetos externos sólo por inferencia viene a ser la otra cara de la moneda de la asimilación de la percepción a la experiencia subjetiva que el representacionalista hace.

El juzgar que es necesaria la intervención de un "elemento intelectual" para que una percepción nos proporcione conocimiento del mundo está estrechamente relacionado con la cuestión anterior. La cuestión depende, claro está, de lo que se entienda por "elemento intelectual", pero si lo que quiere decirse es que es necesario algún tipo de inferencia o razonamiento, entonces es claro que un representacionalista acepta que los sentidos no nos proporcionan información sobre el mundo objetivo si no interviene un "elemento intelectual" y que un realista negará esto (aunque, como se verá en la sección siguiente, hay que poner cuidado en precisar qué se entiendo aquí por 'inferencia').

Todas las observaciones y sugerencias anteriores necesitan ulterior clarificación y, en realidad, precisarían ser articuladas como parte de una teoría coherente que presentase de modo cuidadoso los argumentos a su favor y en contra de la posición contraria. No es posible intentar esto aquí, pero no sólo (aunque también) por las limitaciones de una obra de carácter introductorio, sino porque —como ocurre frecuentemente en filosofía— las cuestiones que se plantean distan mucho de estar resueltas, y el estado de la discusión es tal que hace incluso problemática la existencia de una teoría como la aludida. En la sección siguiente trataremos brevemente algunas de estas cuestiones.

7.    La posición realista sobre la percepción y el presunto conflicto entre el realismo y el conocimiento científico

El realista sobre la percepción cree que los sentidos, ayudados por la razón, proporcionan conocimiento de las cosas y de sus propiedades objetivas. Es decir, nos ayudan a discernir qué objetos hay, con independencia de nuestro conocimiento de ellos, y al menos parte de las propiedades de dichos objetos. Tal es, seguramente, la posición de clásicos como Aristóteles, Tomás de Aquino y Thomas Reid. Esencialmente, el realista ocupa una posición no muy distinta de la posición del "realismo ingenuo", si bien el realista moderno y, aún más, el contemporáneo están ya al tanto de los problemas y argumentos que motivan una posición contraria al realismo sobre la percepción, y en ese sentido no cabe calificar su posición de "ingenua" (por esta razón se habla a veces de realismo directo, en lugar de realismo ingenuo, pero este término cubre posiciones heterogéneas, por lo que no lo utilizaremos aquí). No lo es, pues, como mínimo en el sentido en que no lo es la posición de quien, ante un problema, no ignora ciertos factores, sino que cree "estar de vuelta" de las consecuencias que supuestamente se derivan de ellos. Pero no lo es tampoco, más específicamente, por reconocer la diferencia entre percepción y experiencia subjetiva y por articular esta diferencia en una concepción global de la experiencia perceptiva.

Repasemos brevemente la situación argumentativa en que nos encontramos en el debate entre las posiciones realistas y antirrealistas respecto a la percepción.

Seguramente la actitud inicial "natural" (la actitud "ingenua", o, si se quiere en las palabras tendenciosas de Hume, el "ciego instinto") es creer que los sentidos nos informan sobre los objetos y propiedades del entorno. Si un buen número de filósofos han llegado a conclusiones contrarias a esta posición inicial es debido o bien a argumentos en favor de la duda total (y ya vimos en el capítulo anterior que esa posición tiene serios problemas para ser formulada coherentemente), o bien a los argumentos a partir de las ilusiones y las alucinaciones, argumentos que tomados uno a uno generan motivos de duda y tomados colectivamente parecen tener un peso abrumador en contra de la actitud realista. Cuando se aceptan esos argumentos, se llega a la conclusión de que parece que nuestros sentidos nos engañan sistemáticamente (decir que nuestros sentidos nos engañan algunas veces no sólo es compatible con el realismo, sino que, por así decir, no hace más que confirmarlo). Además, muchos filósofos han visto en esto sólo un paso intermedio para hacer afirmaciones aún más ambiciosas o más aventuradas.

Para unos los sentidos quedan definitiva y totalmente eliminados como fuente de conocimiento de la realidad (o de la auténtica realidad) porque piensan que existe otro modo alternativo de acceder a ésta (noüs, mente, pensamiento, intuición, etc.). Entre éstos tenemos como ejemplos más notables al Platón más característico, a los neoplatónicos, a los místicos en general y a Berkeley.

Para otros filósofos (Hume y Kant), los sentidos no nos dicen en ningún caso qué propiedades tienen las cosas con independencia de nuestra intervención sensorial o perceptiva; es decir, no nos dicen qué propiedades tendrían las cosas igualmente "de suyo", aunque no hubiera seres sintientes y percipientes como nosotros que entraran en contacto con ellas. Estos filósofos permanecen escépticos o niegan la posibilidad de fundar intelectual-mente un saber acerca de cómo es la realidad independientemente del modo en que ésta se nos "aparece".

Un tercer grupo, bien representado por Locke y Russell (pero que incluiría pensadores muy dispares, de Descartes a Lenin),[9] sostienen también que lo que conocemos por los sentidos —a lo que tenemos acceso por la sola percepción— no son en modo alguno las propiedades de los objetos.

La percepción nos proporciona sólo "impresiones", "datos sensoriales", "ideas" o "copias" (teoría representacional de la percepción), aunque sea cierto que podemos acceder a aquellas propiedades por inferencia, "invir-tiendo", por así decir, el proceso causal que provoca esas "impresiones", "ideas", etc.

Común a la mayoría de estos filósofos es que en un acto de percepción que en el lenguaje realista describiríamos como la percepción de la figura o forma geométrica de un objeto (por ejemplo, una esfera que tenemos frente a nosotros) o la percepción de su color, no captamos directamente propiedades de objetos externos a nuestra mente, propiedades que esos objetos tendrían aunque no existieran seres humanos, sino que a lo sumo las inferimos: o bien captamos directamente sólo "fenómenos" o "apariencias" (el resultado de la interacción de los objetos externos con nuestro aparato sensorial), o bien ni esto siquiera.

El realista está convencido de que esta conclusión muestra la implausi-bilidad de las posiciones antirrealistas —o cuando menos sugiere que hay que considerarlas sospechosas—, y diagnostica que a todas ellas se llega por un tipo peculiar de error en los argumentos a partir de las ilusiones o las alucinaciones, error que es el que lleva a la teoría representacional. Se enfrenta entonces, claro está, al problema de decir en qué consiste este error y explicar por qué lo es.

Nuestra explicación del error nos ha llevado en la sección anterior a la conclusión de que no queda cerrada por las reflexiones clásicas sobre la percepción de la Edad Moderna la posibilidad de poder afirmar que aquello que se percibe en un acto de percepción sean objetos independientes de nuestra mente y propiedades de esos objetos, que, en ese sentido, serían "inmediatamente accesibles" a nuestra mente. Los logros de las ciencias cognitivas contemporáneas nos autorizan a afirmar que en la percepción pueden intervenir varios tipos de representaciones en procesos complejos, pero que no son esas representaciones lo que percibimos o a lo que nuestra consciencia puede tener acceso, y que, aunque en cierto sentido pueda afirmarse que son aquello por medio de lo cual percibimos, la mediación de la que se hablaría aquí tendría un carácter completamente diferente al que le atribuía la epistemología clásica, precisamente porque en este nuevo representacionalismo, al contrario que en el clásico, tales representaciones mentales no constituyen en modo alguno o forman parte del contenido de nuestras percepciones.

Antes de examinar más detalladamente estas afirmaciones, vamos a atender a un peculiar tipo de posición argumentativa: la que trata de poner en conflicto con los hallazgos de la ciencia la actitud realista de sentido común sobre la percepción, pretendiendo completar de este modo la posición de los epistemólogos clásicos.

Nos servirá como ilustración de esta posición el siguiente texto de Russell:

Ni siquiera el más hábil fisiólogo puede conseguir esta hazaña. Su percepción cuando mira un cerebro es un acontecimiento en su propia mente, y tiene sólo una conexión causal con el cerebro que él se imagina estar viendo.

Cuando, con un poderoso telescopio, ve una ligera mancha luminosa y la interpreta como una vasta nebulosa que existía hace un millón de años, se da cuenta de que lo que ve es diferente de lo que infiere. La diferencia del caso del cerebro visto por un microscopio es sólo de grado: hay exactamente la misma necesidad de inferencia, por medio de las leyes de la Física, desde el dato visual a la causa física. Y exactamente como nadie supone que la nebulosa tiene alguna semejanza con la mancha luminosa, así nadie debería suponer que el cerebro tenga ningún próximo parecido con lo que el fisiólogo ve. (Russell, El conocimiento humano, parte III, cap. vii.)

En realidad no deja de ser irónico o paradójico que se apele a la ciencia empírica —en este caso a la fisiología— para llegar a una conclusión de carácter escéptico o idealista como la de que no vemos (no podemos ver) un cerebro. Porque, preguntemos, ¿sobre qué base se aceptan los conocimientos científicos, los fisiológicos en particular? Seguro que juega un papel muy importante la observación, y, más precisamente, el tipo de observación que se encuentra en la actividad científica (el tema del papel de la observación en la ciencia lo examinaremos más detalladamente en los dos últimos capítulos). De modo que la afirmación de que no podemos ver el cerebro (ni, en general, ninguna cosa física), si se pretende —como lo pretende Russell— presentar ella misma como una afirmación científica (presumiblemente apoyada por la psicología de la percepción), se apoya forzosamente, al menos en buena parte, en suponer que las observaciones científicas son fiables, intersubjetivamente compartidas, etc. Forzosamente este supuesto ha de debilitar en un grado muy alto la conclusión de que no vemos, que no podemos ver o que no podemos afirmar que podamos ver, el cerebro (o cualquier objeto físico).

Pero examinemos más detalladamente las afirmaciones de Russell. En primer lugar, una afirmación como la suya de que el hecho de que una nebulosa pueda aparecérsenos como una mancha luminosa, o las estrellas como puntos luminosos, nos debe llevar a la conclusión de que no vemos estrellas, sino que inferimos su presencia de lo que vemos, es susceptible del mismo tipo de crítica que Reid hacía a Hume respecto de la mesa (cf. sección 6): ¿cómo esperaríamos que se nos aparecieran las estrellas o las nebulosas a tales distancias? Un coche pasa ante nosotros; seguimos su trayectoria; vemos cómo se aleja; le seguimos con la vista en la distancia aprovechando que una larguísima recta lo permite; en un momento dado no vemos más que un punto (podemos expresarnos así; uno se expresa así). ¿Quiere esto decir que hemos dejado ya de ver el coche? Observamos cómo la lanzadera espacial, impulsada por un cohete se eleva en el cielo en Cabo Kennedy; la cámara de la retransmisión televisada sigue el complejo lanzadera-cohete. Al cabo de un cierto tiempo los televidentes no vemos más que un punto luminoso. ¿Hemos dejado (ya) de ver la lanzadera o el cohete? Decimos que no distinguimos una cosa de otra; que la vista no nos da para distinguir las partes de un objeto o un objeto de otro que estén unidos. Pero ¿significa eso que lo único que vemos es un punto en el sentido de que hemos dejado de ver la lanzadera-cohete y vemos entonces algo completamente diferente? (Este último ejemplo presenta la peculiaridad adicional de que nuestra visión de la lanzadera o el cohete se realiza por medio de la aplicación de toda una complicada tecnología.) Ciertamente, alguien que se incorporase tarde a la retransmisión no podría saber sólo por la observación que lo que está viendo es el cohete con la lanzadera, del mismo modo que eJ que se ponga a nuestro Jado cuando el automóvil sólo es un punto en lontananza quizá no averigüe, si no se lo decimos, que se trata de un coche. Tal vez esas personas sí que estén utilizando inferencias conscientes, o que podrían fácilmente hacer conscientes, para concluir que lo que ven es un cohete o un coche. Pero nosotros no necesitamos esas inferencias.

En todo caso, es claro que Russell afirma algo que es difícil no ver como seriamente errado. Sostiene (exactamente igual que Berkeley y Hume en esto) que lo que vemos, tanto yo como esas personas que se ponen a observar más tarde, es lo que él llama un dato visual, algo de naturaleza mental («un acontecimiento en su propia mente»), aduciendo en favor de esta afirmación el hecho de que la «imagen a nuestros ojos» no se parece («es diferente») de lo que uno concibe como un coche, un cohete o una lanzadera espacial. Nos pide que a partir de aquí extraigamos la consecuencia de que, cuando nos parece ver el coche a una distancia corta (una distancia en la que podemos distinguir perfectamente sus partes principales), o el cohete y la lanzadera ocupando toda la pantalla de nuestros televisores, concluyamos que en realidad estamos percibiendo (¡viendo!) acaecimientos en la propia mente (igual que en el caso del fisiólogo que observa, como diría él, un cerebro). Pero ¿no es mucho más plausible hacer justo lo contrario, es decir, aceptar como un hecho que en el segundo caso lo que vemos es el coche, la lanzadera o el cohete, respectivamente, y extraer de aquí la consecuencia de que en el primero —cuando sólo se ven como "puntos" en el horizonte o el firmamento— seguimos viendo esos mismos objetos? ¿Que esos "puntos" que vemos son, respectivamente, el coche, o el complejo cohete-lanzadera? Ni a Russell ni a nosotros nos parece plausible pensar que primero percibimos un objeto físico (digamos el coche) y después de un cierto tiempo pasamos a percibir un objeto mental (el "punto"). ¿En qué momento cambiaríamos de objeto percibido? Russell se apoya en esto para inferir que el objeto percibido es mental durante todo el tiempo transcurrido, pero parece mucho más plausible pensar que es un objeto físico todo ese tiempo. Si esto es realismo ingenuo, ¿exactamente en qué estamos siendo ingenuos o por qué? ¿Qué razones hay para abandonar nuestra posición de sentido común? Detengámonos en este tipo de ataque al realismo "ingenuo" para ver que no debemos considerar el problema que plantea la pregunta anterior —sobre el momento en que cambiaríamos de objeto percibido— simplemente como una cuestión acerca de la cual tenemos intuiciones opuestas. La posición de Russell (al menos el Russell de los textos que estamos examinando) es una posición compartida, más o menos consciente o explícitamente, por muchos otros pensadores. Es la posición de quien cree que lo que nosotros estamos sosteniendo es la posición del realismo ingenuo que precisamente el avance de la ciencia lleva a superar. Muchos científicos sostienen una posición de ese tipo cuando hacen incursiones en el campo de la filosofía. Los ejemplos citados de Einstein y Eccles son testimonio de ello (cf. sección 2 de este capítulo). Como puede comprobarse en esas citas, científicos tan importantes como Einstein dan por sentado que la percepción nos proporciona información acerca de la "realidad física" —palabra que, nótese, Einstein escribe entre comillas—, es decir, acerca de qué objetos físicos hay y qué propiedades tienen, sólo indirectamente (por «medios especulativos», lo que equivale a decir: mediante inferencias de naturaleza teórica). Se admite, pues, que directamente la percepción nos da información de otra cosa distinta a la realidad física (presumiblemente de acaecimientos en nuestras mentes).

Otros científicos, en campos más cercanos al estudio de la percepción (como el neurofisiólogo Eccles), encuentran «evidente» que las percepciones sensoriales nos proporcionan ciertos «hechos de experiencia inmediata», de los que se deriva (por alguna suerte de inferencia) la información sobre el "mundo objetivo" (obsérvese, de nuevo, las comillas en el original, indicadoras de que no se han de tomar de modo estrictamente literal las palabras entrecomilladas), es decir, sobre los objetos acerca de los que pensamos y hablamos (o creemos pensar y hablar) de forma compartida, intersubjetiva; en particular, y especialmente, los objetos físicos.

En el siguiente texto de Russell se identifica la oposición implícita en los textos anteriores:

En tanto el realismo ingenuo era sostenible, la percepción era conocimiento de un objeto físico, obtenido a través de los sentidos, no por inferencia. Pero al aceptar la teoría causal de la percepción, nos hemos comprometido a la idea de que la percepción no nos proporciona conocimiento inmediato de un objeto físico, sino, en el mejor de los casos, un dato para la inferencia. (Russell, Análisis de la materia, p. 218.)

La denominación 'teoría causal de la percepción' se utiliza a veces, como en este texto de Russell, para denominar, de forma un tanto engañosa, a la teoría representacional de la percepción. Mediante esa denominación se enfatiza el hecho de que las imágenes o perceptos, las cuales, según esa teoría, nos son accesibles inmediatamente en la percepción, han de considerarse causadas por ciertos objetos (los que llamamos objetos físicos) cuya existencia y propiedades derivamos o inferimos a partir de tales imágenes e ideas.

Parece justo afirmar que la teoría representacional está implícitamente aceptada, al menos en parte, por prácticamente todos los teóricos que afirman que el "mundo de la percepción" es muy diferente del "mundo físico". En esta posición se combinan usualmente vestigios de la teoría representacional con la idea de que la atribución de propiedades que efectuamos en la percepción está, por así decir, "coloreada" por las características de nuestro aparato sensorial y perceptivo. El proceso perceptivo se caracterizaría entonces como un proceso "creativo" que nos proporciona en definitiva propiedades de los objetos físicos distintas a las que podemos pensar (por medios distintos a la percepción) que esos objetos tienen, o quizá propiedades "construidas" que no tenemos motivos para pensar que aquellos objetos por sí mismos poseen.

Examinemos los diversos elementos de una versión relativamente moderada de todo este complejo de ideas antirrealistas sobre la percepción en relación con algunos textos significativos de un destacado psicólogo contemporáneo, especialista precisamente en la percepción.

Inicialmente, la teoría de la cámara fotográfica parece ser una explicación apropiada de por qué vemos el mundo como lo vemos. Cuadra bastante bien con nuestra tendencia a dar por supuesto que las percepciones visuales, tanto como nuestras percepciones basadas en nuestros otros sentidos, son registros directos de la realidad. Los filósofos hablan de la creencia o inconsciente suposición de que el mundo que percibimos es idéntico al mundo real que existe con independencia de nuestra experiencia del mismo, denominando a tal creencia realismo ingenuo. Si ese mundo real es idéntico al mundo que percibimos, compréndese que pueda pensarse que todo cuanto necesitamos para percibirlo es tomar una panorámica del mismo. Mas, para comprender la percepción, hemos de desechar semejante supuesto. Sólo haciéndolo así lograremos entender que la mente no se limita a registrar una imagen exacta del mundo, sino que crea su propio cuadro. (Irving Rock, La percepción, Ed. Labor, Barcelona, 1985, p. 3.)

¿Crea una cámara fotográfica una «imagen exacta del mundo»? Lo que diríamos es que una cámara fotográfica es capaz de registrar información acerca del mundo dentro de los límites de resolución de sus lentes y de la sensibilidad de la película que utiliza (volveremos sobre esto algo más adelante).

¿Qué es lo que quiere decir Rock al afirmar que, en la percepción, «la mente... crea su propio cuadro»? Parte de ello se aclara en la continuación del texto anterior:

[...] La imagen que el cerebro crea está limitada por la gama de estímulos a los que están adaptados nuestros sentidos, gama que nos hace incapaces de percibir amplios segmentos del espectro electromagnético y la materia a escala atómica.

Si los hombres poseyéramos los aparatos sensoriales de algunos otros de los organismos que viven en la tierra, la "realidad" nos parecería totalmente diferente. Las abejas y las serpientes responden a frecuencias lumínicas que a nosotros nos pasan desapercibidas. Los murciélagos pueden sortear en sus revoloteos finísimos obstáculos mediante su capacidad de orientarse por resonancias (ecolocación). Los peces responden a frecuencias sonoras y a olores que resultan imperceptibles para nosotros...

Todo esto es verdad, pero ¿qué es exactamente lo que se pretende que infiramos de aquí? Parecería como si nuestras limitaciones sensoriales implicaran necesariamente una distorsión o falseamiento de la realidad. Pero hay una distinción básica que sería un error no hacer (y que, sorprendentemente, muchos antirrealistas no hacen). Una cosa es que los sentidos nos suministren información acerca de las propiedades de los objetos del entorno (de las que éstos efectivamente tienen), y otra muy distinta es que los sentidos nos proporcionen información de todas esas propiedades. El realista está comprometido sólo con la primera afirmación; no lo está, en absoluto, con la segunda.

De modo que si, al decir que la mente «crea su propio cuadro», lo único que se quisiera decir es que, debido a las características y limitaciones de nuestro aparato sensorial, en la percepción sólo obtenemos información de algunas de las propiedades de los objetos del entorno, mientras que otras permanecen completamente inaccesibles a nuestros aparatos sensoriales, no habría aquí ninguna disputa con el realista (a menos que éste —esta vez sí— sea realmente ingenuo). Del mismo modo no negamos el carácter de registros de la realidad a las impresiones de una cámara fotográfica por el hecho de que ésta esté necesariamente limitada por el poder de resolución de sus lentes, las características de su película, etc.

El mismo Rock admite implícitamente esto y da la razón fundamental para ello:

 

Pero aunque nuestras percepciones sean construcciones mentales más que registros directos de la realidad, está claro que no son ni arbitrarias ni, la mayoría de las veces, ilusorias. Los miembros de cada especie han de percibir con corrección, por más que diferentemente, ciertos aspectos del mundo exterior. De lo contrario, serían incapaces de satisfacer las necesidades vitales o de evitar los peligros de la existencia y sucumbirían todos. Y nosotros los humanos no somos excepción. Dentro de la gama de estímulos a que nuestros sentidos están adaptados, nuestras percepciones de los tamaños, formas, orientaciones, estabilidades y luminosidades de las cosas resultan ser, en definitiva, no ya diferentes de las imágenes formadas en la retina, sino notablemente correctas, o, según dicen los estudiosos de la percepción, verídicas [...] con el predicado verídicas lo único que se quiere significar es que nuestras percepciones corresponden a las propiedades de las cosas consideradas objetivamente con independencia de las condiciones de la observación, tales como pueden averiguarse mediante su medición. Así, puede decirse que nuestra percepción de una figura, un círculo por ejemplo, es verídica si sabemos o podemos comprobar por medición que ese objeto tiene diámetros iguales en todas direcciones. (Rock, op. cit., p. 4.)

 

¿Qué más podría querer el realista sobre la percepción que se admita? Quizá lo que debamos concluir de la lectura de textos como el de Rock es que hay una tensión en el pensamiento de los teóricos —un amplio grupo— cuyas ideas se ven reflejadas en él. Por un lado, tales teóricos son muy conscientes de las limitaciones de nuestro aparato sensorial. Además, son también muy conscientes de la complejidad de los procesos de percepción, de los complicados subprocesos que están detrás de cualquier acto normal de percepción y de la cantidad de sistemas o subsistemas involucrados, sistemas que, además, en esos procesos, "construyen" algo. Todo esto les puede llevar a declaraciones antirrealistas, como cuando la utilización de la palabra 'constructo' sugiere que lo que se obtiene es un (mero) producto de la mente. Pero, por otra parte, no pueden dejar de reconocer que, dentro de los límites de precisión que puede alcanzar, nuestra percepción suministra información objetiva sobre el entorno, lo cual es difícil de interpretar de otro modo que diciendo que la mayoría de las veces nos presenta objetos realmente existentes con propiedades que realmente tienen. Esto sería entonces lo que les lleva a declaraciones que, como las últimas citadas de Rock, son indistinguibles de la posición de un realista.

La tensión se relaja en parte reconociendo la distinción realizada anteriormente entre información acerca de algunas e información acerca de todas las propiedades de los objetos del entorno. En parte, también se requiere el claro reconocimiento de que los complicados procesos que tienen lugar en la percepción (si se quiere: que median la captación de las propiedades de los objetos en la percepción) en general pueden estar al servicio de la realización de registros más fieles de la realidad, es decir, de la obtención de una mejor información acerca de las propiedades del entorno. Hay una razón profunda para ello que es la razón evolutiva apuntada por Rock en su texto.

En el último texto citado de Rock hay un reconocimiento de este último punto: «nuestras percepciones... resultan ser... diferentes de las imágenes formadas en la retina», pero al mismo tiempo son «notablemente correctas... verídicas». Es decir, entre la impresión de las pautas de luz en la retina y la percepción visual de un objeto median complicados procesos que tienen como resultado el darnos información acerca de las propiedades de los objetos del entorno. En realidad, pues, no tenemos aquí algo esencialmente diferente del caso de la cámara fotográfica que comentábamos anteriormente. Los procesos de enfoque, velocidad del obturador, etc., se han automatizado en muchas cámaras fotográficas modernas con el fin de que su manejo sea más fácil para sus usuarios, pero los refinamientos tecnológicos están al servicio de un aumento general de la fidelidad de los registros. Así podríamos decir, de un modo general, que la selección natural ha hecho que multitud de procesos que intervienen en la percepción se hayan automatizado sirviendo al fin general de una mayor fidelidad, es decir, de la captación verídica de la realidad, en el sentido descrito por Rock. Y que dan como resultado "constructos" que representan propiedades objetivas del entorno. En este sentido, un "constructo" no es un mero constructo. La complejidad de los procesos no implica arbitrariedad de la representación, falsedad o falta de correspondencia con propiedades objetivas.

Tampoco debemos considerar que la "mediación" que pueda suponer la intervención de complejos procesos intermedios en un caso de percepción pueda aducirse en detrimento del carácter directo de la captación de un objeto físico en la percepción, pues nótese que Rock mismo calificaba a las instantáneas que se obtienen con una cámara como un «registro directo de la realidad», a pesar de que una cámara fotográfica utiliza ciertas técnicas (y toda una complicada tecnología si se trata de una moderna) para conseguir esos registros, y de que los mismos están mediados por los procesos (ajuste de foco, determinación de la luminosidad, determinación de la velocidad de apertura del obturador, etc.) que tienen lugar en la cámara cuando se obtiene con ésta una instantánea. Si el hecho de que los registros de una cámara estén mediados por toda una serie de procesos que tienen lugar con anterioridad a que se realicen aquéllos y durante el tiempo mismo de su realización (por dejar ya aparte el que, cuando finalmente se realizan, resultan ser impresiones en una película y es necesario aún revelar la misma) no impide que se califique a una instantánea como un registro directo de la realidad, entonces el hecho de que la captación de las propiedades físicas de un objeto en la percepción esté mediada por complejos procesos no debería impedir calificar de directo el acceso perceptivo a un objeto físico o a sus propiedades.

Los modernos modelos computacionales de la percepción y la cognición sostienen la naturaleza computacional de estas capacidades. Los procesos implicados pueden verse así como el paso de estados que, en un cierto nivel de abstracción, se consideran constituidos por representaciones a otros estados representacionales siguiendo un algoritmo o "programa computacional" (aunque esta concepción ha sido parcialmente cuestionada por los llamados modelos conexionistas). Si consideramos abstractamente este algoritmo como un conjunto de "reglas de transformación" de unas representaciones en otras, y, en este sentido, como una generalización de la aplicación de reglas formales de inferencia de un sistema lógico, llegamos a que, en un cierto sentido abstracto, se puede decir que los procesos cogniti-vos pueden tal vez verse como "procesos inferenciales".

Sin embargo, estas teorías cognitivas contemporáneas no brindan por sí mismas ningún apoyo a una teoría representacional o causal de la percepción como la de Locke o Russell. Esta teoría postula que las inferencias se realizan a partir de algo a lo que se supone que se tiene —o que en principio se puede tener— acceso consciente y de lo que se afirma que es directamente dado en la percepción; y concibe también a las inferencias mismas como inferencias en el sentido más pleno: razonamientos para justificar una conclusión a partir de premisas, que, o bien se conciben como realizados conscientemente (las premisas son suministradas en este caso por introspección), o bien como realizados inadvertidamente por la costumbre debida a la constante repetición, pero en principio realizables conscientemente. El siguiente texto puede servir bien para ilustrar las diferencias de la teoría representacional con el representacionalismo moderno de las teorías computacionales de la cognición:

¿Qué sabemos, pues, sobre el mundo físico? Definamos primero, más exactamente, lo que significamos por un acaecimiento "físico". Yo lo definiría como un acontecimiento que, si se sabe que ocurre, es inferido, y que no se conoce que sea mental. Y defino un acontecimiento "mental"... como aquel del cual alguien se percata (¿5 aware) de otra manera que por inferencia. (Russell, El conocimiento humano, parte III, cap. vii, p. 306.)

Todo esto está muy lejos del espíritu y la letra de las modernas teorías cognitivas. Si por inferencia entendemos lo que entiende Russell, a saber, un paso lógico que suministra apoyo racional para las conclusiones a las que se llega —inferencia, como hoy se dice, en el nivel personal—, las modernas teorías cognitivistas dejan abierta la posibilidad —cuando no sugieren abiertamente la conclusión— de que son los objetos o acaecimientos físicos, o más concretamente algunas de sus propiedades, las que son "inmediatamente" o "directamente" accesibles por medio de la percepción, no a la retina, nótese, pero sí a la mente, en la experiencia perceptiva como un todo, donde 'inmediatamente' o 'directamente' quiere decir justamente sin mediar inferencia en el sentido mencionado.[10] Las inferencias no intervienen normalmente si no es en el sentido abstracto de transformación formal de unas representaciones en otras —es decir, en el llamado actualmente nivel subpersonal—, pero entonces afectan justamente a los acaecimientos mentales.

Con todo, parece quedar un núcleo irreductible en el pensamiento antirrealista acerca de la percepción que todavía no hemos examinado críticamente. Hay algo más en la idea de que «la mente crea su propio cuadro» que la interpretación, en realidad, inocua, que dimos anteriormente; algo más en la idea de "constructo" o "construcción mental" que motiva también la tensión descrita anteriormente. También respecto a este punto es representativo el texto de Rock:

El mundo-perceptual que nosotros creamos difiere cualitativamente de las descripciones del físico por estar nuestra experiencia mediada por nuestros sentidos y hallarse construida interiormente como una representación del mundo. Percibimos así colores, sonidos, sabores y olores, percepciones que o bien carecen de significación en el mundo de la realidad física o tienen un significado diferente. Lo que nosotros percibimos como tintes de rojo, azul o verde, el físico lo describe como superficies que reflejan ondas electromagnéticas de determinadas frecuencias. A lo que nosotros experimentamos como sabores y olores refiérese el físico como a compuestos químicos. Lo que para nuestra experiencia son sonidos de variantes tonos, descríbelo el físico como objetos que vibran a diferentes frecuencias. Colores, sonidos, sabores y olores son constructos mentales, creados a partir de la estimulación sensorial. En cuanto tales, no existen fuera de la mente. El filósofo pregunta: ¿chirría el árbol que se resquebraja en el bosque, si ninguna criatura se halla lo bastante cerca para oírlo? Por descontado que esa caída produciría vibraciones en el aire. Éstas, a buen seguro, existirían. Pero no habría allí sonido alguno, porque un sonido, por definición, implica la sensación suscitada por tal vibración en un ser viviente. (Rock, op. cit., p. 4.)

Rock está aquí contrastando (a su modo) lo que el destacado filósofo norteamericano contemporáneo, Wilfrid Sellars, llama la imagen manifiesta del mundo con la imagen científica del mismo. Como los escritos del propio Sellars y otros ponen de manifiesto, el tema del contraste y el de la posibilidad o imposibilidad final de poner de acuerdo o desacuerdo ambas imágenes es un tema complicado y apasionante. Es claro que el mundo se nos "manifiesta" o "aparece" de un modo muy central con las propiedades (colores, sonidos, sabores, olores, etc.) que en la tradición filosófica se llaman cualidades secundarias. De manera que el problema estribará en ver cuál es la relación —si es que hay alguna— entre estas propiedades y las propiedades que la ciencia atribuye a los objetos.

Sin embargo, la presentación de Rock, por más que llena de fuerza, está también cargada de imprecisiones, connotaciones y sugerencias implícitas que no debemos pasar por alto.

Para empezar, es cierto que, si los "constructos" son mentales, no existen fuera de la mente. Ésta es ni más ni menos la observación de Berkeley (§ 2 de sus Principios sobre el entendimiento humano) que citábamos en la sección 3 y que vimos constituía una premisa para su razonamiento en favor de la conclusión idealista de que los llamados objetos físicos no tienen existencia independiente de la mente. Análogamente, la correspondiente afirmación de Rock parece constituir para él un punto de apoyo en favor de una conclusión antirrealista más moderada o limitada: que los colores, sonidos, sabores y olores no tienen existencia independiente de la mente. Pero el paso de una cosa a otra no es, ni mucho menos, inmediato. Ya hemos visto que no es incompatible decir que en los procesos mentales se "construyen" representaciones con afirmar que éstas lo son de aspectos y propiedades objetivas (existentes independientemente de tales procesos).

En cualquier caso parece claro que Rock se sitúa —en este texto y respecto del asunto que en él trata— dentro de la clásica teoría representacional de la percepción. En efecto, si los colores, los sonidos, etc., no existen fuera de la mente, pero, por otra parte, los percibimos, lo que percibimos no son rasgos o propiedades de los objetos del entorno, sino cosas que están en nuestra mente pero que de algún modo están «construida[s] interiormente como una representación del mundo».

Nótese que el modo de expresarse de Rock oscila entre algo que bordea el reconocimiento implícito de la objetividad de las propiedades en cuestión y un rechazo explícito de esa objetividad. Consideremos así primero su afirmación sobre los sabores y olores: «a lo que nosotros experimentamos como sabores y olores refiérese el físico como a compuestos químicos». No habría aquí ningún problema para el realista si lo que se estuviera diciendo es que lo mismo que el físico reconoce como ciertos compuestos químicos es lo que nosotros experimentamos como sabores y olores. Repárese aquí en la posible ambigüedad del término 'experimentar'. Podríamos estarnos refiriendo a una experiencia perceptiva (un acto de percepción) o a una sensación o experiencia subjetiva (a lo que es más característicamente subjetivo de la misma: un quale). Como insistíamos en la sección 6, no hay que confundir unas cosas con las otras. Si distinguimos entre percepción, por un lado, y sensación, experiencia subjetiva y cualidades fenoménicas de la experiencia (qualia), por el otro, podría afirmarse que lo que percibimos (los "objetos" de la percepción) son ciertos compuestos químicos, pero que la experiencia perceptiva tiene cierto carácter fenoménico. Quedaría así abierta la cuestión de si propiamente debemos llamar 'sabores' y 'olores' a los compuestos en cuestión o a las cualidades subjetivas de la experiencia. Pudiera ser que estos términos se apliquen con cierta ambigüedad.

En el texto de Rock esta posibilidad se rechaza claramente al hablar de los sonidos. De acuerdo con Rock, no llamaríamos sonido a una vibración del aire, sino a algo que «implica la sensación suscitada por tal vibración en un ser viviente». Pero (dejando aparte el hecho de que en física se llama sonidos precisamente a las vibraciones del aire), de nuevo, ¿cómo hay que entender este 'implica'? Si lo que quiere decirse es que el sonido es la sensación, en tal caso, claro está, no hay sonidos si no hay seres vivientes. Pero, entonces, ¿por qué se dice 'implica'?

Hay un modo de interpretar la palabra 'implica' según el cual podría admitirse que los sonidos son propiedades objetivas del entorno (vibraciones del aire), aunque implican ciertas respuestas (sensaciones) posibles de organismos sintientes. Como lo mismo podría decirse respecto a las otras cualidades secundarias, en especial de los colores, vamos a examinar este último caso, que es el que más y mejor ha sido discutido en los escritos filosóficos recientes. Con ello no suponemos, sin embargo, que las conclusiones a las que pueda llegarse del examen del caso de los colores puedan aplicarse sin más al caso de los sonidos, los sabores, olores, etc. Tampoco supondremos lo contrario. Sólo suponemos que el caso de los colores es suficientemente importante como para tomarlo como ejemplo y también que tiene como mínimo algo de "ejemplar" o representativo.

8.    El caso de las cualidades secundarías: los colores

Cuando decimos que percibimos colores, ¿percibimos ciertas cualidades que las cosas tienen independientemente de nuestra mente? ¿Ciertas propiedades que tendrían de suyo, de cualquier modo, aunque no hubiera y no hubiera habido nunca seres humanos (y otros animales, si se quiere hacer el caso aún más claro) sobre la faz de la Tierra? ¿O se trataría más bien de sucesos internos a la mente, de modo que propiamente (cf. sección 6) cabría hablar sólo de sensaciones (en vez de percepción) de colores? ¿O hay alguna posibilidad intermedia en algún sentido?

Forma parte de nuestra concepción común de los colores el que éstos son propiedades de las cosas que explican nuestras sensaciones de color a las cuales tenemos acceso por la percepción visual. Si esto fuera efectivamente así (si pudiéramos mantener esa opinión implícita en nuestra concepción común de los colores), diríamos que normalmente cuando tenemos una sensación de color estamos percibiendo colores, es decir, las mencionadas propiedades. Preguntémonos, pues, primero qué propiedades podrían estar correlacionadas con nuestras sensaciones de color, pues tal vez podamos luego identificar esas propiedades con los colores mismos. A este respecto la investigación en la percepción de colores ha realizado avances muy importantes en las tres últimas décadas.

Los experimentos llevados a cabo por Edwin Land y sus colaboradores en la década de los setenta y ochenta mostraron, en primer lugar, que nuestras sensaciones de color son totalmente independientes del flujo de energía luminosa (también llamado radiancia) que llega al ojo. De modo que podemos decir que lo que captamos cuando decimos que percibimos colores no puede ser esta propiedad física; en la medida en que podría creerse que esta propiedad es el mejor candidato a constituir la propiedad objetiva (propiedad que está "en las cosas mismas") que se capta al percibir los colores, los resultados en cuestión parecerían brindar apoyo a la idea de que los colores no son propiedades de las cosas.

Los experimentos por los que se establece la independencia de nuestras sensaciones o percepciones de color respecto de la energía lumínica muestran que la energía que llega al ojo desde, por ejemplo, una superficie blanca (es decir, que el sujeto experimental califica de blanca) iluminada por luz de cada una de las longitudes de onda a las que los conos de nuestras retinas son máximamente sensibles puede ser exactamente la misma que la que llega desde una superficie de otro color, por ejemplo verde (es decir, que se califica de verde). ¿Cómo puede ser esto? O bien los colores son algo subjetivo (aunque compartido por los miembros de la especie), o bien están asociados con algo más sutil, algo que, por así decir, está "dentro" de la energía luminosa que llega al ojo. ¿Qué podría ser esto?

Land y sus colaboradores mostraron también lo opuesto, a saber, que el color percibido (o la sensación de color) en dos superficies puede sistemáticamente ser idéntico aunque la energía luminosa que le llega al ojo en uno y otro caso sea muy diferente. ¿Cómo explicar esta constancia? ¿Hay algo que es constante en estos casos? Pues bien, en una primera y buena aproximación puede decirse que lo que es constante es la reflectancia de la superficie, es decir, la proporción de luz que esa superficie refleja (de cada longitud de onda) respecto de la luz total que incide en ella. La reflectancia está también correlacionada con los diferentes juicios del caso anterior (blanco frente a verde, por ejemplo), pues en esos casos las reflectancias de las superficies son distintas (aunque la energía radiante que llega al ojo sea la misma). De manera que podríamos decir que el sistema visual "calcula" o "computa" la proporción de luz reflejada por una superficie "descontando" los efectos de la iluminación. La cuestión del algoritmo y el funcionamiento del mecanismo por el que podría realizarse esto, o por el que efectivamente se realiza, no son aquí nuestro asunto; lo que nos interesa es la correlación entre colores percibidos o sensaciones de color y reflectancias.

Las cosas son algo más complicadas, pues, en primer lugar, no se trata de la reflectancia total de una superficie, sino de la reflectancia a lo largo de las tres bandas de frecuencias de luz a las que los conos de nuestras retinas son sensibles. Además, en segundo lugar, no hay ni mucho menos una correspondencia perfecta entre esas reflectancias y las sensaciones de color. Aunque a cada diferencia de sensación le corresponde una diferencia en reflectancia, la inversa no es cierta, por dos razones. Una es que las reflectancias cambian a lo largo de un continuo, mientras que nosotros no podemos discriminar más que un número discreto, finito y comparativamente limitado de reflectancias. La otra es que incluso reflectancias muy distintas —un número indefinido de ellas— dan lugar a las mismas sensaciones de color. Esto se debe a que nuestros tres tipos de fotorreceptores (los conos de la retina) son sensibles a la cantidad total de luz que les llega de la banda correspondiente, no a cómo la energía luminosa esté distribuida dentro de cada banda. Sea cual sea el modo en que esté distribuida, si la energía luminosa se integra de la misma forma en cada una de las bandas, los fotorreceptores no pueden discriminar las correspondientes reflectancias (estas reflectancias que no pueden discriminarse reciben el nombre de metámeros).

¿Podemos identificar los colores de las superficies con sus reflectancias, dada la correlación existente entre sensaciones de color y reflectancias? ¿O es esa correlación demasiado imperfecta? Por de pronto, parece que, si queremos asignar a nuestras sensaciones de color el protagonismo que parece que deberían tener a la hora de determinar qué son los colores, deberíamos identificar los colores más bien con clases o conjuntos de reflectancias. Ahora bien, parece que, debido a la existencia de metámeros, esas clases habrían de incluir elementos muy dispares.

Otra consideración que podría hacerse contra la hipotética identificación mencionada se basa en el hecho de que pertenece centralmente a nuestra concepción de los colores la idea de los parecidos y diferencias entre colores. No sólo el escarlata nos parece más similar al bermellón que cualquiera de ellos al verde esmeralda (algo que tal vez podríamos dejar en segundo plano al ser los dos primeros variedades del rojo), sino que el rojo y el naranja nos parecen más similares que cualquiera de ellos y el azul, por ejemplo. Estos hechos de similitudes y diferencias no tienen una correspondencia con relaciones entre reflectancias, y en esa medida habla contra la identificación en cuestión.

Reflexionemos ahora de manera general sobre las varias posibilidades que tenemos ya de caracterizar los colores. ¿Qué tipo de propiedades de las cosas serían si pudiéramos caracterizarlos del modo descrito o de algún otro modo análogo que los asociara a reflectancias? Supongamos primero que tuviéramos razones para superar las dificultades iniciales que hemos encontrado en la idea de identificar colores con reflectancias. La reflectan-cia de una superficie es la capacidad de esa superficie de reflejar una determinada parte de la luz que sobre ella incide. Es, pues, una propiedad dispo-sicional de las superficies (y, en definitiva, de los objetos que presentan tales superficies). Una propiedad que las superficies o los objetos tendrían "de suyo", con completa independencia de que pudieran o no ser captadas por aparato perceptor alguno; con completa independencia, pues, de nuestras mentes.

Si siguiéramos la pista de la correlación entre sensaciones y clases de reflectancias o triplos de reflectancias integradas para identificar los colores, de nuevo estaríamos identificando éstos con propiedades disposiciona-les de los objetos, esta vez con disposiciones a reflejar la luz de un modo que esté dentro de un cierto conjunto de (triplos de) reflectancias (integradas). Más precisamente, pues, estaríamos identificando cada color con una clase de tales disposiciones, o, de forma equivalente, con una disyunción de reflectancias integradas (la disyunción de todas las reflectancias de la clase en cuestión), es decir, con una disyunción de propiedades disposicionales de objetos físicos (puesto que cada una de las reflectancias integradas es una propiedad disposicional de objetos físicos).

La conclusión que hemos de extraer es que, por cualquiera de los ángulos en que hemos examinado hasta aquí la cuestión, el carácter objetivo (independiente de la mente) de los colores no parece estar comprometido.

Pero, se dirá, nuestra manera de concebir los colores no es hacerlo como reflectancias (o disyunción de reflectancias). En otras palabras, nuestro concepto de color no es el concepto de una reflectancia o una disyunción de reflectancias. Eso es cierto, pero esta observación no pone por sí sola en entredicho la posibilidad de identificar los colores con reflectancias o clases de reflectancias. Nuestro concepto de agua y nuestro concepto de H2O no son el mismo concepto, y, sin embargo, cuando atribuimos a un líquido la propiedad de ser agua y cuando le atribuimos la propiedad de ser H2O le estamos atribuyendo la misma propiedad. De modo que los colores podrían ser reflectancias o disyunciones de reflectancias aunque nuestro concepto de color no tuviera la noción de reflectancia como componente.

Con todo, ¿podríamos dar una descripción de los colores que reflejara nuestro concepto o fuera al menos más cercana al mismo? Una idea central que tenemos sobre los colores es que, si a un observador normal, en circunstancias normales de iluminación (con luz solar o con buena iluminación con bombillas corrientes), le parece claramente que una cosa es de determinado color, esa cosa es de ese color. También esto ha alimentado la creencia de que los colores no son algo objetivo, pues ¿no sería precisamente una marca de algo objetivo, de una propiedad que los objetos tienen independientemente de nuestras mentes, el que incluso observadores normales en circunstancias normales podrían equivocarse al atribuir esa propiedad a los objetos? Ahora bien, ¿es realmente necesario que se extraiga la conclusión de falta de objetividad en este caso?

La intuición mencionada motiva o se ajusta a la descripción de los colores como disposiciones de las cosas a producir ciertas sensaciones en nosotros. Esta descripción es la descripción clásica que se da de las tradicional-mente llamadas propiedades secundarias, de modo que describir así los colores es decir de ellos que son propiedades secundarias. ¿Comprometería definitivamente esta concepción de los colores su objetividad, en el sentido de esta palabra pertinente aquí (independencia de la mente)?

Si nos concebimos como organismos físicos, nuestras sensaciones (dejemos ahora aparte las cualidades fenoménicas que podemos distinguir por introspección en nuestras sensaciones) no son sino estados de tales organismos describibles físicamente, de modo que la descripción anterior caracteriza, en definitiva, a los colores como disposiciones de las cosas a producir ciertos estados físicos en ciertos organismos (o ciertos "outputs" en ciertos tipos de "mecanismos", si queremos decirlo más abstractamente). Esto por una parte. Pero es que, además, cuando hablamos de disposiciones, ¿queremos decir que esas cosas tienen tales disposiciones "sin más" o más bien creemos que hay propiedades en ellas (propiedades intrínsecas) que son responsables de esas disposiciones? Queremos decir esto último. Pero entonces no hay nada que se oponga a considerar a los colores como propiedades objetivas de las cosas.

En realidad no hay nada que se oponga decisivamente a creer que tenemos aquí un caso de diferentes descripciones —vale decir, diferentes conceptos— de la misma propiedad. Ciertamente, si caracterizamos los colores como disposiciones de las cosas a producir ciertas sensaciones en nosotros, no podríamos identificar los colores con reflectancias singulares (cada color con una reflectancia), puesto que a una disposición que produce sensaciones que agrupamos como del mismo tipo corresponden reflectancias diferentes, pero nada se opondría a identificar los colores caracterizados de ese modo con una disyunción de reflectancias, aunque los correspondientes conceptos sean distintos.

En lo que antecede se han presentado algunas ideas que favorecen la posición realista sobre los colores y también la teoría realista de su percepción. Según esta última, al decir que percibimos colores usualmente decimos bien, pues no hay únicamente sensaciones de color en nosotros, sino que las cosas tienen objetivamente ciertas propiedades (que podemos caracterizar disposicionalmente, pero que también podríamos caracterizar, en principio, de otro modo) que somos capaces de captar visualmente.

Ahora bien, no sería justo ocultar que el realista se encuentra aún con dificultades. Uno de los inconvenientes de la teoría presentada en esbozo es que debemos renunciar a la idea intuitiva de que la naturaleza de los colores se nos revela por completo en la percepción. Tanto si concebimos los colores como disyunciones de reflectancias, como si los concebimos como disposiciones que no son disposiciones "sin más", sino que tienen un fundamento en propiedades intrínsecas de los objetos, hay mucho más que saber de los colores que lo que la percepción revela.

¿Por qué habría de ser, en principio al menos, un inconveniente renunciar a la idea intuitiva de que la naturaleza de los colores se nos revela en la percepción visual? Porque esta idea parece un ingrediente central de nuestro concepto mismo de color, o del significado del término 'color', de modo que podría acusársenos de estar subrepticiamente cambiando de tema, de no estar ya hablando sobre lo que comúnmente llamamos colores, cuando la discusión inicial trataba precisamente de esto.

En nuestra defensa cabría aducir, tal vez, que no es una idea tan central como otras, o que, en cualquier caso, entra en conflicto con la idea de que los colores de las cosas causan nuestras sensaciones de color o que los colores que tienen las cosas entran en la explicación de nuestras sensaciones de color.

Pero aun admitiendo esto, y aun admitiendo que el conflicto deba resolverse desechando la primera y no la segunda de estas dos ideas, podría todavía pedírsenos que justificásemos la afirmación de que los colores son propiedades causales de las cosas, o, dicho de otro modo, que entran en la explicación causal de ciertos procesos. ¿Pueden ser causalmente explicativas ciertas disposiciones o las disyunciones de propiedades?

Lo más justo en el momento presente es decir que la discusión no está cerrada. Pero ésta es una afirmación que vale en ambos sentidos. Ni mucho menos está cerrada la posibilidad de sostener una posición cercana a la del realismo ingenuo sobre la percepción, incluso allí donde tradicionalmente éste ha sido considerado como más obviamente problemático, como en el caso de la percepción de colores (y en otros casos presuntamente relacionados: la de sonidos, sabores, olores, texturas...). Lejos de estar cerrada, a un grupo notable de filósofos les parece en la actualidad la posibilidad más probable, por decirlo así. Sin embargo, para mantener esa posibilidad, el realista debe claramente salir de su presunto estado de ingenuidad para argumentar de modo refinado echando mano de cuantos resultados empíricos y herramientas conceptuales le suministra el estado actual del saber y la reflexión en este campo.

9.    Sugerencias bibliográficas

Las citas de las obras clásicas de Locke, Berkeley, Hume, Reid y Kant se hacen según mi traducción de los originales; sólo en la Investigación de Hume sigo en general la traducción española, aunque me aparto de ella cuando lo considero conveniente (doy, sin embargo, en todo caso la paginación de esta accesible edición).

Para comenzar a profundizar en algunos de los temas aquí tratados en una "atmósfera" afín, léanse los capítulos III y IV del libro de García-Carpintero Las palabras, las ideas y las cosas. García-Carpintero introduce allí terminología técnica y recursos gráficos para hablar más claramente de la diferencia entre los contenidos de las percepciones y las experiencias subjetivas.

Para la teoría representacional de la percepción que hemos llamado clásica, véase el capítulo 10 de la interesante introducción a la filosofía de Flew (en general he seguido, aunque de lejos, la trayectoria de Flew en el mencionado capítulo), de nivel introductorio, y, de nivel más avanzado, el capítulo 2 de Mackie (1976), donde se examina también la cuestión de si, en definitiva, Locke es un representante de la teoría. Sobre Locke, sin embargo, la obra más completa es la de Ayers, publicada ahora en un solo volumen. Ayers, como Mackie, plantea los temas de Locke de modo relevante para la discusión filosófica actual, y para profundizar en la perspectiva histórica de éstos sería difícil encontrar una obra mejor. Aunque necesariamente menos detallado, es también muy recomendable el libro de Bennett sobre Locke, Berkeley y Hume. Este autor tiene también un comentario recomendable sobre Kant en dos volúmenes. De carácter más introductorio es el libro de Kórner. El conocido ensayo de Strawson sobre el proyecto kantiano en la Crítica de la razón pura (Strawson, 1966) es justamente famoso por tratar de sostener argumentativamente una postura afín a la de Kant, pero sin el problemático giro trascendental.

El libro de Austin, Sense and Sensibilia, contiene una discusión crítica bien conocida de la posición de la teoría representacional de la percepción; en particular, para un examen del argumento a partir de la ilusión en la versión contemporánea de A. J. Ayer véanse los capítulos III y V.

Una alta valoración de los argumentos escépticos acerca del mundo externo puede conducir a una posición fenomenalista (a la que tanto se aproxima Berkeley) o cuasi-fenomenalista (como la de Hume o Kant). Esta misma trayectoria fue recorrida por autores más recientes, como Mach y Russell, y posiblemente también (aunque esto es una tesis controvertida) por Wittgenstein en su primera etapa (la del Tractatus Logico-Philosophi-cus). No ha sido posible dedicar aquí más espacio al fenomenalismo, al cual sólo se le describe, de manera muy general, en la nota 4 de este capítulo. Para una presentación detenida y un análisis comparativo de diversos sistemas fenomenalistas, véase Moulines (1973); en el libro de García-Carpintero citado más arriba se examina con cierta profundidad lo que conduce al fenomenalismo o al solipsismo, y la vinculación de ambas doctrinas con el internismo (capítulo V), así como una exposición de los datos y argumentos que presentan a Wittgenstein como un representante de todas esas doctrinas (capítulo X), y también, finalmente, el argumento de Wittgenstein en su segunda etapa (la de Las investigaciones filosóficas) contra ellas (capítulo XI). Los argumentos que se presentan en esa obra se relacionan con la presente del siguiente modo: tras explicar la posición de Berkeley la hemos abandonado simplemente por implausible ("difícil de creer"), pero esto puede ser insatisfactorio para algunos lectores; pues bien, si lo que se desea es introducirse en los argumentos contra tal tipo de posición, el mencionado texto de García-Carpintero es muy recomendable.

Véase también sobre estos temas el ensayo clásico de Sellars (1963&) y su crítica a "lo dado" en la experiencia.

Posiblemente la mejor panorámica sobre las concepciones contemporáneas de la representación, con sus raíces clásicas, es la de Cummins (1989).

Lo que se dice en el texto de las diferencias epistémicas entre la percepción y el acceso introspectivo a las cualidades intrínsecas de la experiencia está influido por Sturgeon (1994), con quien también está el texto básicamente de acuerdo respecto al papel de los estados fenoménicos en la percepción. Sobre este punto especialmente, aunque también sobre algunos otros, será igualmente detectable la influencia de García-Carpintero (1998), artículo que, además de su valor como defensa de una posición propia, es muy útil para introducirse en la discusión actual sobre los qua-lia y el dualismo.

Snowdon (1992) es una aportación valiosa reciente sobre la cuestión de cómo puede o debe entenderse la expresión 'percepción directa'. En Valberg (1992) se encontrará un atractivo estudio de las dificultades que puede presentar sostener tanto la posición de que el objeto de la percepción es un objeto interno, como que es un objeto externo.

La relevancia para la epistemología de las ciencias cognitivas y la perspectiva de aquélla desde éstas se tratan en Goldman (1986). Gardner (1987) es una introducción histórica recomendable a las ciencias cognitivas. En esta obra podrá encontrarse, por ejemplo, una explicación introductoria de la influyente teoría de Marr de la representación de formas espaciales, que puede servir de excelente ilustración del uso efectivo que se realiza en las mencionadas ciencias del concepto de representación y de procesos compu-tacionales con representaciones. En la contribución de Duncan al colectivo editado por Baddeley y Weiskrantz, podrá el lector interesado encontrar algo de sustancia sobre la afirmación de que las ciencias cognitivas apoyan la tesis de que lo que se percibe inmediatamente son objetos físicos. Véase también la contribución de Treisman a ese mismo volumen y los comentarios de Brewer sobre ambas contribuciones en su recensión (1995).

Sobre los colores, una excelente defensa del punto de vista realista que los asimilaría a propiedades primarias es la de Hilbert (1987). En Hardin (1988) se sostiene una posición antirrealista. En el primer capítulo de esa obra se dan razones para encontrar imperfecta la correlación entre sensaciones de color y reflectancias. Una defensa de una posición que podríamos calificar de realista moderada sobre los colores, que tiene además en cuenta los argumentos de Hilbert y Hardin, es la de Johnston (1992). En estas obras se encontrará numerosa bibliografía sobre un tema acerca del cual es muy activa la discusión actual; supone una especie de "campo de batalla" en el que se enfrentan realistas y antirrealistas de varios tipos, y además es central para la comprensión de las relaciones entre la concepción manifiesta del mundo y la concepción científica.

Una conocida presentación de este último tema, que trata también de ubicar la filosofía en relación con una concepción del mundo, es la de Sellars (1963a). Muy recomendable como introducción es también el capítulo 6 de Luntley (1995).

La distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias puede hacerse de varios modos. Hume es la fuente clásica de la idea de que las cualidades secundarias "están en nosotros" y no "en las cosas". Puede verse a Locke como un realista sobre las cualidades secundarias (cf. el capítulo 1 del interesante libro de Mackie ya citado; este libro examina varios problemas filosóficos importantes tomando las doctrinas de Locke como punto de arranque). La tesis disposicional sobre los colores (capacidades de producir ciertas sensaciones en nosotros) se atribuye usualmente a Locke, pero véase Smith (1990).

Popper (1969), sobre Berkeley como precursor de Mach y Einstein, es un buen ejemplo de explicación de afinidades filosóficas en temas relacionados con los del presente capítulo, allí donde tal vez a primera vista uno no las esperaría. Sin embargo, la influencia directa sobre Einstein (en una etapa temprana) no la ejerció Berkeley, sino Hume, como Einstein mismo explica (cf. Einstein, 1949).

El enfoque "neokantiano" al tema del contenido representacional de la percepción y su relevancia para la cuestión de la existencia del mundo "externo" de que se habla en el apéndice III.3 puede retrotraerse, como mínimo, al influyente análisis que Strawson realizó de la deducción trascendental kantiana en su Bounds of Sense (parte 2, capítulo II), aludido arriba. Representativos de todo este movimiento "neokantiano" son Evans (1980; 1982, capítulo 7), Peacocke (1992, capítulo 3), Campbell (1993), Cas-sam (1989; 1997), Brewer (1992) y Eilan (1997). Todos estos autores, cualesquiera que sean las diferencias en sus respectivos desarrollos particulares, comparten una perspectiva de carácter kantiano (en un sentido amplio) del modo en que en el análisis de la experiencia subjetiva se encuentran los "materiales" para llegar a una visión de un mundo objetivo, independiente de la mente. McDowell (1994, especialmente Lecture I) ha puesto en primer plano el tema de las razones, es decir, la cuestión de si los estados de percepción proporcionan razones para las creencias empíricas objetivas. Todos los nombrados están estrechamente vinculados a la Universidad de Oxford.


 

[1] Especialmente en este capítulo puede ser conveniente que el lector consulte el apéndice III. 1 cuando palabras como 'objeto', 'individuo', 'cosa', 'acaecimiento', 'objeto interno', 'objeto externo', 'objeto de la percepción', etc., le planteen dificultades de interpretación del texto.

 

[2] La tesis de que algo se parece a una propiedad o de que una propiedad se parece a algo es, por asf decir, complicada. Parece, en primer lugar, que una propiedad sólo puede parecerse, si acaso, a otra propiedad, con lo cual la interpretación que se acaba de dar en el texto no tendría sentido. Podríamos pensar que lo que dice Locke es que una cierta propiedad de la cosa se parece a alguna propiedad de la idea, pero entonces hay que explicar qué quiere decir que una idea se parece a otra. Quizá es que ambas comparten una propiedad de segundo orden (una propiedad de propiedades). Pero ¿qué propiedad de segundo orden sería común a la propiedad de ser cuadrado, por ejemplo, y a su "réplica" en la idea?

 

[3] Uno de los autores contemporáneos más influyentes que han caído en esta exageración es Putnam; véase al respecto la sección "The 'similitude' theory" del tercer capítulo de Putnam (1981). Putnam incluye ahí a Locke entre los propugnadores más notables de una teoría de la representación mental (en la terminología de Putnam en esa obra: teoría de la referencia) según la cual ésta consiste en el parecido; es decir, la relación entre una representación mental y un objeto externo la determina el parecido o similaridad entre una y otro. Ciertamente Locke mantuvo una tesis del parecido (restringida a las cualidades primarias), pero de ésta no se sigue que la representación consista en el parecido y además Locke tiene una teoría causal de la representación, totalmente independiente de la idea de parecido.

 

[4] Esto sería disputado por autores como Mili, Mach, Russell, Carnap o Ayer, quienes sostienen una posición fenomenalista (por lo que respecta a algunos de ellos, sólo en algún momento de sus trayectorias filosóficas), muy similar a la posición de Berkeley excepto por lo que concierne a la existencia de Dios y lo que ello implica. Para un fenomenalista, cualesquiera objetos de los que podamos ser conscientes son (hablando de un modo que el fenomenalista quizá no admitiría de buen grado) internos. Esto no quiere decir que el fenomenalista niegue que haya una distinción entre objetos externos y objetos internos. Sin embargo, él sostiene que esta distinción debe precisarse en términos de posibilidades o configuraciones de posibilidades de aparición en la conciencia: tenemos un objeto externo cuando se tiene cierto tipo de combinación de posibilidades —que, naturalmente, el fenomenalista procura caracterizar con exactitud— y un objeto interno cuando se tiene un tipo distinto de combinación. Además, el fenomenalista sostiene que cuando se piensa bien la cuestión, ésta y no otra es la concepción de sentido común de los objetos extemos (los objetos físicos u objetos sensibles). De modo que a lo que él se enfrenta es a una concepción de la distinción objeto interno/objeto externo que ha sido, en su opinión, filosóficamente distorsionada. Para el fenomenalista, un síntoma de que la distinción que él defiende estaría de acuerdo con el sentido común es que —de nuevo, en su opinión— sólo así es posible evitar la conclusión, tan contraria al sentido común, de que no tenemos experiencia de objetos externos, de que éstos no constituyen nunca el contenido de nuestra experiencia

[5] Kant se expresa a menudo como si no se tratase de dos concepciones distintas o dos maneras diferentes de concebir la misma realidad, sino de concepciones de diferente tipo de realidad, de una realidad que pertenece a una esfera distinta, totalmente disjunta. Se ha sostenido que esta segunda interpretación de la posición de Kant es esencial para algunos aspectos de su filosofía, como pueden serlo tanto la propia refutación del idealista del primer cuño como (en una problemática alejada) su solución a la antinomia de la libertad. En el texto hemos supuesto más bien la primera interpretación que algunos intérpretes encuentran más afín al espíritu general que informa la Crítica de la razón pura y que, en cualquier caso, proporciona una posición que
parece por sí misma más plausible

[6] Nuevamente es preciso poner un gran cuidado en tomar la palabra 'cosa' en su uso más general (más o menos como cuando la usamos en las expresiones cotidianas "¿Cómo van las cosas?" o las aún más coloquiales "¿Cómo está la cosa?" o "La cosa está que arde"), y no en su uso para referir a entidades permanentes o subsistentes, como lo son los objetos físicos. Es decir, de nuevo, se trata de que no hay que presuponer nada sobre cómo está estructurada esa realidad independiente. En la Crítica de la razón pura, Kant utiliza con mayor frecuencia la expresión en singular ('Ding an sich'; 'la cosa en sí') y algunos creen ver en ella una ventaja considerable a la hora de evitar tales presuposiciones erróneas (otros ven en la repetida utilización de esta expresión el peligro de hipóstasis o de un tecnicismo vacío) Sea como fuere, no cabe duda de que Kant utilizó también la expresión en plural (cf., por ejemplo, A252/B307 y A255/B312).

[7] Otros, en cambio, estarían dispuestos a disputar o negar la existencia de los qualia. Tampoco entre los que aceptan los qualia hay unanimidad. Algunos piensan que suponen un límite a lo que es posible explicar científicamente y suministran un apoyo para una posición dualista sobre la mente y el cuerpo. Otros niegan esto. Algunos de los que lo niegan creen que es posible explicar los qualia a partir, digamos, de premisas no subjetivistas; otros sostienen que ello no es posible, pero explican de otro modo su peculiaridad. Todas estas cuestiones están entre las más candentes y disputadas de la filosofía de la mente actual. Véanse las sugerencias bibliográficas para mayor información.

 

[8] En una discusión más detallada habría que considerar seriamente la posibilidad de diferenciar un aspecto de carácter perceptivo en el dolor del aspecto puramente sensitivo (el dolor-como-sensación). Al fin y al cabo, los dolores no sólo tienen determinadas "cualidades" sino que son dolores de algo —de alguna parte del cuerpo—, por lo que puede considerarse que, normalmente, contienen información sobre condiciones anómalas de partes del cuerpo. Además, también se dan, como es sabido, dolores alucinatorios: un dolor "en una pierna" que ha sido amputada. Podríamos tratar esto diciendo que no hay dolor-de-piema, aunque sí se da la sensación de dolor (sí se da el dolor-como-sensación).

 

[9] Es cierto que Lenin no fue un filósofo, pero, incluso dejando aparte lo que haya de filosofía política en sus escritos, escribió una obra (Materialismo y empiriocriticismo) que, si bien está finalmente motivada por la polémica política, trata cuestiones epistemológicas. Si se menciona aquí es más que nada por la gran influencia que durante muchos años tuvieron también sus doctrinas epistemológicas en una gran parte del mundo. La intención manifiesta de Lenin era criticar el empiriocriticismo, es decir, la posición de pensadores como Mach, Avenarius y sus seguidores, defendiendo —burdamente— una posición realista de sentido común. Pero en su propia teoría epistemológica Lenin cae —inadvertidamente— en la posición del realismo por representación, al sostener que lo que nuestra mente —o nuestro cerebro— forma es una copia de la realidad, con lo que inmediatamente a lo que tendríamos acceso es a la copia.

[10] Éste es un tema controvertido. La disputa se da entre posiciones internistas y extemistas acerca de la manera en que hayamos de entender el contenido de las representaciones o estados representacionales postulados en tales teorías y se relaciona estrechamente con la controversia análoga acerca de los estados mentales que suponemos en la psicología de sentido común. Cf. notas bibliográficas. Si, como la mayoría de los filósofos creen, el contenido de tales representaciones debe entenderse como algo extemo a la mente, esto suministraría un apoyo adicional general muy importante por parte de la ciencia contemporánea al realismo, en particular y ante todo al realismo sobre la percepción.