Quesada, Daniel (1998): Saber, opinión y ciencia. Barcelona: Ariel. Capítulo I. EL SABER Y SU RELACIÓN CON LA OPINIÓN. Pp. 17-66.

 

1. Sobre la relación entre saber y opinar

El objetivo de este capítulo es la caracterización del saber y el examen de las relaciones entre el saber y la opinión.

Comúnmente pensamos que saber algo y tener una (mera) opinión o hacer una conjetura acerca de algo son cosas claramente distintas. Pero también pensamos comúnmente que estas cosas distintas están relacionadas. Una de las relaciones que hay entre ellas nos concierne inmediatamente, y vamos a comenzar a sacarla a la luz mediante un ejemplo. Si nos enteramos de que Sydney "es una ciudad costera, podemos conjeturar que tiene puerto y luego convertir esa conjetura en una opinión nuestra más o menos firme, al oír hablar de que el trasatlántico Queen Elizabeth II ha hecho escala en Sydney. Cuando, con posterioridad, vemos reportajes sobre las sedes olímpicas, o cuando finalmente viajamos a esa sede particular, la creencia de que Sydney tiene puerto deja de ser una mera creencia que nosotros tenemos; ahora es algo que sabemos[1]. Fijémonos en que, como el ejemplo revela, nos vemos impelidos a afirmar que lo que en un primer momento conjeturamos se convierte luego en una opinión más o menos firme y, finalmente, en algo que sabemos. En otras palabras, que hay "algo" que sucesivamente conjeturamos y creemos, para llegar finalmente a saber.

 

Dicho de otro modo aún: en un caso de ésos, lo mismo que conjeturamos y creemos llega a ser lo que finalmente sabemos. En lenguaje técnico de muchos filósofos: el "objeto" (en un sentido amplio del que habremos de hablar posteriormente, la "cosa de que trata") de la conjetura, la opinión y el saber puede ser el mismo.

Esta posibilidad de relación entre el saber y la opinión —el que puedan tratar sobre lo mismo—, que parece tan clara si reflexionamos sobre ejemplos completamente normales como el presentado, ha sido negada al menos por uno de los más grandes filósofos de la historia. En efecto, en un conocí-do pasaje de La república —uno de los abundantísimos pasajes fascinantes de su obra— Platón argumenta, por boca de Sócrates, que lo que sabemos es necesariamente de naturaleza distinta a aquello sobre lo que mantenemos una opinión. De ser ello así —de tener razón Platón en esto—, la conclusión a la que habíamos llegado al hilo de nuestro ejemplo no sería más que expresión de una de tantas creencias de sentido común que los filósofos de todas las épocas nos han urgido a revisar y finalmente a abandonar, por hallarse —según tales filósofos— faltas de apoyo razonable una vez que se las inspecciona atentamente. Como nos importa indagar en los diversos aspectos de la relación de la opinión como el saber, nos compete examinar las razones de "Sócrates":

[Sócrates] Comenzaré situando las capacidades en una clase propia: son poderes que hay en nosotros y en todas las demás cosas, por medio de los que hacemos lo que hacemos. Son capacidades nuestras, por ejemplo, el ver y el oír. ¿He explicado claramente a qué clase me refiero?

[Glaucón] Sí, lo entiendo muy bien.

—Deja entonces que te diga lo que pienso sobre ellas. No son algo que veamos, y, por lo tanto, las distinciones de figura, color y otras parecidas, que me capacitan para discernir las diferencias de algunas cosas, no se aplican a ellas. Al hablar de una capacidad, pienso solamente en su dominio de aplicación y en su resultado; y a la que se aplica al mismo dominio y tiene el mismo resultado la considero la misma capacidad, pero la que tiene otro dominio de aplicación y otro resultado la considero una distinta. ¿Qué dirías tú a esto?

—Lo mismo.

—¿Serás entonces tan amable de responderme una pregunta más? ¿Dirías que el saber es una capacidad o cómo lo clasificarías?

—Ciertamente el saber es una capacidad, la más poderosa de todas las capacidades.

—¿Y la opinión? ¿Es también una capacidad?

—Ciertamente, pues la opinión no es sino aquello en virtud de lo cual nos podemos formar opiniones.

—Pero ¿no admitiste hace un rato que el saber no es lo mismo que el opinar?

—Claro, ¿cómo podría nadie en sus cabales identificar lo que es infalible con lo que es falible?

—Excelente respuesta, que muestra que tenemos clara una distinción entre ambas cosas.

—Sí.

—Por lo tanto, al ser el saber y la opinión capacidades distintas, ¿tienen diferentes dominios, es decir, tratan de cosas diferentes?

—Cierto.

—¿Presumiblemente es la realidad el dominio o aquello de lo que trata el saber, es decir, que saber es conocer la realidad tal como es?

—Sí.

—¿Y la opinión consiste en tener opiniones?

—Sí.

—¿Y se sabe lo mismo que se opina? Es decir, ¿el objeto de la opinión es lo mismo que el objeto del saber?

—En absoluto, ya hemos refutado eso; si la diferencia de capacidades implica diferencia de dominios —diferencia en aquello de lo que tratan— y si, como estamos diciendo, la opinón y el saber son capacidades distintas, entonces el dominio del saber y el de la opinión no pueden ser lo mismo. (Platón, La república, 477b-478b.)

Como podemos ver, si reflexionamos sobre el argumento que aquí presenta "Sócrates", la primera premisa del mismo es que diferentes capacidades conciernen a esferas o dominios de objetos también diferentes; la segunda, que la opinión y el saber son capacidades diferentes; y la conclusión, que la opinión y el saber conciernen a esferas o dominios de objetos diferentes, es decir, aquello sobre lo que uno puede opinar pertenece a una esfera o dominio distinto del abarcado por lo que uno sabe. Se sigue de ello que no puede ser nunca que aquello sobre lo que uno meramente opina en un momento dado —el "objeto" de la opinión, como dice Platón— sea, al aumentar la información, lo mismo que uno sabe con posterioridad —el "objeto" del saber.

La buena filosofía nos enseña que debemos abandonar cualquier creencia u opinión que tengamos, por más arraigada que esté, cuando existan buenas razones para hacerlo. Pero también nos enseña a ser precavidos y mirar con cierta sospecha inicial las tesis filosóficas que se oponen a creencias mantenidas general y firmemente. Y la creencia contraria a la conclusión del razonamiento anterior sin duda lo es, pues están totalmente a mano los ejemplos que entran directamente en conflicto con la tesis de que nunca puede ser que lo que uno meramente opina en un momento dado sea lo mismo que uno sabe con posterioridad. Ya hemos visto uno; considérese ahora este otro. Un juez puede formarse, ante los primeros indicios claros, la opinión provisional de que un cierto sujeto es el jefe de una banda de narcotraficantes, pongamos por caso. Según los resultados posteriores de la investigación, puede que ese juez llegue a abandonar tal creencia; pero también puede suceder que las pruebas y testimonios se acumulen de forma abrumadora, de manera que perfectamente podamos decir que el juez ya sabe que la persona en cuestión es el jefe de tal banda. Lo que antes opinaba provisionalmente es lo mismo que posteriormente sabe.

Cuando una de las tesis filosóficas contrarias a nuestras creencias firmes y generales es el resultado de un argumento (como debe mínimamente ser para aspirar a merecer nuestra atención), y el argumento es impecable desde un punto de vista lógico (como sin duda lo es el argumento anterior), la actitud crítica mencionada al comienzo del párrafo anterior nos ha de llevar a examinar las premisas de que se sirve ese argumento para apoyar esa conclusión que nos sorprende porque, como mínimo aparentemente, es contraria a lo que nos sentimos naturalmente inclinados a aceptar como verdadero. En el caso del mencionado argumento de Platón en La república, ya la primera premisa resulta sospechosa. Podemos pensar en casos comunes —casos generalmente conocidos— de capacidades para ver si encontramos apoyo para sostener esa premisa, y, si nos ponemos a ello, pronto encontraremos justamente lo contrario. Por ejemplo, el vino es el objeto común del vinicultor que se dedica a su elaboración o su comercialización, del enólogo que se dedica a estudiar la forma de mejorarlo, del catador que se dedica a describir sus propiedades en la degustación y del consumidor aficionado que se dedica a comprarlos, clasificarlos y compararlos. Esas personas exhiben, sin duda, capacidades diferentes al tratar con el mismo objeto, el vino en este caso. O también, los caballos de carreras son el objeto común del jockey que los monta, del entrenador que se dedica a mejorar sus posibilidades de ganar, del transportista especializado que se dedica a llevarlos a los hipódromos para que puedan competir y del apostante que arriesga su dinero. Los ejemplos están tan a mano que uno se pregunta cómo pudo Platón —a quien tan familiares le eran y tanto le gustaban los ejemplos de oficios— poner en boca de "Sócrates" una afirmación como la de esa premisa del argumento.

También podríamos interrogarnos sobre la segunda premisa del argumento, según la cual el saber y el opinar son capacidades, pero esto es algo que no vamos a hacer directamente, aunque el resto de lo que se dice en el capítulo debería suministrar una base para formarse una opinión sobre el tema.

Resumiendo las consideraciones que se han hecho hasta aquí, cuando atendemos a ejemplos cotidianos parece claramente suceder que lo mismo que uno cree en un momento dado es lo que, de obtener más información, se sabe posteriormente, y la conclusión de que esto no es así se apoya en un argumento que se basa en una premisa que es contradicha por ejemplos también cotidianos de capacidades diferentes que, al parecer, se ejercen sobre los mismos objetos.

Al caer en la cuenta de la manera indicada de cómo nuestras creencias sobre los casos cotidianos militan contra la conclusión de que opinar y saber conciernen a dominios o esferas diferentes de objetos, podemos vernos tentados a sostener que, en la cuestión de si las "esferas" del saber y del opinar son las mismas, tenemos lo que algunos filósofos llaman un 'hecho mooreano', en honor del destacado filósofo británico George Moore, y debido al énfasis que éste puso en la importancia metodológica del sentido común en filosofía. El notable filósofo australiano David Armstrong, partidario de su importancia metodológica, los caracteriza así: «es uno de esos hechos obvios a los cuales habríamos de apelar cuando estemos sometiendo a prueba tesis y argumentos filosóficos, en lugar de admitir que las tesis y argumentos filosóficos los pongan en duda. Pues el "supuesto" es mucho más seguro que prácticamente todas las tesis y argumentos filosóficos» (Armstrong, 1973a, p. 141).

Con ello daríamos la tesis platónica, que hasta ahora hemos considerado dudosa, como obviamente falsa. Sería entonces especialmente oportuno adherirse a la advertencia que diversos filósofos han hecho sobre Platón, al efecto de que la fascinación por su escritura dificulta el reconocimiento de sus fallos. Como al respecto señala muy perceptivamente Antony Flew: «el encanto de Platón es tan grande que sus lectores han de estar constantemente en guardia. Si no lo hacen, quizá descubran, o lo que es todavía más probable, no descubrirán que han aceptado en Platón lo que no aceptarían en ningún otro» (Flew, 1989, p. 42).

Sin embargo, cuando examinamos más detenidamente la cuestión, vemos que no es, después de todo, tan claro que los ejemplos a los que se ha apelado puedan establecer concluyentemente que el saber y la opinión tengan los mismos dominios o esferas. En efecto, podemos preguntarnos si hay algún tipo de casos especialmente destacados o preeminentes que, al menos a primera vista, parezcan apoyar lo contrario, es decir, lo que afirma la primera premisa del argumento de Platón, porque, si lo hubiere, entonces tal vez podamos sostener que fueron estos casos los que pueden llevar a alguien —tal vez al propio Platón— a sostener que diferentes capacidades tienen necesariamente dominios de aplicación también diferentes. Es cierto que aún habría de argumentarse entonces que el caso de la opinión y el saber es asimilable a tales casos, pero si aquél fuera de algún modo afín a éstos, como mínimo se habría de conceder una plausibilidad inicial a la tesis que se sostiene en la primera premisa. Pues bien, la percepción parece suministrar ese tipo de casos. Al menos en principio puede parecer que, cuando uno ejerce su capacidad de ver, lo que uno ve pertenece a una esfera distinta de lo que uno capta cuando ejerce su capacidad auditiva y que es diferente también de lo que se capta cuando se ejercen las capacidades táctiles u olfativas. No es que la cuestión esté totalmente clara, ni mucho menos, pues muy bien podría sostenerse, por ejemplo, que uno puede percibir formas tanto por la vista como por el tacto. Pero podemos conceder, por mor del argumento, que por la vista uno capta brillos, colores y contrastes de luz; por el oído, sonidos; por el tacto, texturas, y por el olfato, olores, y que todas esas cosas —brillos, colores, sonidos, texturas, olores— pertenecen a esferas o dominios muy distintos.

Si aceptamos esto, podemos reconocer que en cierto modo es fácil "dejarse llevar" y aplicar al caso de la opinión y el saber lo que creemos haber aprendido en el caso de la percepción. Al proceder así estaríamos tomando la percepción como modelo para extraer conclusiones sobre el saber. Esto es precisamente lo que parece que hizo Platón (el Platón, digamos, de La república). Mas precisamente, lo que tendríamos es una asimilación analógica del saber con la percepción que consistiría, al menos, en estas tres cosas: 1) se parte de suponer que fundamentalmente la percepción tiene, dicho en términos modernos, un contenido no proposicional (como en 'S ve o', donde 'o' está en lugar de cualquier término singular; en contraste con 'S ve que p, donde 'p' está en lugar de un enunciado), de manera que, por así decir, la percepción es percepción de cosas (en el sentido restringido del término, no en el sentido más general en que puede abarcar todo), no de hechos; 2) el saber, como la percepción en el supuesto anterior, es saber de cosas u objetos[2]; 3) en el saber, la mente está en una suerte de contacto directo (una relación como la que Russell llamaría 'acquaintance'; cf. § 1.3) con su objeto (inteligible), lo mismo que en la percepción se supone que se está en contacto directo con el suyo (la cualidad sensible). Es de este modo en que, resumiendo, puede decirse que el saber es una aprehensión inteligible de las cosas análoga a la captación sensible; en el primero aprehendemos lo que hay de inteligible en las cosas de una manera análoga (pues involucra "contacto directo") a como en la percepción captamos lo que hay de sensible (las cualidades sensibles). Además, el saber no es saber proposicional, no consiste en proposiciones (cf. §§ 1.2 y 3).

Con todo esto, la posición de Platón acerca de la separación radical de los objetos de la opinión y el saber, y, con ella, la separación radical de la opinión y el saber mismos adquiere posiblemente una mayor plausibilidad inicial. Ha de recordarse, no obstante, que contra esa separación radical militan aún las fuertes intuiciones de que hemos hablado al comienzo, que parecen mostrar que es lo mismo que en un momento alguien conjetura o cree lo que puede ser sabido, al aumentar la información, digamos.

Podría aducirse aquí que al poner de manifiesto estas intuiciones estamos utilizando ejemplos cotidianos, hablando del saber en el sentido laxo del habla común, mientras que Platón hablaba del saber genuino o saber científico. Pero es dudoso que esta alegación sea aquí pertinente, porque, al menos en el sentido que le damos hoy a este término, es fácil encontrar ejemplos del campo científico (el médico puede conjeturar, al examinar táctilmente a un paciente, que ciertas arterias no se encuentran en su condición normal, y puede pasar a creerlo con mayor firmeza al contrastar su parecer con el de otros médicos; al contemplar el resultado de una ecografía o de una arteriografía de las arterias en cuestión, podemos decir que eso mismo que creía es algo que ahora sabe: que el paciente tiene tal o cual problema en dichas arterias).

La apelación a separar el "genuino saber" del saber en un sentido más corriente se da en varias ocasiones y en variadas circunstancias en la historia de la filosofía. Tendremos ocasión de examinar una apelación así en un contexto distinto, en ocasión de la discusión sobre el escepticismo que Descartes trató de hacer razonable, en el siguiente capítulo. Desde la perspectiva metodológico-filosófica de este libro tal separación es difícil de justificar, pero esa perspectiva se comprenderá mejor después de haber expuesto desde ella un buen número de temas epistemológicos, con lo que se estará en mejores condiciones de hacerla explícita y discutirla (cf. V.6 a 9). De modo que es conveniente no proseguir aquí la discusión del tema.

Aunque en las secciones siguientes se expone una concepción según la cual, como mínimo en casos que son especialmente relevantes, opinión y saber no se distinguen por sus objetos, ha de quedar claro que nada de lo dicho nos debería llevar a creer que no hay diferencias muy importantes entre opinión y saber. Algunas de estas diferencias se aclaran en este primer capítulo. En realidad, Platón, en el Teeteto, fue el primero en explorar la ruta que seguiremos. Además de las secciones que siguen, el lector puede ver el apéndice 1.1 para ampliar la información sobre su posición.

En las secciones 8 y 9 de este capítulo y especialmente en el capítulo siguiente, trataremos aún de otra presunta diferencia entre el saber y la opinión, cuyo rastro puede también seguirse hasta Platón (por ejemplo, en el propio texto que se ha citado de La república): que el saber es infalible, mientras que la opinión es falible.

2.    Los "objetos" del saber

¿Cómo caracterizar de una manera totalmente general el tipo de "cosas" que sabemos cuando sabemos algo o aquello sobre lo que opinamos cuando mantenemos esta o aquella opinión? Supongamos que en una conversación casual alguien nos dice que hasta el año 1965 no les fueron reconocidos plenos derechos de ciudadanía a los aborígenes australianos. Quizá no tenemos por qué creer al que así habló en esa ocasión, pero supongamos que es una persona seria y que, si bien no tiene ninguna competencia especial en la materia, está generalmente bien informada, de manera que creemos lo que dice; es decir, nos formamos —tal vez provisionalmente— la opinión de que hasta un tiempo tan relativamente reciente como 1965 no se reconoció la plena ciudadanía (australiana) a los aborígenes de Australia. Supongamos que la cuestión nos interesa lo suficiente como para seguir indagando en el tema. Puede suceder que entremos en contacto con un experto en la historia de Australia, o que consultemos enciclopedias o bases de datos solventes y que esas fuentes nos digan que, en efecto, hasta 1965 no les fueron reconocidos tales derechos a los aborígenes australianos. En un momento determinado de esa investigación sería sensato afirmar que lo que antes sólo sospechábamos o creíamos u opinábamos ha pasado a ser algo que sabemos. Sabemos ahora que hasta 1965 no les fueron reconocidos plenos derechos de ciudadanía a los aborígenes australianos.

El caso es que necesitamos un rótulo lo suficientemente general como para abarcar, si no todo, al menos buena parte de lo que se cree y se sabe. Lo que creemos, opinamos o sabemos lo expresamos (al menos típicamente) en enunciados. Cuando decimos (atribuyendo opiniones o saberes a otro variando la forma del verbo, a uno mismo—):

1) A cree que p

2) A sabe que q,

los enunciados que hay en lugar de las letras p y q, o, si se quiere, las expresiones sustantivadas del tipo 'que /?' y 'que q', expresan, respectivamente, algo que A cree y algo que A sabe. Sin embargo, los enunciados mismos no son aquello creído, aquello en que consiste nuestra opinión o aquello que es sabido (no son lo que creemos o sabemos). ¿Por qué? Porque respecto de una cosa podemos creer lo mismo que una persona que exprese lo que cree en enunciados muy diferentes (esto es especialmente claro si hablamos idiomas distintos). Necesitamos un término para aplicarlo a esos "algos" que los enunciados expresan.

Siguiendo un amplio consenso existente hoy en día entre los filósofos que más se han ocupado de estas cuestiones, convendremos en llamar 'proposiciones' a aquello que se expresa en enunciados[3], y por tanto, a aquello que es creído, opinado o sabido. Así pues, 'proposición' es una denominación genérica para esos "algos" de que hablábamos, los "objetos" del conocer y el saber, lo que o aquello que se cree y/o se sabe. Así, si creo que Einstein realizó sus contribuciones más importantes a la física siendo muy joven o si sé que los aborígenes australianos no alcanzaron sus plenos derechos de ciudadanía hasta 1965, aquello que creo o sé —o como solemos decir, lo que creo o sé— son proposiciones. Decir esto no es sino seguir una convención generalizada entre un amplio número de filósofos, una convención para tener una denominación completamente general que cubra a los "objetos" del saber y la opinión. No es, desde luego, decir nada todavía sobre qué tipo de cosa es aquello que creo o aquello que sé, cuál, por así decir, es su naturaleza, pues nada se ha dicho sobre la naturaleza de eso que estamos llamando 'proposiciones'.

En otras épocas de la historia de la filosofía se han aplicado denominaciones genéricas diferentes a los "objetos" del conocer y el saber. Así, no hace mucho tiempo que una terminología corriente era decir juicios' donde nosotros decimos 'proposiciones'. Ésta era la terminología de Kant, uno de los más grande epistemólogos del pasado, quien, debido precisamente a la importancia de su obra, influyó en que otros filósofos utilizaran ese mismo término como denominación genérica de lo que se cree y lo que se sabe. Con anterioridad a Kant, epistemólogos tan importantes como Locke y Hume utilizaban el término 'idea' para el mismo propósito, aunque este término tenía un carácter todavía más general (por ejemplo, la idea de triángulo o la idea del color verde no son proposiciones, pues las proposiciones se expresan en enunciados —en este sentido tienen carácter enunciativo— y las palabras 'triángulo' o 'verde' no son enunciados). Y Descartes y Leibniz utilizaron aún otros términos.

Como ocurre en muchos de los casos de cambios de terminología en la historia de la filosofía, estos cambios no son superficiales; no son —o no lo son en su mayor parte— meramente una cuestión de "modas filosóficas". Estas terminologías llevan a menudo, por así decir, "enganchados" fragmentos enteros de teorías epistemológicas. De manera que, al adoptar una u otra terminología, debemos estar en guardia frente a la posibilidad de que estemos adoptando también, sin haberla examinado críticamente, alguna tesis epistemológica o incluso toda una colección de ellas. Esta posibilidad puede influir de manera importante en que un filósofo decida rechazar una determinada terminología dominante hasta un cierto momento y adoptar otra que a él le parece que está más libre de connotaciones indeseadas. Así, probablemente se halló en un momento dado que el término 'idea' tenía demasiadas connotaciones "subjetivistas" y estaba demasiado vinculado a las teorías epistemológicas de los grandes filósofos empiristas británicos de la Edad Moderna, Locke, Berkeley y Hume. O que el término juicio' (el alemán 'Urteil' o el inglés 'judgement'), además de sugerir la perspectiva epistemológica kantiana, no se libraba tampoco de tales connotaciones "subjetivistas" o "psicológicas" y añadía a ellas la idea de acto o actividad ('juicio' sugiere el acto de juzgar), todo lo cual dejaba menos espacio para explorar la idea de que creer o saber, aunque impliquen actividad, son más bien estados (de un sujeto o grupo de sujetos), de los que puede estudiarse su posible contenido objetivo.

El término 'proposición' (el inglés 'proposition' y el alemán 'Satz') no está tampoco totalmente libre de connotaciones indeseadas. La más inmediata de ellas es que sugiere que se trata de algo estrictamente lingüístico, y, por lo que hemos visto, los "objetos" del saber no son entidades lingüísticas. Claro que no todo el mundo está de acuerdo en esto, pero incluso a aquellos filósofos —como Carnap (en alguno de los momentos de su vida filosófica), Quine o Fodor— que hubieran estado, o estarían ahora, bien dispuestos a aceptar que los "objetos" del creer o del conocer son de naturaleza lingüística (aun sin estar de acuerdo entre ellos sobre cómo hay que entender esa naturaleza), no les podía o puede agradar la idea de que alguien asuma esa connotación como un supuesto acríticamente aceptado. Todos ellos consideraban o consideran que la tesis de la naturaleza lingüística de las proposiciones es en todo caso algo que hay que argumentar, no algo que haya que presuponer. Y, por descontado, hay, entre los que adoptan la terminología, todavía un número mayor de filósofos —de Russell y Popper a Stalnaker y Lewis— que nos advierten contra esa naturaleza lingüística o la rechazan por completo.

Las connotaciones indeseadas de los términos 'juicio' y 'proposición' (o sus equivalentes en otras lenguas) condujeron a veces a intentos de matizarlos o acuñar una especie de terminología mixta. Así, por ejemplo, Bolzano, el destacado filósofo austríaco del siglo XIX, prefería el término 'Satz an sich' (literalmente 'oración o proposición en sí misma', pero probablemente mucho mejor traducido como 'proposición objetiva') y Frege, el padre de la lógica contemporánea, en su primera etapa utilizaba el término 'beurteilbarer Inhalt' (que podríamos traducir como 'contenido juzgable' o 'contenido de un juicio posible').

Estos intentos no prosperaron y el término 'proposición' ('proposition', 'Satz') siguió abriéndose paso y su uso se fue extendiendo en los escritos filosóficos, a veces impulsado precisamente por los que aducían razones para sostener que las proposiciones eran, de uno u otro modo, de naturaleza lingüística. Sea como fuere, en la actualidad es un término con cuyo uso se sienten "cómodos" incluso filósofos que tienen una concepción de las proposiciones que está en las antípodas de quienes sostienen que son de naturaleza lingüística. Este hecho parece proporcionarnos una buena razón para adoptarlo también aquí, pues apoya nuestra intención de que, al hacerlo, no estamos presuponiendo que las proposiciones sean de naturaleza lingüística. Quizá lo sean en último término, quizá no. Es una cuestión de filosofía del lenguaje y, en definitiva, una cuestión ontológica, que, por interesante que sea, no podemos entrar a considerar en este libro.

Lo que sí vamos a presuponer es que por proposiciones no entendemos en este libro enunciados de un lenguaje público, como el español, el inglés o el árabe, y ello a pesar de que somos muy conscientes de que el término se utiliza (en español y su equivalente aproximado en alemán; mucho menos el equivalente aproximado en inglés) también a veces como equivalente (o equivalente aproximado) a 'enunciados'. En este sentido el término es ambiguo, pero aquí, como hemos dicho, no se utilizará nunca para hacer referencia a los enunciados de un lenguaje público, sino para referirnos a lo que tales enunciados expresan. Con esto no prejuzgamos la posición de filósofos que, como Quine, aducen argumentos contra tal concepción abstracta de las proposiciones y sostienen que los "objetos" que el epistemólogo ha de tomar en consideración son precisamente los enunciados de los lenguajes públicos. Incluso tales filósofos, al tener que argumentar sus tesis, utilizan con frecuencia el término 'proposición' en el sentido abstracto, aunque sea provisionalmente (éste es el caso del propio Quine). Por lo demás, a menudo puede resultar conveniente o incluso necesario para el epistemólogo tomar en consideración los enunciados de un lenguaje público, en lugar de las proposiciones (en nuestro sentido), pero ésta es, desde luego, una cuestión distinta.

Advirtamos por último que el término 'proposición' tiene otras acepciones. Se llama también 'proposición' a una propuesta, y en matemáticas frecuentemente se llama 'proposición' a un teorema. Ninguno de estos usos son relevantes aquí.

3.    Saber y conocer

Como mínimo, casos que comúnmente consideramos como casos claros y hasta paradigmáticos de saber tienen carácter proposicional (es decir, sus "objetos" son proposiciones). Vamos a llamar 'saber proposicional' a la noción de saber que cubre estos casos, que son los que expresamos con las palabras 'saber que' ('María sabe que p', 'ellos saben que p, 'se sabe que p', 'es sabido que p'). La cuestión es si todo el saber es, en definitiva, de este tipo.

Para empezar nuestra discusión, prestemos atención a los estados o procesos que describimos con el verbo 'conocer'. Éstos son algunos ejemplos de enunciados en los que se hacen afirmaciones o preguntas sobre el conocer o desconocer algo:

(1)    Claro que conozco a Ana; hace diez años que somos amigos.

(2)    Todavía no conozco Extremadura. Me gustaría ir el verano que viene.

(3)    ¿Conoces el "Quinteto del Archiduque" de Beethoven?

(4)    Ayer conocimos al profesor de Epistemología.

En todos estos ejemplos, lo que se conoce o posiblemente se conocerá es un objeto, de naturaleza diversa en cada caso, pero siempre un tipo de objeto más "mundano" que una proposición. Esto, claro está, no originaría por sí solo ningún problema a la posición mantenida en el apartado anterior sobre los objetos del saber si aquí pudiéramos ver un contraste decisivo entre conocer y saber. Saber sería una cosa (saber proposicional) y conocer otra. Veamos qué puede decirse sobre esto.

Para empezar, a primera vista al menos, el lenguaje común parece apoyar una distinción nítida entre casos de conocer y casos de saber, pues simplemente no podríamos intercambiar ambos verbos en los enunciados en los que tiene sentido utilizar uno u otro de ellos. Esto lo ilustran bien los ejemplos anteriores (trátese de sustituir en ellos el verbo 'conocer' por el verbo 'saber') y los ejemplos siguientes (trátese de efectuar la sustitución inversa):

(5)    El presidente sabe que su popularidad ha bajado en los últimos meses.

(6)    Juan no sabe que Kuala-Lumpur es la capital de Malasia.

(7)    ¿Sabes que ayer hubo un accidente muy grave en el pueblo?

(8)    Juan no sabe que el profesor de Epistemología tiene la nariz larga.

Existe en general un contraste lingüístico marcado en diversas lenguas entre sus respectivos equivalentes aproximados a 'conocer' y 'saber': en latín, entre 'cognoscere' y 'scire', en lenguas derivadas del latín como el francés

('connaítre' y 'savoir'), en catalán ('coneixer' y 'saber'), en alemán ('kennen' y

'wissen') e incluso en el inglés antiguo ('ken' y 'wiss'). Este contraste es indudable, por más que en algún caso concreto a uno le pueda tal vez parecer que, con cierto "forcejeo", puede acomodar en alguna oración uno de los dos verbos en el lugar del otro.

La cuestión es: ¿qué importancia hay que darle a este hecho? Diversas consideraciones parecerían apoyar que el contraste es más bien un rasgo superficial de ciertos usos lingüísticos. Podría aducirse, en primer lugar, que hay lenguas que no hacen la distinción. El inglés moderno es un ejemplo destacado (con el verbo 'to know' como único verbo para construir los equivalentes de oraciones con 'conocer' y 'saber'). Incluso en las lenguas que la hacen, parece haber casos limítrofes donde se obtiene un efecto muy similar con los dos verbos:

(9)    ¿Conoces el olor del romero? / ¿Sabes cómo huele el romero? (10)    Todavía no conozco al profesor de Epistemología / Todavía no sé qué pinta tiene el profesor de Epistemología.

Sin embargo, se podría dudar de que estos ejemplos sean realmente pertinentes, porque en ellos no tenemos la expresión canónica (es decir, no tenemos 'saber que', sino 'saber cómo' y 'saber qué') y se podría aducir además que lo que viene a continuación del verbo 'saber' no es un enunciado (una oración declarativa).

De todos modos, lo que parece implausible es que saber (el saber proposicional) y conocer sean dos cosas completamente independientes. De manera que tal vez pueda plantearse mejor la cuestión haciendo la pregunta: ¿qué relación, si es que alguna, tiene conocer con saber (o saber con conocer)?

Una posibilidad es sostener que los casos que usualmente describimos como 'conocer' no son sino casos complejos de saber proposicional. Es decir, sostener que lo básico son los casos de saber proposicional y que todos los demás casos —entre ellos los casos que describimos con el verbo 'conocer'— son reducibles a esos casos básicos. Esta posición equivaldría, pues, a mantener que los objetos del saber son siempre el tipo de objetos preposicionales abstractos a los que hemos aludido en el apartado anterior y que no hay nada relacionado con el saber que no sea, en definitiva, saber proposicional.

Este reduccionismo no sólo afectaría a casos describibles con el verbo 'conocer', sino a otros casos en que utilizamos el propio verbo 'saber'. Así, por ejemplo, la expresión (11) podría analizarse como la disyunción de (12) y (13):

(11)    María sí sabe si Juan vendrá.

(12)    María sabe que Juan vendrá.

(13)    María sabe que Juan no vendrá.

En casos como éste, la manera de efectuar la reducción es fácil de encontrar, pero eso no es así en otros casos, y podría ser que los anteriores fueran engañosamente simples. Por ejemplo, no es tan fácil ver cómo iría la reducción en casos como los que presentan los siguientes enunciados (14) y (15):

(14)    Sé cómo huele el romero.

(15)    Ya sé al menos qué pinta tiene el profesor de Epistemología.

¿Cómo expresaríamos casos como éstos en términos de 'saber qué'? ¿Podríamos hacerlo? Estos casos, en los que utilizamos el verbo 'saber', están próximos a casos que expresamos con 'conocer' [véanse (9) y (10)]. Aún es mayor la proximidad en el tipo que ejemplifica 'Se saben/conocen pocas cosas acerca de la vida privada de Isaac Newton'.

De modo que surge la cuestión de si realmente en los casos que expresamos con 'conocer' y en casos próximos que expresaríamos con 'saber' todo se reduce a saber proposicional. ¿Podríamos, por ejemplo, explicar los casos típicos en que decimos que conocemos a una persona como casos de 'saber proposicional'? El reduccionista diría que sí, que conocer a una persona no es sino saber una serie de hechos acerca de ella {que es rubia o morena, alta o baja, que tiene tal o cual carácter, que reacciona de tal y cual modo ante tales y cuales circunstancias, que...). Pero ¿es esto todo? ¿No parece implausible pensar que el conocimiento que se tiene de alguien se agota en el saber proposicional? Bien, en todo caso éste no es el lugar o el momento para tratar de proseguir seriamente la cuestión, porque si entráramos a fondo en su discusión nos veríamos pronto prematuramente inmersos en algunos de los problemas más complejos de la epistemología.

Ciertamente, a lo largo de la historia y en el presente, muchos filósofos, por motivos diversos, han rechazado este reduccionismo al saber proposicional. ¿Puede," por ejemplo, el saber o conocer que hay o parece haber implicado en nuestra experiencia personal explicarse, en principio, como saber proposicional? Como veremos con mayor detalle en la última sección del libro, un cierto número de filósofos actuales han argumentado que al menos hay algo en nuestra experiencia que el saber proposicional no puede captar, y ello es lo que a veces se llama la "cualidad subjetiva" de la experiencia. Por poner un ejemplo sencillo, si uno no ha probado una cierta sustancia o un cierto alimento, por más saber proposicional que pueda adquirir sobre esa sustancia o alimento, parece que siempre le faltará saber algo: saber qué sabor tiene, a qué sabe.

Hay filósofos que han ido mucho más allá que los filósofos a los que se acaba de aludir a la hora de enfrentar lo que se obtiene o puede obtenerse por la experiencia con el saber proposicional. Una cierta perspectiva literaria puede dar una idea más concreta de ese enfrentamiento. Por ejemplo, si uno reflexiona sobre la manera en que el protagonista de A la búsqueda del tiempo perdido trata de "recuperar" los recuerdos de su vida pasada, puede muy bien preguntarse cómo podría ser que el saber o conocer que se expresa en esa memoria del tiempo que se ha ido fuera reducible a "saber proposicional" (aunque, ciertamente, lo que Proust intenta es expresarlo, o evocarlo en enunciados). Y, en efecto, Henri Bergson (un filósofo del que a veces se ha sostenido que influyó en el autor de la novela) sostuvo explícitamente lo que otros filósofos han sostenido menos directamente; a saber, que la inspección de los "datos inmediatos de la conciencia" nos proporciona un conocimiento intuitivo inmediato, que sería radicalmente distinto y no reducible en modo alguno al conocimiento discursivo o raciocinativo vinculado al saber proposicional (vinculado a él porque se supone que el discurso o el razonamiento se realiza mediante proposiciones, o mediante enunciados que —en los casos centrales al menos— expresan proposiciones).[4]

Muchos filósofos que, como Bergson (aunque tal vez menos explícitamente que él), han sostenido o sostienen ese contraste radical, mantienen también que tal presunto conocimiento intuitivo no sólo sería independiente, sino que sería claramente superior al otro tipo de conocimiento o saber. De hecho, sólo él proporcionaría el auténtico saber. Se llegaría así a una suerte de inversión paradójica desde el punto de vista del habla común, por cuanto los casos que en el uso común son predominantemente señalados como casos de saber por la utilización del propio verbo 'saber' quedarían eliminados de lo que realmente constituye el saber más fundamental, y, en efecto, el contraste anterior sitúa a Bergson (de la manera peculiar que le es propia, claro está) en la larga tradición de Platón y Descartes, que vincula el genuino saber con la inspección directa (bien sea de una realidad abstracta, bien de la propia mente) y con aquello con lo que en esa inspección el sujeto cognoscente entra "en contacto" directo.

Esta inversión, aunque desprovista de elementos subjetivistas, se presenta en el originador de la tradición[5] como el contraste entre los objetos del genuino saber y los de la mera opinión de que hablábamos en el primer apartado del capítulo. Como se explica allí, para Platón el saber consiste en la aprehensión de una realidad por la mente, rechazándose (al menos en el Platón más característico) la explicación más obvia de en qué consiste haber captado mentalmente una realidad; a saber: que consiste en poder señalar ejemplos y en formular proposiciones verdaderas acerca de ella. Así, lo que, en una medida u otra, Platón comparte con los filósofos que cabe situar en la mencionada tradición, por él originada, es la idea de que el genuino saber contiene un elemento intuitivo irreducible, algo a lo que se llega por una suerte de captación intelectual concebida en gran parte como el análogo mental de la percepción. En otras palabras —en los términos del primer apartado de este capítulo—, el genuino saber se concibe bajo el modelo del percibir. Se trata, en efecto, de una suerte de "percepción" con el "ojo de la mente", en los que el sujeto entra intelectualmente "en contacto" con los genuinos objetos del saber.[6]

El peligro general de esta asimilación es que uno se vea llevado por tales metáforas a aceptar sin argumentos —o con argumentos claramente insuficientes— una determinada concepción del saber, creyendo que obtiene verdadera iluminación de aquéllas, cuando en realidad quedan completamente sin explicar. Un peligro más específico es el de situarse en la posición implausible en que hemos visto que Platón se situaba con respecto a la diferencia radical entre los objetos del saber y del opinar.

Sin llegar al extremo de Platón y otros filósofos de considerar sólo auténtico conocimiento aquel en el que la mente del sujeto está en "contacto directo" con un "objeto inteligible", otros filósofos han pensado que tal "contacto directo" suministra los casos básicos de saber o conocer. Un caso notable es el de Bertrand Russell y concierne directamente a un tipo especial (y especialmente importante) de saber: el tipo de saber singular acerca de un objeto particular que consiste en saber de qué objeto se trata, o, en otras palabras, el saber que se posee cuando se es capaz de identificar ese objeto. Tal vez ese saber no sea reducible al saber proposicional. Para determinar esto, es preciso entrar en la investigación de en qué consiste exactamente ese saber, qué se precisa para poseerlo, si es que realmente es un tipo distinto de saber.

Se ha sostenido que, en principio, hay básicamente dos maneras de identificar un objeto: mediante una descripción que informe sobre propiedades que ese objeto únicamente posee, o teniendo o habiendo tenido algún tipo de "contacto directo" con el mismo. En los términos de Russell, se puede tener conocimiento por descripción (knowledge by description) de un objeto o conocimiento por "familiarización" o por "contacto" {knowledge by acquaintance), es decir, conocimiento por estar "familiarizados" con el objeto de un modo u otro, por haber entrado en algún tipo de "contacto" con el mismo (tal vez el tipo de "contacto" que sugiere el uso común del verbo "conocer", aunque sin necesidad de limitarse a casos describibles usualmen-te mediante ese verbo).[7]

Digo que estoy en contacto (acquainted) con un objeto cuando tengo una relación cognitiva directa con ese objeto, es decir, cuando de manera directa estoy al tanto del objeto mismo. Cuando hablo aquí de una relación cognitiva no me refiero a la que constituye el juicio [...] como con la mayoría de las palabras cognitivas, es natural decir que estoy en contacto directo con un objeto aunque no esté realmente ante mi mente, en el supuesto de que lo haya estado y lo esté de nuevo cuando se presente la ocasión. [...]

Diré que un objeto 'se conoce por descripción' cuando sabemos que es 'el tal y cual', es decir, cuando sabemos que hay un objeto y sólo uno que tiene cierta propiedad; y en general estará implícito que no tenemos conocimiento por contacto directo de ese mismo objeto. Sabemos que existió el hombre de la máscara de hierro, y se saben muchas proposiciones acerca de él; pero no sabemos quién fue. (B. Russell, "Conocimiento por contacto y conocimiento por descripción", en Misticismo y lógica, pp. 202-203 y 207.)

La potencial relevancia epistemológica de la distinción que se acaba de describir se hace más clara si se atiende a dos tesis que Russell sostuvo: el principio de que no hay saber proposicional de un objeto a menos que se sepa de qué objeto se trata y la tesis de que los casos básicos de este tipo de saber o conocimiento, los casos en los que descansan todos los demás, son casos de "conocimiento por familiarización", es decir, casos en los que hay algún tipo de "contacto" con el objeto del conocimiento.

De este modo, si seguimos a Russell, obtenemos la siguiente idea de la relación entre casos de relevancia epistemológica que (al menos en parte pero no necesariamente todos) son describibles con el verbo 'conocer' y los casos describibles con el verbo 'saber', en especial casos en que el "objeto" del saber es un objeto proposicional (una proposición): al menos por lo que respecta al saber singular, es decir, al saber sobre un objeto particular, cualquier cosa que se sepa sobre un tal objeto particular requiere el saber de qué objeto se trata, y esto requiere un "contacto" (en algunos casos, al menos, podríamos decir un "conocer el objeto"), algún tipo de "familiarización" con el objeto.

La relevancia epistemológica de estas tesis es todavía mayor si se añade a ellas la tesis de que cualquier otro tipo de saber, es decir, el saber proposicional general (no acerca de un objeto en particular, sino sobre varios o una generalidad de ellos) que creamos poseer, tanto en su vertiente de saber cotidiano como en el saber científico, se apoya necesariamente, de algún modo complejo, en el saber particular.

Estas tesis requieren considerable clarificación para poder presentarse como tesis plausibles. Por ejemplo, cuando se dice que el saber singular acerca de un objeto requiere saber de qué objeto se trata, es bastante obvio que debemos aclarar en qué sentido decimos esto, ya que en el sentido cotidiano de la frase sería simplemente falso, pues parece claro que podemos saber un cierto número de cosas acerca de una persona que, por ejemplo, estamos viendo, sin saber de quién se trata. Por otro lado, si lo que se requiere para "saber de qué objeto se trata" se hace demasiado laxo, la tesis sería trivial. Un primer paso —que ya dio el propio Russell— en la clarificación y defensa de la tesis podría ser interpretar la frase como requiriendo la capacidad de discriminar el objeto en cuestión.[8]

No es éste el lugar para proseguir este punto, ni tampoco las otras cuestiones que hemos abierto en este apartado. La conclusión más general a extraer aquí es que toda una serie de distinciones importantes en epistemología (como la distinción entre saber y conocer, la distinción entre saber de la experiencia subjetiva y saber proposicional, la distinción entre saber intuitivo, por un lado, y saber raciocinativo o proposicional por el otro, la distinción entre saber por descripción y saber o conocer por "familiaridad" o "contacto") no son en absoluto distinciones simples que puedan hacerse sin más, sin necesidad de entrar en la discusión de tesis epistemológicas. Por ello, al mismo tiempo que las introducimos, hemos de caer en la cuenta de la complejidad de las cuestiones teóricas implicadas, de modo que no podemos esperar razonablemente tengan una resolución inmediata o fácil. Así, lo único que se ha pretendido en esta sección es hacer una primera presentación de una serie de distinciones y conceptos básicos en la compañía de algunas de las difíciles cuestiones y posiciones teóricas en las que se presentan, sin entrar plenamente en la discusión de los temas que esa presentación suscita.

Para continuar adelante y, si se quiere, con el carácter de "hipótesis de trabajo" razonable, admitiremos, como al comienzo de la discusión, que un tipo central de saber es el saber proposicional, el saber cuyos "objetos" son proposiciones en el sentido brevemente descrito en el apartado anterior.

Dejamos abierta la cuestión de cuáles son los límites de este saber proposi-cional y la cuestión de si este saber requiere algún otro tipo de relación epis-témica con un objeto, alguno de los tipos a los que hemos venido aludiendo genéricamente y poco precisamente como "familiarización" o "contacto", parte de los cuales tal vez sean los que expresamos con el verbo 'conocer'. Dejamos pues enteramente abierta la cuestión de si hay "objetos" de una relación epistémica diferentes de los objetos preposicionales (las proposiciones), pero ciertamente consideramos a estos últimos como los que constituyen la parte central de la relación epistémica que llamamos 'saber'.

Otra distinción que es preciso hacer entre tipos de saber es la existente entre saber explícito y saber implícito. Podríamos considerar que el saber explícito es siempre saber proposicional, pero mucho de lo que sabemos lo sabemos implícitamente (por ejemplo, tenemos conocimiento implícito de las reglas de la gramática de nuestra lengua materna), y no está claro que el saber implícito sea proposicional. En todo caso, la caracterización general del saber implícito es, nuevamente, un problema abierto en la filosofía actual.

Una última distinción que mencionaremos brevemente es la distinción entre saber que algo es de esta o aquella manera y saber cómo llevar a cabo un cierto tipo de actividad, que plantea la inmediata cuestión subsiguiente de cuál es la relación entre estos dos tipos de saberes (muchas veces abreviadamente llamados, simplemente, 'saber que' y 'saber cómo') entre los que parece que nuestro sentido común distingue. Nuevamente ésta es una cuestión que, como la de la distinción misma, requiere un considerable desarrollo teórico. Sobre ella habremos de retornar en el capítulo 5, en el contexto de la discusión de las importantes consecuencias filosóficas que algunos filósofos (notablemente Martin Heidegger) han extraído de la tesis de que alguna variedad del segundo de los tipos de saber mencionados —el saber-cómo vinculado a capacidades prácticas— es radicalmente básica.

Una última aclaración de carácter totalmente general antes de cerrar la sección. Cuando en esta sección o en la anterior hablamos de saber y de diferentes tipos de saber, no pretendemos prejuzgar ya la cuestión de si verdaderamente hay saber de alguno de estos tipos. Hay posiciones escépticas radicales en filosofía que han negado esto y no pretendemos vaciar de contenido la cuestión del escepticismo antes de haberla discutido. Por ello, nuestra manera de hablar sobre el tema debe interpretarse de modo totalmente hipotético, y, en principio al menos, debemos estar preparados para retirar parte o la totalidad de nuestras afirmaciones en caso de que ciertas posiciones escépticas sean mantenibles. La justificación de haber introducido los conceptos de que hemos hablado en estas secciones es que seguramente constituyen parte del aparato conceptual imprescindible para plantear y discutir con provecho la propia cuestión del escepticismo.

4.    La identificación del saber con la opinión o creencia verdadera

Las consideraciones intuitivas de la primera sección y otras posteriores sugieren que la relación entre saber y opinión es más estrecha de lo que según la teoría platónica de La república sería posible. De modo que, según parece, deberíamos admitir que para saber algo se necesita previamente haberse formado un juicio acerca de ello, o al menos tener una opinión o creencia, aunque no sea explícita, sobre ello.

Sin embargo, es inmediatamente obvio que una mera creencia u opinión no constituye saber. En particular, si una creencia de alguien es falsa, no diremos que sabe aquello que cree o que cree saber. De modo que, como mínimo, la hipótesis ha de ser que saber puede identificarse con creencia verdadera. Sin embargo, podemos presentar una crítica contundente que lleva a desecharla, aunque, como se verá, no parece que la hipótesis ande totalmente desencaminada.

La crítica fue formulada por vez primera por Platón en el Teeteto. El punto clave es que podemos perfectamente "acertar por casualidad" sobre algo, y hacerlo no parece suficiente para pensar que hay ahí un saber por nuestra parte. Platón lo ilustra (cf. Teeteto, 201a-201c) con el caso práctico (sin duda cercano a sus preocupaciones y también de perenne interés) de los litigios ante los tribunales. Sin seguir a Platón completamente al pie la letra, la idea sería la siguiente. Un juez puede, en un momento dado, dejarse persuadir por la elocuencia o los trucos psicológicos o efectistas de un abogado. Para hacer aún más claro el caso, supongamos que el abogado mismo no tiene una opinión acerca de si lo que dice es o no verdad (¡incluso podríamos suponer que cree que es falso!), de manera que él mismo no cree que esté dando suficientes razones para aceptar la verdad de lo que dice; su intención es únicamente persuadir al juez. Ahora bien, supongamos que, de hecho, y aunque el abogado no tenga una opinión sobre ello (o —lo que es peor— piense lo contrario), lo que el abogado dice es verdad. El juez, sin embargo, no habría llegado a la conclusión que ha llegado (a una conclusión que, de hecho, según estamos suponiendo, es verdadera) si no hubiera sido por las artes o artimañas del abogado. No parece que quisiéramos afirmar entonces que el juez sabe eso que el abogado le ha hecho creer (esto es algo que en nuestra época de abundancia de películas de cine y series de televisión sobre jueces, abogados y juicios debería sernos tan poco difícil de aceptar como lo debía ser para los contemporáneos de Platón, quienes seguramente tenían más ocasión de contemplar juicios reales).

El tipo de caso considerado es una de las variedades de lo que hemos llamado acertar por casualidad. Podríamos imaginar otras que tal vez encajaran más directamente en este rótulo. Si alguien me pregunta quién va a ganar la quinta carrera de la tarde y yo, a pesar de mi ignorancia sobre el tema de las carreras de caballos y de mi desconocimiento de los detalles del caso concreto, digo que lo hará la yegua HalfMoon y acierto, nadie se tomará en serio un posible comentario mío que dijera: 'Lo sabía'.

En general podemos afirmar que, cuando menos, no es suficiente con tener una opinión sobre algo que, de hecho, es verdadera, para saber ese algo o sobre ese algo. No obstante, si pensamos en el caso del abogado, probablemente no es difícil que nos formemos algún tipo de idea de lo que quizá falta para que haya auténtico saber. Según esto, la vía emprendida para la caracterización del saber no es equivocada; faltaría proseguirla del modo adecuado.

Es esta idea de que vamos por buen camino, de que, al menos, si tener una opinión verdadera no es suficiente para saber, hemos acertado con una condición necesaria, la que lleva a hacer más directamente interesante y, por así decir, urgente, el examen de los conceptos de opinión y verdad. Es lo que haremos a continuación antes de seguirle la pista al tema de "lo que falta".

5.    La noción de opinión o creencia

Hasta la época contemporánea no encontramos en la historia de la filosofía una discusión enfocada específicamente al concepto de opinión o creencia. Seguramente ello se debe en buena parte a que se ha dado por supuesto, como algo suficientemente bien entendido o suficientemente poco problemático como para merecer esfuerzos especiales; o, si no exactamente eso, en todo caso algo cuyos detalles se puede uno ahorrar si pretende proseguir con las cuestiones filosóficamente, o al menos epistemológicamente, importantes. Sí que encontramos históricamente, claro está, toda una serie de temas relevantes relacionados con el concepto de creencia, algunos de los cuales habremos de tratar en su momento, pero no el tipo de discusión enfocada, extensa y continuada que han merecido los que en la historia de la filosofía han sido considerados como "grandes conceptos".

La atención a este concepto es, pues, algo propio de la filosofía contemporánea, que ha llegado a descubrir muy buenas razones para ocuparse de él. En realidad, el concepto de creencia u opinión, junto con otros conceptos de estados mentales estrechamente relacionados (percepción, deseo, intención, sobre todo), forma parte de las discusiones filosóficas más vivas de la actualidad en un área de la filosofía colindante con la epistemología, la filosofía de la mente, por lo que ahora habremos de adentrarnos aunque sea mínimamente en este terreno.

Hay una metáfora muy útil para comenzar a entender el concepto de creencia u opinión, que debemos al malogrado filósofo británico Frank Ramsey, a saber, que las creencias son como "mapas con los que uno guía o conduce" (maps with which one steers). Esta metáfora da una idea adecuada del carácter doble que tienen las creencias. Por un lado son como los mapas de un territorio, es decir, "dicen" cómo son las cosas. Pero no sólo "dicen" algo, sino que juegan un papel decisivo en la conducta del sujeto. Si esta conducta la vemos motivada, digamos, por un cierto deseo (supongamos que es realizable, para concentrarnos en el caso más fácil), las creencias contribuyen a "guiar" o "conducir" al sujeto de manera que haya buenas posibilidades de que el deseo se realice, si las creencias u opiniones en cuestión son verdaderas (si, por así decir, el mapa es fiel al territorio).

Supongamos que estoy en casa, tengo sed y me apetece beber una cerveza, y que mi deseo de beber una cerveza no se ve interferido por otras consideraciones (no me he vuelto abstemio, no estoy haciendo ningún régimen severo, tengo tiempo, no es mala hora, etc.); supongamos que creo que las cervezas que hay en la casa están en el refrigerador. Esta creencia me guiará hacia el refrigerador para satisfacer mi deseo (de nuevo, si otras circunstancias no lo desaconsejan: no estoy resfriado, no creo que vaya a estar demasiado fría, etc., etc.). Mi deseo quedará satisfecho (a menos que pase algo inesperado) si es verdad que hay cervezas en el refrigerador. Por otro lado, si mi creencia hubiera sido que las cervezas están en la bodega, esta creencia me hubiera conducido a la bodega, satisfaciéndose de nuevo mi deseo de beber cerveza si tal creencia era verdadera.

De manera que nuestro concepto común de creencia tiene dos ingredientes principales. Por un lado las creencias "dicen" o "representan" algo, o, como se suele decir, tienen un contenido representacional (expresable en proposiciones) por el que son verdaderas o falsas. Por el otro, poseen un papel causal como parte de las causas de nuestra conducta, parte de aquello que hace que ésta se dirija en esta o aquella dirección. Lo que vincula a los dos ingredientes es que "guían" o "conducen" de diferente manera según sea su contenido: el contenido de la creencia es decisivo para la acción que concretamente contribuyen a causar.

Hay un tercer elemento a considerar: la asimetría entre las creencias verdaderas y las falsas. Las falsas, por así decir, no "cumplen su cometido" de guiar adecuadamente la acción. Son, pues, creencias "defectuosas", no están, por decirlo así, en el mismo nivel que las creencias verdaderas. Son creencias, en un cierto sentido, "fallidas". Por esta razón es seguramente erróneo tratar de dar una explicación detallada de las creencias que abarque por igual las verdaderas y las falsas, como seguro que es erróneo tratar de dar una teoría fisiológica que incluya por igual a los corazones sanos y a los enfermos. Igual que en fisiología lo que debemos hacer es explicar cómo funciona un corazón sano, y sólo a partir de ahí comprenderemos las patologías —los modos en que un corazón puede funcionar mal—, algo similar ocurre con las creencias: debemos enfocar nuestra descripción a las creencias u opiniones "sanas", las verdaderas, y sólo a partir de aquí, cuando tengamos comprendido cómo funcionan, dar cuenta de los diversos modos en que algunas creencias pueden "funcionar mal", lo que en el caso de las creencias quiere decir, ni más ni menos, que son falsas. Proceder de otro modo —equiparar las creencias u opiniones verdaderas a las creencias falsas—, como han hecho algunos estudiosos del tema, sería una equivocación.

Con todo, no es un mero "accidente" sin importancia que algunas (o muchas) creencias sean falsas, sino que pertenece al concepto mismo de creencia u opinión el que una creencia puede ser falsa. Por tanto, una condición para que una teoría sobre lo que son las creencias sea siquiera un candidato a tener en cuenta es que esa teoría explique bien cómo una creencia puede ser falsa. Esto resulta ser más complicado de lo que parece a primera vista. Por ejemplo, en el Teeteto mismo nos encontramos a "Sócrates" planteándose el problema de cómo puede ser que cierto tipo de opiniones, creencias o juicios sean falsos. El problema, tal como allí aparece (cf. Teeteto, 187e-188c) es más o menos el siguiente. Consideremos dos objetos particulares, por ejemplo Teeteto y Sócrates. Nada más fácil, creemos, que imaginar que alguien pueda estar tan confundido como para confundir al uno con el otro, pensando que Teeteto y Sócrates son la misma persona, es decir, que Teeteto es Sócrates. Sin embargo, veamos más detenidamente si esta clara impresión nuestra puede mantenerse. Por ejemplo, pensemos (para concretar y facilitar las cosas) en un contemporáneo de ambos, A. Parece que hay exactamente cuatro posibilidades por lo que respecta al conocimiento que A pueda tener de Teeteto o Sócrates: o bien los conoce a ambos, o no conoce a ninguno, o conoce al primero pero no al segundo o, a la inversa, al segundo pero no al primero. La dificultad consiste en que, en cualquiera de estas cuatro situaciones en que puede encontrarse A, parece imposible que A pueda tener la opinión o creencia falsa de que Teeteto es Sócrates. Si conoce a ambos, entonces ¿cómo puede juzgar que el uno es el otro? Si no conoce al menos a uno de ellos, ¿cómo puede juzgar que el otro es idéntico o es diferente al que no conoce?

Éste es el tipo de perplejidades que pueden hacer que muchas personas se impacienten con la filosofía. ¿Es quizá que uno tiene la sensación de que algo debe andar mal en ese razonamiento, aunque no sepa exactamente qué es lo que está mal? ¿Es también el pensamiento de que, después de todo, no debe tratarse de algo realmente importante? ¿Provoca todo junto la sensación de que a uno le están tomando el pelo?

Y sin embargo se encuentran involucrados en esta dificultad profundos problemas sobre la naturaleza del carácter representacional de nuestros estados mentales. En todo caso, Platón se enfrenta al razonamiento anterior con la actitud que a todos nos debería parecer adecuada: la conclusión, a saber, que no puede haber juicios falsos (al menos juicios falsos de este tipo, juicios de identidad falsos) ha de estar por fuerza equivocada. La cuestión es: ¿exactamente dónde está el fallo?

Una conjetura es que debe haber ahí algún tipo de supuesto sobre qué es lo que entra en la noción de conocer a alguien (una noción que se mencionó en § 1.3) que, de alguna manera, provoca todo el desaguisado. Éste es un pensamiento prometedor pero proseguirlo aquí nos alejaría demasiado de nuestros intereses inmediatos (el lector interesado puede consultar el comentario de McDowell al pasaje citado).

El problema en torno a los juicios de identidad falsos se ha presentado sólo como una manera de hacer patente una inesperada dificultad que surge al pensar en los juicios falsos. La misma cuestión puede plantearse respecto a creencias o juicios de otros tipos: en general, ¿qué es exactamente lo que uno cree cuando tiene una creencia falsa de tal o cual tipo?

Pero no sólo las creencias falsas pueden llevar a plantearse con rigor el tema del contenido de las creencias (¿qué es lo que uno cree cuando...?). Pronto vemos igualmente que necesitamos también pensar más acerca del contenido de las creencias cuando consideramos creencias verdaderas, como se hace especialmente patente al considerar precisamente los juicios de identidad verdaderos. Veámoslo.

Parece que deberíamos estar de acuerdo en que hay un claro contraste entre las creencias de las que se habla en estos dos enunciados:

(1)    Ana cree que el lucero del alba es Venus.

(2)    Ana cree que el lucero del alba es el lucero del alba.

Si nos tomamos en serio (2) (es decir, no como expresión de algún tipo de chiste) es natural pensar que en ese enunciado se habla de una creencia totalmente trivial de Ana, una creencia que, en realidad, nadie puede dejar de tener.[9] Pero la creencia de que se habla en (1) parece tener un carácter claramente distinto. Probablemente con anterioridad a las investigaciones de los astrónomos babilonios nadie tenía esa creencia. Aun en nuestras sociedades actuales, en las que algunos conocimientos astronómicos están ampliamente difundidos, hay personas que no la tienen.

Es cierto que enunciados como (1) y (2) nos "suenan" extraños, aunque los motivos son distintos en un caso y otro. La extrañeza de (2) tiene presumiblemente que ver con lo raro que pueda ser hablar de opiniones o juicios al parecer completamente triviales. La de (1), en cambio, probablemente con la que nos producen en general los enunciados que dicen menos de lo que parece que, obviamente, puede decirse, y, en particular, la que nos produce siempre hablar de creer u opinar cuando pensamos que estaríamos perfectamente justificados en utilizar el verbo 'saber'. Sin embargo, la extrañeza que podamos sentir no es pertinente en ninguno de los dos casos para la discusión, porque lo cierto es que, al fin y al cabo, alguien puede perfectamente tener las creencias u opiniones de que se habla en esos enunciados (para empezar, yo mismo las tengo y estoy convencido de que los lectores también).

Pensándolo bien, ¿en qué estriba el contraste que percibimos entre (1) y (2)? Por fuerza debería estar en el contraste entre las creencias de que se habla en uno y otro, pues el resto —el agente— es el mismo. Una de las creencias, hemos dicho, parece ser totalmente trivial; la otra no. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que hace que la una sea trivial y la otra no? Podemos perfectamente pensar que la primera creencia es una creencia acerca de un determinado objeto. Bien, también lo es la segunda. Más aún, ambas creencias conciernen al mismo objeto, al mismo cuerpo celeste. Más todavía, ambas creencias parecen consistir, en definitiva, en creencias acerca de la identidad de un objeto consigo mismo, la autoidentidad. ¿Dónde estaría entonces el contraste?

Filósofos como Frege y Russell, que están en el origen de la moderna tradición analítica en filosofía, iniciaron la reflexión contemporánea sobre este tema, que no es sino (por decirlo así) el reverso de la medalla de un problema que hace poco hemos visto que Platón se planteó en el Teeteto: el de explicar la posibilidad de las creencias falsas.

La respuesta de Frege a la pregunta anterior parece, al menos a primera vista, sencillamente iluminadora: la diferencia está en las maneras de pensar (en) el objeto que hay involucradas en una creencia y otra. Aunque el objeto sobre el que piensa el que tiene la creencia (el cuerpo celeste en cuestión) sea el mismo, es diferente pensar en él como "el lucero del alba" que pensar en él como "Venus".

El propio Frege pensó también que estas maneras o modos de pensar en los objetos estaban relacionados con algún aspecto del significado de las palabras que utilizamos para referirnos a ellos, y llamó 'sentido' a ese aspecto. De manera que la solución de Frege puede también describirse diciendo que, según él, el sentido (y, con él, el significado) de las expresiones 'Venus' y 'el lucero del alba' es distinto. Ello explicaría directamente la diferencia que percibimos entre los enunciados (3) y (4):

(3)    Venus es el lucero del alba.

(4)    El lucero del alba es el lucero del alba.

Ahora bien, la solución de Frege, tal y como ha sido expuesta hasta aquí, no hace sino abrir nuevos interrogantes. ¿Es cierto que los modos de identificar objetos puedan equipararse a un aspecto del significado de las palabras que se utilizan para hacer referencia a esos objetos? ¿Vale esa tesis para todos los casos o sólo para un determinado tipo de palabras (tal vez los nombres propios, tal vez las descripciones, tal vez las expresiones deícticas o indéxicas)? ¿Cómo se relaciona entonces exactamente la explicación de la diferencia entre (3) y (4) con la explicación de la diferencia entre (1) y (2), que es la que nos preocupaba inicialmente?

Incluso si prescindiéramos por completo de la idea de Frege de que hemos dado con un nuevo aspecto del significado de las palabras, o, en concreto, que los modos de pensar en los objetos son esos nuevos aspectos del significado (los sentidos de las palabras), es decir, si prescindiéramos de lo que motiva las preguntas anteriores y nos concentráramos de nuevo en la solución a nuestro problema original, se suscitarían un buen número de interrogantes: ¿estribaría la diferencia que ponen de manifiesto los enunciados (1) y (2) no exactamente en las creencias sobre las que respectivamente informan, no en el contenido de esas creencias, sino en el modo en que en uno y otro caso se cree lo mismo? No es eso lo que pensaba Frege. Para Frege el contraste se da entre las creencias mismas. Eso quiere decir que él pensaba que los modos de pensar en los objetos forman parte del contenido de las creencias mismas. ¿Es esto aceptable? ¿Qué es, en definitiva, un modo de pensar en un objeto?

Nuevamente, aunque por otra ruta, nos vemos llevados a plantear la cuestión del contenido de las creencias, vale decir, más en general, del contenido de los pensamientos. Ésta es, naturalmente, cuando se la toma en toda su generalidad, una de las cuestiones centrales de la filosofía de la mente. Y, como hemos al menos entrevisto, esa cuestión puede estar relacionada con la del significado de las palabras, que es un tema central de la filosofía del lenguaje. Otra ocasión, pues, para comprobar cómo las cuestiones y problemas filosóficos se vinculan estrechamente unos a otros y son difíciles de aislar y tratar por separado.

El tema del contenido de las creencias es por sí solo un gran tema, complejo y difícil. Uno de los problemas principales que se plantean sobre él es el siguiente: ¿está el contenido de una creencia objetivamente determinado o bien es algo cuya determinación depende siempre de una interpretación por parte de algún agente?

Un mapa usual tiene su contenido determinado por las convenciones vigentes en ese mapa, convenciones que han fijado ciertas personas y a las que se ha atenido el autor del mapa (éste puede, naturalmente, haber estipulado también algún aspecto representacional del mapa). Es decir, en último término, lo que un mapa representa depende de las decisiones de ciertas personas (entre las que está su autor, que elige atenerse a unas u otras convenciones). La interpretación del mapa es, pues, relativa a los pensamientos de agentes humanos. El problema se presenta cuando nos preguntamos por la interpretación de esos peculiares "mapas" que son las creencias. ¿Consiste esa interpretación en hacer una hipótesis (todo lo compleja que se quiera) sobre un contenido independientemente u objetivamente determinado o, por el contrario, no existe nada determinado independientemente de las interpretaciones mismas que puedan dar el agente o personas que se preocupen por su mundo mental o por la explicación de sus acciones?

Tendemos a dar por supuesto que nuestros pensamientos tienen un contenido objetivo, por más que resulte muy arduo en muchas ocasiones explicar cuál es ese contenido, incluso para las propias personas que tienen esos pensamientos. Pero uno puede preguntarse si ésa no es una idea que la reflexión filosófica nos puede o nos debe llevar a abandonar.

El problema de la determinación del contenido se plantea ya respecto de estados representacionales mucho más simples que las creencias, como pueden ser los estados de ciertos animales cuando perciben algo del entorno. Consideremos el caso de una rana que proyecta su lengua en un rápido movimiento cuando aparece una mosca en su campo visual (con el probable resultado de capturar la mosca que le sirve de alimento). ¿Cómo debemos describir el estado complejo de percepción que precede a la proyección de la lengua? ¿Debemos decir que la rana percibe una mosca, que percibe un "bichito" comestible, que percibe algo comestible, que percibe una "cosita oscura del entorno"!

¿Cuál es —hagámosnos la pregunta— la naturaleza de nuestra duda? ¿Se trata de que no tenemos suficiente conocimiento del "mundo representacional" de las ranas o se trata de que, en realidad, no hay ninguna respuesta objetiva a esa pregunta? Si no hubiera nada objetivo respecto a cuál es el contenido del estado perceptivo de la rana, si todo dependiera de nuestra interpretación, la posibilidad misma de poder dar una explicación naturalista de la noción de contenido quedaría totalmente en entredicho en los casos considerados. Y si esto es así en el caso relativamente simple de las representaciones de animales no-humanos, como la rana, ¿no es aún mucho más arduo el problema cuando se trata de algo tan complejo como los contenidos de las percepciones o las creencias humanas?

Ésta es una cuestión central que bien puede decirse que comporta una división muy importante entre los filósofos contemporáneos. Por restringirnos a los últimos años, por un lado tenemos a filósofos naturalistas, como Fodor, Dretske o Millikan, filósofos que sotienen la objetividad del contenido de las representaciones mentales o las lingüísticas (que presumiblemente heredan o basan, al menos en parte y de modos muy complejos, su contenido en las primeras), y que piensan que una vía importante para hacer plausible esa objetividad consiste en examinar el problema de la determinación del contenido en casos relativamente simples como el de animales no-humanos, para estudiar luego las complejidades que aparecen en el caso humano. Del otro, nos encontramos con filósofos que piensan que de ningún modo puede romperse el círculo de la interpretación o "círculo hermenéutico", filósofos tan influyentes en nuestra cultura como Heidegger y otros más o menos por él influidos, como Gadamer o Ricoeur.[10]

Una de las vías que han explorado los filósofos naturalistas consiste en ver el contenido de las creencias como determinado por una relación causal entre el estado de cosas o la situación que (al menos en los casos simples) constituye el contenido de la creencia y el estado mismo de creencia. Dicho muy toscamente, tales filósofos han pensado del siguiente modo: nuestras creencias están causadas por ciertas situaciones o estados de cosas; por lo tanto, el contenido, aquello acerca de lo que tales creencias son, no consiste sino en las situaciones o estados de cosas que las causan.

Sin embargo, parece que es justo reconocer que esta vía puramente causal de situaciones a contenido lleva pronto a un callejón sin salida, porque hay muchos factores causales de nuestras creencias y no se ve cómo pueden elegirse de una manera no arbitraria precisamente aquellos que constituyen el contenido, pues, desde luego, sería disparatado pensar que todos ellos lo constituyen. Por esta razón varios filósofos han tratado de complementar o sustituir la idea mencionada de cómo se determina el contenido —la idea causal— mediante otra que pone el énfasis no tanto en lo que causa las creencias (aunque esto no se olvide), sino en lo que las creencias mismas causan o tienen la función de causar.

Que el contenido de las creencias está relacionado (o al menos parece estar relacionado) con su papel causal es algo que veíamos ya al comienzo de nuestro breve estudio de este concepto. En nuestro sencillo ejemplo, parte de lo que hace que el agente se dirija en un determinado momento al refrigerador en busca de una cierta bebida es que tiene una creencia con el contenido de que allí precisamente es donde encontrará tal bebida. Existe sin duda una relación entre una cosa y otra. La cuestión es precisar bien de qué relación se trata.

Sin embargo, con esta manera de pensar se plantea inmediatamente una importante dificultad; como vamos a ver a continuación, la idea de que el contenido mismo de una creencia puede ser causalmente eficaz no parece estar precisamente exenta de problemas.

Según una manera de entender el contenido de una creencia como la de nuestro ejemplo del refrigerador (posiblemente la manera más inmediata de entender esa noción), este contenido (que en este ejemplo podríamos describir con el enunciado 'las cervezas están en el refrigerador' —el contenido sería ni más ni menos que la proposición expresada por este enunciado en el contexto en cuestión—) parece ser una condición del entorno externa al agente, al menos en los casos en que la creencia es verdadera. Cuando es falsa, tal vez podemos decir que el contenido estriba en una proposición falsa cuyos ingredientes son objetos particulares y propiedades del entorno. En uno y otro caso, por consiguiente, el contenido de una creencia —de acuerdo con la hipótesis que estamos considerando— consiste en algún elemento o elementos del entorno, por tanto, en algo externo al agente. Podemos entonces preguntar: ¿cómo puede ser que algo extemo al agente cause su acción? Precisamente distinguimos las acciones (las cosas que hacemos) de los movimientos involuntarios (cosas que nos suceden) porque, como diría Aristóteles, en las primeras la "fuente" (por así decir) del movimiento parece ser algo "interno" al agente.

Este problema ha conducido a algunos filósofos a tratar de formular una noción del contenido de una creencia (a la que se llama 'contenido estrecho' o 'contenido reducido') que no presente esta dificultad. Pero un problema importante para esta vía es que parece verse obligada a reformar mucho nuestra noción común del contenido de una creencia y, en la medida en que el contenido es una parte esencial de las creencias, parece conducir inevitablemente a una modificación sustancial de nuestra noción común de creencia, de manera que posiblemente viene a parar, en último término, en una renuncia a la idea de que las creencias (en el sentido en que las entendemos usualmente, no en un nuevo sentido que uno estipula y para el que usa la misma denominación) son parte de lo que explica la acción, es decir, se llegaría así a renunciar a lo más básico de nuestra psicología intuitiva o de sentido común (algunos filósofos están totalmente dispuestos a dar este paso).

No obstante, tal vez pueda salvarse la idea de que el contenido de una creencia es causalmente eficaz (o que las creencias son causalmente eficaces por su contenido) y solucionar también el problema de la determinación del contenido si, en primer lugar, identificamos claramente la creencia como estado representacional {no su contenido) con ciertas estructuras neurobiológicas y, en segundo lugar, logramos explicar cómo se establece un vínculo causal complejo entre tres cosas: una condición del entorno, las estructuras neurobiológicas en cuestión y un cierto tipo de efecto peculiar de las mismas. La función básica de esas estructuras que llamamos creencias sería, según esta idea, adaptar a otros estados causales de la acción (pri-mordialmente los deseos) a ciertas condiciones del entorno (el contenido de las creencias), de manera que las conductas que en conjunción provocan estén de acuerdo con esos otros estados (tiendan a satisfacer los deseos) cuando las creencias son verdaderas (la tendencia a la satisfacción de los deseos sería el efecto peculiar). Dicho más brevemente, las creencias contribuyen a fomentar conductas que son apropiadas a ciertas condiciones del entorno. Tales condiciones del entorno constituyen —según la teoría que estamos exponiendo— sus contenidos. Los filósofos contemporáneos representantes del llamado funcionalismo teleológico han interpretado conceptualmente más o menos por esta vía lo que, por las investigaciones empíricas en neurobiología y psicología cognitiva, conocemos sobre estados representacionales.[11]

Acabamos de ver algo de la complejidad que hay en la tarea de concretar la metáfora inicial de que las creencias son como "mapas" de los que el agente se sirve para guiar su conducta. Hay una ulterior complicación que no hemos hecho explícita y que está en la raíz de la diferencia de estados representacionales relativamente simples (con todo lo complejos que, por sí mismos, ya son), como el anteriormente mencionado de la rana, y estados representacionales, como son (o creemos que son) nuestras creencias. La complicación viene porque la forma de "guiar" de las creencias es más indirecta de lo que sugieren a primera vista ejemplos como el de la cerveza y el refrigerador. Las creencias guían típicamente la acción a través de inferencias. Por ello no podemos decir, en general, simplemente que las creencias conducen a algún tipo determinado de acción, es decir, que conducen, junto con un deseo, a acciones que probablemente lleven a la satisfacción del deseo, pues la mayoría de las creencias no tienen deseos que guiar que les sean propios, sino que intervienen en la guía de muchos, y lo hacen de una manera compleja, mediante procesos de inferencia en los que dan lugar a otras creencias, a la modificación de deseos y formación de otros, etc.

No podemos entrar aquí con mayor profundidad y detalle en los problemas que se plantean en el análisis de las creencias. Proseguirlos nos llevaría al núcleo de las actuales reflexiones en filosofía de la mente y para una exposición mínimamente adecuada podríamos necesitar un libro como éste.

De todos modos, la cuestión es, en definitiva, de una gran importancia para nuestro tema principal en este capítulo: el de la caracterización del conocimiento o saber, y, como decía al comienzo de esta sección, es preciso reconocer que ha sido poco tratado por los epistemólogos clásicos. Alguien, sin embargo, podría no estar de acuerdo con la afirmación de que es importante para la mencionada finalidad. Se podría tal vez pensar que, aun reconociendo la importancia del concepto mismo de creencia, no es necesario en realidad entrar en su análisis para avanzar en el tema general de la caracterización del saber, y ello incluso aunque admitamos que uno de los ingredientes del saber es la creencia; que basta con el conocimiento intuitivo que podamos tener, sin necesidad de entrar en ese análisis. Sin embargo, aparte de la disputada necesidad de clarificación del concepto intuitivo, probablemente hay motivos adicionales para pensar que la clarificación del concepto de saber pasa por la del concepto de creencia. En efecto, como tendremos ocasión de ver, la concepción del saber que podríamos denominar clásica llega a un impasse, y es muy posible que su superación requiera una concepción determinada de la creencia.

6.    El concepto de verdad

Un "ingrediente" de cualquier concepción del saber, o, al menos, del saber proposicional, es la verdad. Si alguien realmente sabe que p, entonces es verdad que p. La verdad de una creencia u opinión no es suficiente para que esa creencia constituya saber (contrariamente a la segunda caracterización del saber de las que se examinan críticamente en el Teeteto), pero en todo caso parece claro que es una condición necesaria (sólo podría poner esto en cuestión quien sostuviese una concepción radicalmente no-proposi-cional del saber o el conocer).

¿Qué es, pues, este concepto de verdad? La idea básica del concepto de verdad la expuso Aristóteles con admirable concisión, si bien con cierta peculiaridad expresiva, hace más de 1.300 años: «Decir, de lo que es, que no es, o, de lo que no es, que es, es falso; y decir, de lo que es, que es, y, de lo que no es, que no es, es verdad» (Metafísica, 1011b25).[12]

La peculiaridad expresiva proviene sobre todo de que se supone (es preciso suponerlo si la caracterización ha de ser general) que lo que se dice puede ponerse siempre en la forma '... es' o '... no es'. Seguramente ello se debe, a su vez, a una peculiaridad del griego. En castellano no es inmediatamente obvio cómo poner 'Juan corre' o 'Juan no ama a María' en una de esas formas, aunque tal vez, forzando el idioma, podamos imaginárnoslo. Quizá también ayuda a entender la formulación aristotélica considerarla como una formulación elíptica, y completar'... es' con 'así', leyendo entonces, respectivamente, '... es así' y '... no es así', en lugar de '... es' y '... no es'.

A veces, aun cuando ya se la entiende mínimamente, la caracterización aristotélica de la verdad provoca, cuando menos, una inicial extrañeza debida a la sensación de que "no se nos ha dicho nada" cuando se nos dice eso sobre la verdad; de que, en otras palabras, lo que Aristóteles dice es completamente trivial. Y, en cierto sentido, si se quiere, es cierto que es trivial. Pero ¿exactamente en qué sentido? ¿Qué es lo que, en definitiva, provoca tal extrañeza?

El concepto de verdad está tan en el centro de nuestro esquema conceptual que por fuerza debemos tener una idea de qué se trata. Es en este sentido, cuando entendemos lo que Aristóteles dice, cuando vemos que "no nos ha dicho nada nuevo", nada que, de algún modo, no "supiéramos" antes. Con todo, hemos de reconocer que Aristóteles (si acertó plenamente, lo cual es algo que discutiremos luego) dio con un modo de hacer explícito lo que ya sabíamos implícitamente sobre el concepto. Y dar con el modo de hacer explícito algo que sabemos implícitamente no es nunca un logro desdeñable.

Cuando reconocemos esto, estamos ya a medio camino de diagnosticar la posible extrañeza a la que me refería. La extrañeza puede ser debida a que se nos está haciendo explícito algo que de algún modo ya sabíamos, cuando lo que esperábamos es que se nos revelase algo completamente, o al menos en gran parte, nuevo. Poniéndonos en el lugar de los que sienten la extrañeza, podemos pensar que ya "sabíamos" más o menos qué quiere decir "verdad"; lo que esperábamos que se nos dijera es cuándo, en qué condiciones epistémicas o de conocimiento estamos legitimados a aplicar el término, cuáles son, en otras palabras, los criterios para diagnosticar que algo es verdadero.

La extrañeza, pues, se disipa cuando uno hace claramente la necesaria distinción entre 1) el concepto de verdad o el significado de las expresiones 'verdad' o 'es verdadero/a', y 2) el criterio o criterios para aplicar ese concepto o esos términos, y añade además que la tarea de explicar o clarificar el concepto no requiere necesariamente el ocuparse en dar criterios para aplicarlo. Quizá entonces se esté en mejor disposición de comprender que, lo que necesitamos para clarificar las propuestas de caracterización del saber en que se reconoce la verdad como un ingrediente necesario, es explicar (si ello es necesario) el concepto de verdad, no entrar en la cuestión de los criterios de verdad. ¿Por qué? Porque, justamente, como se acaba de decir, lo que nos concierne es la caracterización o definición del saber, la clarificación del concepto: qué entendemos o hemos de entender por saber. No nos estamos ocupando de los criterios del saber, de en qué condiciones epistémicas podemos decir que alguien sabe algo. Y, para lo que nos ocupa, la cuestión relevante es la del concepto de verdad, no la del criterio.

Espero que lo dicho sirva para contribuir a la eliminación de una confusión que a veces el principiante (y no tan principiante) tiene sobre la cuestión que nos concierne ahora. Tal vez no se acaba de comprender cuál es esta cuestión porque se tiene en mente la cuestión del criterio: ¿cuándo, en qué condiciones reconocibles o especificables, estamos legitimados para atribuir saber a alguien? No es extraño que uno que crea equivocadamente que ahora nos estamos ocupando de esta cuestión esté desconcertado por el hecho de que incluyamos la verdad como uno de los ingredientes del saber; porque, entonces, puede que pregunte (revelando con ello su confusión): ¿pero cuándo sabemos que algo es verdadero? Ésta es la pregunta por el criterio de verdad, que es pertinente para la cuestión del criterio del saber.

Así pues, respecto del saber se plantea la misma disyuntiva que respecto de la verdad, la disyuntiva entre la cuestión del concepto y la cuestión del criterio, dos cuestiones que, aunque relacionadas, son diferentes. Sólo una enmarañada confusión puede derivarse de no distinguir las dos cosas. Y la que ahora nos concierne es la del concepto; de saber y de verdad. De este último porque creemos que es un "ingrediente" del primero.

Una vez que tenemos todo esto claro, estamos en mejores condiciones de apreciar que tampoco la tarea de explicar el concepto de verdad es, después de todo, tan trivial como parecía a primera vista. No lo es por dos motivos: en primer lugar, se necesita precisar exactamente de qué se predican esas expresiones (o a qué se le aplica el concepto); en segundo lugar, como veremos, la explicación la dificulta el hecho de la existencia de paradojas, especialmente ia paradoja del mentiroso, que es la paradoja que parece afectar centralmente al concepto intuitivo de verdad expresado por Aristóteles.

La necesidad de solucionar esta paradoja hace aún más necesaria la precisión sobre la primera cuestión. Veamos todo esto.

El texto de Aristóteles comienza: 'Decir...', y es a este 'decir' al que se le aplican los predicados 'es verdad' o, en su caso, 'es falso'. De manera que el concepto de verdad (o su correlativo, el de falsedad) se aplica a "decires". Pero ¿cómo hay que entender estos "decires"? De algún modo u otro, esos "decires" tienen que estar relacionados con oraciones y, más precisamente, con oraciones de cierto tipo determinado, pues, por un lado, no aplicamos el predicado 'es verdad' o 'es verdadero/a' cuando meramente se emiten expresiones lingüísticas suboracionales, como lo son los nombres (comunes o propios), verbos, adverbios, sintagmas nominales, etc. (a menos que tal expresión en el contexto sea una forma elíptica de emitir una oración), y, por el otro, no lo aplicamos a oraciones imperativas o interrogativas, sino únicamente a oraciones declarativas o lo que hemos llamado 'enunciados' (cf. § 2 de este capítulo, nota 3 y texto correspondiente).

Con todo, aún tenemos, cuando menos, dos opciones para concretar los "decires" del texto aristotélico. La mejor opción parece ser tomar la expresión lingüística misma —la oración— proferida por alguien en el contexto en que se profiere. Es decir, en nuestra terminología, el enunciado proferido junto con el contexto de proferencia. Otra opción podría ser, en principio, tomar lo que se expresa al emitir la expresión lingüística (el enunciado) en el contexto en que se profiere, es decir, la proposición, dicho en la terminología que se introdujo en § 2. Sin embargo, esta opción ha de considerarse como menos atractiva porque la noción de proposición es, o bien más "problemática" que la de enunciado, o bien, cuando menos, secundaria respecto a la de enunciado, pues no en vano tratamos de describir esa noción diciendo que las proposiciones son lo que se expresa en enunciados, efectivamente emitidos en un contexto, o posibles (la última matización la hemos venido haciendo implícitamente).

Parece pues que ahora estamos en condiciones de precisar la explicación de Aristóteles. Siguiendo una idea de otro de los más grandes lógicos de todos los tiempos, el polaco-norteamericano Alfred Tarski, podemos decir (en una primera aproximación) que el predicado 'es verdadero' es un predicado que se aplica a los enunciados de un lenguaje o una lengua de acuerdo con el siguiente esquema (que, siguiendo a Tarski y la tradición posterior, llamamos esquema T):

(T)    S, proferido en el contexto C, es verdadero si y sólo si p,

 

donde, para ejemplificar el esquema, la letra 'S' ha de sustituirse por la mención (el nombre) de un enunciado cualquiera de la lengua o lenguaje en cuestión[13] y p es un enunciado de la lengua o lenguaje en el que estamos precisando la noción de verdad (en nuestro ejemplo, claro está, en español, puesto que ésta es la lengua que aquí se utiliza) que "expresa lo mismo" o da las condiciones de verdad de aquel otro enunciado.

Por ejemplo, supongamos una escena en que Sócrates está hablando con Teodoro, el maestro de Teeteto, refiriéndose a éste. En ese contexto Sócrates dice:

(1)    (Él) es un joven muy prometedor.

La ejemplificación del esquema anterior con este ejemplo daría lo siguiente (llamémosle C a la escena o contexto descrito):

(2)    '(Él) es un joven muy prometedor' (proferido en el contexto C) es verdadero si y sólo si Teeteto es un joven muy prometedor.

Nótese que, siguiendo fielmente el esquema, en (2) hemos puesto entre comillas el enunciado emitido por Sócrates. El poner esa oración entrecomillada en ese lugar simplemente es el modo convencional estándar de marcar que estamos mencionando la oración en cuestión, es decir, utilizando un nombre propio (o, si se quiere, algo que funciona igual) para aludir a ella; no estamos, pues, usando la oración misma para decir algo. Nótese que, de no hacerlo así, la primera parte de (2) no sería gramatical (y, con ello, (2) entera no lo sería), pues la expresión 'es verdadero', al ser el predicado o sintagma verbal que es, requiere la concatenación con un sintagma nominal, no con una oración (el nombre de la oración sí es un sintagma nominal, tal como la gramática requiere).

Así, en general, cuando en el esquema (T) utilizamos la letra mayúscula 'S' queremos indicar con ello que necesitamos referirnos al enunciado mismo de que se trate (pues queremos decir o predicar algo de ese enunciado, a saber, las condiciones en que es verdadero), para lo cual construimos una expresión que, al igual que un nombre propio, se refiere al enunciado (y la manera convencional estándar de expresar esto gráficamente es poner el enunciado entre comillas). Es importante, para entender el esquema, darse cuenta de que, si intentáramos ejemplificarlo escribiendo al principio simplemente una oración, y no el nombre de una oración, el resultado simplemente no sería gramatical; sería, hablando propiamente, un galimatías sin sentido (en el lenguaje hablado, en lugar de las comillas que se utilizan en el escrito, habríamos de utilizar palabras que dejaran claro que nos referimos a la oración, no que la estamos usando para decir lo que con la oración podríamos decir si la enunciáramos).

Notemos una primera y patente diferencia con la idea tal como la expresaba Aristóteles. El esquema nos dice cómo, de acuerdo con nuestras intuiciones sobre el concepto, aplicamos el predicado 'es verdadero', pero no nos dice, por sí mismo —al contrario que el texto de Aristóteles— cuándo aplicamos el predicado 'es falso'. Naturalmente, si pensamos que cuando un enunciado (proferido en un contexto) no es verdadero entonces es que es falso, el esquema, aunque no lo haga explícito, también nos "dice" (por así decir, por implicación) cuándo aplicamos el predicado 'es falso'. Para hacerlo explícito utilizaríamos la negación del enunciado que, en la lengua que estamos utilizando, "dice lo mismo" que el enunciado de la lengua o lenguaje a que hacemos referencia.

Si no hacemos el supuesto mencionado (el llamado principio de bivalencia: un enunciado —proferido en un contexto— es verdadero o falso), entonces, de querer recoger ese otro aspecto de la idea aristotélica, habríamos de modificar el esquema. Por consiguiente, una cuestión que se podría plantear aquí es si estamos legitimados, o en qué medida lo estamos, en suponer que todos los enunciados (proferidos en un contexto, digamos, apropiado) son verdaderos o falsos, y si no sería proceder mejor restringir la aplicación del esquema a cierta parte del lenguaje o lengua inicial en que los enunciados son verdaderos o falsos. No podemos aquí entrar en esta serie de interesantes complicaciones, pero lo que se dice algo más adelante guarda cierta relación con ellas.

La sensación de trivialidad de la que hablamos anteriormente puede volver a aparecer cuando ejemplificamos el esquema (T) con oraciones que no contienen (ni elididas) expresiones cuya interpretación dependa del contexto. Consideremos, por ejemplo, la ejemplificación del esquema en el caso de la oración (4):

(4)    La nieve es blanca.

Tendríamos, prescindiendo ahora de la apelación a un contexto determinado (puesto que podemos presumir que el contexto de proferencia no juega aquí ningún papel):

(5)    'La nieve es blanca' es verdadero si y sólo si la nieve es blanca.

Si entendemos bien lo que se dilucida en enunciados como (5) desaparecerá cualquier extrañeza inicial que pudiera sentirse. El enunciado que hemos escrito al lado derecho del bicondicional dice, obviamente, lo mismo que el enunciado original, y eso es lo que debe decir, pues no aplicaríamos el predicado 'es verdadero' cuando tuviéramos un enunciado que no dijera lo mismo, como en (6) o en (7):

(6)    'La nieve es blanca' es verdadero si y sólo si la nieve es roja.

(7)    'La nieve es blanca' es verdadero si y sólo si la hierba es verde.

Los enunciados (6) y (7), y un sinfín de enunciados análogos que podrían hacerse, no ejemplifican el esquema, y así es como debe ser, pues estos enunciados, aunque uno sea verdadero (el (7) lo es, puesto que interpretamos la expresión 'si y sólo si' en el sentido del bicondicional material, por lo que, al ser ambos enunciados componentes verdaderos el bicondicional también lo es) y el otro falso, tienen en común no decir nada que corresponda a cómo se entiende o cómo se usa el predicado 'es verdadero'.

La impresión de trivialidad podría provenir de que ejemplificaciones del esquema (T) como (5) nos llevaran a pensar que tenemos una especie de receta universal para ejemplificar de una manera sumamente fácil el esquema. Según esta receta, bastaría con poner a la derecha de la expresión del bicondicional (del 'si y sólo si') la misma expresión que está a la izquierda pero desentrecomillada. Pero esta interpretación conduciría a desvirtuar completamente el significado de la propuesta que hemos hecho sobre la aplicación del predicado, pues se podría creer entonces que tal propuesta consiste en decir que se utiliza el término 'es verdadero' de acuerdo con el esquema (T) cuando se pone en lugar de la letra 'p la oración misma a la que se aplica el predicado, con lo cual la propuesta vendría a decir que 'es verdadero' se aplica a las oraciones de un lenguaje cuando se da una condición que, si bien se mira, es meramente formal: consiste en la mera operación de "desentrecomillar". Esto no recogería la idea de Aristóteles, desde luego, ni nuestras ideas intuitivas sobre el concepto de verdad (que sentimos que Aristóteles sí recogía).

Pero la propuesta original era muy diferente, como se ve en que en infinidad de casos la propuesta modificada no serviría para nada. Estos casos son de dos tipos: 1) cuando tenemos enunciados (infinidad en las lenguas naturales) en los que, como en el enunciado de nuestro primer ejemplo, hay expresiones cuya interpretación depende del contexto (en ese ejemplo, patentemente el pronombre deíctico 'él', aparezca o no explícitamente, puesto que las peculiaridades sintácticas del español permite que sea elidido); 2) cuando estamos especificando el uso que del predicado 'es verdadero' se hace en una determinada lengua o lenguaje utilizando otra lengua o lenguaje, como ilustra el ejemplo (8):

(8)    'Schnee ist weifi' es verdadero si y sólo si la nieve es blanca.

(No podemos decir coherentemente: 'Schnee ist weifi' es verdadero si y sólo si Schnee ist weifí. Estaríamos comenzando una frase en español y acabándola en alemán, al contrario que en (8), que está toda ella en español, aunque se utilice esta lengua para hablar de una oración alemana.)

Hasta aquí, pues, podemos aceptar lo que, si bien se mira, no es sino una precisión de la explicación de Aristóteles. Sin embargo, un problema que sí parece ser una dificultad formidable para la explicación de Aristóteles y para nuestra propuesta de precisión es el que presenta la paradoja del mentiroso. Veamos primero la dificultad con respecto al dictum aristotélico original. Supongamos que alguien dice, como única proferencia en un contexto dado:

(9)    Estoy mintiendo (ahora mismo, al decir esto).

¿Ha dicho esa persona algo verdadero o algo falso? Supongamos que lo que ha dicho fuera verdad. Entonces habría dicho "lo que es", es decir, las cosas serían tal como ha dicho, y como lo que ha dicho es que estaba mintiendo, esa persona habría mentido, habría dicho una mentira. Pero mentir es decir algo falso a sabiendas de que lo es; por lo tanto, habría dicho algo falso. Es decir, el supuesto de que una persona dice algo verdadero al proferir (9) nos lleva a la conclusión de que dice algo falso al proferir (9). Por tanto, habríamos de concluir que el supuesto ha sido "reducido al absurdo", es decir, que el supuesto es falso.

Ahora bien, ¿podemos aceptar sin más esta conclusión? No, porque si ha dicho algo falso, ha dicho "lo que no es", es decir, las cosas no son como ha dicho que son. Como lo que ha dicho es que estaba mintiendo, hemos de concluir que no estaba mintiendo. Eso quiere decir, o bien que no estaba diciendo algo falso, sino que estaba diciendo la verdad, o bien que no tenía intención de engañar. Acaso podemos descartar la segunda posibilidad, porque ¿acaso no habría que suponer que no tiene esa intención alguien que emitiera (9) seriamente? Si esta reflexión no nos convence, podemos evitar esta complicación cambiando el ejemplo e imaginando que lo que la persona ha dicho no es 'estoy mintiendo', sino 'esto que digo es falso'. En cualquier caso, llegamos a la conclusión de que estaba diciendo la verdad. Así que el supuesto de que al emitir (9) (o algo similar, como 'esto que digo es falso') estaba diciendo algo falso nos ha llevado a la conclusión de que estaba diciendo algo verdadero.

(El lector podría tener alguna dificultad en este razonamiento que no es pertinente para la cuestión principal. Podría pensar que con el supuesto general de que hay enunciados que no son verdaderos ni falsos se puede evitar la dificultad. Nótese, sin embargo, que incluso con ese supuesto hay que admitir que si lo que se dice es falso, entonces no es verdadero, por lo que la primera parte del razonamiento se podría recapitular diciendo que del supuesto de que el hablante ha dicho algo verdadero se ha llegado a la conclusión de que ha dicho algo que no es verdadero. Para la segunda parte, no es necesario aceptar que cuando alguien no ha dicho algo falso, entonces es que ha dicho algo verdadero. Basta con quedarse con lo primero, es decir, que el razonamiento muestra que a partir del supuesto de que el hablante ha dicho algo falso al emitir (9) se llega a la conclusión de que no ha dicho algo falso al emitir (9). La contradicción de que hablamos a continuación se seguiría, si acaso, con mayor claridad.)

Cuando partiendo del supuesto inicial de que un enunciado proferido en un contexto es verdadero se llega a la conclusión de que es falso (o de que no es verdadero), y ocurre también a la inversa que partiendo del supuesto de que es falso se llega a la conclusión de que es verdadero (o de que no es falso), es que ese enunciado da lugar a una contradicción. Pero al derivar esta contradicción hemos utilizado nuestro concepto intuitivo de verdad, tal como lo explicó Aristóteles. Hemos de concluir, pues, que o bien nuestro concepto es autocontradictorio, o bien que la explicación aristotélica del mismo es defectuosa.

Pero veamos que se llega a la misma conclusión indeseable con nuestra precisión del concepto aristotélico. Consideremos el enunciado siguiente:

(10)    Este enunciado es falso.

Apliquemos a (10) el esquema (T) que trata de recoger el uso del predicado o el concepto de verdad:

(11) 'Este enunciado es falso' es verdadero si, y sólo si, el enunciado (10) es falso (o, si y sólo si ese mismo enunciado es falso).

Estamos diciendo que un mismo enunciado es verdadero si y sólo si es falso. De aquí se deriva la contradición de decir que un mismo enunciado, en un mismo contexto, es verdadero y decir que es falso (o no-verdadero).

Tal como hemos dicho, la conclusión general es que, o bien nuestro concepto intuitivo de verdad es autocontradictorio o bien que la explicación aristotélica es defectuosa. Lo primero es lo que concluyó Tarski. Él hizo aproximadamente el siguiente diagnóstico: el concepto intuitivo de verdad es autocontradictorio porque se aplica con una falta absoluta de restricción; esto se debe, a su vez, a la "universalidad" del lenguaje natural en el que se utiliza el predicado de verdad.

Tal vez entendamos algo mejor esta "universalidad" a la que se refería Tarski al ver la solución que él propuso. Su propuesta fue diferenciar una jerarquía de lenguajes. Un lenguaje de esa jerarquía podría ser un metalenguaje con respecto al lenguaje anterior de la jerarquía, el llamado lenguaje objeto con respecto a ese metalenguaje. El metalenguaje podría contener al lenguaje objeto como una parte, pero un lenguaje nunca tendría el predicado de verdad aplicable a enunciados de ese mismo lenguaje. Por consiguiente, habría toda una serie de predicados de verdad, uno para cada lenguaje de la jerarquía.

El problema, pensaba Tarski, es que los lenguajes naturales, precisamente por su carácter universal (puede en ellos hablarse de todo, por así decir), no pueden verse como jerarquizados de ese modo. Podemos concebir lenguajes que se parezcan mucho morfológica, sintáctica y semánticamente a los lenguajes naturales, pero que no muestren la "promiscuidad" de éstos (y, en este sentido, por mucho que se parezcan a las lenguas naturales, podemos calificarlos de lenguajes artificiales). Las nociones de lenguaje objeto y metalenguaje en el lenguaje natural se aplican de un modo muy distinto; de un modo que no implican jerarquía alguna. Se trata, simplemente, de que, en el contexto en que se utiliza una lengua para describir aspectos o hablar de otra, la segunda "oficia" de lenguaje objeto y la primera de metalenguaje. Pero las dos lenguas no tienen por qué ser diferentes, puesto que se puede describir o hablar de una lengua utilizando esa misma lengua. O se puede utilizar en un contexto una de ellas, pongamos el inglés, para describir o hablar de otro idioma o lengua, pongamos el francés, y en otro momento hacer justamente lo inverso. En este sentido ya vemos que las lenguas naturales no están jerarquizadas. No podemos ver en ellas tampoco una jerarquía de predicados análogos a 'es verdadero' que no se apliquen a enunciados de la propia lengua.

Pero esta característica de las lenguas naturales —pensaba Tarski— es lo que da origen a la contradicción que supone la paradoja del mentiroso, y esa paradoja sólo puede evitarse —creía él— renunciando a la idea de un predicado de verdad que se aplique a enunciados de la propia lengua o lenguaje, y en este sentido reformando el concepto intuitivo de verdad que no contempla tales limitaciones.

Tarski estaba, pues, en lo cierto al suponer que los lenguajes naturales no están jerarquizados del modo que su propia solución requiere y que no contienen diferentes predicados de verdad. Y es también muy cierto que, con la jerarquización de los lenguajes (artificiales) que Tarski propone, la paradoja del mentiroso se evita. Pero no tenemos por qué aceptar su conclusión de que el concepto intuitivo de verdad —el que se expresa en las lenguas naturales— es, a la postre, incoherente, autocontradictorio (por lo que no quedaría otro remedio que proponer alguna reforma para obtener lenguajes coherentes). Quizá lo que sucede es que la explicación aristotélica, aunque capta rasgos esenciales del concepto, sea algo imperfecta y necesite ser modificada al menos en un punto.

En realidad, todos encontramos extraños ejemplos como (9) o (10). Lo que los hace extraños es la pretensión de que el concepto de falsedad se aplique al propio enunciado. Esto no es algo peculiar del concepto de falsedad, sino que está igualmente presente en su "otra cara", el concepto de verdad. Aunque no dé lugar a paradojas resulta igualmente extraño decir:

(12)    Este enunciado es verdadero,

con la pretensión de estar diciendo algo sobre el propio enunciado (12). Esta sensación de extrañeza puede conducir a la reflexión de que la aplicación más básica del predicado 'es verdadero' (o 'es falso') y sus equivalentes en otras lenguas naturales requiere su atribución a un enunciado "normal", es decir, un enunciado que no contenga uno de esos predicados. Por esta vía llegamos a la idea (debida al destacado lógico y filósofo contemporáneo Saúl Kripke) de que el predicado de verdad de las lenguas naturales sólo se aplica a enunciados "con base" (grounded), caracterizándose los enunciados "con base" del siguiente modo: 1) un enunciado que no contiene el predicado de verdad (o el de falsedad) es un enunciado con base; 2) el resultado de aplicar el predicado de verdad (o el de falsedad) a un enunciado con base, es también un enunciado con base.

Esta idea da cuenta de nuestra extrañeza frente a especímenes como (9), (10) y (12). De estar en lo cierto en nuestro presente diagnóstico (el de Kripke), se produciría en esos casos una aplicación anómala —es decir, no licenciada en absoluto por el concepto intuitivo de verdad o falsedad— de los predicados 'es verdadero' o, respectivamente, 'es falso'. La moraleja de la paradoja del mentiroso no sería entonces que muestra la autocontradicción del concepto intuitivo de verdad (y en este sentido una imperfección de las lenguas naturales), sino que se debe a un uso inadecuado (inadecuado desde el propio punto de vista del concepto intuitivo y del lenguaje natural) del predicado de verdad. El paso que no habríamos de dar para no caer en la paradoja es el primero de todos: admitir los ejemplos como legítimos.

Con el presente diagnóstico no decimos que el predicado de verdad no pueda aplicarse a enunciados de la propia lengua o lenguaje. Sólo que esos enunciados deben ser enunciados "con base", en el sentido caracterizado. Así, podemos ahora volver a formular la explicación aristotélica, convenientemente modificada en este punto, sirviéndonos nuevamente del esquema (T). La nueva formulación es que el predicado 'es verdadero' (o sus análogos en otras lenguas) es un predicado que se aplica a cualquier enunciado S con base de un lenguaje o una lengua de acuerdo con el esquema (T).

7.    Justificación epistémica y caracterización general del saber

La mayoría de los filósofos aceptan que el saber requiere creencia verdadera. En lo que antecede no se ha dado un argumento en favor de esta afirmación, pero en esbozo una línea argumental podría ser la siguiente.

Que, en una forma u otra, saber que p implica la verdad de p, es algo que habría que tomar simplemente como un hecho básico acerca del concepto de saber (imagínese a alguien diciendo que x sabe que p, pero que p es falso; ¿no pensaríamos que se contradice?). Únicamente habría que aclarar cómo hay que tomar este requisito de la verdad, qué es lo que implica y qué es lo que no implica (en particular, recuérdese que no es el criterio de verdad lo que está implicado aquí).

Más controvertido podría ser el requisito de la creencia. Aquí lo tomaremos en un sentido mínimo (sin exigir que la creencia haya de ser una creencia especial, por ejemplo, una creencia acerca de la cual el sujeto tenga un fuerte grado de convicción). Aun así, este requisito puede cuestionarse y se ha cuestionado en la historia de la filosofía. El desafío más frontal es el que supone la línea platónica de La república que veíamos al comienzo del capítulo y que en definitiva se basa en suponer que la creencia u opinión y el saber son actitudes cognitivas distintas que requieren objetos distintos. Pero ya vimos también que, según parece, este supuesto tiene muy poco apoyo argumentativo.

Nos situamos así en la tesis de que condiciones necesarias para el saber son tanto la verdad como la creencia. Pero uno puede tener una opinión que resulta ser verdadera pero acertando sólo "por casualidad", y es claro que no debemos considerar ese caso como un caso de saber. El caso del juez y del abogado, aducido por Platón en el Teeteto, deja esto bastante claro (véase el final de § 4). Por ello concluimos que la verdad y la opinión o creencia no son condiciones suficientes para el saber. Parece que lo que falta es algún tipo de justificación para esta última. Llegamos así a una fórmula general: saber es creencia verdadera con justificación, una fórmula que, como veremos, abarca una amplia familia de posiciones epistemológicas, tanto clásicas —puede encontrarse por vez primera, en una cierta versión, en el Menón platónico, 87-88— como contemporáneas. La cuestión clave estribaría entonces en la explicación del concepto de justificación.

Si nos acercamos a la cuestión de "lo que le falta" a una creencia verdadera para contar como un caso de genuino saber, examinando con cuidado casos como el del abogado y el juez, es natural pensar en dos tipos distintos —distintos al menos en principio— de complementos. Por un lado podemos pensar que lo que le falta a la opinión verdadera para constituir genuino saber (lo que le faltaba al juez del caso explicado) es "algo" —concretamente, en nuestro ejemplo, el juez está falto de razones para su opinión, como ya se adelantó al explicar el caso—. Al menos está falto de razones en el sentido que aquí es pertinente; quizá el juez tenía prisa, o se trataba de un juez corrupto al que se había comprado. En ese caso, el juez tenía razones prácticas para llegar a su veredicto (ciertamente, en ese caso, reprobables desde un punto de vista moral). De lo que carece el juez es de razones epistémicas. ¿Y si preguntado el juez por las razones de su veredicto contestara —seriamente y no cínicamente— que le convenció la elocuencia del abogado? Bien, en ese caso, tal vez habríamos de conceder que, después de todo, el juez tiene, o al menos cree tener, una razón epistémica. En ese caso, la conclusión sería que no valen cualesquiera razones epistémicas, sino sólo las "buenas razones" (algo que esperaríamos que una teoría de la justificación tendría que aclarar).

Podríamos llamar a la línea de reflexión que se acaba de exponer la vía de las razones. Pero parece que también podríamos mirar el caso del juez de un modo distinto —o dicho más precavidamente: de un modo que parece distinto—, pues el diagnóstico podría ser que el juez no llega a formarse la opinión de la manera adecuada. Esto, claro está, no son por el momento sino vagas ideas. Lo que vamos a hacer a continuación es explorar primero diversas teorías de la justificación epistémica (o, simplemente, justificación, ya que aquí no se trata de la justificación moral o de algún otro tipo de justificación práctica) que podemos situar en la "vía de las razones". Los defectos de estas teorías conducirán a ampliar la perspectiva, de manera que al final llegaremos a una teoría de la justificación que podemos encajar en la vaga idea que hemos apuntado en segundo lugar (formación de una opinión "del modo adecuado").

La "vía de las razones" se explora por primera vez en el Teeteto. Allí, Platón examina finalmente la tesis de que el saber es creencia verdadera "con logos", como él dice, y podemos entender este "logos" como algún tipo de razón. Platón examina tres candidatos concretos para ese papel y los encuentra inadecuados. No es necesario entrar aquí en el detalle de las propuestas que analiza Platón en el lugar indicado, pues la discusión allí se ciñe al conocimiento de una cosa individual. En todo caso, el diálogo concluye sin una caracterización general del saber, un hecho que ha sido interpretado por diversos comentaristas del mismo de maneras bien diferentes (véase el apéndice 1.1).

Sin embargo, al final del diálogo (cf. Teeteto, 209e-210b), inmerso en la discusión del tercer candidato aludido, asoma por primera vez una idea que apunta auna objeción general a la vía de las razones.[14] Descrita con la terminología actual, la mencionada idea es que el intento de buscar el complemento necesario a la definición del saber en algún tipo de razones parece conducirnos, o bien a un recurso ad infinitum ("al infinito"), o bien a un círculo vicioso. Veamos cómo iría esto.

Si yo pretendo apoyar una creencia que tengo dando una razón, parece que esa razón debe de ser alguna otra creencia que yo tengo y que apoya la primera creencia. Ahora bien, podemos plantearnos si eso que yo creo y que aporto como razón para apoyar la primera creencia es algo que meramente creo, una mera opinión mía, o algo que estoy justificado en creer. La pregunta es pertinente porque parece que no habré logrado justificar la primera opinión, a menos que esté justificada esa segunda opinión en que pretendo apoyarla. Se plantea así la cuestión de la justificación de esa segunda creencia. De manera que, simplemente, tenemos un desplazamiento de la cuestión original —la justificación de la primera opinión—, a una cuestión del mismo tipo —la justificación de la segunda—. Ahora bien, como fácilmente puede verse, la situación se reproduce al considerar la segunda creencia y una posible justificación para ella. De nuevo parece que es necesario que esté justificada, y para su justificación —según la teoría que estamos proponiendo— debería darse una razón, algo que yo creo y es pertinente para el caso. Y así sucesivamente con esta tercera opinión, con una cuarta, etcétera. Según esto, la cadena de razones aducidas como justificación puede seguir indefinidamente. O bien la cadena puede llevar a la creencia de partida, cerrando el círculo (para justificar una creencia de esa cadena se aduce como razón la primera creencia de la misma). En cualquiera de los dos casos la impresión es que no se puede obtener justificación de las opiniones. Si la justificación de una opinión depende de la de una segunda, y la justificación de ésta depende de una tercera y la de esta tercera de la de una cuarta, y así sucesivamente, parece que la justificación de todas queda, por así decir, en suspenso.

Hay diversas reacciones posibles a estas consideraciones. Las dos más extremas son la posición que se atribuye a Platón y la reacción escéptica. Platón (o, al menos, un cierto Platón, como el Platón de La república) diría: la situación descrita indica el fracaso de la caracterización del saber como creencia verdadera justificada; no es más que el indicio indudable de que el saber es algo completamente o radicalmente diferente al creer o al opinar. Un filósofo fuertemente influido por esta idea propugna una doctrina alternativa según la cual el saber es algo fundamentalmente "intuitivo" que exige algún tipo de "iluminación" (no parece injusto decir que los que han seguido este camino, aparte de rechazar buena parte o la totalidad de lo que comúnmente se considera saber, no ofrecen mucho más que metáforas o a lo sumo ejemplos supuestamente iluminadores sobre lo que caracteriza al genuino saber).

La reacción escéptica es que las consideraciones sobre la cadena de las razones avalan la tesis de que nada puede realmente saberse, puesto que —según piensan— el saber, de ser algo distinto a la opinión, debería diferenciarse justamente en su justificación, y tales consideraciones —la necesidad de apelar a una cadena infinita o cerrada de razones— hacen

patente que no puede haber opiniones más justificadas que otras (las posiciones escépticas que trataremos en capítulos posteriores —II y IV—, se apoyan mayormente en consideraciones diferentes, debido a la existencia de las alternativas que en seguida veremos).

Debe notarse que la reacción escéptica mencionada tiene en común con su extremo opuesto la consecuencia de que se rechaza la opinión común de que sabemos cosas; muchas y aun "infinidad" de ellas.

8. Posiciones fundamentistas y coherentistas sobre la justificación de las opiniones

En realidad, no hay en las anteriores consideraciones (la cadena de razones) nada que obligue a adoptar ninguna de las posiciones extremas que se acaban de describir. Por de pronto, podría concluirse que la justificación no puede consistir exclusivamente en dar razones. Según la versión históricamente más característica de esta reacción, la cadena de razones termina y lo hace en opiniones, creencias o juicios que no necesitan justificación. Éstos constituirían lo que llamaremos el saber no-inferencial o no-demostrativo,[15] la base o fundamento sobre la que se poyarían —bien sea directamente, o bien indirectamente— los demás juicios u opiniones que constituyen el saber.

Un modelo (probablemente el modelo) para esta concepción de la justificación y del saber lo constituye la geometría. La geometría ejerció desde la Grecia clásica y durante muchos siglos una merecida fascinación como paradigma de saber, al presentarse como un ejemplo completamente sólido de cuerpo de verdades sobre el mundo. ¿Y qué es lo que encontramos en la geometría clásica tal como ésta parecía presentarse hasta el descubrimiento de las geometrías no-euclidianas? Encontramos un edificio de proposiciones donde la justificación de una proposición se realiza mediante un razonamiento que parece ser correcto a partir de ciertas proposiciones que, a su vez, se apoyan mediante similares razonamientos en otras, hasta que todas vienen a descansar o apoyarse en último término en proposiciones básicas, como que al añadir cantidades iguales a cosas iguales obtenemos cosas iguales y que dos puntos determinan una recta en el sentido de que hay una y una sola que pasa por ellos. Estas proposiciones parecen intuitivamente verdaderas; pero no sólo verdaderas, sino además evidentemente verdaderas. No parece que ningún ser racional pudiera negarlas. Parecen venir, por así decir, con su propia garantía de verdad. Son, en otras palabras, autoevidentes. Creer en su verdad —parece— tiene una garantía imbatible.

De manera que al apoyarse en verdades autoevidentes que cree cualquier ser racional que llegue a ellas o al que le sean presentadas, el edificio de la geometría suponía un formidable ejemplo de cuerpo de conocimiento o de saber en el que no había más que mirar para encontrar el modelo de lo que habría de ser el saber en general. Así que los filósofos, cuando reflexionaban sobre el saber, no estaban sólo discutiendo a partir de intuiciones de lo que cualquier persona no versada en estos temas pueda abarcar con este concepto, sino que parecían partir cuando menos de un ejemplo sólido. Podía parecer que, generalizando, cualquier saber debe consistir en aceptar o creer proposiciones apoyadas con la solidez del razonamiento lógico riguroso en otras proposiciones que en último término se apoyan en proposiciones autoevidentes. Nada más y nada menos habría de ser el auténtico, el genuino saber.

Según esta generalización, una creencia se justifica sobre la base de otra si se infiere lógicamente (deductivamente) de ésta. De este modo está asegurado que si la creencia en la proposición q justifica la creencia en la proposición p, no puede suceder que p sea falsa si q es verdadera (pues esto es lo que significa que una proposición se infiere lógicamente de otra). De manera que, si está asegurado que las creencias básicas son verdaderas, como todas las demás se justifican (del modo mencionado) en términos de éstas, está asegurado que todas las creencias justificadas también son verdaderas.

Lo que está detrás de esta idea de la justificación (justificación demostrativa) es la idea —para la que el modelo de la geometría clásica parecía poder también proporcionar inspiración— de que el genuino saber posee el carácter de la certeza objetiva, es decir, contiene en sí la garantía de verdad, debe excluir la posibilidad de error. De ese modo las creencias que conforman nuestro saber nos han de proporcionar una certeza completa. Es por ello que la justificación ha de ser infalible (no puede ser que el proceso de justificación introduzca el error). Sólo en ese caso, si las creencias básicas son ciertas (en el sentido mencionado), las otras creencias por ellas justificadas (sea inmediata o mediatamente), que constituyen el resto del saber (el saber inferencia!), son también ciertas (en ese mismo sentido). El requisito de la justificación demostrativa responde exactamente a ese requerimiento.

Esta concepción del saber y de la justificación epistémica, que es de estirpe platónica (a pesar de que, como hemos visto, su articulación proposicional la pondría en conflicto con Platón) o platónico-aristotélica, cobró una gran fuerza en la Edad Moderna con la obra de Descartes y la comparten en buena parte muchos de los grandes clásicos posteriores de la filosofía: Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, Kant... (la lista llegaría a la época contemporánea). Algunos de estos filósofos, sin embargo, difieren respecto a las creencias básicas, las que no necesitan justificación. Tal como hemos descrito esa concepción, estas creencias son autoevidentes (sería por poseer ese carácter que no necesitan justificación), y a ellas se llegaría mediante la intuición racional. Esto describe una posición que representa paradigmáticamente Descartes. Sin embargo, para otros también la experiencia empírica proporciona una base para el saber no necesitada de justificación. Se conoce con el nombre de racionalistas a quienes, compartiendo la concepción general sobre el saber arriba esbozada, siguen a Descartes sobre el fundamento del saber, y con el nombre de empiristas (clásicos) a los que añaden la segunda posibilidad. Nosotros denominaremos fundamentismo clásico a la posición que reúne lo (mucho) que tienen en común estas dos grandes corrientes. En especial hablamos de una teoría fundamentista de la justificación para referirnos a una teoría que ve las creencias como "estratificadas" al modo descrito, sean las creencias básicas de un tipo u otro.

Una cuestión importante es cuánto de lo que creemos generalmente que sabemos resulta sancionado como tal saber por una teoría que lo caracteriza como creencia verdadera justificada y define ésta al modo "estratificado" del fundamentista clásico. La respuesta depende de la versión concreta del fundamentismo. Descartes, por poner un ejemplo preeminente, pensó que con su reconstrucción del saber —siguiendo de un modo particular la línea que hoy llamamos fundacionista— podía reivindicar como genuino saber no sólo el especializado de la ciencia, sino la mayoría o todo lo que comúnmente se acepta que sabemos, la mayoría o todo lo que, en fin, el escéptico más exigente podría poner en cuestión. Como veremos en el próximo capítulo, no tuvo éxito en esa empresa. Otros llegaron a la conclusión de carácter escéptico de que mucho de lo que creemos saber en realidad no constituye genuino saber. Por ejemplo, Hume y Popper (por poner un ejemplo de un conocido epistemólogo contemporáneo) coinciden en considerar que no puede sostenerse que la ciencia empírica (la ciencia, excluida la lógica y la matemática puras) constituya genuino saber (cf. capítulo IV).

¿Por qué es importante plantearse la cuestión de cuánto de lo que creemos saber generalmente resulta confirmado como tal saber por una teoría epistemológica? ¿No parecería que debemos determinar primero —independientemente de cualquier consideración acerca de lo que creemos saber— qué es lo que debemos considerar como justificado y qué, por consiguiente, como saber y luego dictaminar en consecuencia cuánto de lo que comúnmente se considera como saber lo es realmente y cuánto no? Pero ¿no es más bien justo al contrario? Consideremos a alguien a quien se señala que, de adoptarse su teoría favorita de la justificación de las creencias, una parte muy considerable de lo que consideramos habitualmente como opiniones suficientemente justificadas como para constituir saber, en realidad no estarían justificadas, de modo que habría que aceptar que sólo sabemos una parte muy magra de lo que comúnmente se considera que sabemos. Supongamos que esa persona acepta esa situación, y que, por así decir, encogiéndose de hombros comenta: "Bien, pues tanto peor para la opinión común sobre lo que se sabe." ¿No podríamos acusar a tal persona de haber inmunizado a su teoría —a su teoría de la justificación— frente a la crítica? (Inmunizar una teoría es —dicho brevemente— presentarla de tal modo que sea ya de antemano capaz de eliminar cualquier crítica.)

Éstos son temas delicados cuya consideración más cuidadosa pospondremos para el último capítulo, cuando examinemos el estatuto de las teorías epistemológicas mismas. Sin embargo, podemos tener presente la consideración que se acaba de hacer para, tal vez, arrojar dudas sobre las teorías de la justificación y del saber que tienen las drásticas consecuencias apuntadas. En todo caso es preciso mencionar —y quizá también dar cierto peso a esa circunstancia— que muchos filósofos actuales valoran ese punto de vista y ello les lleva o bien a eliminar como candidata a una teoría epistemológica que tenga tales consecuencias, o bien, como mínimo, a considerarla lo suficientemente dudosa como para buscar con interés alternativas a ella.

Este punto de vista es el que lleva a sospechar que las posiciones del fundamentismo clásico son demasiado estrictas. Primero y sobre todo, en las versiones racionalistas, pues el conjunto de creencias autoevidentes (en el que, por cierto, tampoco han coincidido las diferentes versiones) proporciona una base demasiado reducida para levantar sobre él el edificio del conocimiento (aproximadamente el considerado comúnmente tal). Pero también las versiones empiristas, que si bien son más "permisivas" (junto a creencias autoevidentes admiten también en la base las que se originan en la evidencia empírica) mantienen la exigencia de que las razones apoyen demostrativamente los juicios. Como veremos en el capítulo IV, la tensión subsiguiente entre la concepción clásica del saber en cualquiera de sus versiones con los nuevos horizontes que aporta la revolución científica de los siglos xvn y xviii llevó lentamente a una transformación muy profunda de las ideas sobre el saber, desarrollándose finalmente un nuevo tipo de empirismo que admite también el apoyo inductivo como procedimiento de justificación, y, con él, nuevas posiciones fundamentistas que rechazan la certeza y la infalibilidad como rasgos diferenciadores del genuino saber (el formidable intento de Kant en la dirección contraria se trata también en el capítulo IV). Los ecos de esa transformación llegan hasta nuestros días.

El fundamentismo, en cualquiera de sus variantes, sostiene que la cadena de razones termina en una base de creencias para las que no se requieren razones. Así, una imagen adecuada para representar las posiciones fundamentistas es la pirámide de las razones. Consideremos un ejemplo, esta vez un ejemplo cotidiano. Supongamos que soy de la opinión de que cierta persona llegará hoy tarde a mi ciudad. ¿Por qué creo esto? Porque creo que se verá atrapado en un gran atasco o bien tendrá que emprender ya tarde su viaje. ¿Y qué razones tengo para creer estas dos cosas? Para la primera de ellas, que 1) vendrá en coche; 2) hoy es el domingo de un largo fin de semana; 3) los domingos —especialmente los finales de largos fines de semana— se producen atascos en todas las vías por las que esa persona puede circular dentro de una franja horaria bastante amplia; 4) la persona en cuestión no puede venir con anterioridad al comienzo de los atascos. Para la segunda, que la persona en cuestión conoce que habrá tales atascos. ¿Y qué razones tengo para estas creencias mías? El lector puede, si lo desea, proseguir la historia unos peldaños más y si representa gráficamente la conexión de las razones verá por qué la pirámide es una imagen adecuada para asociarla con el fundamentismo. La cuestión es que toda posición fundamentista sostiene que esta cadena (o, mejor: estas cadenas) de razones, por mucho que puedan prolongarse, terminan en una base de creencias que no precisan de justificación. En las versiones empiristas modernas, la base está constituida por proposiciones de la lógica y (cuando son pertinentes) la matemática, quizá proporcionadas por la intuición, y por proposiciones resultado de la experiencia empírica, y las demás creencias se apoyan en estas proposiciones, bien sea deductivamente, bien sea inductivamente.

No se afirma, claro está, que cualquier sujeto sea capaz de llegar a esa base. Lo usual es que a cualquiera de nosotros nos falte tiempo, interés, dedicación, formación o incluso capacidad para ello. Lo que se afirma es que, idealmente, se podría reconstruir el proceso de esa manera. Lo que los fundamentistas han tratado y tratan de hacer es, por una parte, dar buenas razones generales para creer que ello es así, y, por la otra, hacerlo plausible emprendiendo la reconstrucción misma para casos de fragmentos especialmente significativos de nuestros conocimientos.

Un buen número de filósofos, ante las dificultades de los programas fundamentistas (en cuyo detalle no podemos entrar), propugnan algún tipo de teoría diferente de la justificación epistémica, en especial una teoría coherentista. Igual que sucede con el fundamentismo, hay varias versiones del coherentismo, pero todas ellas coinciden en señalar que la coherencia entre las creencias da lugar a la justificación de las mismas. La versión más radical o pura sostiene que es exclusivamente la coherencia lo que proporciona justificación (una creencia está justificada si y sólo si el incluirla en un conjunto coherente de creencias mantiene o incrementa la coherencia de éste). La coherencia entre las creencias exige, como mínimo, la consistencia o ausencia de contradicción entre ellas, pero, claro está, exige algo más, y en esto se diferencian también las distintas versiones. Un requisito frecuentemente mencionado es el de la "integración explicativa", es decir, que las creencias se integren en totalidades que proporcionen mejores explicaciones. Pero esto también puede ser interpretado y precisado de diversas maneras.

El enfoque coherentista es el que mejor se ajusta a la "vía de las razones" tal como ésta se expuso al explicar justamente la objeción tradicional a esa vía. En realidad, la reivindica completamente al aceptar una de las consecuencias que se siguen de las consideraciones que habitualmente se presentan como objeción a esa vía. Como vimos, el problema parecía ser que había una disyuntiva, cuyos miembros parecían igualmente insatisfactorios (el recurso a otras razones sin fin, y la vuelta al punto de partida). Pues bien, si las posiciones fundamentistas ven en ello realmente un problema, que proponen solucionar "cortando" la cadena de razones (o mejor, sosteniendo que la cadena tiene, ya de por sí, un final), los coherentistas defienden que no hay necesariamente algo malo en una cadena de razones que "vuelve al punto de partida", o mejor, en una cadena cuyos eslabones se enlazan unos con otros de múltiples formas, o en una balsa o almadía, cuyos componentes están unidos unos a otros por múltiples lazos (por utilizar aún otra imagen, parangón de la pirámide que postula el fundamentismo; cf. Sosa, "The Raft and the Pyramid").

Las posiciones coherentistas no tienen representantes tan claros como las fundamentistas entre los grandes clásicos de la filosofía. Un precedente importante de la idea coherentista general es Hegel, aunque la articulación de teorías coherentistas de la justificación epistémica (y, con ellas, del saber) es más reciente. Los argumentos más explícitos en favor del enfoque coherentista los debemos a filósofos actuales como Lehrer, Davidson o Bonjour. Como hemos sugerido ya, el enfoque argumentativo más importante en favor de las posiciones coherentistas deriva de las críticas al fundamentismo, pero también es importante la defensa de la tesis de que el coherentismo supone la mejor respuesta a los problemas del escepticismo. Respecto a los problemas de las posiciones coherentistas, son dos los que principalmente suelen señalarse: que la coherencia entre las creencias no puede ser la única condición para la justificación de las mismas, pues pueden existir grandes cuerpos coherentes de creencias alternativos, y no puede ser que todos ellos estén igualmente justificados, y, además, parece que, frente al "igualitarismo" con el que el espíritu coherentista considera las creencias, hay creencias que deberían ser de algún modo "privilegiadas" respecto de la justificación epistémicas (como quizá algunas creencias adquiridas intuitivamente en el campo de la matemática, o, en el otro extremo, creencias que se originan en la percepción). No podemos entrar aquí en una explicación pormenorizada del debate, deteniéndonos en los argumentos a favor de las posiciones coherentistas, en las objeciones a los mismos, y en las posibles vías de réplica, que además afectan de manera diferente a versiones distintas del coherentismo (remito al lector a las sugerencias de lecturas). De todos modos, conviene comentar que, precisamente por ese carácter de "réplica al fundamentismo" que el coherentismo muchas veces presenta, en la medida en que el fundamentismo no sea la única alternativa razonable, el coherentismo puede perder fuerza. En efecto, en la sección siguiente y última del capítulo esbozaremos una alternativa que recoge aspectos de ambos enfoques.

9.    Enfoques fiabilistas y virtudes epistemológicas

Han sido múltiples los desarrollos que han conducido a la situación actual de la discusión sobre el tema de la justificación epistémica y, en definitiva, la caracterización del saber. Uno lo constituye la discusión sobre las paradojas de Gettier, llamadas así en honor del descubridor de este tipo de problemas para la concepción tripartita del saber (el saber es creencia verdadera justificada). Supongamos, por ejemplo, que estamos viendo por televisión la final del torneo de tenis de Wimbledon del año en curso, una final que juegan los tenistas que llamaremos A y B. El tanteo está dos sets a uno a favor del jugador A y hay una match-ball que el jugador A gana. Parece que en esos momentos cada uno de nosotros puede afirmar justificadamente:

(1)    Acabo de ver a A ganar la final de Wimbledon de este año. De lo cual podemos inferir razonablemente:

(2)    A es el campeón de Wimbledon de este año.

Sin embargo, sin que nosotros lo sepamos entonces, lo que ha sucedido es que, por un error en la cadena de televisión, en realidad lo que se ha transmitido en los momentos finales del partido es una grabación del último tanto disputado el año anterior, en que la final la disputaban igualmente A y B, el tanteo era igualmente de dos sets a uno y A ganó igualmente un match-ball. En este respecto, se ha repetido la historia del año pasado, sólo que nosotros hemos vuelto a contemplar el final de aquella competición, en lugar del final de la de este año.

La situación con respecto a las propiedades pertinentes de nuestras creencias es, por tanto, la siguiente. Nuestra creencia (2) es verdadera, puesto que también este año A ha ganado el torneo. Además parece que estamos justificados en creer (2), al haberlo inferido correctamente de (1), que también parece que deberíamos considerar como algo que, aunque falso, estamos justificados en creer. De modo que tenemos una opinión —a saber, (2)— que es verdadera y está justificada. Y, sin embargo, no parece que otras personas al tanto de lo que ha sucedido (o nosotros mismos cuando nos enteremos) considerarían que sabíamos (al terminar el partido) que el vencedor del torneo de este año es A.

La discusión a estos ejemplos ha llevado a refinamientos sobre nuestras nociones epistémicas, pero no proseguiremos aquí este tema.

Uno de los desarrollos importantes en los últimos años no es otro que la ya mencionada discusión entre posiciones fundamentistas y posiciones coherentistas. Lo cierto es que tanto por las críticas desde posiciones cohe-rentistas como por críticas desde otras posiciones, el fundamentismo ha venido perdiendo apoyos especialmente en las últimas décadas. Un factor que ha contribuido a ello es la atención que —debido a la influencia del punto de vista de Wittgenstein (el último Wittgenstein)— se ha prestado al hecho de que en los casos de justificación reales la justificación que se requiere y la que se da se detiene cuando quien cuestiona y quien replica llegan a convicciones comunes, de modo que sólo compartir unas convicciones puede suministrar una base para la justificación. En los últimos años ha sido también muy influyente la crítica de Sellars —otro destacado filósofo contemporáneo— a la idea tradicional de "lo dado" en la experiencia, y a la idea de que "lo dado" puede suponer una base para la justificación de nuestras creencias (véanse las sugerencias bibliográficas correspondientes al capítulo III).

Sin embargo, parece haber un elemento básico de verdad en el fundamentismo. En efecto, el concepto de justificación es un concepto normativo o evaluativo y estos conceptos dependen de los conceptos descriptivos de un modo específico. Cuando digo que una película me parece buena y tengo que explicar esa evaluación que he hecho, habré de referirme a su trama, a su ritmo, a su argumento, etc. No hemos de suponer que hay un conjunto fijo de características descriptivas tal que todas las películas que tengan tales características y sólo ellas son buenas, pero sí hemos de explicar nuestras evaluaciones en términos de tales características de manera que no puede suceder que evaluemos de manera diferente dos películas, pero les asignemos las mismas características descriptivas. En la terminología de los filósofos actuales, las propiedades estéticas (como las éticas, las epistémicas...) sobrevienen a las propiedades descriptivas.

Pues bien, cuando proclamamos justificado un juicio que alguien hace, la explicación de ese juicio evaluativo que hacemos parece que debe darse, en último extremo al menos, en términos de características descriptivas que creemos "subyacen" a ese juicio en el sentido recién explicado. Éste es un rasgo de fondo que el fundamentismo recoge a su manera. Ahora bien, ¿qué características descriptivas de los juicios, opiniones o creencias son ésas, características tales que hacen que nos pronunciemos a favor de atribuirles justificación, de modo que cabe pensar que el atribuirles justificación episté-mica sobreviene a ellas? ¿Qué características aducimos normalmente y han sido objeto de atención de los teóricos del conocimiento a lo largo de los siglos? Que se haya llegado a ellas mediante la percepción, la memoria, el razonamiento, la coherencia de unas creencias con otras, quizá también la intuición... Por el contrario, ¿qué características descriptivas de los juicios, opiniones o creencias hacen que nos pronunciamos en contra de atribuirles justificación, de modo que no hay que pensar que nuestros pronunciamientos sobre la justificación epistémica sobreviene a ellas? El que los juicios sean meras conjeturas, el que sean meramente producto de nuestros deseos, el que se obtengan dejando de lado las razones contrarias, etc.

Por supuesto, no consideramos justificado cada juicio que se obtiene por percepción, ni cada uno que se obtiene por razonamiento, etc. En los casos de percepción visual, por ejemplo, deben darse una serie de condiciones: que el sujeto tenga buena vista (o la corrección adecuada a sus defectos), que esté en buenas condiciones mentales (no haya bebido demasiado alcohol, etc.), que la luz sea suficiente para contemplar el objeto y, para el caso de los colores, que sea luz natural o una que reproduzca sus características, que las propiedades que atribuimos a los objetos sean propiedades sobre las que puede uno pronunciarse por la vista, etc. En el caso de que se llegue al juicio por un razonamiento, que éste se ajuste a ciertos modos específicos cuya "bondad" hemos investigado, etc. En el caso de la intuición, quizá que ésta verse sobre ciertas propiedades lógicas o matemáticas, aparte, naturalmente, de que se den las condiciones adecuadas en el sujeto. De modo que nuestros pronunciamientos de evaluación epistémica los ajustamos a ciertas condiciones y además delimitamos ciertos dominios. Declaramos justificados a los juicios, opiniones o creencias cuando se cumplen tales condiciones y se limitan a los dominios adecuados, e injustificados en caso contrario.

Pero ¿qué es lo que hace que nos pronunciemos así? ¿Podemos explicar tales pronunciamientos con una propiedad común que ellos tengan? La explicación es que la percepción, la memoria, el razonamiento, etc., nos proporcionan —en las condiciones y dominios aludidos, no hace falta decirlo— opiniones que son verdaderas claramente en mayor proporción que las opiniones a las que se llega mediante la mera conjetura, el mero reflejo de nuestros deseos o intereses, la declaración que obvia todo dato y razón en contrario, etc. En una palabra, la percepción, la memoria, el razonamiento, etc., son fiables, mientras que sus alternativas no lo son; o, cuando menos, los primeros son notablemente más fiables que las segundas.

Llegamos así a una teoría de la justificación que hace depender ésta del ejercicio de lo que bien puede llamarse virtudes epistémicas (esta denominación, como la teoría misma, la debemos al destacado epistemólogo contemporáneo Ernesto Sosa). La teoría de las virtudes epistémicas recoge algunos aspectos de las teorías fundamentistas, como ya se ha mencionado, y también la idea coherentista de que la coherencia entre las creencias proporciona justificación (en ciertas condiciones aumenta la Habilidad de las creencias). También proporciona una explicación satisfactoria de algo que las ideas epistemológicas de Wittgenstein, brevemente mencionadas, parece dejar sin explicar, a saber, por qué sucede que nuestras justificaciones proceden al modo y de la manera limitada que Wittgenstein describe; el objetivo no parece ser otro que el de cerciorarnos de que la opinión o creencia es una manifestación de las virtudes epistemológicas reconocidas.

Podemos ver que, en cierto sentido, cabe reconocer algún perfil de esta teoría en la vaga idea de llegar a la opinión de la manera adecuada que mencionábamos en § 1.7. La teoría da sustancia a esta intuición que allí oponíamos a la "vía de las razones". Vemos ahora, sin embargo, que quizá no tiene por qué haber una oposición frontal entre estos dos enfoques, pues, en cierto modo, el dar razones puede englobarse dentro de las "maneras adecuadas" de llegar a una opinión.

Naturalmente, puede suceder que alguien llegue a una opinión "de la manera adecuada", de acuerdo con la concreción que de esta idea hace la teoría de las virtudes epistémicas, y, a pesar de todo, esa opinión ser falsa. Pero ello no es sino reconocer que el saber —el genuino saber— es falible, una idea general en la que coinciden la mayoría de los epistemólogos actuales, y que, como mencionamos, se opone a las concepciones clásicas. No obstante, la teoría conserva —como parece que toda teoría de la justificación epistémica debe hacerlo— la conexión conceptual entre justificación y verdad, puesto que el ejercicio de las virtudes epistémicas se caracteriza por el hecho de conducir a la verdad en una proporción comparativamente elevada de casos.

Las teorías fiabilistas de la justificación recogen, todas ellas (aunque, claro está, cada una al modo concreto que le es propio), ese requisito de dar cumplido reconocimiento a la conexión conceptual entre justificación y verdad, aunque sustituyendo la infalibilidad por fiabilidad como requisito epis-témico exigido para la justificación. La teoría de las virtudes epistémicas es una variante de esa familia de teorías, posiblemente la mejor de cuantas se han propuesto, y aunque aquí no podamos justificar adecuadamente esta afirmación, remito al lector al apéndice 1.3 en que se trata de darle algo de sustancia, así como de ilustrar con más detalle el talante de las discusiones epistemológicas actuales sobre este tema. Como allí podrá verse, es preciso complementar la teoría encajando del modo adecuado la perspectiva epistémica del sujeto, con lo cual se acaba haciendo aún mejor justicia a lo que aporta la "vía de las razones".

10.    Sugerencias bibliográficas

Si se desea una breve orientación general sobre los temas de este capítulo, difícilmente puede recomendarse algo mejor que Sosa (1994a).

Como se ha mencionado en la sección 3, la distinción entre saber o conocer por "contacto directo" y por descripción se formuló originalmente en Russell(1917).

La explicación del concepto de creencia de § 1.5 se sitúa en el marco general del denominado funcionalismo. Para una exposición general de carácter introductorio, véase García-Carpintero (1995) y para el funcionalismo teleológico y su teoría del contenido véase Quesada (1995). Sobre lo que motiva la adopción de una noción "estrecha" o "reducida" de contenido, véase la sección III de Acero (1995), así como García-Carpintero (1996c), donde podrá encontrarse también una buena crítica de esa alternativa.

Aparte de la contribución de Aristóteles que se explica en la sección 6, en este libro tendremos poca ocasión de hablar del gran pensador estagirita. Conviene, pues, dar alguna referencia relevante: el artículo de Terence Irwin en el Companion to Epistemology [Dancy y Sosa (1992)] hace un excelente resumen de las posiciones epistemológicas aristotélicas.

Para el análisis moderno del concepto de verdad véase Tarski (1944). La exposición que se hace en el capítulo del tema de la verdad debe mucho a García-Carpintero (1996&).

Para un análisis del saber que sigue la pista de la idea de que no es accidental que alguien esté en lo cierto, véase Unger (1968).

Además de los ensayos mencionados en el apéndice 1.3, una panorámica sobre los enfoques fiabilistas y sus relaciones con el enfoques fundame-nistas, así como con otras alternativas, se encontrará en la parte II de Sosa (1991), que contiene (como todo el libro) ensayos muy informativos, originales y sugerentes. En el capítulo 1 de Haack (1993) se presenta una minuciosa clasificación de posiciones fundamentistas y coherentistas y en el 7 una crítica del fiabilismo. Quizá un motivo especial para dudar del fiabilis-mo, desde un punto de vista naturalista, se podría encontrar en la cuestión de los compromisos entre la conveniencia y el coste de la Habilidad, para el cual véase Godfrey-Smith (1991).

Específicamente sobre la teoría de las virtudes epistémicas, véase el capítulo 8 en la citada parte II de Sosa (1991) y, para más detalles, los capítulos 13 y 14.

Para las llamadas paradojas de E. Gettier puede verse su artículo original (1963), y varios artículos en las colecciones mencionadas de Roth y Galis, Pappas y Swain, y Moser y van der Nat. Para ver cómo es posible superarlas desde un punto de vista fiabilista véase el libro de Goldman citado.

Sobre los temas que tratan los dos primeros apéndices hay que señalar, en primer lugar, que, si bien hay varias ediciones del Teeteto en español (Gre-dos, Anthropos) y una en catalán (Laia), no puede recomendarse ninguna de ellas, aunque probablemente la más fiable sea la última. Tal vez la posibilidad más aceptable sea consultar la edición parcial del diálogo que hay en el libro de Cornford, con los comentarios de éste.

Los mejores comentarios del diálogo que conozco son los de McDowell y Burnyeat. Las traducciones que hay en sus libros se consideran excelentes y son las que he seguido de cerca.

Sobre las doctrinas de Platón en general y su evolución, el análisis de Crombie (1962) sigue siendo muy recomendable. Entre nosotros un especialista es J. Montserrat, y su (1995), aunque escrito desde una tradición filosófica distinta, es también interesante y útil.

Sobre la crítica platónica al relativismo que se expone en el apéndice 1.2, puede ser instructivo compararla con la crítica afín que hace Aristóteles a la tesis protagórica en Metafísica, libro IV, capítulo 5. Las observaciones sobre la validez del argumento platónico del Teeteto contra el relativismo siguen los comentarios de McDowell (pp. 169-171) y Burnyeat (pp. 28-31), quien, según explica, presenta allí una posición similar a la de Husserl en sus Investigaciones lógicas. Burnyeat defendió en detalle la validez del argumento platónico en Burnyeat (1976). Véase, del campo opuesto, Waterlow (1977)yMatthen(1985).

Ya dejando aparte la cuestión histórica, posiciones afines a un relativismo global se encuentran en Rorty (1979) y a relativismos parciales en Quine [sobre la relatividad ontológica: Quine (1969)] y también Kuhn (1970) (sobre la relatividad a un paradigma de la validez de las conclusiones de los razonamientos científicos).

Putnam es el más famoso de los filósofos contemporáneos que sostienen que el relativismo no es coherente [véase en Putnam (1981) la sección sobre la inconsistencia del relativismo del capítulo 5]. Para una breve panorámica sobre el relativismo epistemológico, así como bibliografía reciente, véase la entrada "Relativism" en Dancy y Sosa (1992). Véase también § V.4 y las sugerencias bibliográficas del capítulo V. Sosa (1994b) es muy interesante como examen de los supuestos de muchas de las actitudes relativistas actuales.

Un estudio sistemático reciente de los aspectos lógicos del relativismo es Hales (1997a), que contiene también una buena bibliografía. Véase también la discusión subsiguiente en Shogenji (1997) y Hales (1997&).

El relativismo está relacionado con la posición filosófica de Nietzsche llamada a veces 'perspectivismo'. Tres artículos recientes que estudian esta relación son Cinelli (1993), Gemes (1992) y Hales y Welshon (1994).


 

[1] Doy por supuesto que no hay diferencias teóricas relevantes entre creer y opinar. Simplemente, es más natural utilizar una de estas palabras en algunos contextos o con algunos giros lingüísticos y la otra en otros contextos o con otros giros. Así, aunque es igualmente natural decir 'creo que...', que decir 'opino que...', es más natural decir 'tiene (mantiene) la opinión de que.,.', que decir 'tiene (mantiene) la creencia de que...'. Algún lector no advertido pudiera dar en pensar que, cuando se habla aquí de las creencias de alguien, uno se está refiriendo a sus creencias religiosas y no a todo lo que cree u opina. No es ese uso de la palabra 'creencia' —ciertamente extendido en el lenguaje cotidiano— el que se hace aquí. En epistemología el uso pertinente es el que da a la palabra 'creencia' un alcance general, para referirse a cualquier cosa que alguien opine. También hay un uso común del verbo 'pensar" como sinónimo aproximado de 'creer’ y 'opinar’ ('pienso que...'), un uso al que, por cierto, se recurre en las primeras líneas de este capítulo; pero no siempre puede sustituir de manera natural a 'creer' y 'opinar’. Además, cuando hablamos de los pensamientos de alguien o de lo que alguien está pensando, se trata de algo diferente de las creencias u opiniones: alguien puede estar pensando algo sin creerlo, es decir, sin mantener ninguna opinión sobre ello.

 

[2] Esto estaría seguramente favorecido por el lenguaje griego. Al parecer, una expresión griega idio-rnática que utiliza Platón y que puede traducirse como 'S sabe lo que X es', puede traducirse literalmente como 'S conoce X lo que es' (o, tal vez incluso, 'S conoce X su ser'). La gramática invita aquí a la elipsis, con lo que tendríamos 'S conoce X (cf. el comentario de McDowell al Teeteto, pp. 115-116, donde se encontrarán más detalles).

 

[3] Más exactamente, tomando prestadas nociones técnicas de la filosofía del lenguaje, habríamos de decir que las proposiciones se expresan en proferencias o emisiones de oraciones con fuerza asertiva. Para todas estas nociones véase M. García-Carpintero (1996a), §§ 1.2 y XIII.2.

 

[4] Esta posición es diferente de la que sostienen quienes creen que por la intuición se puede llegar a descubrir proposiciones verdaderas. Aristóteles, por ejemplo, sostuvo que la intuición juega en el saber el papel de revelarnos los principios de una rama del saber (o, quizá, del saber como un todo). Sea esto verdad o no, nada excluye que tales principios puedan expresarse conceptualmente o proposicionalmente. Matemáticos de todas las épocas han creído que la intuición juega un papel decisivo en el desarrollo de sus ideas; pero el saber que obtienen es saber proposicional.

 

[5] Al menos para el Platón del Matón, el Fedón, el Fedro y la república. Es objeto de controversia en qué medida la filosofía de los últimos diálogos apoyaría lo que de él se dice aquí. Cf. la discusión en el apéndice 1.1.

 

[6] Al parecer el uso contemporáneo del término griego "aisthanesthai" favorecería esta asimilación a la percepción. Véase el apéndice 1.1.

 

[7] El lugar clásico es el artículo del cual está extraída la siguiente cita. En este artículo, la tesis que ahí se enuncia está acompañada de otras peculiares de la filosofía de Russell. En particular, Russell, influenciado por ideas cartesianas, restringió enormemente el tipo de entidades con las que un sujeto puede tener el requerido "contacto", pero en principio no hay ninguna necesidad de adoptar su punto de vista sobre esta restricción (aunque no podemos aquí entrar en las razones para afirmar esto). En todo caso, tendremos ocasión de examinar esas tesis cartesianas en el capítulo III. Para otro destacado filósofo que sostiene esta dicotomía, sin las peculiaridades de Russell, cf. P. Strawson (1959), pp. 18-20. Más recientemente se ha sostenido la existencia de una tercera posibilidad: el conocimiento "basado en el reconocimiento", el tipo de conocimiento que se posee cuando se tiene la capacidad de reconocer un objeto; cf. G. Evans (1982), cap. 8.

 

[8] Ésta es la vía de explicación que se prosigue en G. Evans (1982), capítulo 4. Gareth Evans y John McDowell, dos destacados filósofos británicos contemporáneos, se han distinguido por mostrar la importancia del que hemos llamado principio de Russell, así como en su defensa de ese principio, en una serie de obras tan difíciles como importantes. Junto a la mencionada, puede citarse, del segundo autor, "Singular Thought and the Extent of Inner Space". Cf. también el comentario del Teeteto del propio McDowell.

 

[9] Para ello es necesario también dejar de lado la posibilidad de interpretar de un modo distinto las palabras 'el lucero del alba' en una y otra de las veces que aparecen en ese enunciado, tomándolas como si fueran un auténtico nombre propio la primera vez y como una descripción la segunda. Paso por alto esta posibilidad.

 

[10] Respecto a estos filósofos, la posición mencionada —la imposibilidad de "salir" del círculo de las interpretaciones— habría que referirla en todo caso al lenguaje, y sería preciso también matizarla considerablemente, puesto que podríamos decir —por expresarlo de algún modo— que son "refractarios" a la noción de representación. Además, las características mencionadas no separan claramente a los filósofos naturalistas de los antinaturalistas. Así Quine, uno de los más importantes filósofos naturalistas contemporáneos, sostendría la no determinación objetiva del contenido, viendo además en ello una razón decisiva para desechar la objetividad de las nociones de representación mental y de contenido de una representación mental, así como también la del significado lingüístico. Todavía otros destacados filósofos contemporáneos de talante naturalista, como David-son o Dennett, aceptando también con Quine la no determinación objetiva del contenido, buscan algún tipo aceptable de compromiso.

 

[11] Pueden ampliarse estas muy concisas alusiones en Quesada (1995).

 

[12] Ésta es la traducción de Ross (o, mejor dicho —claro está—, la traducción al español de esa traducción, en la que he introducido signos de puntuación para ayudar al lector), uno de los traductores más respetados de Aristóteles a una lengua moderna. No obstante, si se supera la impresión inicial de estar ante una especie de trabalenguas, quizá sea aún mejor la traducción más reciente de Kirwan: «Decir que lo que es no es, o que lo que no es es, es falso; y decir que lo que es es, y que lo que no es no es, es verdad.»

 

[13] Doy aquí por supuesto el conocimiento de la diferencia entre el uso y la mención de un signo. Para una explicación remito al lector a cualquier manual u obra expositiva de la filosofía del lenguaje (recomiendo en especial García Suárez, 1997 y García-Carpintero, 1996a, § 1.3). Sin embargo, el examen atento de la ejem-plificación del esquema que se da a continuación y la lectura cuidadosa de la explicación subsiguiente podrá probablemente suministrar al lector los conocimientos necesarios para poder seguir adelante sin problemas.

 

[14] Quizá más explícitamente aparece también —en el pasaje mencionado— la idea de que la definición del saber como creencia verdadera justificada es en realidad circular. El argumento sería el siguiente. Si alguien trata de justificar una opinión (por ejemplo, la opinión de que p) dando una razón de ello (por ejemplo: que q), pero no sabe esto (no sabe que q), entonces esa razón no puede constituir una justificación de la opinión en cuestión. De modo que la definición del saber incluye necesariamente la apelación al saber. Más precisamente, x sabe que p si y sólo si 1) x cree que p, 2) p es verdadera, 3) la opinión de x de que p está justificada por alguna cosa (digamos q) que x sabe. ¿Qué podemos decir sobre este argumento y la idea que se pretende apoyar con él? En primer lugar, fijémonos que esta definición no es exactamente circular, puesto que el saber de alguna cosa se define en función del saber de alguna otra. Más importante, sin embargo, es que el saber que q (digamos) no tiene por qué mencionarse en la definición del saber que p. Esto se hará claro en el texto más adelante.

 

[15] Este saber sería, en este sentido, "no raciocinativo", pero tal vez es preferible evitar las connotaciones de este término; otros términos, como el término 'intuitivo', serían, como veremos en seguida, insuficientemente generales. Los términos 'no inferencial' y 'no demostrativo' tienen un carácter relativamente "neutral" y son suficientemente generales.