Bronowski, J.(1978): El sentido común de la ciencia. Barcelona: Península. Pp. 107-129.

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Hemos tratado en diversos puntos enmarañados y difíciles temas de la ciencia; más todavía, en varios puntos cruciales, hemos escarbado la superficie de los datos en busca de las capas firmes sobre las que la ciencia se asienta. Empleamos precisamente las imágenes de exploración y búsqueda porque el proceso de seguir paso a paso el sentido de la ciencia es un viaje de descubrimiento, y la dimensión de éste es la temporalidad. Como los viajes de los conquistadores españoles hacia las Indias fabulosas, la ciencia, incluso en lo más audaz, hace la voluntad de la Historia, y, a su vez, ayuda a decidir la dirección de Ix misma. Como la civilización y nuestra sociedad, existe en el marco inmenso de la Historia: no existe, crece. La civilización no llega a los diez mil años de existencia; en este espacio de tiempo el hombre ha creado el mundo que conocemos, desde Ur a Radio City, desde Confucio y Pitágoras a Rabelais y Einstein, y en esta corta y apasionada aventura, la ciencia ocupa un espacio todavía menor.

La ciencia tal como la conocemos es, naturalmente, una creación de los últimos trescientos años. Ha sido formada en el mundo y por el mundo que recibió su forma definitiva alrededor de 1660, cuando por fin Europa se desembarazó de la larga pesadilla de las guerras religiosas y ordenó la vida sobre la base del comercio y la industria. La ciencia se encarnó en estas sociedades, es un producto de las mismas al tiempo que las ha formado. El mundo medieval era pasivo y se regía por símbolos: veía en las formas de la Naturaleza la mano del Creador, pero a partir de los primeros balbuceos de la ciencia entre los mercaderes aventureros italianos del Renacimiento, el mundo moderno se convirtió en una máquina imposible de detener. El mundo, en el siglo xvii, pasó a ser el universo cotidiano del comercio, y los objetos de interés de la ciencia eran, de acuerdo con ello, la astronomía y los instrumentos de navegación, entre ellos la brújula. Cien años más tarde, en plena Revolución Industrial, el centro de interés se desplazó hacia la generación y utilización de la energía. Este impulso —extender el poder del hombre y las posibilidades del trabajo cotidiano— continúa siendo desde entonces el nuestro. En el siglo pasado se pasó del vapor a la electricidad. Luego, en 1905, en aquel maravilloso año en que a la edad de veintiséis años publicó unos trabajos que fueron decisivos para el avance de tres diferentes ramas de la física, Einstein formuló por primera vez las ecuaciones que sugerían que la materia y la energía son estados intercambiables. Cincuenta años más tarde, dominamos una reserva de energía en una materia casi tan grande como el sol; ahora sabemos que éste produce su calor para nosotros aniquilando su materia.

Estos grandes movimientos históricos se encuentran en la base de todo lo que pueda decirse acerca de la ciencia. Deberíamos sentirnos orgullosos de su participación en la ciencia y de la que la ciencia tiene de ellos. En estos movimientos, la influencia real, la interconexión de todas nuestras acciones, alcanza niveles mucho más profundos que la simple superficie de la sociedad: la pantalla de radar, la calefacción y las píldoras de vitaminas de nuestro siglo, o el pan blanco, los zapatos de cuero, los vestidos de algodón y el somier metálico de la Revolución Industrial. La ciencia se ha introducido en la vida y la estructura de la sociedad hasta el punto de que el hombre que vive en una huerta de Kent y el que dibuja comics con rubias heroínas en naves espaciales puede considerarse que deben su mercado a nuestra sociedad técnica. Y si uno no puede dar empleo a niños de diez años, y el otro tiene que sazonar sus dibujos con torturas refinadas y sexy, esta sensibilidad, buena y mala, es, sin duda, una creación de la ciencia. La vida humana es vida social, y no existe ninguna ciencia que en algún aspecto no sea social.

Por esta razón, hemos considerado siempre las ideas de la ciencia en el marco de su época. De año en año van desarrollándose hasta que al final la configuración general aparece totalmente cambiada. Este desarrollo, sin embargo, no tiene lugar en el espacio vacío, ni siquiera en un espacio abstracto en que no hay nada más que ideas. Tiene lugar en el mundo, el mundo racional y empírico. La superioridad y la grandeza de la ciencia residen en último término en que en ella se juntan lo racional y lo empírico. La ciencia es dato empírico y reflexión que se dan consistencia de modo recíproco.

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Con todo, deberíamos trazar un mapa de la tierra que hemos explorado, y es ahora cuando ha llegado el momento de dejar a un lado la Historia y los demás instrumentos de ayuda en nuestra trayectoria. Incluso siguiendo los estadios de crecimiento de la ciencia, hemos llegado en los últimos capítulos a preguntarnos más o menos cuál es la base del método científico actual. Ahora es el momento de recapitular todo lo que hemos descubierto a lo largo de nuestro recorrido hasta este punto. El mapa que trazamos es por así decirlo un mapa geológico: indica las capas sobre las que se asienta nuestra capacidad técnica, porque la capacidad manual y la intelectual van juntas. Como los fabricantes de instrumentos y los constructores de máquinas del siglo xvm mostraron, nuestra comprensión de la Naturaleza sólo puede ser tan exacta como las partes de la máquina con las cuales la exploramos y controlamos. Del mismo modo, como el progreso entero de la física cuántica ha mostrado desde las primeras ecuaciones de Max Planck en 1900 hasta las pilas atómicas actuales, nuestra fortuna técnica se basa en la habilidad y audacia intelectuales para pensar a través de las implicaciones de la experimentación sin tener en cuenta nuestros hábitos derivados de la filosofía, tanto si son escépticos como materialistas.

Tanto si son lo uno como lo otro, estos hábitos están profundamente arraigados en el proceso que nos ha conducido a pensar que la ciencia tiene que comprender el mundo real. Todos somos conscientes, aunque raramente pensamos en ello, de que toda previsión humana depende de que reconozcamos o pongamos algún tipo de orden en el Universo. Tanto como la teneduría de libros, el gobierno o el ir de compras el fin de semana, la ciencia es la actividad de ordenar nuestra experiencia. Esto es cierto incluso para la ciencia de Tomás de Aquino. En los siglos xvi y xvn se añadió una nueva suposición acerca del tipo de orden que la ciencia se propone encontrar o formular. En términos generales esta suposición puede enunciarse así: la ciencia se desembaraza de los ángeles, las hadas azules con narices encarnadas y demás sujetos cuyas intervenciones reducirían la explicación de los acontecimientos físicos a términos del todo diferentes de los físicos. El Universo en sí está ordenado; el Universo es una máquina.

Para representar el movimiento de esta máquina, describimos generalmente un modelo compuesto de unidades simples y que obedecen unas leyes también simples, unidades cuyos movimientos aparecen luego que se desarrollan exactamente en aquellos puntos del espacio y el tiempo en que el experimento puede confrontarlos al mundo físico. No importa si este modelo está compuesto de poleas, resortes y tubos catódicos cuyo comportamiento nos es ya familiar, o si es simplemente una serie de ecuaciones para resolver. Uno y otro son modelos. La verdadera esencia del modelo es que es una construcción axiomática como la de Euclides. De hecho postula que el Universo está constituido por unidades, átomos, células o reflejos repetidos que obedecen a unas leyes determinadas y cuyo comportamiento es simplemente la acción de estas leyes a través del tiempo.

Para terminar dejamos por supuesto que estas leyes deben tener la forma de los axiomas de Euclides, que determinan lo que ocurre cuando trazamos una configuración dada de líneas, y lo determinan de modo preciso y definitivo. Si dibujamos tres líneas que se entrecruzan por pares en tres puntos diferentes, habremos dibujado un triángulo, la suma de cuyos ángulos es ciento ochenta grados. Estas líneas no constituyen unas veces un triángulo y otras veces otra cosa. Los ángulos no suman ciento ochenta grados siete de cada diez veces y otro número las restantes tres décimas partes, ni es tampoco aproximadamente ciento ochenta grados, con un cierto margen de incertidumbre. En el mundo de Euclides, todo ocurre tal como ha sido previsto. Así pensaban los matemáticos, hasta la reciente perturbación ocasionada por la existencia de teoremas que no podía demostrarse si eran verdaderos o falsos. Desde luego, ocurre que el universo de Euclides no contiene el tiempo y esto lo distingue del nuestro de modo decisivo. No obstante, nos hemos acostumbrado al cabo de trescientos años a pensar que todas las leyes deben ser precisas, determinadas e invariables. En un universo que contiene el tiempo, son leyes causales, y éstas son las que hemos llegado a considerar esenciales en la ciencia.

Esto es lo que hemos intentado mostrar con detalle en este libro. Además hemos añadido también otro tipo de ley que puede ser introducida en un universo dinámico. Este universo tendrá un orden específico, será una máquina, y puede ser representado por un modelo, aunque no tengamos necesidad de él. Sin embargo, se distingue esencialmente del euclídeo porque las leyes que lo rigen tienen una forma distinta: la probabilidad reemplaza la causalidad. Pero en el mapa que estamos trazando, debemos mirar un nivel más profundo. Debemos mirar por debajo de las diferencias metodológicas el origen de las mismas en la naturaleza de la ciencia tal como la concebimos ahora. ¿Cuál es la naturaleza de la ciencia? Ésta es la cuestión que planteamos en este capítulo. De su respuesta deberán desprenderse directamente los nuevos métodos de la ciencia, y en este punto nuestra especulación tiene que ser más penetrante y original.

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Si empezamos por el principio, debemos comprender que todos somos parte del Universo que observamos. No podemos dividir el Universo en, por un lado, nosotros, como espectadores, y todas las demás cosas, por otro, como un espectáculo que observamos a distancia. Esto podría parecer simplemente como una indicación filosófica, y, desde luego, es posible basar bastante ciencia efectiva en una falsa filosofía: fabricar máquinas de vapor, licuar el nitrógeno del aire y resolver varias ecuaciones diferenciales. Pero llega el punto de precisión en que estas técnicas toscas y fáciles fracasan, y entonces ya no es posible encontrar las respuestas correctas hasta que disponemos de la noción correcta de qué es lo que estamos haciendo. En este punto nuestra filosofía tiene que ser correcta, si filosofía es el término conveniente para designar esta actitud crítica respecto a nuestros propios hábitos de pensar. Debemos mirar no hacia alguna visión abstracta de la ciencia, sino a los procesos reales que completamos cuando practicamos la ciencia.

Hemos citado antes el ejemplo concreto más notable de esto. Desde Newton, los físicos han descrito el Universo como una red de acontecimientos. Pero la física no consiste en esto, sino en observaciones, y entre nosotros y el acontecimiento que observamos deberá pasar una señal —un rayo de luz tal vez, una onda o un impulso— que no puede ser separado de la observación. Esto es lo que Einstein demostró en 1905. De hecho se le ocurrió cuando, estudiando las discrepancias existentes en el interior de la física, se preguntó cómo en realidad podría efectuarse lo que Newton daba por sentado, a saber, comparar el tiempo en dos lugares separados. Una vez planteada la pregunta así, cualquiera puede responderla: no puede establecerse ninguna comparación entre dos lugares diferentes sin enviar una señal y observar su llegada. La intuición no está en responder la pregunta, sino en plantearla. Acontecimiento, señal y observador: ésta es la relación que Einstein descubrió como la unidad fundamental de la física. La relatividad equivale a comprender el Universo, no como series de acontecimientos, sino como relaciones.

Algo parecido a esto es lo que durante algún tiempo han declarado algunos filósofos: la ciencia tiene que desembarazarse de las abstracciones y construir su sistema sólo a partir de lo realmente observado. Pero Einstein fue el primero en tomar en serio la filosofía: la formuló en ecuaciones. Al cabo de unos pocos años los físicos se sorprendían al descubrir que explicaba el comportamiento errante de Mercurio y predecía la curvatura de la luz al pasar cerca del Sol.

Recalcamos este ejemplo sacado de la física macroscópica por esta razón. A menudo suelen citarse ejemplos sacados de la física cuántica para demostrar que el mismo acto de observar afecta a las partículas que estamos mirando, del mismo modo que un conejo se escapa de la luz de los faros del coche en la noche. Así, resulta difícil efectuar, en ciencias sociales, un sondeo de la opinión y formular la pregunta de forma que no pueda predisponer las respuestas. En psicología, el método de plantearse uno mismo unas preguntas ha resultado ser sumamente falible: no se puede escrutar la propia mente y pretender uno mismo que no está observando. Con todo, ninguna de estas dificultades es tan fundamental como la que Einstein reveló. En todos estos ejemplos, la observación se introduce meramente en el experimento. Pero la relatividad profundizó más y demostró que las observaciones son la materia prima de la ciencia.

A causa de unos determinados hábitos, este punto cuesta bastante de comprender. Lo aceptamos durante el experimento, y cuando ha terminado hacemos marcha atrás elaborando un modelo cuyas piezas no son observaciones, sino cosas idealizadas. ¿Por qué no?, preguntamos; no es más que un modelo. Y, ciertamente, funcionará bastante bien como modelo aproximado de grandes acontecimientos, tales como eclipses y presas hidroeléctricas, o la acción de la penicilina de detener la proliferación de las bacterias. Pero cuando tratamos de efectos que nos interesa conocer con suma exactitud tenemos que ser más modestos y realistas. Porque entonces debemos emplear la ciencia tal como es, o sea, como un conjunto de observaciones ordenadas de tal modo que nos dicen lo que podemos esperar observar en el futuro.

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Al emplear la palabra «observación» nos damos cuenta de que hemos trazado una imagen demasiado pasiva de los procesos de la ciencia. Podemos sentirnos tentados a imaginar el Universo como un cuerpo que sigue su enorme camino y que sólo impresiona al científico con algún reflejo pasajero de su imperturbable movimiento. Esto sería un serio error. Desde luego ensancharía el abismo entre el mundo y el experimentador, abismo que hemos intentado colmar. La ciencia no es solamente racional, también es empírica; la ciencia es experimentación, o sea actividad ordenada y meditada. La esencia de la experimentación y de toda ciencia es que es activa. No escruta el Universo, lo palpa.

Desde luego, esto no es una característica peculiar de la ciencia. Todo lo vivo es acción, y la vida humana es acción pensada. Si esto resulta suficientemente evidente en calidad de enunciado acerca de lo vivo, requiere todavía que sea recalcado respecto a la ciencia: ésta es una actividad característica de la vida humana. El rasgo sobresaliente de la acción humana es que es una elección planteada a cada momento entre lo que creemos que son los diversos posibles caminos que se nos ofrecen. Los hombres pueden concebir estas alternativas y los animales probablemente no; pero tanto en unos casos como en otros, la acción significa elección, incluso cuando suponemos que la elección es libre o efectuada bajo alguna coacción. En unos como en otros, la acción va dirigida hacia el futuro. Los hombres tienen conciencia de esta tendencia, y escogen una acción y no otra porque confían que les llevará a un tipo de futuro más que a otro. Hemos de añadir que esta afirmación se refiere a lo que hacen, tanto si creemos que su elección es libre o determinada.

A nuestro juicio ésta es la indicación más importante que podemos hacer, y que, de modo paradójico, ha despertado menos atención en el pasado. La característica de los seres vivos es de que sus acciones tienden al futuro. En términos más directos podemos decir que ésta es simplemente la característica de la acción; pero nos parece una abstracción inútil, puesto que acción y vida son nociones intercambiables. Los seres cambian, hoy son diferentes de ayer, y las acciones que hoy efectúan van dirigidas hacia mañana. Las enzimas en una célula no saben que lo que hacen hará que la célula empiece a dividirse al cabo de veinte minutos a partir del momento de su intervención, pero si no lo logran, ni ellas ni la célula tendrán futuro: morirán. No conocemos qué pone en movimiento el ciclo de la vida del gusano de tierra, la tenia o el roble; pero sabemos que cada estadio de este ciclo es una disposición para el siguiente, y que si el organismo no alcanza la disposición completa, muere. El mecanismo de ordenar esta disposición es extraño y complejo: vemos la oscuridad y cerramos los ojos, oímos un ruido y nuestras glándulas inyectan adrenalina a nuestra sangre, de tal manera que el pulso se acelera, los músculos se ponen tensos y los nervios están alerta. Pero en cada caso nuestras acciones apuntan a algún futuro oscuramente entrevisto. Esto es cierto para la célula más primitiva, y para las montañas de erudición de Gibbon, aunque sólo fuera por el placer de forjar una sonora nota a pie de página.

Todo esto está oculto en el proceso de la vida, pero aparece claro y explícito cuando buscamos las leyes científicas, porque, desde luego, una ley científica es una norma por la cual guiamos nuestra conducta e intentamos asegurarnos de que conduzca a un futuro conocido. La ley formula nuestra anticipación del futuro de modo sistemático, como una especie de taquigrafía. Y cuanto más amplias son las condiciones en que se aplica la ley, y más compacta es, por así decirlo, su taquigrafía, más poderosa y notable la consideramos. Pero una ley científica difiere de nuestro modo habitual de orientar nuestras acciones hacia el futuro sólo en el hecho de que es más sistemática y explícita. Todos somos seres que miran hacia adelante. La vida es un proceso de mirar hacia adelante. Va hacia el futuro del mismo modo que los insectos que vuelan hacia el foco de luz. Naturalmente sólo las cosas vivas atraviesan procesos, como el envejecimiento y la muerte, por los cuales se puede describir el futuro a partir del pasado. Estos procesos revelan el tiempo, mientras que no hay nada en el mundo inerte que nos permita describir con facilidad el pasado a partir del futuro. En la mecánica clásica no se asigna una dirección determinada al tiempo: el Universo sería igual aunque cada átomo del mismo girase hacia atrás.

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La clave de la acción de los seres vivos es que va dirigida hacia el futuro; tienen un modo de saber lo que va a ocurrir la próxima vez, o más exactamente, cómo obrar en previsión de lo que va a ocurrir inmediatamente después. La mayor parte de este saber es inconsciente. No hay por qué asombrarse de esta capacidad de previsión, o en todo caso no hay por qué considerarla más sorprendente que el resto del mundo. Es evidente que ha sido siempre la condición para la supervivencia de los seres vivos, individuos y especies. A menos de que puedan adaptarse al futuro, e interpretar sus señales de antemano, están destinados a perecer. Cualesquiera que sean los ritmos y las uniformidades de la Naturaleza, lo que ha sobrevivido de la vida ha tenido que estar necesariamente en concordancia con todo; ésta es la condición de la supervivencia. Se dice que Galileo descubrió en la catedral de Pisa, en 1583, un péndulo que señalaba aproximadamente un tiempo fijo poniendo en contacto una lámpara oscilante a su pulso. La anécdota ilustra nuestra idea de una manera clara y simbólica, porque, desde luego, todo lo que Galileo, o nuestro doctor o cualquier otro ha descubierto es no que el péndulo o el pulso señala un tiempo fijo, sino que ambos señalan el mismo tiempo. Sea cual sea su ritmo, mantienen el mismo. Consideramos que el mundo es regular del mismo modo que lo encontramos hermoso, porque estamos ajustados a él. Leibnitz llamó a esto la armonía preestablecida, y la convirtió en el pilar central de su filosofía.

Hemos explicado que al emplear esta previsión, tanto inconscientemente en el campo de los instintos y hábitos como conscientemente por reflexión, los seres vivos han tenido que adaptarse o perecer. Podríamos enunciar esto mismo de modo más acusado: el acto de prever es en sí la adaptación al futuro. Por este acto, los individuos se adaptan, así como las sociedades y todos los grupos de seres vivientes. De este modo la adaptación de una especie al medio ambiente es una lenta acción dirigida hacia el futuro, acción en la que todo el grupo interpreta las señales, tanto de la llegada de una época glaciar como de la erosión de un continente, e inconscientemente cambia su estructura para descubrir la posibilidad de supervivencia.

Hemos repetido la palabra «inconscientemente» porque no implica nada que tenga que ser comprendido racionalmente o deseado de modo consciente. Para la totalidad de las especies, el mecanismo de adaptación puede ser bastante impersonal, puede incluso oponerse a la supervivencia del individuo, como la picadura de la abeja que le acarrea la muerte. La selección opera inevitablemente en el presente, y, no obstante, las especies se adaptan también inevitablemente al futuro: las generaciones se preparan cada una para la siguiente. No hay por qué ver detrás de este proceso un espíritu rector ni un fin determinante. Es, repetimos, la condición de la vida misma del individuo y las especies. El presente no es como el futuro, pero tampoco es completamente diferente; es una señal del futuro; y los seres vivos, tomados individualmente o agrupados en especies, son pronostica-dores que interpretan la señal de tal modo que se disponen para el futuro.

La idea de una máquina que pronostique el futuro es absolutamente nueva. Pero es de extraordinaria importancia y debemos acostumbrarnos a ella. De hecho abarca todas las acciones básicas de los seres vivos, desde la búsqueda del alimento en la célula más pequeña hasta las creaciones más atrevidas de la imaginación humana. Según nuestro parecer, nos proporciona un profundo conocimiento de la función y los procesos de la mente humana, procesos que habían sido relegados al olvido por las viejas filosofías. Además no hemos de sorprendernos porque es difícil ver todo el alcance que podría tener una máquina que pronostique hasta que no se ha intentado construir una.

Una máquina que prediga el futuro se sirve de la información sobre el pasado y el presente con el fin de prever el futuro. En la naturaleza de las cosas, ni su información ni sus previsiones pueden ser completas. Pero tampoco intenta que lo sean: no busca ser una versión de bolsillo del hipotético ángel de Laplace, una especie de Tiresias científico que lo sabe todo y que lo ha previsto todo. Una máquina que pronostique toma su información en forma de señales, y su mecanismo interpreta estas señales para anticipar el futuro; esta acción es un proceso ininterrumpido. Capta continuamente señales incluso cuando está trabajando en la predicción del futuro, y las transmite al mecanismo de forma que, por decirlo así, continúa escrutando el futuro a cada instante. Esta imagen es igualmente aplicable a un mecanismo pronostica-dor que está siguiendo a un avión para que los cañones puedan alcanzarlo en el momento correcto, o a un murciélago que envía sus chillidos en onda corta para detectar los obstáculos, o a los mecanismos que mantienen la temperatura de nuestro cuerpo constante o que envían sangre al cerebro cuando estamos pensando. Lo que hemos llamado la interpretación de estas señales es en sí una actividad fascinante, porque en cada sistema mecánico, vivo o fabricado, implica una elección del significado del mensaje a partir de las oscilaciones sin sentido que se transmiten con él. Desearíamos, no obstante, mostrar la relación esencial: el presente proporciona una serie de señales, que continuamente transmiten un sentido que anticipa el futuro. A cada momento la máquina tiene que reunir en un todo las señales que capta; la función del proceso es una síntesis, no un análisis.

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Lo que nos interesa es la ciencia, donde el proceso de predicción es consciente y racional. Incluso en los seres humanos no es éste el único tipo de predicción. Los hombres tienen intuiciones profundas que ciertamente no han sido analizadas de modo racional, y algunas de las cuales no lo serán nunca. Podría ser cierto, por ejemplo, como se ha pretendido algunas veces, que la mayoría de la gente se siente un poco mejor al adivinar una carta no vista, y algunas personas mucho mejor, de lo que se sentiría una máquina que escoja sus respuestas sólo al azar. Esto no es nada sorprendente, porque, sea cual sea la mente humana, ciertamente no es una máquina que formula sólo adivinanzas fortuitas, como una tabla de números al azar. Ciertamente la evolución nos selecciona rápidamente porque poseemos dotes de previsión a un nivel muy superior al de los demás animales. La inteligencia racional es un don, y en el fondo es tan notable como inexplicable. Y allí donde la inteligencia racional se vuelve hacia el futuro, y a partir de experiencias pasadas, saca inferencias para un mañana desconocido, su éxito es casi un misterio tan grande como los muy modestos éxitos de incluso los más dotados adivinos —fuera del escenario del music hall— que hayan existido nunca.

Hay aquí dos puntos que es necesario ver más claramente. El primero es una vieja confusión. Durante doscientos años, los filósofos han establecido una distinción entre razonar por puros procesos deductivos, como podemos ver en Euclides, y el. razonamiento inductivo, que proyecta la experiencia deí pasado en el futuro. Pero esta distinción es muy apreciada. Todo lo que puede decirse acerca del método deductivo es que podemos determinar sus procesos y formular de modo preciso sus reglas para decidir lo que es aceptable. Pero las sanciones por creer que sus conclusiones serán verdad mañana porque eran verdad ayer no son diferentes de las que se aplican a cualquier otra teoría que pretende tener validez para el futuro. Si un triángulo tiene tres lados iguales, sus tres ángulos serán iguales, decimos. Pero lo que queremos decir es que los tres ángulos son iguales; hemos deducido que lo son por medio de cálculos lógicos que siempre han dado buenos resultados. Si decimos que los tres ángulos serán iguales, luego queremos decir que estos cálculos continuarán siendo lícitos y que producirán resultados verdaderos en el futuro. Esta pretensión es de hecho una típica inducción del pasado al futuro.

El segundo punto aparece a un nivel más profundo. Existe una suposición tácita en todas nuestras especulaciones de que el ideal de la ciencia es formular predicciones que siempre se cumplirán. Ansiamos la máquina de predecir de Laplace, que sería perfecta para conseguir que todas las respuestas fuesen correctas. Esto equivale a decir que queremos un modelo que no se distinga del mundo real en cada observación. Pero éste no es el objetivo. Aquí aparece claramente expresada la diferencia entre el modelo y la máquina de predecir. He aquí por qué introducimos la palabra «predecir»: no es una máquina que pretenda mostrar el futuro con antelación. Intenta preverlo, por el propio proceso del mismo, y sus predicciones no son siempre correctas. No supone que el futuro ya existe, que puede ser invocado o conjurado anticipadamente con sólo ordenarlo. No pretende decir nada más que el futuro puede ser, en general, predicho, dentro de unos determinados límites de incertidumbre. Y puesto que hay incertidumbre, la máquina profeta a veces se equivocará.

Debemos hacer frente al hecho de que en la naturaleza de las cosas las predicciones resultan a veces equivocadas. Desde luego, lo que pretendemos es que sean correctas lo más a menudo posible y, por lo menos, que sean correctas con más frecuencia que erróneas. Pero las previsiones pueden ser útiles incluso si son a menudo erróneas. Bromeamos acerca de las predicciones del tiempo que hará, pero en tiempo de guerra había que mantenerlas en secreto. En los principales procesos biológicos, como la evolución, la predicción equivocada desempeña una importante función. Los factores genéticos que, en una especie, permanecen incluso aunque su efecto sea el de impedir que ésta se ajuste bien al medio ambiente, son una especie de predicción errónea y, por así decirlo, un error residual. Sin embargo, sin ellos, las especies no pueden adaptarse a nuevos cambios. Algunos monstruos pesadamente equivocados probablemente se extinguieron por falta de estos medios de futura adaptación, del mismo modo que las razas puras de ratas blancas morirían si se las sacaba fuera del laboratorio para el cual han sido criadas de un modo demasiado perfecto. Una aptitud para un determinado uso debe contener un elemento de inaptitud y flexibilidad para que pueda constituir una aptitud para el cambio. Cuando Boligbroke y Paley declararon que el hombre está diseñado como un reloj, que se ajusta a su funcionamiento perfectamente, no pensaban en la posibilidad de una futura evolución. De un modo característico, el siglo XVIII era para ellos la cumbre y el punto final de la historia de la Naturaleza.

En cambio, nos hemos acostumbrado a ver el Universo en movimiento y transformación. Tenemos una idea más clara de nuestros propios defectos, pero también hemos aprendido a no detenernos en ellos con afectación. Porque lo que es verdad de las especies cuando se enfrentan al futuro es verdad también del individuo. Ambos se adaptan al futuro efectuando continuas correcciones, como hace toda máquina de predecir. El proceso que se sigue es el de prueba y error, proceso al que llamamos de aprendizaje, y los errores forman una parte esencial del mismo tanto como los aciertos. Si ponemos un ratón en un laberinto y logra salir la primera vez, no quiere esto decir que haya aprendido a escapar del laberinto. De hecho no aprenderá hasta que haya cometido algunos errores y aprenda a evitarlos. Un ratón puede aprender a partir de sus errores más rápidamente que otro, pero ni siquiera el ratón ideal del laboratorio de psicología puede aprender de otro modo que cometiendo algunas equivocaciones.

El proceso de aprendizaje es esencial para nuestras vidas. Todos los animales superiores lo buscan deliberadamente. Son curiosos y efectúan experimentaciones. Un experimento es una especie de inofensiva carrera de pruebas de alguna acción que tendremos que ejecutar en el mundo real, y es esto tanto si es efectuada en un laboratorio por científicos o por cachorros de zorra fuera de su terreno. El científico experimenta y el cachorro juega; ambos aprenden a corregir los errores de juicio en un terreno en que los errores son fatales. Puede que sea esto lo que les da este aire de felicidad y libertad al poner en práctica estas actividades.

Es por esto que debemos comprender que por su misma naturaleza las predicciones pueden estar a veces equivocadas. Sólo así podemos aprender en tanto que individuos y especies. La ciencia aprende del mismo modo. Precisamente éste es el paso que dieron Galileo y Francis Bacon hace más de trescientos años, paso que dio origen a la ciencia actual. Porque hasta que pusieron en marcha la Revolución Científica, los hombres creían que sólo un profundo discernimiento intelectual podía comprender la mecánica de la Naturaleza. Galileo y Bacon añadieron a esta exigencia de la razón la nueva exigencia de los datos empíricos. Desde entonces, la verificación de una explicación científica ha sido siempre en último término empírica: ¿concuerda con los hechos? La ciencia ha sido concebida, aunque inconscientemente, como un proceso de aprendizaje, porque recurrir a la realidad empírica en la especulación es admitir la posibilidad de error. La ciencia es un mecanismo de predicción en proceso de incesante autocorrección. El camino que va de la astronomía de Ptolomeo a la de Newton y luego a la de la relatividad es precisamente una serie de estadios de aprendizaje en que cada uno de éstos corrige el pequeño pero demostrable error que se ha abierto entre la predicción y los hechos; no debemos despreciar los errores, son el humus sobre el que se desarrolla el proceso de la vida. Al mismo tiempo que Peley trazaba la voluntad de Dios en la perfección de reloj del hombre, William Blake dijo con más modestia, pero con intuición más aguda: «Ser un error y ser arrojado es parte de la voluntad de Dios.»

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Las ideas fundamentales que hemos estado desarrollando pueden resumirse así: toda acción de un ser vivo es un acto de elección orientado hacia el futuro. La máquina que imaginamos en la misma es un adivino que interpreta la información pasada y presente como señales para ajustarse a un futuro esperado. La interpretación y el ajuste no pueden estar libres de error, porque éste es esencial para el proceso de aprendizaje que los rige.

En todo esto hay una atrevida analogía entre el modo como aprenden los individuos, el modo como las especies se adaptan y el modo como opera la ciencia. Pero, desde luego, nuestro parecer es que no se trata meramente de una analogía, sino de una relación íntima y verdadera. La ciencia no es una actividad especial, es algo común a toda actividad humana. Un italiano que va a Nueva York se acostumbra en seguida a tomar cereales para desayunar. Existen pruebas de que la gente que come cereales, como grupo, adapta su mandíbula a su dieta mediante los lentos procesos de la selección natural. Pero entre estos extremos se encuentra la actividad igualmente humana del desarrollo científico. La invención y popularización de los cereales en el desayuno es en sí una solución científica a un conjunto de problemas, que abarcan todo el camino que va desde la distribución del tiempo entre levantarse de la cama y coger el tren hasta el pleno uso de las más logradas comidas rápidas de Norteamérica.

Lo que caracteriza a la ciencia como sistema de predicción y adaptación de los demás sistemas del individuo y de la especie es que, en el fondo, es un método compartido por toda la sociedad al mismo tiempo y de un modo consciente. A la vez esto implica que la ciencia tiene que ser comunicable y sistemática. Las señales y predicciones deben ser comunes para todos. A mi modo de ver, los filósofos invierten el orden cuando declaran que la ciencia construye un mundo escogiendo todo lo que las experiencias de diversas personas tienen en común. Al contrario, la práctica de la ciencia supone la existencia de un mundo real y común, y presupone que el impacto del mismo sobre cada individuo que de él forma parte es a su vez modificado por este individuo en el sentido de que constituye su experiencia personal. No construimos el mundo a partir de nuestras experiencias, tomamos conciencia de él a través de las mismas. La ciencia es un lenguaje para hablar no acerca de la experiencia, sino acerca del mundo.

Pero lo más sorprendente de las predicciones de la ciencia es que no son un conjunto de conjeturas diversas. La ciencia es una forma de ordenar los acontecimientos, y el fin de sus investigaciones es encontrar las leyes en las que basar las predicciones simples. Lo que da el toque final a nuestra descripción es que la ciencia es sistemática por lo que al método se refiere porque busca un sistema de predicción. El objetivo de la ciencia es ordenar los casos particulares encuadrándolos en la estructura de una ley general.

Una vez más lo que hemos dicho acerca de la ciencia no es algo exclusivo de la misma. Toda conducta humana está modelada por lo que los individuos creen que son ' leyes generales. Una persona que pretenda adivinar lo que va a ocurrir interpreta la señal por un acto de reconocimiento que la enmarca en alguna categoría general. Suponemos, pues, que el futuro tendrá algún parecido general con los futuros que hemos vivido anteriormente y que siguieron a este tipo de señal, y nos preparamos para este futuro específico. Vemos un par de pesas y las cogemos con fuerza para levantarlas; cuando descubrimos que son de cartón, experimentamos una sensación desagradable porque nos resulta inesperada. Lo extraño acerca de las generalizaciones de la ciencia no es que abarquen un número de casos que rebasa los hábitos de un individuo. Es, de hecho, una diferencia importante, pero no la esencial, que consiste en que las generalizaciones de la ciencia son explícitas, lo cual es una consecuencia directa del hecho de que la ciencia es comunicada. El individuo no tiene nunca necesidad de hacer una lista de sus hábitos, es decir, de sus generalizaciones, porque no necesita comunicarlos a nadie. Creerá formas de anticipar el futuro a partir de las señales presentes aunque no espere encontrar nunca otra persona. Así lo hizo Robinson Crusoe; y Defoe demostró una asombrosa intuición psicológica cuando describe el desorden en que se precipitó Crusoe cuando descubrió las pisadas, no porque Crusoe temiese la presencia de otras personas, sino porque la presencia de éstas había dejado de formar parte de su mundo conceptual. Aunque no podemos estar seguros de ello, es probable que algunos animales no posean ninguna forma de comunicación; sin embargo, es cierto que todavía desarrollan hábitos.

El carácter explícito de estas leyes hace de la ciencia una actividad diferente, y este carácter se deriva de la comunicación. La ciencia es la actividad de aprender, actividad ejecutada por la sociedad entera, aunque esta sociedad divida sus tareas de tal manera que ponga la responsabilidad de esta actividad en manos de unos pocos hombres. Por otro lado, las leyes de la ciencia son aquellos principios de predicción y adaptación al futuro que se aplican al conjunto de la sociedad y que todos sus miembros pueden aprender de modo explícito. Esta necesidad de conjunción simultánea de dos requisitos, utilidad universal y formulación explícita, es precisamente lo que hace que la descripción científica del Universo aparezca tan extraña a nuestra experiencia personal. Como individuos no analizamos el Universo descomponiéndolo en células, coenzimas, masones, genes y espacio curvo, porque éste no es el análisis que un individuo hace de su propia experiencia. Precisamente este análisis individual es el tema que tratan Berkeley, Hume, McTaggart y Moore, cuyas filosofías tienen su punto de partida en una situación personal única. No debe sorprendernos que la ciencia y la filosofía se hayan distanciado paulatinamente, en tanto que una y otra hablan de cosas distintas. El núcleo, la energía y el sistema nervioso central son entidades que descubrimos cuando buscamos el terreno común bajo las fluctuaciones fortuitas de la experiencia personal. Y las extrañas propiedades que poseen son parte del precio que pagamos por explicitarlas. El mundo choca con nuestra experiencia de modo tal que podemos reconocerlo como voluntad, sentido, causa y efecto, y todas estas interpretaciones resultan ser admirablemente válidas como aproximaciones a la experiencia de todos nosotros. Pero cuando intentamos pulir nuestro lenguaje para describir con detalle el mundo real en el que se basan nuestras experiencias, tropezamos con las dificultades de todo lenguaje. Ningún enunciado explícito, ningún lenguaje comunicable puede formular generalizaciones que sean más precisas que los acuerdos comunes entre los que las utilizan. Por esto no podemos formular leyes científicas que tengan una finalidad mayor que la de los cálculos y reglas que podemos compartir. Nuestras leyes de predicción están limitadas por nuestros errores humanos y necesarios. No hay nada dramático en esto, no es un defecto más trágico que otros que hacen que seamos humanos y no otra cosa, como el hambre o la ambición. Éstas son las fuerzas que impulsan las sociedades humanas, y hemos demostrado que el error en la formulación de las leyes de la ciencia también participa de ambas.

8

La base de la descripción que hemos trazado en este capítulo ha sido la relación entre el presente y el futuro. Es como si el futuro fuese Norte y la Estrella Polar: determina la dirección y la estructura de la actividad y el pensamiento tanto de la vida como de la ciencia. Por esto no nos sentimos inquietos por las dificultades que los filósofos encuentran al intentar racionalizar el proceso de la inferencia o deducción intelectuales. Los filósofos quieren dar a la inducción acerca del futuro el mismo status que la deducción tiene en una ciencia intemporal como la geometría. Además, ya hemos señalado que, tan pronto como se usa la deducción en una ciencia que tiene en cuenta el paso del tiempo, no tiene un status superior al de la inducción.

El filósofo y el hombre de la calle desarrollan normalmente sus especulaciones a partir de una reflexión sobre el pasado y el presente, en calidad de base sólida del conocimiento. Pero esto no es útil por dos razones distintas. En primer lugar, sólo conocemos el pasado y el presente de nuestra experiencia. El mundo real que compartimos con los demás resulta tan misterioso en el pasado y en el presente como en el futuro. Y, en segundo lugar, es una grave equivocación suponer que el proceso básico del pensamiento es echar mano de lo desconocido, y que sólo así puede justificarse mirar hacia el futuro. Exactamente es el sentido contrario del proceso de la vida. La anticipación del futuro es una actividad fundamental; los bebés hacen esto antes de nacer. La operación de analizar el pasado y el presente es un proceso secundario, cuyo fin es que aprendamos a reconocer e interpretar las señales para el futuro. Sería absurdo preguntar por qué el futuro ha de revelarse en concordancia con nuestro conocimiento del pasado. Esto no es más que plantear la pregunta al revés y convertirla en un sinsentido. Lo que hemos aprendido del pasado es conocimiento sólo porque el futuro confirma que era verdad. La única pregunta que cuerdamente cabe plantear acerca del método de inducción respecto al futuro es: ¿en qué nos basamos para preferir una predicción y no otra? ¿Por qué escogemos este curso posible de la acción más que este otro, en circunstancias en las que el futuro que prevemos continúa siendo tan incierto sea cual sea el que escojamos? No basta con responder que una predicción contiene una zona calculada menor de incertidumbre que otra, porque como toda ley científica, este mismo cálculo presupone una preferencia, si no entre estas predicciones sí entre otras más fundamentales. Esto, no obstante, no inducirá a nadie a decir que se ha confirmado que una predicción es correcta con más frecuencia que otra; porque el siguiente acontecimiento no es el mismo que el último, y, en realidad, porque no existe ningún modo de comparar acontecimientos como tales. No, nuestra elección no se efectúa entre previsiones, sino entre modos de prever. No preferimos una predicción determinada, sino una ley científica a otra. Y, naturalmente, las leyes, al contrario de los acontecimientos, pueden ser ponderadas por los ejemplos pasados —aunque deberíamos evitar la palabra «pasado»: lo que realmente queremos decir es otras ocasiones en que predecimos el futuro basándonos en estas leyes.

Una de las dificultades que han preocupado a los filósofos y al hombre de la calle sobre tales cuestiones, es que ofrecen una descripción del futuro sumamente estática. Imaginan el futuro como el pasado o el presente, ni más ni menos que un momento en la infinita alfombra roja del tiempo que se desenrolla ante nosotros y se enrolla detrás nuestro. El futuro es como el presente, han dicho, sólo que en otro tiempo. Este error se deriva de la descripción newtoniana del tiempo, en la cual éste no tiene ninguna dirección y podría haber transcurrido en sentido inverso. Pero desde finales del siglo pasado se ha descubierto una propiedad física que da una dirección al tiempo. Es ésta: si observamos un chorro de gas que se escapa de un agujero, podemos decir qué parte del gas está más lejos del agujero, o sea, cuál se ha escapado primero, todo ello sin ver el agujero. La parte que salió primero tiene un desorden mayor y sus moléculas se mueven más al azar. Han perdido la dirección impuesta por el paso del chorro por el agujero. Del mismo modo el paso del tiempo en el Universo está absolutamente marcado por el aumento del estado de desorden físico o azar; esto es lo que dice la segunda ley de la termodinámica. Cabe señalar que en sí es un efecto probabilístico, aunque sólo éste da al tiempo (y con él la causalidad) su dirección.

El punto esencial es el que distingue el futuro del pasado: es la única ley general acerca del futuro a la cual nos ajustamos todos. No sabemos cómo experimentamos esto, pero desde luego lo experimentamos. Naturalmente la propiedad esencial de la vida es que se opone a esta corriente: la vida impone un orden creciente en cada momento, mientras que el Universo físico se arrastra hacia un desorden cada vez mayor. Incluso la probabilidad de adivinar una carta no vista no está más allá de las fronteras de lo inteligible, una vez que hemos comprendido que el futuro tiene unas propiedades específicas que lo distinguen claramente del presente. Lo distinguen claramente, pero en un sentido estadístico: porque el futuro se diferencia del presente por contener estadísticamente más azar. Adivinarlo sería inexplicable sólo si se acertase siempre.