Qusada, Daniel (1998): Saber, opinión y ciencia. Barcelona: Ariel. Capítulo IV. CONCEPCIONES RACIONALISTAS Y CONCEPCIONES EMPIRISTAS. Pp195-241.

1.    La distinción entre verdades de razón y verdades de hecho, y otras distinciones epistemológicamente relevantes

Dos grandes tradiciones epistemológicas, las del racionalismo y el empirismo, se enfrentan en varias épocas de la historia de la filosofía. La confrontación se dio en una forma que podríamos llamar clásica en los siglos XVII y XVIII. Pero tenemos variantes de esta confrontación en muchas otras épocas y restos de la misma perduran, de maneras transformadas, hasta la actualidad. En este capítulo veremos algunos aspectos centrales de las dos tradiciones en aquel momento clásico, de especial importancia porque es el tiempo en que tomó forma la ciencia moderna.

Las matemáticas son el aliado tradicional de la postura racionalista. Parecen proporcionar un saber al que se llega exclusivamente por razonamiento y que resulta ser verdadero cuando lo aplicamos al mundo, a los objetos cercanos y lejanos, y a muchas de las propiedades y relaciones de éstos. Por ello, las proposiciones matemáticas han sido vistas como un prototipo o "modelo" de las verdades de razón. Al utilizar este término aludimos a una distinción que hizo explícita por primera vez Leibniz, una distinción que en una forma u otra —aunque no en la forma exacta de Leibniz— tiene aún vigencia. Leibniz hacía la distinción del modo siguiente:

Hay dos tipos de verdades, las de razón y las de hecho. Las verdades de razón son necesarias y sus opuestos imposibles, las de hecho son contingentes y sus opuestos son posibles.

Cuando una verdad es necesaria su razón puede encontrarse por análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples hasta que se llega a las que son primitivas. Es de este modo en que los matemáticos reducen por análisis los teoremas y las reglas prácticas especulativos a definiciones, axiomas y postulados. Al final se tienen ideas simples que son indefinibles. Hay también axiomas y postulados —en una palabra, principios primarios— que no pueden ser probados ni necesitan serlo. Éstos son proposiciones idénticas, los opuestos de las cuales contienen contradicciones explícitas. (Leibniz, Monadología, §§ 33-35.)

Las verdades de razón, como se apunta en la definición y como se dice en la última oración de la cita, son aquellas cuya negación es contradictoria. Entre estas verdades de razón, Leibniz situaba no sólo las verdades puramente lógicas y las verdades matemáticas (aunque, como puede verse en el texto, éstas son el prototipo), sino proposiciones tan ajenas a éstas como la de la existencia de Dios. Sucede que Leibniz pensaba que el argumento ontológico era un buen argumento, es decir, que, además de partir de premisas verdaderas, era lógicamente correcto (pasaría casi un siglo antes de que Kant mostrase dónde estaba el fallo en ese argumento). Y una vez aceptada la existencia de Dios y las premisas del argumento ontológico, se siguen un buen número de cosas importantes, que serían entonces todas ellas "verdades de razón". Si recordamos las doctrinas cartesianas, podremos tal vez ver ya en Descartes la pista que, a su propio modo, habría de seguir Leibniz (recordemos que también Descartes utilizaba el argumento ontológico y que la aceptación de la verdad de la proposición que afirma la existencia de Dios era clave para su sistema).

Irónicamente, una distinción como la de Leibniz tiene un gran potencial destructivo, que comienza a revelarse cuando no se acepta que el argumento ontológico sea un buen argumento. Las consecuencias destructivas las extrajo Hume por vez primera. He aquí cómo hace Hume la distinción:

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, de forma natural, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo [...]

No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. (Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, sección 4, parte I; cf. pp. 47-48 de la traducción española.)

Hume procede, en la misma obra, a señalar la razón básica por la cual el argumento ontológico no puede ser correcto, dirigiendo así su crítica al corazón mismo del racionalismo epistemológico:

 

Lo que es, puede no ser. Ninguna negación de hecho implica una contradicción. La no existencia de cualquier ser, sin excepción alguna, es una idea tan clara y distinta como la de su existencia. (Hume, Investigación, 12, parte III; cf. p. 191 de la traducción española.)

En este texto, Hume no dice dónde falla el argumento ontológico, sino por qué no puede ser correcto (aquí, como con cualquier argumento, es crucial explicar en qué o dónde falla exactamente; de lo contrario, alguien como Leibniz puede no seguir viendo por qué no hay que hacer una excepción justamente con la proposición que afirma la existencia de Dios). Pero, si Hume está en lo cierto respecto a que, sin excepción alguna, podemos pensar sin contradicción la posibilidad de que un ser no exista, la conclusión parece inescapable:

[...] la existencia de cualquier ser sólo puede demostrarse con argumentos a  partir de su causa o de su efecto [...] (Hume, loc. cit.)

Si añadimos a esto la tesis de Hume (en la que él insiste, continuando el texto anterior) de que esos argumentos se fundan exclusivamente en la experiencia y no puede llegarse a ninguna conclusión razonando a priori, caeremos en la cuenta del gran poder destructor que para las tesis racionalistas tienen las ideas de Hume.

Pero antes de llegar a este punto recogiendo más detalles (lo haremos en una sección posterior), es conveniente fijarnos en otra de las distinciones clásicas que se utilizan en la discusión: la distinción entre conocimiento a priori y conocimiento a posteriori, una distinción que ocupa un puesto central en filosofía desde Kant, aunque él no fuera el primero en utilizar estos términos (el mismo Hume utiliza el primero de ellos con alguna frecuencia en su Inquiry).

Presentando la distinción con diferente terminología y algo más de exactitud, diremos que la verdad de una proposición es conocida a posteriori cuando se recurre a la experiencia empírica (en un sentido amplio: la experiencia de los sentidos y la propiocepción) para justificar ese conocimiento (o, más precisamente: la creencia en esa proposición). Es conocida a priori cuando no se da ese recurso.[1] Correspondientemente, la verdad de una proposición puede ser conocida a priori si no es necesario recurrir a la experiencia o a la información empírica para justificar la creencia en esa proposición.

Haciendo uso de la distinción, la mencionada tesis de Hume puede formularse así: todas las verdades de hecho son conocidas a posteriori. Esta tesis, la más general del empirismo, es una tesis sustantiva, y como toda tesis sustantiva necesita justificación. De acuerdo con ello, lo que diremos en este capítulo y el siguiente es pertinente para su discusión, aunque no será suficiente para pronunciarse de forma rotunda sobre su verdad o falsedad.

La otra categoría mencionada por Leibniz y Hume al hacer sus distinciones —respectivamente, la de verdades de razón y relaciones entre ideas— nos suministra otro motivo para estar insatisfechos con sus clasificaciones. En efecto, como ya se ha sugerido, parece que bajo esos rótulos se agrupan proposiciones muy heterogéneas, incluso si dejamos de lado proposiciones como la que afirma la existencia de Dios. Tomemos, por ejemplo, las proposiciones de la geometría. No parece (al menos inicialmente, es decir, sin negar la posibilidad de que una investigación más profunda establezca lo contrario) que estas proposiciones sean de la misma naturaleza que las proposiciones dé la lógica formal o las proposiciones —si las hay— que se expresan con enunciados verdaderos en virtud de su significado o que expresan verdades puramente conceptuales.

Nuevamente, para clarificar esta cuestión es apropiada la distinción —también clásica desde Kant— entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos (en Kant: juicios analíticos y juicios sintéticos).[2] La idea general, en una primera aproximación, es que un enunciado es analítico cuando es verdadero en virtud de su significado o por razones puramente lógicas, y es sintético cuando no es analítico, esto es, cuando su verdad no se debe únicamente a su significado o a razones puramente lógicas.[3]

Al describir los enunciados analíticos hemos dado dos condiciones alternativas. Pues bien, cuando se le da al término lógica' un significado estricto, tenemos realmente dos criterios distintos, siendo más abarcador entonces el primer criterio (verdad únicamente en virtud del significado), que proporciona la noción más ampliamente adoptada de enunciado analítico. El propio Kant (quien también da el criterio lógico, aunque para evaluar lo que éste podía significar para él habría que atender al estado de la lógica en su época) dio aún otro criterio, que haría definir los enunciados analíticos como aquellos en los que el significado del predicado esté ya contenido en el significado del sujeto. Se trata, pues, de un caso particular del criterio del significado, y de menor interés, por aplicarse tan sólo a las oraciones a las que tiene sentido aplicar la estructura tradicional sujeto-predicado.

Correspondientemente a las nociones más amplias y más estrictas de analiticidad tenemos dos nociones de enunciado sintético. La más importante es la de enunciado que no es verdadero meramente en virtud del significado. Dicho de un modo positivo, esto quiere decir que su verdad depende en parte de cómo es el mundo, lo cual parece conferir a los enunciados sintéticos un interés especial.

Contar con la doble distinción —a priori l a posteriori, analítico/sintético— supone un avance con respecto a tener tan sólo la clasificación de Leibniz o Hume. Cabe especular que Kant se vio movido a sustituir la clasificación de esos filósofos por las dos nuevas clasificaciones, movido por una profunda insatisfacción teórica con aquélla (véase el apéndice IV. 1). Sin embargo, una vez que disponemos de esta doble clasificación, podemos, por así decir, "rediseñar" la antigua y distinguir todavía entre enunciados necesarios (necesariamente verdaderos o necesariamente falsos) y enunciados contingentes (verdaderos o falsos).

La idea de un enunciado necesariamente verdadero es la de un enunciado cuya falsedad es imposible (lo mismo, haciendo los necesarios cambios, para un enunciado necesariamente falso, pero vamos a simplificar en lo sucesivo aplicando el rótulo 'necesario' sólo a los enunciados necesariamente verdaderos). Esto, naturalmente, no es una definición, puesto que la idea de posibilidad es correlativa con la de necesidad (es decir, ambas son interdefiníbles: necesidad es imposibilidad —no posibilidad— de falsedad; la posibilidad de algo es la no necesidad de lo contrario). Es preciso dotar de contenido a la noción explicitando cuál es el fundamento de la imposibilidad. Al hacerlo, vemos que, en realidad, tenemos diversas nociones de necesidad (y, correlativamente, de contingencia).

Una noción la obtenemos al definir un enunciado como necesario si su falsedad es imposible por razones conceptuales (correspondientemente: un enunciado es contingente si las razones conceptuales dejan abierta su verdad o falsedad). Ésta es la noción más generalmente utilizada de necesidad. Es una noción que acerca la necesidad a la analiticidad, pues las cuestiones conceptuales y las de significado están estrechamente emparentadas.

Si decimos que es imposible que un enunciado sea falso por razones metafísicas, entonces tenemos una distinción, en principio, diferente de la anterior. Claro que, en principio, todo depende de lo que se entienda por metafísica. Si pensáramos que la única metafísica razonable es la que describe nuestro esquema conceptual (la metafísica descriptiva, en el sentido de Strawson —cf. § V.7—), entonces la distinción se diluiría en la anterior. Así pues, quien quiera utilizar una noción sustantiva de necesidad metafísica tendrá que proporcionar una teoría razonable de las restricciones sobre posibilidades o imposibilidades que han de contar como metafísicas.

Podemos distinguir también entre lo que es necesario o contingente por razones físicas. Un enunciado es necesario de este modo si su falsedad es incompatible con las leyes de la física (y, correspondientemente, para el caso de los enunciados físicamente contingentes).

En esta misma línea podemos hacer la necesidad relativa a otras leyes (por ejemplo, leyes psicológicas) o normas (por ejemplo, normas morales), obteniendo, en principio, ulteriores nociones de necesidad. Pero, claro está' si se introducirían con ello nuevas particiones entre clases de verdades dependería de si las leyes de que se trate no son reducibles a las leyes de la física (de una física ideal, máximamente desarrollada).

Es muy importante darse cuenta de que la distinción entre lo necesario y lo contingente (o, mejor deberíamos decir, la familia de distinciones), junto con las distinciones entre lo a priori y lo a posteriori, y lo analítico y lo sintético, no son en absoluto distinciones con el valor de meras clasificaciones convencionales (y menos aún de meras clasificaciones elementales y preliminares), sino que en torno a ellas se articulan algunas de las tesis y diferencias más significativas y profundas de cuantas pueden encontrarse en filosofía.

Así, por ejemplo, la solución que se dé a una gran parte de las cuestiones filosóficas depende de si realmente puede sostenerse, como creía Kant, que hay enunciados sintéticos que pueden ser establecidos a priori. La posición compartida de muchos filósofos contemporáneos de que no existen tales enunciados o, al menos, que una gran parte de los que Kant consideraba como tales no lo son, supone una profunda fisura que afecta a lo que los filósofos piensan en cuestiones fundamentales tanto epistemológicas como metafísicas y éticas.

La argumentación por parte de filósofos contemporáneos como Witt-genstein y Quine de que no hay una distinción cualitativa (sino, por así decir, meramente de grado) entre enunciados analíticos y enunciados sintéticos puede tener consecuencias comparablemente profundas (véase § V.7).

Otras tesis relevantes y controvertidas, con consecuencias potencialmente notables, son la tesis de Quine de que sólo tiene sentido formular una noción de necesidad contextual o relativa a un conjunto dado de enunciados, o la de Kripke de que hay enunciados necesarios conocidos a posteriori, y contingentes conocidos a priori (cosa esta última que, con una perspectiva diferente, sostuvo ya Leibniz).

No es éste el lugar para entrar en la exposición de estas tesis y argumentos y mostrar su gran alcance. Únicamente trataremos más adelante, desde la perspectiva epistemológica que nos interesa, un aspecto (uno importante) de la cuestión concerniente a los enunciados sintéticos a priori.

2.    La deuda de la tradición racionalista con la matemática

La idea de que lo que nos proporciona un saber sustancial sobre la realidad es el puro razonamiento a partir de principios intuitivamente aceptables a la razón es la idea del racionalismo epistemológico. Un racionalista en este sentido es alguien que sostiene que hay verdades que son autoevidentes —con una autoevidencia reconocible por la razón— de las cuales se pueden deducir conclusiones informativas (en verdad, las realmente informativas) acerca de cómo son las cosas, es decir, acerca de la naturaleza del mundo, de sus leyes y de la realidad toda. Profundamente poseídos de esta idea, los grandes pensadores racionalistas, como Descartes y Leibniz, se propusieron reconstruir y ampliar todo el saber existente a partir del cimiento mismo de los principios reconocibles como verdaderos por la razón.

La visión racionalista está íntimamente imbricada con la idea de que la matemática es la clave de los secretos de la naturaleza.[4] Tanto esta idea como su alianza con una perspectiva racionalista tienen una raíz muy antigua. En una de sus formas, se encuentra por primera vez en la influyente escuela pitagórica, la de los seguidores del casi legendario Pitágoras de Samos, quienes desde la colonia griega de Crotona, en el sur de Italia, se desparramaron por todo el mundo de la Antigüedad clásica.

Al parecer, la idea encontró su inspiración inicial en el contexto de la astronomía y la música (los sonidos en general), que son, en realidad, quizá junto a la óptica, los dos grandes y prácticamente únicos ejemplos de conocimiento matemático de la naturaleza hasta finales del siglo XVI. En cualquier caso, la forma en que la idea se encuentra en los pitagóricos es total y directamente ontológica, pues, al parecer, mantuvieron que todo lo que realmente existe son números y relaciones numéricas. Sin embargo, fuera de los dos campos mencionados, y dejando aparte las evidentes aplicaciones concretas de la geometría, las ideas de los pitagóricos cristalizaron únicamente en especulaciones audaces que nunca llegaron a formar cuerpos de saber constituido.

También en Platón, el más grande de los pensadores racionalistas de la Antigüedad (racionalista a pesar de que utilizar el término con las connotaciones más concretas que adquiere cuando se lo aplica a los pensadores del siglo XVII es hasta cierto punto anacrónico), podemos encontrar la adhesión a la idea del papel clave de la matemática en el acceso al conocimiento de la realidad, aunque posiblemente en una forma más epistemológica. La idea es que el método más elevado de investigación es como el de la matemática, aunque al mismo tiempo mejore este tipo de conocimiento.

Esto es, al menos, lo que leemos en La república, donde se dan varias razones para el estudio profundo de la matemática: en primer lugar, que es la propedéutica esencial (Platón se refiere explícitamente a la aritmética pura, no la aplicada al comercio), pues eleva el alma (La república, 525b-d) y también, en segundo lugar, porque es difícil (526c). Estos pronunciamientos se relacionan con el hecho de que la matemática es la primera manifestación del tipo de capacidad cognoscitiva que Platón denomina episteme (genuino conocimiento) en La república.

La relación entre el conocimiento matemático y el de la realidad más alta (la de las formas) no parece que la hubiese desarrollado Platón cuando escribió La república. Encontramos allí poco más que una analogía —ella misma matemática— para hablar de la relación entre los diferentes tipos de saber, analogía que también se puede leer en clave ontológica como hablando de diferentes tipos de realidad. Consiste en el conocido símil de la línea, o, mejor dicho, de los segmentos de una línea recta (cf. 509d-510b; para la falta de claridad de Platón respecto a la cuestión mencionada véase 510c-511a y, especialmente, 511c-d):[5]

 

 

En la idea de que en la matemática se encuentra la clave para el conocimiento de la realidad hay dos ingredientes claramente distinguibles, como iba a ponerse de manifiesto con la revolución científica del siglo XVIII, y ello aunque esa separación no fuera claramente hecha por algunos de los participantes en la misma, especialmente los pensadores racionalistas. De una parte, la matemática puede considerarse como un modelo el modelo, para el racionalista— para el conocimiento, y, de la otra, como un lenguaje, el lenguaje del saber sobre la naturaleza.

La manera en que la matemática, o, más particularmente, la geometría, se toma como modelo, puede verse en el siguiente pasaje del Discurso del método:

Esas largas cadenas de razones, todas ellas simples y sencillas, que los geoómetras están acostumbrados a emplear a fin de alcanzar las conclusiones de sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser sabidas por el hombre podrían ser conectadas del mismo modo, y que, con tal de que nos abstuviéramos de aceptar nada como verdadero que no lo esté, y que siempre preservemos el orden que es necesario a fin de deducir unas cosas de otras, no puede haber nada tan remoto que no podamos alcanzarlo, ni tan oculto a nosotros que no lo podamos descubrir. No tuve mucha dificultad en saber por dónde había que    empezar, pues ya me era familiar el hecho de que había de ser por lo más simple y lo más fácil de entender; y considerando también el hecho de que, entre los que hasta aquí han buscado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones —es decir razones que son ciertas y evidentes—, no dudé de que era del mismo modo como ellos llevaban a cabo sus investigaciones. (Descartes, Discurso del método, II,  pp. 587-588; cf. p. 16 de la traducción española.)

No está explícito en este texto un rasgo esencial de lo que por otra parte ya sabemos (cf. § 1.8) que era el modo universal de mirar el modelo que la geometría proporcionaba, a saber, que las cadenas de razones deben al fin terminar en algún puñado de principios (para Descartes, al fin, uno solo, cf. § II.4) autoevidentes, a partir de los cuales demostrar (dando "razones que son ciertas y evidentes") todas las demás afirmaciones.

Como veremos en seguida, el ideal racionalista fue (re)construir todo el cuerpo del saber —realmente, para el racionalista, un único sistema— aplicando universalmente este modelo. De momento, un caso particularmente significativo es el del argumento ontológico para la existencia de Dios que, en una forma u otra, fue aceptado por todos los grandes pensadores racionalistas (excepto por Kant, si es que se le incluye entre ellos), de Platón (quien aplicó una forma de este razonamiento al Bien, concebido a menudo en términos cuasi-teológicos) a Descartes, Leibniz y Spinoza, pasando por Agustín de Hipona y Anselmo de Canterbury (en quien se encuentran las primeras formas explícitas). La aceptación de alguna forma del argumento ontológico es tal vez el rasgo más característico del racionalismo clásico. Una cuestión tan sumamente difícil como la de la existencia de Dios creyó poderse dirimir simplemente a partir de la idea de un ser supremo.[6] Pero, aparte de su dificultad intrínseca, lo que nos interesa aquí es subrayar la importancia que la misma tiene por el muy relevante papel que juega en los proyectos de construcción o reconstrucción del conocimiento de los racionalistas clásicos.

Características del racionalismo de la Edad Moderna, aunque más particulares, son tesis como la de que Dios debe haber creado el universo necesariamente y la de que este universo necesariamente ha de ser el mejor de los universos lógicamente posibles. Tanto Leibniz como Spinoza sostuvieron las dos tesis, concibiéndolas como consecuencias del argumento ontológico (esto es claro en el caso de la primera, pues el argumento ontológico implica que la existencia ha de ser necesariamente mejor que la no-existencia). Ambos extrajeron otra conclusión del argumento, el que posteriormente fue denominado (Lovejoy) principio de plenitud, a saber, que toda genuina posibilidad de existencia necesariamente ha de ser realizada.

El convencimiento de que se puede justificar únicamente por la razón proposiciones como la de la existencia de Dios o sus posibles consecuencias y de que, en realidad, es posible basar todo el edificio del saber, incluido el saber sobre el mundo físico, sobre principios establecidos de ese modo, constituye una prolongación del ideal deductivo de la ciencia de Platón y Aristóteles, lo que nada tiene de extraño si se atiende a la común inspiración en la geometría (cf. § 1.9). En efecto, los racionalistas clásicos trataban de satisfacer, plena y conscientemente, el más importante de los requisitos lógicos de la ciencia que Aristóteles codificó en sus Segundos analíticos, a saber, que una genuina ciencia debería basarse en un número finito de supuestos básicos, de los cuales se infirieran deductivamente todas sus demás proposiciones (naturalmente, esto no quiere decir que compartieran con Aristóteles sus ideas sobre los tipos de supuestos básicos). De ello dan claramente testimonio no sólo textos como el citado de Descartes, sino obras enteras, como, notablemente, la Ética de Spinoza, explícitamente presentada por su autor, al «modo geométrico». Igualmente trataban de satisfacer los requisitos epistemológicos más importantes, a saber, que los supuestos básicos sean no sólo verdaderos, sino necesariamente verdaderos, que sean indemostrables pero autoevidentes y prioritarios cognoscitivamente respecto a las proposiciones que de ellos se infieren ("mejor conocidos").

De los pensadores racionalistas arranca la discusión moderna del "método", si bien es muy importante señalar que este término se utilizó (y aún se utiliza) para denotar dos cosas muy diferentes (con lo que, poten-cialmente, puede dar lugar a equívocos). La distinción es esencialmente la que hizo Pascal (aunque sin conectarla explícitamente con la palabra 'método') en su obra Del espíritu geométrico, al diferenciar con claridad entre el arte de hallar nuevas verdades y el de demostrar las que ya se ha hallado. Pascal situó el ideal deductivo en el segundo terreno. En cambio, en la obra de Descartes no aparece claramente trazada la diferencia. De una parte, al enfatizar el ideal deductivo de organización del saber (como en las primeras líneas del texto anteriormente citado), Descartes parece referirse claramente a la segunda cuestión en contextos en que está haciendo propuestas sobre el método. Y, sin embargo (como ilustran ya las líneas siguientes de ese mismo texto), en otros momentos parece referirse a la segunda. La mejor ilustración de lo último son las propias reglas que propone en el Discurso del método, pues se trata más bien de reglas que pretenden indicar el mejor procedimiento para descubrir verdades científicas. Por contra, la sección final de la Lógica, o el arte de pensar (conocida como Lógica de Port-Royal) debida a Arnauld y Nicole, pensadores muy influidos por Descartes, es una sección sobre el "método" en la que éste se entiende como el método matemático (geométrico) de la demostración. Seguramente la mejor codificación del ideal de una ciencia deductiva de la Edad Moderna se encuentra en esta sección junto con la obra mencionada de Pascal. Es especialmente importante la teoría de las definiciones que en ambas se desarrolla.

Mención aparte debe hacerse de las aportaciones de Leibniz. Sus contribuciones sobre el método se inspiraron más bien en los lenguajes simbólicos y los cálculos de la aritmética y el álgebra, puestos al servicio de un ideal deductivo de ciencia del que, en la época de Leibniz, todavía la geometría era la realización más clara. Descrita en términos muy generales, su idea es que sería posible encontrar para cada ciencia un lenguaje simbólico (una "característica" —characteristica— en la terminología de Leibniz) en el que se pudieran expresar todos sus conceptos y verdades, pudiéndose definir (o "construir") todos los primeros mediante definiciones simbólicas precisas, a partir de un número finito de conceptos o ideas simples, y demostrar las proposiciones no-básicas a partir de un número finito de verdades básicas autoevidentes mediante reglas formales, e incluso mecánicamente (como en un cálculo aritmético). Leibniz fue aún más allá postulando la existencia de un lenguaje simbólico universal (characteristica universalis) en el cual se habría de realizar completa y espectacularmente el sueño racionalista, demostrando la existencia de un conjunto completo de reglas formales de demostración (en el sentido de que toda proposición del campo de cualquier ciencia pudiera demostrarse a partir de las verdades básicas) y además un procedimiento mecánico de demostración {calculus ratiocinator). Leibniz mismo pensó que no estaba lejos de hallar tal characteristica universalis. Sin embargo, hoy sabemos, por los resultados de incompletud obtenidos en nuestro siglo por Godel, Tarski y Church, que el ideal de Leibniz no es realizable, por razones de principio, ni siquiera en la matemática (para empezar, ya no lo es en la aritmética).

Como se ha dicho anteriormente, hay, en la idea general de que en la matemática se encuentra la clave para el conocimiento de la realidad, otro elemento que es lógicamente independiente del tomar la matemática como modelo del saber: el de que la matemática suministra el lenguaje de la ciencia de la naturaleza. Con el tiempo, este elemento resultó ser mucho más fructífero para el desarrollo del saber científico que el ideal deductivo.

El convencimiento de la absoluta indispensabilidad de la matemática, así como la influyente idea de la matemática como lenguaje —el lenguaje de la ciencia—, se expresa con particular fuerza en el célebre texto de Galileo:

El gran libro de la Naturaleza está siempre abierto ante nuestros ojos y la verdadera filosofía está escrita en él [...] Pero no lo podemos leer a menos que hayamos aprendido primero el lenguaje y los caracteres en los que está escrito [...] Está escrito en el lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos, y otras figuras geométricas. (Galileo, // Saggiatore, Opere, vol. VI, p. 32.)

Detengámonos para hacernos al menos con una ilustración de lo que este pronunciamiento de Galileo podría probablemente significar. El ejemplo, sencillo e interesante al mismo tiempo, es la demostración por parte del propio Galileo de la proposición de que la distancia recorrida por un móvil que se desplaza a una velocidad uniforme v durante un tiempo t es la misma que la recorrida por otro que, partiendo del reposo, se desplaza con una aceleración uniforme de manera que al final de t alcanza una velocidad 2v.

 

Considérese la figura 1. La altura BC del triángulo rectángulo EBC representa el tiempo t. La base EC del triángulo representa la velocidad final del móvil uniformemente acelerado (llamémosla va; por hipótesis, sabemos que es igual a 2v), y, por lo tanto, la base DC del rectángulo representa la velocidad constante del otro móvil (llamémosla vc; por hipótesis, sabemos que es igual a v). El área del rectángulo DCBA representará entonces la distancia recorrida por el objeto que se mueve a velocidad constante, ya que ésta es vf, y el área del triángulo ECB representará la distancia recorrida por el cuerpo acelerado.[7] La demostración de la proposición mencionada se reduce ahora a la trivial tarea de demostrar que el triángulo y el rectángulo tienen la misma área.

    El caso es especialmente interesan lo porque los «caracteres matemáticos» en los que «está escrito» el fragmento de la naturaleza que aquí se trata (ciertos movimientos posibles de los cuerpos) no son "descodificables" de una manera obvia. Fijémonos en que no hay ningún elemento de la figura que represente la trayectoria de los móviles (las líneas no representan trayectorias), en que las líneas tampoco representan distancias, sino tiempos y velocidades, y en que las distancias están representadas por áreas. Por consiguiente, más que la predominante pasividad que las palabras «leer el libro de la naturaleza» sugieren en una lectura ingenua del pasaje de Galileo, lo que en realidad tenemos es el esfuerzo muy activo de representar matemáticamente los términos de un problema de manera que se posibilite su solución. Se trata de lograr que entidades matemáticas (en el ejemplo, figuras geométricas) sean un modelo de las magnitudes reales, en el sentido técnico de que las relaciones formales entre las primeras tengan una relación estructural con las relaciones reales entre las segundas. Sólo cuando ello ocurre puede hablarse de representación. En el caso de nuestro ejemplo, únicamente puede decirse que las líneas representan tiempos y velocidades, y las áreas, espacios recorridos, porque las primeras "reflejan" los segundos de ese modo.

Es el tema de "la matemática como lenguaje de la ciencia de la naturaleza" un tema capital de la revolución de la ciencia moderna, iniciada y presente sobre todo en la física. Sin embargo, el papel de la matemática, un papel cuya importancia pronto nadie pudo poner en duda, tardó siglos en ser bien comprendido. En efecto, para los pensadores que contribuyeron decisivamente a realzar el papel de la matemática en la revolución científica del siglo xvn fue difícil hacer una clara diferenciación entre los dos elementos lógicamente distintos que contiene la ambigua idea de que la matemática es la clave del estudio de la naturaleza. Quienes en diferente medida los apreciaron (el propio Galileo, Huygens, Barrow y Newton serían los ejemplos más destacados) nunca hicieron de ello una cuestión totalmente explícita. Y, sin embargo, esta distinción nunca claramente reconocida iba a marcar decisivamente la línea divisoria entre las prácticas científicas de los participantes en la revolución. En creciente medida, un grupo de pensadores y científicos iba a propugnar una utilización de la matemática para modelar o representar las magnitudes físicas (en el sentido brevemente ilustrado al final del apartado anterior), pero, al admitir (al menos teóricamente) que el proceso estuviera en último término controlado por el experimento, se iban a apartar necesariamente de la idea de que la geometría constituyese el modelo de una (o la) ciencia. El hecho de que los Principia, la magna obra de Newton, que supone la culminación de la revolución científica, traten de presentarse more geométrico, distinguiéndose entre conceptos primitivos y axiomas, de una parte, y conceptos definidos y proposiciones demostradas, por la otra —igual que podía pretenderlo una obra como la Ética de Spinoza— no tiene que desorientarnos haciendo que dejemos de reconocer el abismo intelectual que separa a una y otra obra, que, como veremos, no es otro que el abandono o la sustitución de los elementos clave —sobre todo epistemológicos— del ideal de una ciencia deductiva, la concepción platónico-aristotélica de la ciencia.

Examinaremos la nueva línea abierta en la sección 6 y el último gran intento de atenerse al ideal clásico en la 7. Pero primero examinaremos brevemente el que seguramente es el ejemplo más ilustrativo del ideal racionalista —la concepción cartesiana del saber sobre el mundo físico— para concretar ideas, presentando a continuación el desafío que las ideas de Hume suponen para el racionalismo.

3.    La concepción racionalista del conocimiento del mundo físico

El intento cartesiano de fundamentar la física en principios metafísicos es totalmente conforme con la idea de modelar todo el campo del saber en el ideal deductivo de la geometría. De este modo, Descartes argumentó el principio fundamental de su física, el de la constancia de la cantidad de movimiento (definida por él como producto de la masa por la velocidad), a partir del principio de la inmutabilidad en el modo de obrar de la divinidad (principio a su vez inferido de la perfección divina), como ilustra el siguiente texto:            

Concebimos como parte de la perfección de Dios, no sólo que no debería en sí mismo experimentar ningún cambio, sino también que su obrar debería darse de una manera supremamente constante e inmutable. Por lo tanto, aparte de los cambios de que nos informa la experiencia manifiesta o la revelación divina, y que podemos ver o creer que tienen lugar sin ningún cambio en el Creador, no debemos suponer ningunos otros en las obras de Dios, so pena de que permitan un argumento para su inconstancia. Consiguientemente, no puede ser más razonable mantener que, del mero hecho de que Dios dio a las partes de la materia varios movimientos cuando fueron creadas, y que ahora preserva toda esta materia para que sea igual que él la creó, la debe igualmente preservar en la misma cantidad de movimiento. (Descartes, Principios de la filosofía, parte II, § 36.)

Del principio de inmutabilidad infirió también en sus Principios tres leyes de la naturaleza que eran la base de su dinámica:

[1] Cada cosa en particular permanece en el mismo estado tanto como pueda, y sólo lo cambia al chocar con otras.

[2] Cada parte de la materia por ella misma tiende a seguir moviéndose, no siguiendo una trayectoria curva, sino siguiendo líneas rectas.

[3] Cuando un cuerpo que se mueve choca con otro, entonces, si su poder para continuar su movimiento en una línea recta es menor que la resistencia del otro, resulta rebotado sin que pierda nada de su movimiento; pero si su poder es mayor, mueve a ese otro cuerpo con él y pierde una cantidad de movimiento igual a la que da al otro cuerpo. (Descartes, Principios de la filosofía, parte II, §§ 37, 39 y 40.)

Finalmente, de la tercera de estas leyes (que se basa también en el principio general de conservación de la cantidad de movimiento) derivó siete leyes o "reglas" secundarias que cubrían los varios casos particulares de los choques o colisiones posibles.

Concibiendo los cuerpos del sistema solar como inmersos en un sutil fluido que no ofrecería resistencia a su movimiento, su explicación de los fenómenos del movimiento de planetas y satélites la derivaba de su hipótesis de los vórtices o remolinos. De acuerdo con la física cartesiana, la naturaleza precisa del movimiento de los vórtices debía derivarse de las reglas para los choques, pero, debido a la dificultad de hacer efectiva esa derivación, lo que encontramos, en lugar de una cadena de muy difíciles deducciones —que vendría exigida por el rigor programático y filosófico del propio Descartes—, es poco más que la analogía con los remolinos que forma el agua (donde los planetas serían como pajitas que giran atrapados en ellos).

Ciertamente, las dificultades matemáticas para aplicar las leyes de los choques al movimiento de cuerpos rodeados de fluidos en movimiento eran enormes. Pero algo que, como mínimo, una teoría física debería explicar (o deducir), ya en la época de Descartes son las regularidades en los movimientos de los planetas que se describen en las leyes de Kepler (que parece incluso dudoso que Descartes conociera). Esta explicación o derivación fue un logro básico en los Principia de Newton, lo que ponía bien claramente de relieve uno de los aspectos de la superioridad de la física newtoniana. En este sentido, una crítica de carácter empírico que puede hacérsele a la física cartesiana es que no "salva los fenómenos" (no deduce lo que ha sido observado a partir de las leyes de la teoría).

Sin embargo, una crítica más radical —en realidad una crítica crucial— que puede hacerse al proyecto cartesiano de física racionalista (extensible, mutatis mutandis, a otros intentos racionalistas) es que el principio específico de la conservación de la cantidad de movimiento que Descartes pone en la base de su mecánica es lógicamente independiente de su metafísica. Esta crítica la formuló el físico, filósofo y gran historiador de la ciencia Pierre Duhem del siguiente modo:

Pero esta constancia de la cantidad del movimiento del mundo no es todavía un principio suficientemente preciso o definido como para que sea posible escribir ecuación alguna de la dinámica. Debemos enunciarlo en forma cuantitativa, lo que significa traducir la noción hasta aquí muy vaga de "cantidad de movimiento" a una expresión algebraica completamente determinada. [...]

Según Descartes, la cantidad de movimiento de cada partícula material será el producto de su masa —o de su volumen, que en la física cartesiana es idéntico a su masa— multiplicado por la velocidad con que está animado, y la cantidad de movimiento de toda la materia será la suma de las cantidades de movimiento de sus diversas partes. Esta suma habría de retener un valor constante en cada cambio físico.

Ciertamente la combinación de las magnitudes algebraicas por las que Descartes propuso traducir la noción de "cantidad de movimiento" satisface los requisitos impuestos de antemano por nuestro conocimiento instintivo de tal traducción. Es cero para una totalidad en reposo, y siempre positiva para un grupo de cuerpos agitados por un cierto movimiento; su valor aumenta cuando una determinada masa incrementa la velocidad de su movimiento; aumenta de nuevo cuando una velocidad dada afecta a una masa mayor. Pero una infinidad de otras expresiones podrían haber satisfecho igual de bien estos requisitos: notablemente, en lugar de la velocidad podríamos haber puesto el cuadrado de la velocidad. La expresión algebraica obtenida habría coincidido con lo que Leibniz había de llamar 'fuerza viva'; en lugar de extraer de la inmutabilidad divina la constancia en el mundo de la cantidad de movimiento cartesiana, habríamos deducido la constancia de la fuerza viva leibniziana.

Así que la ley que Descartes propuso poner en la base de la dinámica está sin duda de acuerdo con la metafísica cartesiana, pero este acuerdo no es necesario. Cuando Descartes redujo ciertos efectos físicos a meras consecuencias de tal ley, es verdad que demostró que estos efectos no contradicen sus principios de la filosofía, pero no dio ninguna explicación de la ley por medio de estos principios. (P. Duhem, The Aim and Structure of Physical Theory, cap. 1, pp. 17-18.)

El sentido general de esta crítica para los proyectos racionalistas, que se ha intentado ilustrar con el proyecto cartesiano, puede concretarse señalando que ninguno de ellos, ni siquiera los ejemplos de sistemas más ingeniosos, ambiciosos y audaces, han logrado hacer mínimamente plausible la derivación lógica de las leyes físicas que rigen los fenómenos a partir de un número finito de proposiciones básicas autoevidentes y de ese modo epistémicamente aproblemáticas. Esos proyectos no brindan así ningún apoyo (antes al contrario) a la idea, que se expuso en § 1.8, de que hemos de concebir la justificación de nuestras opiniones —y con ello el saber mismo— del modo en que la epistemología clásica concebía a ambos.

4.    Crítica al racionalismo: la apelación humeana a la causalidad

Las consideraciones hechas en los capítulos anteriores refuerzan la opinión común de que la percepción proporciona saber. Pero nuestro saber no se limita a lo que la percepción proporciona. Hay cosas que no percibimos pero que sabemos porque las recordamos. También la memoria es, pues, fuente de saber. Sin embargo, si el recuerdo es de algo que se ha percibido, nos movemos todavía en la esfera de la percepción como fuente de saber.

Ahora bien, decimos que sabemos cosas (que van desde hechos particulares a generalizaciones y leyes) que no estamos percibiendo y que tampoco son cosas que recordamos. Y si los argumentos escépticos no nos convencen de lo contrario (y, por lo que vimos en el capítulo II, parece que no hay razones para este convencimiento), decimos bien: las sabemos.

¿En qué se fundamenta ese saber que no se limita a lo que percibimos en un momento dado o lo que recordamos sobre lo que hemos percibido? Conocemos la respuesta de un racionalista: gran parte, al menos, de ese saber es obtenible mediante el solo poder de la razón. Pero si nos centramos en las cuestiones de hecho (dejando a un lado nuestro saber puramente lógico y matemático), ya hemos visto en la sección anterior lo problemático de esta respuesta, al echar una ojeada a cómo los grandes sistemas racionalistas fracasaron en su intento por establecer de esa forma el saber sobre el mundo físico.

Una hipótesis alternativa más plausible es que ese saber más amplio del que hablamos se basa en último término en nuestro conocimiento de relaciones causales entre acaecimientos, un conocimiento que no es alcanzable por la mera operación de la razón. En esta forma, la tesis la enunció Hume por vez primera, y tiene dos partes.

La primera de estas partes es, en efecto, que sólo nuestro saber acerca de relaciones causales permite que lleguemos a tener información que van más allá de la que nuestra percepción presente o la memoria nos proporciona. Sé que un amigo mío está en Australia, ¿por qué? Porque he recibido un mensaje suyo por correo electrónico, enviado desde allí. Mi conocimiento de cómo funciona el sistema de correo electrónico, por poco preciso que sea en sus detalles, me suministra en esbozo lo esencial: hay un proceso causal que va desde su escritura del mensaje a su transmisión por los ordenadores locales hasta alcanzar el ordenador al que yo tengo acceso.

Por supuesto que podrían pasar "cosas extrañas". En realidad, no es mi amigo el que ha escrito el mensaje, sino alguien que ha descubierto su contraseña de acceso al sistema local y que me está engañando. O bien es mi amigo, un chiflado de la informática donde los haya, el que conoce la manera de enviar mensajes como si fueran emitidos desde Australia, aunque en realidad él no está allí. Admitido: podrían suceder varias cosas de ese tipo. Podría ser que, en definitiva, aunque yo estuviera plenamente justificado en creer que mi amigo me ha enviado su mensaje desde Australia (también me ha enviado cartas desde allí, terceras personas me informan de su presencia, mi amigo es una persona fiable y poco bromista, etc.), resultase que me ha enviado el mensaje desde otro lugar, y, por tanto, que mi creencia de que me ha enviado su mensaje desde Australia sea falsa, con lo que no puede constituir saber. Pero todo eso ahora no es pertinente, pues la cuestión ahora es que si lo sé, lo sé por mi conocimiento de relaciones causales.

Como el saber acerca de casos particulares, así también el saber de relaciones o leyes generales. Sé que los cuerpos iluminados se calientan. Este saber es directamente causal: la iluminación causa el calentamiento. Mi conocimiento de la relación causal general me permite inferir que este objeto estará caliente, del hecho de que hace rato que lo está iluminando una lámpara.

Pero, antes de seguir adelante, ¿a qué llamamos relaciones causales? Las relaciones causales se dan, ante todo, entre acaecimientos particulares. Decimos que la causa de que tal objeto se haya calentado es que lo hemos iluminado, o que lo hemos puesto en una llama; que la causa de la caída de tal objeto fue que, al desplazarlo, se quedó sin soporte; que la muerte de María Antonieta se debió (esto es: fue causada) a que fue guillotinada (decapitada en la guillotina); y así indefinidamente (vivimos "inmersos" en relaciones causales).

Si sabemos que se ha dado el acaecimiento-causa, podemos inferir muchas veces el acaecimiento-efecto (si sabemos que a alguien le han decapitado, inferiremos que ha muerto). Otras veces podemos inferir la causa (es decir: el acaecimiento-causa) del efecto (por ejemplo: si encontramos un reloj en una isla desierta —en ciertas condiciones— inferimos que alguna vez ha habido allí seres humanos; suponemos que la presencia de los seres humanos es la causa de que el reloj se encuentre allí).

¿Cómo podemos inferir unos acaecimientos o sucesos (efectos o causas) de otros (causas o efectos) si se trata de acaecimientos concretos, particulares? Podemos hacerlo porque hay regularidades causales: un cierto tipo de acaecimientos es causa de otro tipo determinado de acaecimientos. Estas regularidades causales parecen ser a veces tales que los acaecimientos-causa son suficientes para los acaecimientos-efecto (y entonces inferimos el efecto de la causa, como en el caso de decapitación), y a veces tales que son necesarios para que hayan ocurrido ciertos acaecimientos-efecto, es decir, éstos no podrían ocurrir sin aquéllos (y entonces inferimos la causa a partir del efecto, como en el caso del reloj en la isla desierta).

Pero raramente nos referimos a causas que recojan todo lo necesario y suficiente para la producción de un efecto. Normalmente lo que llamamos 'causa' es simplemente un factor causal, es decir, un factor que, junto con otros, es suficiente para producir un efecto. Ingerir aceite puede ser nutritivo, pero no es suficiente; la nutrición es el efecto sólo cuando, además, el aceite que se ingiere reúne ciertas condiciones de elaboración (en otras condiciones —condiciones de adulteración— puede incluso matar). Rascar un fósforo contra una superficie rugosa no es suficiente para que se produzca fuego; además, ni el fósforo ni la superficie no deben estar mojados. Pero, por otro lado, no basta con tener aceite con garantías para nutrirse: hay que ingerirlo. Y no basta, para que el fuego se produzca, con tener un fósforo y una superficie rugosa adecuada: hay que frotarlo. De manera que los factores causales de que hablamos (por ejemplo, ingerir aceite o frotar un fósforo) son parte necesaria de una condición que es suficiente, debido a la presencia de otros factores, para la producción del efecto.

Por otra parte, ni la ingestión de aceite es la única posibilidad de nutrirse, ni rascar un fósforo es la única manera de producir fuego. Hay otras maneras de producir los mismos efectos. De modo que esas condiciones de que hablamos no son necesarias para la producción de un efecto. Así, juntando esta reflexión a la anterior, podemos decir que lo que llamamos causa es una parte necesaria de una condición suficiente, pero no necesaria para que se produzca un efecto.

Podemos dejar abierta la cuestión de si de este modo hemos definido las causas (véanse las sugerencias bibliográficas). Incluso aunque esto no fuera todo lo que puede decirse sobre el análisis del concepto de causa, sería aceptable para caracterizar un número de casos muy elevado y significativo.

La idea que se ha expuesto puede quizá concebirse como un desarrollo de la idea de Hume, pero no se debe a Hume, sino al filósofo contemporáneo John Mackie. Hume da una definición de causa mucho más insatisfactoria. En realidad da dos, la más conocida de las cuales se encuentra en el siguiente texto:

           […] podemos definir una causa como un objeto, seguido por otro, donde todos los objetos similares al primero son seguidos de objetos similares al segundo. (Investigación sobre el entendimiento humano, sección 7, parte II; cf. p. 101 de la traducción española.)

En primer lugar deberíamos decir mejor 'acaecimiento' (o 'suceso' o 'evento') que 'objeto'; las relaciones causales se dan entre acaecimientos singulares.

En segundo lugar, como muchos han señalado también, la mención a la similaridad, aunque apunta a un elemento que es preciso tener en cuenta, no lo hace con suficiente precisión. Los acaecimientos concretos son irrepetibles, y si las relaciones causales nos dan poder para inferir que ocurrirán ciertos acaecimientos a partir de la constatación de que han ocurrido ciertos otros, ello se debe a que esos acaecimientos son del mismo tipo que otros acaecimientos entre los que hemos visto que se daba la relación causal.

La alusión aquí es a la distinción contemporánea (hecha por vez primera en otro contexto por el filósofo norteamericano Peirce) entre tipo (type) y ejemplar (token). Por ejemplo, todos los acaecimientos en que una piedra se deja sin soporte son ejemplares del mismo tipo.

El recurso humeano a la idea de similaridad no es suficiente. Los acaecimientos, como los objetos, pueden ser similares en respectos muy distintos. Si dijéramos que los acaecimientos que mencionamos en la definición de la relación causal son pertinentemente similares nos veríamos en la necesidad de tener que precisar esta idea. Y esto nos metería en un buen aprieto, pues presumiblemente los acaecimientos de que hablamos han de ser pertinente o relevantemente similares desde un punto de vista causal, pero no podemos decir esto sin caer en la circularidad.

Sustituyendo la idea de la similaridad por la distinción entre tipo y ejemplar en realidad lo que hacemos es reconocer que el análisis del concepto de causalidad es relativo a esta distinción básica.

Otro aspecto central del análisis de Hume es la universalidad que exige de los acaecimientos del mismo tipo: todos los del mismo tipo que el acaecimiento-causa han de ser seguidos por acaecimientos del mismo tipo que el acaecimiento-efecto. Es decir, la regularidad a la que se alude aquí es lo que se ha llamado conjunción constante. Pero ya hemos visto que hay que rectificar la idea de la conjunción constante, posiblemente en el sentido de distinguir factores causales y reconocer cómo es la concurrencia de varios de estos factores la que se precisa para que se produzca un efecto y cómo otros factores causales pueden producir los mismos efectos.

El último texto citado de Hume continúa del modo siguiente:

O con otras palabras, si el primer objeto no hubiera sido, el segundo no hubiera existido nunca.

Aquí Hume parece hacer de la conexión causal una condición necesaria para la ocurrencia del efecto, en lugar de una condición suficiente. En cualquier caso, esta segunda formulación de Hume, que él parece presentar como una mera paráfrasis de la primera («en otras palabras»), se ha convertido en manos del destacado filósofo contemporáneo David Lewis en el punto de partida de un análisis diferente del concepto de causalidad. Me remito de nuevo a las indicaciones bibliográficas.

Hemos visto que el análisis del concepto de causalidad es algo complicado y que Hume dista mucho de haber proporcionado un buen análisis.

El valor de Hume en esta cuestión estriba en ser un punto de arranque. Donde seguramente debemos otorgar mayor valor al pensador escocés es en la segunda parte de lo que bien podría llamarse tesis de Hume. Decíamos al comienzo de esta sección que Hume apuntaba a las relaciones causales como las relaciones que amplían nuestro saber más allá de la percepción o el recuerdo. Ésta sería la primera parte de su tesis fundamental. Pero, si haber identificado este factor es importante, Hume merece aún más un lugar en la historia de la epistemología por haber sido el primero en enfatizar, en un contexto moderno, la implausibilidad de postular relaciones causales concretas sin recurrir a la experiencia. En la primera parte de la sección IV de su Investigación defiende esta idea con singular fuerza, como el siguiente texto puede ilustrar:

Supóngase que se nos presenta un objeto cualquiera y que se nos requiere para que nos pronunciemos sobre el efecto que de él resultará sin consultar con anteriores observaciones, ¿de qué manera, pregunto, deberá proceder la mente en esta operación? Deberá inventar o imaginar algún evento el cual adscriba al objeto como efecto suyo; y está claro que esta invención habrá por fuerza de ser completamente arbitraria. La mente no puede nunca encontrar el efecto en la presunta causa aunque sea mediante el más riguroso escrutinio y examen. Pues el efecto es totalmente diferente de la causa, y consiguientemente no puede nunca ser descubierto en ella. El movimiento de la segunda bola de billar es totalmente distinto del movimiento de la primera; tampoco hay nada en éste que sugiera el más pequeño indicio del otro. Una piedra o pieza de metal que haya sido alzada y dejada sin apoyo cae inmediatamente. Pero considerando la cuestión a priori: ¿hay algo que descubramos en esta situación que pueda originar la idea de un movimiento descendente, en lugar de un movimiento ascendente o cualquier otro movimiento de la piedra o el metal? (Cf. pp. 51-52 de la traducción española.)

Hume propone experimento mental tras experimento mental para convencernos de su tesis. Al final de la obra, en la sección XII, parte III, cuando está recapitulando su posición, expresa una vez más su idea del siguiente modo extremo:

Si razonamos a priori, cualquier cosa puede parecer capaz de producir cualquier otra. La caída de una piedra puede, por todo lo que sabemos, extinguir el sol; o el deseo de un hombre controlar los planetas en sus órbitas. Es únicamente la experiencia la que nos enseña la naturaleza y límites de la causa y el efecto, y nos permite inferir la existencia de un objeto de la de otro. (Cf. p. 191 de la traducción española.)

El logro de Hume está algo disminuido por su concepción "estrecha" o "reducida" de la experiencia (recordemos que él mismo sostuvo que, en realidad, nunca podemos percibir objetos externos y la falta de fuerza de sus razones para sostenerlo; cf. capítulo III, §§ 4 y 6 y apéndice III.3). Con esta concepción su tesis es mucho más implausible. Pero, con concepción reducida o amplia, ciertamente hay que reconocer que Hume ha convencido de esta tesis a la inmensa mayoría de los filósofos. A Kant le hizo «despertar del sueño dogmático», como este mismo dijo (de todos modos Kant compartía, aproximadamente, el concepto de experiencia humeano, como vimos en el lugar recién mencionado).

La tesis de Hume es (como adelantábamos en la primera sección del capítulo) enormemente destructiva para las posiciones racionalistas: ¿por qué dieron los racionalistas por supuesto que se puede llegar a alguna conclusión sobre qué es lo que puede o no puede causar esto o lo otro sin atender a la experiencia (es decir, a priori, como dice Hume)? En un capítulo anterior vimos cómo Descartes replicaba a la crítica de Arnauld, asociando, sin basarse en la experiencia, causalidad y perfección, en su afirmación de que nada menos perfecto puede causar algo más perfecto (cf. § II.4). ¿Con qué derecho podía Descartes afirmar esto? También Berkeley, a quien normalmente se considera como un pensador empirista, resulta ser un racionalista sobre el punto decisivo de nuestro saber sobre las relaciones causales, al excluir por anticipado que las cosas materiales por sí mismas puedan ser causa de nuestras percepciones (cf. final de § III.3).

Los aludidos son puntos decisivos en las filosofías del racionalista Descartes y de Berkeley (que en esta cuestión tan importante se muestra como racionalista) que percibíamos como insatisfactorios. No puntos menores de sus filosofías. De este modo prestan cierto apoyo indirecto a la tesis humea-na de que es la apelación a las relaciones causales la que nos proporciona una ampliación de nuestro saber. Otros lugares podrían con seguridad señalarse en otros pensadores racionalistas en los que éstos hacen implícita o explícitamente supuestos apriorísticos importantes acerca de relaciones causales. Tanto peor para todas esas filosofías, si se acepta la segunda parte de la tesis de Hume.

5.    La llamada crítica de Hume a la inducción

Como veíamos en la sección anterior, Hume sostiene que para saber algo más que lo que podemos conocer por percepción (externa e interna) es preciso recurrir a las relaciones causales y que éstas se fundan en la experiencia. Pero ¿cómo exactamente? O, mejor dicho: ¿cuál es el fundamento que la experiencia suministra a las afirmaciones causales? Ésta es la pregunta que Hume encuentra especialmente difícil de responder:

Cuando se pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de todos nuestros razonamientos concernientes a cuestiones de hecho?, la respuesta adecuada parece ser que se fundamenta en la relación de causa y efecto. Cuando se pregunta de nuevo: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros razonamientos y conclusiones concernientes a esta relación?, puede responderse con una palabra: la Experiencia. Pero si proseguimos nuestra actitud indagadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas las conclusiones a partir de la experiencia?, ello conlleva una nueva cuestión que puede ser más difícil de resolver y explicar. {Investigación sobre el conocimiento humano, § IV, parte II; cf. pp. 54-55 de la traducción española.)

La respuesta de Hume tiene dos partes, una negativa y otra positiva. La primera consiste en afirmar y argumentar qué es lo que no constituye el fundamento de las conclusiones a partir de la experiencia:

Digo entonces que, incluso después de que tenemos experiencia de las operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones a partir de la experiencia no se fundamentan en el razonamiento o en proceso alguno de] entendimiento. (Hume, loe. cit.)

Dejaremos para más adelante la tesis positiva de Hume y nos concentraremos en ésta, su más conocida tesis negativa. Esta tesis, junto al argumento que la apoya constituyen la llamada crítica de Hume a la inducción. Ya veremos también más adelante el porqué de esta no muy adecuada denominación. Importa ahora que concentremos nuestra atención en el argumento de Hume.

Lo que Hume afirma es que nuestra experiencia de causas y efectos no nos proporciona una conexión necesaria entre las unas y los otros, y que esta conexión es la que necesitaríamos para poder inferir mediante un razonamiento (o mediante cualquier otro «proceso del entendimiento») cualquier afirmación sobre cuestiones de hecho que vaya más allá de lo que nos da la experiencia, en particular y muy especialmente cualquier afirmación causal, puesto que éstas son —según Hume— el fundamento de todos los razonamientos sobre cuestiones de hecho. Por otra parte, no hay ninguna otra cosa diferente de la experiencia que nos pueda ayudar a fundamentar nuestras conclusiones sobre las afirmaciones causales (cf. la segunda tesis de las expuestas en la primera cita de este apartado).

Pensemos en un acaecimiento de tipo A que nosotros creemos que causa un acaecimiento de tipo B (cortarle la cabeza a una determinada persona causa su muerte; el dejar sin soporte a un objeto causa su caída). Si necesariamente a acaecimientos de tipo A siguieran acaecimientos de tipo B, nosotros podríamos inferir con seguridad un acaecimiento de tipo B a partir de la experiencia de un acaecimiento de tipo A (la muerte, a partir del cortar la cabeza; la caída, a partir del estar sin soporte). O si los acaecimientos de tipo B siguieran necesariamente sólo a acaecimientos de tipo A, podríamos inferir que se ha dado un acaecimiento de tipo A a partir de la experiencia de uno de tipo B (el que a una determinada persona le han cortado la cabeza a partir de —por así decir— la manera en que ha muerto, o el que un objeto ha sido dejado sin soporte a partir de que ha caído).

Pero ¿qué garantiza que a acaecimientos de tipo A sigan necesariamente acaecimientos de tipo B o que éstos se sigan sólo de los del tipo A? ¿Qué hace que haya de ser necesariamente así? La única instancia a la que, si acaso, se podría apelar para encontrar la respuesta sería la experiencia. Pero pensemos en qué es exactamente lo que la experiencia garantiza o en si la experiencia garantiza algo.

Ciertamente, en algunos casos la experiencia parece ofrecernos la garantía buscada. Parece que es segura la muerte de una persona a la que se le corta la cabeza. Pero quizá debamos dejar de lado esta seguridad si reflexionamos sobre otros casos. Al fin y al cabo alguien podría replicarnos que no menos seguro ha parecido hasta no hace mucho el que un objeto sin soporte cae, pero hoy en día los vuelos espacíales nos han familiarizado con situaciones de ausencia de gravedad en que esto no es así.

El argumento de Hume pretende ser totalmente general y no estar supeditado a nuestras intuiciones sobre casos concretos. Podemos distinguir en él al menos dos partes bien diferenciadas. En primer lugar nos preguntamos qué es lo que justifica el paso de la premisa: Hemos hallado que tal y cual objeto o acaecimiento siempre se ha visto seguido por tal y cual efecto, a la conclusión: Otros objetos o acaecimientos similares en apariencia serán seguidos del mismo efecto.

Estas dos proposiciones distan mucho de ser la misma: He encontrado que tal y cual objeto ha estado siempre acompañado por tal y cual efecto, y Preveo que otros objetos, que son, en apariencia, similares, serán acompañados por similares efectos. Concederé, si se desea, que una proposición puede inferirse con justicia de la otra; de hecho, sé que siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia se realiza mediante una cadena de razonamientos, deseo que presente tal razonamiento. (Hume, Investigación, § IV, parte II; cf. p. 57 de la traducción española.)

La similaridad a la que se refiere Hume es similaridad en las cualidades sensibles o similaridad "superficial" («similares en apariencia»). Vamos a dejar de lado que, como sabemos (cf. § III.4), Hume tiene una concepción "internista" de estas "cualidades sensibles" y, de acuerdo con ello, una concepción antirrealista de la percepción, puesto que ya encontramos problemáticas esas ideas. Nos interesa ver si el argumento de Hume se mantendría incluso con una concepción externista de sentido común de la experiencia. Y, en efecto, parece que debemos llegar aún a la misma conclusión negativa sobre la pregunta anterior que la que dio Hume —nada justifica el paso de la premisa a la conclusión—, pues tenemos una razón muy plausible para afirmar esto: objetos o acaecimientos similares aparentemente podrían no serlo en realidad; hay mucha experiencia de casos así (con el dicho popular podríamos decir que no es oro todo lo que reluce).

Pero se podría replicar: si descartáramos los casos en que los objetos o acaecimientos fueran meramente similares en apariencia, estableciendo la conexión entre las cualidades sensibles y la naturaleza de los objetos y acaecimientos, y clasificando éstos por sus poderes causales, entonces sí que podríamos afirmar que esos objetos y acaecimientos tendrían siempre los mismos efectos.

Hume ya pensó en esto y su contrarréplica (es la otra parte del argumento de que hablábamos más arriba) es que tratar de establecer la conexión entre cualidades sensibles y poderes causales nos plantea exactamente el mismo problema al que estábamos tratando de dar solución. ¿Por qué? Lo que tendríamos es una serie de experiencias o experimentos que darían resultados uniformes, sugiriendo así la presencia de objetos o acaecimientos con ciertos poderes causales a partir de los cuales inferiríamos una conexión entre las propiedades observables en cuestión y los poderes causales. Más precisamente, la inferencia se plantearía entonces del siguiente modo. Premisa: Hemos hallado que en los casos pasados tales y cuales cualidades sensibles están asociadas a tales y cuales poderes causales. Conclusión: Cualidades sensibles similares estarán siempre asociadas a esos poderes causales. La pregunta es ahora: ¿qué justifica esta inferencia?

Cuando un hombre dice: He hallado, en todos los casos pasados, a tales cualidades sensibles unidas a tales poderes secretos; y cuando dice, Cualidades sensibles similares estarán siempre unidas a poderes secretos similares, no es culpable de incurrir en una tautología, ni son estas proposiciones en modo alguno la misma. Se dirá que una proposición se infiere de la otra, pero se habrá de confesar que la inferencia no es intuitiva ni tampoco es demostrativa. ¿De qué naturaleza es entonces? Decir que es experimental es caer en una petición de principio, pues todas las inferencias realizadas a partir de la experiencia suponen, como fundamento suyo, que el futuro se parecerá al pasado, y que poderes similares serán conjuntados con similares cualidades sensibles. Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la naturaleza pudiera cambiar, y que el pasado pudiera no ser pauta para el futuro, toda experiencia devendría inútil, y no podría dar lugar a inferencia o conclusión alguna. Es imposible, por tanto, que ningún argumento a partir de la experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que todos esos argumentos se fundamentan en el supuesto de tal semejanza. No importa lo regular que haya sido el curso de las cosas hasta ahora; sólo eso, sin ningún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que, en el futuro, continúe así. (Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, loe. cit.)

Es decir, como en el caso anterior, el argumento para pasar de premisa a conclusión no puede ser deductivo puesto que, si lo fuera, sería contradictorio mantener la premisa y la negación de la conclusión, y no parece que lo sea. Pero entonces, si admitimos con Hume que todo argumento que no es deductivo debe basarse en cuestiones de hecho, y nos preguntamos qué hechos justifican aquel argumento, parecemos caer inevitablemente en un círculo. De acuerdo con Hume, lo único que podría justificar una inferencia así (como también la inferencia original) sería afirmar que el futuro será como el pasado (más concretamente en este caso: que poderes causales similares estarán asociados a cualidades sensibles similares). Con la adición de este principio de uniformidad como premisa, el argumento es deductivamente válido, pero tratar de justificar el principio nos devuelve a la situación de partida.

Es tiempo de conceder a Hume la razón en lo que la tiene. A partir simplemente de los resultados de experiencias o experimentos no puede concluirse, de un modo deductivamente válido, que una hipótesis causal determinada es verdadera, que tenemos una auténtica ley causal. Una manera de ver esto, como se explicará más adelante, es como un golpe adicional a la manera racionalista de concebir el método científico, en \a medida en que se devalúa el papel de la deducción en el establecimiento del saber. Pero también, como veremos, es un golpe a la  concepción empirista que pudiera tener un Bacon (e, incluso, salvando las distancias, un Aristóteles). Ampliando la perspectiva, lo que el argumento de Hume muestra en último término es que no puede mantenerse el ideal deductivo clásico de la ciencia sin más que sustituir las verdades presuntamente autoevidentes a la razón por los dictámenes por igual presuntamente evidentes de los sentidos. El argumento de Hume es una crítica al empirismo en la medida en que éste se mueve todavía dentro de los parámetros de la concepción clásica de la ciencia o el saber, fundamentista y deductivista al mismo tiempo.

El establecer consecuencias escépticas del argumento de Hume (como el propio Hume hizo) revela la medida en que se está aún dentro de esa concepción del saber. Veremos que el argumento humeano es congruente con la modificación de las ideas acerca del saber que los físicos matemáticos de una (Newton) o dos (Barrow) generaciones anteriores a la de Hume habían comenzado a hacer suyas, y que sus ideas (especialmente las de Barrow) hacen aportaciones importantes para captar la manera en que el saber que trasciende la experiencia se apoya en ésta.

La tesis positiva de Hume es característicamente escéptica, y probablemente debamos decir también, igualmente implausible. Consiste en decir que la única justificación que tenemos de nuestras afirmaciones causales concernientes a los casos no observados (y, en concreto, a los casos futuros) es la costumbre o hábito que formamos de ver que un determinado acaecimiento es seguido por otro (mejor dicho: que un determinado acaecimiento de cierto tipo es seguido por otros de un tipo determinado). Claro que ése no es el tipo de justificación que se buscaba (el que se tenga un hábito o costumbre de hacer algo no justifica por sí solo, en el sentido relevante, que se siga haciendo) y la respuesta no hace sino conceder lo principal al escéptico. Por ello, la solución de Hume al problema por él planteado ha quedado como paradigma de lo que se llama una solución escéptica al planteamiento de un problema o una dificultad de sentido escéptico.

La implausibilidad que muchos han visto en esta tesis (positiva) de Hume podría derivar de la siguiente consideración: si las costumbres o hábitos son conductas repetidas reforzadas por su propia realización, parece difícil entender este refuerzo si no es en términos causales; de modo que parece difícil comprender la idea misma de hábito si no es en términos de una relación (la relación causal) que Hume pretende explicar con aquélla.

El argumento que da Hume (al final de la sección IV de su Investigación) para apoyar sus tesis se vuelve en su contra. Para Hume, la capacidad natural que tienen los animales y los niños de realizar inferencias acerca de qué cosas son las que seguirán a qué otras en el futuro a partir de lo que se ha observado (un niño, por ejemplo, que se ha quemado con una llama, experimentando el dolor subsiguiente, pondrá cuidado en evitarla en el futuro) apoya la conclusión de que nuestras afirmaciones causales se fundan en el hábito, y no en razonamiento alguno a partir de la experiencia, puesto que ese razonamiento justificativo, de existir, debería ser necesariamente complejo, muy lejos del alcance de animales o niños. Ahora bien, hoy sabemos mucho más de lo que puede haber detrás de las apelaciones de Hume a "la naturaleza", un recurso explicativo que tiene en el pensador escocés un carácter terminal. Parece ahora, cuando menos, inicialmente plausible suponer que, si los niños tienen una extraordinaria capacidad de inferir (el ejemplo de la quemadura, debido al propio Hume, muestra que muchas veces no es necesario el refuerzo de la repetición), compartida parcialmente con los animales, es que esa capacidad debe suponer ventajas evolutivas, ventajas que serían tal vez sólo explicables suponiendo precisamente que en la naturaleza se dan muchas veces las relaciones causales a las que tales inferencias llevan, o suponiendo cuando menos que estas inferencias son un buen indicio, una buena aproximación, de aquellas relaciones.[8]

Buena parte del escepticismo que Hume manifiesta sobre la contribución de la experiencia a la justificación de nuestro saber de las relaciones causales parece basarse en las limitaciones del saber de su tiempo. Hume está pensando en casos como el siguiente (uno de sus ejemplos favoritos, aunque, como he dicho, su argumento pretende ser totalmente general, de modo que el caso en cuestión habría de tener realmente un valor ilustrativo): el pan que tomo se ha mostrado nutritivo hasta ahora, por lo que espero que cuando tome algo que, por sus cualidades sensibles, me parezca ser como ese pan, será también nutritivo. Pero desconozco los poderes causales que hacen nutritivo a ese pan. Sin embargo, parece muy difícil negar que hemos avanzado mucho en la explicación de qué es lo que hace nutritivo al pan, por más que no pudiera verse en el tiempo de Hume cómo podría acce-derse a ese conocimiento.

Sobre la aplicación de los argumentos de Hume a la física (un caso que, como puede verse en la sección IV de su Investigación sobre el entendimiento humano, él tenía bien presente) hablaremos en la sección siguiente.

6.    El fundamento del conocimiento empírico: Newton

Nuestro saber trasciende lo que percibimos en el momento presente y lo que recordamos. ¿Hasta dónde alcanza nuestro saber? Ésta es otra de las preguntas fundamentales de la epistemología.

Por de pronto, parece que nuestro saber abarca lo que se denomina saber científico. Hasta ahora no hemos encontrado motivos para diferenciar claramente unos saberes de otros. Durante muchos siglos no se pensó en esa diferenciación. Quizá en el fondo no los haya. Quizá el saber científico, en algún sentido defendible, agote el campo del saber. Atenderemos a estas cuestiones en el siguiente y último capítulo.

El saber acumulado se organiza en cuerpos de conocimiento. Muchos de éstos tienen una estructura. Incluso podría sostenerse que el saber como un todo puede en principio organizarse de modo que tenga una estructura global. Una rama del saber científico, una rama de la ciencia, tiene una estructura jerárquica. Incluso quizá la ciencia como un todo idealmente la tiene (si el saber científico es lo mismo que el saber sin más esto es lo que se ha dicho un par de líneas más arriba). Hacia el siglo XVII las ideas epistemológicas relacionadas con las estructuras de las ramas de la ciencia o de la ciencia como un todo sufrieron un profundo cambio. Esta cuestión está estrechamente imbricada con el tema del alcance del saber y vamos a pasar a examinarla.

Hemos visto en las secciones 2 y 3 de este capítulo cómo la concepción racionalista del saber vuelve a revitalizar el ideal platónico-aristotélico de la ciencia. Pero hacia el mismo tiempo que se produce esta revitalización, o justo algo después, la ampliación del saber que llevaron a cabo lo que entonces se llamaban filósofos naturales y hoy llamaríamos simplemente físicos estaba en tensión con algunos aspectos centrales de ese ideal. La tensión se hacía patente en el papel creciente que en la nueva ciencia jugaba el experimento. No precisamente la experimentación un tanto descontrolada acerca de todo que un Francis Bacon pudiera propugnar como clave para el avance del saber.[9] Sino el experimento o aun la observación controlada en el sentido moderno del término. El experimento o la observación relacionada con el "test", la prueba o la contrastación de hipótesis.

Los experimentos y observaciones aportan nuevos conocimientos, y esta aportación adquiere rápidamente una enorme importancia en la revolución científica. La cuestión es: ¿cómo se relacionan esos nuevos conocimientos adquiridos sobre la base de experimentos con los principios del saber científico o de una rama de la ciencia? Recordemos que, según la concepción platónico-aristotélica del saber, los principios son necesarios (necesariamente verdaderos) y, además, es a través de los principios como se llega a saber todo lo que de ellos se deriva. Los principios son, por así decir, aquello a lo que se "enfoca" básicamente la actividad cognoscitiva; tienen prioridad epis-témica; son, como se decía, "mejor conocidos" que lo que de ellos se deriva.

Estas dos características centrales de la tradición clásica platónico-aristotélica son las que —quizá de un modo no totalmente consciente— cambian a lo largo del siglo XVII y del XVIII. No solamente sucede que hay nuevos principios en el saber acerca del mundo físico, con la sustitución de la física aristotélica por la newtoniana, sino que los principios tienen un nuevo estatuto, pues pasa a reconocerse que los principios no tienen por qué ser necesarios. Basta que sean, en palabras del gran matemático y físico Isaac Barrow, rnaestro de Newton, "razonables". Por lo demás, los principios se mantienen gracias a su congruencia con resultados experimentales y observaciones que prestan apoyo epistémico más inmediato a lo que de esos principios se deriva. No son, pues, los principios (al menos, no en general) los que prestan apoyo epistémico a lo que de ellos se sigue lógicamente,-sino justo al revés. Es a través de la contrastación empírica (en el experimento y la observación) de las consecuencias de tales principios como aquéllos se mantienen o caen. Éste vino a ser el cambio revolucionario crucial respecto de la concepción clásica. Puede ahora decirse que las consecuencias contrastables de los principios (caso de ser sustentadas por el experimento y la observación) son "mejor conocidas" que los principios, justo a la inversa de lo que sucede según aquella concepción clásica.

De modo muy general puede decirse que experimentos y observaciones aportan conocimientos más concretos sobre relaciones causales, sobre cuáles son y qué forma exacta (matemática) tienen, y que los principios engloban de forma general esas relaciones. De modo que el desarrollo del saber es en esto congruente con el diagnóstico de Hume sobre lo que lleva a trascender el saber de la percepción y la memoria.

Como puede verse, los cambios cruciales con respecto a la concepción platónico-aristotélica son más de naturaleza metafísica (los principios no son necesarios) y epistemológica (los principios reciben apoyo epistémico a través de sus consecuencias) que lógica. La estructuración deductiva de las diversas ramas del saber científico continúa siendo un ideal al que se presta servicio en unos momentos más que en otros, por parte de algunos científicos más que por parte de otros, pero que nunca desaparece del horizonte, pudiéndose decir que es el ingrediente del ideal clásico que se conserva hasta el momento presente.

Como decíamos, la tensión entre la concepción clásica del saber científico y el desarrollo de la nueva ciencia fue siendo cada vez más evidente. Sin embargo, parece que pensadores como Descartes y Leibniz —en este sentido "conservadores"— no la percibieron. Quizá pueda sostenerse que la tensión aparece de forma indirecta en Pascal. Pascal sostuvo que no se podía llegar racionalmente a los principios (en especial, a los principios del saber fisicomatemático), sino que éstos se imponían por una especie de "sentimiento cordial". Posiblemente sea ésta una especie de "solución desesperada" a la tensión percibida de la concepción clásica. En la sección siguiente veremos el muy notable intento de Kant, que puede muy bien describirse como un intento de reconciliar la concepción clásica del saber con la ciencia newtoniana.   

Pero pasemos a ver ahora con mayor detalle algunas de las nuevas ideas sobre el fundamento del saber científico. Aunque tal vez fue Barrow el primero en expresar conscientemente estas nuevas ideas, vamos a seguir la forma que toman algunas de ellas en el máximo exponente de la nueva ciencia, Newton, alguien a quien muchos consideran el mayor científico de todos los tiempos. Concretamente, vamos a seguir a Newton en su formulación sobre el saber causal que es admisible y su relación con la experiencia, así como en su crítica del racionalismo. Lo que es relevante al respecto se encuentra (en una forma más implícita que explícita) en el tercer libro de sus Principia (Philosophia Naturalis Principia Mathematica es el título completo de su gran obra, en el que la alusión a los Principios de Descartes es más que probable), más concretamente en un conocido apartado de carácter metodológico denominado "Reglas del razonamiento en filosofía" (el término 'filosofía' debe tomarse aquí como abreviatura de 'filosofía natural', es decir, lo que nosotros llamaríamos 'física'; pero no hay en Newton ninguna conciencia —ni tiene por qué haberla— de rotura o fisión en el campo del saber).

No deben admitirse más causas de las cosas naturales que aquellas que sean verdaderas y suficientes para explicar sus fenómenos. (Regla I de las "Reglas del razonamiento en filosofía".)

Esta regla I puede verse como una formulación de la llamada "navaja de Ockham" (originalmente una regla que reza: no deben multiplicarse las entidades más allá de lo que es necesario). Newton, en su comentario, le trata de dar un soporte ontológico, al decir que «la Naturaleza no hace nada en vano» y que «la Naturaleza es simple y no derrocha en superfluas causas de las cosas». Este presunto apoyo es más bien enteramente gratuito, pues aunque la naturaleza fuera complicada o incluso "caprichosa", cualquier investigador prudente y sistemático seguiría la regla.

En tanto que sea posible, hay que asignar las mismas causas a los efectos naturales del mismo género. (Regla II.)

Las relaciones causales son la gran fuente de ampliación de nuestros conocimientos más allá de la percepción presente y la memoria. Esta regla establece un principio por el que esa ampliación debe regirse. Se trata de un principio uniformista que podría, a primera vista, parecer trivial, pero que no lo es en el contexto de la revolución que se enfrenta a la antigua física aristotélica. La regla de Newton abarca la unificación del tratamiento que ha de darse a lo que habían sido considerados por la ciencia griega y medieval durante muchos siglos como dos esferas totalmente diferentes: la supralunar o celeste y la infralunar o terrestre.[10]                     

Para nuestro tema son aún más importantes las reglas III y IV. La primera de éstas va seguida de un comentario que, si bien no es muy extenso, lo es mucho más que los brevísimos comentarios a las otras tres. Citaré también partes de ese comentario, como también el lacónico comentario a la IV.

    Regla III:

Han de considerarse cualidades universales de todos los cuerpos aquellas que no pueden aumentar ni disminuir en grados y que se halla que pertenecen a todos los cuerpos que están dentro del alcance de nuestros experimentos.

 

Comentario:

[...] Ciertamente no debemos renunciar a la evidencia de los experimentos por sueños y ficciones vanas de nuestra propia invención [...] No conocemos la extensión de los cuerpos de otro modo que por nuestros sentidos que tampoco alcanzan a todos los cuerpos; pero, dado que percibimos la extensión en todos los sensibles, la atribuimos así universalmente a todos los otros también [...] Inferimos que todos los cuerpos son móviles y continúan en reposo o en movimiento debido a ciertas fuerzas (que llamamos fuerzas de inercia) a partir de los cuerpos observados [...] Finalmente, si mediante experimentos y observaciones astronómicas consta universalmente que todos los cuerpos alrededor de la Tierra gravitan hacia ella, y esto según la cantidad de materia contenida en cada uno, que la Luna gravita hacia la Tierra según su cantidad de materia, y viceversa que nuestro mar gravita hacia la Luna, que todos los planetas gravitan mutuamente entre sí y que la gravedad de los cometas hacia el Sol es similar, habrá que decir, en virtud de esta regla, que todos los cuerpos gravitan entre sí.

    Regla IV:

En filosofía experimental hemos de tener por exacta o muy aproximadamente verdaderas a las proposiciones obtenidas por inducción general a partir de los fenómenos, a pesar de cualesquiera hipótesis contrarias que puedan imaginarse, hasta el momento en que se den otros fenómenos por las que se hagan más exactas o susceptibles de excepciones.

Comentario:

Debe seguirse esta regla para que el argumento de inducción no sea eludido por hipótesis.

Lo primero que puede decirse de las reglas III y IV es que constituyen un rechazo total y deliberado del programa cartesiano de ciencia racionalista. Fijémonos, por ejemplo, en el comentario clarificador de la III: que los cuerpos tengan extensión es algo a lo que llegamos por la experiencia, no por la razón, o no únicamente usando la razón. O fijémonos en lo que dice la regla IV acerca de las "hipótesis". La idea es que sólo ha de contar lo que se apoya en experimentos (en un sentido amplio, que incluye las observaciones sistemáticas accesibles en la experiencia cotidiana) «inductivamente», dice Newton (la regla IV parece, en este sentido, una generalización de la III). En seguida volveremos sobre este término, pero notemos que Newton denomina aquí 'hipótesis' a todo lo demás, es decir, todo lo que especulativamente se afirma como producto de las especulaciones (o «sueños y ficciones vanas») de la razón.[11]

El apoyo experimental es decisivo. La generalización a partir de lo que tiene un apoyo experimental más directo se considera que también está apoyada experimentalmente (en cierta medida).[12] Éste es «el fundamento de toda filosofía», llega a afirmar Newton en otro momento del comentario a la regla III.

La última parte del comentario de Newton a la regla III concierne al caso (crucial) de la gravitación universal. Newton explica aquí a grandes rasgos por qué hemos de pensar que también ésta tiene un apoyo experimental, haciendo una especie de resumen de los puntos metodológicamente relevantes de su complejo argumento a favor de la gravitación universal en el libro III de sus Principia (que veremos con algo más de detalle en la sección siguiente).

Newton mismo, como recuerda Hume en una nota a la sección VII de su Investigación sobre el conocimiento humano, tenía independientemente (en el sentido de que la contemplaba como posibilidad explicativa) una hipótesis sobre la causa de la gravitación universal: «un fluido etéreo activo». La postulación de este fluido explicaría causalmente (según se supone) la existencia de la gravitación universal. Por su parte, la postulación de la gravitación universal explica causalmente las órbitas de los planetas, satélites y cometas, las mareas o la caída de las piedras. La diferencia entre un caso y otro es que existe apoyo experimental para la gravitación y, en cambio, no hay apoyo experimental para la supuesta existencia del "fluido etéreo activo". Consiguientemente, Newton no afirmó la existencia de este fluido. Newton y Hume coinciden en pensar que la postulación de relaciones causales que amplían nuestro conocimiento debe basarse en la experiencia.

¿Cómo afecta la llamada crítica de Hume a la inducción a lo que Newton dice? Si atendemos a lo que éste dice y no dice en las Reglas y sus comentarios, puede afirmarse que no afecta a lo que es más importante. Newton no dice que los principios o cualquier otra conclusión a la que se llegue se deduzcan de los experimentos, ni tampoco dice que el proceso de inducción por el cual se llega a formular aquéllos sea un proceso lógico que se pueda captar como un argumento (aunque, ciertamente, dice que inferimos conclusiones generales, la cuestión es si hemos de darle a este término una fuerza lógica). No dice que las cualidades de los cuerpos «que se halla que pertenecen a todos los cuerpos que están dentro del alcance de nuestros experimentos» sean necesariamente (ni tan sólo probablemente) las «cualidades universales de todos los cuerpos». Dice que «han de considerarse-i) (la expresión original es 'are to be esteemed', literalmente 'han de ser estimados') como las cualidades de todos los cuerpos. Si no hubiera más remedio que hacerlo así, como sería el caso si el paso de las cualidades de los cuerpos observados a las cualidades de todos los cuerpos fuese un argumento lógico, no se tendría por qué hablar de "considerar" o "estimar".

Tampoco dice Newton (véase la regla IV) que «las proposiciones obtenidas [collected] por inducción general a partir de los fenómenos» sean siempre verdaderas, como lo habrían de ser si a ellas se llegase a partir de verdades experimentales por un proceso lógico deductivo. Lo que dice es que las «hemos de tener [look upon, literalmente "mirarlas como"] por exactas o muy aproximadamente verdaderas hasta el momento en que se den otros fenómenos». Es decir, han de ser tenidas provisionalmente por verdaderas. Pero esto implica que, en rigor, podría resultar que fuesen falsas. Ello podría suceder porque las conclusiones a las que se hubiera llegado no fueran válidas en general para cualesquiera cuerpos y condiciones, como se podría averiguar si se fuese capaz de observar otros cuerpos o condiciones muy diferentes. Esto, por cierto, es exactamente lo que sucedió cuando la física llegó a investigar la energía electromagnética y tratar de poner de acuerdo los hallazgos en ese campo con la física newtoniana del movimiento, y así fue como la física de Newton se sustituyó finalmente por la de Einstein; o lo que sucedió también cuando la física llegó a la investigación de la interacción entre calor y luz y la de los componentes más pequeños de la materia, con la consecuencia de que la física newtoniana sobre tales fenómenos fue sustituida por la física cuántica.

La extremadamente importante conclusión general a extraer de la crítica de Hume y del texto de Newton que estamos considerando es que no hay ninguna garantía de que nuestras teorías físicas o de la ciencia empírica en general sean verdaderas. No que sea irracional —o, si se quiere, "arracio-nal"— creer en estas teorías (como ciertamente insinuaba Hume). Dejaremos, sin embargo, para el último capítulo el examinar un poco más de cerca en qué puede consistir esta racionalidad. En cualquier caso hemos de reconocer que las admitimos "a título hipotético" (algo que Newton, a pesar de la cuidadosa formulación de sus regías se resistía a admitir: recuérdese su famoso «hypothesis non fíngo», algo así como «no me invento hipótesis»).

Hemos visto el acuerdo existente entre los puntos de vista de Newton (al menos por la forma en que éste se expresa en sus Reglas) y Hume sobre el necesario apoyo experimental de las teorías o hipótesis científicas, dicho sea esto desproveyendo completamente al término 'hipótesis' de cualesquiera connotaciones negativas y utilizándolo, como se hace generalmente en la actualidad, para hacer referencia de manera neutral a cualquier supuesto explicativo de un fenómeno o conjunto de fenómenos que no se considera necesariamente verdadero y en este sentido, si se quiere, se admite hipotéticamente. Es cierto que, como hemos mencionado, Newton se expresa a veces (pero no en las Reglas o su comentario) como si ese apoyo pudiera ser tal que a partir de lo que está experirnentalmente establecido se llegase de un modo digamos "inescapable" a las teorías o hipótesis científicas. En el conocido Escolio con que concluyen los Principia habla de «deducción a partir de los fenómenos», al menos para referirse a la forma en que se llega a las menos generales. Pero, como los comentaristas han señalado, si ésa fuera verdaderamente su intención, no estaría justificado en pensar eso. El propio Newton sugiere algo muy diferente para los casos de hipótesis generales como la gravitación universal, en la que, cuando se entra en los detalles del correspondiente argumento, lo que puede verse es que se realiza una generalización inductiva (de carácter complejo) a partir de proposiciones para las que existe un apoyo experimental más directo. Probablemente lo más razonable sea decir que Newton, como tampoco Hume después que él, tenían una idea precisa y defendible de cómo articular el apoyo experimental. Volveremos sobre este tema en la sección siguiente.

Otro aspecto del tema es el modo en que se llega a dar con una hipótesis (dicho siempre ya en el sentido neutro actual del término). De nuevo, lo que Newton afirma podría sugerir que la única manera (o al menos la única manera científicamente útil) de dar con una hipótesis es mediante inducción a partir de los fenómenos, con lo que el proceso de generación o descubrimiento de hipótesis vendría a coincidir con el proceso de justificación de nuestra creencia en ellas, en la medida en que en éste intervenga también la inducción. En la actualidad se enfatiza que los modos en que se puede llegar a descubrir, generar o formular una hipótesis científica pueden ser diversos, incluyendo, además del razonamiento, la intuición y los saltos de la imaginación (y hasta los sueños en algún caso aislado). En otras palabras, nuestra razón (u otras facultades) es más libre de formularías o proponerlas de lo que Newton suponía. Otra cosa es que después se requiera un control experimental riguroso para conservarlas o para eliminarlas.

La concepción que articula todo esto es la concepción que se conoce hoy día como método hipotético-deductivo, llamado así porque la idea es que el método general de la ciencia consiste en proponer hipótesis y contrastar las consecuencias experimentables u observables que se deduzcan de ellas. El nombre es relativamente reciente (data del presente siglo), y los detalles, que conoceremos en la última sección de este capítulo, también lo son, pero puede decirse que es la concepción a la que apuntan físicos matemáticos de los siglos xvn y xvni, como Barrow y, en algunos de sus momentos al menos, también Newton.

El importante papel activo de la razón en la formulación de las hipótesis y teorías científicas que, de acuerdo con el método hipotético-deductivo, es hoy universalmente reconocido, lo expresó con fuerza Kant en el siguiente texto:

Cuando Galileo hizo que bolas, cuyos pesos había él mimo determinado previamente, se deslizaran por un plano inclinado; cuando Torricelli hizo que el aire llevara un peso que él había calculado de antemano que era igual al de una columna de agua dada o en tiempos más recientes, cuando Stahl transformó un metal en una cal, y la cal de nuevo en metal, por el procedimiento de retirar primero algo y luego reponerlo, una luz iluminó a los estudiosos de la naturaleza. Aprendieron que a la razón [...] no debe permitírsele que siga, por así decir, los caminos trillados de la naturaleza, sino que debe ella misma mostrar el camino mediante principios de juicio basados en leyes determina das, forzando a la naturaleza a dar respuesta a las cuestiones que la propia razón haya determinado. [...] La razón debe aproximarse ala naturaleza para que ésta pueda enseñarla. Sin embargo, no ha de hacerlo como un alumno que escucha todo lo que el maestro quiere decir, sino como un juez designado que presiona a los testigos para que respondan preguntas que él mismo ha formulado. Por lo tanto, incluso en la física, la benéfica revolución en su punto de vista obedece completamente al afortunado pensamiento de que, si bien la razón debe buscar en la naturaleza, y no atribuirle a ella ficticiamente, cualquier cosa que, al no ser cognoscible mediante los solos recursos de la razón, haya de aprenderse, si es que llega a serlo, sólo de la naturaleza, debe adoptar como guía, en tal búsqueda, lo que ella misma ha puesto en la naturaleza. Es así como el estudio de la naturaleza ha entrado en el camino seguro de la ciencia, después de haber sido durante siglos nada más que un mero tanteo al azar. (Kant, prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura.)

Podemos ver en este texto una crítica implícita a una determinada manera de ver la relación entre teoría y experimento o experiencia. Algunos entusiastas de la revolución científica (Francis Bacon es a quien siempre se suele citar como epítome de esa concepción), impresionados por el papel —potencial o real— que la observación y el experimento podían tener para la ampliación de nuestros conocimientos, pudieron hacer pensar que el camino de la ciencia de la naturaleza consistía simplemente en maximizar la recolección de datos empíricos, las observaciones y experimentos. La corrección de esa visión que Kant propone es totalmente justa y ha sido ampliamente reconocida contemporáneamente.

Sin embargo, Kant le dio a ese «poner en la naturaleza» de que se habla en el texto citado toda la fuerza que las palabras mismas sugieren. De ese modo pudo pensar que la relación entre teoría y experiencia es tal que las teorías científicas pueden establecerse como —en algún sentido— necesariamente verdaderas. Antes de entrar en la exposición del método hipotético-deductivo, ampliamente reconocido hoy como la concepción que articula, en líneas generales, la relación entre teoría y experiencia, vamos a detenernos a considerar, siquiera sea de manera resumida, el singularmente importante intento de Kant de establecer la validez de la ciencia en un sentido bien distinto del que en la concepción de ese "método" se reconoce, y de hacerlo, además, de manera que se tuviese en cuenta la crítica humeana. Bien puede decirse que, de haber tenido éxito el intento de Kant, el ideal clásico platónico-aristotélico del saber y de la ciencia hubiera quedado reivindicado en una gran parte. Con el inevitable fracaso del intento, ese ideal queda comprometido en los aspectos centrales que mencionábamos al comienzo de esta sección.

7.    El intento de Kant de suministrar una base a priori al conocimiento empírico

Para ilustrar las ideas de Kant sobre el fundamento del saber empírico, de modo que se puedan comprender adecuadamente afirmaciones como la citada en la sección anterior («poner en la naturaleza») y otras afines, parece conveniente concentrar la atención en un importante ejemplo, lo que nos obligará a entrar en mayores detalles que en otras partes de esta exposición.

El ejemplo privilegiado es la ley newtoniana por antonomasia, la ley de gravitación universal, de la que hablaremos en relación con las leyes del movimiento de Newton. Las ideas relevantes de Kant se encuentran (del modo poco perspicuo que en él es característico) en algunas de las obras centrales del período crítico: La crítica de la razón pura, cuyas dos primeras ediciones —con sus conocidas variaciones— datan, respectivamente, de 1781 y 1787, los Prolegómenos a toda metafísica futura, considerados generalmente como una especie de resumen ilustrativo de las doctrinas de la Crítica, y los Principios metafísicos de la ciencia natural. Estas dos últimas obras datan, respectivamente, de 1783 y 1786 y se sitúan cronológicamente, por tanto, entre las dos ediciones mencionadas de la Crítica.

Nos llevará directamente a nuestro ejemplo un texto de Kant en que se expresa una idea afín a la citada anteriormente de que la mente (o la "razón") «pone en la naturaleza» algo que sirve como guía para hallar las respuestas que constituyen el saber acerca de ella, una idea que Kant formula de este modo (el énfasis es suyo):

El entendimiento no extrae sus leyes (a priori) de la naturaleza, sino que las prescribe a la naturaleza. (Prolegómenos, § 36.)

Antes de entrar en el análisis del ejemplo, haremos una pausa para indicar la importancia y el contexto intelectual general de esta idea. Karl Popper, uno de los más conocidos teóricos del conocimiento y filósofos de la ciencia de nuestro siglo, describe el texto citado de Kant en la primera parte del siguiente texto, que matiza o amplifica en la segunda:

Esta fórmula resume una idea que Kant mismo orgullosamente llama su "Revolución copernicana". Tal como lo formuló Kant, Copérnico, al hallar que no se hacía ningún progreso con la teoría de que los cielos daban vueltas alrededor de la Tierra, salió del punto muerto dándole la vuelta a la situación,
por así decir [...]. De una manera análoga, dice Kant, ha de resolverse el problema del conocimiento científico —el problema de cómo es posible una ciencia exacta, como la teoría newtoniana—. Debemos abandonar la idea de que somos observadores pasivos, a la espera de que la naturaleza imprima su regularidad en nosotros. Hemos de adoptar, por el contrario, la idea de que al digerir los datos de los sentidos imprimimos activamente el orden y las leyes de nuestro intelecto en ellos. Nuestro cosmos lleva la impronta de nuestras mentes. [...]

Hay un .segundo significado, aún más interesante, inherente a la versión kantiana de la Revolución copernicana, un significado que quizá pueda indicar una ambivalencia en su actitud hacia ella. Para Kant, la Revolución copernicana resuelve un problema que había sido originado por la revolución del propio Copérnico. Copérnico quitó al hombre de su posición central en el universo físico. La Revolución copernicana de Kant le quita hierro a esto. Kant muestra que no sólo es irrelevante nuestra ubicación en el universo físico, sino que también puede decirse que, en un sentido, nuestro universo da vueltas en torno nuestro; pues somos nosotros los que producimos, al menos en parte, el orden que en él encontramos; somos nosotros los que creamos nuestro conocimiento de él. Somos descubridores, y el descubrimiento es un arte creativo. (Popper, Conjectures and Refutations, pp. 180-181 [pp. 211-212 de la traducción al español].)

Vayamos ahora al ejemplo, con la esperanza de que contribuya finalmente a clarificar en qué sentido pueden aceptarse estas afirmaciones y en qué sentido seguramente no. En el parágrafo siguiente de los Prolegómenos, Kant anuncia que se propone ilustrar la afirmación del § 36:

Ilustraremos esta aparéntemete atrevida proposición a través de un ejemplo, el cual habrá de mostrar: que las leyes que descubrimos en los objetos de la intuición sensible, especialmente si se las conoce como necesarias, las consideramos que son tal como el entendimiento las pone, aunque por lo demás sean similares igualmente en todos los respectos a leyes naturales que adscribimos a la experiencia.

En la sección siguiente a ésta (es decir, ya en la 38) el ejemplo resulta no ser otro que la ley de gravitación:

[...] una ley física de atracción mutua que se difunde por toda la naturaleza material, cuya regla es que disminuye inversamente con el cuadrado de las distancias desde cada punto de atracción.

Kant no explica en los Prolegómenos de qué manera esta ley ilustra —o por qué ilustra— su afirmación, pero su otra obra del período, los Principios metafísicos, en los que se propone la fundamentación metafísica de la ciencia natural (vale decir: de la física newtoniana) pueden ayudar a este respecto.

El foco central de Kant es el argumento de Newton para establecer la gravitación universal, al que nos hemos referido en la anterior sección. En este famoso argumento del libro III de los Principia, al que alude también (según hemos visto) de forma breve en la tercera de sus Reglas del razonamiento en filosofía, Newton se apoya en las leyes de Kepler y en sus propias leyes del movimiento. El argumento de Newton comienza con los movimientos observables de cuerpos celestes: de los satélites de Júpiter y Saturno respecto a estos planetas (que, relativamente a aquéllos, son sus cuerpos primarios), de los planetas con respecto al Sol y las estrellas fijas, y así sucesivamente (es decir, lo que Newton, en los Principia llama 'fenómenos'). De momento, claro está, estos movimientos son relativos, de modo que, en especial, no está aún determinado si realmente la Tierra gira alrededor del Sol u ocurre a la inversa. Solamente suponemos que los movimientos en cuestión cumplen las leyes de Kepler, además de —naturalmente— los postulados y teoremas de la geometría (euclidiana) que se utilizan en todo el argumento.

Newton aplica a continuación la primera y segunda leyes del movimiento (respectivamente: principio de inercia, y proporcionalidad directa de la aceleración que experimenta un cuerpo a la fuerza total que sobre él se ejerce e inversa a la masa del mismo) a estos movimientos relativos, razonando para obtener la conclusión de que existe en cada caso una fuerza cuadrático inversa —es decir, que disminuye con el cuadrado de la distancia— dirigida hacia el centro de los respectivos cuerpos primarios y de que esa fuerza es idéntica a la fuerza de la gravedad terrestre.

A continuación —prosiguiendo su argumento—, Newton aplica la ley de acción y reacción (tercera ley del movimiento) para llegar a la conclusión de que, en primer lugar, además de las fuerzas dirigidas hacia los cuerpos primarios hay fuerzas de igual magnitud que se dirigen en sentido contrario (es decir, las fuerzas en cuestión son mutuas) y, en segundo lugar, que cualesquiera dos cuerpos del sistema solar están en interacción mediante tales fuerzas, lo que sirve como premisa para poder concluir que dichas fuerzas son directamente proporcionales a las masas de los cuerpos en cuestión.

Newton, sobre esa base, desarrolla un método para estimar las masas de los diferentes cuerpos del sistema solar y, con ello, del centro de masa del sistema solar, que resulta estar aproximadamente en el centro del Sol (es por ello que puede decirse que el argumento de Newton es también un argumento para establecer el centro de masa del sistema solar). Es entonces cuando puede afirmar que existe una base objetiva para decir que es la Tierra la que gira alrededor del Sol (igualmente para los demás planetas). Newton obtiene así una manera de determinar

[...] los movimientos verdaderos a partir de sus causas, efectos y diferencias aparentes. (Escolio a las definiciones; cf. p. 134 en la traducción española de Eloy Rada.)

Es decir, Newton puede diferenciar ahora entre movimientos aparentes (en los que a veces sucede que un planeta cambia el sentido de su movimiento, es decir, retrocede con respecto a las estrellas fijas) de los reales.

La manera en que Kant ve el argumento de Newton es en algunos puntos profundamente diferente de lo que sugiere la descripción anterior. Observemos en primer lugar que la noción newtoniana de movimiento real es la de movimiento con respecto a un espacio que se concibe como absoluto (cf. el mencionado escolio, pp. 128-134). De manera que el procedimiento recién aludido es un procedimiento para determinar cuáles son los movimientos de los cuerpos celestes en ese espacio, el espacio absoluto, noción que se concibe previamente (loe. cit., p. 127) como denotando algo objetivo (igual que la de movimiento real: movimiento con respecto al espacio absoluto). Pero para Kant, como para Leibniz (aunque por diferentes razones), la noción newtoniana de espacio absoluto carece de sentido. De manera que 'movimiento verdadero en un sistema (aislado)' sólo puede querer decir movimiento con respecto al centro de masa de ese sistema. Así, la distinción entre movimiento real y aparente, y con ella la noción misma de movimiento real, es decir, la objetividad de la noción misma de movimiento en cuanto ésta trasciende la mera apariencia (la cuestión de si algo está objetivamente en movimiento o está en reposo), dependen de que exista una regla para determinar el centro de masa de un sistema aislado.[13]

Así pues, Kant puede ver el procedimiento de Newton y todo lo que éste requiere (todo lo que está implicado en los pasos anteriores del argumento newtoniano) como parte de la determinación objetiva del movimiento. Por tanto, desde el punto de vista de Kant, todo lo que necesariamente interviene en la determinación objetiva del centro de masa de un sistema es parte de lo que dota de contenido objetivo a la distinción entre movimiento aparente y movimiento real, lo cual quiere decir también: entre movimiento y reposo. Dicho en un lenguaje más kantiano: todo ello forma parte de las condiciones de posibilidad del movimiento.

Hemos de incluir aquí, ante todo, las leyes del movimiento. Newton, fundándose en último término en una noción de espacio absoluto que para un Leibniz o un Kant está acrítica e ilegítimamente asumida, puede concebir estas leyes como leyes empíricas que valen acerca de los movimientos. Pero desde la nueva perspectiva son parte de la definición de movimiento real (parte de lo que dota a esta noción de contenido objetivo); de modo que son condiciones necesarias, condiciones sólo a través de las cuales es posible determinar los movimientos reales. Y, como sabemos, donde dice 'movimiento real' podemos poner simplemente 'movimiento', pues sin la distinción objetiva entre movimiento real y aparente no es objetiva la distinción entre movimiento y reposo; en lenguaje kantiano: las leyes newtonianas del movimiento son condiciones de posibilidad del movimiento. Como tales son leyes que sabemos a príori, independientemente de la experiencia, que rigen los movimientos, en la medida que haya objetivamente movimiento.

Ahora bien, ¿cómo sabemos que hay objetivamente movimiento? ¿Por qué decir que hay movimientos reales? Que debe haberlos se sigue del concepto de materia, pues, según Kant, éste no es otro que el concepto de «lo que puede moverse en el espacio» (Principios metafísicos, cap. 1). Mejor dicho, se sigue del concepto más. la afirmación de que este concepto tiene alguna aplicación, se aplica a algo. De modo que la investigación de lo que la materia esencialmente es —para Kant: la metafísica de la materia— está inextricablemente ligada con nuestro tema. Esto es exactamente lo que Newton hizo mal, según Kant: dejar de lado la indagación de las propiedades esenciales de la materia. Las razones de Kant nos llevarán al corazón mismo de la diferencia entre los "métodos" de uno y otro, o más claramente dicho, la diferencia de la concepción de la ciencia de Kant respecto a la que en la actualidad se considera válida de forma prácticamente universal (en el aspecto relevante).

Volvamos a un punto decisivo del argumento de Newton en favor de la ley de gravitación universal. Como puede verse por el resumen del argumento del libro III de los Principia, la propiedad de que la fuerza de atracción mutua es proporcional a las masas de los dos cuerpos que se atraen se obtuvo allí (mediante un complicado argumento con varios pasos intermedios) partiendo de que tal fuerza es cuadrático inversa (disminuye de manera proporcional al cuadrado de la distancia) y aplicando la tercera ley del movimiento. Una conclusión intermedia esencial de ese argumento es (como se mencionaba) que cualesquiera dos cuerpos del sistema solar ejercen fuerzas mutuas de atracción. Ahora bien, ¿cómo se llega a esta conclusión, a la conclusión de que la gravitación tiene la propiedad de ser universal? Newton mismo razona del modo siguiente: todos los cuerpos «dentro del alcance de los experimentos» gravitan hacia la Tierra con una aceleración cuadrático-inversas, por lo tanto, todos los cuerpos gravitan de ese modo (Corolario III a la Proposición VI; mi énfasis); además, las aceleraciones que inducen los otros cuerpos primarios del sistema solar son "apariencias del mismo tipo" que la aceleración inducida por la Tierra, por lo tanto, todos los cuerpos cualesquiera gravitan hacia todo cuerpo primario (Proposición V; mi énfasis, de nuevo); y así sucesivamente.

Pues bien, en la formulación newtoniana de este argumento, la expresión 'por lo tanto' parece claramente indicativa de que aquí se está postulando una conexión lógica. Ésta no sería, en ningún caso, deductiva. Sin embargo, Kant creía precisamente que el argumento newtoniano que utiliza la conclusión intermedia mencionada (la universalidad de la gravitación) para probar la proporcionalidad de la fuerza de atracción a la masa no se sostiene si Newton meramente lo apoya en consideraciones inductivas. Precisamente en torno a este tema se da la única crítica explícita que se hace de los Principia de Newton.

Kant tiene una alternativa que evitaría el paso inductivo: la universalidad de la gravitación debe considerarse como una propiedad esencial de la materia. Pero ¿no tendríamos entonces aquí precisamente una de esas hipótesis metafísicas que Nevvton habría rechazado con desdén por arbitrarias, por falta de apoyo experimental? A este respecto hemos de considerar con cuidado la posición de Kant, que no es la de un Descartes o un Leibniz. Para Kant, como hemos visto, la aplicación a la experiencia del concepto empírico de materia exigía una noción objetiva de movimiento (al ser la materia «lo que puede moverse en el espacio»). Pero como el argumento newtoniano (visto desde la perspectiva kantiana) pone de manifiesto, justo en el punto que estamos considerando, una noción objetiva de movimiento no es posible sin suponer la universalidad de la gravitación. ¿Por qué? Porque la afirmación de que la gravitación es universal es una premisa inescapable para llegar a la conclusión de que la fuerza de atracción entre dos cuerpos es proporcional a sus masas y, a su vez, llegar a esta conclusión es esencial para poder formular un método para averiguar el centro de masa de un sistema y sólo con eso se dota de contenido objetivo (en el sentido que hemos explicado) a la noción de movimiento.

Dado que la aplicación del concepto de materia a la experiencia exige objetividad en la noción de movimiento y que ésta exige, a su vez, la universalidad de la gravitación, el que la materia tenga esta propiedad es una condición de posibilidad de la aplicación de aquel concepto a la experiencia —una condición de posibilidad de un concepto empírico de materia—, y, como tal, el que la materia tenga esa propiedad debe considerarse como algo que no conocemos por la experiencia, sino a priori. Si esto es así, no se trata de algo que necesite apoyo experimental y no tiene sentido alegar falta de apoyo experimental para rechazarlo.

Algo análogo a lo que hemos dicho para la universalidad de la gravedad vale para la inmediatez de ésta —el que actúe inmediatamente a distancia— si (como parece ser el caso) la aplicación de la tercera ley del movimiento para inferir la proporcionalidad a la masa depende, además de la primera propiedad (universalidad de la gravitación), también de la segunda (inmediatez, acción a distancia). No se podría entonces ser agnóstico sobre este punto ni contemplar como una posibilidad la postulación de un "fluido etéreo activo" (mencionado en la sección anterior). También (por un razonamiento como el del caso anterior) la inmediata acción a distancia sería una condición de posibilidad de un concepto empírico de materia (de un concepto de materia que pueda aplicarse a la experiencia), y de nuevo algo conocido a priori, algo respecto de lo cual no tiene sentido la posibilidad de que su afirmación dependa del apoyo experimental.

La alternativa kantiana, de ser viable, llenaría el "hueco inductivo" del argumento de Nevvton, en el sentido de que establecería la ley de la gravedad con una suerte de necesidad que no le confiere el argumento newtoniano. Recuérdese que el argumento original de Newton pretende servir tanto para llegar a la formulación de un procedimiento para determinar el centro de masa de un sistema, como para apoyar la ley de la gravedad. En la interpretación de Kant, lo primero dota de contenido objetivo a la noción de movimiento (es una condición de posibilidad del movimiento) y lo segundo establece la ley con algún tipo de necesidad, al haber eliminado Kant los supuestos inductivos.

Sin embargo, obsérvese que el estatuto de la ley de gravitación no es el mismo que el de las leyes del movimento. Aunque, en la versión de Kant, el argumento no tendría, a partir de su punto de partida, pasos que se apoya sen en consideraciones empíricas, aquel punto de partida sí es empírico: las leyes de Kepler se obtienen inicialmente por generalización inductiva a partir de los datos observados de los movimientos de planetas y satélites (aun que después, finalmente, ellas también encuentren otro tipo de validación en el sistema). Por ello, Kant no puede considerar —y no lo hace— la ley de gravitación como una ley conocida a priori, al contrario de lo que sucede con las leyes del movimiento.

A pesar de ello puede entenderse bien ahora qué quiere decir Kant cuando dice que no extraemos las leyes de la naturaleza, sino que las prescribimos a la naturaleza, afirmación que decidió ilustrar precisamente con el caso de la ley de la gravedad. No extraemos de la naturaleza una ley como la ley de la gravedad porque (según Kant) no llegamos a esta ley mediante un argumento que utilice meramente generalizaciones inductivas sobre datos experimentales o de experiencia. La prescribimos en la medida en que su atribución a la naturaleza se basa muy fundamentalmente en leyes a priori, como las leyes de la geometría y las leyes del movimiento, y en las condiciones, conocidas a priori, de aplicación de un concepto empírico de materia. (Por qué precisamente es el entendimiento el que las extrae es algo que tiene que ver con otros aspectos de la teoría kantiana del conocimiento, una cuestión en la que no podemos entrar aquí de lleno; en relación con esto, véase el apéndice IV.2.)

También podrán entenderse ahora particularmente bien algunas de las cosas que Kant decía en el texto del prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura que se citaba en la sección anterior. La razón (Kant no está haciendo en ese texto un uso técnico de esta expresión —si hablara aquí utilizando su lenguaje técnico habría dicho 'el entendimiento'—; hoy diríamos, quizá con mayor generalidad: 'la mente') no debe adscribirle ficticiamente a la naturaleza lo que sólo de ésta pueda ser aprendido; esto debe buscarlo en ella. En el caso que nos ocupa: buscamos en la naturaleza una ley fundamental a la que ésta responda, como resulta ser la de la gravedad. Ésta no puede ser conocida «mediante los solos recursos de la razón», puesto que es necesario utilizar leyes cinemáticas del movimiento, como las leyes de Kepler, que sólo «en la naturaleza» pueden aprenderse. Sin embargo, en tal búsqueda nos «guiamos» —sin ellos sería totalmente imposible llegar a establecer la ley— de principios (como las leyes del movimiento y los juicios que expresan las condiciones de posibilidad de un concepto de materia aplicable a la experiencia) que la razón establece a priori, mediante los complejos razonamientos descritos, como principios verdaderos de la naturaleza.

Este procedimiento, como hemos visto, no establece leyes de la naturaleza, como la ley de la gravedad, como una ley válida y conocida enteramente a priori, pero les dota de algún tipo (fuerte) de necesidad. La necesidad (no meramente física), como recordaremos, era un rasgo distintivo de las proposiciones científicas según la concepción clásica del saber científico. Y Kant al considerar a éstas bien como juicios a priori (caso de las leyes del movimiento, por ejemplo), o como algo obtenido utilizando esencialmente nuestro conocimiento a priori (caso de la ley de la gravedad), se inscribe —como conscientemente era su propósito— dentro de una concepción general de la ciencia de la que, aunque con importantes variantes (y ciertamente no debe olvidarse ia originalidad kantiana), participan Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza y Leibniz antes que él y de la que aún habrían de participar Fichte, Hegel y otros muchos con posterioridad.

Sin embargo, no es ésta la concepción de la ciencia predominante en la actualidad. Esta concepción, si no la de Hume (y, desde luego, no la de
Bacon), se acerca más a la de un Newton (tal como se expresa en las Reglas) o, al menos, un Barrow. Hay buenas razones para el abandono de la perspectiva científica kantiana: su sistema de principios a priori para la ciencia (en la geometría y la física) se derrumbó en el siglo y medio siguiente. Popper comenta esta circunstancia fundamental del modo siguiente, en relación con la afirmación del § 36 de los Prolegómenos que nos ha servido de hilo conductor:

Aunque considero esta formulación de Kant como esencialmente correcta, creo que es un poco demasiado radical, por lo que me gustaría darla en la forma modificada siguiente: "Nuestro intelecto no extrae sus leyes de la naturaleza, pero trata con diversos grados de éxito— de imponer a la naturaleza leyes que libremente inventa." La diferencia estriba en que la formulación de Kant no sólo implica que nuestra razón intenta imponer las leyes sobre la naturaleza, sino que también tiene invariablemente éxito en esto. Pues Kant creía que las leyes de Newton le fueron impuestas con éxito a la naturaleza por nosotros: que estamos obligados a interpretar la naturaleza mediante estas leyes; de lo cual concluyó que deben ser verdaderas apriori. [...]

Sin embargo sabemos desde Einstein que son posibles teorías [...] muy diferentes, y que éstas pueden incluso ser superiores a las de Newton. (Popper, Conjectures and Refutations, pp. 191-192; cf. pp. 223-224 de la traducción al español.)

8.    Idea del método hipotético-deductivo

Se da el nombre de método hipotético-deductivo a una concepción general de la ciencia que, como hemos dicho, es en la actualidad ampliamente aceptada por las personas que reflexionan sobre ella. La denominación es confundente, en la medida que la utilización de la palabra 'método' sugeriría, por un lado, un alcance más limitado y, por otro, una serie de procedimientos concretos que se siguen o han de seguirse al hacer ciencia. Es importante reconocer que no se trata de eso.

A la concepción de la ciencia como una empresa intelectual que responde al "método" hipotético-deductivo se llegó históricamente después de que el desarrollo del saber científico hizo ver que la ciencia moderna no sigue ni el ideal de conocimiento necesario y basado en la certeza de la concepción clásica que se prolonga en el racionalismo, ni responde tampoco a un empirismo según el cual las hipótesis y teorías científicas se originan o basan completamente en la observación y el experimento que dan información directamente a nuestros aparatos sensoriales. (Las palabras por sí solas utilizadas en un enunciado general no pueden dar idea cabal de lo que se trata; pronto veremos en qué sentido más preciso hay que tomar la última afirmación.)

En cuanto al racionalismo, fue el inmenso éxito de la física moderna, la física newtoniana, la que llevó al descrédito las concepciones racionalistas clásicas de un Descartes, un Spinoza o un Leibniz. También la física newtoniana estaba enfrentada con un empirismo como el que se supone comúnmente que propugnó Francis Bacon en el siglo xvn como necesario para el avance de la ciencia. Pero el empirismo desarrolló varias formas inductivis-tas (como hemos visto, ya desde el propio Newton) que no entraron definitivamente en crisis hasta la sustitución de la teoría gravitacional newtoniana por la de Einstein. Algo completamente análogo sucedió, como señalábamos al final de la sección anterior, con el racionalismo reformado de Kant. La proliferación de geometrías significó una crisis para la concepción kantiana de la geometría y el comienzo de un proceso que culminaría también cuando se produjo la sustitución de la física newtoniana por la física de Einstein.

Sin embargo, aunque la formulación, difusión y aceptación de la concepción del método hipotético-deductivo es un suceso de nuestro siglo, los elementos de esta concepción existían desde mucho antes, tal como se dijo anteriormente, en el trabajo de los físicos matemáticos de los siglos xvn y xviii, en especial de Barrow y (de un modo menos claro) del propio Newton.

Supongamos, volviendo al ejemplo de la ley de la gravedad, que, para explicar hechos y regularidades conocidas (los movimientos de los cuerpos celestes, las mareas, etc.), o con la esperanza de explicar otros análogos, se propone (entre otras cosas) que cualesquiera dos cuerpos del sistema solar ejercen uno sobre el otro fuerzas mutuas de atracción. Ésta es, en efecto, la afirmación que Newton tomó como establecida o probada por inducción. Pero ahora se trata de verla desde una perspectiva diferente desde la cual, por de pronto, no se cree haber establecido o probado nada. Es decir, aunque quizá se haya llegado a la idea por una serie de generalizaciones inductivas a partir de los resultados de observaciones o experimentos (quizá se haya aplicado la Regla III de Newton), ahora 1) no se piensa que necesariamente hubiera de ser así en general (que se haya de llegar a una propuesta así por inducción), y 2) no se piensa tampoco que los datos experimentales que sugieren nuestra formulación universal apoyen de alguna forma decisiva, ni siquiera de una forma fuerte. Aceptamos ésta sólo provisionalmente (como efectivamente sugiere la Regla IV de Newton), en definitiva a título de hipótesis, a la espera de confirmación o corroboración experimental; en general, no suponemos que los datos de observación o experimentales que una hipótesis contribuye a explicar supongan por sí solos una confirmación de la hipótesis.

De ese modo se está adoptando la visión del método hipotético-deductivo. Para esta concepción, la confirmación de una hipótesis se obtiene, si acaso, de episodios en que se contrasta o somete a prueba esa hipótesis. Tales episodios consisten en lo siguiente: mediante un argumento lógicamente concluyente, en que podemos haber de aducir como ulteriores premisas información sobre las condiciones iniciales del sistema que estamos investigando y supuestos auxiliares, utilizando además el instrumental matemático que el caso requiera, se derivan predicciones de la hipótesis. En principio, consideramos como predicción todo enunciado sobre condiciones observables (todo enunciado sobre estados del sistema o parte de la realidad que estamos investigando que pueden decidirse por observación/experimento) que no haya sido aún comprobado (por tanto, como ilustraremos en el capítulo siguiente, una predicción, en este sentido técnico, no tiene por qué ser un enunciado acerca de un evento futuro, aunque típicamente pueda serlo).

El papel del razonamiento lógico, según el método hipotético-deductivo, estriba en esta derivación de predicciones a partir de las hipótesis, junto con el que desempeña en algo completamente análogo: las explicaciones científicas son discursos en que, junto a otras condiciones importantes, de tipo pragmático (es decir, que tienen en cuenta la situación explicativa: a quién se dirigen las explicaciones, qué recursos explicativos son adecuados en el contexto, etc.), la condición esencial es que se deriva lógicamente aquello que se ha de explicar —el explanandum, en la terminología técnica—, es decir, hechos conocidos (por contraposición a predicciones), a partir de los mismos elementos que utilizamos en la derivación de predicciones: hipótesis, condiciones iniciales, supuestos auxiliares (lo que se llama el explanans, en el contexto de la explicación).

Deben cumplirse aún ciertas condiciones adicionales a las señaladas para que estemos realmente frente a un caso en que la hipótesis se somete a prueba, pero, para simplificar, vamos a dejarlas para más adelante (para el capítulo siguiente).

Si, en un caso en que la hipótesis se somete a prueba, la predicción a la que se ha llegado a partir de la hipótesis resulta ser verdadera, entonces tenemos una confirmación de la hipótesis. Sin embargo, no debe entenderse que esta confirmación es definitiva. En realidad, nunca es definitiva una confirmación de una hipótesis, porque no existe ningún argumento lógico concluyente que vaya de la evidencia observacional o experimental a la hipótesis (tal como puso Hume de manifiesto por vez primera). Con sucesivos casos de confirmación nuestra creencia en (la verdad de) una hipótesis puede hacerse más fuerte, pero nunca es posible alcanzar la certeza, la garantía de que la hipótesis es verdadera. No extrañará tanto ahora esta afirmación. Otros casos en que la hipótesis se somete a prueba —otros casos de contrastación[14] de la hipótesis— pueden dar un resultado negativo para ella.

Ésta fue la enseñanza que los teóricos del conocimiento y los filósofos de la ciencia (al menos, con el tiempo, la mayoría de ellos) extrajeron de la sustitución de la física de Newton por la de Einstein; juzgaron que, a pesar de los muchos casos favorables acumulados, en episodios en que las hipótesis de la física newtoniana se había sometido a prueba, finalmente resultó que dichas hipótesis entraron en conflicto con la experiencia.

Si la predicción resulta ser falsa, tratándose de un caso en que la hipótesis se somete a prueba (y cumpliéndose, por tanto, las condiciones para ello), normalmente ese caso es desfavorable para la hipótesis. Más precisamente, puede decirse que, aunque de ningún modo el caso sería favorable (sería absurdo contarlo a favor de la hipótesis), el que sea realmente desfavorable depende de que puedan mantenerse los supuestos auxiliares que han servido para derivar la predicción.

En los casos más simples, cuando la predicción resulta ser falsa, puede formularse un argumento decisivo en contra de la hipótesis, es decir, ésta resulta refutada por los hechos (por los datos de la observación/experimentación). De este modo, parece que existiría una asimetría entre la confirmación y la refutación de las hipótesis, puesto que, en algunos casos al menos, puede darse la refutación (definitiva) de una hipótesis, pero nunca puede darse una confirmación igualmente definitiva. Sin embargo, esta asimetría es más bien meramente aparente, debido a que en los episodios científicos reales intervienen generalmente supuestos o hipótesis auxiliares.

Todo esto, que veremos con mayor detalle y examinando varios casos ilustrativos en el capítulo siguiente, constituye el perfil general de la concepción del método hipotético-deductivo.

Podemos reconocer ya algo del papel que en la nueva concepción juega la inducción. Puede ser uno de los procedimientos por los que se puede llegar a formular una hipótesis, aunque, por lo que hemos visto, no uno por los que se llega a establecerla o justificarla (en el sentido de justificación definitiva, simplemente no hay tal cosa). Si adicionalmente puede admitirse también que juega un papel en la confirmación de una hipótesis (en la justificación, en un sentido más débil), es una cuestión que se tratará brevemente en el siguiente capítulo, aunque ya sabemos que, en cualquier caso, no puede proporcionar una justificación definitiva (simplemente no existe tal cosa).

La admisión hipotética de una hipótesis (valga la redundancia) o una teoría científica (una teoría científica puede considerarse, de manera simplificada, como un conjunto de hipótesis sistemáticamente relacionadas) propia del método hipotético-deductivo, que desprovee de todo elemento de necesidad a las hipótesis y teorías de la ciencia, es tan antagónica de la concepción racionalista kantiana como lo era pensar que las hipótesis o las teorías podían justificarse (en un sentido muy fuerte, o definitivamente) mediante inducción a partir de observaciones y experimentos.

Y, sin embargo, la concepción del método hipotético-deductivo contiene, como hemos señalado ya, elementos kantianos. Vale la pena insistir en
esto una última vez. Lo haremos citando a Popper, a quien se debe el siguiente comentario al pasaje de Kant del prefacio de la segunda edición de
la Crítica que citamos en parte al final de la sección 6:

 

Esta cita de Kant muestra lo bien que entendió que hemos de confrontar a la naturaleza con hipótesis y pedir una respuesta a nuestras preguntas; y que, cuando no hay tales hipótesis, podemos sólo hacer observaciones fortuitas sin plan alguno y que, por lo tanto, nunca nos llevarán a una ley natural. En otras palabras, Kant vio con perfecta claridad que la historia de la ciencia había refutado el mito baconiano de que debemos comenzar con observaciones a fin de derivar de ellas nuestras teorías. (Popper, Conjectures and Refuta-cions, p. 189; cf. p. 221 de la traducción al español.)

El papel activo de la razón en la investigación científica se admite, pues, en la concepción del método hipotético-deductivo. Es más, se admite también el papel activo de la mente, en general. 

Pero junto a los elementos racionalistas (y, más ampliamente, mentalistas), en la concepción del método hipotético-deductivo se involucran decisivamente elementos empiristas. No, desde luego, del viejo empirismo que supone que las hipótesis o teorías científicas son el producto pasivo de una mente que, liberada de todo prejuicio, se "informa" de los datos de los sentidos, sino de un nuevo empirismo en el que el recurso a los sentidos, a la observación o la experimentación tiene su lugar sobre todo en el control de las hipótesis o teorías científicas (sea cual sea el modo en que se haya llegado a su formulación) relevantes para su aceptación o rechazo (no, recuérdese, para su confirmación o justificación definitivas).

La medida en que la nueva concepción de la ciencia es una concepción empirista viene dada por estar ésta sujeta a lo que Popper bautizó como principio del empirismo (más precisamente se trata de un nuevo principio del empirismo): "sólo la observación y el experimento pueden decidir la aceptación o el rechazo de los enunciados científicos, incluyendo leyes y teorías" (Popper, op. cit., p. 54; cf. traducción española p. 67).

Es igualmente crucial en la nueva concepción de la ciencia el elemento "hipotetivista", es decir, el hecho de que las hipótesis, leyes y teorías científicas sólo se aceptan a título provisional (a grandes rasgos, podemos decir que una ley científica es una hipótesis de suficiente importancia que, habiéndose puesto a prueba, ha salido confirmada de la contrastación; por eso podemos ver indistintamente las teorías como conjuntos de leyes o como conjuntos de hipótesis); nunca puede considerarse que están definitivamente confirmados por las observaciones o los experimentos.

Esto (como también ha subrayado Popper) hace que sean consistentes las tres cosas siguientes: a) la idea de Hume de que es imposible justificar (en sentido de probar o demostrar) una ley mediante observación y experimento; b) el hecho de que en ciencia se proponen y usan leyes continuamente, y c) el principio del empirismo. Es así posible también aceptar este principio. (La aceptación de este principio ha sido puesta en cuestión recientemente, aduciéndose por algunos su invalidez histórica —en la historia de la ciencia— o sociológica —atendiendo a cómo se llega, en las comunidades científicas, a la aceptación o rechazo de hipótesis y teorías—. En el capítulo siguiente se examinan críticamente algunas de estas
opiniones.)

Con la aceptación del principio del empirismo tal vez se podría decir que se manifiesta una cierta victoria del empirismo sobre el racionalismo, pero es preciso apresurarse a matizar mucho esta afirmación, pues es importante reconocer que se trata de un tipo de empirismo considerablemente modificado respecto del que clásicamente se enfrentó al racionalismo (de modo que alguien podría decir que con una afirmación como la anterior se ha hecho trampa, pues los contendientes no son los que originalmente motivaron el juicio).

Podríamos señalar de forma negativa la contribución de racionalismo y empirismo a la concepción de la ciencia del método hipotético-deductivo, diciendo que del racionalismo no se toma su manera de justificar la aceptación o rechazo de leyes o teorías científicas (sino, si acaso, parcialmente, la manera de llegar a la formulación de hipótesis que quizá puedan convertirse en leyes y teorías); esto se concede al empirismo (aunque a un empirismo, en gran parte, nuevo). Del empirismo no se toma la manera de llegar a la formulación y de concebir las hipótesis científicas (como "resumen" o "compendio" de observaciones); esto se concede, al menos parcialmente, al racionalismo ('parcialmente', porque se acepta que hay muchas maneras de llegar a esa formulación, no siempre compatible con lo que los racionalistas tenían en mente).

Una última cuestión que es conveniente apuntar aquí, aunque sea de forma muy breve, es la de la universalidad del método hipotético-deductivo, es decir, la cuestión de su validez en todo tipo de ciencias. En la filosofía que se practica en el continente europeo en la actualidad, está difundida la idea de que la concepción de la ciencia del método hipotético-deductivo, si bien es válida para las ciencias naturales, no lo es para las ciencias sociales (como la economía, la sociología, la historia o la antropología) o las ciencias humanas (como la lingüística, el análisis literario o incluso la psicología), siendo adecuada para estas ciencias una concepción basada en otros métodos (quizá el llamado método hermenéutico o el llamado método dialéctico). Las diferencias entre las ciencias vendrían así dadas por las diferencias en cuanto al método utilizado en ellas o el método que para ellas es adecuado.

Aunque no puedo entrar aquí en el examen de esta cuestión, junto con otros muchos teóricos (y aun a riesgo de antagonizar al lector, pues sé muy bien que estamos en ambientes intelectuales en que esa concepción es predominante) pienso que estas afirmaciones están radicalmente equivocadas. Creo que, en la medida que son legítimos, esos otros "métodos" resultan ser variantes del método hipotético-deductivo que se originan sobre todo en el hecho de la dificultad o imposibilidad de realizar experimentos en el sentido estricto (aunque no observaciones controladas, que cumplen esencialmente la misma función) en los ámbitos de esas ciencias.

Lo que diferencia a los distintos tipos de ciencias es más bien el tipo de explicaciones que utilizan. A grandes rasgos: explicaciones causales en la física y química; explicaciones funcionales en la biología y la fisiología, y en cierto sentido en algunas de las ciencias sociales y humanas, aunque éstas utilizan sobre todo explicaciones intencionales. Véanse las sugerencias bibliográficas para la posible ampliación y justificación del contenido de estas afirmaciones.

9.    Sugerencias bibliográficas

Las distinciones entre lo necesario y lo contingente, lo a priorí y lo a posteriori, y lo analítico y lo sintético pertenecen al núcleo mismo de las cuestiones que conforman la naturaleza de la filosofía y, de ese modo, la bibliografía sobre las mismas puede tornarse rápidamente muy avanzada en cuanto pasa el nivel puramente introductorio. Quizá un buen lugar para empezar sea consultar las entradas 'truths of reason/of fact', 'necessary/con-tingent' y 'a priori/a posteriori'. Sobre la distinción entre lo a priori y lo a posteriori, y lo analítico y lo sintético en Kant y Frege, véase el accesible estudio de Kenny (1995), capítulo 4.

Sobre Galileo la bibliografía es, por supuesto, enorme. Una bibliografía puesta prácticamente al día se encontrará en Azcárate, García Doncel y Romo (eds.) (1988). También es recomendable este libro para un balance crítico de las diversas posiciones en torno a la cuestión del método del propio Galileo.

Sobre la física de Descartes, la fuente primaria son sus Principios de la filosofía, especialmente las partes II y III. En relación con la línea expositiva del texto, los pasajes más relevantes, junto a los ya citados en éste, son, por una parte los epígrafes (parte II, 41 y 42), que contienen su demostración de la tercera ley, y los inmediatamente siguientes, que contienen la derivación de las reglas para los casos de colisión; por otra parte, los epígrafes que contienen la información más general sobre los cuerpos en fluidos (a partir del § 54 de la parte II). Sobre el movimiento de los planetas cf. parte III, § 30 (que contiene la analogía con los remolinos de agua) y los epígrafes siguientes.

La bibliografía sobre la física cartesiana era hasta hace poco escasa y difícilmente accesible; sin embargo, ha experimentado recientemente adiciones de gran interés en la obra de Shea (1991) y Garber (1992). La de Shea, que utiliza el excelente estudio de Aitón (1972), dedicado especialmente a la teoría de los movimientos planetarios, es la más accesible y posiblemente la más completa; véase en especial el capítulo 12 sobre las leyes del movimiento y las leyes de colisión.

En Mach (1893) se encuentran excelentes ejemplos de la crítica empirista a actitudes racionalistas en la mecánica. Un caso que puede seguirse con relativa facilidad por un lector que carezca de conocimientos previos es el de la palanca, cf. cap. I, § 1.

Sobre el análisis del concepto de causalidad que dejamos abierto en la sección 4, son fundamentales los artículos de Mackie, Lewis y Salmón incluidos en la antología de E. Sosa y M. Tooley (eds.). Como se dice en la sección 4, se debe a Mackie la idea de que la causa es parte necesaria de una razón suficiente para la producción del efecto. Salmón muestra por qué esto no puede ser todo. Lewis ensaya un análisis contrafáctico de la causalidad que, como se apunta en la mencionada sección, tiene su antecedente remoto en uno de los pronunciamientos de Hume. Puede encontrarse una sucinta pero excelente exposición crítica en español de las ideas de Mackie, Lewis y Salmón en García-Carpintero (1991), §§ 4 y 5.

Un resultado de la investigación reciente sobre la causalidad es que, al contrario de lo que se creyó durante mucho tiempo, causalidad y probabilidad no están reñidas, por así decir. Es preciso, no obstante, distinguir entre dos cosas distintas. Por una parte, es posible dar un análisis probabilístico del concepto de causalidad. Uno de los más discutidos en la literatura es el de Suppes (cf. Suppes, 1984, capítulo 3). Pero incluso aunque no se acepte un análisis probabilístico del concepto, hay, por otra parte, un acuerdo generalizado en que ese análisis debe permitir, como una posibilidad, la causalidad probabilística (por esta razón falla también la teoría de Mackie como propuesta de análisis completo del concepto de causalidad). En realidad parece que hemos de pensar que, si la mecánica cuántica (una teoría fundamentalmente probabilística) es realmente la teoría básica sobre la naturaleza, la causalidad que, de hecho, encontramos en la naturaleza, es, en el nivel más fundamental (y, por tanto, en todos los demás), probabilística. (Véase Salmón, 1984, capítulo 7, para la causalidad probabilística.)

Sobre el problema de la inducción, Salmón es autor de una excelente exposición que se encuentra convenientemente editada en Salmón (1986).

Entre la inmensa bibliografía sobre Newton, una obra especialmente adecuada para iniciarse con cierto detalle en sus ideas es el excelente libro de Westfall (1994); en él se encontrará una exposición clara de la base de conocimientos matemáticos y físicos que es necesaria para una comprensión más detallada y cabal de los temas que se tratan en las secciones 6 y 7. Sobre la aportación de Barrow al cambio de perspectiva sobre la ciencia véase el interesante artículo de Malet (1997).

La exposición de lo que en el texto se describe como el intento de Kant de salvar el ideal deductivo platónico-aristotélico de la ciencia (el ideal del racionalismo epistemológico) es una versión simplificada de las investigaciones de Michael Friedman. Para una exposición más completa pero aún compacta de sus ideas, cf. Friedman (1990) o (1992), y para la versión plenamente desarrollada, el formidable Friedman (1992a) (para el tema concreto tratado en el texto, véase el capítulo 4). Los estudiosos que siguen una línea interpretativa que ve una relación más laxa entre los principios de la física y las leyes de la naturaleza, por una parte, y los principios puros del entendimiento, por la otra, no están siempre de acuerdo entre sí, pero puede tomarse Buchdahl (1992) como obra representativa (véanse los capítulos 10, 11, 12 y 13).

Popper ha popularizado la concepción de la ciencia del método hipotético-deductivo. Sus obras, escritas en un estilo vigoroso, resultan en muchos casos útiles para formarse ideas generales sobre esa concepción (por ejemplo, puede leerse con provecho la introducción y los capítulos 1, 2, 3, 7, 8 y 10 de su conocido libro de 1963). No obstante, hay que tomar su lectura con la precaución de no "poner en el mismo saco" las observaciones que exponen aspectos de esa concepción y la particular (y muy controvertida) filosofía refutacionista de Popper (contra la que se previene en la nota 5 del próximo capítulo). Para una breve y elegante crítica de ésta remito al lector a las páginas iniciales del capítulo 15 de Sosa (1991).

Sobre las polémicas afirmaciones finales acerca del método hipotético-deductivo y lo que diferencia los diversos tipos de ciencias, resulta muy iluminadora toda la obra de Jon Elster. Como más directamente pertinente tal vez puede señalarse a Elster (1989). Entre las defensas de la opinión de que las ciencias naturales y las humanas son radicalmente diferentes ya por sus objetivos últimos, que serían el de la explicación, para las primeras, y el de la comprensión, para las segundas, destaca Von Wright (1971). Sobre este mismo tema, pero centrado en la exposición y discusión crítica de la influyente versión de Donald Davidson, es recomendable el artículo de García-Carpintero anteriormente mencionado.

Una buena crítica de la concepción de la explicación en la que se basa von Wright se encontrará en el también anteriormente citado libro de Salmón (1984), que, por otra parte, es en general muy recomendable para la investigación sobre el concepto de explicación digamos posterior a la vigencia del modelo nomológico-deductivo de Hempel (para este modelo véase Hempel, 1966). Sobre el tema de la explicación es también muy recomendable el artículo de Lewis (1986), donde también hay una excelente crítica del modelo nomológico-deductivo. Véase también el apéndice V.l y la bibliografía correspondiente.


 

[1] Obsérvese que, según esta caracterización, puede —al menos en principio— suceder que la verdad (o la falsedad) de una proposición puede ser conocida por ciertos sujetos a posteriori (esos sujetos recurren a la experiencia empírica para justificar su creencia) y por otros a priori (los sujetos correspondientes no recurren a la experiencia empírica). La caracterización puede modificarse así para el caso de la falsedad: la falsedad de una proposición es conocida a posteriori cuando se recurre a la experiencia empírica para justificar la creencia en la negación de esa proposición; es conocida a priori cuando no se hace ese recurso.

 

2. ¿Por qué se formula la distinción actualmente en términos de enunciados en lugar de juicios? Básicamente porque (como nos enseñó Frege) el término juicio' es ambiguo entre un acto (juzgar) y el resultado del acto. El acto psicológico de juzgar que tal cosa es de esta manera o la otra (algo cercano a lo que actualmente llamamos creencia, pues aunque solemos concebir ésta como un estado, la diferencia entre acto y estado psicológico no es tan decisiva) se manifiesta públicamente en aserción y el resultado de hacer una aserción (más precisamente: de proferir o emitir oraciones con fuerza asertiva) es algo con un contenido: lo asertado, la proposición expresada en la aserción. Ahora bien, estamos tratando de simplificar suponiendo que son los enunciados mismos (en lugar de su proferencia en un contexto dado) los que expresan proposiciones. Cf. § 1.2, nota 2.

 

[3] En rigor, habría que distinguir entre enunciado analíticamente verdadero y enunciado analíticamente falso, según sea, respectivamente, verdadero o falso por las razones mencionadas. Pero como en general los casos que nos interesan son los de enunciados verdaderos, aplicamos (como suele hacerse) el término 'analítico' a éstos, al menos mientras no se explique lo contrario.

[4] Sigue siendo instructivo al respecto leer la explicación autobiográfica que da Descartes en un famoso pasaje del Discurso del método del momento en que ambas cosas se le hicieron claras como una revelación en un sueño que tuvo el 10 de noviembre de 1619.

 

[5] Traducciones posibles de los términos griegos son: i.maví]\xr\, saber, ciencia; yvüíaiq, conocimiento genuino, cierto; Siávoia, razonamiento; 8ó^a, opinión, creencia; moni, creencia razonable; encama, creencia o conjetura vulgar. Las relaciones entre el saber genuino y más elevado de las cosas y el saber matemático son objeto de un vivo debate entre los especialistas de Platón. El lector interesado en proseguir la cuestión puede consultar las sugerencias bibliográficas.

 

[6] Es sabido que no todos los grandes pensadores cristianos, medievales o modernos, aceptaron el argumento ontológico. Tomás de Aquino es un ejemplo de los primeros, y Kant (él mismo en el sentido que veremos un pensador racionalista) lo es de los segundos.

 

[7] Ésta es la parte no trivial de la demostración. En realidad, el propio Galileo no tenía una demostración rigurosa del hecho de que la distancia recorrida por el móvil es la mitad de la velocidad final multiplicada por el tiempo (el área de triángulos es, por supuesto, la mitad de la base por la altura; en este caso- vf es decir la velocidad final multiplicada por el tiempo). Una demostración de este hecho sólo fue posible con el desarrollo (varias décadas posterior a la muerte de Galileo) del cálculo integral, por parte de Leibniz y Newton

[8] No sería una especulación ociosa reflexionar sobre las consecuencias negativas que el forzoso desconocimiento de la evolución y el mecanismo de la selección natural ha tenido para la epistemología clásica, de Platón y Aristóteles a Kant y Hegel, pasando por Descartes, Locke, Leibniz, Berkeley y Hume. De todos modos, la perspectiva naturalista que esos factores hacen posible sólo recientemente ha comenzado a ser articulada.

 

[9] Al menos de acuerdo con la interpretación habitual de las ideas de Bacon, ya que existen interpretaciones recientes que le atribuyen ideas más refinadas sobre la constitución del saber.

 

[10] Dos de los ejemplos que da Newton en el comentario que sigue son significativos al respecto: el del fuego culinario y el fuego del Sol y el de la reflexión de la luz en la Tierra y en los planetas. Un principio revolucionario de un carácter similar se aplicó más tarde en el siglo XIX, primero a las estructuras geológicas, por parte de Lyell, y más tarde al origen de las especies, por parte de Darwin.

[11] Newton usa la mayor parte de las veces (¡no siempre!) el término 'hipótesis' singularizándolo con una carga extremadamente negativa. Por eso Hume, cuando habló de «la hipótesis religiosa», podría muy bien haberlo utilizado deliberadamente en forma un tanto malévola contra Newton: estaría haciendo irónicamente un "uso newtoniano" del término para referirse a conclusiones en materia religiosa a las que se llega sin apoyo experimental, pero que el propio Newton tenía en alta consideración.

 

[12] Que Newton mismo piensa en términos de mayor o menor apoyo experimental lo sugiere su comparación del caso de la gravedad universal y el de la impenetrabilidad de los cuerpos al final de su comentario a la regla III. El argumento acerca de la primera, dice Newton, es «más fuerte [...] ya que de ésta [la impenetrabilidad] no tenemos ninguna experiencia en los cuerpos celestes y tampoco observación alguna», al contrario de lo que sucede con la primera.

 

[13] En rigor, como ningún sistema está aislado, excepto, si acaso, el Universo como un todo, la distinción objetiva entre movimiento y reposo (la noción misma de movimiento) debería decidirse, como dice Kant, con relación a «el centro común de gravedad de toda la materia». Si fuera posible determinarlo tendríamos una noción objetiva de espacio absoluto, una noción bajo la cual caería un objeto; pero como en realidad lo que tenemos no es sino una regla para efectuar sucesivas aproximaciones, sin que el proceso tenga un punto final (aplicándose el procedimiento para determinar primero el centro de gravedad del sistema solar, después de la Vía Láctea, después del sistema de galaxias de las que ésta forme parte, etc.), no puede considerarse al espacio absoluto como un objeto. Esto quiere decir también que no tenemos, por así decir, "de una vez por todas", dada la distinción entre movimiento real y aparente (y con ella la de movimiento y reposo), sino sólo sucesivas aproximaciones a la misma. La noción de movimiento es objetiva sólo en ese sentido preciso.

 

[14] La terminología de la 'contrastación' sugiere una confrontación directa entre hipótesis y resultados de observación o experimentación. Esto es, en el mejor de los casos, una simplificación. En los episodios en que se somete a prueba una hipótesis, deben estar presentes los elementos y cumplirse las condiciones que se han mencionado.