En Peregrin Otero, C. (1970): Introducción a la Lingüística Transformacional. México: Siglo XXI. Pp. 76-84.


 

PREÁMBULO APOLOGÉTICO

 

 

En general, al «hombre de letras» le inquietan un poco los guiños de los símbolos utilizados en el ejercicio de la abstracción. Ello no quiere decir que le horrorice «la funesta manía de pensar». También el "hombre" de letras», conejo de Indias del «experimento» pedagógico que le haya tocado en desgracia, acaba por huir del agua fría como el gato escaldado. Hasta los «hombres de letras condicionados» están más que dispuestos a reconocer que una notación adecuada es con frecuencia el medio más seguro para liberar la mente de ciertas servidumbres (demasiado) humanas. Al humanista no se le oculta que el progreso requiere la automatización de cada vez más operaciones para que el pensamiento creativo sea susceptible de más concentración. Las operaciones pensamiento semejan cargas de caballería en una batalla: las arremetidas son aconsejables sólo en los momentos decisivos (pues son estrictamente limitadas en número) y requieren caballos frescos (Whitebead, pagina 42). Una notación concisa (visible de un solo golpe de vista y escribible en pocos trazos) permite una claridad y transparencia que pone inmediatamente de relieve el meollo de lo irresuelto. Si además es especialmente apropiada, la notación reduce considerablemente la dificultad de la operación y ayuda a pensar (incrementa, como si dijéramos, el poder mental del individuo y, por tanto, el de la humanidad). Por ejemplo, antes de la adaptación de la llamada notación arábiga (de origen hindú), multiplicar era una operación sólo al alcance de las clases privilegiadas, y dividir requería facultades matemáticas de verdadera excepción. Cualquiera de los matemáticos insertos en el «elitismo» de la Hélade se hubiera quedado con la boca abierta al descubrir que a pesar de la estructura del mundo actual, un gran número de adultos (y hasta de niños) no demasiado privilegiados es hoy capaz de dividir con relativa facilidad por divisores de muchas cifras, algo insólito y poco menos que increíble para un hombre de hace dos milenios. Desde el siglo XVII hasta resulta accesible y relativamente fácil operar con fracciones decimales, prodigioso resultado del descubrimiento gradual de una notación llamada a descartar el opaco sistema numeral romano. Es bien sabido que los matemáticos romanos, lo mismo que los griegos, operaron sin la sutil idea del número cero («el más civilizado de los cardinales»). Descubrir el símbolo numeral 0 requirió extraordinarios ejercicios de abstracción y rindió, una vez descubierto, importantísimos servicios (empezando por hacer más «pensable» una idea), pese a la oronda y modesta apariencia del símbolo mismo.

 

Que los símbolos ayudan a pensar salta a la vista en cada momento de la vida cotidiana, especialmente en ciertas situaciones con aire de «adivina adivinanza». Recuérdese, por ejemplo, la respuesta «cifrada» al gavilán del cuento sobre el número de palomas de la bandada que tanto prometía a su buche:

 

            “-Con ésas, y otras tantas, y la mitad de otras tantas, y la cuarta parte de otras tantas, y contigo, gavilán, las cien palomas harán.”

 

Todo el sibilinismo de la respuesta se esfuma al hacer uso de un símbolo (digamos n) para representar a «ésas» (i. e. el número de palomas de aquel bando) y otros símbolos bien conocidos para representar las operaciones de la suma (i. e. +) y la división (como fracción), la relación de equivalencia (i. e. =), y los números uno, dos, cuatro y cien (representados por los símbolos numerales 1, 2, 4 y 100). Traduciendo los términos de la respuesta a símbolos tenemos:

 

1. «ésas», es decir, n.

 

2. «otras tantas», es decir, n.

 

3. «la mitad de otras tantas», es decir,

 

4. «la cuarta parte de otras tantas», es decir,

 

5. «contigo», es decir, 1.

 

Insertando ahora el símbolo de adición entre esas cinco expresiones simbólicas y estableciendo la relación de equivalencia con 100 resulta:

 

 

 

Así formulada, la respuesta no tiene ya el aire de «adivina adivinanza» que tenía, aunque quizá el sibilinismo haya sido reemplazado por el esoterismo un tanto misterioso e inaccesible que algunos suelen ver en todo lo que huela a matemáticas (es decir, a simbolización de variables). Pero si bien es verdad que nada es más incomprensible que una notación cuya clave no se conoce, el esoterismo de muchos símbolos desaparece casi mágicamente para el que adquiere una cierta familiaridad con la clave. Una notación adecuada hará invariablemente las cosas más fáciles, por muy difíciles que parezca hacerlas al principio. Los símbolos deben ser por lo menos simplificaciones prácticas, lubricantes y no rémoras. No hay razón alguna para que el estudioso M lenguaje encuentre una dificultad insuperable en ciertas notaciones y nociones lógicas o matemáticas que están al alcance de un estudiante de los primeros años del Bachillerato (cf. Chomsky, 1967, e/f, p. 166).

 

Lo extraño sería que el estudioso‑del‑lenguaje con vocación genuina no descubriese en el fondo de su conciencia claros indicios de interés por la quintaesencia de la lógica y de la matemática. Ya el matemático alemán Gottlob Frege (1848‑1925) puso especial énfasis en la idea de que una teoría matemática no es más que un sistema lógico con algunos postulados de añadidura (es decir, un sistema lógico «aplicado»). Por su parte, Bertrand Russell (1872‑1970) ha defendido desde por lo menos 1900 que la matemática y la lógica son idénticas y, con la colaboración de A. N. Whitehead (1861‑1947), dedicó una obra monumental (Principia mathematica, 1910‑1913) a demostrar que la matemática es «reducible a la lógica» '. Sí esto es así, la matemática no es mas que una subpenínsula de la península de la lógica. Y sabido es que la lógica ha surgido (como antídoto de la sofística) del estudio del uso del lenguaje. Hay elementos del lenguaje ordinario que son esenciales para argüir. Estos elementos esenciales (desde el punto de vista lógico) permiten construir la teoría del razonar, es decir, permiten la sistematización de] razonamiento válido (frente a los «razonamientos» del lenguaje ordinario, tan caros a Sancho como a Don Quijote). La sistematización de esos usos del lenguaje ordinario constituye la lógica formal (ajena al «contenido» o significación de sus asertos). En el nivel actual de nuestros conocimientos resulta no poco bizantino tratar de decidir si ciertas cuestiones cruciales caen en el dominio de la lingüística o en el de la lógica (áreas las dos hasta ahora mal acotadas). La lingüística del futuro bien pudiera estar llamada a ser una teoría general de la inteligencia humana y de sus productos (Chomsky, 1967, e/f, p. 167), y tendrá que dar de alguna manera razón de la diferencia de índole entre una oración aberrante (e. g. «estar cansado tiene plumas») y una oración falsa (e. g. «dos y dos son siete»). Entretanto cabe suponer que la lógica‑matemática no es mas que una península de la ínsula del lenguaje '. Ni la lógica, pues, ni la matemática pueden ser ajenas a quien nada humano (y menos lo esencial) es ajeno. De aquí la pertinencia de este prontuario, que sólo aspira a servir de aguja de marear y de incitación al (re)descubrimiento (como corresponde a una vena fundamentalmente realística). El lingüista sabe mejor que nadie que es de todo punto imposible percibir sutilezas en un soneto de Garcilaso si el lector tiene que deletrear una a una las palabras antes de poder leer la estrofa entera. Ni el estudioso ni el niño en andaderas puede echarse a correr de la noche a la mañana. Lo natural es que los primeros pasos sean más difíciles y que a la soltura de la carrera (para no hablar de las mudanzas inimitables de los Nijinskis y de los Antonios) no se llegue por ningún atajo.

 

Ante todo, el estudioso del lenguaje debe echar por la borda la antiquísima superstición de que las matemáticas no son para «humanistas»: la trinidad es mucho más misteriosa que el numeral 3, el candelabro de los siete brazos mucho más inquietante que el numeral 7, y los Estados Unidos del siglo XVIII (ya no digamos los de XX) mucho más temibles que el numeral 13. Lo que no es cosa de humanistas es la superchería. Tampoco es cosa de humanistas la carencia de imaginación. La noción de cero (y hasta la de raíz cuadrada de menos uno) es mucho más clara y concebible que la noción que muchos tienen de la equidad (concepto humanístico a mas no poder). Y la noción de variable, básica para la lógica y la matemática pura, es imprescindible para explicar todo tipo de volubilidades, aun las más humanísticas.

 

Las nociones abstractas pueden no ser menos reales que los especímenes concretos, aunque suelen ser mucho más difíciles de descubrir (si son verdaderas Américas precolombinas). No se olvide que los chinos, por ejemplo, como ya hizo notar Leibniz, no han descubierto la escritura alfabética (aunque contaban también con sonidos articulados), y leer chino sigue teniendo mucho de hazaña intelectual. Ni es posible olvidar que la abstracción ha atraído a los «humanistas» de todos los tiempos (desde Platón a Leonardo y a Picasso), y ni siquiera ha lo que se dice disgustado (pese a todas las apariencias) a los simbolistas y pre o post‑simbolistas franceses. Así, pues, ni la abstracción (hoy tan en boga) ni el simbolismo son incompatibles con la creación artística y poética; más bien son aconsejables (y hasta imprescindibles) en todo tipo de creación. Por lo demás, el estudio de las propiedades formales abstractas de las cosas es perfectamente conjugable con todo tipo de «élan vital» genuino, por muchas bascas que hagan los irracionalistas exacerbados que pretenden pasar por humanistas. El agua no deja de ser agua para el que sabe que H20 no es una fórmula húmeda, ni el amigo íntimo deja de ser amigo para el que sabe que empezó siendo un óvulo fecundado como otro ser humano cualquiera. Pero, a lo que parece, la ciencia tiene poco de ciencia si no sigue el camino de perfección formal de la matemática, dicho sea con la venia de los que ponen el agua del Lozoya a salvo de la química.

 

Entre los primeros humanistas que hicieron uso sistemático de la noción de variable están sin duda los griegos, aunque por entonces eran ya muchos los habitantes del lenguaje humano que podían hacer referencia a cualquier cosa (y por tanto a todas) o a alguna cosa (i. e. al menos una). La significación de estos dos determinantes del lenguaje ordinario (a los que Quine ha prestado especial atención) es una de las más difíciles del pensamiento abstracto. En el prólogo a su Principles of mathematics confiesa Russell (en diciembre de 1902) que el estudio de la filosofía de la dinámica le llevó al de la geometría primero, luego al de la filosofía de la continuidad y la infinidad, y por fin al de la lógica simbólica, con el propósito, en este caso, de descubrir la significación de la palabra any («cualquiera»). Esta fue, pues, la primera piedra de un imponente monumento a la Razón (los Principia matbematica de nuestro siglo, uno de los generadores más potentes del pensamiento abstracto), un monumento mucho más comparable a las cataratas del Niágara, por ejemplo, que a la masividad del Valle de los Caídos: Carcajearse ante ello es como carcajearse ante la erupción de un volcán.

 

No creo que haya ningún lingüista al que le intrigue menos la significación de la palabra cualquiera que la de cualquier otra palabra. Ni creo que quien sea capaz de escribir q.v., s.l.a.n. y otros jeroglíficos por el estilo, encuentre difícil reemplazar la palabra cualquiera por la letra x o por la letra y. Si bien se piensa, no supone más simbolismo escribir, por ejemplo,

 

2 + 3 = 3 + 2

 

que escribir

 

x + y = y + x

 

generalizando a dos números cualesquiera una de las propiedades de la suma. De manera semejante, no es más fácil entender el simbolismo de

 

CAPRA > cabra

 

o, más escuetamente,

 

‑P‑ > ‑b­

 

 

que darse cuenta de que

 

 

3>2

 

indica que el número tres es mayor que el número dos. Ni esto último es mucho menos difícil que la generalización

 

y>x

 

interpretada en el sentido de que si x es un número cualquiera, hay algún número (o números) y que es mayor que x. Y así, como el que no quiere la cosa, entra la noción de infinito en la matemática y en la filosofía.

 

Si se compara lo que entrecomillo a continuación, «hay algún número que es mayor que un número cualquiera», con la expresión simbólica

 

y>x

 

que de cierto modo traduce (valga la imprecisión) lo entrecomillado, se ve enseguida que el álgebra viene a ser una especie de taquigrafía del lenguaje ordinario. Claro que además de ser más concisa que el lenguaje común, puede ser también más precisa. Precisión singular es la que requirieron, alumbrada ya el álgebra, los “ínfinitement petits” de Leibniz (y Newton, significativa coincidencia). Pero aunque ya desde el siglo XVII se sabía muy bien que ni el álgebra ni el cálculo diferencia¡ podrían tenerse en pie sin los plintos cualquiera y alguno, hasta el alborear de nuestro siglo no se cayó en la cuenta de lo fundamentales que son esas nociones (compuertas del pensamiento abstracto) en la lógica y en la matemática.

 

En lógica, como en gramática, una oración (también llamada sentencia) expresa una proposición (o juicio). Pero el cálculo proposicional, como el cálculo de las clases, es una gramática «buliana» [Boole], es decir, una gramática sin cualquiera y sin ninguno (i. e. sin partículas cuantificantes). Es el cálculo cuantificacional el que opera con funciones proposicionales, es decir, con funciones cuyos valores son proposiciones (y no con simples proposiciones). Una función proposicional es denotada por una función oracional, que a su vez es expresada por una fórmula oracional como, por ejemplo, «x es lingüista». Esta expresión entrecomillada no es una oración hasta que reemplazamos x por un nombre cualquiera, v. gr. «Che es lingüista» (la proposición denotada por esta oración puede ser verdadera o falsa, por supuesto). La letra x es, pues, la variable de esa forma oracional.

 

Con decir que es una variable no está dicho todo. Considérese, por un momento, los casos siguientes:

 

E.1  i. Respecto a un número cualquiera x, x + 99 = 99 + x.

 

       ii. Respecto a algún número x, x + 99 = 101.

 

       iii. Respecto a algún número x, x + 99 > 101.

 

Salta a la vista que la significación de algun(o) contiene sorprendentes posibilidades. Si es verdad que x + 99 = 99 + x cualquiera que sea el número (caso i), entonces también es verdad para algún número x (i. e. cualquiera incluye algun(o) y algun(o) no excluye cualquiera); si x + 99 = 101 para algún número x (caso ii), resulta que hay sólo un número que satisfaga la relación (i. e. el número 2); y si x + 99 > 101 para algún número x (caso iii), resulta que hay un número infinito de números que satisfacen la relación. Así, pues, algún(o) puede ser cualquiera o puede ser uno solo o puede quedar más o menos cerca de uno de esos dos extremos. Esta idea de variable indeterminada (y no la de incógnita que hay que despejar en una ecuación, por muy importantes que las ecuaciones sean) es la capital de la península lógico‑matematica (Whitehead, pp. 8‑9). Pero es preciso distinguir con sumo cuidado el determinante que generaliza, del determinante que exístencializa (en términos lógicos, el cuantificante general, del cuantificante existencial). «Cualquier unicornio sabe leer y escribir» (i. e. para un x cualquiera, si x es un unicornio, entonces x sabe leer y escribir) no es ciertamente lo mismo que «algún unicornio sabe leer y escribir». Si representamos «unicornio» con el símbolo x y «sabe leer y escribir con el símbolo P, la oración de cualquier, partícula que se simboliza (x) en lógica, sería representada, en general (Tarski usa otros símbolos) como

 

E.2                                                      (x) PX

 

(o sea «cualquier x tiene la propiedad P», «cualquier x es P» o simplemente «para todo x, Px»). Y la oración de algún(o), que en lógica se simboliza por una E vuelta hada la izquierda (alusiva a la inicial del latín existit) y seguida de x (entre paréntesis los dos símbolos) quedaría reducida a

 

E.3                                                      ($x)  Px

 

(o sea «hay al menos un x que es P» o «para algún x, Px»).

 

Los símbolos no sólo esclarecen cuestiones relativamente abstrusas (como la de los cuantificantes), sino también cosas de sentido común (más o menos útiles) y hasta enigmas lúdicos, algunos casi tan viejos como andar a pie. Uno bastante conocido es el siguiente:

 

            ‑Piensa un número. Súmale 6. Multiplica el resultado por 2. Réstale 8. Divide el resultado por 2.  Réstale el número que pensaste al principio.

 

Tras esa retahíla y el prodigio de que le acierten el resultado como el que no quiere la cosa, habrá siempre quien quede más o menos confuso o intrigado. Pero si en vez de todo ese párrafo se escribe, taquigráficamente:

 

 

sólo para algunos la confusión subirá de punto. Basta una familiaridad mínima con la técnica del manejo de esos símbolos para ver en seguida que la respuesta tiene que ser invariablemente 2. En primer lugar, es obvio que esa expresión es equivalente a esta otra:

 

(2 (n + 6) ‑ 8) ‑ 2n

 

que a su vez es equivalente a esta otra

 

2n + (2 x 6)‑8‑2n

 

y a esta otra

 

n + 6 ‑ 4 ‑ n

 

Si de n se quita n claro que no queda nada, y si de 6 se quita 4 tienen que quedar 2. La cosa no tiene vuelta de hoja. Pero sin hacer uso de los símbolos no es tan fácil de ver por qué la respuesta tiene que ser siempre 2, cualquiera que sea el número pensado.

 

Y no se diga que el uso de la letra n como variable casa perfectamente bien con el álgebra, pero no con la lingüística. Aparte de que una lingüística sin letras no se da en todos los climas, en la fonología de Alarcos, pongamos por caso representativo, ese mismo símbolo m (escrito /n/) es también una variable y representa toda una clase de sonidos. Claro que ya representaba una clase de sonidos para los descubridores del alfabeto. Más novedosa es la utilización del símbolo N para representar una nasal cualquiera. Salta a la vista que el símbolo N es mucho más conciso y más perspicuo que la expresión «una nasal cualquiera». Lo que no salta a la vista es la justificación empírica de la notación.

 

Adentrémonos, pues, sin más preámbulos, en este tema crucial.