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Introducción al libro "Logical Positivism" (pp. 10-24 del original)

 

 

Alfred Ayer (1959): Logical Positivism. New York: The Free Press

 

 

 

El ataque contra la metafísica.

“Cuando, persuadidos de estos principios, recorremos las bibliotecas, ¿qué estragos deberíamos hacer? Si tomamos en nuestras manos, -por ejemplo, un volumen de teología o de metafísica escolástica, preguntamos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o los números? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre hechos y la existencia? No. Pues al fuego con él, porque no contiene más que sofistería y engaños”. Esta cita está tomada del Enquiry concerning Human Understanding, de David Hume. Es una declaración excelente de la posición positivista. En el caso de los positivistas lógicos, se puso el epíteto “lógico”, porque ellos pretendían añadir los descubrimientos de la lógica moderna; en particular creían que el simbolismo lógico que ha sido desarrollado por Frege, Peano y Russell les sería útil. Pero su punto de vista general es exactamente el mismo que el de Hume. Como él, dividían las proposiciones significativas en dos clases: proposiciones formales, como las de la lógica o la matemática pura, que ellos tienen por tautológicas, en un sentido que explicaré enseguida, y proposiciones de hecho (fácticas), de las que se exigía que fueran verificables empíricamente. Se suponía que esa división es exhaustiva, de suerte que, si una oración no llegaba a expresar algo que sea formalmente verdadero o falso ni algo que pueda ser probado empíricamente, se consideraba que no constituye proposición alguna en absoluto. Puede ser que tenga un significado emotivo, pero literalmente carecerá de sentido.

A una gran parte de la producción filosófica se la estimaba que entraba dentro de esa categoría, la que trata de lo absoluto, o de las entidades trascendentes, o de la sustancia, o del destino del hombre. Decían que esas aserciones eran metafísicas; y la conclusión que se sacaba era que, si la filosofía ha de constituir una rama genuina del conocimiento, tiene que emanciparse de la metafísica... Ataques contra la metafísica se presentan con frecuencia en la historia de la filosofía. He citado a Hume, y podía haber citado también a Kant, que sostiene que el entendimiento humano se pierde en contradicciones cuando se aventura a ir más allá de ‘los límites de la experiencia posible. La originalidad del positivismo lógico está en que hace depender la imposibilidad de la metafísica no de la naturaleza de lo que puede ser conocido, sino de la naturaleza de lo que se puede decir. La acusación contra la metafísica era que viola las reglas a que una proposición debe someterse para tener una significación literal.

Al principio, la formulación de esas reglas o leyes estaba unida a la concepción del lenguaje, que expone explícitamente en su Tractatus Wittgenstein, que la heredó de Russell. La suposición implícita es que hay proposiciones que son elementales, en el sentido de que, si son verdaderas, corresponden a hechos absolutamente simples. Puede ser que el lenguaje que actualmente usamos no contenga los medios de expresar esas proposiciones; las proposiciones para cuya expresión sirve ese lenguaje puede ser que no sea ninguna de ellas elemental, pero las proposiciones más complejas deben, con todo, descansar en algún fundamento de proposiciones elementales, aunque ese fundamento quede oculto, Son significativas únicamente en cuanto que dicen lo que se diría afirmando ciertas proposiciones elementales y negando otras; esto es, únicamente en cuanto dan una descripción, verdadera o falsa, de los hechos últimos “atómicos”. Se las puede, pues, representar como construidas por proposiciones elementales merced a las operaciones lógicas de conjunción y negación; de tal manera que su verdad o falsedad depende enteramente de la verdad o falsedad de las proposiciones elementales en cuestión, Así, si se supone que p y q son proposiciones elementales, la proposición “molecular” “p o q” se toma como equivalente a “no (no-p y no-q)”; y eso significa que es falsa si son falsas p y q, pero verdadera en los tres casos restantes, a saber: en el caso de que p y q son las dos verdaderas, en el que p es verdadera y q falsa, y en el que p es falsa y q verdadera. En general, dadas n proposiciones elementales, siendo n un número finito, hay 2n distribuciones posibles de verdad y falsedad entre ellas; y la significación de las proposiciones más complejas que pueden ser formadas con ellas está constituida por la selección de las distribuciones de verdad en las cuales pueden estar conformes o disconformes.

Como regla general, se encontrará que una proposición está de acuerdo con algunas distribuciones de verdad y en desacuerdo en otras; entre las posibles situaciones de hechos con las que puede estar relacionada, unas la harán verdadera y otras falsa. Hay, sin embargo, dos casos extremos: aquél en que una proposición está de acuerdo o en armonía con todas las distribuciones de verdad y aquél en que no está de acuerdo con ninguna. En el primer caso es verdadera en todas las circunstancias, sean las que sean, y en el segundo, falsa. Según Wittgenstein, esos dos extremos son el de la tautología y el de la contradicción.

Las aserciones metafísicas son, por otra parte, sin sentido a causa de que no guardan o tienen relación con los hechos. No están construidas en absoluto a base de proposiciones elementales.

Como Wittgenstein no explicó qué pensaba él que son sus proposiciones elementales, no dejó en claro en qué punto o momento se ha de pensar que uno se adentra en el terreno de la metafísica. Parece, sin embargo, que cualquier intento de caracterizar a la realidad como un todo, o una aserción como la de que el universo es espiritual, o que todo sucede con el mejor resultado en el mejor de los mundos, sería para él metafísico; y que tales aserciones no distinguen entre los posibles estados de cosas dentro del mundo -ninguna cosa que sucede es caracterizada como espiritual o considerada como un suceso con el mejor resultado-, de lo cual se sigue que no son fácticas. Ni tampoco parece que están construidas o se componen de proposiciones fácticas al modo como lo son las tautológicas. Y aunque lo fuesen, no dirían nada.

Cualquiera que haya sido el punto de vista propio de Wittgenstein, sus seguidores dieron por hecho que las proposiciones elementales que admitían ese criterio de significación eran relaciones de observación. Como veremos después, pronto vinieron a estar en desacuerdo sobre el carácter de esas relaciones. Se discutía sobre la cuestión de si eran infalibles y si se referían a las sensaciones privadas del que habla o a sucesos físicos públicos. Pero se estaba de acuerdo en que, de una forma u otra, proporcionaban la piedra de toque de verificación empírica de todas las demás proposiciones. Y como, según la teoría de Wittgenstein, ellas solas proporcionan a esas proposiciones su contenido fáctico, también a ellas se debía su significación. Esta manera de pensar se condensó entonces en el famoso lema de que el sentido de una proposición consiste en su método de verificación.

La asunción que estaba tras este lema era la de que cuanto puede decirse o afirmarse, puede ser expresado en términos de proposiciones elementales. Todas las de orden superior, incluidas las hipótesis científicas más abstractas, no eran en definitiva más que descripciones taquigráficas de sucesos observables.  Pero ese supuesto era muy difícil de sostener. Era particularmente vulnerable cuando se consideraba a las proposiciones elementales como relaciones de las experiencias inmediatas del sujeto; pues, aun cuando se ha sostenido algunas veces que las proposiciones sobre objetos físicos pueden ser traducidas con toda fidelidad en proposiciones sobre los datos de los sentidos, no se ha realizado nunca una tal traducción; y hay, en verdad, buenas razones para suponer que eso no es posible. Además, la elección de esa base planteaba el problema del solipsismo, el problema de hacer la transición de las experiencias privadas del sujeto a las experiencias de los demás y de todo el público...

A causa de esta y otras dificultades, vino a prevalecer entre los positivistas lógicos la opinión de que las exigencias de que una proposición sea definitivamente verificable o que se demuestre falsa definitivamente, eran demasiado rigurosos criterios de significación. Decidieron, en vez de él, contentarse con un criterio más laxo, por el cual se requería tan sólo el que una proposición sea capaz de ser en algún grado confirmada o refutada por la observación; si no era en sí una proposición elemental, tenía que ser tal que la pudiesen apoyar proposiciones elementales, pero éstas no la implicaban necesariamente a ella o a su negación. Desgraciadamente, esa noción de “apoyo” o “confirmación” nunca ha sido formalizada adecuadamente. Se han realizado varios intentos de dar una expresión completamente precisa al “principio de verificación” en esta forma mitigada, pero los resultados no han sido plenamente satisfactorios. Sin embargo, en el uso del principio no se ha esperado a obtener su propia formulación; se tenía suficientemente claro su tenor general...

Una objeción obvia contra el principio de verificación, de la que pronto se apercibieron los adversarios de los positivistas, es que el principio no es verificable por sí mismo. Supongo que se la puede tomar o entender como una hipótesis empírica sobre el mundo como el pueblo, el vulgo, usa la palabra “sentido o significación”; pero en ese caso aparecería que es falso, ya que no es contrario al uso ordinario el decir que las proposiciones metafísicas están dotadas de sentido. Tampoco sus defensores presentan el principio como el resultado de alguna investigación empírica. Pero entonces, ¿qué estatuto piensan ellos que tiene? ¿No puede ser él mismo metafísico? Sorprendentemente, Wittgenstein acepta esta acusación. “Mis proposiciones, dice él al final de su Tractatus, son explicativas de este modo: aquel que me entiende, finalmente, las reconoce como privadas de sentido; una vez que, a través de ellas, haya salido de ellas, debe, por así decirlo, arrojar la escalera después de haber subido por ella. Debe superar esas proposiciones; entonces él ve el mundo rectamente”. Pero eso es un vano intento de salir airoso de cualquier manera. Sin duda, algunas proposiciones que no tienen sentido son más sugestivas que otras, pero eso no les confiere fuerza lógica alguna. Si la verificación del principio es realmente sin sentido, él no enuncia nada; y si uno sostiene que no enuncia o dice nada, entonces no puede sostener a la vez que lo que enuncia es verdadero.

El Círculo de Viena tendió a ignorar esta dificultad; pero a mí me parece bastante claro que lo que de hecho hacían era adoptar el principio de verificación como algo convencional. Proponían una definición de sentido o significación que estaba conforme con el uso común, en el sentido de que señala las condiciones a que de hecho responden o satisfacen las proposiciones que se consideran como informativas empíricamente. La manera de tratar las proposiciones a priori tendía también a proporcionar una explicación del modo como tales proposiciones funcionan de hecho... En ese grado, su obra era descriptiva; resultó prescriptiva con la indicación de que sólo las proposiciones de esas dos clases son las que se han de considerar como verdaderas o como falsas, y que sólo las proposiciones que sean capaces de ser o verdaderas o falsas pueden ser consideradas como dotadas de sentido literal.

Pero ¿por qué ha de ser aceptada esa prescripción? Lo más que se ha probado es que las proposiciones metafísicas no caen dentro de las mismas categorías que las leyes de la lógica, o las hipótesis científicas, o las narraciones históricas, o los juicios de percepción, o cualesquiera otras descripciones del sentido común del mundo “natural” ¿De seguro no se sigue que no sean ni verdaderas ni falsas, y mucho menos que carezcan de sentido?

No; no se sigue. Mejor dicho, no se sigue a no ser que alguno haga que se siga. La cuestión es si uno piensa que la diferencia entre las proposiciones metafísicas y las del sentido común o las científicas es lo suficientemente radical como para que sea útil el subrayarla de esa manera. El defecto de ese procedimiento es el de que tiende a hacer a uno insensible al interés que pueden tener las cuestiones metafísicas. Su método está en que quita o suprime la tentación de mirar al metafísico como a una especie de soberano científico. Y no es ésta una cosa trivial. Con demasiada frecuencia se ha asumido que el metafísico hace la misma obra que el científico, sólo que en mayor profundidad; que él pone al descubierto estratos más profundos de los hechos. Es, por lo tanto, de importancia el poner de relieve que él, en ese sentido, no describe absolutamente ningún hecho...

Lenguaje y hecho

Con su eliminación de la metafísica, los positivistas de Viena creían también arrinconada la teoría del conocimiento, pero en esto se engañaban. La primera fuente de dificultades fue la noción de proposiciones elementales. Tanto su carácter como su naturaleza se convirtió en objeto de discusión.

Al principio, como he dicho, prevaleció el modo de pensar que esas proposiciones se referían a las experiencias internas o externas del sujeto. Ese punto de vista se adoptó porque parecía seguirse de la adecuación del sentido de una proposición con él método .de su verificación. Porque, en última instancia, una proposición es verificada realmente sólo por medio de alguna experiencia que alguien tiene. En la mayoría de los casos, la verificación consistiría en la percepción de algún objeto físico; pero se sostenía, siguiendo a Russell y en último término a Berkeley, que a los objetos físicos que se perciben había que analizarlos en relación con las sensaciones que se tienen, o, como Russell expresa, con la percepción de datos sensoriales. Aunque los objetos físicos pueden ser accesibles públicamente, se estimaba que los datos de los sentidos son privados. No puede pensarse que participamos literalmente de los datos sensoriales de otro, ni más ni menos que no podemos participar literalmente de los pensamientos o imágenes y sentimientos de otro.

El resultado fue que la verdad de una proposición elemental podía registrarse directamente únicamente por la persona a cuya experiencia hacía relación. Y no sólo era su juicio soberano; en el caso más favorable, se le tenía por infalible. Uno puede ciertamente equivocarse sobre las experiencias que ha de tener en el futuro, o aun sobre las que ha tenido en el pasado; nadie sostiene que la memoria no nos pueda engañar o fallar; pero si uno se propone solamente registrar una experiencia que actualmente tiene, entonces, según ese punto de vista, no hay posibilidad alguna de error. Como uno puede mentir, su proposición o afirmación puede ser falsa; pero no puede dudar o equivocarse sobre su verdad. Si es falso, sabe que lo es. Un modo de expresar eso ha sido alguna vez el decir que las proposiciones de esa clase son “incorregibles”.

Esta concepción de las proposiciones elementales fue atacada por diversos capítulos. Había algunos a los que les parecía que ninguna proposición empírica podía ser incorregible en el sentido exigido. Se inclinaban, por lo tanto, a pensar que uno puede engañarse sobre el carácter de su experiencia presente, de suerte que la proposición que la registrase fuese falible como las demás, o que esos “relatos o registros directos de experiencia” no eran genuinas proposiciones, ya que lograban su seguridad a costa de sacrificar todo contenido descriptivo. Pero la dificultad más seria está en la condición privada de los objetos a los cuales se suponía que hacían referencia las proposiciones elementales. Si cada uno de nosotros está obligado a interpretar cualquier proposición como si fuese una descripción de sus propias experiencias privadas, es difícil ver cómo podemos en modo alguno comunicarlas. Aun hablar de “cada uno de nosotros” es cometer petición de principio; porque parecería, desde este punto de vista, que la suposición de que otros existen no tenía sentido para mí si no lo interpreto como hipótesis sobre mis propias observaciones acerca de ellos, esto es, acerca del curso o serie de mis experiencias actuales o posibles. Carnap y otros sostenían que el solipsismo que parecía implicado en esta posición era sólo metodológico; pero eso no pasa de ser una confesión de la sinceridad de sus intenciones. No mitiga en nada las objeciones a su teoría.

Al principio se pensaba que la dificultad sobre la comunicación puede refutarse haciendo una distinción entre el contenido de las experiencias y su estructura. El contenido, se decía, es incomunicable. Como otros muchos no pueden sentir unos datos sensoriales o compartir mis pensamientos o sentimientos, no pueden verificar las proposiciones que yo hago o formulo sobre ellos; como tampoco puedo yo verificar las correspondientes proposiciones que ellos hacen sobre sus experiencias; y si no las puedo verificar, tampoco las puedo entender. En este grado habitamos mundos completamente diferentes.

Lo que se puede verificar, sin embargo, es que esos mundos tienen una estructura similar. Yo no tengo ningún medio para decir que el sentimiento que otra persona registra cuando dice que él tiene dolor, es en todo semejante al sentimiento que yo llamo dolor; yo no tengo ningún medio para decir que los colores que identifica con el uso de ciertos nombres, le parecen a él completamente los mismos que los colores a los que yo aplico esos nombres. Pero, por lo menos, yo puedo observar que aplicamos los nombres en las mismas ocasiones, que su clasificación de los objetos según su color coincide con la mía; puedo observar, cuando él dice que tiene dolor, que da las muestras o señales que yo estimo apropiadas. Y eso es todo lo que se requiere para la comunicación, No me importa o interesa a mí lo que son las experiencias que actualmente tiene mi vecino, porque todo lo que puedo conocer es que ellas son completamente diferentes de las mías. Lo que importa es que la estructura de nuestros respectivos mundos es lo suficientemente semejante para mí como para que pueda fiarme de la información que él me da. Y sólo en ese sentido es como tenemos un lenguaje común. Tenemos, por decirlo así, el mismo lienzo, en el que cada uno pintamos según nuestro propio estilo. Se sigue de ahí que, si hay proposiciones, como las de la ciencia, que tienen una significación intersubjetiva, deben ser interpretadas como descripciones de estructura. 

Como ya he observado, la objeción fundamental contra esta manera de pensar es que pone inconsecuentemente los “mundos privados” de otras personas al mismo nivel que el propio de uno; viene a parar a una curiosa y, en realidad, contradictoria teoría de un solipsismo múltiple, pero, aparte de esto, la distinción que trata de establecer entre contenido y estructura no parece que se pueda sostener. Porque ¿cuál podría ser un ejemplo de una proposición que se refiere sólo a la estructura? Hay aquí un eco de las cualidades primarias de Locke. Pero las proposiciones que se refieren a las propiedades “geométricas” de los objetos, a “la figura, extensión, número y movimiento”, tienen que ser interpretadas en términos de contenido tanto como las proposiciones que se refieren a los colores y a los sonidos.

Si yo no tengo modo de saber si mi vecino quiere decir lo mismo que yo cuando usa las palabras que designan los colores, tampoco tengo modo de saber si él profiere o piensa lo mismo cuando usa las palabras que se refieren a relaciones espaciales o a cantidades numéricas. No puedo ni siquiera decir si lo que yo tengo por la misma palabra es realmente lo mismo para él. Todo lo que me queda es la aparente armonía de nuestro comportamiento. Además, parece que el intento de hacer o establecer una distinción dentro de los límites del lenguaje descriptivo entre lo que puede y no puede ser comunicado, debe anularse a sí mismo. Lleva al absurdo sobre el que Ramsay llama la atención en su artículo sobre “filosofía”: “La situación del niño en el diálogo siguiente:

-Di ‘desayuno’.

- No puedo.

-¿Qué no puedes decir?

- No puedo decir ‘desayuno’...

 

Análisis filosófico

Algo de la insatisfacción que suscitó la teoría emotiva de la ética, y en realidad el positivismo lógico en general, puede deberse al hecho de que los hombres tienen aún propensión a mirar a la filosofía como guía de su conducta en la vida. Cuando se le niega esa función y aun la posibilidad de penetrar a través del velo de las apariencias y explorar las ocultas profundidades de la realidad, tienen la impresión de que se la ha trivializado. Si ese programa tradicional, de antigua reputación, consagrado por el tiempo, no tiene sentido, ¿qué queda? Como dice Ramsey, “la filosofía tiene que tener alguna finalidad, y debemos tomarla en serio”. Pero ¿qué función le hacen desempeñar los positivistas? 

Desde el punto de vista del Tractatus de Wittgenstein, su función aparecerá que es puramente negativa, pero no por eso sin importancia. “El método recto de la filosofía, dice Wittgenstein, debe ser éste: No decir nada más que lo que se puede decir, i. e., las proposiciones de las ciencias naturales, i, e., algo que no tiene que ver nada con la filosofía; consiguientemente, siempre que alguno intente o quiera decir algo metafísico, demostrarle que no ha dado ningún sentido a determinados signos, palabras, en sus proposiciones. Este método le parecerá inaceptable a él -no tendrá él la sensación de que le estamos enseñando filosofía-, pero sería el único método estrictamente correcto”. Esta visión, más bien deprimente, del quehacer filosófico no fue mantenida rigurosamente por el mismo Wittgenstein. Las investigaciones filosóficas contienen mucho más que una serie de pruebas de que los hombres han fracasado en su intento de dar sentido a ciertos signos o palabras en sus proposiciones. Sin embargo, dejan todavía la impresión de que filosofar es meterse en un embrollo, o en librar o sacar de tal embrollo a sí mismo o a otros. La filosofía es una lucha contra el embelesamiento o encantamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje. ¿Cuál es nuestro designio en filosofía? El enseñar a la mosca cómo salir del mosquitero. De todos modos, es meritorio para la mosca el estar ahí. Son las inteligencias críticas las que se embelesan a sí mismas.

El Tractatus no dejó lugar para proposiciones filosóficas. Todo el campo del lenguaje significativo fue ocupado por proposiciones formales, de una parte, y proposiciones empíricas, de otra. No quedaba casi nada que tratar para la filosofía. Por esta razón es por lo que sostenía Wittgenstein, y con él Schlick, que la filosofía no es una doctrina, sino una actividad. El resultado del filosofar, hacer filosofía, dice Schlick, no es el acumular una serie de proposiciones, sino el de infundir claridad a otras proposiciones.

Mas para hacer claras a unas proposiciones, tiene que ser posible el hablar de ellas. Como explica Russell en su introducción al Tractatus, Wittgenstein parece no conceder eso, o quererlo sólo en una medida limitada. Él suponía que el intento de describir la estructura del lenguaje, como opuesto al de exhibirlo en su uso, tiene que resultar una cosa sin sentido. Pero aunque esta conclusión pueda haber sido aceptada formalmente por Schlick, en la práctica fue dejada a un lado por el Círculo de Viena. Así, Carnap, en su Logische Aufbau, se opone expresamente a describir la estructura del lenguaje, ideando o inventando lo que él llama “sistema de constitución”, en el cual se asigna su propio puesto, según un orden jerárquico deductivo, a los varios tipos de expresión lingüística, o conceptos. Si se le hubiese preguntado sobre el status de sus propias proposiciones, supongo que habría respondido que eran analíticas; constando, como en realidad constan, de definiciones y de sus consecuencias lógicas, pertenecen a la esfera de las verdades formales. Como quiera que sea, pensaba, indudablemente, que esas proposiciones son significativas, induciendo al Círculo de Viena a afirmar que son la clase de proposiciones que se podían esperar de un filósofo...

 

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