POSITIVISMO LÓGICO

 

J. O. Urmson (1994), en Enciclopedia Concisa de Filosofía y Filósofos. Madrid: Editorial Cátedra (pp.318-324)

   

POSITIVISMO LOGICO es el nombre dado (por Blumberg y Feigl en 1931) al movimiento filosófico que emanó del círculo DE VIENA. Aunque es aplicado frecuentemente con un vago tono de oprobio a la filosofía analítica en general, es mejor confinarlo a su propósito original, uso en el cual es en gran parte sinónimo del empirismo llamado «lógico», «científico» o «consistente». El circulo DE VIENA se originó a comienzos de los años veinte como un grupo de discusión informal en la Universidad de Viena, presidido por Moritz Schlick. Entre los miembros más prominentes se contaban Rudolf CARNAP, Otto Neurath, Friedrich WAISMANN, Philipp Frank, Hans Hahn, Herbert Feigl, Victor Kraft, Felix Kaufmann y Kurt Godel. Otros asociados, más o menos remotos en la distancia, en el tiempo o en la opinión, fueron Hans Reichenbach, Carl Hempel, Karl Menger, Richard von MISES, Joergen Joergensen, Charles W. MORRIS y A. J. AYER. Muchos componentes del círculo original no eran filósofos, sino matemáticos, físicos y científicos sociales, que compartían un interés común por la filosofía de la ciencia y un disgusto común por la metafísica académica que entonces prevalecía en Alemania y en Europa Central.

Históricamente, su lógica fue la lógica de FREGE y de RUSSELL, mientras que su «positivismo» debía menos a COMTE que al «neopositivismo» de MACH y de Poincaré a la relatividad general de Einstein, a través de éstos a Karl Pearson, Jobn Stuart MILL los escritores de la Ilustración y los primeros empiristas ingleses (más particularmente a HUME). Sin embargo, la influencia inmediata más fuerte fue la de WITTGENSTEIN, quien no era miembro del círculo, pero mantenía relaciones con alguno de sus miembros. Su Tractatus Logico-Phdosophicus (1921) suministró la base para muchas de las discusiones del círculo como también ocurrió con Aligemeine Erkenatnislehre (1918-1925) de Schlick y Logische Aufbau der Welt (1928) de Carnap.

Después de algunos años de existencia relativamente privada y no consciente de sí, el grupo se constituyó formalmente en 1929 como el círculo DE VIENA, siendo elegido este nombre—debido a Neurath—por sus agradables asociaciones con bosques, valses y otras amenidades locales. Se editó un manifiesto con bibliografía (Wissenschaftliche Weltauffassung: Der Wiener Kreis) bajo los auspicios de una sociedad afín, la «Verein Ernst Mach»- se celebró un congreso en Praga; y la revista Annalen der Philosophie, aparecida en 1930, vuelta a bautizar con el nombre de Erkenntnis, y dirigida por Carnap y Reichenbach, permitió que el círculo estableciera y mantuviera contacto con un cuerpo de simpatizantes que iba en aumento en Inglaterra , los Estados Unidos y el norte de Europa. Se celebraron más congresos, en el nombre de la «unidad de la ciencia», en Konigsberg (1930), Praga (1934), París (1935 Y 1957), Copenhage (1936), Cambridge, Inglaterra (1938) y Cambridge, Mass. (1939). Otras empresas incluían la publicación de diversas series de libros y monografías, siendo la más ambiciosa de éstas el proyecto de Neurath todavía incompleto de una «Enciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada».

Este ensanchamiento de las actividades se vio acompañado por cierta pérdida de identidad, y hacia la mitad de los años 30 el positivismo lógico era ya algo difuso dentro del más amplio y más vago movimiento del empirismo lógico. Las reuniones del CIRCULO DE VIENA propiamente dicho terminan abruptamente en 1936 con el asesinato de Schlick, y su disolución se completó pronto por la presión de los acontecimientos en Europa, viéndose la mayoría de sus miembros llevados al exilio a Inglaterra o a los Estados Unidos. Muchos se han quedado allí, mientras otros han muerto; entre los sobrevivientes se cuentan figuras activas y distinguidas tales como Carnap y Feigl, pero ya no forman un grupo definido. La influencia residual del movimiento probablemente sea más fuerte en los Estados Unidos, donde continua habiendo un Instituto para la Unidad de la Ciencia. En otros lugares las tesis explícitas del movimiento han dejado de excitar gran controversia aunque muchos de sus ideales siguen siendo operativos en la filosofía analítica del momento presente.

Los positivistas lógicos predicaban un acuerdo cuasicientífico entre los filósofos, y en principio estuvieron sorprendentemente cerca de practicarlo al menos entre ellos mismos. Aparte de ciertas diferencias técnicas, es posible, por tanto, aunque azaroso, concederles el crédito de un punto de vista colectivo. Los principales rasgos de éste ya han sido indicados brevemente: un empirismo total, apoyado en los recursos de la lógica moderna y templado únicamente por un respeto posiblemente exagerado hacia los logros y capacidad de la ciencia moderna, un rechazo igualmente total de la metafísica, sobre bases lógicas como algo no meramente falso o fútil, sino sin sentido; en definitiva una restricción de la filosofía a la tarea de eliminar sus propios problemas, clarificando el lenguaje que se emplea en la estructuración de ésos, y el propósito más constructivo de analizar y unificar la terminología de las ciencias, mediante la reducción a un denominador común en el lenguaje de la física El EMPIRISMO es la doctrina de que todo el conocimiento se deriva en última instancia de la experiencia. Tal como fue establecido por Hume implica la tesis psicológica de que todas las ideas son copias directas o indirectas de las impresiones sensibles, de donde se saca la conclusión de que el conocimiento lo es o bien acerca de las relaciones internas entre ideas (como en matemática), o bien hace referencia, en última instancia, al contenido de las impresiones sensibles («cuestiones de hecho y existencia»); siendo todo lo demás condenado a las llamas como «sofismas e ilusión».

Siguiendo a Wittgenstein, el positivismo lógico comenzó a adoptar una versión del mismo punto de vista orientada más lógicamente. La experiencia (se mantenía) puede ser resuelta en sus constituyentes últimos, a saber las observaciones sensibles inmediatas e incorregibles en las que consiste el mundo del observador. La estructura presentada de este modo es reflejada en el lenguaje; más precisamente, se puede mostrar por análisis lógico que las proposiciones en las que se expresa el conocimiento son reducibles de un modo similar a proposiciones elementales que se corresponden uno-a-uno con los ítems reales o posibles de la experiencia sensible. La relación entre proposiciones complejas y elementales es una «función de verdad», en la medida en que la verdad de una proposición compleja depende únicamente de la verdad o falsedad de sus componentes simples. No es cuestión de añadir nada más, sino solamente de un grado mayor de complejidad lógica. No se añade nada, porque las proposiciones de la lógica y de la matemática sólo se interesan por regular las relaciones formales entre símbolos. En sí mismas no dicen nada sobre el mundo, y no tienen contenido, su función es establecer equivalencias y relaciones de derivación entre otras proposiciones, y aunque sean necesariamente verdaderas, si es que lo son, esto es porque son «tautológicas», verdaderas por definición o, utilizando una terminología más antigua, «analíticas».

De esto se sigue directamente, como Hume vio, que no puede haber ninguna esperanza de una metafísica deductiva; pues si la lógica es vana no se puede esperar que la manipulación de datos empíricos lleve más allá de la experiencia. Queda por mostrar que las proposición es de la metafísica literalmente no tienen significado. Según el punto de vista arriba indicado, la verdad es o formal o fáctica, y consiste, en el último caso, bien sea en la correspondencia directa entre proposición elemental y dato sensible, o también a un nivel más complejo, en una correspondencia (implícita) de estructura más la ocurrencia de experiencias sensibles apropiadas. Una proposición sólo tiene significado si, en principio, puede ser verdadera o falsa. De ahí la clase de proposiciones significativas: que es exhaustivamente divisible en aquellas cuya verdad o falsedad puede ser establecida con arreglo a bases formales (por ejemplo, la lógica y la matemática), y aquellas en la que es, o podría ser, confirmada fácticamente por verificación (o falsificación) a través de la experiencia sensible. El principio que esto envuelve es toscamente establecido en el e slogan de que «el significado de una proposición es el método de su verificación». Una formulación más juiciosa, aunque menos incisiva, seria que una proposición tiene significado si la experiencia sensible basta para decidir su verdad.

Las «proposiciones» de la metafísica y la teología, claramente, son no formales, puesto que pretenden informar sobre cuestiones que trascienden la experiencia ordinaria.

Con todo, los metafísicos no discuten sobre hechos ordinarios, por lo que parece que la evidencia empírica no podría servir para confirmar o desacreditar sus conclusiones. Como sus enunciados no pueden ser probados por la experiencia no son más fácticos que formales, y, por tanto, deben ser clasificados (técnicamente hablando) como «sin sentido» o «sin significado». En un sentido estricto, no son proposiciones en absoluto. Lo mismo se aplica a las «pseudoproposiciones» de la Epistemología y de la ÉTICA en la medida en que se refieren a las «cosas-en-sí o «valores «subsistentes» y no son reducibles, por un lado, a enunciados fácticos sobre la psicología, etc., del juicio perceptivo o moral, ni, por otro, al análisis lógico del lenguaje en el que son formulados estos juicios. Un resultado de tal análisis ha sido la afirmación de que los juicios éticos no establecen hechos éticos, sino que expresan las emociones del que habla, y quizás incitan a otros a compartirlas.

También se puede decir de los pronunciamientos metafísicos que hacen esto, y que por tanto comportan emoción poética o una posible «actitud ante la vida». La objeción a ellos es que hacen tal bajo la errónea apariencia de impartir información sobre hechos suprasensibles.

Si todas las proposiciones formales pertenecen a la lógica, y todas las proposiciones fácticas, en un sentido amplio, a las ciencias empíricas, no es fácil encontrar asilo para las proposiciones de la filosofía, incluido, desde luego, el principio de verificación mismo. Wittgenstein, al enfrentarse con esta dificultad, estaba dispuesto a denunciar incluso que sus propios argumentos para este fin eran «sin sentido», aunque tenían un carácter importante y aclaratorio. No queriendo aceptar tal paradoja, el positivismo lógico estaba dispuesto a garantizar la legitimidad del análisis, que se convierte así en el deber total de los filósofos. La filosofía no es una teoría, sino una actividad—la clarificación lógica de los conceptos, proposiciones y teorías propias de la ciencia empírica. El principio de verificación era interpretado de manera similar como una definición, receta o criterio del significado, y no como una afirmación que pudiera ser verdadera o falsa.

La simple identificación del significado y el método de verificación tiene muchas consecuencias curiosas e improbables. La literatura del positivismo lógico se preocupa mucho por este problema, y los intentos de tratarlo han sido responsables en gran parte de divergencias posteriores dentro de la escuela. Brevemente, las dificultades son que el principio parece deformar o negar el significado de muchas proposiciones aceptables para la ciencia y para la vida cotidiana; y que su concepción del significado en cualquier caso es privada, incomunicable y variable de un observador a otro.

Las proposiciones históricas, por ejemplo, no son directamente verificables en términos de eventos, y tienen que ser interpretadas como predicciones acerca de qué se encontraría en una inspección futura de registros, etc. El contenido de tales proposiciones es identificado así con la evidencia indirecta de su verdad. Ni tampoco hay ningún medio de distinguir un enunciado futuro por la observación de uno presente, ya que su método de verificación es el mismo.

Las proposiciones generales, tales como las leyes naturales, etc., son de nuevo inverificables en principio ya que ninguna serie finita de observaciones bastaría para garantizar su verdad. Dificultades similares pertenecen a los enunciados sobre los objetos materiales, cuya verificación en términos de observaciones sensibles inmediatas exigiría igualmente una serie infinita de tales experiencias que la completaran. Antes de descartarlas como faltas de significado, se declaró que las proposiciones de este tipo realmente no eran proposiciones en absoluto sino direcciones para hacer observaciones. Alternativamente, eran hipótesis capaces de ser confirmadas (o, como algunos decían, falsadas) por la experiencia y en esa medida legítimas para los propósitos de la ciencia. (Las generalizaciones pueden ser desde luego falsadas de manera concluyente mediante una sola observación, y por virtud de esa  prueba clasificarse como proposiciones genuinas; pero la refutación de una afirmación particular, que al menos un X es Y, exigiría una enumeración exhaustiva como en el caso antes mencionado).

Con el fin de evitar estas complicaciones, algunos escritores (particularmente Ayer) propusieron distinguir formas «fuertes» y «débiles» del principio de verificación. Según este último punto de vista, una proposición no tiene que ser verificable de manera concluyente, siendo lo suficientemente garantizada su significatividad si hay observadores sensibles que sean «relevantes» para su verdad o falsedad. La intención de esta fórmula era negar significado a las proposiciones metafísicas, al mismo tiempo que se lo concedía a los asertos empíricos del tipo mencionado más arriba. Sin embargo, como se ha reconocido desde entonces, es completamente indulgente en este sentido, puesto que ningún metafísico siente escrúpulos en declarar que las observaciones sensibles son relevantes en cierto grado para sus especulaciones. Formulaciones posteriores del principio han intentado remediar este defecto, solamente para caer en otras dificultades más técnicas, con complejidad cada vez mayor ha adoptado cada vez más la apariencia de un mecanismo ad hoc para la exclusión de una clase de enunciados que estaba proscrita de antemano, más que ser en sí misma una razón para excluirla.

Del super-importante papel concedido a la experiencia sensible en el proceso de verificación surgen más problemas. Como tal experiencia es necesariamente privada para el observador, podría parecer que las proposiciones sólo pueden tener significado para él si pueden ser puestas en términos de lo que en principio sería accesible a su experiencia inmediata. La Logische Aufbau der Welt de Carnap es un intento elaborado de realizar esta reconstrucción del discurso empírico y científico dentro de los confines de una terminología «egocéntrica». El SOLIPSISMO implicado sólo es «metodológico», puesto que el propósito es efectuar una reducción teórica de los conceptos y las proposiciones solamente, v no de los hechos. Pero queda la duda de cómo partiendo de estos supuestos es posible la comunicación, o cómo son verificables intersubjetivamente los datos de las ciencias. El positivismo lógico estuvo muy dividido en esta cuestión. La opinión más ortodoxa, expuesta principalmente por Schlick, fue que la «estructura» de la experiencia individual podía ser comunicada y comparada con la de los demás, aunque su «contenido» ha de permanecer inefable, incluso para el mismo observador. La facción más radical, encabezada por Neurath y Carnap, no tendría ninguno de estos lapsus «metafísicos» y prefería asegurar la objetividad de la ciencia aun a costa de abandonar su base supuestamente sensible. Las hipótesis científicas, argumentaban, son contrastadas haciéndolas referirse a hechos públicamente observables y no a las sensaciones privadas e inverificables del observador. La vida mental del observador no tiene interés para la ciencia y las alusiones a ella son estrictamente algo sin significado. Sus actos de reportaje, los estados corporales y la conducta general corpórea, son otra cuestión, sin embargo, ya que pueden ser comprobados y registrados públicamente; y son éstos, o más bien los registros de ellos lo que constituye los «protocolos» o datos elementales de la teoría científica. Esta tesis, del «fisicalismo», tiene un estrecho parecido con el conductismo, pero difiere en que no niega explícitamente los hechos de la vida mental ni los reduce a hechos de la conducta corporal. Su afirmación es más bien que los enunciados en el lenguaje de la psicología introspectiva son formalmente reemplazables por enunciados en el lenguaje de la física; y que sólo en este último formato tienen alguna utilidad para la ciencia. Como tal, la tesis es sin duda alguna cuestionable, pero no es refutada por los argumentos tradicionales en favor del dualismo. Una postulación de este tipo que tiene mayor alcance, y que va asociada principalmente a Neurath, es la de que todas las ciencias dependen, en última instancia, de protocolos expresados en términos de objetos y procesos físicos, y que, por tanto, todos los enunciados empíricos pueden ser expresados en el lenguaje de la física.

Las ciencias particulares pueden tener leyes propias —esto es una cuestión empírica; pero todos los conceptos empleados pueden ser definidos en términos físicos, que forman así una línea franca de la ciencia. Este fue el fundamento teórico de la enérgica campaña de Neurath en favor de la «unidad de la ciencia».

El apartamiento fisicalista del empirismo llegó a dar todavía un paso más, durante un tiempo, con Carnap y Neurath, al proponer que se prescindiese de la teoría de la VERDAD como correspondencia. El paralelismo entre lenguaje y hecho es un rasgo esencial, aunque sospechosamente metafísico de la teoría del significado de Wittgenstein, puesto que, según él mismo mostró, la relación extralinguística que envuelve es inexpresable dentro de los recursos del lenguaje. La prosecución por Schlick de los protocolos «incorregibles» e inmediatamente verificables acaba igualmente en lo insostenible. Con todo, el problema es fácil de resolver. Se insistía en que los enunciados sólo son comparables con otros enunciados, y no con hechos externos, y de acuerdo con ello el conocimiento debe ser representado como un sistema de enunciados que se apoyan mutuamente, en el que los recién llegados son admitidos como verdaderos si se encuentra que son consistentes con los que ya han sido aceptados. La creencia en un conjunto de proposiciones «básicas» que subyacen al conocimiento se vuelve, por tanto, ociosa, los «protocolos» exigidos son simplemente una selección relevante de proposiciones sacadas del sistema establecido; y la coherencia se convierte en la prueba de verdad. La dificultad consiste, por supuesto, en decidir qué sistema es el correcto, pues son muchos los posibles y algunos al menos deben ser falsos ya que su consistencia interna no les impide ser consistentes entre sí. La declaración de confianza de Carnap en el sistema respaldado por los protocolos de los científicos acreditados fue, comprensiblemente, considerada como un anticlimax, si no una confesión de derrota —impresión que pronto fue confirmada por su abandono de esta teoría y su retorno a la admisión de la tesis de que las sentencias podían ser «confrontadas» con los hechos.

Estos cambios de frente son menos radicales de lo que parecen, particularmente cuando se tienen en cuenta otras perspectivas de Carnap.

Gran parte de su energía como lógico ha estado dedicada a «formalizar» la estructura interna (o «sintaxis») del lenguaje, al igual que Hilbert y sus seguidores han formalizado la matemática, tratando sus proposiciones como marcas en el papel sin significado y discutiendo las reglas de su combinación (en un «metalenguaje»). La «sintaxis lógica» de Carnap abarca las reglas gramaticales o de formación del lenguaje, que permiten formar sentencias con el vocabulario de éste, y las reglas lógicas o de transformación, que permiten derivar formalmente unas sentencias de otras. Se concede mucha importancia a una clasificación triple de estas sentencias: las sentencias sintácticas, que hacen referencia a palabras o a otras sentencias y que se dice que están en el «modo formal del habla»- las sentencias empíricas o sentencias-de-objeto que son aquéllas que tratan de cosas y estados de cosas; y una tercera clase, de «pseudo-sentencias de objeto, que parecen referirse a las cosas (como cuando se dice que una mesa es una cosa) cuando de hecho verdaderamente son o pueden ser traducidas a enunciados sobre palabras (a saber, que «mesa» es una palabra de cosa).

De ellas se dice que están en el «modo material del habla». El objetivo principal de estas distinciones, en el contexto presente, es que permiten argumentar que la mayoría, si no todas las proposiciones metafísicas a las que les resta alguna esperanza en filosofía, y que parecen estar aludiendo, por ejemplo, a la existencia o estatus de entidades abstractas, tales como los universales, realmente son afirmaciones sintácticas acerca de palabras, erróneamente formuladas en el modo material del habla. La filosofía es identificada por ello con la sintaxis lógica el nivel más elevado de discusión del lenguaje, y las inacabables controversias filosóficas, tales como las habidas entre el IDEALISMO y el Materialismo resultan ser cuando se las traduce al modo formal, disputas en torno a una elección convencional entre «lenguajes» alternativos, más que asuntos de un carácter o importancia trascendental .

De allí el fácil e incluso indiferente paso que da el positivismo lógico de la fraseología de un sensacionalismo cuasi idealista a un fisicalismo cuasi materialista; siendo la decisión entre ambos una cuestión de conveniencia metodológica, no un cambio sustancial de creencia. De ahí también la exigencia de eliminar el elemento «semántico», que hace referencia a los hechos externos, de las nociones de verdad y significado y poner todo el ámbito del lenguaje bajo una bóveda sintáctica. El colapso de esta posición ha llevado a Carnap a volver su atención hacia el campo semántico mismo, pero sus contribuciones a al tema difícilmente pertenecen a la literatura del positivismo lógico. Si el positivismo lógico ha dejado de figurar como una filosofía de moda, la razón es en gran parte porque su enfoque del lenguaje parece ahora innecesariamente rígido y doctrinario.  Sus supuestos han resultado ser demasiado simples, y sus métodos demasiado elaborados, para tratar con éxito la informalidad de lo s lenguajes «naturales», y su restricción al análisis de los lenguajes-modelo artificiales también ha restringido el interés de los resultados. Aparte de algunas contribuciones notables en los campos relativamente técnicos de la Inducción, la PROBABILIDAD y la metodología de la ciencia, el principal legado de la escuela ha sido concentrar la atención en el problema del significado, y establecer criterios de rigor lógico y de expresión clara y no retórica, que desde entonces han sido emulados de un modo general.

El ataque a la metafísica, aunque no totalmente convincente, sí se puede decir que ha reducido el ardor, ha corregido el estilo y ha mejorado el entendimiento de sus residuales devotos. No está en modo alguno concluida la influencia de la controversia, la ética y la epistemología han tenido algo que aprender de ella. Y sus repercusiones siguen siendo plenamente audibles en la reciente teología filosófica.