DESCARTES, RENÉ, Renatus Cartesius (1596-1650), nac. en La Haya (Turena), se educó (1606-1614) en el Colegio de Jesuitas de La Fléche. Deseoso de ver mundo, se alistó en 1618 en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau, y en 1619 en el de Maximiliano de Baviera. Siguieron varios años de viajes, y al parecer una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Loreto para cumplir un voto que había hecho después de descubrir «una ciencia maravillosa». Entre 1625 y 1628 residió en París. En 1628 se trasladó a Holanda, donde permaneció hasta 1649, cuando fue invitado por la reina Cristina a trasladarse a Suecia, donde falleció.

Descartes es considerado como "el padre de la filosofía moderna" y también, aunque con menos razón, como «el fundador del idealismo moderno». En todo caso, su pensamiento y su obra se hallan en un punto crucial en el desarrollo de la historia de la filosofía y pueden considerarse como inicio de un período que algunos historiadores hacen terminar en Hegel y otros hasta entrada la época contemporánea. Se habla con frecuencia del racionalismo de Descartes, y también del voluntarismo de Descartes. Su filosofía ha sido interpretada de muy diversas maneras. No hay duda de que influyó grandemente, no solamente dentro de la tendencia o tradición llamada «cartesianismo», sino también en muchos autores que se han opuesto a ella, pero que de algún modo deben a Descartes sus principales incitaciones filosóficas. Ciertos autores han destacado la casi absoluta originalidad de Descartes. Otros han mostrado que el Filósofo forjó sus conceptos fundamentales tomándolos de la escolástica. La verdad no está probablemente en el punto medio, sino en otro más capital: en el hecho de que Descartes representó, para usar una expresión de Ortega, un nuevo «nivel» en filosofía, y en el hecho de que este nivel fue justamente el que llamamos «moderno».

La filosofía de Descartes no puede reducirse, como a veces se ha hecho, a metodología. Tal filosofía es un conjunto muy completo de diversos elementos: método, metafísica, antropología filosófica, desarrollos científicos (especialmente matemáticos), preocupaciones religiosas y teológicas, etc., etc. Es plausible, sin embargo, comenzar por destacar la busca cartesiana de un nuevo método. Éste no debe ser, como según nuestro filósofo era la silogística aristotélica, mera ordenación y demostración lógica de principios ya establecidos, sino un camino para la invención y el descubrimiento. Este camino debe estar abierto a todos, esto es, a todos los que participan igualmente de la razón y del “buen sentido”.

El ejemplo de la matemática, en donde el análisis constituye un arte inventivo, representa la principal incitación del método cartesiano. La primera condición para su realización consiste (Discurso, II) en «no admitir como verdadera cosa alguna que no se sepa con evidencia que lo es», evitando la precipitación y la prevención y aceptando sólo lo que se presenta clara y distintamente al espíritu; la segunda, en «dividir cada dificultad en cuantas partes sea posible y en cuantas requiera su mejor solución»; la tercera, «en conducir ordenadamente los pensamientos», empezando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender gradualmente a los más compuestos, y la cuarta, «en hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales que se llegue a estar seguro de no omitir nada». Estas cuatro célebres reglas resumen todos los caracteres esenciales del método. Para Descartes no puede conocerse en principio ninguna verdad a menos que sea inmediatamente evidente. Pero la evidencia como único criterio admisible, debe poseer las notas de claridad y distinción. Descartes llama a las ideas que poseen estas notas naturalezas simples (naturae simplices). Su conocimiento se efectúa por una intuición directa del espíritu; su verdad es, al propio tiempo, su inmediata evidencia. De ahí la necesidad de descomponer toda cuestión en sus elementos últimos y más sencillos y en reconstruirla para la prueba con los mismos elementos, es decir, con sus mismas y primarias evidencias. Toda verdad se compone, por consiguiente, de evidencias originarias, simples, irreductibles, o de nociones relacionadas con ellas. Lo que debe hacer el espíritu es distinguir lo simple de lo compuesto e investigarlo con orden hasta llegar a un sistema de elementos en el cual lo compuesto pueda ser reducido cada vez a algo simple. Esta regla es fundamental «y no hay -dice Descartes explícitamente- otra más útil, pues advierte que todas las cosas pueden ser dispuestas en series distintas, no en cuanto se refieren a algún género del ente, tal como las dividieron los filósofos conforme a sus categorías, sino en cuanto que unas pueden conocerse por otras, de tal modo que, cuantas veces ocurre alguna dificultad, podamos darnos cuenta al momento de si no será tal vez útil examinar primero unas y cuáles y en qué orden» (Regulae, VI). En otros términos, el verdadero secreto del método -y ningún saber es posible sin método- consiste en regresar a lo más «elemental».

Descartes busca una proposición apodíctica; no simplemente una verdad fundamental -pues las verdades de fe poseen también este carácter-, sino una verdad que pueda ser creída por sí misma, independientemente de toda tradición y autoridad; una verdad, además, de la cual se deduzcan las restantes por medio de una serie de intuiciones en el curso de una cadena deductiva. Esta verdad ha de ser, por otro lado, común a todo espíritu pensante, de tal suerte que sea accesible a todo pensar, siempre que funcione rectamente y se desprenda de cuanto se interponga para desviarlo o entorpecerlo, pues «nada puede añadirse a la pura luz de la razón que en algún modo no la oscurezca». En otros términos, el espíritu posee, por el mero hecho de ser sujeto pensante, una serie de principios evidentes por si mismos, ideas innatas, con las cuales opera el conocimiento, el cual reduce a ellas, mediante relación y comparación, cuantas otras nociones surjan de la percepción y de la representación. Este afán de claridad y de evidencia se revela en el proceso de la duda metódica, que elimina cuantas objeciones pudieran oponerse a semejante fundamentación en los últimos elementos intuitivos. En la duda metódica se indaga el último criterio de toda verdad. No es una duda en un sentido escéptico con una finalidad nihilista o con un propósito moral: se duda justamente porque sólo de la duda puede nacer la certeza máxima. La duda pone sólo entre paréntesis los juicios, pero no las acciones. Toda irresolución en estas últimas queda suprimida por lo que Descartes llama la «moral provisional», indispensable para no convertir la actitud dubitativa en una destrucción del orden moral, político y religioso existente.

Descartes procede a dudar de todo, y no sólo de las autoridades y de las apariencias del mundo sensible, sino también de las propias verdades matemáticas. El proceso de la duda es llevado a sus últimas consecuencias por la hipótesis del «genio maligno» (malin génie), introducido por Descartes para agotar completamente el repertorio de posibles dubitaciones. Pudiera existir, señala, un genio maligno omnipotente que se propusiera engañar al hombre en todos sus juicios, inclusive en aquellos que, como los matemáticos, parecen estar fuera de toda sospecha. Mas una vez practicada esta duda metódica y radical, mientras el espíritu piensa en la posibilidad de toda suerte de falsedades, advierte que hay algo de que no es posible dudar en manera alguna, esto es, de que el propio sujeto lo piensa. La duda se detiene, finalmente, en este pensamiento fundamental, en el hecho primario de que, al dudar, se piensa que se duda. Este núcleo irreductible en donde el dudar se detiene es el Cogito ergo sum. Yo pienso: luego, yo existo; yo soy, por lo pronto, una cosa pensante, algo que permanece irreductible tras el absoluto dudar (Discurso, IV; Meditaciones, II). El Cogito es, por consiguiente, la evidencia primaria, la idea clara y distinta por antonomasia -idea distinta, certeza primaria, pues, más bien que primaria realidad- Tal proposición es juzgada por Descartes como una verdad inconmovible «por las más extravagantes suposiciones de los escépticos». El Cogito -que no debe interpretarse como un mero acto intelectual, sino como un «poseer en la conciencia»- afirma que «yo soy una cosa pensante» con completa independencia de la coincidencia del pensar con la situación objetiva y aun de la propia existencia de tal situación.

Ahora bien, el momento inmanente del Cogito queda transformado muy luego en un momento trascendente. Ocurre tal en la demostración de la existencia de Dios y en las sucesivas afirmaciones de substancialidad del alma y de la extensión de los cuerpos. Por eso el Cogito representa la posición de un idealismo que no renuncia al realismo y que, por otro lado, no se satisface con el inmanentismo de la conciencia. De ahí que su función sea distinta de la representada en el pensamiento moderno por el fenomenalismo espiritualista de Berkeley y por el criticismo de Kant. Aunque Descartes tiene de común con estos autores el participar de los supuestos del idealismo moderno, se distingue de ellos en que admite a la vez no pocos supuestos realistas. En todo caso, Descartes aspira a salir lo antes posible del fenómeno o de la conciencia con el fin de encontrar una realidad que le garantice la existencia de las realidades. Ello tiene lugar por medio del indicado paso a la demostración de la existencia de Dios. Sólo Dios puede garantizar la coincidencia entre semejantes evidencias y sus existencias correspondientes. Como demostración principal usa Descartes el argumento ontológico, pero le da un sentido distinto al deducir la existencia de Dios de su idea como ser infinito en el seno de la conciencia finita. Sólo porque una naturaleza infinita existe puede poner su idea en una naturaleza finita que la piensa. Así, esta demostración es superación del solipsismo de la conciencia y paso al reconocimiento de la realidad y consistencia de las objetividades.

Busca y hallazgo del método (y de sus reglas), proceso metódico de la duda, evidencia del Cogito y demostración de la existencia de Dios son cuatro elementos fundamentales de la filosofía cartesiana. Lo que religa a estos elementos es el esfuerzo por encontrar proposiciones apodícticas y que sean a la vez explicativas de lo real. La razón en la que Descartes ha comenzado por «encerrarse» no es, en efecto, una razón puramente formal. O, si esta razón es formal, lo es en un sentido más parecido a como lo son las razones de la matemática, en las cuales hay invención y descubrimiento y no sólo ordenación o pura «dialéctica». La razón cartesiana puede ser considerada, además, como intuitiva, en el sentido de que parte de intuiciones para desembocar en intuiciones, en una cadena que tiene que ser perfectamente transparente. Ahora bien, la filosofía de Descartes no queda detenida en el paso de la prueba de la existencia del yo como ser infinito capaz de garantizar al yo pensante las verdades, y en particular las verdades eternas. El yo se aprehende a sí mismo como naturaleza pensante, y aprehende a Dios como alguien que «concurre conmigo para formar los actos de mi voluntad», pero Descartes estima que debe considerarse si hay también cosas externas. Esta consideración se hace, por lo pronto, al hilo de la idea clara y distinta de lo externo. Esta idea lleva a considerar otra substancia, también clara y transparente, la substancia extensa. La distinción entre substancia pensante y substancia extensa es absolutamente clara justamente porque cada una se define por la exclusión de la otra: lo pensante no es extenso; lo extenso, no piensa. La extensión no es esencial al yo pensante; el pensamiento no es esencial a la realidad extensa. Así se forman dos substancias separadas y claramente definidas, en tanto que podamos decir que son propiamente substancias, ya que, en alguna medida, sólo Dios es substancia. La consecuencia de ello es un dualismo (y, según algunos autores, si tenemos presente a Dios, un «trialismo»).

Consideremos ahora solamente el dualismo citado. Éste planteó a Descartes muy agudos problemas, en particular al hilo de la famosa cuestión de la relación entre alma y cuerpo como relación entre substancias. Una parte considerable del pensamiento racionalista postcartesiano (Malebranche, ocasionalistas, Spinoza, Leibniz) se ocupa de esta cuestión, dándole muy diversas soluciones. Pero sería erróneo creer que hay en el pensamiento de Descartes sólo una metafísica: la separación de las dos substancias, aunque metafísicamente enojosa, le parece a Descartes científicamente fecunda. Ella es, en todo caso, el fundamento de la doctrina del hombre (de la «psicología») y de la doctrina del mundo (de la física).

De la física cartesiana habría mucho que hablar. Pueden encontrarse en varias partes de su obra -especialmente en los Principios de filosofía- elementos que permiten concluir que Descartes no fue tan extremado como pareció en su concepción de las realidades físicas como puras substancias extensas; la cuestión de las fuerzas que se manifiestan en los cuerpos es para Descartes, como para todos los físicos, una cuestión capital. Pero grosso modo puede decirse que la física cartesiana aparece bajo la forma de una estática dominada por el sistema de las relaciones espaciales. Las cualidades y las supuestas fuerzas ínsitas en la naturaleza de los cuerpos son eliminadas; de otra suerte no podría entenderse racionalmente la substancia extensa. Ello equivale en gran parte a considerar la física desde el punto de vista de la geometría. Equivale también a adoptar lo que se ha llamado luego «el método del análisis reductivo», por lo menos dentro de cada uno de los tipos fundamentales de substancia. Es curioso advertir que aun cuando Descartes se opuso tenazmente en su física a las teorías escolásticas, por considerar que tales teorías se fundaban en ciertas supuestas «virtudes» de los cuerpos, de las que se procedía a derivar racionalmente sus propiedades, su propia física es en muchos puntos no menos metafísica que la de los escolásticos. En efecto, Descartes intenta derivar ciertas teorías físicas -por ejemplo, su idea de la materia como un complejo de «torbellinos»- de las propiedades racionales de la materia como substancia extensa.

La «psicología» de Descartes no sigue enteramente las líneas de la racionalización geometrizante que opera en la física. Por un lado, hay en las ideas psicológicas de Descartes mucha más descripción que deducción racional. Por otro lado, Descartes tiene conciencia de que aunque todas las operaciones psíquicas son cogitaciones, lo único común a éstas es su carácter intencional. Los fenómenos de la voluntad, por ejemplo, no se reducen fácilmente a los de la inteligencia. Ahora bien, aun así, Descartes trata de encontrar en su «psicología» un método basado en la claridad y la distinción. Por eso cada una de las variedades de los modos psíquicos tiene que ser deducida de la propia esencia de este modo. Así, Descartes define las pasiones como «reacciones». Las principales «reacciones» son la admiración, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza. La voluntad es la facultad de juzgar o abstenerse de juzgar, de asentir o negar el juicio. Esta voluntad es infinita y completamente libre de dar o no su adhesión, pues el entendimiento muestra simplemente a la voluntad lo que debe elegir. La infinitud de la voluntad se contrapone a la finitud del entendimiento: el error radica no sólo en la adhesión a las representaciones confusas y oscuras, sino en el acto volitivo que sobrepasa el carácter limitado del entendimiento. Pero los supuestos de la filosofía cartesiana no quedan agotados tampoco en la tendencia a la reducción de lo complejo a lo simple. Hay en ella la idea de que es posible reconstruir el universo entero a base de elementos simples; hay la seguridad de que se ha alcanzado por vez primera una seguridad intelectual completa; hay la confianza en que todo hombre, por el mero hecho de serlo, puede llegar al conocimiento siempre que utilice el método conveniente. Lo que importa para la verdad es, pues, menos la penetración espiritual que el adecuado uso del método. Hay, finalmente, el supuesto de una ordenación de la Naturaleza o, más aún, de una ordenación según ley matemática, pues el método se contrapone continuamente a la suerte. Por eso el método es como la clave de un lenguaje. Y por eso la filosofía de Descartes es casi el «programa» de la época moderna, cuando menos en tanto que exploración de las posibilidades de la razón.

La filosofía de Descartes ha sido objeto de numerosas interpretaciones. Mencionaremos sólo tres grupos de teorías sobre tres puntos estimados centrales.

Uno de estos grupos de teorías se refiere a un aspecto sociológico-histórico: se trata de saber si hay que interpretar siempre de modo más o menos literal lo que Descartes ha escrito o de si hay que considerar a Descartes como un "filósofo enmascarado" que oculta su verdadero pensamiento (Larvatus prodeo) por miedo a las consecuencias que su manifestación podría acarrear. La interpretación de los escritos de Descartes como expresión del pensamiento auténtico del filósofo es no sólo la tradicional, sino también la aceptada hoy generalmente por todos los expositores del cartesianismo. La interpretación de Descartes como «filósofo enmascarado» ha sido propuesta por M. Leroy. Otro de estos grupos afecta al interés predominante de Descartes. Para algunos, el único interés del filósofo consistió en dar un fundamento filosófico a la nueva ciencia natural, o inclusive desarrollar pura y simplemente esta última. Para otros (como León Blanchet), Descartes pretendió hacer lo mismo que la Iglesia Católica ha intentado frecuentemente: establecer un equilibrio entre teología y filosofía, y entre revelación y razón. Para otros (Cassirer), Descartes se interesaba, como filósofo teórico, por la fundamentación filosófica de la nueva ciencia, y, como creyente, por la obtención de la pax fidei. Para otros (H. Gouhier), puede distinguirse entre Descartes y el cartesianismo y atribuir a cada uno de ellos no intereses opuestos, pero sí una cierta acentuación de tales intereses en un sentido o en otro.

Otro de estos grupos, finalmente, toca a la estructura de la obra filosófica de Descartes y a la fun­ción desempeñada en ella por ciertas afirmaciones (tales, el Co­gito ergo sum). Para algunos (M. Guéroult), Descartes fue ante to­do un razonador, cuya filosofía siguió un estricto «orden de razo­nes»; para otros (F. Alquié), Des­cartes concibió las verdades fun­damentales como «experiencias ontológicas».