KANT, IMMANUEL (1724­-1804), nac. en Königsberg, donde hasta su muerte, ex­ceptuando un período que pasó fuera -y, por lo demás, en las cercanías de la ciudad- ejerciendo de preceptor. De 1732 a 1740 fue alumno en el «Collegium Fredericianum», cuyo ambiente pietista reforzó las tendencias que le había inculcado su madre. En 1740 ingresó en la Universidad, estudiando, entre otros, con Martin Knutzen, quien lo interesó en la ciencia natural y especialmente en la mecánica de Newton. Después de ejercer de preceptor por algún tiempo recibió en 1755 su título universitario y ejerció de «Privat-Dozent» en Königsberg. En 1769 rechazó un ofrecimiento de profesor en Jena, y en 1770 fue nombrado profesor titular en Königsberg. En 1794, con enorme pena por su parte, fue amenazado por orden real con sanciones en caso de proseguir en la labor de «desfigurar y menospreciar muchas doctrinas fundamentales y capitales de la Escritura» -con motivo de ciertas partes de la obra La religión dentro de los límites de la razón pura.

La vida y el carácter de Kant han sido objeto de numerosos estudios. Se ha subrayado su religiosidad pietista -aun cuando Kant se opuso a la práctica puramente formal de las observancias religiosas- y, sobre todo, su integridad moral. También se ha subrayado su extraordinaria tenacidad en el trabajo y la regularidad de sus costumbres. Ello no significa que Kant no fuera capaz de apasionamiento y entusiasmo, bien que jamás los manifestara en otra forma que con gran sobriedad. Entre las pruebas del apasionamiento y entusiasmo sobrios de Kant podemos mencionar su gran simpatía por los ideales de la Independencia americana y de la Revolución francesa. Kant fue pacifista, antimilitarista y antipatriotero, y todo ello con convicción moral y no sólo política.

Aunque no podemos detenernos en el problema de la relación entre el pensamiento de Kant y su temperamento o talante, debe reconocerse que si la validez o no validez del primero es independiente del segundo, un cierto conocimiento del temperamento es de gran ayuda para entender el pensamiento. Ello ocurre especialmente cuando se plantea el Problema de cuál fue el interés capital de Kant en la formación de su filosofía. Algunos autores (como Richard Kroner) han manifestado que la auténtica WeItanschauung de Kant fue de índole ética -o, si se quiere, ético-religiosa- y que su actitud moral determina en gran parte su teoría del conocimiento y su metafísica. Otros autores han destacado la importancia que tiene para una comprensión de Kant la idea del hombre (para la cual recibió de Rouseau importantes incitaciones). Otros, finalmente, han subrayado la importancia que tiene en Kant el problema del conocimiento, hasta el punto de indicar que este problema determina todos los demás. Es plausible ligar todos estos aspectos y tratar de ver sus relaciones mutuas; aquí no podemos, sin embargo, detenernos en este problema. Hay otra cuestión relativa al pensamiento de Kant afín en parte a la planteada antes: la de saber cuál fue, filosóficamente hablando, la principal orientación filosófica de Kant. Nos referiremos brevemente a este punto al final de este artículo.

Se ha distinguido a menudo en el pensamiento filosófico de Kant entre tres fases o períodos: (1) el período pre-crítico, anterior a 1781 -fecha de publicación de la primera edición de la Crítica de la razón pura- y aun anterior a 1771, cuando escribió a su amigo Marcus Herz que preparaba una obra titulada Die Grenzen der Sinnlichkeit und der Vernunft (Los límites de la sensibilidad y de la razón), la cual terminó por ser la citada Crítica de la razón pura (2) el período crítico, hasta 1790 fecha de publicación de la «tercera Crítica»: la Crítica del juicio; (3) el período post-crítico, desde 1790 hasta la muerte del filósofo. Se ha indicado, además, que el primer período se caracteriza por su apego a la metafísica dogmática siguiendo el modelo de Leibniz-Wolff, el segundo período se caracteriza por el criticismo propiamente dicho; y el tercer período se caracteriza por una especie de «recaída» en la metafísica.

La distinción en tres fases o períodos en el pensamiento de Kant es útil para una primera presentación de este pensamiento, pero ni debe tomarse literalmente ni menos aún debe equipararse con una supuesta serie «metafísica dogmática-criticismo-recaída metafisica». Los que han estudiado un poco a fondo a Kant han descubierto que aunque hay en Kant una evolución, ésta no puede siempre simplificarse de la manera apuntada. En efecto, por un lado la evolución del pensamiento kantiano es mayor y más compleja que la resultante de la división en tres períodos (como lo ha mostrado H. J. de Vleerschauwer aun limitándose a una fase del pensamiento kantiano). Por otro lado, hay mayor continuidad en dicho pensamiento de la que permite suponer una división en períodos. La continuidad se manifiesta, además, en el mismo modo como Kant ató cabos filosóficos para elaborar su propia doctrina. El pensamiento de Kant es en gran medida un «punto y aparte» en la Historia de la filosofía moderna. Pero es un «punto y aparte» que continúa muy estrechamente el «párrafo anterior». Ello hace que se puedan encontrar numerosos antecedentes de la doctrina kantiana -no sólo en Hume, sino también en el pensamiento de autores como Baumgarten, Lambert, Maier y Tetens- Pero estos antecedentes, sin los cuales no existiría el pensamiento de Kant, no producen por sí solos a Kant.

Kant se interesó desde el princi­pio por cuestiones científicas; la mecánica de Newton era para Kant, lo mismo que para muchos coetáneos suyos, el modelo de una teoría científica, no sólo por el contenido, sino también, y has­ta sobre todo, por el método. Pero Kant trató también de bus­car el fundamento del conocimiento científico de tipo newto­niano, la «explicación de los primeros principios del conocimien­to metafísico». Durante un tiem­po pensó que esta explicación podía hallarse en algunas de las doctrinas de Leibniz y de Wolff. No en todas ellas, ciertamente, porque muy pronto advirtió Kant (como había hecho Lambert, entre otros) que hay una especie de abismo infranqueable entre los principios de una metafísica «dogmática» y los «principios matemáticos de la filosofía natural aquéllos son, por así decirlo, demasiado «vacíos» para poder dar cuenta de éstos. Sin embargo, estimó que después de una suficiente crítica podrían salvarse algunas de las ideas de la llamada «Escuela de Leitiniz-Wolff». Había que distinguir cuidadosamente por lo pronto entre la metafísica y la matemática. Además, había que refinar los principios de la teología natural. Finalmente, había que mostrar en qué relación se hallaban las realidades sensibles con las inteligibles en vez de derivar simplemente las primeras de las últimas. Al proceder a elaborar las ideas que debían conducirlo a una más sólida fundamentación de la ciencia, Kant se encontró, sin embargo, con un obstáculo que era a la vez una incitación: la crítica de Hume -especialmente la crítica de la noción racionalista de la causalidad-. Hasta entrar en contacto con el pensamiento de Hume, Kant había permanecido, no obstante sus esfuerzos por modificar desde dentro los principios metafísicos leibnizo-wolffianos, en un estado de «sueño dogmático», y fue sólo Hume quien -como reconoce en la introducción a los Prolegómenos a toda futura metafísica- lo «despertó de un sueño dogmático».

En vista de lo anterior, se ha dicho a menudo que el pensamiento de Kant en su «madurez crítica» se constituyó como consecuencia del abandono completo de Leibniz y Wolff, que resultaban incapaces de salvar a la física de Newton -, en general, a toda ciencia- del naufragio que podía experimentar a consecuencia del «escepticismo de Hume». Aunque hay un poco de verdad en esta suposición, debe tenerse en cuenta que Kant no abandonó a Leibniz y Wolff por completo. Se ha pensado inclusive (Gottfried Martin) que el criticismo de Kant se entiende mejor cuando se ve como una especie de reformulación de ciertas ideas de Leibniz. En todo caso, en lo que toca, por ejemplo, al problema del espacio y del tiempo, la doctrina de Kant está más cercana al «relacionismo» de Leibniz que al «absolutismo» de Newton (o, mejor, de Clarke). En cuanto a Wolff, lo que encontraba inadmisible en él era la pretensión dogmática, pero no la intención sistemática: la filosofía sigue siendo para Kant, como para Wolff, un sistema y no una rapsodia. Ocurre sólo que hay que preparar este sistema cuidadosamente desbrozando el camino de obstáculos y afrontando sin ambages el problema planteado por Hume.

Kant admite por lo pronto que todo conocimiento comienza con la experiencia. Pero indica a la vez que no todo él procede de la experiencia. Ello significa que la explicación genética del conocimiento, al modo de Hume, no es para Kant totalmente satisfactoria: resolver la cuestión del origen no es todavía resolver el problema de la validez. Pues la experiencia no puede por sí sola otorgar necesidad y universalidad a las proposiciones de que se compone la ciencia y, en general, todo saber que aspire a ser riguroso. Es necesario preguntarse, pues, cómo es posible la experiencia, es decir, encontrar el fundamento de la posibilidad de toda experiencia, A este efecto, Kant procede primero a la clasificación de los juicios en analíticos y sintéticos, a priori y a posteriori. En los juicios analíticos el predicado está contenido en el sujeto; por eso son ciertos, pero vacíos. En los juicios sintéticos, el predicado no está contenido en el sujeto; por eso no son vacíos, pero tampoco absolutamente ciertos. Los juicios a priori son los formulables independientemente de la experiencia; los juicios a posteriori son los derivados de la experiencia. Si, como suponían (por distintas razones) Leibniz y Hume, los juicios analíticos son todos a priori Y los sintéticos todos a posteriori, no parece que pueda escaparse a una metafísica dogmática racionalista o a una teoría M conocimiento escéptica empirista. En efecto, o los juicios sintéticos a posteriori son reducibles a juicios analíticos a priori, en cuyo caso los principios de la experiencia son principios de razón, o los juicios sintéticos a posteriori no son nunca reducibles a juicios analíticos a priori, en cuyo caso no hay nunca certidumbre completa respecto a los principios del conocimiento. Pero si se supone que el conocimiento real se funda en juicios sintéticos a priori, es decir, en juicios capaces de decir algo sobre lo real con carácter universal y necesario, entonces hay que preguntarse por la posibilidad de tales juicios: es el tema también de la crítica de la razón, la cual debe proceder a un análisis de sus ­ propios poderes como preparación para una metafísica "como ciencia".

Kant pregunta cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la metafísica y en la física (o conocimiento de la Naturaleza); pregunta, además, si tales juicios son posibles en la metafísica. El examen de este grupo de cuestiones es el objeto de la primera parte (la "doctrina trascendental de los elementos") de la Crítica de la razón pura, a la cual sigue una segunda parte (la "doctrina trascendental del método"). Dicha primera parte se divide en una «estética trascendental» y en una «lógica trascendental». La «lógica trascendental» se divide en una «analítica trascendental» y en una «dialéctica trascendental». El adjetivo trascendental es fundamental en Kant. Prescindiendo ahora de la difícil, aunque cierta, relación que existe entre el sentimiento de ‘trascendental’ en el lenguaje kantiano y el sentido de ‘trascendental’ en la doctrina clásica de los "trascendentales”, admitiremos que ‘trascendental’ es el nombre de todo conocimiento que no se ocupa tanto de los objetos como del modo de conocerlos. Por eso la filosofía trascendental kantiana es sólo “la idea de una ciencia” cuyo plan arquitectónico debe trazar la “Crítica de la razón pura”. Pero además, y sobre todo, ‘trascendental’ es el nombre de un “modo de ver” y también de “algo” que no es ni el objeto ni tampoco el sujeto cognoscente, sino una relación entre ambos de tal índole que el sujeto constituye trascendentalmente, con vistas al conocimiento, la realidad en cuanto objeto. La filosofía trascendental es, así, la reflexión crítica mediante la cual lo dado se constituye como objeto del conocimiento. Y el conocimiento es por ello en cada caso un proceso de síntesis (y de unificación) que puede llamarse “síntesis trascendental”.

La estética, la analítica y la dialéctica trascendentales corresponden a los tres planos de la sensibilidad, el entendimiento y la razón. El entendimiento y la razón, por otro lado, son los planos para cuya constitución es menester una lógica trascendental y no basta solamente una crítica de la sensibilidad.

En la estética trascendental se pregunta Kant por la posibilidad de la matemática en cuanto compuesta de juicios sintéticos a priori. Tales juicios son instituciones en el espacio y en el tiempo, los cuales son las formas a priori de la sensibilidad por las cuales se asegura no sólo la validez de las proposiciones matemáticas, sino también, y sobre todo, su aplicabilidad a la experiencia. Kant parte de que lo dado como tal carece de orden y forma; debe, por tanto, ser ordenado y formado, y sólo un elemento a priori puede ejecutar semejante operación, que es una operación sintética o unificadora.

Nos limitaremos a señalar que espacio y tiempo son para Kant formas de los sentidos externo e interno, respectivamente. Espacio y tiempo adquieren con ello, según la denomina Kant, «idealidad trascendental». Pero también «realidad empírica». En efecto, espacio y tiempo, en cuanto intuiciones a priori, no son cosas en sí. Pero no son tampoco resultado de la actividad subjetiva individual: son modos de intuir que no necesitan limitarse a la sensibilidad humana, pues son condiciones de conocimiento para todo sujeto cognoscente.

Más compleja, y discutida, que la «Estética trascendental» es la «Analítica trascendental». El fundamento de ésta es la idea de una lógica trascendental que tiene la misma forma que la lógica, pero que difiere de ésta en cuanto es una «lógica del empleo del entendimiento». No se pueden conocer los fenómenos de la Naturaleza mediante el puro pensar (especulativo), el cual es «vacío». Tampoco se pueden conocer mediante las puras intuiciones, las cuales son «ciegas»: sólo la conjunción del pensamiento con la intuición permite el conocimiento efectivo de lo real que sea a la vez universal y necesario. Los sentidos no piensan; el entendimiento no intuye. Pero tan pronto como el entendimiento se aplica a las intuiciones se engendran las condiciones mediante las cuales es posible el conocimiento de los fenómenos. Se trata para Kant de determinar en qué consiste y cómo es posible el conocimiento empírico -en el sentido kantiano de 'empírico'- en cuanto conocimiento determinado o, si se quiere, objetivado por medio de los conceptos y de los principios del entendimiento. Los datos sensibles no proporcionan conocimien­to universal y necesario. Las pu­ras formas del entendimiento co­mo formas lógicas dan lugar a enunciados universales y necesarios, pero no todavía «objetivos», esto es, aplicables a fenómenos que de este modo, por medio de tal aplicación, se constituyen en «objetos». Conocer los fenóme­nos es, así, «constituir» lo dado como objeto del conocimiento. Conocer es, en suma, conjugar lo dado con lo puesto. Este último está formado por las categorías derivadas de las formas del juicio. Las categorías o conceptos puros del entendimiento deben ser «deducidas» -esto es, «justificadas»- A ello responde la «de­ducción trascendental», o justificación trascendental del empleo de los conceptos puros. Determi­nar cómo son posibles los concep­tos puros del entendimiento equi­vale a investigar cuáles son las condiciones a priori en las cuales se funda la posibilidad de la expe­riencia. Esta determinación se lle­va a cabo por medio del examen de varias «síntesis» -la síntesis de la aprehensión en la intuición; la de la reproducción en la imagi­nación, y la del reconocimiento en un concepto-. En rigor, co­nocer es «sintetizar», esto es, «li­gar», «ligar» lo múltiple en la unidad del concepto. La operación de «ligar» y de «sintetizar» alcanza su culminación en la «unidad sintética de la apercepción», que es el fundamento de la unidad de todo objeto como objeto del conocimiento y, a la vez, el fundamento de la unidad del sujeto como sujeto cognoscente. Pero ninguna de las síntesis va nunca más allá de la «experiencia posible»; si tal ocurriera no habría ya conocimiento, pues conocer es básicamente unificar lo múltiple y no trascender lo múltiple por medio de una síntesis puramente racional.

La aplicación de los conceptos a lo dado no se lleva a cabo de modo directo, pues entre lo dado y el concepto debe encontrarse un elemento que sea parcialmente homogéneo a cada uno de ellos. Este elemento es el esquema del entendimiento. A base del esquematismo trascendental podrá bosquejarse el sistema de los principios del entendimiento puro y establecer la conexión entre los principios del conocimiento y las leyes básicas de la ciencia de la Naturaleza. El sistema de los principios del entendimiento constituye, así, la base para todo «juicio empírico» (en el sentido de «juicio científico»), el cual adquirirá entonces las condiciones de universalidad y necesidad que, según Kant, constituyen la característica fundamental de las proposiciones de la física de Newton.

Con todo ello se cumple lo que Kant llama «la revolución copernicana», en la cual el sujeto gira en torno al objeto para determinar las posibilidades de su conocimiento en vez de dejar que el objeto gire en torno al sujeto. Lo último supone que el objeto es una cosa en si o un nóumeno y que es accesible a nuestra facultad cognoscitiva. Lo primero acepta que lo conocido sea sólo fenómeno y que para llegar a ser conocido haya sido «constituido» como objeto de conocimiento.

La «Estética trascendental» y la «Analítica trascendental» trazan los límites de la experiencia posible. En este sentido, son «constructivas» y, en el vocabulario kantiano, «constitutivas». La «Dialéctica trascendental» muestra que no se puede ir, dentro de la razón teórica, más allá de dichos límites. En este sentido, es «destructiva» --destructiva de la metafísica dogmática- Kant habla de una ilusión trascendental -la ilusión metafísica-, que es distinta de las ilusiones físicas -por ejemplo, ópticas- y de las ilusiones lógicas -como las falacias- Estos dos últimos tipos de ilusión se pueden eliminar. La ilusión trascendental no se elimina, porque no hay criterio por medio del cual pueda rectificarse la ilusión. Al mismo tiempo, semejante ilusión representa una aspiración humana al conocimiento absoluto -que no se puede obtener- No se puede probar por medio de la razón teórica especulativa ninguno de los principios de la metafísica: la existencia de Dios (como pretende la teología racional), la naturaleza del mundo en su conjunto (como pretende la cosmología racional) y la inmortalidad del alma (como pretende la psicología racional). Pero estas cuestiones se plantean una y otra vez. Son las tres grandes cuestiones de «Dios, el mando y el alma» (o también «Dios, libertad e inmortalidad»). El mundo y el alma son «ideas» (racionales); Dios es un «ideal» (racional). Estas cuestiones son tratadas como solubles por la metafísica dogmática. La crítica de la razón, en la «Dialéctica trascendental», muestra que al intentar solucionarlas se choca con dificultades insuperables: antinomias o paralogismos.

Análogamente a como Kant tomó como base de su sistema de categorías la tabla de los juicios, tomó como base para su examen de las ideas de la razón pura los esquemas de los silogismos: el silogismo categórico, el hipotético y el disyuntivo, que corresponden respectivamente a tres tipos de unidad incondicionada postulada por la razón pura. En el silogismo categórico la razón postula un sujeto pensante incondicionado, metafísicamente real y no sólo gnoseológicamente condicionante. En el silogismo hipotético la razón postula la unidad de la serie de las condiciones de la apariencia. En el silogismo disyuntivo la razón postula la unidad absoluta de las condiciones de todos los objetos del pensamiento en general. En todos estos casos tenemos la razón funcionando en el vacío. Hay que denunciar, pues, este ilegítimo funcionamiento de la razón y ello se lleva a cabo mostrando las antinomias y los paralogismos de la razón pura, así como el carácter no probatorio de los diversos tipos de argumentos racionales en favor de la existencia de Dios, especialmente el carácter no probatorio del argumento ontológico. Kant edifica estas críticas, y en particular la última, a base de una concepción del ser según la cual «ser» (Sein) no es «un predicado real», «sino la posición de una existencia». En todos los casos, arguye Kant, se han abandonado las precauciones establecidas en el curso del examen de las condiciones de conocimiento. Las ideas de la razón pura han sido erróneamente tomadas como ideas constitutivas cuando, a lo sumo, son únicamente ideas regulativas.

La metafísica parece, pues, imposible. Ello no quiere decir que las proposiciones metafísicas no tengan sentido; quiere decir únicamente que no pueden ser probadas «teóricamente». Ahora bien, hay una esfera en la cual la metafísica se inserta de nuevo, bien que bajo forma no «teórica»: es la esfera «práctica» o esfera de la moralidad. De este modo se cumple el propósito de Kant de "descartar a la razón para abrir paso a la fe [la creencia]". En la esfera de la razón práctica no hay necesidad de poner de lado a Dios, a la libertad y a la inmortalidad: estas «ideas» aparecen como «postulados de la razón práctica» y, por tanto, se hallan más firmemente arraigadas en la existencia humana que si dependieran únicamente de los argumentos producidos por la razón pura. La razón práctica es, en efecto, la razón en su uso moral. No es una razón distinta de la teórica; es un «uso» distinto de la razón. A base del examen de este uso Kant procede a desarrollar su ética en la Crítica de la razón práctica (y en la Fundamentación de una metafísica de Zas costumbres). Una de las nociones centrales de tal «crítica», si no la noción central, es la de «buena voluntad». Kant procede a criticar la llamada «ética de los bienes», la cual es una ética que no puede proporcionar nunca normas de acción absolutas; sólo la buena voluntad es absoluta -o, mejor dicho, absolutamente buena- Así, Kant estima que únicamente merecen el calificativo de «moral» los actos que se asientan en la buena voluntad sin restricciones. Por eso en la división de los imperativos morales en hipotéticos y categóricos sólo a estos últimos compete la moralidad absoluta. La ética de Kant insiste continuamente en su oposición al eudemonismo, pero no simplemente, como algunas veces se ha pretendido, por un afán excesivo de rigorismo, sino porque la busca de lo moral tiende a excluir todo lo contingente: lo moral no puede ser para Kant un mas o menos correcto o conveniente. Cierto es que hay asimismo en Kant la expresión ética de ciertas experiencias vitales: la insistencia en el carácter sagrado del deber, la célebre invocación al mismo, es una demostración de que en su dilucidación crítica ha anudado siempre lo que te dictaba su experiencia vital con las exigencias del análisis: el deber es, en efecto, sagrado, tanto por la estimación que el hombre Kant sentía por el cumplimiento del mismo, como porque en él se manifiesta la última racionalidad de lo moral. Pero el cumplimiento del deber, la sumisión de la ética a la buena voluntad sin restricciones, el imperativo categórico no sólo son expresiones de una ética que ya no se ve sometida a ninguna relativa contingencia, por ellas llega la razón a ordenar al hombre algo que no se encuentra fuera, sino dentro del hombre mismo: la racionalidad última del deber es la racionalidad del hombre, aquello que confiere al hombre su humanidad. La coincidencia de lo personal con lo universal queda de esta manera confirmada: la universalidad del imperativo categórico es una universalidad que no sacrifica, sino que apuntala, la personalidad del hombre, de la persona contra toda posible heteronomía y, de otra, la libertad de la voluntad que se manifiesta en la determinación de ella por la sola racionalidad. Las dificultades que plantea el tradicional conflicto del bien con la virtud tienen que quedar resueltas mediante los postulados -Dios, libertad, inmortalidad- que significan a su vez la solución de la cuestión religiosa. La crítica de la razón práctica viene entonces a desbrozar el camino para una serie de cuestiones que la crítica de la razón pura había planteado: el determinismo de la Naturaleza parecía destruir la libertad y hacer imposible la moralidad, pero ésta aparece ahora no sólo plenamente justificada, sino justificada con toda la. Universalidad requerida; los postulados de la razón práctica abren paso a la vida religiosa, que la misma sumisión de la religión a la moral parecía eliminar. La práctica soluciona así las antinomias de la razón pura y posibilita la metafísica dogmático-práctica, primer paso para una «metafísica intuitiva» que aunque resulte inasequible en el curso de la vida finita del hombre, puede ser considerada como un ideal hacia el cual se oriente la razón una vez desbrozados los caminos por la crítica. Finalmente, a la existencia dispuesta sólo para el conocer se sobrepone y llega a vencerla la existencia dispuesta para el buen obrar. El primado de la razón práctica es la expresión última de esta actitud que anuncia el característico primado de la voluntad sobre la contemplación.

Los elementos aprióricos del sentimiento son examinados por Kant en la Crítica del juicio, en el curso de una investigación que lleva a un doble resultado: coronar las dos anteriores «Críticas» y los análisis anejos a ellas y plantear de manera limpia el problema que acaso Kant perseguía por encima de todo: el problema de la posibilidad de una metafísica crítica exenta de supuestos arbitrarios y enemiga de una construcción del objeto a partir de su concepto. Kant formula, por lo pronto, la pregunta por la aprioiridad del juicio estético; la con­junción de la libertad y de la universalidad del placer estético no puede resolverse con la mera imposición de un conjunto de normas al arte. Por el contrario, Kant procura salvar la libertad y la genialidad artística en el marco de un rigorismo no menos firme que el existente en la esfera de la ética. La noción de finalidad sin fin permite, en efecto, acordar lo puesto por la imaginación con lo puesto por el entendimiento sin que haya, por parte de la primera, sumisión al concepto. Aquí se cumplen las condiciones del juicio reflexivo, destinado a explicar la dependencia en que lo particular se halla respecto a lo general, la relación que lo vincula a una fina­lidad, tal como ocurre, junto a los juicios del sentimiento estético, en la teleología de la Naturaleza. De ahí la unión de ambos temas en el marco de la crítica de la facultad del juicio. El juicio reflexivo no implica la determinación del obje­to como objeto del conocimiento, sino meramente el hecho de su­ mirlo bajo una regla. Lo particu­lar sigue dependiendo de lo uni­versal, pero este universal es, por así decirlo, lo que precisamente se busca. Tal condición se expresa sobre todo en la teleología de la Naturaleza. El examen de lo or­gánico permite averiguar que la finalidad no es en esta zona algo susceptible de reducción paulatina a lo mecánico. Lo cual en -modo alguno significa que el reino de la Naturaleza quede de este modo escindido; la finalidad es aquí como la regla y norma universal que explica la particularidad de lo mecánico. Pero tal finalidad se revela no sólo en lo vital, mas también y especialmente en la Naturaleza considerada como un conjunto. Esta Naturaleza no puede ser simplemente deducida del concepto universal que pueda proporcionar una teleología, pero porque forme el contexto de una serie de acontecimientos ciegamente mecánicos, sino porque haría falta una intuición que sólo y puede poseer de modo completo el creador del mundo. Por eso el saber de lo natural es siempre aspiración a ese saber intuitivo que, por otro lado, constituye el fundamento último de todo conocimiento. Al atacar decididamente éstos problemas, la crítica del juicio parece proponerse al mismo tiempo la unificación del abismo abierto, en las dos anteriores críticas, entre el determinismo de la Naturaleza y la libertad de la voluntad, por cuanto en el plano en que se desenvuelve el juicio reflexivo se juntan las razones teórica y práctica y, en última instancia, lo sensible y lo inteligible. Pues de la misma manera que el saber intuitivo radical, imposible de hecho en un entendimiento finito, podría proporcionar un saber total de la Naturaleza, un concepto de ésta que fuera a la vez aprehensión del objeto y libertad de la voluntad podría explicar la dependencia en que el fenómeno se halla con respecto al nóumeno y en que lo determinado se halla con respecto al fundamento absoluto. Éste es en gran parte el tema de esa «metafísica dogmático-práctica» a la que nos referimos ya antes y que está destinada a penetrar intuitivamente en el reino del nóumeno sin por ello invalidar el saber científico-natural.

Este tipo de consideraciones, que apuntan en la tercera «Crítica», fueron desarrolladas por Kant en los «escritos póstumos». Un importante tema en éstos es el de «la filosofía trascendental» como «totalidad de los principios racionales que culmina a priori en un sistema». La filosofía trascendental es de este modo «el principio del conocimiento racional a priori en la totalidad absoluta de su sistema». Con estas y otras consideraciones similares Kant pareció alejarse de su anterior cautela y convertir la filosofía en una «construcción a priori de la experiencia». Caben pocas dudas de que, en algunos por lo menos de los fragmentos «póstumos», Kant se movía en esta dirección, pareciendo anticipar con ello algunos de los supuestos fundamentales del idealismo postkantiano. En todo caso, las ideas de la razón pura organizadas en un sistema son presentadas en dichos fragmentos como el fundamento de la posibilidad de toda experiencia -en una forma parecida a la desarrollada por Fichte-. Sin embargo, sería precipitado concluir que Kant «recayó» con ello en la metafísica. Por una parte, no parece haber abandonado nunca el propósito de desarrollar una metafísica; lo único que sucedía es que pensaba que antes de desarrollarla había que «fundarla» y desbrozar el camino de todas las trampas colocadas por la razón pura. Por otra parte, el tipo de pensamiento metafísico que propone Kant en las obras póstumas, aunque mucho más «constructivo» que el que aparece en las «Críticas», y en particular en la de la razón pura, no es especulativo en el sentido tradicional: la filosofía trascendental como «filosofía pura», aunque no mezclada con elementos empíricos y aunque capaz (en principio) de establecer de un modo absoluto las condiciones de la experiencia, no se halla separada de ésta al modo como un mundo inteligible platónico se hallaría separado (en una de las interpretaciones de Platón cuando menos) del mundo sensible. Junto a la fundamentación de la experiencia como experiencia hay la necesidad de integrar la razón con la experiencia. La filosofía -tanto en cuanto metafísica como en cuanto «filosofía trascendental»- sigue siendo una parte de la «crítica de la razón pura», según indica Kant explícitamente en uno de los fragmentos (III, pág. l). Al fin y al cabo, aunque «ciencia», la filosofía trascendental sigue siendo «una ciencia problemática» (VIII, l), y la experiencia de la cual constituye la posibilidad, bien que una experiencia total, sigue estando basada en la «síntesis a priori»: la conciencia, dice Kan es ciertamente el primer acto la razón y en ella se funda últimamente toda experiencia, pero el segundo acto es la intuición y el tercero el conocimiento.

La imagen que se ha tenido la filosofía de Kant ha variado con las épocas y ha dependido buena parte del acento puesto sobre un determinado aspecto de ella. Los idealistas postkantianos prestaron menos atención a teoría kantiana del conocimiento que a las posibilidades de una metafísica; por eso han sido considerados a veces tales sistemas -en particular el de Fichte- como una prolongación de las últimas meditaciones de Kant. Desde mediados del siglo XIX, en cambio, hubo la creciente tendencia a considerar a Kant primordialmente como un crítico del conocimiento; el neokantismo en sus diversas ramas destacó la labor gnoseológica de Kant, examinándola desde todos los puntos de vista y prolongándola en todas las direcciones. En las últimas décadas, en cambio, ha habido varios intentos de subrayar de nuevo los aspectos metafísicos y ontológicos del pensamiento kantiano. Uno de los primeros esfuerzos al respecto es el de Alfons Bilharz, (1836-1925), el cual señaló que hay -o «debe haber»- una ontología en la base del kantismo, y que la filosofía de Kant resultaría completa "si un concepto, del ser al completarla, le hubiera prestado ayuda" (Cfr. Die Philosophie der Gegenwart in Selbstdarstellungen, V, 4). Pero estos esfuerzos se han intensificado con las interpretaciones de Ortega, de Heidegger, de Gottfried Martin, de H. Heimsoeth, los cuales han procurado mostrar el carácter «abierto» de la filosofía kantiana y el hecho de que con frecuencia puede descubrirse tras la letra gnoseológica el espíritu metafísico. A estas interpretaciones se ha agregado últimamente la de Lucien Goldmann, quien bajo la influencia de Heidegger y de G. Lukács ha procurado demostrar que el punto de vista constructivo de Kant predomina sobre el punto de vista crítico, y que, en todo caso, hay en Kant una «visión trágica» que se compadece poco con las interpretaciones gnoseológicas neokantianas de su pensamiento. Es más que probable, por supuesto, que las interpretaciones de la filosofía de Kant no hayan llegado a su término.