LEIBNIZ, GOTTFRIED WILHELM (1646-1716), nac. en Leipzig, donde estudió y presentó, en 1663, su tesis De principio individui. De 1663 a 1667 estudió matemáticas en la Universidad de Jena y jurisprudencia en la de Altdorf. Poco después entró al servicio del Elector de Maguncia y fue enviado, en 1672, a París con una misión diplomática. En 1673 visitó Inglaterra y poco después regresó a París, donde residió hasta 1676. Luego fue a Alemania, siendo nombrado bibliotecario de la corte del duque de Hannover, y encargándose de la redacción de la historia de la familia Brunswick. En 1682 fundó las Acta Eruditorum y en 1700 fue nombrado primer presidente de la Sociedad de Ciencias de Berlín -la posterior Preussische Akademie der Wissenschaften.

Desde muy joven Leibniz manifestó gran interés por todas las ciencias, por la historia y por las cuestiones políticas y religiosas. A su conocimiento de la escolástica, especialmente de la «escolástica moderna» (Suárez y otros), unió el de la ciencia y de la filosofía modernas, interesándose grandemente por el pensamiento de Francis Bacon, Hobbes, Gassendi, Descartes, Galileo, Huygens y otros. Leibniz mantuvo relación personal con no pocos autores a quienes encontró durante sus viajes (Boyle en Inglaterra; Malebranche y Arnauld en París: Spinoza en Holanda, etc.) y mantuvo correspondencia con ellos y con muchos más; de hecho, en la extensa correspondencia de Leibniz se hallan indicaciones muy importantes acerca de su propio pensamiento filosófico y de sus descubrimientos científicos. Tal sucede, para citar sólo un par de casos, con su correspondencia con Arnauld y con Clarke. Su actividad diplomática y política se manifestó en diversos momentos y en varias formas; baste citar sus esfuerzos para convencer a Luis XIV y luego al Zar Pedro el Grande de constituir una alianza de Estados cristianos, abandonando las luchas internas y dirigiéndose contra los musulmanes. Ello estaba en estrecha relación con su ambición de unir las Iglesias cristianas: primero, los católicos y protestantes (lo que dio lugar a la resonante controversia con Bossuet), y luego a los calvinistas y luteranos. Leibniz fracasó en todas estas empresas, pero no cesó de alentarlas. El deseo de unificación y de armonía se manifestó asimismo en su interés por la formación de sociedades eruditas y científicas y la publicación de «Actas» de estas sociedades con el fin de mantener en estrecho contacto a todos los que trabajaran en las diversas ciencias. Algunas de las polémicas suscitadas por Leibniz alcanzaron enorme resonancia; tal ocurrió particularmente con la que tuvo lugar sobre la cuestión de la prioridad en el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Leibniz llegó a la idea de este cálculo en 1676. Newton había alcanzado (independientemente) la misma idea algunos años antes, pero mientras Leibniz publicó sus resultados en 1684, Newton no lo hizo sino hasta 1687. Se discutió, pues, quién había sido el primero -disputa que tuvo lugar entre partidarios de Leibniz y Newton mas bien que entre los propios autores, y disputa, por supuesto, baldía, ya que cada uno había descubierto el cálculo sin tener noticia de los trabajos del otro- La notación propuesta por Leibniz fue la que se adoptó con preferencia y la que sigue todavía en parte usándose.

Estas múltiples actividades e intereses de Leibniz se hallan en estrecha relación con la naturaleza de su propio pensamiento filosófico. Éste se halla dominado por varias ideas centrales, de las que mencionaremos las siguientes: la armonía, la continuidad y la universalidad. Lejos de rechazar la tradición, Leibniz aspiró a incorporarla e integrarla con las ideas propuestas por la filosofía y la ciencia modernas. Así, por ejemplo, Leibniz desarrolló el mecanicismo, pero trató de armonizarlo con la doctrina de las formas substanciales; destacó la importancia de la idea de substancia, pero no sin detrimento de la idea de relación, etc. Como el propio Leibniz dijo en una ocasión: je ne méprise presque rien -nada, o «casi nada», debe menospreciarse; todo o «casi todo», puede integrarse y armonizarse; el «mundo mejor» es, en todo caso, «el mundo más lleno»- Por eso Leibniz aspiró a ser el heredero de una philosophia perennis, una filosofía que cambia pero de un modo continuo y en donde cada momento sucede al anterior y anuncia el posterior. Nada de extraño que en su tiempo Leibniz fuera considerado como un típico «filósofo ecléctico» -una imagen de Leibniz que hoy nos sorprende, por ser incompatible con lo que pensamos sobre él y sobre el eclecticismo, pero que no deja de tener su fundamento en la tendencia del filósofo hacia la composición, por supuesto armónica, de muy diversas doctrinas- La idea de la armonía estaba ligada en Leibniz a la de la continuidad. Ambas estaban, además, vinculadas a la idea de la universalidad en cuanto expresión del deseo de constituir una ciencia universal y un lenguaje universal accesible a todos los humanos y capaz de escribir todas las ideas posibles.

En los inicios de su carrera filosófica Leibniz se ocupó de la posibilidad de un ars combinatoria y de una characteristica universalis. Esta última era un lenguaje universal expresado en forma simbólica que permitiera a todos usar los mismos símbolos con el mismo significado. La primera era un sistema deductivo que permitiera combinar los símbolos deductivamente, de tal forma que «pudiera ponerse punto final a esas cansadoras polémicas con que las gentes se fatigan unas a otras» (Gerhardt, VII, 186). Pero ello será posible sólo cuando se hagan los razonamientos «tan tangibles como los de las matemáticas, de suerte que podamos descubrir un error a simple vista, y que cuando haya disputas entre gentes podamos simplemente decir: 'Calculemos', a fin de ver quién tiene razón» (Opuscules et fragments inédits, ed. Couturat, pág. 176). Así, la ciencia universal soñada por Leibniz procede al modo de la lógica y de la matemática, si bien estas últimas son solamente partes de tal ciencia universal. Por lo demás, la ciencia universal en cuestión es posible solamente porque, como escribió Leibniz, «el cuerpo entero de las ciencias puede ser comparado a un océano, que es continuo en todas partes, sin hiatos o divisiones, bien que los hombres conciban que hay partes en él y les den nombre según su conveniencia» (Couturat, pág. 530). Debe advertirse que en la constitución de tal ciencia universal, aunque los caracteres usados sean arbitrarios, «hay en su aplicación y conexión algo que no es arbitrario, es decir, una relación que existe entre los caracteres y las cosas», por lo que «la verdad no se basa en lo que es arbitrario en los caracteres, sino en lo que es permanente en ellos, es decir en la relación que hay entre los caracteres y las cosas» (Gerhardt, VII, 191). En suma: los conceptos expresados por los caracteres de la ciencia universal tienen fundamentum in re.

Las nociones de universalidad y continuidad implicadas en la idea de la ciencia universal postulada por Leibniz corresponden a la universalidad y continuidad que se hallan en la realidad misma. El calculo infinitesimal no es por ello una simple serie de convenciones: es el mejor modo de conceptualizar y matematizar la continuidad de la realidad entera y del movimiento. Puede considerarse este cálculo como el instrumento o, cuando menos, uno de los instrumentos conceptuales (y calculatorios) cuyo uso le fue sugerido a Leibniz por su idea de la perfecta continuidad de lo real.

En toda exposición de la filosofía de Leibniz ocupan un lugar prominente una serie de principios. A algunos de ellos nos hemos referido ya implícitamente: son los que pueden llamarse «principio de armonía» y «principio de continuidad». A ellos pueden agregarse otros: el «principio de plenitud», el «principio de perfección», el «principio de la identidad de los indiscernibles», el «principio de la composibilidad». Todos ellos se refieren a la realidad. Hay otros dos principios que atañen más bien al modo como se entiende la realidad: son el «principio de no contradicción» (que Leibniz equipara con frecuencia al de identidad) y el «principio de razón suficiente». Ello no quiere decir que haya una separación estricta entre los que podrían llamarse «principios reales» y los «principios conceptuales» (o «principios ontológicos» y «principios gnoseológicos»). En efecto, los principios que se refieren más bien a la realidad no dejan de ser principios que afecten de algún modo al lenguaje en el cual se describe o explica la realidad, y, a la vez, los principios que atañen más bien al modo como se entiende la realidad no dejan por ello de ser de algún modo principios de la realidad. Ello sucede por la muy estrecha correlación que hay en Leibniz entre realidad y lenguaje, y se manifiesta sobre todo en alguno de estos principios, tal como el de razón suficiente, el cual puede formularse diciendo que nada sucede en la realidad sin que haya una razón suficiente para que acontezca, y que nada puede explicarse de la realidad si no se halla una razón suficiente que lo explique.

Nos limitaremos aquí a destacar ciertos aspectos de algunos de estos principios. Por lo pronto, en el de continuidad. Este principio se revela claramente en la matemática -bien que en alguna ocasión Leibniz haya dicho que toda repetición puede ser discreta o continua (Gerhardt, IV, 394)- y se manifiesta no menos claramente en la Naturaleza -bien que el mundo de Leibniz sea no sólo un mundo continuo, sino también un mundo monadológico, lleno de individuos- El principio de continuidad es un principio universal en el que se hace patente la armonía entre lo físico y lo geométrico. Es un principio según el cual todo en el universo está relacionado «en virtud de razones metafísicas», y ello no sólo en un presente, sino a través de la duración, ya que el presente se halla siempre grávido de futuro. El principio de continuidad hace posible dar razón de cualquier realidad y de cualquier acontecimiento, ya que sin tal principio habría que concluir que hay hiatos en la Naturaleza, cosa que sería incompatible con el principio de razón suficiente (A. Buchenau y E. Cassirer, Leibniz'... Werke, 11, 556). Pero a la vez el principio de razón suficiente sería inaplicable si no hubiera el principio de continuidad. Al mismo tiempo, el principio de continuidad y el de razón suficiente están ligados al principio de plenitud; en efecto, el universo es continuo sólo porque es «pleno» y viceversa. Esta «plenitud» es la que resulta del modo como Leibniz concibe el mundo de las esencias (o los «posibles») y su relación con las existencias. Como hemos visto en los artículos pertinentes, Leibniz supone que los posibles se caracterizan por su aspiración (conatos) a existir, y que el mundo resultante es aquel en el cual se realiza «la serie máxima de posibilidades». En otros términos: todo Posible que no sea contradictorio está, por así decirlo, «destinado a existir»; todo posible se hace actual siempre que no haya nada que se oponga a su realización, es decir, en la medida en que haya una razón suficiente para que se lleve a cabo. La razón suficiente para que Dios elija ciertos posibles más bien que otros para realizarse reside, arguye Leibniz, en la conveniencia o grados de perfección que poseen los diversos mundos posibles. Hay muchos (un número infinito) de mundos posibles, pero sólo uno ha llegado a la existencia. Éste es el mundo «mejor», donde 'mejor' tiene no sólo un sentido moral, sino también, y acaso primariamente, un sentido metafísico. 'Mejor' quiere decir «el más perfecto posible» (o, simplemente, «el que es perfecto») y también el más «lleno». Parece como si hubiera un universo donde pulularan los posibles y del cual se extrajera el mundo que fuese efectivamente el «más real».

En el modo como Leibniz presenta «el mundo mejor» se ve ya claramente la función que desempeñan los dos principios a que nos hemos referido: el de no contradicción y el de razón suficiente. El principio de no contradicción opera una primera selección entre los posibles; el principio de razón suficiente explica por qué ciertos posibles más que otros han llegado a la existencia. Pero el principio de razón suficiente no es para Leibniz solamente un principio muy general, es un principio que se aplica en todos los casos en los que se trata de saber por qué algo es como es y no de otro modo. -En su forma más corriente, el principio en cuestión se expresa diciendo que «Nada acontece sin razón suficiente». Ello quiere decir, según Leibniz, que deben evitarse cambios inestables tanto cuanto sea posible. El principio de razón suficiente interviene, junto con el de no contradicción, en todos los razonamientos. El principio de razón suficiente es aplicable a las cosas contingentes en tanto que el de contradicción lo es a las cosas necesarias. Por eso las leyes del movimiento dependen del principio de razón suficiente; no son, dice Leibniz, geocéntricamente necesarias, sino que se originan en la voluntad de Dios gobernada por la razón (Gerhardt, 11, 1811). El principio en cuestión es un principio a la vez metafísico, físico y moral; en efecto, sirve para explicar por qué hay algo y no más bien nada; por qué los movimientos se efectúan como se efectúan y en el sentido en que lo hacen; por qué tal o cual acto es libre, es decir, por qué el alma -que no puede hallarse nunca cm estado de completa indiferencia- elige esto más bien que lo otro.

Sería largo exponer las concepciones físicas de Leibniz, y sobremanera complejo tratar de aclararlas con ayuda de los citados principios. Nos limitaremos a poner de relieve que la física de Leibniz -por lo demás estrechamente ligada a su metafísica- se opone a la cartesiana por cuanto niega que la esencia de un cuerpo consista solamente en la extensión; hay en los cuerpos algo más que propiedades puramente geométricas, lo que hace que para explicar los cuerpos y sus movimientos se necesite «una noción más elevada o metafísica, es decir, la de substancia, acción y fuerza». Leibniz no niega que los cuerpos sean extensos, pero sostiene que no deben confundirse las nociones de lugar, espacio o pura extensión con la noción de substancia, la cual, además de la extensión, «incluye la resistencia, es decir, la acción y la pasividad». Ello lleva a Leibniz a insistir sobre la importancia de la noción de fuerza; la fuerza es lo que permanece constante y no, como pretendía Descartes, la cantidad de movimiento. Pero la fuerza no es una entidad oculta; es la constante de todo movimiento, susceptible de ser expresada matemáticamente. Por eso Leibniz no cree que el puro mecanicismo sea suficiente para explicar los cuerpos naturales y sus movimientos; sin duda, todo lo que ocurre en la Naturaleza tiene lugar mecánicamente, pero «los principios mismos de la mecánica, es decir, las primeras leyes del movimiento, tienen un origen más sublime que los proporcionados por la pura matemática». En otros términos, la fuerza y la resistencia solo pertenecen a substancias, y no a simples propiedades geométricas de los cuerpos. Se ha dicho por ello que Leibniz combinó el mecanicismo con la teleología, pero podría decirse también, y acaso con mayor justificación, que combinó el geometrismo con el dinamismo.

Tanto la física como la metafísica de Leibniz se hallan dominadas por una distinción básica a la cual hemos dedicado ya un artículo: la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Indiquemos, o recordemos, aquí que esta distinción es paralela, si no idéntica, a la que hay entre proposiciones necesarias (o necesariamente verdaderas) y proposiciones contingentes (o, mejor dicho, proposiciones sobre realidades contingentes). Las proposiciones necesarias son aquellas que no pueden ser negadas sin caer en contradicción; las proposiciones contingentes son aquellas cuya negación es posible. Así, es necesariamente verdadero y es, por tanto, una verdad de razón, que si existe, A existe, es decir, que si existe no es verdad que A no existe. Pero es contingente que A exista (siempre que A no sea Dios, cuya existencia es necesaria). Se ha equiparado con frecuencia la distinción entre verdades de razón o proposiciones necesarias y verdades dé hecho o proposiciones contingentes con la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas. Hay razones en favor de esta equiparación, pero hay que advertir que ella no es completa. En efecto, aunque una mente finita no puede llevar a cabo el análisis requerido para explicar que A existe, y por qué existe A, una mente infinita puede llevar a cabo este análisis. En otras palabras, las proposiciones contingentes pueden ser sintéticas para una mente finita, pero son ciertamente analíticas para una mente infinita. Esta mente puede reducir las cosas existentes a sus posibles, o a los fundamentos de su posibilidad. Por otro lado, la proposición que Dios existe, aunque se refiere a una existencia, es distinta de todas las demás proposiciones existenciales; como hemos visto en otro lugar, basta saber que Dios es posible para afirmar que es real.

Si se pregunta cuáles son los elementos con los cuales Leibniz construye su universo a base de los principios antes introducidos, podría contestarse como sigue: substancias y relaciones. De estos dos elementos sólo las substancias son reales, las relaciones (entre las cuales se destacan el espacio y el tiempo) no son propiamente reales, cuando menos en el sentido de no ser substanciales. De ahí la importancia capital que desempeña en la filosofía de Leibniz la noción de substancia. Substancia es, en cuanto ser existente, actividad. La doctrina leibniziana de la substancia es, por supuesto, compleja, pero puede simplificarse considerándola desde el punto de vista de la monadología. Leibniz parte de las mónadas como substancias simples, que no tienen partes y que, por tanto, no son extensas a la manera de los átomos. Las mónadas no se distinguen entre sí por la figura, sino por la representación y el grado de representación. Las mónadas son individuos. Ahora bien, el universo se compone de una infinitud de representaciones, desde las más oscuras e indistintas hasta las más distintas y claras. Las mónadas «no tienen ventanas»; son, en si mismas, universos, expresiones diferentes de una misma realidad total. Su diferencia es la diferencia de representación que cada una tiene del universo. Desde las mónadas inferiores, que tienen únicamente percepciones o representaciones inconscientes, hasta las superiores, que, como el espíritu, tienen representaciones conscientes o apercepciones, hay una jerarquía en la cual cada elemento posee una apetición o tendencia a transformar la oscuridad de las percepciones en mayor claridad. Por eso Leibniz llama apetición a «la acción del principio interno que produce el cambio o tránsito de una percepción a otra». La apetición no alcanza siempre todo aquello hacia lo cual tiende, pero consigue siempre percepciones nuevas. Siendo la mónada un reflejo contiene, clara u oscuramente, todo su pasado y el germen de su porvenir, aunque sólo la mónada suprema, es decir, Dios, posee un saber actual absolutamente consciente de su pasado y futuro; es espíritu puro, inmaterialidad pura, pura conciencia de percepción. La diversidad de las mónadas queda formulada en el principio de identidad de los indiscernibles, según el cual la distinción radica solamente en la discernibilidad. En efecto, Leibniz afirma que las substancias simples se distinguen por sus cualidades, pues «lo que se encuentra en lo compuesto sólo puede venir de los ingredientes simples, y no poseyendo cualidades, las mónadas serían indiscernibles unas de otras por no diferir en cantidad». El principio de los indiscernibles equivale, por lo tanto, a la afirmación de que no hay nunca en la Naturaleza dos seres perfectamente iguales entre sí «y en los cuales no sea posible encontrar una diferencia interna o que esté fundada en una denominación intrínseca». De ahí que la indiscernibilidad corresponda solamente a la identidad, la cual es definida justamente como identidad de los indiscernibles. La doctrina de las mónadas sirve, por otro lado, para la explicación de la armonía preestablecida, en donde se revela de modo tan luminoso el optimismo del sistema leibniziano. La armonía preestablecida no es más que lo que vincula entre sí a las mónadas, la ley de su interdependencia y sucesión. Es armonía por cuanto todo se corresponde según ley; es preestablecida porque Dios ha fijado de antemano y para siempre toda la serie de las sucesiones. Leibniz compara esta armonía con el hecho de dos relojes iguales que marcasen siempre los mismos tiempos, no por interacción ni por la intervención constante de un ser supremo, sino por el establecimiento previo de su mutuo acuerdo. Leibniz no niega con ello, empero, la libertad, que es adscrita en mayor o menor medida a las mónadas según su puesto en la jerarquía universal. La existencia del mal en el mundo, que Leibniz clasifica en mal metafísico, físico y moral, no demuestra para él que Dios sea el autor del pecado; demuestra únicamente que el espíritu humano es demasiado limitado para comprender que el mal es una parte necesaria en el conjunto armónico del mundo, que es, dentro de todos los mundos posibles, el mejor que Dios ha podido crear. La supuesta imperfección es sólo, por consiguiente, desconocimiento del papel que lo imperfecto desempeña en el orden perfecto total.

La monadología permite también resolver para Leibniz los problemas de las ideas innatas, que fueron determinantes para la especulación filosófica de su siglo. Leibniz admite el empirismo que sostiene que nada hay en el intelecto que no estuviera antes en los sentidos, pero agrega que ello rige para todo, «salvo para el intelecto mismo». Por ser las mónadas representación, el innatismo es inherente a ellas, pero semejante innatismo no consiste en la idea clara y distinta en el sentido cartesiano, sino que se extiende a partir de la más oscura e indistinta percepción, a partir del sentimiento inconsciente, que para el intelectualismo leibniziano no es un elemento diferente, sino inferior al conocimiento o a la percepción consciente. Como en los demás aspectos de su filosofía, tiende Leibniz también aquí a la conciliación y a la resolución de las oposiciones en una unidad armónica. Esta tendencia a la armonía culmina justamente en la doctrina de las mónadas, donde quedan sumidas todas las contradicciones reveladas por los anteriores sistemas filosóficos para constituir el cuerpo de lo que Leibniz llama «filosofía perenne» -perneáis philosophia-, donde la exclusión es sustituida por la integración.

Hemos subrayado en este articulo las doctrinas de Leibniz que suelen considerarse más destacadas. Éstas son: (1) la doctrina según la cual todo es continuo; (2) la doctrina según la cual hay siempre una razón suficiente para la explicación de cualquier ser o de cualquier acontecer; (3) la doctrina según la cual todo está compuesto de mónadas; (4) la doctrina según la cual la comunicación entre las substancias y, en general, la relación entre las mónadas está regida por el principio de la armonía preestablecida; (5) la doctrina según la cual el intelecto prima sobre la voluntad o sobre el sentimiento; (6) la doctrina según la cual este mundo, aun cuando contiene el mal, es el mejor de todos los mundos posibles. Algunos puntos, también capitales, de la filosofía de Leibniz no han podido ser dilucidados aquí con la extensión que merecían; con el fin de compensar esta deficiencia nos hemos referido a ellos en otros artículos. Ahora bien, debe tenerse presente que ha habido con frecuencia discusiones sobre la más plausible interpretación que puede darse a la filosofía de Leibniz. Algunos han considerado que el centro de su doctrina se halla en su metafísica, y que su lógica es una consecuencia de ella; otros (como Couturat o Russell) han propuesto la tesis de que o fundamental en Leibniz es su lógica y de que la metafísica es o un resultado de la lógica o bien un modo de «ocultación» de su verdadero pensamiento. Aunque hemos seguido en buena parte la primera opinión -que es la tradicional- no nos adherimos enteramente a ella. Tampoco nos adherimos a la segunda. En rigor, consideramos que lógica y metafísica en Leibniz se apoyan mutuamente y que es difícil considerar la una como el fundamento de la otra. Si la metafísica de Leibniz fuera tan desplazada en su obra como algunos autores proponen, no se entendería el modo de escribir de Leibniz. En efecto, así como cada mónada refleja el universo entero desde una sola perspectiva, siendo un punto de vista sobre el todo, así también cada una de las proposiciones de Leibniz refleja desde un punto de vista particular la filosofía entera. Pero, a la vez, si la lógica de Leibniz fuera tan subordinada a la metafísica como algunos autores imaginan, no se entendería que, una vez subrayada la novedad y particularidad de cada ente y de cada acontecer, Leibniz intente siempre reducirlos a una verdad única, alcanzada por un proceso de identificación.