PLATÓN (428/347 J. C.), nac. en Atenas, de familia aristocrática; su padre, Aristón, era descendiente del rey ático Codro, y su madre, Perictione, era descendiente de Dropides, familiar de Solón. El nombre 'Platón' es, en rigor, un apodo (que significa 'el de anchas espaldas'); su nombre originario era el de Aristocles. Educado por los mejores maestros de la época en Atenas, Platón tuvo dos intereses: la poesía -que abandonó luego- y la política -que le preocupó siempre- A los 18 años de edad se allegó al círculo de Sócrates, quien ejerció extraordinaria influencia sobre su vida y sus doctrinas y de quien fue el más original discípulo. Por Sócrates tuvo lugar lo que puede llamarse la conversión de Platón a la filosofía. Tras la muerte de Sócrates se estableció un tiempo en Megara, con Euclides, otro discípulo de Sócrates. De regreso a Atenas comenzó sus enseñanzas filosóficas; se afirma -pero no puede asegurarse que emprendió asimismo un viaje a Egipto. Poco después fue invitado por el tirano Dionisio el Viejo a Siracusa (Sur de Italia), donde se relacionó con los pitagóricos (especialmente con Arquitas). Aunque el sobrino de Dionisio el Viejo, Dion, se entusiasmó con las doctrinas de Platón, el resultado del viaje fue desastroso; parece que por orden de Dionisio el filósofo fue ofrecido (hacia 387) como esclavo en el mercado de Egina (que estaba entonces en guerra con Atenas) y que tuvo que ser rescatado por un cierto Aniceris. De regreso a Atenas, Platón fundó la Academia, pero invitado de nuevo por el sucesor del citado Dionisio, Dionisio el Joven, emprendió un segundo viaje a Siracusa, donde esperaba poner en práctica sus ideas de reforma política. Caído Dion en desgracia, Platón regresó a Atenas, pero en 361/360 emprendió un tercer viaje a Sicilia -asimismo por invitación de Dionisio el Joven-. Tuvo que huir, protegido por Arquitas, a consecuencia de estar implicado en las luchas políticas del Estado, regresando de nuevo a Atenas, donde permaneció hasta el final de su vida, consagrado a la Academia y a sus escritos.
Es difícil resumir la filosofía de Platón -una de las más influyentes en la historia de la filosofía- no sólo a causa de su complejidad, sino también porque pueden considerarse en ella distintas etapas, marcadas especialmente por la evolución de la teoría de las ideas. Tendremos, pues, que limitarnos a destacar algunos de los -rasgos esenciales. Aun teniendo en cuenta la citada evolución, consideraremos que la misma es continua y que, por tanto, subyacen en el pensamiento del autor durante todas las fases de su desenvolvimiento preocupaciones y problemas sensiblemente invariables.
En principio, la obra filosófica de Platón puede estimarse como una continuación de la socrática, hasta el punto de que los llamados diálogos de juventud o de la primera época (véase bibliografía) son tanto elaboraciones del pensamiento socrático como exposición de las conversaciones mantenidas entre Sócrates y sus amigos, discípulos y adversarios. Muy frecuente en tales diálogos es un «aire inconcluso»; más que expresión de cierto número de opiniones bien fijadas, los «diálogos socráticos» parecen ser ejercicios de «dialéctica», y hasta de retórica. Sin embargo, se ve cada vez más claramente que, a través de Sócrates, Platón quiere oponerse a una tendencia que considera funesta: el relativismo sofistico. Una y otra vez los sofistas resultan blanco de sus interrogaciones. Pero oponerse al relativismo quiere decir suponer que hay una posibilidad de conocimiento que no depende de factores circunstanciales. Poco a poco avanza Platón hacia lo que va a constituir su más sonada -y discutida- doctrina filosófica: la teoría de las ideas. Los motivos de la formulación de esta teoría son, sin embargo, más complejos que la mera oposición a la sofistica. A las razones epistemológicas se unen -y actúan a veces más poderosamente aún que aquéllas -razones éticas, metafísicas y de filosofía política. Por esta última entendemos sobre todo la actitud de Platón ante las circunstancias sociales de su época. Esta actitud puede rastrearse en diversos pasajes de su obra; así, por ejemplo, en los libros III y IV de la República y en la Carta VII. Del primero se desprende que el famoso «Estado ideal» es un Estado en vista de una época de crisis y no un Estado ideal «absoluto». Del segundo se deduce que la cuestión fundamental es la de la concordia social, la cual puede solamente obtenerse cuando hay acuerdo acerca de quién debe regir el Estado y del lugar que corresponde a cada individuo -y a cada estamento social dentro del mismo, lugar regido por la justicia, la cual debe regular las relaciones entre las diversas clases, que son respecto al cuerpo social lo que las facultades con respecto al alma individual humana. Del último resulta claro que el filósofo -o el rey-filósofo, o el jefe del Estado educado en la filosofia debe tomar las riendas de una sociedad que el estadista sin filosofía ya no sabe manejar. Todos estos motivos concurren a la formación de la teoría de las ideas, a cuya exposición consagraremos la mayor parte del presente artículo. Es una teoría que comienza a manifestarse en diálogos tales como el Banquete y el Felón, y que es criticada, o discutida -o, según algunos autores, reafirmada-, en los llamados «diálogos últimos». En esos estadios ulteriores de la elaboración de la teoría deben añadirse a la socrática otras influencias, tales como la eleática, la pitagórica y la heracliteana. Pero no hay que pensar que Platón llegó fácilmente a la formulación clara de la mencionada teoría. Antes de que pueda percibirse siquiera su estructura general es necesario poner en claro lo que se necesita para juzgar rectamente de cada realidad.
Ante todo, se necesita que haya una familiaridad con la realidad pertinente. Semejante familiaridad no la puede poseer cualquiera: sólo el «técnico» conoce aquello de que habla. Así, para saber acerca del manejo de las naves hay que consultar al piloto, para conocer cómo hay que batirse con el enemigo hay que recurrir al estratega. Una «tecnificación» del saber y la erección de una especie de «tecnocracia» parecen, pues, el resultado de esta tendencia. Sin embargo, no hay que dejarse despistar por las apariencias; se trata únicamente de ejemplos. Estos ejemplos están encaminados a mostrar dos cosas. Una: que cuanto sucede en las profesiones ocurre también, por lo menos analógicamente en las cuestiones generales: la opinión «común», la que juzga meramente según apariencias, debe ser descartada. Otra: que la reflexión es necesaria para adquirir conocimiento. Ambas cosas se resumen en una sola: que el saber de lo más importante -qué es lo justo, qué es lo injusto; qué es el bien, qué es el mal- no debe dejarse en manos de cualquiera: sólo el filósofo podrá responder adecuadamente a tan fundamentales preguntas. Pero si el filósofo lo hace es porque ha adquirido previamente una «técnica»: la que consiste en dar las definiciones correctas. Estas definiciones se consiguen, por lo pronto, mediante el empleo sistemático del proceso de la división; la realidad es articulada en tal forma que se hace posible luego «cortarla» por medio del concepto y colocar cualquier entidad en el «lugar lógico» que le corresponde, es decir, situarla dentro de un género próximo con el fin de precisarla luego mediante una diferencia específica. De este modo acaban por verse las realidades desde el punto de vista de las ideas. Y sólo así es posible alcanzar uno de los propósitos capitales de Platón: el dar cuenta de la realidad y, por lo tanto, en última instancia, el «salvar» (explicar) las apariencias que para el hombre «corriente» parecen constituir toda la realidad.
El «conocimiento» que propugnan los sofistas es, así, un reflejo del falso saber de la mayoría. Ésta se halla predispuesta a reducir el conocimiento de las cosas al «conocimiento» de las apariencias, sensaciones o sombras de las cosas. De ahí su insistencia en el conocimiento sensible. Mas por medio de este «conocimiento» sólo podemos tener acceso a las entidades particulares y a los accidentes de estas entidades. Tan pronto como intentamos saber qué es lo que es -y no sólo, como los presocráticos en general, las cosas que son, o, como los sofistas, las apariencias de estas cosas-, es menester proceder a aplicar un método sistemático, que nos lleve primero a la definición de cada realidad y luego, mediante una incesante dialéctica, al conocimiento de las ideas. La percepción nos dice, por ejemplo, que el alma es perecedera. Pero la definición del alma, esto es, la aprehensión de su esencia, nos puede demostrar su inmortalidad. Lo mismo ocurre con todas las demás realidades, en particular con esas «entidades» que tienen una estructura análoga a la de los números o a la de las relaciones. Así como el matemático no se ocupa de las figuras triangulares, sino del triángulo, el filósofo no debe ocuparse -si no es como punto de partida- de las cosas justas, sino de la justicia, la cual hace posible que haya cosas justas, en el mismo sentido en que ya no el triángulo, sino la triangularidad, hace que sean posibles las cosas triangulares. Lo que importa, pues, es el «como tal» de las realidades; en otros términos, sus esencias o formas. Éstas surgen primariamente como modelos de los correspondientes objetos y, en gran medida, como estos objetos en tanto que son vistos en sus estados de perfección.
La definición filosófica de las realidades nos conduce, pues, a una esencia que puede abarcar todos los casos, posibles y efectivos, de la realidad considerada. Hay, por ejemplo, muchas posibilidades de «definir» el amor: el amor es un instinto, una tendencia a la belleza, un movimiento de atracción. Pero sólo una definición es aceptable: la que corresponde a su idea. El amor es una oscilación entre la no posesión y la posesión, entre el no tener y el tener, o, como dice Platón, siguiendo su tendencia al uso metafórico y a veces mítico, el hijo de Poros (la Pobreza) y de Penía (la Riqueza). Ahora bien, estas primeras precisiones sobre las ideas deben ser completadas por otras donde las ideas aparecen claramente en cuanto tales. A la elaboración del saber debe sobreponerse la teoría de este saber o, si se quiere, la de la verdadera ciencia.
Esta ciencia -la del filósofo se opone a la ignorancia, que es el no saber (a veces, el creer que se sabe no sabiendo). Es la más elevada de todas las sabidurías y por ello tiene a su servicio el más alto de todos los instrumentos del pensar: la dialéctica. Ahora bien, la importancia otorgada por Platón a la verdadera ciencia no debe hacer creer que concibe solamente dos posibilidades: esta ciencia y la pura ignorancia. Así como hay un intermedio entre el ser y el no ser -es decir, un mundo de objetos (los objetos sensibles) que no son enteramente reales, pero que no son tampoco enteramente inexistentes-, hay un modo de saber intermedio entre la ignorancia y el verdadero conocimiento: es la opinión, la cual no es simple sensación, sino una reflexión que alcanza su propósito por lo menos en los asuntos de carácter práctico, en muchos de los cuales se necesita únicamente un conocimiento probable o plausible. En el mismo sentido en que Platón rehuye aniquilar el mundo fenoménico en aras de un universo puramente inteligible, se niega a hacer desaparecer por completo modos de conocimiento que tienen también por objeto una cierta realidad. De esta manera reconoce Platón una jerarquía del saber, lo mismo que reconoce una jerarquía del ser. La «escalera de la belleza» a que se refiere en El Banquete es sólo una de las metáforas que usa Platón para mostrar que existe verdaderamente un ascenso y, por consiguiente, una multiplicidad de peldaños. Pero cabe recurrir a otras metáforas. Por ejemplo, la concepción de lo bello como algo que otorga a las realidades una especie de halo y, de consiguiente, un reflejo ya aquí visible de lo inteligible. O bien la concepción del alma, la cual es, como señala en el Fedón, afín a las ideas y no a las cosas sensibles, pero por ello mismo oscilante entre unas y otras. Mas si Platón insiste dondequiera en la jerarquía, es porque piensa que, en último término, hay una clave que sostiene el edificio entero de la realidad -y de su conocimiento-: son las esencias, las formas, o las ideas. Y por eso la teoría de las ideas, primero de una manera aproximada, luego en una forma dogmática y, finalmente, de un modo crítico, aparece como el eje de toda la especulación del filósofo.
Estas ideas aparecen, por lo pronto, como la verdad de las cosas. Se trata de verdades que el alma posee de una manera innata y que pueden ponerse de manifiesto, según es probado en el Menón, tan pronto como, en vez de seguir apegados a las cosas sensibles, realizamos el esfuerzo de desprendernos de ellas y de vivir una vida en contemplación. Esta vida contemplativa o teórica puede no ser posible en este mundo si nos atenemos a la famosa imagen de la caverna (República, VII), de la cual parece desprenderse que estamos encadenados y obligados a contemplar solamente las sombras de las cosas que la luz exterior proyecta sobre la inmensa pared hacia la cual se nos fuerza a dirigir la vista. Pero con frecuencia Platón da a entender que puede llevarse en esta vida una existencia semejante a la de los dioses, y ello significa una existencia en la cual las ideas pueden contemplarse, por así decirlo, cara a cara. En verdad, esta última opinión es la que predomina, especialmente cuando en vez de destacar, por, medio de la metáfora y del mito, la luz inteligible de las ideas, Platón se enfrenta con el problema del conocimiento verdadero a través de los conceptos. Se han dado muy diversas interpretaciones de la doctrina platónica de las ideas. Para unos se trata de entidades metafísicas, supremamente existentes y supremamente valiosas, objeto de contemplación intuitiva reservada solamente a los que son capaces de realizar el esfuerzo necesario o a los que poseen desde el comienzo las condiciones necesarias. Para otros se trata de estructuras de conocimiento de la realidad, más semejantes a las hipótesis matemáticas que a las realidades metafísicas. Para otros se trata de modelos de las cosas que resultan visibles únicamente cuando, como dice Bergson, tomamos una vista estable sobre la inestabilidad de la realidad; en este caso se concluye que las ideas son la expresión de las inmovilidades, alcanzadas tan pronto como se detiene el fluir incesante de la realidad en ciertos momentos privilegiados. Todas estas interpretaciones describen algo que hay efectivamente en la teoría de Platón. Esto quiere decir que la concepción platónica es fundamentalmente compleja. Esta complejidad aumenta, por otro lado, si pensamos que junto a la cuestión de la naturaleza de las ideas hay otra cuestión en la cual Platón trabajó incesantemente y que dejó inconclusa: la de la forma de relación que semejantes ideas tienen con as cosas -cuestion que desencadena inmediatamente el problema de la jerarquía entre las propias ideas.
La cuestión de la relación citada es resuelta, por lo pronto, mediante la noción de participación. Es una noción que choca con graves dificultades. No menos difícil resulta cualquier solución dada a la cuestión de la relación que entre sí mantienen las ideas. En el Sofista manifiesta Platón que una idea puede participar en otra idea. Mas una vez resuelto este problema todavía queda otro: el de saber de qué cosas hay ideas. En los diálogos primeros y los llamados diálogos intermedios, la cuestión no era demasiado grave. En efecto, las ideas de que se hablaba eran ideas tales como la justicia, la virtud, etc., es decir, ideas que pueden comprenderse relativamente sin esfuerzo tan pronto como consideramos que, a menos de postular la existencia de una justicia perfecta, todos los actos llamados justos serán incomprensibles a fuerza de ser relativos. 'Ser justo' es, pues, en este caso, aproximarse lo más posible a la idea perfecta de justicia; 'ser virtuoso', aproximarse lo más posible a la idea perfecta de virtud, etc., etc. Pero no parece plausible que las ideas deban limitarse a semejantes entidades. ¿Por qué no admitir también, como se pregunta en el Parménides, que haya no sólo ideas de entidades tales como el hombre, el fuego, etc., sino inclusive de cosas vulgares, tales como la suciedad y los pelos? Es obvio que al llegar a este punto Platón vacila considerablemente. Pues si, en efecto, una cosa es en tanto que participa de una idea, habrá tantas ideas como hay clases de cosas, siendo entonces cada idea el «modelo» de cualquier cosa de su correspondiente clase. Pero entonces las ideas se multiplican hasta el vértigo. Por si fuera poco, esta extensión de la noción de idea suscita otro problema: hay en cada objeto múltiples partes y características a cada una de las cuales podría corresponder una idea. A la idea del pájaro se añadiría entonces la idea del ala; además, la idea de lo volátil, de la «plumidad» y otras análogas. Esto llevó a Platón a reducir el reino de las ideas y, sobre todo, a insistir en ciertas ideas que parecen constituir el eje del mundo inteligible. Lo cual supone, evidentemente, que no hay solamente ideas, sino también clases de ideas. Las ideas de que se hablará ahora serán, pues, ideas tales como las de unidad, pluralidad y otras análogas. Cinco de estas «ideas más elevadas» alcanzan, al final, preeminencia. Son los «grandes géneros»: el ser, la igualdad, la diferencia, el movimiento y el reposo. A base de ellos puede ya comprenderse la estructura inteligible de la realidad. Mas inclusive esto plantea algunos problemas. Uno de ellos es el que surge cuando se pregunta cómo una forma tal como el ser puede predicarse al mismo tiempo de formas tales como el movimiento y el reposo. La necesidad de resolver este problema conduce a Platón a una nueva reducción: a la de tres grandes géneros, el ser, la igualdad y la diferencia, que pueden predicarse de todas las formas. Mas al llegar a esta cima del mundo inteligible nos encontramos con que se hace más difícil no sólo la comprensión del mundo sensible -que parece ya infinitamente alejado del inteligible-, sino también la del resto del mundo de las ideas. Para resolver este problema Platón aguzó hasta el máximo el instrumento de que se había valido en toda esta investigación, esto es, la dialéctica. Esta ciencia -la que es ensenada al final del largo proceso educativo descrito en la República- muestra cómo se unen y separan las ideas, muestra que algunas ideas se mezclan y otras no, y muestra la necesaria jerarquía que debe establecerse en el mundo inteligible con el fin de no tener que admitir una ruptura completa entre los grandes géneros y el resto de las entidades. A esta postrera elaboración de su teoría se debe, por lo demás, el sensible cambio que algunos autores observan en la doctrina de las ideas de Platón entendida como una teoría de los universales. En efecto, la necesidad de la jerarquía y, sobre todo, las dificultades que el propio autor acumula sobre su teoría le hacen abandonar el extremo realismo que había mantenido al principio para adherirse a un realismo que puede calificarse de moderado. De hecho, algunas de las objeciones que Aristóteles planteó contra la teoría de las ideas -y hasta algunos de los argumentos más conocidos, tal como el del «tercer hombre» fueron formuladas por el propio creador de la teoría. También puede deberse a estas objeciones la reformulación de la teoría de las ideas en una teoría de las ideas-números -como la unidad, la díada- a la que Platón parece haberse entregado en los últimos años de su vida. Sin embargo, como hay todavía mucha discusión sobre este respecto, preferimos limitarnos a hacer una simple mención del mismo.
Hemos destacado en la exposición anterior no solamente las afirmaciones positivas de Platón respecto a las ideas, a la relación entre ellas y las cosas, y a la relación de las ideas entre sí, sino también, y especialmente, las dificultades suscitadas por tales afirmaciones, porque queríamos dejar bien en claro que Platón, sobre todo el Platón de la madurez, es todo lo contrario de un filósofo dogmático. En algunas ocasiones inclusive parece dejarse llevar sin resistencia hacia todas las vías muertas a que conduce el ejercicio implacable de la dialéctica. Esto explica por qué lo que algunos autores consideran como la culminación de la filosofía de Platón -su teología y su cosmología- puede interpretarse como «un conjunto de probabilidades». La teología platónica había sido ya anticipada en la República, pero de un modo muy esquemático y, además, ambiguo. En efecto, Platón había insistido en tal diálogo en la idea suprema del Bien, la cual es respecto al mundo inteligible como el Sol respecto al mundo sensible, de tal modo que el Bien ilumina a aquel mundo por entero y es de tal manera elevado que, como dice Platón en una ocasión, se halla «más allá del ser», pudiendo con ello constituir el fundamento del ser y, con él -en virtud de la característica identificación platónica de ser y valor-, la belleza, la inteligencia y la bondad. Es posible considerar que esta idea del Bien es equiparable a Dios. Pero es posible asimismo negarlo. En cambio, las cuestiones teológicas se manifiestan de un modo decisivo en el Timeo, el diálogo que ejerció tan constante influencia al final de la Antigüedad y durante toda la Edad Media. Se trata, en rigor, como apuntamos, de una teología y de una cosmología -y cosmogonía- En efecto, Platón presenta en el mismo al cosmos como algo engendrado por una combinación de necesidad e inteligencia. Esta combinación debe entenderse del siguiente modo: la inteligencia controla a la necesidad y la persuade a que lleve siempre hacia el mejor resultado posible la mayor parte de las cosas que llegan a ser. Esto no se entendería si concibiéramos a la necesidad como un orden estricto. Mas la necesidad no es un orden en el sentido en que Platón entiende este concepto, porque el orden implica para el filósofo un plan determinado, es decir, una finalidad determinada, en tanto que si la necesidad produce el orden engendra un orden sin finalidad y sin plan. La inteligencia es, pues, la que persuade a la necesidad para la producción ordenada de las cosas. Ahora bien, esta inteligencia es aquella norma sobre la cual se va a basar el demiurgo. El demiurgo es, ciertamente, un Dios, pero un Dios que trabaja, como ha indicado Victor Brochard, con los ojos fijos en los modelos de las ideas. Su actividad lo lleva a producir el alma del mundo por la mezcla (ordenada) de lo Mismo y de lo Otro, el tiempo como medida (ordenada) del universo y como imagen móvil de la eternidad, el alma humana y la realidad física. Puede decirse, pues, que el mundo ha sido hecho por el demiurgo de acuerdo con las ideas mediante una combinación de lo determinado y lo indeterminado a fin de sacar de esta combinación el mejor partido posible. Pero como esta última afirmación implica una teodicea y no sólo una teología, nos limitaremos a dejarla como una de las posibilidades en la interpretación platónica. En el mismo caso está la interpretación de la exacta función que tiene lo Otro o lo indeterminado en la producción del mundo. Por un lado, parece tratarse de una pura posibilidad; por el otro, de una especie de determinación. Es muy probable que haya en Platón la tendencia a usar simultáneamente los dos conceptos en su teología y en su cosmogonía. Bergson ha dicho que Platón, como todos los filósofos griegos, concibe que la posición de una realidad implica la posición simultánea de todos los grados de realidad intermediarios entre ella y la pura nada. Estimamos más plausible que la nada tenga también que ser puesta, junto con el puro ser, para que haya las realidades intermediarias. Y así la posición de estas realidades, que se trata de explicar, justificar o salvar, puede aparecer como una especie de interminable juego dialéctico entre el puro ser y el puro no ser, o, quizás, como el propio Platón escribe en el Timeo, como la expresión de una relación incesante entre lo que es siempre y jamás deviene y lo que deviene siempre y jamas es.
Hemos dejado para el final la breve dilucidación de varios problemas que han ocupado la atención de algunos expositores y críticos de la filosofía platónica.
Uno es el de si las formas que Platón propugna deben ser entendidas como estando supuestas por nuestro conocimiento en las cosas sensibles, o bien como entidades separadas completamente de las cosas. En ambos casos se reconoce la naturaleza «objetiva» de las ideas. Pero mientras en la primera interpretación -que puede calificarse de inmanente- se tiende un puente entre las ideas y las cosas, en la segunda -que puede calificarse de trascendente- se acentúa su separación. De la solución que se dé a esta cuestión depende la interpretación total del platonismo. Ahora bien, resulta que, como ha puesto de relieve W. D. Ross, encontramos en las obras de Platón vocablos que nos incitan a adherirnos a la primera interpretación y términos que abonan la segunda. Así, la concepción más inmanente de las formas está apoyada en el uso de vocablos tales como ZXeiv , MET¿;(81V , KOIV(OpíOC ; la concepción más transcendente, en el uso de vocablos tales como napo¿beiyya, abTb KMO Vnó, pípqaí; . Lo más probable es que el propio Platón vacilara en decidirse resueltamente por una sola de dichas concepciones; las necesidades de la dialéctica y las sucesivas dificultades que oponía a su propia doctrina le llevaban alterativamente de la una a la otra.
Otro problema es el de la autenticidad de los escritos platónicos. Las opiniones al respecto se han dividido según se haya aumentado hasta el máximo o se haya reducido al mínimo el número de diálogos considerados como auténticos. En fecha reciente se ha propuesto sobre los escritos de Platón una teoría revolucionaria: la de que el Corpus piatonicton (o, mejor, el estado en el cual ha sido tradicionalmente conocido este Corpus) es debido a Polemón. Autor de esta tesis es Josef Zürcher, el mismo que ya había propuesto una teoría revolucionaria sobre la redacción del Corpus aristotelicum.
Se ha planteado el problema de si hay o no «doctrinas no escritas» de Platón. K. Gaiser y, anteriormente, H. J. Kramer han mantenido la existencia de tales doctrinas o «testimonios platónicos», que constituyen una «tradición indirecta», la cual se apoya principalmente en varios textos de Aristóteles. A menos de haber tales doctrinas, arguyen los autores indicados, no podrían explicarse ciertos desarrollos del platonísmo. Las tituladas «doctrinas no escritas» conciernen a nociones relativas a derivaciones numéricas partiendo de la unidad y la díada originarias.
El problema de las «doctrinas no escritas» de Platón ha sido abundantemente discutido por varios autores (el mencionado Gaiser, Hans-Georg Gadamer, J. N, Findlay y otros), planteándose, además, la cuestión del alcance de la hermenéutica de los textos platónicos «clásicos».
Findlay ha puesto de relieve la actitud común a todos los historiadores y filósofos que han considerado importantes las «doctrinas no escritas». Aceptar que hay tales doctrinas, sostiene Findlay, representa admitir que los diálogos de Platón, aunque contienen profundas intuiciones de las doctrinas no escritas, no las exponen propiamente. Los diálogos conocidos «apuntan hacia algo más allá de ellos». Findlay señala, además, que, en buena parte, las doctrinas no escritas de Platón fueron algunas de las desarrolladas por autores neoplatónicos. En todo caso, se hallan bastante alejadas de la imagen usual de un «dualismo» entre lo sensible y lo inteligible. Especialmente importante es para Findlay la idea de que las Formas Primeras platónicas son a la vez modelos de excelencia auto-existente, modelos relativos de realidades defectivas y «casi-modelos» de una "falta de Forma" opuesta a las Formas.
El problema de la cronología de los escritos platónicos tiene importancia sobre todo para fijar la evolución de su pensamiento, desde su dependencia más fiel de Sócrates hasta la última fase de su filosofía. Las investigaciones al respecto han sido numerosas.