WITTGENSTEIN, LUDWIG [JOSEF JOHANN] (1889-1951), nac. en Viena. Cursó la carrera de ingeniero en Berlín y en 1908 se dirigió a Manchester para continuar sus estudios en dicha profesión. Su interés por las matemáticas lo llevó a ocuparse de los fundamentos de esta disciplina y a estudiar los escritos de Russell y Frege al respecto. Trasladado a Cambridge, estudió con Russell antes de la primera guerra mundial. De regreso a Austria, fue soldado del Ejército austríaco durante la guerra, y al final de ésta fue hecho prisionero en Italia. Por esta época había terminado el Tractatus logico-philosophicus, a que nos referiremos luego. Después de la guerra renunció a su fortuna privada y se colocó como maestro de escuela en Austria. En contacto con los que iban a fundar el «Círculo de Viena», su Tractatus ejerció gran influencia sobre los miembros del futuro «Círculo», al cual, por lo demás, Wittgenstein no perteneció. En rigor, ya poco después de publicado el Tractalus le entraron graves dudas acerca de las ideas expresadas en el mismo. Después de una breve visita a Cambridge en 1925, volvió a la misma Universidad en 1929 y se estableció en ella, madurando a la sazón sus nuevas ideas, las cuales expresó oralmente y fueron conocidas directamente o por la circulación, de mano a mano, de los llamados «Cuaderno azul y Cuaderno pardo» (The Blue and Brown Books). Un aura de misterio rodeó durante algún tiempo las enseñanzas, o, mejor dicho, las «nuevas enseñanzas», de Wittgenstein. En 1939 fue nombrado profesor titular en Cambridge, sucediendo en la cátedra a G. E. Moore. En 1947 renunció a la cátedra que, por lo demás, había dejado durante la segunda guerra mundial, cuando se alistó para trabajar como ayudante en un hospital de Londres. Cuatro años después de su renuncia, falleció de cáncer. Aparte el Traciatus, y un artículo en 1929, todos los escritos de Wittgenstein han sido publicados póstumamente.

Se suelen distinguir dos períodos en el pensamiento de Wittgenstein, caracterizados sobre todo respectivamente por el contenido del Tractatus y de las Philosophische Untersuchungen (Investigaciones filosóficas); designaremos estos dos períodos con los nombres de «el primer Wittgenstein». A veces se ha hablado de un «período intermedio» en el cual Wittgenstein desarrolló lo que se ha llamado «positivismo terapéutico» y también «psicoanálisis intelectual», pero esta actitud no fue reconocida por el propio Wittgenstein y es más bien propia o de algunos wittgensteinianos o bien de una posible interpretación de ciertas consecuencias de la actividad intelectual de Wittgenstein, a las cuales, por lo demás, Wittgenstein se opuso vivamente. Sólo en una cierta medida puede hablarse de una terapéutica- en el caso de Wittgenstein; es la que consiste en extirpar lo que llamó «supersticiones». Además, las ideas peculiares del último Wittgenstein» comenzaron a madurar ya algunos años después de aparecido el Tractatus, y acaso muy poco después. Ahora bien, el hablar de un «primer Wittgenstein» y de un «último Wittgenstein» no equivale a decir que no hay ninguna relación entre ambos. Por un lado, el «último Wittgenstein» es en gran parte comprensible como una reacción contra el «primero», sin el cual el «último» no tendría mucho sentido. Por otro lado, y sobre todo, las diferencias entre los dos Wittgenstein no impiden que haya un «modo de pensar» común a ambos, un tipo de filosofar característicamente «wittgensteiniano». En ambos casos, además, el centro de la preocupación de Wittgenstein es el lenguaje.

Según Wittgenstein -por el que entenderemos ahora «el primer Wittgenstein»- el mundo es la totalidad de los hechos atómicos y no de las cosas, ya que un hecho atómico está formado justamente por «cosas» o «entidades». Estas «cosas» o «entidades» son nombrables (mediante nombres, pronombres personales, adjetivos demostrativos, etc.), de modo que hay, por lo pronto, una relación de las cosas con las palabras. Como una combinación de «cosas» es un hecho atómico, una combinación de palabras es una proposición atómica. Las proposiciones atómicas «re-presentan» hechos atómicos en el sentido de que las primeras son una representación, «cuadro» o «pintura» de los segundos; las proposiciones atómicas y los hechos atómicos son isomórficos; el lenguaje se convierte, así, en un mapa, o especie de mapa, de la realidad. Las proposiciones atómicas que no representan hechos atómicos carecen de significación. En cuanto a las combinaciones de proposiciones atómicas, constituyen las llamadas «funciones de verdad». Wittgenstein escribe que «los limites de mi lenguaje significan los límites del mundo» -una tesis a la que se ha acusado con frecuencia de conducir a un solipsismo lingüístico-. Cierto que el lenguaje corriente no responde a la descripción antes bosquejada, pero ello se debe simplemente a que el lenguaje corriente es defectuoso; hay que mostrar, en el fondo de él, un «esqueleto lógico» que constituye su naturaleza esencial. Este esqueleto lógico es el «lenguaje ideal». Desde luego, las proposiciones mediante las cuales se describe, o descubre, el esqueleto lógico M lenguaje no son ni proposiciones atómicas ni funciones de verdad; por eso carecen ellas mismas de significación (o, mejor, de sentido, Sinn). El Tractatus es por ello como un andamio que puede desecharse una vez construido el edificio, como una escalera que puede apartarse una vez se ha verificado la ascensión. Wittgenstein escribe que «lo que se expresa por sí mismo en el lenguaje, no podemos expresarlo mediante el lenguaje»; esto equivale a decir que «lo que se puede mostrar, no se puede decir». Así, lo que se ha hecho ha sido no enunciar algo sobre el lenguaje y el isomorfismo del lenguaje con la realidad, sino simplemente mostrarlo. La filosofía no puede ir más allá, y por eso la filosofía no es propiamente una ciencia, sino una actividad, Tätigkeit; lo que hace la filosofía no es «decir», sino sólo «aclarar».

El «último Wittgenstein» encontró pronto el Tractatus sumamente insatisfactorio; en rigor, completamente insatisfactorio. Esta conclusión no fue en Wittgenstein resultado de una nueva argumentación mediante la cual mostrara que el Tractatus era erróneo; fue resultado de un nuevo modo de ver por el cual el anterior aparecía como una superstición. Esta superstición sobre el lenguaje había sido, por lo demás, producida por el propio lenguaje. Pues el lenguaje engendra supersticiones, de las cuales tenemos que deshacernos. La filosofía tiene ahora una misión distinta -aunque también de naturaleza «aclaradora»-: debe ayudarnos a rehuir «el embrujamiento de nuestra inteligencia mediante el lenguaje». Pero sólo podremos lograrlo cuando veamos claramente «el lenguaje», en vez de ilusionarnos sobre él tratando de descubrirle una esencia. No hay nada «oculto» en «el lenguaje»; hay que abrir los ojos para ver y describir, cómo funciona. Ahora bien, el lenguaje funciona en sus usos. No hay que preguntar, pues, por las significaciones; hay que preguntar por los usos. Pero estos usos son múltiples, variados; no hay propiamente el lenguaje, sino lenguajes, y éstos son «formas de vida». Lo que llamamos «lenguaje» son «juegos de lenguaje». Uno de los muchos juegos de lenguaje sirve para describir. Pero hay muchos otros: para preguntar, para indignarse, para consolar, etc. No hay, pues, una función del lenguaje como no hay una función de una caja de herramientas. Una herramienta sirve para martillar; otra para agujerear, etc. No hay función común de las expresiones del lenguaje; hay innumerables clases de expresiones y de modos de usar las palabras, incluyendo las mismas palabras -o lo que parecen ser las mismas- No hay ni siquiera algo común que sea el juego de lenguaje. Lo único que hay son «similaridades», «aires de familia», que se combinan, intercambian, entrecruzan. Pensar lo contrario es simplificar el lenguaje y con ello engendrar perplejidades, dejarse seducir por el embrujamiento del lenguaje, por una determinada «visión» del lenguaje, que ilusoriamente suponemos ser la única, la «verdadera». No hay en los juegos de lenguaje nada oculto tras ellos; los juegos de lenguaje son el uso que se hace de ellos, el modo como sirven en las «formas de vida».

Por haberse hecho demasiadas ilusiones sobre el lenguaje, se han suscitado lo que se han llamado «problemas filosóficos» y que no son en modo alguno «problemas», sino «perplejidades». Ahora bien, los problemas se resuelven, pero no las perplejidades; estas últimas sólo se «disuelven». Por eso los llamados «problemas filosóficos» tienen, según Wittgenstein, la forma: «No sé cómo salir del paso. » Las perplejidades filosóficas no son problemas para los cuales pueda encontrarse una solución descubriendo una realidad en la que no se había reparado. En filosofía no hay nada oculto; todos los datos del sedicente «problema» se hallan a nuestra mano. Más todavía: los «problemas» en cuestión se refieren a conceptos que, fuera de la filosofía, dominamos perfectamente. Preguntar qué hora es no causa perplejidades. Pero inquirir acerca de la naturaleza del tiempo nos confunde. Trasladarse a otra ciudad no nos sume en abismales paradojas. Pero meditar sobre la naturaleza del espacio nos coloca en un laberinto en el cual no parece haber salida. Y, sin embargo, hay una salida: es la que consiste en liberarse de la superstición de que hay un laberinto. El fin de la filosofía es algo así como «salir de la encerrona» en que nos ha colocado nuestra tenaz incomprensión del funcionamiento, o funcionamientos, de los lenguajes. Todo ello parece conducir a la idea de que las cuestiones filosóficas son absurdas e inútiles. Pero no hay tal. Muchas de las llamadas «cuestiones filosóficas» tienen un sentido y aun un «sentido profundo». Éste consiste en mostrarnos las raíces de nuestra perplejidad, y, sobre todo, en mostrarnos que tales raíces se hallan muy fuertemente hincadas en nosotros. Al fin y al cabo, debe de haber una razón por la cual algunos hombres se han sentido fascinados por «cuestiones filosóficas»; la razón es que estas cuestiones son, en verdad, «fascinantes». Son, en suma, «embrujadoras». Y hasta es posible considerar tales cuestiones, o cuando menos algunas de ellas, como la consecuencia de las embestidas que nuestra inteligencia da contra los límites del lenguaje. Al revés de lo que pensaba «el primer Wittgenstein», «el último Wittgenstein» no creía que las cuestiones filosóficas no tienen significación; si no la tuvieran, carecerían de todo poder de «embrujamiento». Tampoco creía que las cuestiones filosóficas fuesen a la postre, pura y simplemente, «cuestiones lingüísticas». Las cuestiones filosóficas emergen del lenguaje, pero no son «cuestiones lingüísticas»: son cuestiones acerca de realidades que nos sumen en confusión por no saber cómo tratarlas adecuadamente, por no saber cómo ver la «cuestión». Por eso la filosofía tiene por misión hacernos ver. La filosofía no explica ni deduce ni infiere nada: «pone a la vista» las perplejidades en las que nos ha sumido la tenaz propensión a olvidar por qué usamos ciertos conceptos, a pensar que hay caracteres comunes a las cosas, que hay algo que pueda llamarse «la realidad», etc. Y por eso la filosofía es una lucha -una «lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje».

Se ha considerado a veces que así como el «primer Wittgenstein» fue «el padre del positivismo lógico», «el último Wittgenstein» ha sido «el padre de la (mal llamada) 'filosofía lingüística'», especialmente tal como ha sido desarrollada y practicada por el «grupo de Oxford». Ello es excesivo, porque el positivismo lógico tiene otras fuentes además de Wittgenstein, y la «filosofía lingüística» debe sus «modos de pensar» a otros autores además de Wittgenstein -por ejemplo, a G. E. Moore, cuando menos como un «modelo». Pero no hay duda que la influencia de Wittgenstein a sido considerable sobre estas dos tendencias. Además, ha influido más directamente en otros autores que han sido llamados propiamente «wittgensteinianos». Tal es, para dar un ejemplo, el caso de John Wisdom, si bien este autor ha seguido a Wittgenstein de un modo muy sui generis.

La mayor parte de las interpretaciones del pensamiento de Wittgenstein, independientemente de si se admite o no una «división» de este pensamiento en «fases», se fundan en el papel que Wittgenstein ha representado en dos momentos importantes en la historia de la filosofía analítica, centrados uno en la noción lenguaje ideal y el otro en la noción de lenguajes corrientes y juegos de lenguaje. Se han subrayado por ello lo que podríamos llamar elementos «analíticos» en Wittgenstein, destacándose la importancia de Frege y Russell en la formación de su pensamiento, especialmente, por supuesto, en su primera «se». Por otro lado, se ha reconocido muchas veces la «singularidad» de Wittgenstein y la dificultad de encajarlo dentro de la filosofía analítica, por ampliamente que se conciba ésta. Ello se ha hecho casi siempre poniendo de relieve ciertas conexiones -interés por Kierkegaard, por Schopenhauer o por Freud- o discutiendo posibles similaridades -con Husserl o con Heidegger- o refiriéndose a aspectos que desbordan todo cuadro «analítico» -aspectos metafísicos, y aun místicos- De una manera más sistemática y más plenamente histórica, Toulmin y Janik han dado una interpretación de Wittgenstein que parece entroncar menos con Russell y con Frege que con los supuestos, corrientes y circunstancias de la «Viena de Wittgenstein». De este modo aparece un Wittgenstein distinto del «anglo-sajón»; las propias ideas del Tractatus quedan entonces modificadas, porque la misma noción de «representación» tiene un sentido distinto del que se ha dado «clásicamente» a la «pintura» y al isomorfismo lingüístico. El propio Wittgenstein da pie para estas distintas interpretaciones cuando reconoce que «lo que no puede decirse» es más «importante» que lo que puede decirse, y que conviene delimitar el campo de lo «decible» -sea en un lenguaje ideal, sea en lenguajes corrientes- justamente porque lo «indecible» -que es en muchos casos «lo ético»- queda entonces liberado, si es que no constituye en tal caso la base para una liberación de la propia personalidad del ser humano.

El Traciatus logico-philosophicus se publicó, primero, en alemán (Logisch-philosophische Abhandlung), como apéndice al último número de los Annalen der Naturphilosophie (1921), dirigidos por Wilhelm Ostwald. Trad. esp., 1957, reimp, 1973, por E. Tierno Galván.