Ferrater Mora, José (1986): Diccionario de Grandes Filósofos. Tomo 1. Madrid: Alianza. Pp. 10-12.

ADORNO, THEODOR WIIESENGRUNDI (1903‑1969), nac. en Frankfurt a. M., estudió en las Universidades de Frankfurt y Viena. En 1924 trabó amistad con Alban Berg, estudiando bajo su dirección composición musical. Se deben a Adorno numerosos trabajos de musicología, que ocupan un lugar importante en su obra escrita, junto a sus trabajos sociológicos y filosóficos. En 1930, Adorno empezó una relación de muchos años con el Instituto para la Investigación Social (Institut für Sozialforschung), de Frankfurt, en estrecha colaboración con Max Horkheimer. Adorno y Horkheimer son considerados los dos principales guías de la llamada «Escuela de Frankfurt». En 1931, Adorno presentó su «Habilitationsschrift» (sobre Kierkegaard) para Paul Tillich.  En 1933 el gobierno nazi le privó de su venia legendi. Pasó varios años en Inglaterra, especialmente en el "Merton College", de Oxford. En 1938 se trasladó a Nueva York, con el fin de proseguir los trabajos del Instituto. En 1949 regresó a Alemania, y a partir de 1951 hasta su muerte profesó filosofía y sociología en la Universidad de Frankfurt, encabezando el mencionado «Instituto».

Adorno examinó críticamente la marcha hacia la intimidad y la subjetividad propugnada por Kierkegaard. Paradójicamente, esta marcha lleva, según Adorno, a la abstracción, así como a la reificación, ya que huye de la historia real. Por otro lado, la idea kierkegaardiana de subjetividad expresa la condición social e histórica de la que, a la vez, intenta escapar ‑lo que, por lo demás, es típico de toda ideología‑ De modo similar, el «matematismo» y el «absolutismo lógico» de Husserl son una huida del tiempo histórico concreto y una entrega al idealismo, que expresan una determinada realidad social. Adorno se opuso a todo individualismo abstracto, esto es, a toda noción de individuo ajena a su componente social, pero a la vez se opuso a la disolución del individuo en lo social, ya que en tal disolución desaparece su carácter concreto. El único modo de evitar la posible doble caída en la subjetividad y en lo abstracto consiste, según Adorno, en la adopción de un método dialéctico. Este es de tipo hegeliano, pero, al mismo tiempo, se opone a Hegel en la medida en que rechaza el contenido de su ontología.

Adorno adoptó la teoría crítica, expuesta y desarrollada asimismo por Horkheimer. Las posiciones de estos dos autores difieren en varios puntos tanto filosóficos como políticos. En este último respecto se estima que Adorno ocupó en la Escuela de Frankfurt una postura «centrista» entre Horkheimer y Marcuse. El pensamiento de Adorno es, en todo caso, más acusadamente dialéctico que el de Horkheimer. Es asimismo menos sistemático o, en todo caso, menos determinado por consideraciones de carácter filosófico. Más aún que Horkheimer, Adorno lleva a cabo la crítica de las ideologías, e incluye en éstas las teorías filosóficas, que expresan situaciones al tiempo que frustraciones sociales. Específicamente, Adorno denuncia en dos direcciones de pensamiento aparentemente contrarias ‑la «ontología» y el «positivismo» una raíz común: ambas son dogmáticas. Lo es asimismo, sin embargo, el materialismo dialéctico ortodoxo. En ultimo término, todas estas corrientes son víctimas de una subjetivismo idealista, ignorante de la realidad, ignorante inclusive de lo que pueda haber en el idealismo de fecundo como planteamiento claro del problema de la apropiación por el sujeto del objeto. Adorno insiste en el carácter mitológico o mitologizante del pensamiento filosófico, y hasta de todo pretendido pensamiento dialéctico.

Contra la dialéctica «positiva», Adorno propone una «dialéctica negativa». Las dialécticas que han elaborado muchas de las «teorías del progreso» son dialécticas inauténticas, de carácter meramente abstracto y fundadas en «fases» o «etapas» que se suceden una a otra casi mecánicamente. La meta última de tales dialécticas ha sido la misma que la de la "teoría tradicional" el dominio. Pero al dominar, o tratar de dominar, la Naturaleza y el medio, el hombre ha terminado por convertirse él mismo en objeto de su propio dominio, esto es, se ha reificado y alienado. Adorno se ha planteado a menudo la cuestión de cómo ha sido posible que las ideas de progreso y de emancipación o liberación hayan conducido a lo opuesto: a la esclavización, sea en nombre de una tecnología refinada o de una doctrina dogmática. Ello ha ocurrido porque en semejantes ideas se ha olvidado que «la historia universal debe construirse y negarse». Es necesario, pues, al hacer funcionar la dialéctica negativa, criticar a fondo toda filosofía y aun toda utopía, las cuales tienden a ser «positivas» en la medida en que siguen siendo doctrinarias. Una verdadera utopía es, según Adorno, «ineflable»; la utopía es una sociedad no represiva en la cual no es ya necesario disertar sobre la utopía.

La dialéctica negativa excluye toda conceptualización definitiva y tiene en cuenta el movimiento incesante del pensamiento al que no puede satisfacer ninguna alternativa. La propia lógica se convierte entonces en lógica dialéctica, donde la contradicción se hace objetiva. Curiosamente, el ejercicio de la lógica dialéctica, que salta por encima de toda categorización, lleva a poder comparar la teoría filosófica impulsada por la dialéctica negativa con una obra de arte, la cual no dice nada propiamente sobre la realidad. Representar los antagonismos sociales no es conceptualízarlos, sino representarlos miméticamente. Sólo así puede «hablarse» de la realidad social. Esto es distinto tanto de un materialismo dialéctico rígido como de una filosofía de la praxis. La negatividad dialéctica rechaza toda identificación, toda predicación; sólo con ello puede alcanzarse una liberación.

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ALTHUSSER, LOUIS, nac. (1918) en Birmandréis, Argel, ha sido profesor en la «Escuela Normal Superior», de París. Junto con Lévi‑Strauss, Michel Foucault, Jacques Lacan y Roland Barthes, es presentado a menudo como uno de los representantes del estructuralismo francés. Siendo marxista, ha sido presentado la vez como el «marxista estructuralista» por excelencia. Sin embargo, como la mayor parte los autores citados, aunque razones distintas de las de cada uno de ellos, Althusser niega que sea un estructuralista. Esto impide una de estas dos cosas ambas a un tiempo: que para s «lectura de Marx», Althusser ya empleado algunos conceptos procedentes del, o afines al, estructuralismo ‑y haya empleado, ciertamente, la idea de «corte epistemológico» propuesta por Bachelard‑; o que en el curso tal «lectura» sus esquemas y de los conceptuales hayan coincidido en parte con los elaborados por algunos autores estructuralistas.

En todo caso, como varios autores estructuralistas, Althusser ha rechazado el humanismo, específicamente el humanismo marxista (o marxismo humanista), tanto del Marx de los Manuscritos económico‑filosóficos, (1844, como de los que han insistido en las raíces «existenciales» de Marx en cuestión. Por otro lado sin dejar de ser marxista, y aun sosteniendo que con ello apelaba realmente a Marx en vez de «volver a» Marx, Althusser ha con batido el marxismo‑leninismo fosilizado del materialismo dialéctico «ortodoxo» tal como fue elaborado por los filósofos soviéticos y auspiciado como doctrina oficial por los comunistas franceses. Así, pues, Althusser no es, o no ve a sí mismo, como una especie de «neo‑stalinista», sino como un teórico marxista. En vez de predi­car una vaga unidad de la teoría con la práctica, Althusser ha des­tacado las bases teóricas del mar­xismo. A este efecto ha clasifica­do el pensamiento de Marx en varias fases, hablando de una «ruptura» (o «corte») epistemológica‑, que tuvo lugar en Marx en 1845; de 1845 a 1857 hubo un período de transición y en 1857 apareció el «Marx maduro», ya sin trazas de hegelianismo, del que, de todos modos, se fue desprendiendo en la fase feuerbachiana. Althusser ha insistido en el «último Marx», el Marx de El Capital, al punto que se le ha acusado de echar por la borda al «primer Marx», de olvidar la continuidad del pensamiento de Marx, certificada por los Grundrisse, y, en general, de tratar de forzar el pensamiento de Marx dentro de su propio molde M marxismo.

Lo último puede no ser rechazado enteramente por Althusser, para quien el pensamiento expresado por Marx en El Capital no es una ideología, resultado de una formación social, sino una ciencia. Pero aunque el propio Marx podía haber empleado los debidos fundamentos epistemológicos de su ciencia, no proporciono su modelo conceptual. Éste se halla «ausente», y la tarea de Althusser ‑y de sus colaboradores‑ consiste en hacerlo presente. Se trata, pues, en parte de rellenar las lagunas teóricas de Marx y, con ello, del marxismo.

Para Althusser la ciencia no es simple superestructura derivable de formaciones sociales; es una práctica autónoma que produce conocimiento. La noción de producción es básica en Althusser. Hay una producción material, una política, una ideología, una teórica; cada producción es una práctica que tiene sus propias estructuras. La práctica de la teoría es una producción de conocimiento. No es siempre claro si cada ciencia tiene su propia práctica, esto es, su propio modo de producir conocimiento, o si hay, o hay asimismo, una ciencia, o teoría general, de la práctica, incluyendo la de las ciencias. Si la hay parece ser de naturaleza epistemológica. En principio, Althusser parece inclinarse por esta alternativa. Su pensamiento puede ser considerado como el de una teoría filosófica del marxismo en cuanto materialismo dialéctico. Esta teoría es una teoría de la actividad teórica, dentro de la cual se hallan las ciencias. Mientras las formaciones sociales dan lugar a ideologías -entre las cuales figura para Althusser la interpretación humanista del marxismo‑, el materialismo dialéctico en cuanto teoría de la actividad teórica no es una ideología. La teoría de la actividad teórica estudia ésta como una producción que forma cuerpo con las correspondientes formaciones sociales, pero la teoría de la actividad teórica misma es autónoma o, en todo caso, puede exhibir sus propias estructuras. Ello parece conducir a la idea de que todas las estructuras están a la par. No tal cual, según Althusser, el cual critica a Lévi-Strauss precisamente en este punto. Si bien hay que tener en cuenta siempre varias estructuras para poner de relieve una contradicción que puede aparecer en una sola -con lo cual se produce lo que Althusser llama una «superdeterminación»-, hay «una determinación, en última instancia, de la economía», a diferencia de un papel dominante que puede tener una estructura—o un nivel­- determinada en un momento histórico dado. El papel determinante, «en última instancia», de la economía no hace del marxismo de Althusser una forma de economismo, no se afirma que la economía opere siempre directamente en todo nivel, sino más bien que los efectos de la economía se hallan presentes en todos los niveles, aun en los casos en que estén «ausentes» justamente en virtud de su ausencia.

Pueden distinguirse dos fases en el pensamiento de Althusser. La primera es la someramente bos­quejada. En la segunda, bajo la influencia de Lenin, Althusser reconoce haber extremado la propensión teórica, sí bien ha justifi­cado este procedimiento por el carácter ocasional de su reacción contra todas las formas de mar­xismo humanista. Una vez reconocido que el marxismo es una teoría y no una ideología, no es ya necesario destacar, y exagerar; sus fundamentos epistemológicos y, a fortiori, los fundamentos epistemológicos de toda produc­ción teórica. Althusser pasa este modo de la filosofía como estricta teoría a la filosofía corno intervención política -aunque, su entender, no se trata del paso de una fase a otra, sino de dos movimientos convergentes-. La práctica teórica, y específicamente epistemológica, parece ha transformado simplemente «práctica». Pero ésta está ya fundada filosóficamente por medio de una adecuada «lectura» de Marx. La práctica filosófica Lenin constituye el modelo una actividad política en forma teórica, capaz de distinguir entre ciencia e ideología. La filosofía «en última instancia», concluye Althusser, «lucha de clases en la teoría».

 

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ARISTOTELES (ca. 384/3-322 antes de J. C.), nac. en Estagira (Macedonia), siendo llamado por ello a veces «el Estagirita». Discípulo de Platón en Atenas durante cerca de veinte años, pasó, al morir su maestro en 348, a Asia Menor (Assos), luego a Mitilene y, finalmente, a la corte del rey Filipo de Macedonia, donde fue preceptor de Alejandro Magno. Hacia el año 335 regresó a Atenas, donde fundó su escuela en el Liceo; pero el movimiento antimacedónico que resurgió al fallecer Alejandro Magno y una acusación de impiedad le obligaron a abandonar la ciudad (323) y a retirarse a Calcis de Eubea.

La extensa obra de Aristóteles, edificada sobre la platónica, discrepa de ésta tanto, por lo menos, como coincide; la frecuente tensión entre los platónicos y los aristotélicos, así como los numerosos intentos de conciliación entre ambos pensadores, señalan ya claramente el hecho de la coexistencia de una raíz común y de una considerable divergencia. Ante todo, Aristóteles desarrolla su pensamiento en extensión, no sólo por su afán de abarcar todos los saberes, sino porque, a diferencia de su maestro, atiende particularmente a las dificultades que plantea en la explicación del mundo la contradicción entre la necesidad de estudiar lo individual y contingente y el hecho de que solamente un saber de lo universal puede ser un saber verdadero. Tal es el tema alrededor del cual gira todo el pensamiento aristotélico, que quiere ser ciencia de lo que es en verdad sin sacrificar en ningún momento lo concreto y cambiante. Mas una ciencia de esta índole no puede satisfacerse, como la platónica, con la dialéctica. La dialéctica, que es, según Aristóteles, lo mismo que la sofistica, una apariencia de la filosofía, tiene un cariz estrictamente crítico que no basta para un conocimiento Positivo. En vez de ella debe elaborarse un instrumento para el saber que muestre su eficacia en todos los aspectos y no sólo en el crítico; este instrumento u Organon es precisamente la lógica. Ahora bien, la lógica aristotélica puede entenderse en dos sentidos: uno, estricto, según el cual se trata, como indica W. Jaeger, de una facultad o de una técnica, y otro, más amplio, según el cual es primariamente -o, si se quiere, también- una vía de acceso a la realidad. La lógica en sentido técnico equivale a la lógica formal; la lógica en sentido amplio, a lo que se ha llamado posteriormente lógica material o también gran lógica. La lógica formal constituye una de las piezas maestras del pensamiento del Estagirita y puede ser examinada, como lo han hecho Lukasiewicz, Bochenski y otros autores, desde el punto de vista de la moderna lógica matemática con interesantes resultados. En efecto, aunque la lógica de Aristóteles es simplemente formal y no, como la de los estoicos, formalista, es decir, aunque en ella se presta atención, sobre todo a las fórmulas lógicas y no a las reglas de inferencia, la precisión y detalle con que han sido elaboradas las primeras, la convierte en un modelo para toda ulterior investigación lógica. No es aquí el lugar de exponer esta lógica in extenso, pero conviene señalar que, aunque la parte principal de ella es la silogística asertórica, no es justo reducir toda la lógica de Aristóteles -como se ha hecho frecuentemente­ un limitado fragmento de la lógica cuantifícacional elemental. En efecto, aunque de un modo menos sistemático se hallan en Aristóteles contribuciones importantes a la lógica modal y también varias leyes que pertenecen a la lógica sentencial, a la lógica de las clases y a la lógica de las relaciones. Junto a las investigaciones lógico-formales se encuentran, además, en el Estagirita abundantes análisis semióticos, en particular semánticos. En cuanto a la lógica material, se basa principalmente en un examen detallado de los problemas que plantea la definición y la demostración, examen que conduce a una corrección fundamental de las tendencias meramente clasificatorias y divisorias del platonismo, y que incluye un extenso tratamiento de cuestiones que rozan la ontología. Este último aspecto se advierte particularmente en el análisis aristotélico del principio o ley de la no contradicción, la cual es formulada, ciertamente, en un sentido lógico y también metalógico, pero sin olvidar, cuando menos en algunos pasajes, su alcance ontológico. Ello hace posible, como antes indicábamos, ver la lógica del Estagirita también como una vía de acceso a la realidad. Sin hacer de tal lógica, como Hegel, una disciplina metafísica, es obvio que algunas de sus partes no podrían ser entendidas a menos que admitiéramos un supuesto de Aristóteles: el de que hay una correspondencia entre el pensar lógico y la estructura ontológica. Ello acontece inclusive en partes de la lógica tan formales como la silogística; el silogismo expresa, en efecto, a menudo, en Aristóteles, el mismo encadenamiento que existe en la realidad. Pero sucede todavía más en la teoría del concepto y en la busca de los principios. Esto explica por qué dentro del Organon existen múltiples investigaciones, incluyendo la doctrina de las categorías. Al proponer esta doctrina, Aristóteles completa ese cerco o rodeo del objeto que se había primitivamente propuesto y que tendía sobre todo a evitar que escapara por las amplias mallas de la dialéctica y de la definición al uso: el objeto queda, en efecto, apresado, primero por el acotamiento de los atributos y principalmente por la desde entonces clásica definición por el género próximo y la diferencia específica. Mas queda también apresado porque la categoría sitúa al objeto y lo hace entrar en una red conceptual que va aproximándose cada vez más a sus principios últimos. Estas categorías expresan en gran parte, como es notorio, la estructura gramatical de las proposiciones, pero la expresan no tanto porque Aristóteles haya tenido en cuenta el lenguaje para su formulación, como porque desde entonces el lenguaje propio ha quedado gramaticalmente articulado según las categorías aristotélicas. En el problema y la solución de las categorías se expresa, pues, del modo más preciso, lo que puede observarse en muchos aspectos de las formas del saber en Occidente: que ha venido a convertirse en dominio vulgar, y como tal alejado de las cosas y de los principios mismos de que había brotado, lo que fue en un tiempo esfuerzo penoso y directa contemplación de las cosas. En el caso de Aristóteles esto es sobremanera evidente, porque gran parte del saber occidental se ha constituido, consciente o inconscientemente, siguiendo las rutas marcadas por el aristotelismo. Sin embargo, la ampliación del marco de la dialéctica platónica tiene lugar propiamente más que en el Organon, en la ciencia del ser en cuanto ser, en la metafísica o, en los términos de Aristóteles, en la filosofía primera. La necesidad de una ciencia de esta índole viene determinada por la necesidad de estudiar, no una parte del ser, sino todo el ser, pero, bien entendido, el ser como ser, el ser en general. Este ser conviene analógicamente a todas las cosas que son e inclusive al no ser, pero justamente por esta universal conveniencia deben distinguirse rigurosamente sus especies a fin de no convertir la filosofía primera en la ciencia única, al modo de la ciencia de Parménides; la metafísica no es la ciencia única, sino la primera, la ciencia de las primeras causas y principios o, en otras palabras, la ciencia de lo que verdaderamente es en todo «ser» (en todo lo que es). Por eso la filosofía primera es el saber de aquello a partir de lo cual toda cosa recibe su «ser». Puede ser asimismo (bajo forma de «teología») el último fin al cual aspiran todas las cosas. Ahora bien, el marco de las investigaciones de la filosofía primera rebasa el de la dialéctica platónica, porque ésta muestra, al entender de Aristóteles, una radical insuficiencia cuando pasa por la parte critica a la parte realmente constructiva y positiva. La teoría platónica de las, ideas, de la cual ciertamente parte Aristóteles, corresponde acaso a una realidad del ser, pero no a toda la realidad. En las ideas se alcanza una visión de la verdad a condición de sacrificar una porción de esta verdad que ninguna ciencia debe eliminar a sabiendas. Si es cierto que Platón pretende, en última instancia, salvar el mundo de los fenómenos por la participación de lo sensible en lo inteligible, no es menos evidente que esta salvación se hace mediante una relación cuya naturaleza -no obstante los esfuerzos últimos de la dialéctica platónica- es dejada en suspenso. La crítica a Platón, como culminación de la crítica de los anteriores sistemas filosóficos, comprende así, sobre todo, una crítica de la oscura noción de participación, idéntica, según Aristóteles, a la imitación pitagórica; una acusación de introducir innecesariamente un número infinito de conceptos para la explicación de las semejanzas entre las cosas y sus ideas; la indicación de que debe haber también ideas de lo negativo y, ante todo, una interrogación acerca de cómo las ideas, situadas en un lugar supraceleste, trascendentes al mundo, pueden explicar el mundo. Esta última objeción, enlazada con la crítica de la participación y de la imitación, es el verdadero punto de partida de la solución aristotélica, que si bien acepta las ideas platónicas, las trae, como se dice comúnmente, del cielo a la tierra. La brusca y radical separación entre los individuos y las ideas, entre las existencias y las esencias o, si se quiere, entre las existencias y unas supuestas esencias existentes, es para Aristóteles una falsa salvación de los fenómenos; los fenómenos no quedan salvados y entendidos por la participación, sino por la radicación de la idea, de lo universal, en la cosa misma. Entender las cosas es, así, ver lo que las cosas son. Este ser, que para Platón es mero reflejo, es, en cambio, para Aristóteles, una realidad; la cosa es, por lo pronto, sujeto, substancia de la que se enuncian las propiedades. La substancia es en este caso, no la esencia ni lo universal ni el género, que Aristóteles llama asimismo indistintamente substancias, sino el sujeto, la substancia primera, lo individual, la auténtica existencia. La substancia es primordialmente aquello que existe, mas lo que existe lo hace en virtud de algo que constituye su esencia. Decir algo de la substancia, del substrato, es definirlo; de la substancia se predica, empero, la esencia, aquello que la existencia es, aquello en que consiste, su «qué» o quiddidad o bien el accidente, lo que es, pero de modo contingente. La esencia se halla en la substancia, porque es aquello que hace de la substancia un «qué», un «algo que es», un objeto susceptible de ser conocido, pues sólo la definición, la indagación de la esencia, es conocimiento. La ciencia es de este modo saber de lo esencial y universal, mas de lo universal predicado del sujeto; ciencia es, ante todo, ciencia del ser. De todos modos, no debe en ningún caso suponerse que la metafísica es el unilateral fundamento de todo saber; precisamente lo que en gran parte caracteriza a Aristóteles es su escasa inclinación a remontarse a los primeros principios más de lo necesario. La metafísica es, en rigor, no la ciencia del ser, sino la ciencia de aquello que hace que las cosas sean; el ser o esencia de las cosas, lo que hay en ellas de universal; es el propio tiempo la forma y el acto. De ahí que, a diferencia de la dialéctica platónica, la metafísica aristotélica no sea una mera división del ser -concebido como género- en especies -entendidas como flexiones del ente­- Si hay, ciertamente, en el aristotelismo, como en todo el pensamiento antiguo, una posición del ser -y del ser inmutable- como algo de lo cual en cierto modo se desprende lo existente, hay que tener en cuenta que tal posición es mucho menos declarada, por diversos motivos, en este último pensamiento. Justamente lo que Aristóteles reprochará a Platón será siempre la innecesaria duplicación de las cosas y la tendencia a mantener alejadas las cosas de las ideas. Aristóteles se enfrenta radicalmente con Platón en tanto que procura de veras entender y no sólo vagamente explicar la génesis ontológica del objeto. Tal génesis ya comenzaba a ser desarrollada en las últimas fases del platonismo, mas para que pudiera ser llevada a sus últimas consecuencias se necesitaba la subordinación de lo que era para Platón el pensamiento superior: la dialéctica. De ahí la teoría del ser en potencia, del ser en acto, de la forma y de la materia. La forma es lo que determina la materia, lo que convierte su indeterminación en realidad: es actualidad, ser actual frente al ser potencial o posible de la materia. Forma es aquello hacia lo cual tiende lo indeterminado, su finalidad, y por eso la forma ejerce sobre la materia una atracción en virtud de la cual lo posible se convierte en real o formado. Más todavía; el ser de lo potencial es, en rigor, ser actual; solo por la actualidad puede ser entendida la existencia de la posibilidad. Pues, como el propio Aristóteles señala claramente, «es evidente que, según la noción, es anterior el acto: sólo porque puede actuar es la potencia una potencia. Llamo, por ejemplo, capaz de construir al que puede construir; dotado de la vista, al que puede ver; visible a lo que puede ser visto. El mismo razonamiento se aplica a todo lo demás, de suerte que necesariamente la noción y el conocimiento del acto son anteriores al conocimiento de la potencia» (Met., Q, VIII, 1049 b 10-20). Esta anterioridad se refiere, empero, a la noción, no al tiempo. Lo que es, es propiamente el acto y la forma, hasta tal punto que ella sirve para determinar la realidad. Si hay usualmente acto y potencia, forma y materia, es porque lo real oscila entre una pura potencia que es un no ser y una forma pura que es la única que nada tiene recibido. De ahí también la indisoluble unidad de la física, de la metafísica y de la teología aristotélicas. La física, como ciencia de las causas segundas, se apoya en los primeros principios de la metafísica, en la teoría de las causas, en la idea de la organización teleológica y organológica del mundo. En ella se inserta el análisis aristotélico del movimiento y del devenir, de tan decisiva influencia en la filosofía. Eternidad de la materia; infinita extensión del pasado y del futuro; limitación espacial; creación, por el movimiento circular esférico, del lugar y de la medida de lo temporal; incorporación, como elementos de la concepción física del mundo, de los resultados del examen científico, dado tanto por la reflexión natural como por la natural interpretación de los datos de los sentidos: todo ello compone una física en la cual se inserta la teología, no como saber de algo absolutamente trascendente al ser, sino como la culminación misma del ser. La teología, que es la ciencia de la causa absolutamente primera, del primer motor, culmina en la afirmación de la forma pura, de aquello que es necesario por sí mismo y no, como en las demás cosas, dependiente y contingente. Lo absolutamente necesario es justamente aquello que no cambia, lo inmóvil, lo que mueve sin ser movido, lo que encuentra en sí mismo su razón de ser. Esta absoluta existencia es el acto puro, la forma de las formas, el pensar del pensar, o, como Aristóteles dice, la vida teórica, el ser que no se mueve ni desea o aspira como las cosas imperfectas, sino que permanece siempre constantemente igual a sí mismo. El ensimismamiento del Dios aristotélico, el pensar sólo en sí mismo no es para Aristóteles, empero, una manifestación de un egoísmo, sino de su absoluta subsistencia; Dios piensa sólo en sí mismo, porque no puede tener otro objeto superior en qué pensar.La filosofía de Aristóteles, que se inicia con el hallazgo de un instrumento para la ciencia y que culmina en una metafísica a la cual se subordina la teología, la teoría del mundo físico y la doctrina del alma como entelequia del cuerpo, se redondea con una doctrina ética y política cuyo intelectualismo no representa, sin embargo, el imperio de la razón, sino de lo razonable. El ideal griego de la mesura se manifiesta de modo ejemplar en una moral que es, ciertamente, enseñable, pero cuyo saber es insuficiente si no va acompañado de su práctica. Tal práctica se sigue inmediatamente para el sabio del reconocimiento de la felicidad a que conduce el simple desarrollo de la actividad racional humana, pues la vida feliz es por excelencia la vida contemplativa. Sin embargo, sería equivocado concebir esta vida contemplativa por mera analogía con la razón moderna. Por un lado, la vida contemplativa no es propiamente exclusión de la acción, sino la propia acción purificada. Por otro lado, la vida contemplativa designa sobre todo la aspiración a un sosiego que sólo puede dar, no la absorción de todo en uno, sino la aniquilación de lo perturbador, de lo que puede alterar esa inmovilidad y autarquía que es la aspiración suprema del sabio. El carácter aristocrático de la ética y de la política aristotélicas es la expresión de un ideal que, con todo, no desdeña las realidades y las pasiones humanas, que existen de un modo efectivo y que deben ser objeto de consideración moral y política. En ellas se revela la característica fundamental del pensamiento aristotélico: la gradación de las realidades y de los actos, la ordenación jerárquica de las diversas esferas, la subordinación de todo cuanto hay a fines, pero siempre que tal subordinación no exija la anulación de aquello mismo que tiende a un fin a favor del fin mismo. En el mundo aristotélico aparece siempre la diversidad unida de raíz por una perfecta continuidad.

 

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AUSTIN, JOHN LANGSHAW (1911?1960), nac. en Lancaster (Gran Bretaña), estudi6 en Balliol College, Oxford, fue "Fellow" en All Souls College, Oxford (1933-1935), profesó en Magdalen College, Oxford (1935?1952, salvo un período de servi-cio durante la Segunda Guerra Mundial), y fue profesor de filosofía moral ("White's Professor") en Oxford de 1952 hasta su muerte.
Austin es considerado como uno de los más influyentes representantes del "análisis del lenguaje corriente" en Oxford, compartiendo la influencia en este análi-sis con el "segundo Wittgenstein". A veces se presentan el pensamiento del segundo Wittgenstein y el de Austin juntamente como manifestaciones de la filosofía del len-guaje corriente (ordinario). Se ha hablado al respecto de la influencia de Wittgenstein sobre Austin, pero algunos niegan que haya habido alguna; cada autor ha seguido métodos distintos y ha entendido de diferente modo la actividad filosófica. Lo único cierto es que en ambos casos se ha prestado gran atención al lenguaje corriente y al uso de expresiones dentro de determinados contextos lingüísticos y a veces extralin-güísticos.
Austin ha estimado que las palabras comunes incorporan distinciones que han llevado a cabo los seres humanos a lo largo de generaciones y que es importante tener en cuenta estas distinciones antes de proceder a filosofar (caso que sea legítimo) a base de meras generalidades. El examen de los usos comunes u ordinarios es, en todo caso, la vía de acceso a la actividad filosófica. Austin no piensa, sin embargo, que el lenguaje corriente sea la última palabra y que las verdades y criterios de verdad estén incorporados y, como embalsamados en el lenguaje corriente. Pero este lenguaje` es la primera palabra, aquella por la cual hay que empezar. Así, para citar un ejemplo de uno de sus primeros trabajos, solamente, cuando se han descrito, estudiado, y analizado en detalle los usos de, 'si' en los múltiples contextos donde se usa 'si', cabe deshacer varias rígidas teorías sobre la naturaleza del condicional. Lo mismo, y a mayor abundamiento, ocurre con palabras como 'real' o 'bueno'; los usos corrientes muestran que estas palabras se usan en muy diversas formas, todas ellas bastante peculiares y todas ellas distintas de como se usan otros términos clasificados como adje-tivos. Muchas teorías sobre "la realidad" y sobre "la bondad" (o "el Bien") se deshacen cuando advertimos que consisten en forzar los usos de dichas palabras para justificar alguna previa concepción filosófica.
En su obra Sense and Sensibilia (o en las conferencias que se publicaron luego bajo este nombre), Austin se refiere a una doctrina ?la doctrina de la aprehensión inmediata de los datos de los sentidos? como una típica doctrina "escolástica". Lo mismo cabe decir de casi todas las doctrinas filosóficas, las cuales se deben a "una obsesión por algunas pocas palabras, cuyos usos son ultrasimplifícados, no entendidos verdaderamente, no estudiados cuidadosamente y no descritos correctamente". A ello se agrega la obsesión por algunos "hechos", a medio estudiar ? "y, por añadidura, casi siempre los mismos"? Así, Austin ve a los filósofos como tendentes a ultrasimplificar, esquematizar y repetir de modo obsesivo las mismas cosas. La crítica de Austin a la doctrina de la aprehensión inmediata de los datos de los sentidos no se funda en alguna otra posición filosófica, epistemológica metafísica, sino en un estudio detalla-do de una gran variedad de expresiones, usos, contextos y "hechos" Según e apuntó antes, ello no le lleva a considerar que los usos del lenguaje corriente determinan la doctrina a adoptar, en primer lugar, porque no se trata de adoptar "doctrinas", y, en segundo lugar, porque tales usos son muchos Las correcciones" y las "críticas" se efectúan dentro del mismo lenguaje, con sus propios instrumentos, y ello es distinto de considerar el lenguaje usado a efectos de crítica como una especie de teoría o mar-co teórico.
La más conocida investigación de Austin es la que empezó con la denuncia de la "falacia descriptiva" o de lo que se ha llamado "descriptivismo" en relación con la acepción de 'conocer'. Mientras 'El conoce' describe que él conoce, 'yo conozco' no describe un acto mental especial calificado de "conocimiento", sino que es "dar mi palabra" al proferir una proposición del tipo "S es P". Los filósofos han solido tratar el lenguaje ?y, en todo caso, el lenguaje usado para la dilucidación de cuestiones filo-sóficas? como si fuese enteramente descriptivo, preocupándose sobre todo de proble-mas relativos a la verdad o falsedad de proposiciones. Austin advirtió que hay mu-chos usos del lenguaje ?aunque no, como había dicho Wittgenstein, un número infini-to de juegos lingüísticos-. Procede ante todo un esfuerzo de clasificación. La primera clasificación que Austin introdujo fue la que distingue entre preferencias "constatati-vas" y "proferencias ejecutivas" ("perforinativas"=performative). La distinción falla, según Austin, en numerosos casos, por lo que es menester un análisis más refinado. Consecuencia de éste es la distinción entre "locucionario", "ilocucionario" y "perlo-cucionarío", que pueden considerarse como complementos del presente.
No se trata de una clasificación estricta en tipos de proferencias, decires o actos lingüísticos; en todo caso, sería erróneo suponer que los verbos que Austin introduce al dar ejemplos de expresiones locucionarias, ílocucionarias y perlocucionarias son a su vez verbos locucionarios, ilocucionarios y perlocucionarios. Se trata de "actos" ?de lo que "hacemos con las palabras"?, pero lo que hacemos a menudo con una expresión son varias cosas. Se puede, con una misma expresión, decir algo y hacer algo; mejor dicho, el decir algo es, en último término, lo que hacemos con la expresión. Importa considerar lo que Austin llama "el acto lingüístico total". A esta luz puede considerarse una de las nociones austinianas básicas: la noción de "fuerza ilocucionaria", por la cual se comprende que una proferencia sea llevada a cabo "felizmente" o "infelizmente". El describir, hacer constar, etc. son sólo dos aspectos entre muchos otros de los actos ilocucionarios y no ocupan ninguna posición única.
Todo ello permite a Austin romper un numero considerable de dicotomías ?su propia primitiva dicotomía entre 'describir' y 'ejecutar', y luego muchas otras, como la dicotomía, o contraste, 'normativo-valorativo'? La clasificación de fuerzas ilocucionarías? que da lugar a proferencias "veredictivas", "ejercitativas", "comisivas" y otras? es un intento de introducir un cierto orden en el campo de los actos lingüísticos totales y un ingrediente fundamental de la "fenomenología lingüística" de que Austin habla, pero ninguna clasificación puede ser considerada como definitiva, y hay que suponer, o esperar, la aparición de otros tipos de fuerzas ilocucionarias, así como de otras dimensiones de actos lingüísticos. La obra de Austin, incompleta por la prematura muerte del autor, es, de este modo, a su vez, un análisis filosófico del lenguaje como actividad humana, el desbroce del territorio para una ciencia del lenguaje y un estudio de la comunicación. Aunque en ella se destacan los aspectos pragmáticos, se aspira a que en ella se integren asimismo los semánticos.

 

 

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AYER, ALFRED JULIUS, nac. (1910) en Londres, profesor en la Universidad de Londres (1946-59) y en la de Oxford (desde 1960), defendió, en su primera obra sobre el lenguaje, la verdad y la lógica, las tesis capitales del Positivismo o empirismo lógicos, en particular la doctrina estricta de la verificación, la separación completa entre enunciados lógicos (tautológicos) y enunciados empíricos, la imposibilidad de la metafísica por constituir un conjunto de pseudoproposiciones, es decir, de enunciados que no pueden ser ni verificados empíricamente ni incluidos dentro del cálculo lógico y, finalmente, la necesidad de reducir la filosofía al análisis. En la segunda edición de la mencionada obra, Ayer sometió algunas de las citadas tesis a revisión. En particular sucedió esto con el Principio de verificación, que admitió no solamente en un sentido «fuerte», sino también, y sobre todo, en un sentido «débil», proporcionando, por consiguiente, un criterio más «liberal» del mismo. Sometió asimismo a revisión Su tesis de lo a priori como puramente analítico-tautológico finalmente, insistió en los problemas que plantea el conocimiento empírico. Estos últimos problemas le condujeron en su obra sobre las bases del conocimiento empírico a un examen a fondo de los datos de los sentidos (sense-data), con la conclusión de no se trata de estados mentales, pero tampoco de modificaciones de ninguna substancia, física o biológica. Por el contrario, tales substancias -cosas materiales, conceptos mentales, etc.- deben ser entendidas en función de los mencionados datos. Esto desemboca en una concepción fenomenista análoga a las posiciones neutralistas de la filosofía a comienzos del siglo XX, pero apoyada en el análisis lógico y evitando tanto el realismo como el idealismo. Las influencias de Hume se hacen patentes en el análisis en cuestión, especialmente en lo que toca al problema de la causa. Este problema es uno de los más considerables para una teoría fenomenista, pero Ayer señala que, no obstante las dificultades planteadas al respecto, el fenomenismo puede afrontarlo mejor que ninguna otra doctrina.

En su lección inaugural en Oxford sobre «filosofía y lenguaje», Ayer considera que la filosofía oxoniense del «lenguaje corriente» no es, ni es deseable que sea, una pura «filosofía lingüística», sino un análisis del lenguaje en tanto que describe hechos. De no ser tal, la filosofía lingüística se convertiría en un fin en sí misma o. mejor, en un medio que pretendería pasar por fin. Pues la filosofía se debe interesar en las «fotografías» y no sólo en «el mecanismo de la cámara fotográfica». Por otro lado, la filosofía no debe ni tratar sólo de hechos, ni sólo de teorías, sino de los «rasgos arquitectónicos de nuestro sistema conceptual» en tanto que este sistema pretende describir o explicar hechos. Lo cual marca, como Ayer reconoce, un cierto «retorno a Kant», bien que a un Kant sin ninguna “antropología a priori”.

 

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Ferrater Mora, José (1986): Diccionario de Grandes Filósofos. Tomo 1. Madrid: Alianza. Pp. 49-51.

 

BACON, FRANCIS (1561-1626), nac. en Londres, estudió en Cambridge, ejerció varios cargos (como el de abogado de la Corona y el de Fiscal general), fue nombrado Lord Canciller y Barón de Verulamio en 1618 y Vizconde de St. Albans en 1621. Acusado de concusion, fue juzgado y encarcelado por un tiempo hasta que se ' le rehabilitó. Considerado por algunos corno el fundador de la filosofía moderna, es visto por otros como un pensador esencialmente «renacentista» y aun en algunos aspectos inmerso en formas de pensar medievales. La primera opinión se basa en su propuesta de reforma de las ciencias; la segunda, en su uso de ciertas nociones -como la de forma- que, aunque en sentido distinto del aristotélico, pertenecen más bien a la «tradición» que al pensamiento «moderno». Esta última opinión es reforzada con la advertencia de que, no obstante sus pretensiones de modernidad, el pensamiento de Bacon se desarrolló con independencia de las corrientes que daban origen en la misma época a la ciencia natural matemática.

Fundamental en la obra de Bacon fue la pretensión de proporcionar un nuevo Organon o instrumento que sustituyera al viejo Organon aristotélico, incapaz, a su entender, de servir de fundamento a las ciencias y en particular incapaz de servir de método de descubrimiento. A tal fin, Bacon procedió a criticar la sabiduría antigua y tradicional -que consideró como expresando la juventud y no la madurez del saber humano-; semejante «sabiduría» conduce a una vana especulación sobre cosas invisibles en vez de proporcionar verdades basadas en hechos. Estas verdades solamente pueden conseguirse cuando el hombre se reconoce como un sirviente e intérprete de la Naturaleza, cuando el poder humano es identificado con el conocimiento humano y cuando las artes mecánicas son aceptadas como el fundamento de la nueva filosofía. La verdad no depende de (ni se funda en) ningún razonamiento silogístico, el cual es meramente formal; depende del experimento y de la experiencia guiada por el razonamiento inductivo. Ahora bien, antes de precisar en qué consiste tal razonamiento, Bacon considera necesario combatir los falsos supuestos y en particular los ídolos, que obstruyen el camino de la verdadera ciencia. Así, en vez de las anticipaciones de la Naturaleza (fundada en opiniones y en dogmas), Bacon propone la interpretación de la Naturaleza, la cual es «una razón obtenida de los hechos por medio de procedimientos metódicos» (Novum Organum, 1, xxvi). El hombre de ciencia verdadero debe ser un guía, y no un juez. Bacon reconoce que sus proposiciones no son de fácil comprensión, pues los hombres suelen comprender lo nuevo sólo por referencia a lo viejo (ibid., 1, xxxiv). Por este motivo hay que usar a veces de comparaciones que permitan hacerse una idea aproximada del nuevo método. Una de tales comparaciones -la más célebre de ellas- es la que figura en el aforismo xcv del libro 1 del citado Novum Organum: los hombres de experimento son como hormigas que solamente recogen; los razonadores son como arañas que lo extraen todo de su propia substancia; los verdaderos filósofos deben ser como las abejas, que recogen materiales, pero los transforman mediante un poder propio. Solamente de este modo se conseguiría una filosofía natural pura, libre de las corrupciones de la lógica aristotélica y de la teología natural platónica. El método adecuado para obtenerla es el paso de los particulares a los «axiomas menores», de ellos a los «axiomas medios» y, finalmente, de éstos a las proposiciones más generales. Debe ser un paso sucesivo y no interrumpido, para que no se interponga en él ningún razonamiento vacío y para que haya siempre en el proceder científico una suficiente cautela. Se trata de una cautela que se aproxima al escepticismo, pero que no se confunde con él, pues mientras los escépticos proponían una suspensión o eucatalepsia, Bacon propone una eucatalepsia o acopio de medios para entender verdaderamente la realidad, es decir, para proporcionar a los sentidos la guía -no la imposición o la supresión- del entendimiento.

Librarse de los falsos ídolos es indispensable si se quiere desbrozar el camino para el recto conocimiento y la justa aplicación de las reglas mediante las cuales se obtienen las «formas», es decir, el verdadero conocimiento de las realidades. Las «formas» no son esencias eternas e inmutables, conocidas innatamente: son causas eficientes, procesos latentes y configuraciones latentes. De ellas se ocupan los que están realmente versados en la Naturaleza, como el mecánico, el matemático, el médico, el alquímico y el mago (en el sentido no peyorativo de ‘mago’) (Novum Organum, Aforismos, Libro, I, V). Las reglas con el fin de obtenerlas o, mejor dicho, las reglas para investigar y descubrir la verdad son dos: «Una corre aceleradamente de los sentidos y cosas particulares a los axiomas [principios] más generales, y de éstos, en tanto que principios, y de su supuesta verdad indisputable, deriva y descubre los axiomas intermedios. Este es el procedimiento que hoy se usa. El otro construye sus axiomas a partir de los sentidos y cosas particulares, ascendiendo continuamente y gradualmente, hasta que finalmente llega a los axiomas más generales. Este es el procedimiento verdadero, pero no intentado hasta ahora» (ibid., 1, XIX). A veces se ha llamado inducción al procedimiento que Bacon propugna, y que es el término que el propio Bacon usa con frecuencia, pero como 'inducción' se ha entendido de varios modos, se ha introducido en ocasiones el término 'educción'.

Según Francis Bacon, tres distintas actividades, correspondientes a tres facultades, concurren al mismo propósito: la formación de una historia natural y experimental, realizada por los sentidos; la formación de tablas (de esencia y presencia, de desviación o de ausencia en proximidad, de grados o de comparación) y disposición de ejemplos, realizada por la memoria, y el uso de la inducción (verdadera y legítima) mediante el entendimiento o razón. Esta última actividad es especialmente importante; como dice Bacon, es «la llave de la interpretación». Mas para ejercerla propiamente es menester no confundirla con la inducción clásica, en la cual se empieza con el examen de fenómenos particulares, se busca una hipótesis, se comprueba si se aplica a tales fenómenos y, en caso afirmativo, se convierte en un principio que explica lo que los fenómenos particulares son en su esencia. La inducción baconiana, en cambio, se basa en una exclusión, es decir, en una generalización, por la cual se establecen afirmaciones sobre todas las entidades de una clase a base de un número de ejemplos previamente cribados. Ejemplo del método de Bacon es la determinación de la esencia o forma del calor; después de señalar un cierto número de casos en los que aparece el calor, otros en los cuales no aparece y otros en los cuales varía, Bacon llega a definirlo como un movimiento expansivo que surge de abajo hacia arriba y afecta a las más pequeñas partículas de los cuerpos. Con esto Bacon pretendió establecer los fundamentos de un nuevo método y aun de una nueva filosofía -bien que no, como afirma, de una secta filosófica-: es lo que se llamó durante mucho tiempo la «nueva filosofía» o «filosofía experimental».

Bacon llamó a su obra capital la Instauratio magna. Una parte de ella fue el Novum Organum scientiarum (1620). Su última parte es la Sylva Sylvarum (ed. en 1627) o conjunto de materiales para la filosofía natural.

 

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BERKELEY, GEORGE (1685 1753), nac. en las cercanías de Kilkenny (Irlanda), estudió en Trinity College (Dublín), reci­biendo su «B. A.» en 1704 y sien­do admitido c como «Fellow» en 1706. En 1707 fue ordenado en la fe anglicana. En 1724 renunció a su puesto de «Fellow» por haber sido nombrado Decano de Derry, Interesado en fundar un Colegio en las Bermudas, e dirigió a Lon­dres, y en 1723 partió hacia Amé­rica, instalándose en Newport (Rhode Island), donde intentó, sin conseguirlo, llevar a cabo el mismo proyecto que había concebido para las Bermudas. De regreso a Londres y luego a Irlanda fue nombrado en 1734 Obispo de la diócesis de Cloyne.Uno de los principales motivos que empujaron a Berkeley a desarrollar su pensamiento filosófico fue el interés en combatir a los deístas y librepensadores, pero no se puede reducir la filosofía de Berkeley al solo interés religioso; hay en ella una peculiar mezcla de intereses religiosos, especulación metafísica y agudeza analítica. Berkeley es por ello a la vez un metafísico y un «analista», inclusive en el sentido actual de esta palabra. Es asimismo a la vez un idealista y un empirista. Su filosofía ha sido calificada por ello de muy diversas maneras: un idealismo sensualista (o «sensacionalista»), un espiritualismo empirista y anti‑innatista, etc. Berkeley ha sido asimismo visto como un metafísico altamente especulativo y hasta paradójico y como un defensor del sentido común. Todos estos aspectos se hallan en el pensamiento de nuestro autor, pero lo interesante del caso es que no están disgregados y sin orden, sino formando un conjunto bien trabado.Algunas de las ideas más importantes de Berkeley se hallan ya en germen en su «diario filosófico». Allí se manifiesta ya su interés por desbaratar las opiniones de los ateos y de los escépticos y por mostrar que estas opiniones están fundadas en una errónea afirmación de que hay ideas innatas. Cuando nos atenemos a lo dado inmediatamente a la experiencia, podemos echar por la borda gratuitas hipótesis forjadas por la razón. Lo dado a la experiencia es lo percibido; la percepción es, pues, la base del conocimiento y no las ideas abstractas. El nominalismo y empirismo característicos de Berkeley son ya, pues, patentes desde los comienzos. Estas ideas fueron elaboradas primariamente en oposición a las de Locke, el cual era, ciertamente, empirista, pero llegaba a una concepción mecánica del universo y de la mente que repugnaba absolutamente a Berkeley, por cuanto éste identificaba el mecanismo con el ateísmo.En su obra sobre la nueva teoría de la visión, su primer libro fundamental, Berkeley intenta responder a las objeciones que, al negar la reducción de toda noción a lo percibido, suponen la existencia de realidades externas Y establecen una falsa distinción entre espíritu y materia, entre lo interno y lo externo. La teoría de la visión no es una descripción del modo como opera el ojo; es un análisis de lo que hace posible estimar distancias y tamaños. Berkeley subraya la importancia a este respecto del entrenamiento y la práctica. Pero subraya, además, y sobre todo, el papel fundamental que desempeñan en toda teoría de la visión las expresiones lingüísticas por medio de las cuales estimamos las cosas vistas. Ya desde este instante el pensamiento de Berkeley se afina al hilo de un análisis lingüístico. Ello es probablemente debido al hecho de que Berkeley estima que todo conocimiento es conocimiento en tanto que expresa el modo como algo es conocido. Por eso la teoría de la visión es en gran parte un examen lingüístico‑epistemológico de la cuestión más que un examen psicológico o inclusive epistemológico‑psicológico.Berkeley rechaza, por lo pronto, toda abstracción y, con ello, todo intento de hispostasiar en realidades meros conceptos abstractos. Las propias ideas geométricas no son conceptos abstractos ni entidades ideales subsistentes por sí mismas: se fundan en representaciones y percepciones, siendo, a lo sumo, compuestos significativos de percepciones individuales. La abstracción no es solo imposible de hecho; es contradictoria. Cuando una idea se refiere a una multiplicidad de objetos que poseen las mismas notas, lo que representa la idea es un signo, pero no una realidad, y menos todavía una abstracción precipitadamente identificada con una realidad. Por haber creído en el poder y la realidad de la abstracción se ha llegado a la mayor aberración filosófica: a la afirmación de la existencia de realidades externas al espíritu. Debe observarse aquí que Berkeley no niega que haya objetos externos; lo que niega es una cierta interpretación dada a lo «externo». Niega, en fin de cuentas, la supuesta substancialidad de tales objetos. De no tenerse esto en cuenta no se comprendería cómo Berkeley, que parece llegar a conclusiones sumamente paradójicas, es al mismo tiempo un filósofo del sentido común. Es, en efecto, el sentido común el que lleva a pensar que los llamados «objetos externos» no son substancias, ya que soste­ner lo último es sencillamente es­pecular a base de abstracciones, De ahí que hallemos unido en Berkeley un empirismo y sensua­lismo radicales con un radical es­piritualismo. Decir que los objetos se componen de «ideas» no quiere decir que no «existan». Significa que el término 'existen­cia' debe ser entendido en forma distinta de la que, demasiado in­genua, precipitada e interesada­mente proclaman los abstraccio­nistas, mecanicistas y «ateos». El fundamento de la noción de exis­tencia se halla en la noción de percepción. Berkeley llega con ello a formular su famosa tesis: Esse esi percipere et percipi, ser (existir) es percibir y ser percibi­do. Como han reconocido varios comentaristas esta fórmula va en distintas direcciones: es una afir­mación del primado de la percep­ción y, por lo tanto, un empiris­mo consecuente; es una afirmación de que no existe la materia (en cuanto algo que subsiste por, sí mismo) y, de consiguiente, que no puede admitirse la concepción del mundo como una máquina; es una afirmación de que la realidad es espiritual (la de los espíritus humanos y la de Dios). Con todo ello, y no obstante su aspecto paradójico, es una afirmación coincidente con el «sentido co­mún» siempre que éste sea funda­do en la experiencia y no en la abstracción.Para llegar a las anteriores conclusiones Berkeley intenta demostrar ‑especialmente en su Tratado y en sus Tres diálogos‑ que todas las cualidades dependen enteramente de la percepción sensible. Esta dependencia había sido ya reconocida por muchos filósofos en lo que atañe a las llamadas cualidades secundarias. Pero Berkeley fue más lejos: afirmó que también las cualidades primarias ‑como la forma o la extensión de los cuerpos‑ dependen de la percepción. Así, por ejemplo, puede decirse que la extensión absoluta ‑a diferencia de los conceptos de extensión relativa tales como 'mayor o menor que'‑ no cambia. Pero la verdad es que tampoco existe. Todo lo que existe es particular, pues el espíritu no puede formar ninguna idea (es decir, ninguna percepción sensible) de nada abstraído de sus características particulares. Así como no es posible concebir un cuerpo extenso que no sea grande o pequeño, o que no tenga una figura determinada, no es tampoco posible concebir una extensión absoluta. El triángulo como tal, por ejemplo, es inconcebible; lo que concebimos son triángulos equiláteros, isósceles, escalenos, etc., pero jamás triángulos en general. Platón y los realistas habían supuesto que el resultado de cierta abstracción (lo que los escolásticos llamaron abstracción formal) es algo más real que el objeto singular sobre el cual se enfoca la abstracción. Berkeley niega terminantemente esta tesis; la abstracción da por resultado un ser no más, sino menos real. En suma, Berkeley niega que puedan concebirse «ideas generales abstractas» y más aún que éstas representen o definan esencias de las cosas. A lo sumo admite que hay «ideas generales» si por ello se entienden símbolos o palabras con las cuales se habla acerca de lo real. Términos como 'substancia' son meros nombres, que no denotan nada. Su significación se basa enteramente en la imaginación de cualidades. Y como, por otro lado, la sensación activa no puede ser reducida (como algunos pretenden) a la volición, resulta que tal sensación (o percipere) es al mismo tiempo la sensación pasiva (o percipi). El principio de la equivalencia entre el percibir y el ser percibido resulta, así, de un análisis de la sensación.Por ser lo externo fundamentalmente la idea que es percibida, la distinción entre lo imaginario y lo real se funda para Berkeley en la distinta vivacidad de las ideas y, sobre todo, en el derecho de que en las ideas que componen la Naturaleza se manifiesta una regularidad independiente de la voluntad del espíritu percipiente. El idealismo subjetivista de Berkeley no equivale, por lo tanto, a un solipsismo. Por un lado, la permanencia, por así decirlo, de las cosas es asegurada por la mencionada regularidad; por otro, su existencia no depende solamente del espíritu percipiente que las afirma, sino de todos los espíritus capaces de percepción y, en última instancia, del espíritu universal. La realidad es así un conjunto de ideas en cuya cima se halla Dios como espíritu productor y ordenador, como creador de esa regularidad que se nos aparece como una Naturaleza distinta de él, pero que no es sino manifestación suya, signo de su potencia. Por eso no hay posibilidad de conocer ninguna causa de los fenómenos, sino solamente las leyes mediante las cuales se suceden. Berkeley combate la física moderna en su pretensión de averiguar las causas y sostiene que los resultados obtenidos por ella han de ser separados de los supuestos en que se apoya. Lo exige tanto la imposibilidad de alcanzar los motivos del obrar de Dios, como el hecho de la inmanencia completa del espíritu, la negación de una distinción entre lo subjetivo y lo objetivo y la disolución de todo proceso en un fenomenismo que, apoyado conscientemente en Berkeley, ha tenido en el siglo XIX sus representantes más significados en el inmanentismo de Schuppe, el solipsismo de Schubert‑Soldern y el sensualismo positivista de Avenarius y Mach.Se ha hecho observar que la teoría de Berkeley está basada en una confusión: la confusión entre la cualidad percibida y el acto de percibir la cualidad. Por este motivo, la conclusión de Berkeley sería espiritualista; el sensualismo sería entonces el punto de partida para demostrar que la materia y sus cualidades no dependen menos de la sensación que las cualidades secundarias. Si, en cambio, evitamos la mencionada confusión podremos decir que el sistema de Berkeley es fenomenista. Éste ha sido el aspecto aceptado por Mach y otros autores a que nos hemos referido en el anterior párrafo. En vista de ello se podría decir que cuando Lenin acusaba a Mach de «idealista» y de «discípulo de Berkeley» no tenía en cuenta la distinción apuntada. Ahora bien, como el propio Berkeley ha indicado que la no separación de la cualidad y el acto de percibirla se debe a que el percibir no es una volición (algo activo separado del «acto» pasivo del ser percibido), es difícil admitir que Berkeley no sea a la vez fenomenista y espiritualista. Ello se advierte con especial claridad cuando consideramos la teología de Berkeley en la cual Dios aparece como el único agente verdadero, la única actividad capaz de «engendrar» la materia. Pues no solamente es la idea lo que demuestra su pasividad al consistir su ser en ser percibida, sino que el propio espíritu humano es una percepción con respecto al espíritu universal que se manifiesta en Dios. La filosofía de Berkeley parece así consistir, como Bergson ha señalado, en cuatro tesis fundamentales: la que sostiene que la materia no es sino el conjunto de las ideas; la que indica que la idea abstracta es un mero flatus vocis y, por consiguiente, defiende un nominalismo sobre el cual se apoyará el posterior inmanentismo científico; la que opone el espiritualismo y el voluntarismo a un materialismo demasiado frecuentemente unido a una identificación de la materia con la realidad racional; y la que defiende el teísmo contra toda doctrina que, al sostener tesis opuestas a las anteriores, corre peligro de desviarse hacia un deísmo que niega la Providencia o hacia un franco ateísmo. Pero estas cuatro tesis son, según indica dicho filósofo, la expresión conceptual de una intuición única, que podría designarse como la percepción por Berkeley de la materia a modo de delgada película transparente que se interpone entre el hombre y Dios y que impide al primero la adecuada visión del segundo. La filosofía de Berkeley resultaría así de su afán de Dios; deseoso de romper las cadenas que la materia y lo sólido imponen al espíritu, Berkeley procura deshacerse de todo pensamiento que por las vías más diversas acabe por «condensar» la materia. La abstracción que hipostasia las «realidades» y la admisión de ideas innatas no son todavía un materialismo explícito, pero conducen inevitablemente a éste. Con las doctrinas de Berkeley, que representan desde un punto de vista positivo una crítica del exclusivismo naturalista de la física matemática, con su pretensión de hacer de las cualidades primarias el único verdadero sostén del universo, y una consecuente profundización del idealismo inmanentista, concordaron en parte las opiniones de Arthur Collier.

 

 

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CARNAP, RUDOLF (1891-1970), nac. en Rundsdorf, cerca de Barmen (hoy Wuppertal, Westfalia), ha sido profesor en Viena (1926-1931), Praga (1931-1935), Chicago (1938-1954) y Los Angeles (desde 1954). Cinco aspectos pueden ser subrayados en su trabajo filosófico, lógico y semiótico, correspondientes aproximadamente a cinco fases: el aspecto crítico filosófico, el aspecto del análisis de la constitución, el de la sintaxis lógica del lenguaje, el semántico y el del examen de la inducción.

El aspecto crítico-filosófico se concentra en su primer análisis del problema del espacio. Resuenan en él las influencias kantianas, si bien de un Kant interpre­tado en sentido crítico-fenomenista y lógico-regulativo. El análisis de la constitución se basa en una teoría en la cual se ordenan los diferentes sistemas de objetos o conceptos según grados. ‘Constituir’ equivale para Carnap a ‘reducir’, pero esta reducción ha de entenderse en sentido lógico-sistemático y no metafísico. La teoría carnapiana de la constitución puede ser considerada como una ontología de base lógica en el curso de la cual se caracterizan los objetos mediante «meras propiedades estructurales» o por «ciertas propiedades lógico-formales de relaciones o tramas de relaciones».

La teoría de la constitución se halla dentro de las orientaciones del Círculo de Viena del que Carnap fue uno de los principales representantes. Ligada a la misma se encuentra su elaboración del fisicalismo, su crítica de la metafísica y la elaboración de la sintaxis lógica del lenguaje. Según Carnap, hay que distinguir entre el modo formal y el modo material de hablar. Cuando se olvida tal distinción se recae en la metafísica y, por lo tanto, en la confusión entre las proposiciones y las pseudoproposiciones. Las proposiciones metafísicas son, en efecto, a su entender, pseudoproposiciones que parecen tener referentes objetivos, pero no los tienen. Hay que ver, por consiguiente, de qué modos pueden formularse correctamente proposiciones, esto es, hay que examinar en cada caso si las «proposiciones» formuladas obedecen o no a las reglas sintácticas del lenguaje. La filosofía acaba siendo definida inclusive como un «análisis lógico del lenguaje».

La insistencia en el aspecto sintáctico conducía, sin embargo, a dificultades que obligaron a Carnap a prestar considerable atención a la semántica. Los detallados estudios semánticos de Carnap han abarcado tanto los problemas semánticos en general como los de la formalización de la lógica. Importantes son también al respecto sus estudios acerca de la modalidad.

Durante los últimos años, Carnap, se ha ocupado intensamente de la elaboración de un sistema de lógica inductiva a base de un examen de la probabilidad como grado de confirmación y del supuesto de que todo razonamiento inductivo es un razonamiento en términos de probabilidad. La lógica inductiva de Carnap es antipsicologista y no presupone ninguna de las doctrinas que las lógicas clásicas estimaban indispensables, tales como, por ejemplo, la de la regularidad de los fenómenos naturales. Advertiremos que la preponderante atención a la elaboración de dicha lógica no ha impedido a Carnap ocuparse asimismo con frecuencia de problemas lógicos y semánticos y de reiterar ciertos puntos de vista -la oposición a la ontología; la estricta separación de expresiones en analíticas y sintéticas, etc.- que se habían ya manifestado en las fases anteriores.

 

 

 

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CHOMSKY, NOAM, nac. (1928) en Filadelfia, Pennsylvania, estudio y se doctoró en la Universidad de Pennsylvania, donde recibió, entre otras, las enseñanzas de Zellig Harris, en el Departamento de Lingüística, y donde profesaba a la sazón Nelson Goodman, en el Departamento de Filosofía. Chomsky es profesor, desde 1955, en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), de Boston, en el cual ocupa, a partir de 1966, la cátedra «Ferrari P. Ward» de Lenguas Modernas y de Lingüística.

Chomsky ha revolucionado la lingüística. Aunque empezó dentro de la tradición de los cultivadores de la lingüística estructural de los «bloomfieldianos» (o seguidores del lingüista L. Bloomfield), y entre los que figuraba Zellig Harris, por interesarse primariamente, si no exclusivamente, por cuestiones sintácticas y fonológicas, y aunque hizo uso del llamado «análisis de constituyentes inmediatos», se separó pronto de dicha tradición. Se opuso a las bases conductistas de la lingüística estructural norteamericana -así como a las ideas de B. F. Skinner sobre conducta verbal- y a toda idea del lenguaje como un corpus susceptible de mero examen taxonómico. Según Chomsky, la tarea de la lingüística no es simplemente describir un lenguaje, sino establecer las reglas gramaticales que permitan producir (engendrar) todas las oraciones del lenguaje que sean gramaticales y que no permitan engendrar ninguna oración que no sea gramatical. En vez de los «procedimientos de descubrimiento» en que insistían los estructuralistas norteamericanos, Chomsky propugnó procedimientos de evaluación capaces de distinguir entre gramáticas alternativas. Una distinción que ha llegado a ser fundamental en Chomsky es la que estableció entre «competencia» y «ejecución». La competencia es grosso modo la internalización en un hablante de las reglas gramaticales; la ejecución es la actividad lingüística. En el curso de esta actividad se pueden producir oraciones que no sean gramaticales, o que exhiban «incorrecciones», pero ello se debe a factores extralingüísticos. No es siempre perfectamente claro lo que se entiende por «internalización», pero ello se debe, entre otras razones, a que hay en el pensamiento de Chomsky dos aspectos que no son independientes entre sí, pero que no encajan siempre completamente uno en el otro: el aspecto estrictamente lingüístico y el de una teoría acerca de la estructura de la mente. Lingüísticamente, la llamada «competencia» es una idealización; mejor dicho, por medio del concepto de «competencia» se describe en forma ideal la competencia del hablante de una lengua. En un sentido, la competencia parece ser independiente del hablante y consistir sólo en un conjunto de reglas para engendrar oraciones gramaticales -y no engendrar oraciones no gramaticales- A la vez, el hablante tiene que poseer competencia, porque de lo contrario no sería capaz de engendrar un número infinito de oraciones, incluyendo, por supuesto, oraciones que no ha oído previamente. La idea chomskyana de competencia es, así, a la vez una construcción lingüística y un postulado concerniente al sujeto humano. Este postulado ha llevado a Chomsky a defender la tradición del racionalismo -específicamente la tradición de autores como Sánchez de las Brozas, Descartes, los cartesianos como Cordemoy y La Forge, los autores de la Gramática de Port-Royal- contra el empirismo, y a mantener la noción de «idea innata» y de los universales lingüísticos, tanto formales como sustantivos. Chomsky elaboró varios modelos gramaticales de la llamada «gramática generativa»: un modelo «lineal», un modelo de «estructura de la frase» y un modelo transformacional. Este último, que incluye asimismo reglas de estructura de frase, es el que tiene mayor poder explicativo y el que Chomsky, así como muchos discípulos, colaboradores y seguidores suyos, han aplicado al estudio de varias lenguas. Se han suscitado objeciones contra los modelos de Chomsky, y específicamente contra el modelo más desarrollado, que es conocido comúnmente con el nombre de «gramática generativo-transformacional». Las objeciones de los que siguen la tradición del estructuralismo norteamericano clásico han sido contestadas por Chomsky con argumentos sacados de sus ideas contra la concepción meramente taxonómica del lenguaje. Las objeciones desarrolladas, por así decirlo, «desde dentro», por algunos de los propios discípulos de Chomsky -como John R. Ross, George Lakoff y Paul M. Postal­- han llevado a Chomsky a ampliar y refinar sus propios modelos, especialmente por medio de la llamada «teoría standard ampliada». Se ha alegado que Chomsky se interesó excesivamente por la dimensión sintáctica (y la fonológica) del lenguaje en detrimento de la semántica, y se ha puesto asimismo de relieve que algunas de sus nociones -como las de «estructura superficial» y «estructura profunda» de la frase- se prestan a malentendidos. En lo que toca al primer punto, Chomsky ha considerado que una ampliación de sus modelos puede resolver problemas semánticos. En lo que respecta al segundo punto, Chomsky ha admitido la posibilidad, pero no la necesidad, de malentendidos cuando ‘superficial’ y ‘profundo’ se entienden rectamente.

Muchos filósofos se han interesado por las ideas lingüísticas de Chomsky, porque estas ideas suscitan cuestiones filosóficas, por lo demás admitidas y tratadas por el propio Chomsky, el cual ha considerado que sus teorías lingüísticas forman parte de una teoría de la mente humana, especialmente de la facultad cognoscitiva de la mente; la lingüística es «una rama particular de la psicología del conocimiento», o «psicología cognoscitiva». Ha considerado asimismo que no se pueden separar sus ideas lingüísticas y psicológicas de sus ideas políticas y sociales, ya que éstas están fundadas en una concepción del hombre como ser libre, que aspira a deshacerse de toda coacción y de todo autoritarismo. Desde este punto de vista, el «mentalismo» -que muchos habían considerado como «retrógrado» o «reaccionario»- es progresivo, mientras que el conductísmo -que muchos habían considerado como «científico» y «progresivo»- es retrógrado, ya que presenta al ser humano como maleable por condicionamientos, que pueden muy bien tener un carácter totalitario. Chomsky no ha descartado la posibilidad de encontrar un fundamento biológico para su «hipótesis innatista» (una expresión que, por lo demás, Chomsky manifiesta que es usada más bien por los críticos que por los defensores de la hipótesis y que él mismo se abstiene de usar por prestarse a malentendidos), pero no parece haber encontrado dificultades para reconciliar la posibilidad mencionada con su fundamental actitud «libertaria». En rigor, cuanto más se descubra que hay en todas las realizaciones humanas, inclusive las más humildes, y que hay en todos los seres humanos, aun los más desposeídos, un sistema común de estructuras y principios invariantes, tanto más quedará confirmada la igualdad fundamental de todos los hombres y la posibilidad para todos de ser libres. Para Chomsky, los problemas del conocimiento y los problemas de la libertad no son dos distintas series de problemas: son dos caras de un mismo problema -como son dos caras del mismo problema el interpretar el mundo y el cambiarlo-. La libertad va unida, para Chomsky, a la creatividad, la cual es distinta de una serie de actos azarosos y arbitrarios. «Es razonable suponer -escribe Chomsky- que lo mismo que las estructuras intrínsecas de la mente subyacen en el desarrollo de las estructuras cognoscitivas, también un ‘carácter de especie’ provee el marco para el crecimiento de la conciencia moral, de la realización cultural e inclusive de la participación en una comunidad libre y justa... Hay una importante tradición intelectual que presenta algunos interesantes alegatos en este respecto. Aunque esta tradición se inspira en el compromiso empirista en el progreso y la ilustración, creo que encuentra raíces intelectuales aún más profundas en los esfuerzos racionalistas para fundar una teoría de la libertad humana. Investigar, profundizar en, y a ser posible establecer las ideas desarrolladas en esta tradición por los métodos de la ciencia es una tarea fundamental para la teoría social libertaria» (Reflections on Language, 1975, pág. 134). Las pasiones y los instintos del ser humano -agrega-, lejos de quedar reprimidos y deformados por estructuras sociales autoritarias y competidoras, pueden eventual­mente ayudar a poner fin a lo que Marx llama «la prehistoria de la sociedad humana», de modo que se instaure «una nueva civilización científica en la cual la ‘natu­raleza animal’ quede trascendida y la naturaleza humana pueda, verdaderamente florecer» (loc. 7 cit.)

 

 

 

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COMTE, AUGUSTE (1798-1857), nac. en Montpellier. Secretario de Saint-Simon y colaborador en el órgano del saint-simonismo, Le Producteur, rompió con él para dictar libremente su primer curso de filosofía positiva. Repetidor de matemáticas en la Escuela Politécnica, no pudo conseguir un nombramiento oficial y vivió desde 1823 hasta su muerte de la protección de sus adeptos. La ruta de su doctrina siguió un curso sensiblemente distinto al conocer a Clotilde de Vaux, quien, según propia manifestación, le inspiró su religión de la humanidad. Comte ha dado a su filosofía el nombre de positiva; sin embargo, el posterior positivismo, que cuenta a Comte como su fundador, no equivale exactamente a dicha filosofía. Procedente, en su parte afirmativa, del saint-simonismo, y, en su parte negativa, de la aversión al espiritualismo metafísico, el positivismo de Comte constituye una doctrina orgánica, no sólo en el aspecto teórico, sino también y muy especialmente en el práctico. El propósito de Comte no es, por lo pronto, erigir una nueva filosofía o establecer las ciencias sobre nuevas bases; es proceder a una reforma de la sociedad. Pero la reforma de la sociedad implica necesariamente la reforma del saber y del método, pues lo que caracteriza a una sociedad es justamente para Comte la altura de su espíritu, el punto a que ha llegado en su desarrollo intelectual. De ahí que el sistema de Comte comprenda tres factores básicos: en primer lugar, una filosofía de la historia que ha de mostrar por qué la filosofía positiva es la que debe imperar en el próximo futuro; en segundo lugar, una fundamentación y clasificación de las ciencias asentadas en la filosofía positiva; por último, una sociología o doctrina de la sociedad que, al determinar la estructura esencial de la misma, permita pasar a la reforma práctica y, finalmente, a la reforma religiosa, a la religión de la Humanidad.

La significación de ‘positivo’ resalta inmediatamente de la filosofía de la historia de Comte, resumida en la ley de los tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo, que no son simplemente formas adoptadas por el conocimiento científico, sino actitudes totales asumidas por la humanidad en cada uno de sus períodos históricos fundamentales. El estadio teológico es aquel en el cual el hombre explica los fenómenos por medio de seres sobrenaturales y potencias divinas o demoníacas; a este esta lo, cuyas fases son el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo, corresponde un poder espiritual teocrático y un poder temporal monárquico, unidos en un Estado de tipo militar. Le sigue un estadio metafísico, que arranca del monoteísmo como compendio de todas las fuerzas divinas en un solo ser y que, al personalizarlas en una unidad, permite al propio tiempo su despersonalización. Las causas de los fenómenos se convierten entonces en ideas abstractas, en principios racionales. Es un período crítico, negativo, una desorganización de los poderes espirituales y temporales, una ausencia de orden que tiende continuamente a la anarquía, pues en el estadio metafísico irrumpen todas las fuerzas disolventes de la inteligencia. Finalmente, sobreviene el estadio positivo, que sustituye las hipótesis y las hipóstasis metafísicas por una investigación de los fenómenos limitada a la enunciación de sus relaciones. A esta altura del progreso intelectual corresponde una superación de la fase crítica intermedia; el poder espiritual pasa entonces a manos de los sabios, y el poder temporal a manos de los industriales. El saint-simonismo resurge claramente en esta fase última de la historia, pero la era industrial que Saint-Simon anunciaba queda completada y perfeccionada por el positivismo de la ciencia, que renuncia a todo lo trascendente, que se reduce a la averiguación y comprobación de las leyes dadas en la experiencia, y ello no so o para los fenómenos físicos, sino también para los puramente espirituales, para el mundo de lo social y de lo moral.

Lo positivo no es, pues, solamente una forma de organización de las ciencias; es un estadio total que requiere ante todo un orden y una jerarquía. El paso por los tres estadios en cada una de las ciencias es para Comte perfectamente demostrable, pero lo que caracteriza a las ciencias no es la rigurosa vinculación de todas y cada una de ellas al período social correspondiente, sino cabalmente su gradual anticipación en el camino que conduce a lo positivo, el hecho de que su jerarquía coincida con su mayor o menor estado de positivización. Esta jerarquía forma, por así decirlo, una pirámide en cuya base se encuentra la sociología; entre una y otra, y apoyándose cada una de las ciencias en el conocimiento de los principios de la precedente, se encuentran la astronomía, la física, la química y la biología. Lo que las diferencia entre sí no es tanto su mayor o menor carácter positivo esencial, sino la comprobación de que lo positivo ha irrumpido en ellas en épocas distintas y progresivamente más avanzadas de la historia. Por la simplicidad de su objeto, las matemáticas son las ciencias en donde lo positivo ha sido adquirido con anterioridad a las demás; ya en la Antigüedad han sido tratadas positivamente. Pero la mayor complicación gradual que ofrecen los demás saberes, el predominio en ellos de lo concreto y de lo inductivo hace que su positivismo sea progresivamente más tardío. Así ocurre con la astronomía; así también y en grado mayor con la física, la química y la biología. Por último, la ciencia cuyos objetos son más concretos, la sociología, es la que con más retraso penetra en el dominio de lo positivo. Justamente la inclusión de la sociología en este dominio es lo que caracteriza, en el fondo, el advenimiento del estadio positivo total, de la fase en la cual la sociología como ciencia del hombre y de la sociedad podrá, finalmente, ser convertida, por el método naturalista, en una estática y en una dinámica de lo social.

El tema de la nueva época es, por tanto, la conversión de la sociología en ciencia positiva de acuerdo con la irrupción de un nuevo estadio que supere la destrucción del último gran período orgánico, la Edad Media, y sustituya los factores anárquicos del protestantismo, del liberalismo y del Estado jurídico por un nuevo orden de factura medieval, pero sin la dogmática católica. Por eso la nueva época exige que la explicación dinámica de la sociedad, que culmina en la ley de los tres estadios, sea reemplazada por una explicación estática. La estática social se enlaza a su vez con la religión de la Humanidad, pues sólo cuando se hace posible la sociología como ciencia positiva puede el nuevo orden espiritual y temporal tener un fundamento religioso. La filosofía de la historia, de Comte, explica, así, el esfuerzo realizado por cada época en su camino hacia la fase positiva. Los estadios teológico y metafísico representan, ciertamente, una busca, pero una busca infructuosa. El último y definitivo estadio se presenta de este modo como el hallazgo de lo que, en su fondo último, ha sido siempre la aspiración de la Humanidad: la ciencia positiva, que rechaza toda sobrenaturalización y toda hipóstasis y que convierte al filósofo en un «especialista en generalidades»; el poder espiritual en manos de los sabios; el poder temporal en manos de los industriales; el pacifismo, el orden y la jerarquía, y, como atmósfera que lo envuelve todo, una moral del altruismo basada en la estática esencial de la vida social, o, como resume Comte, «el amor como principio, el orden como base, el progreso como fin».

El paso a la religión de la Humanidad es una consecuencia necesaria de la negación de la «rebelión de la inteligencia contra el corazón» propia del estadio metafísico; es también una derivación del mismo carácter positivo de la estática social, que exige un objeto enteramente positivo, una entidad no trascendente, sino perfectamente cognoscible y cercana, como lo es la Humanidad revelada por la historia. La Humanidad, en el conjunto de todos sus esfuerzos, aun de los meramente posibles, constituye el objeto inevitable de un culto que se niega a Dios como ser trascendente. Lo positivo penetra de este modo en la propia religión que, vaciada del contenido dogmático del cristianismo, puede llegar, sin embargo, a producir en la sociedad los mismos efectos de orden y organización. Esta religión, a la cual dedicó Comte los últimos años de su vida, tiene por objeto la Humanidad en su pasado, presente y futuro como el Gran Ser. Los sabios, que retienen el poder espiritual, son ahora los sacerdotes del nuevo culto y por ello pueden vencer, si la ciencia positiva no bastara, la insurrección de la inteligencia contra el corazón.

La influencia de Comte ha seguido aproximadamente el mismo curso que el destino del positivismo, el cual, en su aspecto de reacción contra la especulación del idealismo romántico, ha recogido principalmente de Comte su posición antimetafísica. Aparte la influencia perceptible de Comte en todas las direcciones positivas imperantes en la segunda mitad del siglo XIX y prescindiendo de la formación de numerosos grupos y asociaciones positivistas que se propagaron particularmente en la América del Sur (sobre todo en el Brasil), donde el positivismo de procedencia europea se encontró con lo que Alejandro Korn ha llamado el «positivismo autóctono», el pensamiento de Comte ha influido de un modo más directo en Émile Littré, que rechazó, sin embargo, la religión de la Humanidad, y en Pierre Laffitte, que acentuó justamente su adhesión a esta última fase de la filosofía comtiana. En Inglaterra propagaron la doctrina de Comte, además de John Stuart Mill, G. H. Lewes, Harriet Martineau (1802-1876), que tradujo, resumió y comentó el Curso de filosofía y, sobre todo, Richard Congreve (1818-1899), que formó a su vez varios discípulos entusiastas del comtismo en Wadham; entre ellos se distinguieron Frederic Harrison (18311923), autor entre otros libros de Creed of a Layman (1907), The Philosophy of Common Sense (1907), The Positive Evolution of Religion (1913) y sus Autobiographic Memoirs (2 vols., 1911); John Henry Bridges (1832-1906), que en su The Unity of Comte's Life and Doctrine (1866) combatió la usual escisión entre el positivismo científico y la religión de la Humanidad, y en sus Five Discourses on Positive Religion (1882) insistió en la importancia de esta última; y Edward Spencer Beesly (1831-1915), autor de Comte as a Moral Type (1885). El grupo de Wadham fundó en 1867 la «London Positivist Society», afiliada a la organización positivista que tenía su sede en Francia. La escisión aquí producida entre Laffitte y Littré repercutió también en la sociedad inglesa, que se adhirió casi íntegramente al primero. The Positivists Review Humanity, en 1923, fue fundada en 1893 y desapareció en 1925.

 

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DERRIDA, JACQUES, nac. (1930) en El Biar, Argel, profesor en la Escuela Normal Superior, de París, ha Colaborado, entre otras publicaciones, en Tel Quel, lo que ha llevado a algunos a filiarlo dentro del estructuralismo francés contemporáneo. Pero aunque Derrida se ha ocupado de temas tratados por autores estructuralistas (Lévi-Strauss, Lacan) o afines al estructuralismo (Foucault), ha combinado estos temas con inspiraciones procedentes de la fenomenología de Husserl, de Heidegger y de Hegel. En todo caso, el método adoptado por Derrida es lo que ha llamado la «desconstrucción». En alguna medida, Derrida ha llevado a extremas consecuencias algunas de las actitudes del último Heidegger, acentuando el carácter no representativo del lenguaje. Esto equivale a situarse, por lo pronto, contra todo «logocentrismo», o discurso racional. Pero el logocentrismo forma a su vez parte del tejido de todos los discursos, los cuales se hallan todos a la par, no teniendo ninguno de ellos privilegio. La propia desconstrucción no es suficiente, y es acaso imposible, porque a toda desconstrucción le sigue una construcción que deberá ser «deconstruida», y así sucesivamente. El lenguaje tiene que disolverse para dar lugar a la «escritura». El saber de la escritura, la gramatología, es un saber de lo que está escrito, y esto es independiente del logos y de la verdad. La escritura misma es una condición de la episteme (De la grammatologie, pág. 43). Por eso no se trata de elaborar una ciencia, sino de hacer aparecer el horizonte histórico en el cual la escritura tiene lugar. No se puede decir ni siquiera que el «fuera» es el «dentro», porque el «es» del «fuera» y del «dentro» queda eliminado, al modo del «Ser» y posiblemente por iguales motivos. No se trata, por tanto, de rehabilitar la escritura, pues ésta solamente ha sido posible a condición de que «el lenguaje 'original', 'natural', etc. no haya existido nunca, que no haya estado jamás intacto, intocado por la escritura, que él mismo haya sido una escritura» (op. cit., pág. 82).

No hay, según Derrida, ningún lugar central por el cual discurra la filosofía, porque lo que hay no es ningún «discurrir». Los temas tratados por Derrida son todo lo opuesto a temas tradicionales; son temas marginales, pero no lo son frente a supuestos temas centrales: la marginalidad es la centralidad. En los «márgenes», en los comentarios, en las notas, aparece lo esencial, que es inesencial, el libro que está «fuera del libro». La verdad queda diseminada a lo largo de una diferencia: se difiere todo porque se disemina todo. El escrito (l'écrit) corre parejo en la pantalla (l'écran) y ésta con el cofre (l'écrin). Los juegos de palabras dejan de ser juegos justamente por serlo. No se habla de lo primero ni de lo último, sino de lo antepenúltimo. El pensamiento es la columna y el cruce. Repetición, polisemia, diferencia y diseminación son instrumentos para una «desconstrucción» de la escritura.

Todas las escrituras, incluyendo la escritura sobre estas escrituras, se entrecruzan, haciéndose y deshaciéndose perpetuamente. La inclusión se deshace; la exclusión se constituye a base de un discurso posible (que es asimismo incluible). Derrida margina y fragmenta; no se trata de antología, ni siquiera de fragmentos de antología, sino de fragmentos de estos fragmentos. Lo que se busca es religar (relier) y releer (relire) desde todos los ángulos y desde todos los fragmentos. Con todo ello Derrida aspira a «vomitar la filosofía», a enviarla al campo general que ha querido señorear, a confrontarla con la ficción y con otras prácticas de escritura sobre las que había aspirado a ejercer el dominio. Con ello se procede a decapitar la filosofía. Pero situarse al límite del discurso filosófico es sólo un modo de situarse al límite de todos los discursos. La desconstrucción va acompañada de, o se halla entrecruzada con, la recomposición, el desplazamiento, la disociación de significantes como interrupción de síntesis, de todo deseo de una separación. Los temas antifilosóficos, y antidiscursivos, de Derrida, se convierten entonces en palabras, que son las que aparecen y reaparecen, como si fuesen obsesiones: diferencia, espaciamiento, diseminación, injerto, marca, margen, pharmakon, hymen y, desde luego, desconstrucción.

 

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DESCARTES, RENÉ, Renatus Cartesius (1596-1650), nac. en La Haya (Turena), se educó (1606-1614) en el Colegio de Jesuitas de La Fléche. Deseoso de ver mundo, se alistó en 1618 en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau, y en 1619 en el de Maximiliano de Baviera. Siguieron varios años de viajes, y al parecer una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Loreto para cumplir un voto que había hecho después de descubrir «una ciencia maravillosa». Entre 1625 y 1628 residió en París. En 1628 se trasladó a Holanda, donde permaneció hasta 1649, cuando fue invitado por la reina Cristina a trasladarse a Suecia, donde falleció.

Descartes es considerado como "el padre de la filosofía moderna" y también, aunque con menos razón, como «el fundador del idealismo moderno». En todo caso, su pensamiento y su obra se hallan en un punto crucial en el desarrollo de la historia de la filosofía y pueden considerarse como inicio de un período que algunos historiadores hacen terminar en Hegel y otros hasta entrada la época contemporánea. Se habla con frecuencia del racionalismo de Descartes, y también del voluntarismo de Descartes. Su filosofía ha sido interpretada de muy diversas maneras. No hay duda de que influyó grandemente, no solamente dentro de la tendencia o tradición llamada «cartesianismo», sino también en muchos autores que se han opuesto a ella, pero que de algún modo deben a Descartes sus principales incitaciones filosóficas. Ciertos autores han destacado la casi absoluta originalidad de Descartes. Otros han mostrado que el Filósofo forjó sus conceptos fundamentales tomándolos de la escolástica. La verdad no está probablemente en el punto medio, sino en otro más capital: en el hecho de que Descartes representó, para usar una expresión de Ortega, un nuevo «nivel» en filosofía, y en el hecho de que este nivel fue justamente el que llamamos «moderno».

La filosofía de Descartes no puede reducirse, como a veces se ha hecho, a metodología. Tal filosofía es un conjunto muy completo de diversos elementos: método, metafísica, antropología filosófica, desarrollos científicos (especialmente matemáticos), preocupaciones religiosas y teológicas, etc., etc. Es plausible, sin embargo, comenzar por destacar la busca cartesiana de un nuevo método. Éste no debe ser, como según nuestro filósofo era la silogística aristotélica, mera ordenación y demostración lógica de principios ya establecidos, sino un camino para la invención y el descubrimiento. Este camino debe estar abierto a todos, esto es, a todos los que participan igualmente de la razón y del “buen sentido”.

El ejemplo de la matemática, en donde el análisis constituye un arte inventivo, representa la principal incitación del método cartesiano. La primera condición para su realización consiste (Discurso, II) en «no admitir como verdadera cosa alguna que no se sepa con evidencia que lo es», evitando la precipitación y la prevención y aceptando sólo lo que se presenta clara y distintamente al espíritu; la segunda, en «dividir cada dificultad en cuantas partes sea posible y en cuantas requiera su mejor solución»; la tercera, «en conducir ordenadamente los pensamientos», empezando por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender gradualmente a los más compuestos, y la cuarta, «en hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales que se llegue a estar seguro de no omitir nada». Estas cuatro célebres reglas resumen todos los caracteres esenciales del método. Para Descartes no puede conocerse en principio ninguna verdad a menos que sea inmediatamente evidente. Pero la evidencia como único criterio admisible, debe poseer las notas de claridad y distinción. Descartes llama a las ideas que poseen estas notas naturalezas simples (naturae simplices). Su conocimiento se efectúa por una intuición directa del espíritu; su verdad es, al propio tiempo, su inmediata evidencia. De ahí la necesidad de descomponer toda cuestión en sus elementos últimos y más sencillos y en reconstruirla para la prueba con los mismos elementos, es decir, con sus mismas y primarias evidencias. Toda verdad se compone, por consiguiente, de evidencias originarias, simples, irreductibles, o de nociones relacionadas con ellas. Lo que debe hacer el espíritu es distinguir lo simple de lo compuesto e investigarlo con orden hasta llegar a un sistema de elementos en el cual lo compuesto pueda ser reducido cada vez a algo simple. Esta regla es fundamental «y no hay -dice Descartes explícitamente- otra más útil, pues advierte que todas las cosas pueden ser dispuestas en series distintas, no en cuanto se refieren a algún género del ente, tal como las dividieron los filósofos conforme a sus categorías, sino en cuanto que unas pueden conocerse por otras, de tal modo que, cuantas veces ocurre alguna dificultad, podamos darnos cuenta al momento de si no será tal vez útil examinar primero unas y cuáles y en qué orden» (Regulae, VI). En otros términos, el verdadero secreto del método -y ningún saber es posible sin método- consiste en regresar a lo más «elemental».

Descartes busca una proposición apodíctica; no simplemente una verdad fundamental -pues las verdades de fe poseen también este carácter-, sino una verdad que pueda ser creída por sí misma, independientemente de toda tradición y autoridad; una verdad, además, de la cual se deduzcan las restantes por medio de una serie de intuiciones en el curso de una cadena deductiva. Esta verdad ha de ser, por otro lado, común a todo espíritu pensante, de tal suerte que sea accesible a todo pensar, siempre que funcione rectamente y se desprenda de cuanto se interponga para desviarlo o entorpecerlo, pues «nada puede añadirse a la pura luz de la razón que en algún modo no la oscurezca». En otros términos, el espíritu posee, por el mero hecho de ser sujeto pensante, una serie de principios evidentes por si mismos, ideas innatas, con las cuales opera el conocimiento, el cual reduce a ellas, mediante relación y comparación, cuantas otras nociones surjan de la percepción y de la representación. Este afán de claridad y de evidencia se revela en el proceso de la duda metódica, que elimina cuantas objeciones pudieran oponerse a semejante fundamentación en los últimos elementos intuitivos. En la duda metódica se indaga el último criterio de toda verdad. No es una duda en un sentido escéptico con una finalidad nihilista o con un propósito moral: se duda justamente porque sólo de la duda puede nacer la certeza máxima. La duda pone sólo entre paréntesis los juicios, pero no las acciones. Toda irresolución en estas últimas queda suprimida por lo que Descartes llama la «moral provisional», indispensable para no convertir la actitud dubitativa en una destrucción del orden moral, político y religioso existente.

Descartes procede a dudar de todo, y no sólo de las autoridades y de las apariencias del mundo sensible, sino también de las propias verdades matemáticas. El proceso de la duda es llevado a sus últimas consecuencias por la hipótesis del «genio maligno» (malin génie), introducido por Descartes para agotar completamente el repertorio de posibles dubitaciones. Pudiera existir, señala, un genio maligno omnipotente que se propusiera engañar al hombre en todos sus juicios, inclusive en aquellos que, como los matemáticos, parecen estar fuera de toda sospecha. Mas una vez practicada esta duda metódica y radical, mientras el espíritu piensa en la posibilidad de toda suerte de falsedades, advierte que hay algo de que no es posible dudar en manera alguna, esto es, de que el propio sujeto lo piensa. La duda se detiene, finalmente, en este pensamiento fundamental, en el hecho primario de que, al dudar, se piensa que se duda. Este núcleo irreductible en donde el dudar se detiene es el Cogito ergo sum. Yo pienso: luego, yo existo; yo soy, por lo pronto, una cosa pensante, algo que permanece irreductible tras el absoluto dudar (Discurso, IV; Meditaciones, II). El Cogito es, por consiguiente, la evidencia primaria, la idea clara y distinta por antonomasia -idea distinta, certeza primaria, pues, más bien que primaria realidad- Tal proposición es juzgada por Descartes como una verdad inconmovible «por las más extravagantes suposiciones de los escépticos». El Cogito -que no debe interpretarse como un mero acto intelectual, sino como un «poseer en la conciencia»- afirma que «yo soy una cosa pensante» con completa independencia de la coincidencia del pensar con la situación objetiva y aun de la propia existencia de tal situación.

Ahora bien, el momento inmanente del Cogito queda transformado muy luego en un momento trascendente. Ocurre tal en la demostración de la existencia de Dios y en las sucesivas afirmaciones de substancialidad del alma y de la extensión de los cuerpos. Por eso el Cogito representa la posición de un idealismo que no renuncia al realismo y que, por otro lado, no se satisface con el inmanentismo de la conciencia. De ahí que su función sea distinta de la representada en el pensamiento moderno por el fenomenalismo espiritualista de Berkeley y por el criticismo de Kant. Aunque Descartes tiene de común con estos autores el participar de los supuestos del idealismo moderno, se distingue de ellos en que admite a la vez no pocos supuestos realistas. En todo caso, Descartes aspira a salir lo antes posible del fenómeno o de la conciencia con el fin de encontrar una realidad que le garantice la existencia de las realidades. Ello tiene lugar por medio del indicado paso a la demostración de la existencia de Dios. Sólo Dios puede garantizar la coincidencia entre semejantes evidencias y sus existencias correspondientes. Como demostración principal usa Descartes el argumento ontológico, pero le da un sentido distinto al deducir la existencia de Dios de su idea como ser infinito en el seno de la conciencia finita. Sólo porque una naturaleza infinita existe puede poner su idea en una naturaleza finita que la piensa. Así, esta demostración es superación del solipsismo de la conciencia y paso al reconocimiento de la realidad y consistencia de las objetividades.

Busca y hallazgo del método (y de sus reglas), proceso metódico de la duda, evidencia del Cogito y demostración de la existencia de Dios son cuatro elementos fundamentales de la filosofía cartesiana. Lo que religa a estos elementos es el esfuerzo por encontrar proposiciones apodícticas y que sean a la vez explicativas de lo real. La razón en la que Descartes ha comenzado por «encerrarse» no es, en efecto, una razón puramente formal. O, si esta razón es formal, lo es en un sentido más parecido a como lo son las razones de la matemática, en las cuales hay invención y descubrimiento y no sólo ordenación o pura «dialéctica». La razón cartesiana puede ser considerada, además, como intuitiva, en el sentido de que parte de intuiciones para desembocar en intuiciones, en una cadena que tiene que ser perfectamente transparente. Ahora bien, la filosofía de Descartes no queda detenida en el paso de la prueba de la existencia del yo como ser infinito capaz de garantizar al yo pensante las verdades, y en particular las verdades eternas. El yo se aprehende a sí mismo como naturaleza pensante, y aprehende a Dios como alguien que «concurre conmigo para formar los actos de mi voluntad», pero Descartes estima que debe considerarse si hay también cosas externas. Esta consideración se hace, por lo pronto, al hilo de la idea clara y distinta de lo externo. Esta idea lleva a considerar otra substancia, también clara y transparente, la substancia extensa. La distinción entre substancia pensante y substancia extensa es absolutamente clara justamente porque cada una se define por la exclusión de la otra: lo pensante no es extenso; lo extenso, no piensa. La extensión no es esencial al yo pensante; el pensamiento no es esencial a la realidad extensa. Así se forman dos substancias separadas y claramente definidas, en tanto que podamos decir que son propiamente substancias, ya que, en alguna medida, sólo Dios es substancia. La consecuencia de ello es un dualismo (y, según algunos autores, si tenemos presente a Dios, un «trialismo»).

Consideremos ahora solamente el dualismo citado. Éste planteó a Descartes muy agudos problemas, en particular al hilo de la famosa cuestión de la relación entre alma y cuerpo como relación entre substancias. Una parte considerable del pensamiento racionalista postcartesiano (Malebranche, ocasionalistas, Spinoza, Leibniz) se ocupa de esta cuestión, dándole muy diversas soluciones. Pero sería erróneo creer que hay en el pensamiento de Descartes sólo una metafísica: la separación de las dos substancias, aunque metafísicamente enojosa, le parece a Descartes científicamente fecunda. Ella es, en todo caso, el fundamento de la doctrina del hombre (de la «psicología») y de la doctrina del mundo (de la física).

De la física cartesiana habría mucho que hablar. Pueden encontrarse en varias partes de su obra -especialmente en los Principios de filosofía- elementos que permiten concluir que Descartes no fue tan extremado como pareció en su concepción de las realidades físicas como puras substancias extensas; la cuestión de las fuerzas que se manifiestan en los cuerpos es para Descartes, como para todos los físicos, una cuestión capital. Pero grosso modo puede decirse que la física cartesiana aparece bajo la forma de una estática dominada por el sistema de las relaciones espaciales. Las cualidades y las supuestas fuerzas ínsitas en la naturaleza de los cuerpos son eliminadas; de otra suerte no podría entenderse racionalmente la substancia extensa. Ello equivale en gran parte a considerar la física desde el punto de vista de la geometría. Equivale también a adoptar lo que se ha llamado luego «el método del análisis reductivo», por lo menos dentro de cada uno de los tipos fundamentales de substancia. Es curioso advertir que aun cuando Descartes se opuso tenazmente en su física a las teorías escolásticas, por considerar que tales teorías se fundaban en ciertas supuestas «virtudes» de los cuerpos, de las que se procedía a derivar racionalmente sus propiedades, su propia física es en muchos puntos no menos metafísica que la de los escolásticos. En efecto, Descartes intenta derivar ciertas teorías físicas -por ejemplo, su idea de la materia como un complejo de «torbellinos»- de las propiedades racionales de la materia como substancia extensa.

La «psicología» de Descartes no sigue enteramente las líneas de la racionalización geometrizante que opera en la física. Por un lado, hay en las ideas psicológicas de Descartes mucha más descripción que deducción racional. Por otro lado, Descartes tiene conciencia de que aunque todas las operaciones psíquicas son cogitaciones, lo único común a éstas es su carácter intencional. Los fenómenos de la voluntad, por ejemplo, no se reducen fácilmente a los de la inteligencia. Ahora bien, aun así, Descartes trata de encontrar en su «psicología» un método basado en la claridad y la distinción. Por eso cada una de las variedades de los modos psíquicos tiene que ser deducida de la propia esencia de este modo. Así, Descartes define las pasiones como «reacciones». Las principales «reacciones» son la admiración, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza. La voluntad es la facultad de juzgar o abstenerse de juzgar, de asentir o negar el juicio. Esta voluntad es infinita y completamente libre de dar o no su adhesión, pues el entendimiento muestra simplemente a la voluntad lo que debe elegir. La infinitud de la voluntad se contrapone a la finitud del entendimiento: el error radica no sólo en la adhesión a las representaciones confusas y oscuras, sino en el acto volitivo que sobrepasa el carácter limitado del entendimiento. Pero los supuestos de la filosofía cartesiana no quedan agotados tampoco en la tendencia a la reducción de lo complejo a lo simple. Hay en ella la idea de que es posible reconstruir el universo entero a base de elementos simples; hay la seguridad de que se ha alcanzado por vez primera una seguridad intelectual completa; hay la confianza en que todo hombre, por el mero hecho de serlo, puede llegar al conocimiento siempre que utilice el método conveniente. Lo que importa para la verdad es, pues, menos la penetración espiritual que el adecuado uso del método. Hay, finalmente, el supuesto de una ordenación de la Naturaleza o, más aún, de una ordenación según ley matemática, pues el método se contrapone continuamente a la suerte. Por eso el método es como la clave de un lenguaje. Y por eso la filosofía de Descartes es casi el «programa» de la época moderna, cuando menos en tanto que exploración de las posibilidades de la razón.

La filosofía de Descartes ha sido objeto de numerosas interpretaciones. Mencionaremos sólo tres grupos de teorías sobre tres puntos estimados centrales.

Uno de estos grupos de teorías se refiere a un aspecto sociológico-histórico: se trata de saber si hay que interpretar siempre de modo más o menos literal lo que Descartes ha escrito o de si hay que considerar a Descartes como un "filósofo enmascarado" que oculta su verdadero pensamiento (Larvatus prodeo) por miedo a las consecuencias que su manifestación podría acarrear. La interpretación de los escritos de Descartes como expresión del pensamiento auténtico del filósofo es no sólo la tradicional, sino también la aceptada hoy generalmente por todos los expositores del cartesianismo. La interpretación de Descartes como «filósofo enmascarado» ha sido propuesta por M. Leroy. Otro de estos grupos afecta al interés predominante de Descartes. Para algunos, el único interés del filósofo consistió en dar un fundamento filosófico a la nueva ciencia natural, o inclusive desarrollar pura y simplemente esta última. Para otros (como León Blanchet), Descartes pretendió hacer lo mismo que la Iglesia Católica ha intentado frecuentemente: establecer un equilibrio entre teología y filosofía, y entre revelación y razón. Para otros (Cassirer), Descartes se interesaba, como filósofo teórico, por la fundamentación filosófica de la nueva ciencia, y, como creyente, por la obtención de la pax fidei. Para otros (H. Gouhier), puede distinguirse entre Descartes y el cartesianismo y atribuir a cada uno de ellos no intereses opuestos, pero sí una cierta acentuación de tales intereses en un sentido o en otro.

Otro de estos grupos, finalmente, toca a la estructura de la obra filosófica de Descartes y a la fun­ción desempeñada en ella por ciertas afirmaciones (tales, el Co­gito ergo sum). Para algunos (M. Guéroult), Descartes fue ante to­do un razonador, cuya filosofía siguió un estricto «orden de razo­nes»; para otros (F. Alquié), Des­cartes concibió las verdades fun­damentales como «experiencias ontológicas».

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DEWEY, JOHN (1859-1952), nac. en Burlington (Vermont), ha profesado en Michigan (1884-88), Minnesota (1888-89), Michigan (1889-94), Chicago (1894-1904) y Columbia University (New York). Influido en parte por el idealismo alemán, particularmente por el hegelianismo -que representa para Dewey la «otra cara», la sistemática y unificadora, de su pensamiento, orientado sobre todo hacia la movilidad de la experiencia, y que le ha incitado a superar las divisiones de lo real subyacente en la herencia de la cultura de la Nueva Inglaterra-, la filosofía de James y la necesidad de otros métodos y vías para la realización de sus propósitos de reforma y «reconstrucción», le inscribieron muy pronto en la «nueva filosofía» -una filosofía que, a su entender, se distingue de la tradicional no sólo por considerar como realidad central la experiencia, sino también y muy especialmente por el giro distinto que da a esta misma experiencia- El propio Dewey, por lo demás, ha expuesto en una breve autobiografía intelectual los «motivos» capitales que han conformado u orientado su pensamiento. En primer lugar, la importancia otorgada a la teoría y práctica de la educación. En segundo término, el deseo de superar el dualismo entre «ciencia» y «moral» por medio de una lógica que sea un «método de investigación efectiva» y que no rompa la continuidad de las diversas regiones de la experiencia. En tercer lugar, la mentada influencia de James. Finalmente, la intuición de la necesidad de una integración del pensar que comprenda los problemas desarrollados por las ciencias sociales y que permita resolver al mismo tiempo las situaciones derivadas de tales problemas. La insistencia en la experiencia sólo adquiere sentido a partir de estas bases. Pues la experiencia no es para Dewey lo meramente experimentado por un sujeto y menos lo que éste experimenta con el fin de adquirir un saber, sino el resultado de una relación que para el sujeto tiene como término a la vez opuesto y complementario el objeto y el medio, pero que puede ser concebida en su mayor generalidad como relación entre objetos, como su forma propia de mantener una conexión. El punto de vista «biológico» de Dewey no es, según esto, más que una consecuencia de su amplia noción de la experiencia, noción amplia en el sentido de su comprensión, pero no en el sentido de que constituye el objeto de un absoluto. De ahí el método empírico o «denotativo» que Dewey utiliza o, si se quiere, el método empírico que debería usar si se atuviera siempre a sus propios postulados. Pues, como se ha hecho observar con frecuencia, Dewey es «técnicamente» un filósofo empirista, aun cuando, de hecho, el curso de sus razonamientos esté edificado muchas veces al hilo de una dialéctica. En todo caso, la filosofía por él postulada es una filosofía que renuncia a un todo absoluto, que procura averiguar en cada proceso la múltiple trama de relaciones entre los medios y los fines de que está compuesto, y que no se limita a considerar el instrumentalismo pragmatista como simple método, como aún pretendía James. Sólo dentro de este marco es posible entonces comprender lo que Dewey entiende por naturalismo. El propio filósofo ha calificado, en efecto, a su pensamiento de «naturalismo empírico», de «empirismo naturalista». Mas «Naturaleza» no es simplemente aquí un conjunto de cosas regidas mecánicamente; es historia, acontecimiento y drama. Por eso, y sólo por eso, el pragmatismo no es sólo un método, sino una filosofa, es decir, una manera de acercarse a una realidad que se supone infinitamente múltiple. Por todas partes tiende Dewey a lo concreto, pero ello no sólo en virtud de un postulado filosófico, sino como resultado de una crítica de la cultura moderna, cuyo parcial intelectualismo quiere Dewey corregir en todas sus dimensiones, particularmente en las educativas y sociales. Su teoría del pensamiento, su pragmatismo y su instrumentalismo no tienen, en última instancia, otro propósito. Dewey parte del reconocimiento de que el hombre se siente inseguro en el mundo y busca algo permanente y estable. Semejante permanencia le es dada en el curso de la historia de múltiples formas: por ritos mediante los cuales cree propiciarse las fuerzas de la Naturaleza, por las artes con que domina a esta misma Naturaleza. Mas también por los objetos tradicionales del saber y de la filosofía, por esa actividad filosófica que busca lo inmóvil tras la contingencia y el cambio. Pero la filosofía ha olvidado que el pensamiento no funciona meramente con vistas a un saber, sino con vistas a un «dominio». Pues, en general, todo conocimiento es un instrumento forjado por la vida para su adaptación al medio, y por eso el pensar no comienza, como creía el racionalismo clásico, con premisas, sino con dificultades. Lo que el pensar busca no es una certidumbre intelectual, sino una hipótesis que se haga verdadera mediante el resultado y la sanción pragmática. La noción de verdad tan próxima a la de James, es consecuencia de la sustitución del conceptualismo del conocer por un funcionalismo y un operacionismo del pensar. El pensamiento funciona entre dificultades que acongojan al hombre, pero más bien que relativizar el pensar, el instrumentalismo de Dewey pretende justificarlo de un modo concreto y no por cualquier absoluto trasmundano. Por eso el pensamiento y la teoría son elementos inmanentes a la vida humana, «programas» que el hombre forja para responder a situaciones futuras. La orientación hacia el futuro, tan vigorosa en Dewey, no queda, empero, limitada a la ciencia y a la filosofía: ella impregna todo el esfuerzo social y educativo de este pensador y es como el norte hacia el cual se dirigen todos sus pensamientos. Mas la busca de lo concreto ha conducido a Dewey en los últimos tiempos a una reanudación de su primitiva influencia hegeliana: su inclinación hacia la metafísica, que se hace tan patente en los trabajos últimos sobre cuestiones lógicas, no desmiente la concepción pragmática e instrumentalista en torno a la cual gira su teoría del pensar, pero la hace aún mas vinculada a ciertas corrientes del existencialismo metafísico y a todos los esfuerzos últimos para lograr una unidad de la razón con la vida. Pues esto es lo único que puede terminar con aquel divorcio de la teoría y la práctica tan característico de la filosofía clásica y del intelectualismo moderno, lo que puede conducir a una vida armónica que es para Dewey el ideal último de la educación.

 

 

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DILTHEY, WILHELM (1833-191l), nac. en Biebrich am Rhein, profesó en Basilea, Kiel y Breslau antes de ocupar, en 1882, la cátedra de historia de la filosofía que H. Lotze dejó vacante en Berlín.

El carácter fragmentario de la obra de Dilthey hace difícil articularla en «sistema», cosa que, por otro lado, rechazaba el propio Dilthey, quien prefería la actitud inquisitiva a la pretensión constructiva que muestran los grandes sistemas metafísicos. La importancia de Dilthey radica ante todo en sus investigaciones sobre la gnoseología de las ciencias del espíritu y sobre la psicología, a la cual dio el nombre de psicología descriptiva y analítica, psicología estructural o psicología de la comprensión.

Dilthey coincide con el positivismo y con el neokantianismo en su negación de la posibilidad de conocimiento metafísico, pero le separa de ellos su oposición al naturalismo de su tiempo. Su dedicación a las ciencias del espíritu y su preferencia por la Historia le inserta en una línea que, procedente de Hegel, se enlaza con Windelband y Rickert, sigue paralela a los representantes de la filosofía de la vida y desemboca en varias direcciones científico-espirituales. Su propósito consiste ante todo en completar la obra de Kant con una gnoseología de las ciencias del espíritu, con una «crítica de la razón histórica» paralela a la «crítica de la razón pura». Sus estudios históricos -Leben Schleiermacher (Vida de Schleiermaeher, 1867-1870); Auffassung und Analyse des Menschen im XV und XVI Jahrhunderte (Concepción y análisis del hombre en los siglos xv y xvi, 1891)- constituyen ensayos en este sentido, por cuanto en ellos se advierte ya la diferencia que separa a la consideración hermenéutico-psicológica del apriorismo hegeliano y del empirismo historiográfico.

Dilthey separa las ciencias de la Naturaleza y las ciencias del espíritu, no por su método ni por su objeto, que a veces coinciden en ambas, sino por su contenido. Los hechos espirituales, no nos son dados, como los procesos naturales, a través de un andamiaje inmediato y completo. Son aprehendidos en toda su realidad. Esta aprehensión es una autognosis (Selbstbesinnung), una captura del objeto distinta de la que tiene lugar en el acto de la comprensión inmediata de la interioridad cuando se agregan elementos aje nos a ella. Pero la autognosis se convierte, de aprehensión de lo psíquico-espiritual, en fundamento del conocimiento filosófico sistemático: «Autognosis es -escribe Dilthey- conocimiento de las condiciones de la conciencia en las cuales se efectúa la elevación del espíritu a su autonomía, mediante determinaciones de validez universal; es decir, mediante un conocimiento de validez universal, determinaciones axiológicas de validez universal y normas del obrar según fines de validez universal» (Ges. Schriften, VIII, 192-193). Por eso las ciencias del espíritu son gnoseológicamente anteriores a las de la Naturaleza, a las cuales, por otro lado, abarcan, pues toda ciencia es también un producto histórico.

Dilthey busca la fundamentación de semejante gnoseología en una psicología que, lejos de poseer la estructura propia de las ciencias naturales, permita comprender al hombre como entidad histórica y no como un ente inmutable, una naturaleza o una substancia. Por eso la psicología aparece como «una fundamentación psicológica de las ciencias del espíritu», como una sistemática a la cual allegan materiales los estudios históricos y en los que, a la vez, éstos se fundan. La psicología de Dilthey no es, en suma, una «psicología explicativa», sino una «psicología descriptiva y analítica». La psicología explicativa se basa en "la derivación de los hechos que se dan en la experiencia interna, en el estudio de los demás hombres y de la realidad histórica a base de un número limitado de elementos analíticamente descubiertos" (G. S. V., 158). Por eso la psicología explicativa suele partir del análisis de la percepción y de la memoria y desembocar en un asociacionismo basado en elementos a partir de los cuales se intenta construir toda representación superior. En cambio, la psicología descriptiva y analítica «somete a la descripción y, en la medida de lo posible, al análisis, la entera poderosa realidad de la vida psíquica». (G. S. V., 156). La psicología descriptiva y analítica es una «exposición de las partes integrantes y complexos que se presentan uniformemente en toda vida psíquica humana desarrollada, tal como quedan enlazadas en un único complexo, que no es inferido o investigado por el pensamiento, sino simplemente vivido... Tiene por objeto las regularidades que se presentan en el complexo de la vida psíquica desarrollada. Expone este complexo de la vida interna en un hombre típico. Observa, analiza, experimenta y compara. Se sirve de cualquier recurso para la solución de su tarea. Pero su significación en la articulación de las ciencias descansa justamente en el hecho de que todo complexo utilizado por ella puede ser mostrado como miembro de un complexo mayor, no inferido, sino originariamente dado» (G. S. V, 152). Mas esto no bastaría si, además, no se tuviera en cuenta la mentada «poderosa realidad efectiva de la vida anímica» examinada en la historia y en los análisis del hombre efectuados por los grandes poetas y filósofos. Por eso tal psicología se basa en la comprensión histórica y ésta es a su vez hecha posible por la psicología. Aparentemente se trata de un círculo vicioso. Pero este círculo se desvanece cuando en vez de prestar exclusiva atención a los caracteres formales, tenemos en cuenta "la profundidad de la vida misma". En esta vida se manifiestan rasgos como la historicidad, la forma estructural y la cualidad, los cuales coinciden en gran parte con los rasgos de la cualidad, de la duración y de la dinamicidad establecidos por otras filosofías, como la bergsoniana. Lo importante, en todo caso, es advertir tanto la riqueza de la vida anímica como el hecho de la interconexión de todas las vivencias no solamente individuales, sino también sociales y, desde luego, históricas.

Dilthey se ha opuesto con frecuencia a la metafísica en tanto ha pretendido ser un saber riguroso del mundo y de la vida. Pero ello no significa negar el hecho de la necesidad metafísica sentida constantemente por el hombre. La metafísica es a la vez imposible e inevitable, pues el hombre no puede permanecer en un relativismo absoluto ni negar la condicionabilidad histórica de cada uno de sus productos culturales. De ahí la gran antinomia entre la pretensión de validez absoluta que tiene todo pensamiento humano y el hecho de la condición histórica del pensar efectivo. Esta antinomia se presenta como una contraposición «entre la conciencia histórica actual y todo género de metafísica como concepción científica del mundo» (G. S. VIII, 3). Para resolverla es necesario, según Dilthey, poner en funcionamiento lo que llama la «autognosis histórica». «Ésta tendrá -escribe Dilthey- que convertir en objetos suyos los ideales y las concepciones del mundo de la humanidad. Valiéndose del método analítico, habrá de describir, en la abigarrada variedad de los sistemas, estructura, conexión y articulación. Al proseguir de este modo su marcha hasta el punto en que se presenta un concepto de la filosofía que hace explicable la historia de la misma [subrayado por nosotros], surge la perspectiva de poder resolver la antinomia existente entre los resultados de la historia de la filosofía y la sistemática filosófica» (G. S. VIII, 7). Este concepto de la filosofía no puede obtenerse, sin embargo, a menos que el filósofo se sitúe en el ámbito de la experiencia total dentro de la cual las diversas concepciones del mundo aparecen como símbolos de la vida, falsos solamente en la medida en que pretenden ser independientes. No se trata de una filosofía trascendental, pues mientras ésta pasa de los conceptos formados sobre la realidad a las condiciones bajo las cuales pensamos tales conceptos, la verdadera autognosis histórica de la filosofía pasa de los sistemas a la relación del pensamiento con la realidad, una relación vislumbrada por los filósofos trascendentales, pero nunca profundizada por su carencia de análisis histórico.

En ello se funda la «filosofía de la filosofía». Como hecho histórico, la filosofía se convierte en objeto de sí misma. Y dentro de ella se da la diversificación de las concepciones del mundo, las cuales pueden ser clasificadas en tres tipos fundamentales. El primero es el naturalismo, que puede ser materialista o fenomenista y positivista. El segundo es el idealismo de la libertad, surgido principalmente del conflicto moral y la percepción de la actividad volitiva. El tercero es el idealismo objetivo, que se manifiesta cuando se tiende a la objetivación de lo real, a la conversión de toda realidad en ser y valores trascendentales, de los cuales la realidad del mundo es, a la postre, una manifestación.

Dilthey ha estudiado con detalle estos tres tipos al hilo de una historia evolutiva de las visiones del mundo y de la vida que se encuentran de un modo concreto a lo largo de la historia desde las etapas primitivas. Resultado de este análisis es el mismo supuesto del cual había partido; la conciencia trascendental se resuelve una y otra vez en conciencia histórica, pero esta conciencia histórica no desemboca en el relativismo, pues en todos los casos permanece frente a la ruina de los sistemas de actitud radical del hombre, el cual consiste no en ser un ente permanente, sino una «vida». De hecho, es la vida la única y última raíz de todas las concepciones. Con lo cual la vida aparece como el verdadero fundamento irracional del mundo, la realidad irreductible a las demás, pero que permite explicar todas las demás realidades. El pensamiento de Dilthey se encamina así, como consecuencia de la necesidad de superar el relativismo historicista, hacia una filosofía de la vida. A veces Dilthey parece «retroceder» en su marcha al suponer que «la naturaleza humana es siempre la misma», y al suponer, por lo tanto, que hay algo que puede calificarse de naturaleza humana. Pero este «retroceso» es provisional; en último término, es la dialéctica incesante entre la vida y la historia, y el hecho de que cada uno de estos términos incluya al otro, lo que permite que la filosofía de la filosofía no se quede en ningún instante petrificada en una fórmula.

En diversas ocasiones Dilthey ha intentado poner en claro los fundamentos de su propia filosofía. Importante es al respecto un escrito de 1880 en el cual ha manifestado que «la idea fundamental de mi filosofía es el pensamiento de que hasta el presente no se ha colocado ni una sola vez como fundamento del filosofar a la plena y no mutilada experiencia, de que ni una sola vez se ha fundado en la total y plenaria realidad». De ahí las características proposiciones de Dilthey sobre la inteligencia, proposiciones que son a la vez las tesis sobre las cuales se orienta esta filosofía total de la experiencia: “1) La inteligencia no es un desarrollo que haya tenido lugar en el individuo particular y resulte por él comprensible, sino que es un proceso en la evolución de la especie humana, siendo ésta a su vez el sujeto en el cual el querer es el conocimiento. 2) En rigor, la inteligencia existe como realidad en los actos vitales de los hombres, todos los cuales poseen también los aspectos de la voluntad y de los sentimientos, por lo cual existe como realidad sólo dentro de la totalidad de la naturaleza humana. 3) La proposición correlativa a la anterior es la que afirma que sólo por un proceso histórico de abstracción se forma el pensar, el conocer y el saber abstractos. 4) Mas esta plena inteligencia real tiene también como aspectos de su realidad la religión o la metafísica o lo incondicionado, y sin éstos no es jamás real ni efectiva". Así entendida, esta filosofía es la «ciencia de lo real» (G. S. VIII, 175-6).

La influencia de Dilthey se hace sentir en varias tendencias filosóficas, especialmente en la «filosofía de la vida» y la «filosofía del espíritu». También se encuentran resonancias diltheyanas en la filosofía de Heidegger. Entre los filósofos más directamente influidos por Dilthey y considerados inclusive como pertenecientes al llamado «movimiento diltheyano» figuran: Georg Misch, Bernhard Groethuysen; Erich Rothacker: Joachim Wach; Hermann Nohl. A ellos hay que agregar Hans Freyer, Max Frischeisen-Kóhler y Eduard Spranger, así como, en cierto modo, Theodor Litt, que, más que seguidor de Dilthey, ha coincidido en muchos puntos con el filósofo. Sería largo mencionar a los pensadores en quienes puede rastrearse la huella de Dilthey; nos limitamos a mencionar a Alfred Vierkandt (nac. 1867), Fritz Heinemann, Max Weber, Karl Jaspers, Ludwig Klages, Walther Schmied-Kowarzik.

 

 

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FOUCAULT, MICHEL (1926-1984), nac. en Poitiers, fue profesor en el «Collége de France» a partir de 1970. Es usual considerar a Foucault como uno de los principales representantes del estructuralismo francés. Es común inclusive considerarlo como el filósofo del estructuralismo, a diferencia de Léví-Strauss, que es antropólogo, y de Roland Barthes, que fue crítico. Ahora bien, aunque el pensamiento de Foucault encaja mejor dentro del estructuralismo que dentro de cualesquiera otros movimientos filosóficos contemporáneos, y aunque Foucault coincidió con los estructuralistas en rechazar atenerse a, o detenerse en, los fenómenos superficiales de que se ocupan habitualmente los historiadores y los cultivadores de las ciencias sociales y de las ciencias humanas, hay considerables diferencias entre la noción de estructura en los autores mencionados y el tipo de indagación llevada a cabo por Foucault en sus estudios sobre la locura, la clínica, las prisiones y la sexualidad. Los trabajos de Foucault sobre la arqueología de las ciencias humanas, sobre la arqueología del saber y sobre el orden del discurso proporcionan la base filosófica de lo que se ha considerado como su estructuralismo, y permiten ver hasta qué punto este último nombre no es completamente adecuado para describir sus trabajos, en todo caso, pueden dar una idea de los fundamentos de lo que Jean Piaget ha llamado, al referirse a Foucault, «un estructuralismo sin estructuras».

Si bien Foucault se apoyó en datos históricos para expresar sus ideas, negó a la vez que las ideas, en cuanto supuestos modos de ver y representarse, o figurarse, o simbolizar, el mundo, fuesen función de la historia. No son ni siquiera función de un ser humano, que sería sujeto de la historia. No hay, en rigor, para Foucault semejante sujeto. Lo que se llama tal es una realidad instalada en una episteme, algo que «se desliza», por así decirlo, en el «discurso» de la episteme. Si cabe hablar de estructuras, se trata de estructuras que no tienen sujetos.

Foucault trató de evitar el malentendido en que, a su entender, consiste adscribir su empresa simplemente al campo estructuralísta: «No se trata de transferir al dominio de la historia, y especialmente de la historia de los conocimientos, un método estructuralista que ha hecho sus pruebas en otros campos del análisis. Se trata de desplegar los principios y las consecuencias de una transformación autóctona que está en vías de cumplirse en el dominio del saber histórico... no se trata (y aun menos) de utilizar las categorías de totalidades culturales (sean visiones del mundo, tipos ideales, espíritu particular de las épocas) para imponer a la historia, y a despecho de ella, las formas del análisis estructural» (L'archéologie du savoir, págs. 25-26). Por ello Foucault negó que sus obras se inscribieran -cuando menos primariamente- en el debate sobre la estructura, como contrapuesta a la génesis, a la historia y al devenir, pero admitió que habría de deslindar un campo donde se plantearan asimismo los problemas de la estructura.

Foucault se opuso a todo «narcisismo», en particular al narcisismo de las ciencias humanas, las cuales han hecho creer que el hombre es «el problema más constante del saber humano». «El hombre -escribe Foucault- es una invención cuya reciente fecha es fácilmente mostrada por la arqueología de nuestro pensamiento. Y con ello se muestra acaso su fin» (Les mots et les choses). Se ha hablado por ello de «la muerte del hombre» y se ha estimado que el pensamiento de Foucault no solamente coincide con el estructuralismo, sino que lo lleva a sus últimas consecuencias

En todo caso, el pensamiento de Foucault tiene en común con el de algunos estructuralistas la tendencia a buscar «campos» dentro de los cuales se alojen pensamientos y los comportamientos humanos de acuerdo con reglas que no están hechas por los propios hombres, o que no lo están a un nivel consciente. Los campos de referencia son para Foucault positivos, porque no consisten en constreñir la libertad, sino que hacen posible la iniciativa de los sujetos. Los cambios de episteme -que son cambios de «discurso»- no son producidos por actos humanos, individuales o colectivos. No son tampoco, sin embargo, cambios producidos mecánicamente, o de los que no quepa dar ninguna explicación. Hay discontinuidad entre epistemes, pero hay una razón de cambios que puede hallar se en lo que Foucault llama «condiciones de posibilidad». La arqueología del saber tiene que mostrar el «espacio general del saber», pero con ello se definen ya «sistemas de simultaneidad, así como la serie de mutaciones necesarias y suficientes para circunscribir el umbral de una nueva positividad» (Les mots et les choses).

 

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FREGE, GOTTLOB (1848-1925), nac. en Wismar, fue profesor de matemáticas en la Universidad de Jena desde 1879 hasta 1918. Su importancia para la lógica y la fundamentación de la matemática ha sido reconocida solamente después que B. Russell puso de relieve que el matemático alemán había anticipado una parte fundamental de su trabajo lógico. Frege es considerado hoy como uno de los grandes lógicos modernos; la fecha de publicación de su primer libro (1879) es una de las fechas capitales en el desarrollo de la lógica matemática. A Frege se debe la logización de la aritmética y la prueba de que la matemática se reduce a la lógica. Entre las contribuciones de Frege figuran su elaboración del cálculo proposicional, su introducción de la noción de función proposicional, su idea de la cuantificación y del cuantificador para la elaboración del cálculo cuantificacional, su análisis lógico de la prueba, su análisis del número. Frege propuso, además, la distinción entre la mención y el uso; fue el primer autor que presentó sus ideas en estilo metalógico. La lógica cuantificacional de Frege adolece de una inconsistencia, descubierta por Russell y llamada por ello paradoja de Russell. Entre los conceptos de importancia filosófica elaborados por Frege figura el de existencia. También es importante su distinción entre Sinn (a veces traducido por sentido, a veces por connotación, a veces por significación) y Bedeutun (a veces traducido por denotación, a veces por denotatum, a veces por referente).

 

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GADAMER, HANS-GEORG, nac. (1900). en Marburgo, estudió con Paul Natorp y con Heidegger en Marburgo, siendo profesor en Leipzig (desde 1939), en Frankfurt (desde 1947) y en Heidelberg (desde 1949). Heidegger ha sido probablemente el más importante impulso en el pensamiento de Gadamer, pero éste ha seguido orientaciones distintas de las que han caracterizado a discípulos de Heidegger como Eugen Finke. Aunque Gadamer desarrolla sus problemas dentro de un horizonte ontológico más bien que epistemológico o metodológico, sus ideas no se centran, como ocurre con Heidegger, en la investigación del sentido del ser, sino más bien en la exploración hermenéutica del ser histórico, especialmente tal como se manifiesta en la tradición del lenguaje. Gadamer ha elaborado con detalle la «hermenéutica filosófica» encaminada a poner de relieve lo que podría llamarse el «acontecer» de la verdad y el «inétodo» que debe seguirse para desvelar este acontecer. Gadamer encuentra en el examen de los métodos de las disciplinas humanísticas e históricas y, en general, en las llamadas «ciencias del espíritu», así como en la estética, diversos hilos conductores que le permiten rechazar tanto el subjetivismo como un objetivismo racionalista y positivista. La idea de juego constituye otro hilo conductor en esta investigación, en la que se recogen, además de los motivos de Heidegger, los de Dilthey y la fenomenología. Lo que se trata de dilucidar es la experiencia hermenéutica, lo cual se consigue por medio de la hermenéutica misma; en rigor, la propia hermenéutica es, para Gadamer, un acontecer histórico, y específicamente un acontecer de la tradición. El círculo hermenéutico es por ello para Gadamer una realidad y no una mera estructura lingüística o lógica. Es cierto que la realidad de que trata Gadamer es la realidad histórica y lingüística en que vive el hombre como ser que se halla en una tradición -expresada sobre todo «lingüísticamente»- y que es capaz de apropiarse esta tradición mediante un movimiento hermenéutico. La insistencia de Gadamer en la tradición, la autoridad y el prejuicio ha hecho que algunos críticos hayan visto en él a un defensor de cierto «tradicionalismo» y, a despecho de sus ataques a las interpretaciones hermenéuticas «románticas», un neo-románico, e inclusive un neoidealista. Sin embargo, Gadamer ha insistido en que si bien la realidad histórica del ser del hombre está constituida por sus prejuicios y no, como creían los ilustrados, por sus «juicios», los prejuicios de referencia no deben interpretarse como un confinamiento y menos aún como una manifestación de oscurantísmo. Prejuicio y tradición son posibilidades para abrir caminos nuevos dentro del acontecer histórico. La tradición opera de este modo como un posible incitante a su superación histórica; sólo porque hay una tradición histórica dada, pueden abrirse caminos nuevos.

Gadamer insiste en un conjunto de entrecruzamientos: apropiación y rechazo, confianza y extrañeza, pregunta y respuesta, etcétera, que constituyen los «lugares» dentro de los cuales opera el «acontecer hermenéutico». Especialmente importante en Gadamer es el proceso del «diálogo», el cual se expresa lingüísticamente, pero sólo porque esta expresión lingüística tiene una dimensión ontológica. En efecto, el diálogo constituye el ser mismo del hombre, de modo que «la lógica de la pregunta y la respuesta» es únicamente el reflejo lingüístico de este ser dialogante. Buena parte de las ideas de Gadamer se presentan dentro del horizonte de la idea de finitud de la existencia desarrollada por Heidegger. En efecto, esta finitud hace imposible las ilusiones racionalistas e «ilustradas». La limitación del horizonte histórico o, mejor dicho, históricoontológico, constituye para Gadamer la realidad misma de este horizonte.

Lo que Gadamer opone a la razón son las limitaciones que han impuesto a ella los, propios racionalistas. Éstos han hecho de la razón una especie de realidad abstracta, confundiendo la universalidad con la abstracción. Gadamer, por otro lado, pone de relieve la universalidad del punto de vista hermenéutico, universalidad que no está reñida con la diversidad histórica. La universalidad de la hermenéutica se opone por igual al racionalismo abstracto y al relativismo supuestamente concreto. Se opone asimismo al historicismo, aun cuando se establezca mediante diálogo con éste. La historicidad de la comprensión se halla, según Gadamer, radicada ontológicamente. La conciencia que analiza Gadamer es, por supuesto, una conciencia histórica, pero no porque se halle relativizada por la historia, sino porque, por así decirlo, constituye la historia misma. La conciencia es por ello «conciencia de eficacia histórica». De este modo Gadamer piensa dar una solución más básica al intento hegeliano de acordar la verdad con la historia.

El examen de] lenguaje como «horizonte de una ontología hermenéutica» indica que el pensamiento de Gadamer no se basa simplemente en el lenguaje; éste -que hay que entender, por lo demás, muy ampliamente en cuanto expresión- no es el objeto de la hermenéutica, sino su hilo conductor (Leitfaden). Sólo de este modo pueden entenderse los «juegos de lenguaje», una expresión que Gadamer indica encontró en Wittgenstein después de haberla él desarrollado en su estudio sobre el movimiento fenomenológico (Cfr. Wahrheit und Methode, págs. 464 y XXII de la segunda edición, de 1965). El que el proceso hermenéutico sea lingüístico debe entenderse dentro del marco del diálogo hermenéutico. En éste se da el lenguaje como experiencia del mundo; puesto que esta experiencia incluye el contenido transmitido («la tradición»), resulta que este contenido y su lenguaje son inseparables, de modo que lenguaje como expresión, contenido transmitido, experiencia del mundo y conciencia histórica constituyen una trama de la que no puede separarse ningún componente (op. cit., págs. 419 y sigs.).

Como el propio Gadamer ha indicado, su investigación fue desencadenada en gran parte por el examen de dos tipos de experiencia: la experiencia del alejamiento de la conciencia estética y la experiencia del alejamiento de la conciencia histórica (Kleine Schriften, 1, 1967, págs. 100 y sigs.). Pero estas experiencias de alejamiento (Entfremdung), y, en general, toda experiencia, no pueden entenderse, según Gadamer, ahermenéuticamente. El papel central de la hermenéutica consiste en que no se puede propiamente enunciar nada si no es en función de una respuesta a una pregunta. La propia ciencia es, en este respecto, hermenéutica, esto es, se funda en una conciencia hermenéutica. Los tipos de experiencia antes indicados son sólo, pues, dos aspectos de la conciencia hermenéutica, que queda entonces enteramente universalizada. Cabe hablar en tal caso de una «constitución lingüística (hermenéutica) del mundo», que queda representada en la citada conciencia de la eficacia histórica (wirkungsgeschichtliche Bewusstsein), que es a su vez conciencia constituida (no relativizada) históricamente. La «circularidad» del pensamiento de Gadamer se manifiesta no sólo en la admisión de] círculo hermenéutico, sino asimismo en el «círculo» de la conciencia, especialmente de la conciencia de la eficacia histórica y el lenguaje. En efecto, éste constituye aquella conciencia, pero a su vez la mencionada conciencia se realiza, como dice Gadamer, «en lo lingüístico» (im Sprachlichen).

 

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HABERMAS, JÜRGEN, nac. (1929) en Gummersbach, se «habilitó» en 1961. De 1956 a 1959 fue ayudante y colaborador de Adorno en el Institut für Sozialforschung, de Frankfurt. De 1961 a 1964 profesó filosofía en la Universidad de Heidelberg -donde profesaba asimismo Hans-Georg Gadamer-, y en 1964 fue nombrado profesor titular de sociología y filosofía en la Universidad de Frankfurt. Desde 1971 es director en el Max-Planck-lnstitut de Stanberg para la «investigación de las condiciones de vida del mundo técnico-científico» (Erforschung der Lebensbedingungen der wissenschaftlichtechnichen Welt).

Tanto por su colaboración en el Institut für Sozialforschung como por el tipo de análisis filosófico, filosófico-histórico y filosófico-sociológico revelado en sus trabajos, Habermas es considerado como uno de los «miembros» de la Escuela de Frankfurt -generalmente, miembro de la «segunda generación» de dicha escuela-. Por otro lado, su interés por el conocimiento de los trabajos realizados dentro de las orientaciones que él mismo ha llamado «científico-analíticas», y sus estudios de la tendencia hermenéutica han hecho que no sea considerado como un frankfurtiano de estrecha observancia -caso que haya «estrecha observancia» en la mencionada «escuela»- A veces es visto como un último eslabón en la Escuela de Frankfurt y como un filósofo que, aunque partiendo de la atmósfera creada por los frankfurtianos, emprende un giro radical hacia otras maneras de pensar. Esto no lo hace menos critico de las orientaciones positivistas y naturalistas que los frankfurtianos de la generación anterior, pero mientras los frankfurtianos referidos criticaban simplemente estas tendencias, juntamente con la práctica de investigación (Erforschungpraxis) allegada a ellas, Habermas critica no tanto la práctica como la conciencia de la misma. Lo que debe rechazarse es el autoconocimiento de las ciencias sociales por parte de la teoría analítica de la ciencia, esto es, la interpretación que esta teoría da de sí misma. Todo ello ha conducido a considerar a Habermas como muy alejado ya del marxismo, inclusive en la forma «neomarxista» crítica adoptada por algunos frankfurtianos. Pero aunque sería una simplificación adscribir a Habermas al marxismo, o siquiera al «neomarxismo», sería asimismo errado considerarlo como totalmente desligado de la problemática iniciada, y desarrollada, por Marx, en particular por el Marx crítico. Habermas rechaza, desde luego, el materialismo dialéctico, así como las formas naturalistas y, en último término, Positivistas que juzga han adoptado con frecuencia autores que se declaran a sí mismos marxistas, pero reconoce en la crítica desarrollada por Marx bajo la forma de una teoría de la sociedad -lo mismo, por lo demás, que en la crítica desarrollada por Sigmund Freud en forma de metapsicología paso importante en la dirección del conocimiento por la vía de la emancipación.

Aunque el pensamiento de Habermas sigue una línea compleja, hay en el mismo algo que parece constante; su intención de poner en marcha una crítica social que tenga por norte una teoría de la sociedad donde la teoría y la práctica caigan bajo una forma de racionalidad capaz de aportar a la vez explicaciones y justificaciones -un tipo de racionalidad en donde la conciencia de la explicación sea al mismo tiempo la justificación de la explicación- La más conocida contribución filosófica de Habermas, o cuando menos la más frecuentemente tratada, es la que se centra en torno a la noción de interés. Como hemos visto en el artículo al que remitimos, Habermas trata de poner de manifiesto que el carácter interesado -mejor dicho, «dirigido por intereses»- del conocimiento, no tiene por qué hacer de éste la expresión de una acción últimamente inexplicable e irracional. Marx tendía a considerarlo todo, inclusive el conocimiento, bajo el aspecto de la producción. Por eso el conocimiento está ligado a las fuerzas de producción y se convierte en ideología. Pero no sólo no es admisible este reduccionismo de la producción, sino que es inadmisible asimismo la no racionalidad de los intereses. Éstos pueden ser técnicos o comunicativos, pero pueden ser asimismo emancipatorios. Lejos de constituir un mero ideal ulteriormente racionalizable, la emancipación constituye el desarrollo mismo de la razón, la cual se libera de los irracionalismos, así como de los pseudo-racionalismos (que son los racionalismos unilaterales). El interés emancipador está ligado a la autorreflexión, que permite establecer modos de comunicación entre los hombres haciendo razonables las interpretaciones. La autorreflexión individual engrana con la educación social y ambas son aspectos de la emancipación social y humana. Habermas insiste en que las decisiones (prácticas) no son impulsos irracionales, como creen los positivistas, con su tendencia a tecnificar la ciencia y a separar la teoría de la práctica. Esto, sin embargo, no lleva a Habermas a un rechazo de las ciencias positivas; lo que se trata de hacer es señalar su lugar dentro de varios niveles posibles de racionalización. Así, los esfuerzos de Habermas se encaminan hacia una nueva teoría de la razón, que incluya asimismo la práctica, es decir, una teoría que sea al mismo tiempo justificativa y explicativa.

El problema que se plantea a Habermas es el eludir a la vez el naturalismo - de la mayor parte de positivistas y cientificistas y de no pocos marxistas- y el «trascendentalismo», que se manifiesta en las corrientes idealistas y en parte de las orientaciones hermenéuticas. La idea de una autorreflexión de la especie humana bajo la forma de una historia natural de la especie humana está destinada a evitar toda dicotomía entre lo empírico y lo trascendental. Ello equivale a soslayar por igual los «peligros» de una orientación supuestamente concreta y de una orientación «abstracta». Habermas ha tratado de evitar tales peligros mediante ciertas nociones, entre las que destaca la de «madurez» (Mündigkeit). La madurez permite unir la razón con la decisión; permite asimismo comprender las propias bases materiales de la racionalidad, en vez de hacer de ésta una consecuencia, o superestructura, de dichas bases. La ciencia como fuerza productiva es admisible, según Habermas, sólo si es acompañada por la ciencia como fuerza emancipadora. Por eso Habermas no rechaza el trabajo de la ciencia empírica, sino únicamente las interpretaciones, naturalistas, positivistas o «trascendentalistas», que se han dado del mismo.

 

 

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HEGEL, GEORG WILHELM FRIEDRICH (1770-1831), nac. en Stuttgart. Después de estudiar teología en Tubinga con Schelling y Hölderlin fue preceptor privado en Berna (1794-1797) y en Frankfurt (1797-1800). En 1801 se trasladó a Jena, en cuya Universidad ejerció de docente privado. Durante este período estuvo bajo la influencia de Schelling y de los románticos, conservando asimismo las huellas del neohumanismo y de la educación teológica recibida en Tubinga, la cual, por otra parte, persistió durante toda su vida. Pronto, sin embargo, se separó del sistema de la identidad, publicando en 1807 su primera obra original. Redactor de un periódico de Bamberg desde 1807 a 1809, fue nombrado este último año rector del Gimnasio de Nuremberg, cargo que ejerció hasta 1816. Nombrado luego profesor en la Universidad de Heidelberg, se trasladó dos años después a Berlín, donde explicó todas las partes de su sistema con gran éxito y con el apoyo oficial.

Aunque situado en la confluencia de las corrientes del idealismo trascendental y del romanticismo, el sistema de Hegel ofrece profundas diferencias respecto a los de Fichte y Schelling. En primer lugar, rechaza decididamente partir de lo Absoluto como mera indiferencia de sujeto y objeto; semejante Absoluto es para Hegel como la noche en donde todos los gatos son pardos, «es la ingenuidad del vacío en el conocimiento», pues no permite explicar de ninguna manera la producción de las diferencias ni su realidad. El segundo término, caracteriza a Hegel una fuerte tendencia a lo «concreto» y una decidida afirmación del poder del pensamiento: de la razón frente a la vaga nebulosa del sentimiento y de la intuición intelectual, La filosofía trata del saber absoluto -mejor dicho es el saber absoluto- Pero este saber no es dado de una vez en su origen; es el final de un desarrollo que desde las formas inferiores si eleva hasta las superiores. Mostrar la sucesión de las diferentes: formas o fenómenos de la con ciencia hasta llegar al saber absoluto es el tema de la Fenomenología del Espíritu como introducción al sistema total de la ciencia Según Hegel, la ciencia (Wissenschaft) es esencialmente sistemática; la ciencia consiste en nociones que se derivan unas de otras de un modo necesario. La única forma en que puede existir la verdad es, dice Hegel, «el sistema científico de esta verdad». En la verdadera naturaleza del conocimiento radica la necesidad de que sea ciencia -y, por tanto, sistema. Este sistema no es, sin embargo un simple conjunto de proposiciones en forma deductiva; el verdadero sistema es el que resume unifica y supera las doctrinas anteriores. Sólo en la madurez de la historia y de la ciencia puede existir, pues, una verdadera ciencia sistemática. El método de esta ciencia es el método dialéctico, o método de la evolución interna de los conceptos según el modelo de la tesis-antítesis-síntesis. El método dialéctico no es ni un puro método conceptual ni un método intuitivo; no es ni un método deductivo ni un método empírico. En estos métodos la verdad se opone al error y viceversa. En el método dialéctico el error aparece como un momento evolutivo de la verdad: la verdad conserva, y supera, el error.

Característica de Hegel es la idea de que el conocimiento no es representación por un sujeto de algo «externo»; la representación por un sujeto de un objeto es a la vez parte integrante del objeto. La conciencia es no sólo conciencia del objeto, sino también conciencia de sí. El objeto no es, pues, ni algo «exterior» ni tampoco simple contenido de conciencia. En otros términos, el conocimiento como marcha hacia lo Absoluto requiere una dialéctica del sujeto y del objeto y nunca la reducción del uno al otro.

La Fenomenología del Espíritu es, así, la marcha del pensamiento hacia su propio objeto, que resulta, al final, ser sí mismo en cuanto ha absorbido completamente lo pensado. En dicha marcha hay diversas fases o, mejor dicho, «momentos». Cada uno de estos «Momentos» tiene su propia justificación, pero es insuficiente: de inmediato es negado y superado por otro «momento». El primer momento del saber es aquel en que la conciencia cree hallar el conocimiento verdadero en la certidumbre sensible. Parece, en efecto, que el objeto de esta certidumbre sea no sólo el más inmediato, sino también el más rico. Sin embargo, se trata de una pura ilusión. Todo lo que el conocimiento sensible puede enunciar de un objeto de decir que es. Se puede enriquecer esta noción y tratar de aprehender el objeto por medio de determinaciones espaciales y temporales, tales como «aquí» y «ahora», pero el «aquí» y el «ahora» no tienen sentido a menos que sean universalizados. Sólo por la universalidad del significado de términos con los cuales pretendemos describir los datos sensibles supuestamente inmediatos, podemos alcanzar certidumbre acerca de tales datos. Debe, pues, avanzarse más allá de la certidumbre sensible y encontrar lo que puede fundamentar ésta. Pero los «momentos» que siguen al de la certidumbre sensible no son tampoco suficientes. Las primeras fases en la evolución del espíritu muestran la irremediable oposición entre el sujeto y el objeto, las contradicciones existentes entre el saber del objeto y el objeto mismo. Superior a la certidumbre sensible, pero sin que quede suprimida la oposición y la contradicción, es la percepción, a la cual sigue el entendimiento, que consiste ya en el pensamiento del objeto. Este estado, por así decirlo, de pérdida de la conciencia en la diversidad del objeto y en sus contradicciones desaparece cuando sobreviene en el camino que conduce al saber absoluto el reconocimiento pleno de sí misma y de su esencial identidad consigo misma. Toda diversidad y toda oposición de la conciencia, con el objeto quedan entonces desvanecidas ante la unidad revelada en el concepto, y sólo entonces se puede decir propiamente que la conciencia es razón. Pero la razón no puede quedar detenida en la fase de su diversificación en las conciencias individuales; a través de una serie de fenómenos cuya sucesión enlaza Hegel no ya con la evolución de una conciencia individual, sino con la historia, la conciencia individual se hace espíritu y engloba en sus fases, conducidas dialécticamente, la existencia histórica, desde el estado de dependencia hasta el paulatino descubrimiento de la vida interior por el cristianismo, que alcanza en el curso de sus propias internas negaciones la superación de su contradicción y su triunfo final. Este triunfo no es más que la completa entrada del espíritu en sí mismo por la religión. Perdido en la selva de sí mismo, el espíritu vuelve a encontrarse en su verdadero ser cuando los grados de su desenvolvimiento lo han conducido al punto donde la revelación del dogma cristiano coincide con la verdad filosófica, pues el saber absoluto es la filosofía, el espíritu que ha llegado ya a sí mismo después de haberse manifestado en toda su verdad.

En la Fenomenología Hegel dice que sólo el Espíritu (o, mejor, lo espiritual) es real. Ello parece dar a entender que Hegel sostiene una filosofía «espirítualista», según la cual o solamente hay realidad espiritual o bien toda realidad se reduce en último término a realidad espiritual. Sin embargo, Hegel usa 'Espíritu' en un sentido muy distinto del que tiene el mismo término en cualquier sistema más o menos «espiritualista». Por lo pronto, el Espíritu no es para Hegel una entidad especial, o una especie de supra-entidad superior a todas las demás. «Lo espiritual -ha escrito Hegel- es la esencia, lo que existe en sí mismo». Ello significa que para Hegel lo espiritual no es propiamente entidad, sino forma (o formas) de ser de las entidades. Esta forma (o formas) de ser no se hallan establecidas de una vez para siempre, sino que están sometidas a un interno proceso dialéctico. Es en el curso de este proceso que la realidad se constituye «espiritualmente». No se trata de que la realidad, que «no era Espíritu», se vaya «espiritualizando». Se trata más bien de que la realidad se va haciendo a sí misma convirtiéndose en su propia «verdad». Lo que Hegel llama «Espíritu» es, pues, la realidad como Espíritu. En un cierto sentido se puede decir que la realidad «no era Espíritu» y que se ha «convertido» en Espíritu. Pero siempre que por ello no se entienda el paso de un modo de ser aparente a un modo de ser real, o de un modo de ser real a otro modo de ser real. Al «convertirse» en Espíritu la realidad llega a ser lo que ya era. Ocurre sólo que lo era «sin saberlo». Por eso la realidad tiene que conquistarse a sí misma en su verdad, lo cual no puede hacerse, según indicamos antes, sin absorber el error. Las condiciones necesarias para la auto-realización del Espíritu pertenecen a esta misma auto-realización. Por eso el Espíritu evoluciona en la serie de sus «formas», «fases», «momentos» o «fenómenos» de un modo interno. No puede ser de otro modo, pues no hay nada que sea externo a lo real; lo que se llama «externo a», o «fuera de», lo real es un momento interno -que se desenvuelve como externo- de esta misma realidad.

La fenomenología del espíritu no parte del saber absoluto, pero conduce necesariamente a él. Desde entonces puede el pensamiento situarse en la inmediatez de lo Absoluto mismo, ser ciencia de la Idea absoluta. Esta ciencia procede a su vez dialécticamente; el proceso de sucesivas afirmaciones y negaciones que condujo de la certidumbre sensible al saber absoluto es el mismo proceso que sirve a la filosofía para manifestar la Idea. La dialéctica surge ya en la primera división del sistema total de la ciencia. En su ser en sí, la Idea absoluta es el tema de la Filosofía de la Naturaleza. En su ser en y para sí mismo, la Idea absoluta es el tema de la Filosofía del Espíritu. Tesis, antítesis y síntesis son los distintos momentos en que cada uno de los aspectos de la Idea y la Idea misma son sucesivamente afirmados, negados y superados. La superación es al mismo tiempo abolición y conservación (Aufhebung) de lo afirmado, contiene lo afirmado, porque contiene la negación de la negación. La dialéctica no es, por consiguiente, un simple método del pensar; es la forma en que se manifiesta la realidad misma, es la realidad misma que alcanza su verdad en su completo autodesenvolvimiento.

Como ciencia de la Idea en su ser en sí, la Lógica comienza con la teoría del ser. El ser es la noción más universal, pero al mismo tiempo la más indeterminada. Al ser negado todo contenido en esta suma abstracción, el ser se convierte en la nada. Pero esta negación del ser queda superada por su negación misma, por el devenir -síntesis de ser y nada- El resultado de esta síntesis es la Existencia (Dasein) en cuanto «Ser determinado». Este ser determinado está determinado por una cualidad, por medio de la cual se convierte en un «algo». Este «algo» es negación de la negación en tanto que es por la exclusión de otras entidades, que no son él. Como el carácter determinado del algo es equivalente a un límite, el «algo» de que se trata tiene que ser limitado. Esta limitación es la cantidad. La cantidad es a su vez límite, pero sin establecer en qué proporción lo es. Es, pues, menester que el algo determinado o cualidad limitado por la cantidad sea determinado por la medida. Cualidad, cantidad y medida son momentos de la primera parte de la lógica, que es a su vez el primer momento del sistema completo del ser, es decir, del ser en cuanto ser en sí. Como segundo momento aparece el ser en su manifestación o verdad: la esencia, que es a su vez afirmada, negada y superada en su ser en sí o esencia como tal, en su manifestación o fenómeno y en su unión con el fenómeno, esto es, en su realidad. Por eso la teoría de la esencia es a la vez una doctrina de las categorías de la realidad, considerada como substancia en cuanto conjunto de sus accidentes; como causalidad, en cuanto paso de lo posible a lo real, y como acción recíproca en cuanto relación mutua. En su ser en y para si mismo, como resultado de su completo autodesenvolvimiento, el ser es el concepto. El concepto es la síntesis de los dos momentos principales del ser, es unión del ser y de la esencia, liberación de la necesidad de la esencia, ser de la substancia en su libertad. El concepto no es una mera noción de la lógica formal; como concepto subjetivo es universalidad, negación de ésta o particularidad, y superación de los dos momentos o individualidad. En el concepto son pensados su ser en sí y el juicio como momentos opuestos unidos en el raciocinio o conclusión, que permite expresar en una síntesis la universalidad de lo individual. Como concepto objetivo, revela el concepto su ser fuera de sí en sus momentos del mecanicismo, del proceso químico y de la teleología o finalidad orgánica, donde el concepto se convierte en la idea directora de una totalidad que había permanecido como disgregada en los dos momentos precedentes. Y, finalmente, como Idea, el concepto es la síntesis de los conceptos subjetivo y objetivo, la verdadera y plena unión del ser con la esencia después de haberse manifestado en su totalidad, la Idea absoluta que vuelve a sí misma tras la dialéctica que en el ser, en la esencia y en el concepto ha encontrado sus negaciones y superaciones, pues en la Idea se manifiesta de un modo radical la síntesis de las contradicciones del concepto, que es a su vez la síntesis de las contradicciones del ser.

La Idea se convierte de este modo en una de las nociones capitales del sistema hegeliano -que aspira a ser, no se olvide, el sistema de la verdad como un todo y, por tanto, el sistema de la realidad en el proceso de pensarse a sí misma-. Pero la Idea no es una causa de la evolución, ni el principio que hace posible el proceso dialéctico, ni la realidad como un todo: la Idea explica el proceso de la realidad sólo en cuanto representa el término hacia el cual se encamina dicho proceso. Este término no es, sin embargo, un término exterior: es un término interior al proceso mismo. Por eso la Idea no es tampoco una entidad lógica o el aspecto lógico de la realidad. La Idea es aquello en que alcanza pleno desenvolvimiento el proceso del ser como ser en sí.

Ahora bien, la Idea, que la lógica estudia en su ser en sí, es estudiada por la filosofía de la Naturaleza en su alteridad. También en ella se desenvuelven sus manifestaciones dialécticamente: en su estado de alteridad, la Naturaleza tiende continuamente a volver a la Idea en su ser en y para sí misma, pues la Naturaleza es como el estado de máxima tensión de la Idea, el momento en que la Idea ha llegado hasta el límite de su ser-otro y en que, por consiguiente, emprende el camino hacia la subjetividad. El primer momento de esta marcha, que no debe confundirse con un proceso temporal, viene representado por la Naturaleza tal como es objeto de consideración por la mecánica: como lo inorgánico puro, como lo que está sometido al espacio, al tiempo y a la gravedad; en el segundo momento aparece como lo físico, que no es sólo lo cuantitativo, sino el comienzo de una subjetividad de la Naturaleza expresada en los fenómenos químicos y eléctricos; en el tercer momento, como lo orgánico, lo individual, lo opuesto a la exterioridad de lo mecánico, lo que es ya casi umbral de la subjetividad. Pero en la Naturaleza no cabe jamás un dominio completo de lo universal tal como es contenido en la razón absoluta; por eso la naturaleza es, en su extrañeza de la razón absoluta, el reino de lo contingente.

La Idea en su ser en y para sí misma, al regresar del gran círculo en que, a partir de su ser en sí, recorrió los sucesivos momentos de su alteridad, constituye el objeto de la filosofía del espíritu. También en ella alcanza el espíritu su pura y absoluta interioridad a través de un movimiento dialéctico en el cual el Espíritu como ser en sí es Espíritu subjetivo, como ser fuera de sí o por sí es Espíritu objetivo, y como ser en y para sí mismo es Espíritu absoluto. El Espíritu subjetivo es el espíritu individual, afincado en la naturaleza humana y en marcha continua hacia la conciencia de su independencia y libertad. A través de los grados de la sensación y del sentimiento, fases corporales que facilitan el acceso a la entrada en sí mismo, el Espíritu subjetivo llega a su conciencia, al entendimiento y finalmente a la razón. Libertado el Espíritu subjetivo de su vinculación a la vida natural, puesto como conciencia pura de sí mismo, se realiza en el Espíritu objetivo como Derecho, como moralidad y como eticidad. El Derecho constituye el grado inferior de las realizaciones del Espíritu objetivo, porque afecta únicamente, por decirlo así, a la periferia de la individualidad; la moralidad, en cambio, agrega a la exterioridad de la ley la interioridad de la conciencia moral. Pero esta interioridad, cuyo carácter subjetivo la hace inadecuada para la plena realización del Espíritu objetivo, debe dar paso inmediato a la eticidad, a la ética objetiva que se realiza en lo universal concreto de la familia, de la sociedad y del Estado, síntesis de la exterioridad de lo legal y de la arbitrariedad subjetiva de lo moral. Particularmente importante es, pues, para Hegel el desarrollo de la teoría del Estado. El Estado no es un mero protector de los intereses del individuo como tal, de su libertad subjetiva, sino la forma más elevada de la ética objetiva, la plenitud de la idea moral y la realización de la libertad objetiva. El Estado es el universal concreto, la verdadera síntesis de la oposición entre la familia y la sociedad civil, el punto de detención y de reposo del espíritu objetivo. La divinización hegeliana del Estado, divinización revelada en su definición del Estado como la manifestación de la divinidad en el mundo, es exigida tanto por la dialéctica del espíritu objetivo, como por su propia doctrina política, que ve el ideal de Estado en el Estado prusiano de su tiempo. Pero el Estado, cuya forma mejor es la monarquía constitucional, no consiste en el poder arbitrario de un individuo, sino en el hecho de que este individuo represente el Volksgeist, el Espíritu del pueblo. Esta doctrina del Estado alcanza su demostración y culminación en su filosofía de la historia, donde se describe la evolución del espíritu objetivo desde las formas orientales hasta la culminación de la historia en el mundo germánico. La historia es la evolución del Espíritu objetivo en su proceso hacia la conciencia de su propia libertad. También en la historia se realiza la tesis de la racionalidad de lo real y de la realidad de lo racional; la filosofía explica lo que es en su racionalidad y por eso las pasiones de la historia no son más que «astucias de la razón». En la historia no hay ningún deber ser, ningún utopismo porque los momentos del Espíritu objetivo son los momentos de su interna necesidad racional.

La síntesis del Espíritu subjetivo y el objetivo es el Espíritu absoluto, que a su vez se autodespliega en la intuición de sí mismo como arte, en la representación de sí mismo como religión y con el absoluto conocimiento de sí mismo como filosofía. Cada uno de los momentos del autodespliegue del Espíritu absoluto es a la vez su propio autodespliegue manifestado en su historia. En la historia del arte y en la historia de la religión se revela la verdad de los momentos intuitivo y representativo del Espíritu absoluto. En la historia de la filosofía se revela, finalmente, la verdad completa de este Espíritu, que es la Idea absoluta en el gran ciclo de su evolución. Pero la filosofía aparece cuando la realidad se ha explicitado ya a sí misma, porque "el búho de Minerva sólo emprende su vuelo a la llegada del crepúsculo". Por eso la filosofía de Hegel equivale lógicamente al final de la evolución del Espíritu, a la última fase de su completo autodesarrollo y, por consiguiente, a la verdad de la Idea. En su filosofa se realiza, según Hegel, la vida de la divinidad.

 

 

 

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HEIDEGGER, MARTIN (1889-1976), nac. en Messkirch (Bade, en la Selva Negra), estudió en la Universidad de Friburgo i. B. con Rickert y Husserl. Tras doctorarse en la misma Universidad (1914), fue nombrado en ella «Privatdozent» (1916). En 1923 fue nombrado profesor titular en Marburgo, y en 1928 -año en que se jubiló Husserl- profesor titular en Friburgo i. B. En 1933 fue elegido rector de la Universidad, iniciándose una breve pero muy discutida etapa de su vida, en la cual a juzgar por su discurso de entrada como rector pareció adherirse al nacionalsocialismo. Sin embargo, dimitió del rectorado pocos meses después, continuando en la enseñanza, pero llevando una vida retirada. Suspendido del empleo cuando la ocupación de la Alemania occidental por los aliados -y de la zona de Friburgo i. B. por los franceses-, hacia 1945, se le permitió ingresar en la Universidad en 1952, pero desde entonces su actitud propiamente universitaria ha sido intermitente.

Se han propuesto varias teorías sobre posibles «fases» en la «evolución» de dicho pensamiento. Por ejemplo, en conferencias hasta el momento no publicadas, Richard Kroner ha opinado que hay cuatro «fases»: «filosofía de la muerte» (fase ya abandonada al publicar, en 1927, El Ser y el Tiempo); «filosofía de la nada» (hasta 1929); «filosofía del ser» (de 1929 a 1936 aproximadamente); «filosofía del sacrificio y de la gracia» (desde 1936). Juan Antonio Nuño ha hablado de dos «períodos»: el sistemático (representado por El Ser y el Tiempo y la obra sobre Kant) y el «historicista» (posterior a la obra sobre Kant). Muchos autores han hablado de dos «fases» fundamentales: la «existencialista» y la de la «filosofía del ser». Otros autores han hablado simplemente del «primer Heidegger» y del «último Heidegger», etc.

En nuestra exposición nos atendremos básicamente a una especie de «división» muy semejante a la establecida entre el «primer Heidegger» (principalmente el representado por El Ser y el tiempo y la conferencia sobre qué es metafísica) y el «último Heidegger» (cuyo pensamiento se revela ya poco después de la publicación de El Ser y el Tiempo y que culmina en sus escritos sobre lo que «significa» [ordena] el pensar, sobre el lenguaje y otros, especialmente aquellos en los que se desarrolla la idea del «pensar conmemorativo»). Se trata, en suma, del Heidegger anterior al «reverso» o «conversión» (Kehre; por tanto, lo que puede llamarse «pre-Kehre») -el Heidegger que, aun cuando planteándose ante todo la pregunta por el ser, insiste en el Dasein y en su «estar-en-el-mundo»- y el Heidegger del «reverso» o «conversión» (lo que puede llamarse «post-Kehre») -el último «Heidegger», principalmente conocido por fórmulas como «El hombre es 'arrojado' por el Ser»; «El hombre habita en la casa del ser: el lenguaje», etc.- Con ello facilitamos la exposición del pensamiento de Heidegger, ateniéndonos primero a las ideas expresadas principalmente en El Ser y el Tiempo, y luego a las ideas expresadas en sus obras menos «sistemáticas» y, en cierto modo, «menos filosóficas». Además, seguimos al propio Heidegger en su declaración de que lo que se ha llama do su «última filosofía» no constituye una ruptura con respecto a la expuesta en El Ser y el Tiempo, pues todos sus pensamientos filosóficos son como exploraciones que marchan ora hacia adelante, ora hacia atrás, pudiendo compararse con «paradas» en una exploración continua, de acuerdo con el principio: «Lo permanente en el pensar es el camino» (Unterwegs zur Sprache, pág. 99). Desde este punto de vista, las investigaciones contenidas en El Ser y el Tiempo aparecen como un «alto» dentro de una exploración de carácter más amplio, que Heidegger ha resumido en diversas formulaciones: «el Tiempo y el Ser», «el Ser y el Lenguaje», «el Ser como 'esenciador' del ser del hombre», «la irrupción del Ser», "el pensar conmemorativo" «el juego del Ser», etc., etc.

Durante una cierta época fue común decir que Heidegger no alcanzó a salir del estadio de la filosofía existencial (existenziell), sin poder poner pie en el estadio de la filosofía existenciaria (existenzial). Según ello, la filosofía de Heidegger sería una «filosofía de la existencia» (Existenzphilosophie) similar a las desarrolladas por Kierkegaard o Jaspers. Prueba de ello, se indicó, es que Heidegger no llegó a completar ni siquiera la primera parte de El Ser y el Tiempo. Por tanto, la filosofía de Heidegger sería, en el fondo, una de las formas del existencialismo contemporáneo. Heidegger rechazó estas interpretaciones y manifestó que su interés principal desde el comienzo fue no la analítica del Dasein, sino la pregunta acerca del ser (Sein). Las obras del «último Heidegger» confirman las presunciones del autor. En efecto, aunque con el fin de no quedarse encerrado en una mera descripción del Dasein, Heidegger ha tenido que llevar a cabo la citada «conversión» (Kehre), ésta se ha efectuado desde las posiciones adoptadas en El Ser y el Tiempo. Podemos, pues, considerar esta obra como el primer ataque a la cuestión del ser efectuado desde el ángulo de una analítica existenciaria cuya dimensión capital es ontológica.

El Dasein es un ente, pero no uno como los demás, pues «en su ser le va su ser». Como la comprensión del ser es una determinación ontológica del Dasein, éste aparece no sólo como óntico, sino como ontológico. El Dasein (el «ser-ahí», la «Existencia», la «realidad humana», «el estar») es preeminente sobre todos los demás entes porque en el curso de su comprensión, en cuanto comprensión ontológica, se abre la realidad del ser. En vez de partirse de una idea cualquiera del ser y aplicarla automáticamente al Dasein, hay que partir de una analítica existenciaria por medio de la cual se prepara el terreno para la comprensión del ser en general. Pero no solamente hay que evitar partir de una supuesta comprensión del ser en general, sino también de cualquiera de las ideas del ser puestas en circulación por la filosofía. Estas ideas no hacen sino «recubrir» el ser. Por eso es menester proceder a una «destrucción de la ontología», es decir, a una disolución de las capas encubridoras, endurecidas en el curso de la historia del pensamiento filosófico. De. ahí que Heidegger considere que su punto de partida es un punto de partida verdaderamente radical -más radical que el del Cogito y más radical que el de toda «conciencia trascendental», sea kantiana o husserliana.

Ahora bien, con el fin de llevar a cabo la citada analítica existenciaria, Heidegger pone a su servicio la fenomenología. Esta permite ir «a las cosas mismas», pero sobre todo permite descubrir el «ser de los entes». Por tanto, la fenomenología no es un simple método; es el modo como se pone en marcha la ontología. La fenomenología es en este -sentido una «hermenéutica». La verdad fenomenológica equivale a la «apertura (Erschlossenheit) del ser» y es, por ello, «verdad trascendental».

 

El Ser y el Tiempo tenía que constar de dos partes. La primera parte era una hermenéutica del Dasein en la dirección de la temporalidad, descubriéndose el tiempo como horizonte trascendental de la pregunta por el ser. La segunda parte debía ser una «destrucción fenomenológica de la ontología». La primera parte se divide, en la intención de Heidegger, en tres secciones: un análisis fundamental y preparatorio del Dasein; un estudio del Dasein y la temporalidad; y un estudio del tiempo y el ser. La segunda parte tenía que dividirse en otras tres secciones: una, principalmente, sobre la doctrina del esquematismo de Kant; otra, sobre el fundamento ontológico del Cogito cartesiano y la supervivencia de la ontología medieval en los problemas de la res cogitans; otra, principalmente, sobre la concepción aristotélica del tiempo. Sólo las dos primeras secciones de la primera parte fueron publicadas en lo que apareció como Sein und Zeit I. Sin embargo, el libro de Heidegger sobre Kant puede considerarse como por lo menos un fragmento de la segunda parte, y otros escritos de Heidegger, en particular los consagrados a la teoría platónica de la verdad y al comentario de fragmentos de varios presocráticos, pueden considerarse como otras varias secciones. Por el momento, bosquejaremos sólo algunos de los temas de las secciones publicadas de la primera parte de El Ser y el Tiempo.

Ante todo, Heidegger procede a la hermenéutica (Auslegung) del Dasein. El Dasein es su propia posibilidad, la cual no es una característica o predicado, sino su propio ser. Por eso la naturaleza propia del Dasein consiste en su existencia y no es aprehendido mediante categorías, sino por medio de los «existenciarios». Ello distingue la analítica del Dasein de toda psicología o antropología. Pues el Dasein no es un ente como los demás; propiamente no es un ente, sino un existente, es decir, una realidad en cuyo ser le va su ser. Ahora bien, el Dasein puede existir en los dos modos de la autenticidad y la inautenticidad. Cabría en vista de ello proceder a dos tipos de analítica existenciaria. Pero ello no es necesario. Por un lado, se puede tomar al Dasein en su estado indiferenciado con respecto a la autenticidad y a la inautenticidad. Por otro lado, en la interpretación (Auslegung) del Dasein indiferenciado se revelan ya los modos auténtico e inauténtico.

La analítica existenciaria del Dasein se efectúa en el sentido o dirección de la temporalidad en la que, a la postre, va a constituirse. La estructura fundamental es el «ser-en-el-mundo» (in-der-Weltsein) -el «estar-en-el-mundo»No es hallarse de una cosa en otra, sino (y de ahí los guiones) una realidad total; el estar-en-el-mundo es un modo de ser. Por eso no hay un sujeto en un mundo (realismo) ni un mundo en un sujeto (idealismo). Por otro lado, el mundo no es un conjunto de cosas; 'mundo' designa, como indica Heidegger, «la noción ontológico-existenciaria de la mundanidad». El mundo inmediato del Dasein es el «mundo circundante» (Umwelt). Pero este «mundo circundante» no es una res extensa. Ello no significa que se descarte todo espacio. Mas el espacio designado por la expresión res extensa está, por así decirlo, incluido en la circunmundanidad, o mundanidad del mundo circundante en cuanto mundo-en-el-cual-estoy. La interpretación ontológica de la circunmundanidad lleva a Heidegger a un examen de la diferencia entre el estar-presente (vorhanden) y estar-a-mano (zuhanden). Este último es lo característico del utensilio, el cual no es una cosa con la cual se hace algo, sino el hacer mismo. El utensilio, sin embargo, no es tal por estar subjetivamente determinado a un cierto uso: la «utensibilidad» y «empleabilidad» del utensilio es una determinación ontológica. Algo semejante ocurre con el espacio: éste no es primariamente res extensa, sino una especie de orientación-en, que envuelve el acercamiento y el desacercamiento o distanciamiento. Pero acercarse y alejarse (o, si se quiere, alejarse y des-alejarse) no son propiedades subjetivas, sino también caracteres ontológicos por medio de los cuales se aclara la misma noción de extensión.

El «quien» del Dasein soy «yo mismo», pero yo soy sólo en la medida en que «soy-con»: ser es para el Dasein mit-Dasein. Ahora bien, en la «relación» de cada Dasein con los demás y con el mundo, es decir, en el fundamental «ser-con» (Mit-sein) del Dasein en cuanto está-en-el-mundo, aparece el modo de ser fundamental del Dasein como preocupación (Besorgen). El Dasein puede, ciertamente, tratar de «despreocuparse»; es lo que sucede en la existencia cotidiana donde predomina el «uno» -el «se», en las formas del «se ve», «se dice», etc. El «uno» es como una degradación del Dasein. Pero no es degradación moral; ni siquiera es degradación ontológica en el sentido de ser «menos» (véase supra): es una degradación existenciaria que constituye el Dasein y que, por tanto, no debe ser juzgada negativamente. Es verdad que la descripción del Dasein como «caído» (verfallen) -como perpetuamente «distraído» por las «habladurías», «el afán de novedades», etc.- parece llevar a una «crítica de la existencia cotidiana». No obstante, la caída del Dasein es una de sus caras ontológicas. En efecto, para cada una de las formas básicas de la estructura del Dasein -la «disposición» o el «encontrarse-en» (Befindlichkeit), el «comprender» (Verstehen) y el habla (Rede)hay dos aspectos: el de la autenticidad, en el recobramiento de sí mismo por sí mismo o apropiación, y el de la inautenticidad, o caída, u olvido de sí mismo, en la distracción. Ambos son existenciariamente constitutivos. Pero no hay duda que Heidegger muestra una indudable preferencia por el aspecto auténtico -o las formas de este aspecto- como constitutivo del Dasein como tal.

Tal sucede al intentar determinar el ser del Dasein por medio del cuidado (Sorge). Es verdad que el estar-en-el-mundo es siempre ya un estar-caído (un haber-caído). Pues, en fin de cuentas, estar-en-el-mundo es haber sido arrojado al mundo, y este ser arrojado es como una caída. No es menos cierto, sin embargo, que el Dasein tiene la posibilidad de «levantarse» de esta «caída». Ello sucede por la angustia, en la cual el Dasein se comprende en su nihilidad ontológica. Ésta no es resultado de un ser esencialmente criatura, sino de un no ser propiamente «nada». En su conferencia sobre qué es metafísica, Heidegger elaboró algunos de los temas apuntados en El Ser y el Tiempo: la angustia y la nada son dos de ellos. Al comprenderse, el Dasein se descubre como «cuidado por ... » y como angustia. Ésta revela al Dasein en su flotar en la nada. La cual, por lo demás, no es la supresión del ser: la nada no es negación del ente, sino posibilitación del ente en cuanto «elemento» del Dasein. La nada es aquello de que el Dasein se ve surgir y que puede hundirse. Por eso preguntarse «¿Por qué hay ser y no más bien nada?» -la pregunta fundamental de la metafísica- no tiene exactamente el mismo sentido que la pregunta tenía, por ejemplo, en Leibniz. No es una pregunta dirigida a explicar por qué hay algo, sino más bien a hacer comprender la nada que lo sostiene todo y en la cual sobrenada todo ente.

Las formas básicas de la estructura del Dasein ---el «encontrarse en», el «comprender» y el «habla»- no son disposiciones psicológicas. El «encontrarse en» es la situación misma, no algo «exterior» o «interior»; es el hecho de «estar ahí», «arrojado» y teniendo que habérselas con la propia existencia en cuanto estar-en-el-mundo. El «comprender» es, por así decirlo, «el constituirse comprensivamente», el ser original dado como un «poder-ser». Por eso el comprender está estrechamente relacionado con el «proyectar», el ser como proyecto (Ent-wurf), esto es, como proyecto de su propia posibilidad de ser. El «habla» es una de las posibilidades fundamentales del «estar-en-el-mundo». Así entendidas, estas formas básicas pueden organizarse en la unidad estructural del cuidado. El cuidado constituye el ser del Dasein porque sólo el cuidado pone de relieve el irle a sí mismo al Dasein su propio ser. El irle a sí mismo su ser es el «pre-ser-se», el anticiparse a sí mismo en su ser. Por eso el ser del Dasein puede ser definido como Sichvorweg-schon-sein-in-(der Welt-) als Sein bei (innerweltlich begegnendem Seiendem) [en la traducción de Gaos: «pre-ser-se-ya-en (el mundo) como ser-cabe (los entes que hacen frente dentro del mundo)»]. Esta definición es la misma que la del cuidado y por ello puede decirse que el cuidado es el ser del Dasein.

El Dasein como cuidado es la idea que permite entender la temporalidad del Dasein (o el Dasein como temporalidad). En este punto se insertan en la analítica de Heidegger los temas de la muerte y de la conciencia en cuanto llamado a sí mismo (Ruf). La muerte aparece como la constante posibilidad del anticiparse o «pre-ser-se». La muerte puede afrontarse auténtica o inauténticamente. Algo análogo ocurre con la conciencia o llamado. Este llamado no es exterior ni tampoco (psicológicamente hablando) interior; en rigor, es el Dasein que se llama a sí mismo en la conciencia moral (Gewissen), la cual se revela de este modo como el llamado del cuidado. Por eso el llamado en cuestión es como una «vocación», a la cual el Dasein puede o no ser fiel.

El sentido ontológico del cuidado es la temporalidad. Ésta no es la esencia del tiempo como realidad mundana ni el carácter del ser temporal en general: es la unidad del cuidado como temporalidad. Por eso no puede hablarse simplemente de pasado, presente y futuro, ni siquiera (psicológicamente) de recuerdo, percepción y anticipación. La temporalidad del Dasein es una temporalidad «originaria» en el sentido de ser la temporalización del Dasein en cuanto «preocupado» por su propia posibilidad de ser como estar-en-el-mundo. Lejos de ser el tiempo mundano el modelo de la temporalidad del Dasein, ésta es el modelo de aquél.

Cada uno de los elementos básicos del Dasein tiene su propio modo de temporalización; en rigor, consiste en la auto-temporalización del Dasein de cierto modo. Las dimensiones de la temporalidad no son por ello «fases», sino más bien «éxtasis». La temporalización del Dasein por sí mismo no es el pasar del tiempo ni el suceder de acontecimientos: es el propio ser del Dasein en su «irle su ser en su ser». En este «irle su ser» el Dasein se temporaliza primariamente como anticipación de si mismo; de ahí el primado del «futuro» en el Dasein. La anticipación tiene lugar como «pre-ser-se» en el pasado, con lo cual el Dasein se hace presente a sí mismo. Estos modos de temporalización difieren según el elemento del Dasein considerado -el «encontrarse en», el «comprender» y el «habla»- y dentro de cada elemento difieren según la temporalización se efectúe en la forma de la autenticidad o de la inautenticidad. En cuanto auténtica, la temporalidad del Dasein es histórica -no en el sentido de que el Dasein tenga una historia, sino en el sentido de estar constituido por la historicidad. En efecto, «sólo una temporalidad auténtica, que es a la vez una temporalidad Finita, hace posible algo como un destino, esto es, hace posible algo como una auténtica historicidad».

Puede preguntarse ahora si hay algún camino que lleve del tiempo originario al «sentido del ser», es decir, si el tiempo se revela también horizonte del ser. Son las preguntas con que termina Heidegger las partes publicadas de Sein und Zeit. Casi desde este momento empieza la segunda fase de Heidegger -el «último Heidegger»-, no como un abandono de Sein und Zeit, pero sí como una reversión o conversión (Kehre). Desde la misma, Sein und Zeit aparece, según el propio Heidegger ha declarado en Holzwege, como un «mojón» en el camino hacia el ser. Pero desde ahora se trata de un camino «inverso» en todos los sentidos. El ser no aparecerá ya como lo «abierto» al Dasein, sino como lo que hace posible la propia abertura del Dasein. La verdad no aparecerá como abertura del Dasein, sino como iluminación por el ser, como una especie de protección del ser en cuanto Presencia, etc. En general, lo característico del pensamiento del «último Heidegger», aparte su hostilidad a la exposición sistemática, su preferencia por lo poético, su constante buceo en lo escondido en la Palabra, es el transformar el pensar acerca del ser en un «pensar el ser mismo», es decir, en un aparecer el ser como «llamando» o «significando». Lo que hace el pensamiento es aquí «significar algo», esto es, indicar el camino para llegar hasta él. El ser se convierte en una casa donde pueda habitar el hombre que en lugar de «forzar» el ser se inclina humildemente ante él; se convierte en un claro en un bosque donde los caminos no van nunca a ninguna parte. El ser puede aparecer y puede ocultarse, pero en ningún caso es apariencia, sino presencia; el ser como apariencia no es un ser, sino un ente. Lo mejor para aprehender el ser es justamente no aprehenderlo, dejarlo en su ser; el hombre debe permanecer donde está, sin tratar de forzar la realidad mediante la técnica, con el fin de permitirle al Ser trans-parecer. El ser es como una especie de luz, alojada en el lenguaje -en el lenguaje poético o creador-. El ser es así el horizonte luminoso en el cual todos los entes están en su verdad. El ser es una especie de gracia; la importancia del hombre radica no en despejar el camino para alcanzar esta gracia, sino en dejarla ser y dejarse llevar por ella a un tiempo: el hombre es, en rigor, «el pasar del ser», El hombre no encamina el ser a su realización o a su degradación, sino que el ser hace posible para el hombre existir o no auténticamente. Cierto que el ser tiene que aparecer de algún modo en un horizonte. Este horizonte parece ser cada vez más en Heidegger el lenguaje. Hasta es posible decir cum grano satis que el ser es no el tiempo, sino el lenguaje. Y como el lenguaje en el cual el ser no es «forzado» no es el lenguaje científico -el cual constituye la realidad como objeto- ni el técnico -el cual modifica la realidad para aprovecharse de ella-, no queda sino un tipo de lenguaje que por un lado es esencialmente poético, pero que en el fondo es «conmemorativo». Pensar el ser es, así, «conmemorarlo». Lejos de la descripción, de la explicación, de la interpretación, estamos dentro de la «conmemoración». Hay que conmemorar el ser para que no caiga en el olvido. Pero conmemorar el ser es a la vez protegerlo contra la descripción, la explicación y la interpretación. Por tanto, acceder al ser es algo muy distinto de conocerlo. Al ser se accede no por el análisis metafísico, sino por el «habitarlo». Como «la cosa» manifiesta su carácter en la «reunión» de sus elementos, el ser manifiesta su carácter en la «reunión» de los entes. Pero el ser no es el conjunto de los entes ni un ente especial: el ser es el habitar de los entes. Por eso habitar en la tierra es un modo de seguir el ser. El ser «reúne» «en verdad» y, además, «en libertad».

Por la índole de la presente obra no hemos podido hacer aquí sino enunciar a la carrera algunas de las «indicaciones» del «último Heidegger». Ello es, por supuesto, insuficiente. Pero no sólo porque la naturaleza de estas «indicaciones» radica en el modo de hacerlas y en el lenguaje en que están expresadas, de modo que no pueden en ninguna manera «resumirse», sino también porque tales «indicaciones» no bastan tampoco por sí mismas. A pesar de su tendencia a "poetizar el ser conmemorándolo y habitándolo" Heidegger no deja de lado ni la ontología ni la instancia en la «diferencia ontológica». Ontológicamente, y hasta «onto-teo-lógicamente», las «indicaciones» de Heidegger sobre el ser, el pensamiento conmemorativo, el juego, etc., son paralelas a una ontología que hasta el momento parece poder ser sólo negativa. En efecto, lo que ontológicamente resulta del «último Heidegger» es que el ser no es nunca ningún ente, ni un principio de los entes, ni el «fondo de la realidad». No es tampoco algo inefable, porque el ser hace justamente posible el lenguaje; el ser es lo que hace que se pueda hablar de las cosas. Mas si el ser no es ningún ente ni es tampoco principio de los entes, habrá que concluir que el ser no es nada. Y en algún sentido tal ocurre; por eso Heidegger procedió a tachar en una de sus obras el vocablo 'ser'. Sin embargo, hay en Heidegger un decidido intento de no hacer del ser algo «escondido». El ser es un misterio, pero no en el sentido de estar fuera de toda comprensión, sino sólo en cuanto no es comprensible a base de ninguno de los entes. Ahora bien, al subrayar «la diferencia ontológica», Heidegger parece indicar que el ser del cual se habla y en cuya «casa» habita el hombre, es la realidad misma en cuanto ser. Según ello, el ser sería todo lo que se ha negado de él. No estaría oculto tras los entes; sería los entes mismos en cuanto presentes. Esta presencia, por lo demás, no tiene lugar de una sola vez: es una «historia»y a la vez un «destino». La historia y el destino del ser son a la vez la historia y el destino del «pensar esencial» como «pensar conmemorativo»; el destino del ser es «advenir» como historia del pensar esencial, del pensar que «juega» con el ser y se refleja en el ser. En el curso de este «advenimiento» se «reblandece» la tradición «endurecida» para recobrarse la verdadera tradición, que es tradición del ser en su advenir.

 

 

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HUME, DAVID (1711-1776), nac. en Edimburgo. Después de trabajar un tiempo en el negocio de su padre, en Bristol, pasó a Francia (en La Fléche, donde estudió Descartes), y allí permaneció desde 1734 a 1737. Acuciado por el deseo de celebridad literaria -su «pasión dominante», según propia confesión-, escribió durante su estancia en Francia el Treatise. Publicado poco después en tres volúmenes, «falleció al salir de las prensas». El Treatise se publicó durante la estancia del autor en Escocia. En 1741 y 1742 aparecieron sus ensayos morales y políticos (Cfr. bibliografía), que lograron éxito. Alentado por éste, Hume procedió a reescribir y revisar el Treatise; la revisión de la primera parte apareció en 1748 bajo el título de Philosophical Essays concerning Human Understanding; en 1751 apareció una segunda edición con el titulo An Enquiry concerning Human Understanding -el titulo con el que hoy es conocido, y que se suele abreviar Enquiry-. Antes de la publicación de dichos «Ensayos» Hume trató, sin lograrlo, de ocupar una cátedra de ética y de «filosofía pneumática» en Edimburgo; después de esto, fue preceptor y luego secretario del general St. Clair, con quien se marchó durante un tiempo al extranjero, regresando a Escocia en 1749. Una revisión de la tercera parte del Treatise apareció en 1751 -el mismo ano que el Enquiry- bajo el título An Enquiry concerning the Principles of Morals. Hume consideró muy importante esta obra, que, por motivos que se verán luego, ha sido oscurecida por el Enquiry sobre el entendimiento humano. Entre 1752 y 1757 Hume publicó otras varias obras, incluyendo sus dos «Historias» de Inglaterra. En 1763 Hume se dirigió de nuevo a Francia como secretario de la Embajada inglesa, relacionándose estrechamente con los enciclopedistas franceses. En 1716 se dirigió a Londres (acompañado de Rousseau, con quien, por lo demás, rompió poco después). Tras ejercer por un tiempo un cargo oficial en Londres, Hume regresó en 1769 a Edimburgo. Sus Diálogos sobre la religión natural aparecieron sólo diez años después de la muerte del autor.

La razón de que el ensayo sobre el entendimiento humano haya sido durante muchos años la obra más conocida y comentada de Hume -suplementada por el Treatise en cuanto trata en gran parte los mismos temas- se debe casi enteramente a que Hume ha sido visto con frecuencia «desde Kant», como el autor que despertó a Kant de su «sueño dogmático». Así, Hume ha sido considerado con frecuencia como un «crítico del conocimiento» y sobre todo como un «crítico de las nociones de substancia y de causa». Desde este punto de vista. Hume ha sido visto al mismo tiempo como sucesor de Berkeley y de Locke y como el autor que llevó a culminación el llamado «empirismo inglés». Por otro lado, se ha puesto de relieve, especialmente durante las dos últimas décadas, que tanto o más importante que el puesto que Hume ocupa en la teoría del conocimiento entre Locke y Berkeley, por un lado, y Kant, por el otro, es el lugar que ocupa como «filósofo moral». Desde este último punto de vista, Hume es presentado menos como un sucesor de Berkeley y un precursor de Kant que como un discípulo de Hutcheson. En este respecto, Hume fue influido no sólo por el mencionado autor, sino también por Malebranche, Pierre Bayle y, en último término, por Carneades. Esta segunda imagen de Hume es la imagen de un «filósofo moral escéptico». Se ha indicado también que Hume ocupa sobre todo un lugar dentro de la historia del escepticismo en general y en particular dentro de la historia del escepticismo moderno. Acaso como reacción contra estas últimas interpretaciones de Hume se ha vuelto en parte a la idea de un Hume como «teórico (y crítico) del conocimiento»; en todo caso, se ha indicado que en su epistemología reside su mayor originalidad y, a pesar de todo, su mayor influencia. No es nuestra tarea discutir aquí cuál es «la verdadera imagen filosófica de Hume». Es altamente probable que cuando menos las dos principales «imágenes» -la del crítico del conocimiento y la del filósofo moral escéptico- sean justas dentro de ciertos límites. En el presente artículo no excluiremos al Hume como filósofo moral, pero daremos la precedencia al Hume como crítico del conocimiento a causa de las orientaciones que hemos seguido a lo largo de la presente obra. Así, sin prejuzgar si la crítica humana del conocimiento es o no «anterior» a las ideas morales del autor, empezaremos con ella, tanto más cuanto que ya en ella se manifiesta el espíritu general de Hume como «escéptico práctico» y como dado al «razonamiento moral» (en el sentido de 'probable' que tiene en su caso, y en muchos otros de su época, el vocablo 'moral').

Hume estima que todas las ciencias tienen una relación, mayor o menor, con la naturaleza humana, de modo que en vez de llevar a cabo investigaciones filosóficas que en el mejor de los casos terminan por conquistar un castillo o un villorrio, es mejor avanzar hasta la capital misma y extender desde ella nuestras conquistas. La «ciencia del hombre» es así «el único fundamento sólido de todas las demás ciencias». Pero tal ciencia debe basarse en la experiencia y en la observación y no en especulaciones gratuitas y quiméricas. Hay que investigar, pues, "la naturaleza del entendimiento humano" para averiguar sus poderes y sus capacidades; hay que cultivar «la verdadera metafísica», único modo de destruir la metafísica «falsa y adulterada».

Fundamental en el estudio propuesto por Hume es la investigación del «origen de nuestras ideas». Los resultados de la investigación de Hume a este respecto pueden resumirse en las siguientes proposiciones. En primer lugar, todo lo que el espíritu (mind) contiene son percepciones. Éstas pueden ser impresiones o ideas. La diferencia entre ellas consiste en el grado de fuerza y vivacidad: las impresiones son las percepciones que poseen mayor fuerza y violencia. Ejemplos de impresiones son las sensaciones, las pasiones y las emociones. Las ideas son solamente copias o imágenes desvaídas de las impresiones tal como las posee el espíritu en los procesos del pensamiento y del razonamiento. Por otro lado, las percepciones pueden ser simples o complejas; por tanto, hay impresiones simples y complejas e ideas simples y complejas. Las percepciones simples, tanto impresiones como ideas, son las que no admiten distinción ni separación. Así, la percepción de una superficie coloreada es una impresión simple, y la idea o imagen de la misma superficie es una idea simple. Las percepciones complejas, tanto impresiones como ideas, son aquellas en las cuales pueden distinguirse partes. Así, la visión de París desde Montmartre es una impresión compleja, y la idea o imagen de tal impresión es una idea compleja.

La distinción entre impresiones e ideas simples y complejas permite a Hume resolver una cuestión fundamental. Una teoría del conocimiento empirista tiende a derivar todas las ideas de las impresiones originarias. Y, en último término, esto es lo que Hume se propone hacer. Pero no sin reconocer una importante restricción. En efecto, aunque hay, en general, una gran semejanza entre las impresiones complejas y las ideas complejas, no puede decirse que las segundas sean siempre copias exactas de las primeras. Por tanto, no puede establecerse tal completa semejanza entre las impresiones y las ideas complejas. En cambio, cuando se trata de impresiones e ideas simples, la semejanza puede ser afirmada. No puede ser probada universalmente, pero no puede darse, al parecer, ningún ejemplo de falta de semejanza. Hume no dice, pues, que hay necesariamente semejanza, sino que el onus probandi de la falta de ella debe recaer en el que sostiene que no la hay o puede no haberla. Así, en el nivel de las impresiones e ideas simples se restablece la tesis fundamental empirista: no hay ninguna idea simple que no tenga una impresión correspondiente, y no hay ninguna impresión simple que no tenga una idea correspondiente. O también: todas las ideas simples se derivan de impresiones simples que corresponden a ellas y que representan exactamente.

A su vez, las impresiones pueden dividirse en impresiones de sensación e impresiones de reflexión. Las primeras surgen en el alma originariamente, de causas desconocidas. Las segundas se derivan en gran parte de nuestras ideas, de acuerdo con el orden siguiente: impresión (por ejemplo, de calor o placer) -percepción (de calor o placer de alguna clase)-, copia de esta impresión en el espíritu y permanencia de ella después de terminar la impresión -idea- retorno de esta idea al alma produciendo nuevas impresiones -impresión de reflexión- copia de esta impresión de reflexión por la memoria y la imaginación -idea-producción por esta idea de nuevas impresiones e ideas. Así, hay impresiones de sensación, ideas, e impresiones de reflexión. Las impresiones de sensación son estudiadas por los «filósofos naturales». Las impresiones de reflexión (como pasiones, emociones, etc.) surgen de las ideas. Por tanto, las ideas constituyen el primer objeto de estudio.

Estas definiciones y distinciones de Hume son fundamentales para entender su pensamiento. Éste consiste en gran parte en un examen de las ideas (un examen del entendimiento) y en un examen de las pasiones -al cual sigue un examen de «la moral». De este modo pueden verse los dos aspectos básicos de la filosofía de Hume: el epistemológico y el «moral».

La epistemología de Hume se funda en buena parte en la doctrina de la conexión o asociación de ideas. Pero antes de ver qué función ejerce esta doctrina es preciso referirse a otra distinción fundamental: es la que Hume establece entre lo que llamaremos «hechos» (matters of act) y «relaciones» (relations of ideas). Esta distinción ha ejercido gran influencia y un fragmento considerable de la tradición empirista y positivista posterior a Hume se funda en ella.

La distinción es importante en cuanto que mediante la misma se puede establecer qué uso propio se hace de las ideas al razonar y cómo se introduce «el método experimental del razonamiento». La distinción permite asimismo eliminar las entidades ficticias producidas por la «metafísica adulterada», la cual cree poder demostrar la existencia de una entidad cuando es capaz de dar razón de esta entidad sin atenerse a la experiencia.

El razonamiento consiste en un descubrimiento de relaciones. Unas de estas relaciones lo son entre hechos; otras relaciones lo son entre lo que hemos llamado «relaciones» (las «relaciones de ideas»). Decir: «El oro es amarillo» o «El hidrógeno es menos pesado que el aire» es establecer relaciones entre hechos. Decir: «La suma de 4 y 4 es igual 8» o «La suma de los tres ángulos de un triángulo (en un espacio euclídeo plano) es igual a dos ángulos rectos» es establecer relaciones entre relaciones. Las proposiciones sobre hechos son contingentes; no hay ninguna necesidad de que los hechos sean tales como de hecho son, ni ninguna necesidad de que se relacionen tal como de' hecho se relacionan. Las proposiciones sobre relaciones son necesarias; su verdad deriva de que lo contrario de una de tales proposiciones constituye una contradicción. Las proposiciones sobre hechos dicen algo, pero sólo son probables. Las proposiciones sobre relaciones son absolutamente ciertas, pero no dicen nada -es decir, nada acerca de lo que «hay»No puede pasarse, pues, de unas proposiciones a las otras, ya que son completamente heterogéneas entre sí. Las proposiciones verdaderas sobre hechos están fundadas en la experiencia; las proposiciones verdaderas sobre relaciones están fundadas en la no contradicción. No hay otras proposiciones posibles; por tanto, todos los libros que contengan enunciados que no sean «razonamiento demostrativo» (como el de la lógica o la matemática) o «razonamiento probable» (como el de la experiencia) deben «arrojarse a las llamas». Así, Hume «arroja a las llamas» los libros que, como los de teología o metafísica, no contienen más que «falsas proposiciones» en el sentido de sus proposiciones que parecen serlo sin serlo en verdad.

Hume aplica estas nociones a una detallada crítica de toda clase de «ideas» para ver en qué medida tales «ideas» están o no fundadas en la experiencia o constituyen «relaciones de ideas». No podemos extendernos en esta crítica, pero mencionaremos tres aspectos básicos de ella: la idea de existencia; la idea de relación causal, y la idea de substancia (bajo el aspecto de la idea de la identidad personal).

En cuanto a la idea de existencia nos limitaremos a señalar que, según Hume, no hay nada que pueda llamarse «existencia» independientemente de la idea de lo que concebimos ser existente. La idea de existencia no agrega nada a la idea de un objeto: 'objeto' y 'objeto existente' son expresiones sinónimas. Por otro lado, para admitir la idea de un objeto hay que referirse a la impresión que le ha dado origen.

Respecto a la relación causal, agreguemos, o reiteremos, que como las proposiciones sobre relaciones causales son proposiciones sobre hechos, no son necesariamente verdaderas. La experiencia nos muestra que a un cierto hecho (o acontecimiento) sucede regularmente otro cierto hecho (o acontecimiento); el primer hecho es llamado «causa» y el segundo «efecto». Pero la experiencia no puede mostrarnos que hay necesidad en la conexión causal, pues ésta no es una conexión de las del tipo de las «relaciones de ideas» (como las conexiones lógicas o matemáticas). En otros términos, el efecto no está contenido necesariamente en la causa, como afirman los «racionalistas». Las conexiones causales son inferencias probables, fundadas en las asociaciones de ideas tal como han tenido lugar en el pasado, lo que nos permite predecir -con «certidumbre moral»- el futuro. Inferimos que la llama es efecto del fuego cuando asociamos mediante semejanza la impresión de la llama con ideas de llamas que hemos visto en el pasado y que hemos relacionado mediante contigüidad con la idea del fuego. La conexión causal es, pues, una inferencia fundada en la repetición; ésta engendra la «costumbre», la cual produce la «creencia». La ciencia de las cosas naturales se basa, así, en una serie de creencias; la certidumbre es resultado de la repetición de la experiencia y, por consiguiente, el conocimiento de la Naturaleza -y, en general, de todos los hechos- es asunto de probabilidad. Ello no significa que Hume niegue la constancia de las leyes naturales. En rigor, Hume se opone a los «milagros». Pero la constancia mencionada no es asunto de necesidad lógica o racional, sino resultado de observación.

Sobre la substancia puede decirse algo similar a lo dicho sobre la existencia; la idea de substancia no se deriva de ninguna impresión de sensación o de reflexión: es «una colección de ideas simples unidas por la imaginación». En otros términos, no hay ninguna realidad que se llame «substancia». 'Substancia' es sólo un nombre que se refiere a una colección o haz (bundle) de cualidades. No hay, pues, las cualidades de una cosa más su substancia. Ahora bien, todo eso puede aplicarse a la noción de «yo» (self) y a la de «identidad personal». Cuándo entro en lo que se llama «yo», proclama Hume, «topo siempre con alguna percepción particular u otra». Ello no significa que no pueda hablarse de «yo» y de «yo mismo»; sólo ocurre que no hay un yo substancial, sino, una vez más, una serie de percepciones unidas asociativamente. Lo mismo puede decirse de la llamada «simplicidad».

Puede verse, pues, que en cada caso la noción de asociación y las diversas formas de asociación son fundamentales para Hume con el fin de resolver los problemas planteados por su «crítica del conocimiento». Ahora bien, lo mismo sucede en: lo que toca a su «filosofía moral».

Hume considera que la percepción moral no es cosa del entendimiento, sino de «los gustos» o «sentimientos». Éstos no son gustos y sentimientos de unos supuestos principios absolutamente evidentes; los gustos y sentimientos lo son de cada cosa particular. Además, lo son en tanto constituyen juicios del individuo al aprobar o reprobar una acción, un sentimiento, etc. No se puede demostrar que algo es bueno o malo mediante argumento racional; a fortiori, no se puede convencer a nadie de que algo es bueno o malo mediante tal tipo de argumento. La razón no es la maestra de las pasiones; si hay alguna relación entre ellas lo es en el sentido de que la razón es «esclava de las pasiones». Estas pasiones pueden ser directas (o derivadas inmediatamente de la experiencia, como el placer, el dolor, la aversión, el miedo, la esperanza, etcétera) o indirectas (o derivadas de una relación doble de impresiones a ideas, como el amor y el odio). En todos los casos los juicios de aprobación o reprobación de las pasiones son juicios de hechos y, por tanto, no son «necesarios». Ahora bien, hay dos tipos fundamentales de experiencias con el placer y la conjunción que regulan la vida de las pasiones en el sentido de condicionar empíricamente la aprobación o' reprobación. La teoría moral de Hume es una teoría hedonista o cuando menos se halla fuertemente influida por el hedonismo. Así, la conjunción de ciertas experiencias con el placer y la conjunción de otras experiencias con el «desplacer» hace esperar una realidad similar a la que se observa en la relación causal antes tratada. La acción voluntaria y la conducta se siguen no de la obediencia a un principio o de un razonamiento, sino de la expectación de la aparición de un sentimiento de placer o de la desaparición o eliminación de un sentimiento de «desplacer». Ello no significa, sin embargo, que la doctrina moral de Hume sea radicalmente «subjetiva». Junto a la experiencia «pasional» subjetiva hay la experiencia «pasional» inter-subjetiva. En este punto Hume se muestra grandemente influido por las ideas de Hutcheson sobre la simpatía. Además, se halla influido por la idea de que hay una «naturaleza humana» que es igual en todos los hombres y que hace posible no sólo ciertas regularidades en la conducta moral, sino también la aceptación de la obligación, de la justicia y de otras «normas» morales y sociales. Aunque la justicia y, en general, todas las «obligaciones» son para Hume «artificiales», hallan un fundamento sólido en el «egoísmo» propio de cada individuo humano. Los hombres han descubierto y promovido «virtudes artificiales» con el fin de alcanzar una seguridad sin la cual les sería imposible convivir. El carácter artificial de tales virtudes no es, sin embargo, equivalente a una mera convención arbitraria de alguna manera lo artificial se halla fundado en lo «natural».

La fuerte tendencia de Hume a la «observación de los hechos» se manifiesta asimismo en sus doctrinas acerca de la religión. Las «verdades religiosas» -tales como la sustancialidad e inmortalidad del alma, la existencia de Dios, etc.- no pueden demostrarse mediante la razón. Tampoco puede mostrarse racionalmente que no hay tales «verdades». Así Hume rechaza tanto el espiritualismo como el materialismo racionalista. Pero el rechazo de toda prueba a priori no significa que Hume rechace toda prueba: hay pruebas a posteriori, como la derivada de la observación del orden del mundo, que son por lo menos convincentes, o persuasivas. Las «verdades religiosas» son también, como todas las otras «verdades», asunto de probabilidad y plausibilidad. De ahí que sea difícil concluir que Hume fue un teísta, un ateo o un agnóstico; su actitud es a menudo agnóstica y, por así decirlo, moderadamente teísta, pero en ningún caso dogmáticamente teísta o atea. El principal y constante enemigo de Hume es el dogmatismo; toda certidumbre en cualquier esfera -en la ciencia, en la moral o en la religión- es sólo «certidumbre moral».

 

 

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HUSSERL, EDMUND (18591938), nac. en Prossnitz (Moravía), estudió matemáticas con Weierstrass y asistió a las clases de Brentano en la Universidad de Viena (entre 1884 y 1886). Las lecciones de Brentano influyeron grandemente no sólo en la formación filosófica de Husserl, sino también en la «idea general de la filosofía» que éste se forjó. «Privatdozent» en la Universidad de Halle de 1887 a 1901, y en la Universidad de Gottinga de 1901 a 1916, Husserl fue nombrado en 1916 profesor titular en la Universidad de Friburgo i. B., donde enseñó hasta su jubilación en 1928.

Los escritos de Husserl publicados durante su vida e inclusive algunos de los que aparecieron poco después de su muerte, representan sólo una parte de su pensamiento. El modo de pensar de Husserl, especialmente el que revelan las «obras inéditas» en curso de publicación, es esencialmente «deslizante»; es un pensamiento que consiste en gran parte en «hacerse» y en «constituirse». Como por la índole de la presente obra tendremos que abreviar y esquematizar sin tregua no nos será posible dar de Husserl -como, por lo demás, de otros filósofos, en particular de los mayores- una imagen siquiera razonablemente fiel.

Eugen Fink, que fue uno de los discípulos de Husserl más cercanos al maestro, ha propuesto «dividir» -o «articular», cuando menos evolutivamente- el pensamiento de nuestro autor en tres períodos: el de Halle (que culmina en las Investigaciones lógicas); el de Gottinga (que culmina en las Ideas), y el de Friburgo i. B. (que culmina en la Lógica formal y trascendental). Otro discípulo de Husserl, Herbert Spiegelberg (nac. 1904), ha propuesto «dividir» o «articular» el pensamiento de Husserl en otros tres períodos: el «período pre-fenomenológico», hasta 1901 (cuyas ideas corresponden al primer volumen de las Investigaciones); el «período fenomenológico», hasta 1906 aproximadamente (cuyas ideas, primariamente epistemológicas, corresponden al segundo volumen de las Investigaciones), y el período de «la fenomenología pura», que se organiza hacia 1906, y que conduce a la formulación de un nuevo transcendentalismo y, en último término, a un «idealismo fenomenológico».

Hay razones para estas dos «divisiones» siempre que no se olvide que más bien que de «períodos» más o menos claramente delimitados se trata de «reorientaciones» del mismo pensamiento y sobre todo del mismo «tipo de pensar». De las dos, preferimos la de Fink, y a ella nos atendremos sustancialmente, pero advertiremos que el «paso» del segundo volumen de las Investigaciones a las Ideas parece ser más continuo de lo que Fink da a entender y que, por otro lado, el «período de las Ideas» no comienza propiamente con la publicación de éstas, o muy poco antes de la publicación, sino, como repara Spiegelberg, hacia 1906. En efecto, según hace notar Water Biemel en su introducción a la edición de La idea de la fenomenología (5 conferencias dadas por Husserl en Gottinga, del 26 de abril al 2 de mayo de 1907; véase Husserliana, II). Husserl había llegado ya cuando menos a principios de 1907 a la idea de la necesidad de transformar la fenomenología como psicología descriptiva en una fenomenología como fenomenología trascendental. El propio Husserl se expresó claramente en este sentido en uno de los manuscritos procedentes de] año 1907 y citados al efecto por W. Biemel (op. cit., pág. ix).'Entre los grandes filósofos del pasado que son fundamentales para entender a Husserl figuran Platón, Descartes y Kant. Parece que la transformación a que antes nos referimos está muy estrechamente ligada al creciente interés de Husserl por Kant, o por algunos temas y conceptos kantianos -y especialmente por la idea de la crítica de la razón como filosofía trascendental- Agreguemos que la idea fundamental de reducción procede asimismo de la época mencionada, como lo muestra el índice de las conferencias redactado por Husserl (op. cit., págs. 3-14) y su elaboración del mismo en la conferencia [o lección] 1. Husserl insiste en la idea de que la filosofía se halla en un nivel o dimensión distinto de los de las «ciencias naturales» (op. cit., pág. 24). Ello parece estar en contradicción con el resonante artículo que Husserl publicó en Logos (1 [1911]) sobre «la filosofía como ciencia rigurosa». Pero debe tenerse presente que la «ciencia» (Wissenschaft) de la que se trata aquí es, propiamente hablando, un «saber» -un «saber riguroso» o «saber estricto»- que constituye el patrón para el rigor de las «ciencias», incluyendo las «ciencias naturales».

El primero de los tres mencionados «períodos» en la «evolución» de Husserl incluye sobre todo trabajos cuya orientación o, más exactamente, cuyo modo de pensar es sensiblemente análogo al de autores como Brentano, Carl Stumpf, Anton Marty, Alexius von Meinong y otros. Tales trabajos no son ajenos a los esfuerzos llevados a cabo coetáneamente por Frege y otros autores para fundamentar la matemática (o, según los casos, el conocimiento matemático) y depurarla de todo «psicologismo». Además, lo que puede llamarse «la escuela de Brentano» impresionó a Husserl en el sentido de llevarle a la aludida concepción de la filosofía como una «ciencia rigurosa», alejada de toda «especulación» y atenta a fundamentos, conceptos básicos, etc. Es cierto que al comienzo Husserl trató los conceptos matemáticos en forma psicológica, o que parecía tal, pero muy pronto se orientó hacia un «objetivismo». Ya dentro de este último comenzó a desarrollar su forma característica de pensar que no abandonó nunca y que puede describirse en las siguientes palabras de Spiegelberg: «un sistema al revés». En efecto, aunque para ciertos filósofos contemporáneos el pensamiento de Husserl, especialmente el de las últimas «fases», tiene mucho de «especulativo», no fue nunca tal en el espíritu del propio Husserl, el cual consideraba que pensar filosóficamente equivalía a describir pulcramente «lo que veía». Justamente, la inclusión, en la descripción de «lo que se ve», de los esfuerzos intelectuales llevados a cabo para «verlo», es uno de los motivos que explican el carácter a la vez «fluyente» y «sinuoso» del pensamiento de Husserl. En todo caso, su aspiración desde casi los comienzos consistió en «ver», y «ver» significaba «ver radicalmente». En sus intentos para conseguir lo último, Husserl fue analizando varios conceptos fundamentales a la vez lógicos y gnoseológicos para depurarlos no sólo de psicologismo y subjetivismo, sino también de todos los posibles «supuestos naturalistas», así como para denunciar inadvertidos supuestos ontológicos, tales como el nominalismo. Siguiendo varias otras direcciones coetáneas, Husserl aspiró a liberar a la filosofía de toda idea de confusión con una ciencia natural, y a la vez liberarla de toda tentación de reducción a la psicología o a alguna forma de psicología. La filosofía no tiene por qué ocuparse de los fenómenos de que tratan las ciencias naturales. Tampoco tiene por qué ocuparse de fenómenos psíquicos en cuanto fenómenos reales. Si de algo se ocupa es de una especie de «tercer reino» que no está constituido ni por las cosas ni por sus representaciones psíquicas: es el reino de lo que algunos filósofos han llamado «las significaciones» y que Husserl concibió como el reino (platónico o cuasi-platónico) de las «esencias» en cuanto «unidades ideales de significación».

Indiquemos aquí tan sólo que el paso de una «lógica pura» a una «fenomenología descriptiva» y luego a una «fenomenología pura» fue facilitado por la elaboración de la noción de conciencia como vivencia «intencional» -adjetivo necesario, porque no todas las vivencias son necesariamente intencionales- La fenomenología no se ocupa de hechos; en efecto, todas las experiencias relativas al mundo actual, todas las proposiciones de las ciencias, etc., quedan «suspendidas» o, mejor dicho, puestas entre paréntesis. El paréntesis o «epojé» desempeña, sin embargo, sólo una función negativa: no sirve todavía para aprehender lo dado tal como se da puramente a la intuición esencial, sino únicamente para preparar el proceso de reducción indispensable con el fin de alcanzar la intuición esencial. En efecto, esta intuición no es una intuición empírica ni tampoco una intuición de algo «real» -una intuición de lo real al modo metafísico, o supuestamente tal-. Es una intuición pura de las esencias, es decir, de lo dado desde el punto de vista esencial y no fáctico. Así, la fenomenología es un método que permite «ver» no otra realidad, sino, por así decirlo, la realidad otra o, si se quiere, una especie de «otredad» (irreal) de la realidad, es decir, de todas las realidades, incluyendo en éstas las llamadas «realidades ideales» o también «idealidades».

Así considerada, la fenomenología es un punto de vista estrictamente otro que el punto de vista de lo que Husserl llama «la actitud natural»: es el punto de vista por medio del cual se ve todo lo que revela la actitud natural en cuanto que «suspendido» o «puesto entre paréntesis». Pero ello significa que la fenomenología no es una ciencia junto a otras, ni siquiera una «ciencia básica»; es el fundamento de toda ciencia y de todo saber. Puede llamarse por ello una filosofía primera», la cual no tiene ningún objeto propio, a diferencia de todas las posibles «filosofías segundas».

En la descripción fenomenológica, y especialmente en la que hace posible la llamada «reducción eidética», nos encontramos con un «puro flujo» (intencional) de lo vivido, en el cual puede destacarse el aspecto poético y el aspecto noemático. Se trata, bien entendido, de aspectos de un mismo «flujo», no de dos realidades distintas, bien que co-relacionadas. Pero con ello no se llega todavía a una capa suficientemente básica, fundamental o «radical». Es menester proceder a la reducción trascendental en la cual el único «objeto» de «visión fenomenológica» es el «ego mismo». Aparece entonces lo que se ha llamado «concepción egológica de la conciencia», es decir, la idea del «yo [o ego] trascendental». Este «ego» no es ya entonces un mero aspecto, o uno solo, en un único «flujo de lo vivido»: es el fundamento de todos los actos intencionales. Por ser fundamento de tales actos el yo es, como dice Husserl, «constitutivo». Ello no significa adoptar una posición similar a la kantiana; aunque hay en Husserl probablemente mucho más kantismo del que el propio autor sospechaba, hay diferencias fundamentales entre el «yo» kantiano y el «yo» husserliano, inclusive cuando Husserl pasa definitivamente a adoptar la posición llamada «idealismo fenomenológico» -rechazada y criticada por muchos que hasta entonces habían seguido al filósofo-. El yo trascendental husserliano es un «residuo fenomenológico» y no el «Yo pienso» kantiano que «acompaña a todas las percepciones». Además, a diferencia de lo que sucede en Kant, las realidades no están para Husserl «constituidas», sino que siguen siendo «las cosas mismas» tal como se dan a la intuición esencial. En este respecto puede decirse que hay en Husserl un progresivo acercamiento a Descartes -acercamiento que se hace explícito, en el curso del tercer «período», en las Meditaciones cartesianas-.

En todo caso, la fenomenología va apareciendo cada vez menos como lo que fue originariamente y a aproximando cada vez más a lo que Husserl se esforzó por hacer de ella: una «ciencia» sin supuestos.

La afirmación de la conciencia -sí se quiere, del «yo trascendental»- como «único ser indudable», como «algo» que tiene «una realidad propia», no debe ser interpretada, sin embargo, como resultado de una metafísica trascendental: se trata, una vez más, de «filosofía primera». Pero no basta subrayar este último aspecto: hay que afrontar los problemas que se suscitan dentro de tal filosofía. Estos problemas son múltiples, pero destacaremos algunos: el problema de la realidad, el de la verdad y el de la intersubjetividad. El problema de la realidad es el del paso de la inmanencia de la conciencia a la trascendencia. Husserl ha tratado este problema desde muy diversos ángulos. Uno de ellos es la descripción de los cogitata en cuanto «cogítaciones absolutas». Para ser reales -en el sentido de «radicalmente reales- estas cogitata tienen que ser absoluta. Para ser absolutas deben participar en el carácter absoluto del yo fenomenológico. Este carácter absoluto sólo pueden recibirlo las cogitata en cuanto están fundadas» en el yo. Husserl llega a la conclusión de que una realidad no fundada en el yo fenomenológico es absurda, o se contradice a sí misma. Otro de los ángulos desde los cuales ha sido tratado el problema de la realidad en la fenomenología trascendental radical es el de la «constitución». La fenomenología se convierte de este modo en fenomenología constitutiva». De modo similar al kantiano -aunque sin abandonar, cuando Menos en intención, los resultados de la «fenomenología descriptiva»Husserl procede a determinar los objetos de la conciencia trascendental en cuanto constituidos. La constitución de referencia, sin embargo; no es simple ni única. Hay una serie compleja de «regiones de constitución» que se convierten en otras tantas regiones de la realidad. Como la constitución de que hablamos constituye las objetividades, o regiones de objetividades, considerándolas como residuos de un proceso genético de constitución, Husserl se esfuerza por agregar a las ya muy diversas versiones de la fenomenología una «fenomenología genética». Debe advertirse al respecto que la constitución no es siempre necesariamente activa. Puede ser «pasiva». Esta última es de carácter «perceptual» o «perceptivo»; la primera, en cambio, es de carácter judicativo. De este modo intenta Husserl «reabsorber» en el «yo que constítuye» todas las realidades que, al parecer, habían quedado descartadas, o inclusive eliminadas, en el idealismo fenomenológico como pura «egología trascendental». Es posible que Husserl haya pensado que hay un proceso de «proto-constitución» en la conciencia del tiempo, pero éste es un punto en el que no puede concluirse nada definitivo sin tener a mano todos los escritos de Husserl.

El problema de la verdad es abordado por Husserl por medio de una «lógica absoluta», de la cual son partes limitadas, y subordinadas, la lógica formal y la lógica trascendental. Ninguna de estas dos lógicas tiene en cuenta lo que Husserl llama «la experiencia predicativa», de la que se ocupa ampliamente el libro Lógica formal y trascendental.

En cuanto al problema de la intersubjetividad indicaremos únicamente que aquí aparece la idea de una «fenomenología monadológica» que bien pudiera ser la culminación del pensamiento de Husserl. Pues aun cuando esta idea surgió en Husserl ya hacia los años 1923 y 1924, sus escritos posteriores la confirman más bien que la invalidan. No trataremos lo que algunos consideran como una de las más fecundas ideas de Husserl -una idea que sigue ejerciendo influencia en varios autores contemporáneos-: la idea del «mundo-vida». Señalaremos sólo que con esta idea el pensamiento de Husserl parece volver a «lo concreto» y a «las cosas mismas», pero no ya mediante una simple confianza en ellas, sino por el amplio y complicado rodeo de una fundamentación «egológica». De -este modo el idealismo fenomenológico de Husserl puede aparecer no como una «desviación» de la supuesta primitiva intuición de la fenomenología, sino como un intento de reafirmación y ampliación de esta intuición.

Agregaremos, para terminar, que hay en el último período del pensamiento de Husserl un intento bien determinado de fundar la fenomenología en lo que podría llamarse «fenomenología del Espíritu» -en un sentido no necesariamente hegeliano, pero en donde podrían asimismo hallarse, más de lo que podría esperarse, las huellas (no forzosamente la directa influencia) de Hegel-. En efecto, en su obra sobre La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Husserl defiende el estudio autónomo del espíritu en sí y por sí (a diferencia de todos los intentos de reducción naturalista). Además, llega a afirmar que el propio estudio de la Naturaleza y hasta el concepto de Lebenswelt adquieren sentido solamente en el plano del espíritu. La Naturaleza no es para Husserl ajena al espíritu ni, contraria a él: está fundada en el espíritu, el cual existe en sí y por sí, pudiendo de este modo ser tratado de un modo racional y verdaderamente científico. El «naturalismo» y el «objetivismo» modernos han impedido reconocer que la razón se halla fundada en el espíritu -el cual, y sólo el cual, «es inmortal»- La fenomenología trascendental resulta ser así, en la intención de Husserl, no sólo el saber radical, sino la única superación posible de «la crisis contemporánea».

Husserl ha ejercido, y sigue ejerciendo, vasta influencia sobre muchos aspectos de la filosofía contemporánea. La «escuela fenomenológica» o, como podría llamarse más propiamente, "el movimiento fenomenológico" no se reduce a los discípulos inmediatos de Husserl o a los colaboradores del Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische forschung (1913-1930), donde aparecieron, entre otras obras, las Ideas I, de Husserl, la Ética, de Scheler, y El Ser y el Tiempo I, de Heidegger. Por otro lado, algunos de los discípulos de Husserl que estuvieron más cerca del maestro -como Max Scheler y Martin Heidegger-, aunque de algún modo partieron de Husserl, se separaron de él hasta el punto de que en algún sentido dejaron de formar parte del «movimiento fenomenológico». Con el fin de sistematizar la presentación de la influencia de Husserl y del «movimiento fenomenológico», presentaremos Un esquema de este movimiento en la forma en que ha sido minuciosamente descrito por el discípulo de Husserl, Herbert Spiegelberg.

Spiegelberg habla del «viejo movimiento» e incluye en él los Círculos de Gottinga y de Munich. En el primero se distinguieron Adolf Reinach, Moritz Geiger, Dietrich von Hildebrand y Hedwig Conrad-Martius, agregándose a ellos luego A. Koyré, Roman Ingarden, Edith Stein y Fritz Kaufmann. En el segundo se distinguieron algunos de los filósofos que acabamos de mencionar (Reinach, Geiger) y otros menos prominentes, como Aloys Fischer. Pero hay otros «miembros» de dichos Círculos que se allegaron a ellos durante un tiempo; así, August Gallinger, Wilhelm Schapp, Jean Hering, Kurt Stavenhagen. Puede mencionarse también a Arnold Metzger. Debe advertirse que algunos de estos autores no recibieron influencias directas de Husserl, sino de algunos discípulos de Husserl. Junto a estos Círculos puede mencionarse, como caso especial, el de Alexander Pfänder. A ellos siguen, dentro del «viejo movimiento», Max Scheler y Martin Heidegger, este último por lo menos «en tanto que fenomenólogo», así como -a mucha mayor distancia de Husserl- Nicolai Hartmann.

No seguimos enteramente la exposición de Spiegelberg al notar que entre los filósofos que fuera de Alemania, recibieron cuando menos incitaciones importantes de la fenomenología, figuran prominentemente José Ortega y Gasset, Francisco Romero, Jean-Paul Sartre y Maurice Merlau-Ponty, pues agregamos en la lista los dos primeros y suprimimos de ella varios otros nombres que parecen menos «relacionados» con Husserl, bien que de algún modo hayan hecho uso de principios o resultados del método fenomenológico. Debe advertirse que en algunos casos (como en Ortega y Gasset), el interés por Husserl (a quien dio a conocer muy pronto en España) va ligado a una crítica de su filosofía. En otros casos, la fenomenología es «usada» al modo más de Heidegger que al de Husserl. Hay ciertos casos más difíciles de clasificar, como el de Oskar Becker.

Algunos de los discípulos más cercanos a Husserl, en alguna de las «etapas» del pensamiento de éste, colaboraron en la «edición» de algunos escritos; tal es el caso de Roman Ingarden, Edith Stein, Eugen Fink y Ludwig Landgrebe. El trabajo de preparación y «edición» de textos de Husserl ha sido proseguido y, por así decirlo, «sistematizado» por el grupo que tiene su centro en Lovaina: ante todo, el Padre Hermann Leo van Breda, Walter Biemel, Marly Biemel y otros (entre los que han trabajado en los manuscritos figuran asimismo Stephen Strasser y Rudolph Boehm).

No podemos hacer ahora, para terminar, sino mencionar los nombres de algunos autores que han sido influidos por Husserl, o han usado principios o métodos fenomenológicos (cuando menos ocasionalmente), o han colabora do en la presentación e interpretación de la filosofía de Husserl -todo lo cual nos lleva ya algo lejos de un «movimiento fenomenológico» en sentido estricto Destacamos al respecto a Mikel Dufrenne; Raymond Polin; Pierr Thévenaz; Paul Ricoeur; Alphonse de Waelhens; Dorion Cairns; (1901-1973); Aron Gurwitsch; Emmanuel Levinas. Conviene citar asimismo la labor de Marvin Farber, que contribuyó grandemente al conocimiento de Husserl en los países de lengua inglesa. En rigor, no es fácil siempre distinguir entre autores que han seguido, siquiera parcialmente, a Husserl, y autores que han contribuido sobre todo al conocimiento y crítica de Husserl. En algunos casos, la influencia recibida de Husserl se une a la recibida de otros autores: tal sucede con Ernesto Máyz: Vallenilla, influido a la vez por Husserl y Heidegger. Tal sucede asimismo, en parte, con autores como Alfred Schütz; Maurice Natanson; John Wild o Jean Wahl. Nos limitaremos, pues, a continuación, a citar una serie de nombres de autores que, en todo caso, han contribuido al conocimiento de Husserl y de la fenomenología. Gaston Berger, Quentin Lauer, S. J., Tran-Duc-Tao, José Gaos, J. D. García Bacca, Joaquín Xirau, Samuel Ramos, Francis Jeanson, Jean Wahl, Carlos Astrada, Suzanne Bachelard. Ni esta última lista ni las anteriores es exhaustiva; se trata simplemente de ejemplos que ayudan a comprender el radio de acción, influencia e interés producidos por la obra de Husserl.

 

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JAMES WILLIAM (1842-1910), nac. en New York, el mayor de cinco hermanos, entre los cuales se distinguió el novelista Henry James. William James estudió medicina en Harvard, recibiendo su grado de doctor en 1869. En 1872 fue nombrado «Instructor» de fisiología en Harvard; en 1880 fue nombrado en la misma Universidad profesor auxiliar de filosofía, y en 1885 fue nombrado profesor titular. Junto a James enseñaron en Harvard en su época Josiah Royce y George Santayana y ocasionalmente Peirce. James viajó constantemente, especialmente por Europa, trabando estrecha amistad, entre otros, con Renouvier y Bergson.

Los primeros trabajos de James fueron consagrados a la psicología fisiológica en la cual llevó a cabo una labor a la vez de investigación y de sistematización. James consideré la fisiología del sistema nervioso como fundamento de la investigación psicológica: «nunca tienen lugar modificaciones psíquicas -escribió- que no vayan acompañadas de un cambio corporal o a las que no suceda un cambio corporal» (Principles, Cap. 1). "Los fenómenos psíquicos no se hallan sólo condicionados a parte ante por procesos corporales, sino que llegan también a parte post a tales procesos" (loc. cit.). Ello no significa defender una «psicología materialista»; significa sólo reconocer que «la línea fronteriza de lo psíquico es vaga». Importante en la obra psicológica de James son dos aspectos: la doctrina de la conciencia en cuanto «corriente de conciencia» -como un proceso continuo en el que se revelan «franjas», además de un «foco»y la doctrina de la emoción.

La filosofía de James, a la que el filósofo dedicó sus mayores esfuerzos después de la publicación de los Principios y de las Variedades de la experiencia religiosa, ha sido caracterizada con frecuencia como «pragmatismo». Esta caracterización es justa siempre que no sea exclusiva; en efecto, junto al pragmatismo hay en James una serie de doctrinas filosóficas a las que el propio autor dio a veces el nombre de «empirismo radical» y que incluyen asimismo un antideterminismo, un contingentismo, un pluralismo y un temporalismo. Nos referiremos principalmente en lo que sigue a dichas dos doctrinas sin estimar que sean incompatibles, sino presuponiendo más bien que la última es en parte un desarrollo de la primera.

James se apoyó para su doctrina pragmatista en algunas de las sugestiones fundamentales de Peirce -si bien este último no estuvo siempre de acuerdo con los desarrollos de James, razón por la cual prefirió el nombre «pragmaticismo» para su propia teoría. La primera formulación dada por James al pragmatismo -y la introducción del nombre de la doctrina- tuvo lugar en 1898, en su -ensayo «Concepciones filosóficas y resultados prácticos» («Philosophical Conceptions and Practical Results»). Partiendo de Peirce, James indicó que «el principio del pragmatismo» debería ser expresado en forma más amplia que la que tiene en el propio Peirce: «la prueba última de lo que significa una verdad -escribió James en el citado artículo- es, sin duda, la conducta que dicta o que inspira. Pero inspira semejante conducta porque ante todo predice alguna orientación particular de nuestra experiencia que extraerá de nosotros tal conducta» (loc. cit.). Esta idea estaba de acuerdo con las tesis desarrolladas en la obra sobre «la voluntad de creer», publicada un año antes de la aparición de dicho artículo. En esta obra James salió en defensa de los «métodos empíricos» en filosofía contra los «inétodos absolutistas» y aprioristas, ejemplificados en Hegel. La filosofía debe, según James, adoptar un método inductivo y empírico análogo al usado por las ciencias naturales. Pero justamente por eso mismo debe adoptar hipótesis -y cambiarlas cuando sea necesario- que, aunque no susceptibles de prueba y menos que nada de prueba «racional», sean capaces de «satisfacernos». Las hipótesis en cuestión, en suma, no tienen por qué ser «verdaderas»; basta con que «funcionen» -con que «funcionen en nuestra existencia»­Esta concepción de la verdad como algo que «funciona», o «puede funcionar», fue desarrollada por James en sus conferencias sobre el pragmatismo, dadas en Boston en 1906 y publicadas un año después. La teoría pragmatista de la verdad rechaza la concepción de la verdad como correspondencia y también la concepción de la verdad como coherencia racional: una proposición es verdadera cuando «funciona», lo cual quiere decir cuando nos permite orientarnos en la realidad y llevarnos de una experiencia a la otra. Por eso la verdad no es algo rígido o establecido para siempre: la verdad cambia y «crece».

Debe advertirse que hay en James una cierta oscilación entre dos modos distintos de concebir la verdad -o, más exactamente, el significado de 'proposición verdadera'- pragmáticamente. Por un lado, la concepción pragmática de la verdad insiste en la capacidad de una proposición verdadera para ser corroborada: «las verdaderas ideas -escribe James- son las que podemos asimilar, validar, corroborar y comprobar». En otras palabras, la verdad no es algo que una idea posea permanentemente; es algo que le acontece a una idea. La verdad es propiamente «lo que puede llegar a ser verdadero». En un sentido fundamental, pues, la verdad es la verificabilidad. Las «consecuencias prácticas» de una proposición no son, pues, siempre necesariamente equivalentes a «consecuencias beneficiosas para nosotros»: la «consecuencia práctica» es un modo de «consecuencia teórica». Por otro lado, James ha insistido asimismo en que ninguna proposición es aceptable como verdadera «si no posee valor para la vida concreta»: «la verdad es el nombre de cualquier cosa que pruebe ser verdadera en cuanto a la creencia, y también buena por razones definidas y bien precisables». Es posible que estos dos modos de concebir la verdad pragmáticamente puedan unirse en una actitud fundamental: la que consiste en concebir la verdad como algo esencialmente «abierto» y también como algo en estado de constante «movimiento». La verdad, en suma, no es nada «hecho» o «dado»: es algo que continuamente «se hace» dentro de una totalidad a su vez en proceso de «hacerse» constantemente.

Desde este punto de vista puede comprenderse el ya mencionado «empirismo radical» de James. Mientras el pragmatismo es, a lo sumo, un método, el empirismo radical es una filosofía -o cuando menos una actitud filosófica- Este empirismo consiste en un postulado, en una comprobación y en una conclusión generalizada. El postulado dice que los únicos asuntos que hay que debatir entre filósofos son asuntos definibles en términos procedentes de la experiencia -lo cual no significa que lo no experimentable no exista, sino que no debe entrar a formar parte del debate- La comprobación señala que las relaciones entre cosas, conjuntivas y disyuntivas, son objeto de directa experiencia tanto como las cosas mismas relacionadas -o, como dice James "las continuidades y discontinuidades son materias absolutamente coordinadas de sentimiento inmediato" (Essays, Cap. 111)- La conclusión señala que las diversas partes de la experiencia se hallan relacionadas entre sí por relaciones que forman a su vez parte de la experiencia. El mundo es para James un «mundo de experiencia pura», no un mundo de principios racionales ni tampoco un mundo de «datos» organizados por medio de «categorías» a priori o definitivamente fijadas. La pura experiencia forma una continuidad en constante cambio. En esta continuidad se articulan el sujeto y el objeto, los cuales no son elementos primero separados y luego más o menos esforzadamente unidos, sino aspectos, partes o «piezas» de un mismo «continuo de experiencia». El empirismo radical es por ello una filosofía exactamente contraria a la del racionalismo. El racionalismo «tiende a destacar la importancia de los universales y a considerar que los todos son anteriores a las partes tanto en el orden de la lógica como en el del ser», en tanto que el empirismo «pone de relieve el carácter explicativo de la parte, del elemento, del individuo, y trata el conjunto como una colección y el universal como una abstracción» (op. cit., Cap. II). Parece, pues, que el empirismo radical sea un atomismo. Pero es un atomismo en el cual, los «átomos» son en último término «experiencias» -y, además, experiencias «integrables» en un «conjunto» o «continuo».

La filosofía de James es por ello asimismo un pluralismo. Contra el monismo «compacto» y «rígido» de muchos autores racionalistas, y contra el dualismo de muchos autores espiritualistas, James sostiene que la filosofía radicalmente empirista es como “una filosofía de mosaico”. Esta filosofía radicalmente pluralista sostiene que las cosas están una «con» otra de muy distintos modos, pero que «nada incluye todas las cosas o predomina sobre todas las cosas», de tal suerte que el vocablo 'y' se arrastra detrás de cada enunciado (A Pluralistic Universe, Cap. VIII). Esto equivale a decir que cada cosa está «abierta» a las demás en vez de estar ligada con otras cosas por medio de relaciones internas. Las relaciones son externas. Pero -y ello constituye la diferencia capital entre el empirismo de Hume y el de James- son a la vez experimentables. Por eso las «cosas» pueden combinarse entre sí de muy distintas maneras, y de maneras, además, imprevisibles. Esta filosofía pluralista conlleva, pues, una tendencia indeterminista, «tychista» y «contingentista». En todo caso, es una filosofía que rechaza el tipo de realidad ejemplificado en lo que James llamaba «block-universe». Es posible, desde luego, que el universo sea una realidad única y compacta, comparable a un solo y sólido «bloque». Pero es posible que no lo sea. «En esta última posibilidad -escribe James- insisto yo» (op. cit., mismo Cap.).

 

 

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KANT, IMMANUEL (1724­-1804), nac. en Königsberg, donde hasta su muerte, ex­ceptuando un período que pasó fuera -y, por lo demás, en las cercanías de la ciudad- ejerciendo de preceptor. De 1732 a 1740 fue alumno en el «Collegium Fredericianum», cuyo ambiente pietista reforzó las tendencias que le había inculcado su madre. En 1740 ingresó en la Universidad, estudiando, entre otros, con Martin Knutzen, quien lo interesó en la ciencia natural y especialmente en la mecánica de Newton. Después de ejercer de preceptor por algún tiempo recibió en 1755 su título universitario y ejerció de «Privat-Dozent» en Königsberg. En 1769 rechazó un ofrecimiento de profesor en Jena, y en 1770 fue nombrado profesor titular en Königsberg. En 1794, con enorme pena por su parte, fue amenazado por orden real con sanciones en caso de proseguir en la labor de «desfigurar y menospreciar muchas doctrinas fundamentales y capitales de la Escritura» -con motivo de ciertas partes de la obra La religión dentro de los límites de la razón pura.

La vida y el carácter de Kant han sido objeto de numerosos estudios. Se ha subrayado su religiosidad pietista -aun cuando Kant se opuso a la práctica puramente formal de las observancias religiosas- y, sobre todo, su integridad moral. También se ha subrayado su extraordinaria tenacidad en el trabajo y la regularidad de sus costumbres. Ello no significa que Kant no fuera capaz de apasionamiento y entusiasmo, bien que jamás los manifestara en otra forma que con gran sobriedad. Entre las pruebas del apasionamiento y entusiasmo sobrios de Kant podemos mencionar su gran simpatía por los ideales de la Independencia americana y de la Revolución francesa. Kant fue pacifista, antimilitarista y antipatriotero, y todo ello con convicción moral y no sólo política.

Aunque no podemos detenernos en el problema de la relación entre el pensamiento de Kant y su temperamento o talante, debe reconocerse que si la validez o no validez del primero es independiente del segundo, un cierto conocimiento del temperamento es de gran ayuda para entender el pensamiento. Ello ocurre especialmente cuando se plantea el Problema de cuál fue el interés capital de Kant en la formación de su filosofía. Algunos autores (como Richard Kroner) han manifestado que la auténtica WeItanschauung de Kant fue de índole ética -o, si se quiere, ético-religiosa- y que su actitud moral determina en gran parte su teoría del conocimiento y su metafísica. Otros autores han destacado la importancia que tiene para una comprensión de Kant la idea del hombre (para la cual recibió de Rouseau importantes incitaciones). Otros, finalmente, han subrayado la importancia que tiene en Kant el problema del conocimiento, hasta el punto de indicar que este problema determina todos los demás. Es plausible ligar todos estos aspectos y tratar de ver sus relaciones mutuas; aquí no podemos, sin embargo, detenernos en este problema. Hay otra cuestión relativa al pensamiento de Kant afín en parte a la planteada antes: la de saber cuál fue, filosóficamente hablando, la principal orientación filosófica de Kant. Nos referiremos brevemente a este punto al final de este artículo.

Se ha distinguido a menudo en el pensamiento filosófico de Kant entre tres fases o períodos: (1) el período pre-crítico, anterior a 1781 -fecha de publicación de la primera edición de la Crítica de la razón pura- y aun anterior a 1771, cuando escribió a su amigo Marcus Herz que preparaba una obra titulada Die Grenzen der Sinnlichkeit und der Vernunft (Los límites de la sensibilidad y de la razón), la cual terminó por ser la citada Crítica de la razón pura (2) el período crítico, hasta 1790 fecha de publicación de la «tercera Crítica»: la Crítica del juicio; (3) el período post-crítico, desde 1790 hasta la muerte del filósofo. Se ha indicado, además, que el primer período se caracteriza por su apego a la metafísica dogmática siguiendo el modelo de Leibniz-Wolff, el segundo período se caracteriza por el criticismo propiamente dicho; y el tercer período se caracteriza por una especie de «recaída» en la metafísica.

La distinción en tres fases o períodos en el pensamiento de Kant es útil para una primera presentación de este pensamiento, pero ni debe tomarse literalmente ni menos aún debe equipararse con una supuesta serie «metafísica dogmática-criticismo-recaída metafisica». Los que han estudiado un poco a fondo a Kant han descubierto que aunque hay en Kant una evolución, ésta no puede siempre simplificarse de la manera apuntada. En efecto, por un lado la evolución del pensamiento kantiano es mayor y más compleja que la resultante de la división en tres períodos (como lo ha mostrado H. J. de Vleerschauwer aun limitándose a una fase del pensamiento kantiano). Por otro lado, hay mayor continuidad en dicho pensamiento de la que permite suponer una división en períodos. La continuidad se manifiesta, además, en el mismo modo como Kant ató cabos filosóficos para elaborar su propia doctrina. El pensamiento de Kant es en gran medida un «punto y aparte» en la Historia de la filosofía moderna. Pero es un «punto y aparte» que continúa muy estrechamente el «párrafo anterior». Ello hace que se puedan encontrar numerosos antecedentes de la doctrina kantiana -no sólo en Hume, sino también en el pensamiento de autores como Baumgarten, Lambert, Maier y Tetens- Pero estos antecedentes, sin los cuales no existiría el pensamiento de Kant, no producen por sí solos a Kant.

Kant se interesó desde el princi­pio por cuestiones científicas; la mecánica de Newton era para Kant, lo mismo que para muchos coetáneos suyos, el modelo de una teoría científica, no sólo por el contenido, sino también, y has­ta sobre todo, por el método. Pero Kant trató también de bus­car el fundamento del conocimiento científico de tipo newto­niano, la «explicación de los primeros principios del conocimien­to metafísico». Durante un tiem­po pensó que esta explicación podía hallarse en algunas de las doctrinas de Leibniz y de Wolff. No en todas ellas, ciertamente, porque muy pronto advirtió Kant (como había hecho Lambert, entre otros) que hay una especie de abismo infranqueable entre los principios de una metafísica «dogmática» y los «principios matemáticos de la filosofía natural aquéllos son, por así decirlo, demasiado «vacíos» para poder dar cuenta de éstos. Sin embargo, estimó que después de una suficiente crítica podrían salvarse algunas de las ideas de la llamada «Escuela de Leitiniz-Wolff». Había que distinguir cuidadosamente por lo pronto entre la metafísica y la matemática. Además, había que refinar los principios de la teología natural. Finalmente, había que mostrar en qué relación se hallaban las realidades sensibles con las inteligibles en vez de derivar simplemente las primeras de las últimas. Al proceder a elaborar las ideas que debían conducirlo a una más sólida fundamentación de la ciencia, Kant se encontró, sin embargo, con un obstáculo que era a la vez una incitación: la crítica de Hume -especialmente la crítica de la noción racionalista de la causalidad-. Hasta entrar en contacto con el pensamiento de Hume, Kant había permanecido, no obstante sus esfuerzos por modificar desde dentro los principios metafísicos leibnizo-wolffianos, en un estado de «sueño dogmático», y fue sólo Hume quien -como reconoce en la introducción a los Prolegómenos a toda futura metafísica- lo «despertó de un sueño dogmático».

En vista de lo anterior, se ha dicho a menudo que el pensamiento de Kant en su «madurez crítica» se constituyó como consecuencia del abandono completo de Leibniz y Wolff, que resultaban incapaces de salvar a la física de Newton -, en general, a toda ciencia- del naufragio que podía experimentar a consecuencia del «escepticismo de Hume». Aunque hay un poco de verdad en esta suposición, debe tenerse en cuenta que Kant no abandonó a Leibniz y Wolff por completo. Se ha pensado inclusive (Gottfried Martin) que el criticismo de Kant se entiende mejor cuando se ve como una especie de reformulación de ciertas ideas de Leibniz. En todo caso, en lo que toca, por ejemplo, al problema del espacio y del tiempo, la doctrina de Kant está más cercana al «relacionismo» de Leibniz que al «absolutismo» de Newton (o, mejor, de Clarke). En cuanto a Wolff, lo que encontraba inadmisible en él era la pretensión dogmática, pero no la intención sistemática: la filosofía sigue siendo para Kant, como para Wolff, un sistema y no una rapsodia. Ocurre sólo que hay que preparar este sistema cuidadosamente desbrozando el camino de obstáculos y afrontando sin ambages el problema planteado por Hume.

Kant admite por lo pronto que todo conocimiento comienza con la experiencia. Pero indica a la vez que no todo él procede de la experiencia. Ello significa que la explicación genética del conocimiento, al modo de Hume, no es para Kant totalmente satisfactoria: resolver la cuestión del origen no es todavía resolver el problema de la validez. Pues la experiencia no puede por sí sola otorgar necesidad y universalidad a las proposiciones de que se compone la ciencia y, en general, todo saber que aspire a ser riguroso. Es necesario preguntarse, pues, cómo es posible la experiencia, es decir, encontrar el fundamento de la posibilidad de toda experiencia, A este efecto, Kant procede primero a la clasificación de los juicios en analíticos y sintéticos, a priori y a posteriori. En los juicios analíticos el predicado está contenido en el sujeto; por eso son ciertos, pero vacíos. En los juicios sintéticos, el predicado no está contenido en el sujeto; por eso no son vacíos, pero tampoco absolutamente ciertos. Los juicios a priori son los formulables independientemente de la experiencia; los juicios a posteriori son los derivados de la experiencia. Si, como suponían (por distintas razones) Leibniz y Hume, los juicios analíticos son todos a priori Y los sintéticos todos a posteriori, no parece que pueda escaparse a una metafísica dogmática racionalista o a una teoría M conocimiento escéptica empirista. En efecto, o los juicios sintéticos a posteriori son reducibles a juicios analíticos a priori, en cuyo caso los principios de la experiencia son principios de razón, o los juicios sintéticos a posteriori no son nunca reducibles a juicios analíticos a priori, en cuyo caso no hay nunca certidumbre completa respecto a los principios del conocimiento. Pero si se supone que el conocimiento real se funda en juicios sintéticos a priori, es decir, en juicios capaces de decir algo sobre lo real con carácter universal y necesario, entonces hay que preguntarse por la posibilidad de tales juicios: es el tema también de la crítica de la razón, la cual debe proceder a un análisis de sus ­ propios poderes como preparación para una metafísica "como ciencia".

Kant pregunta cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la metafísica y en la física (o conocimiento de la Naturaleza); pregunta, además, si tales juicios son posibles en la metafísica. El examen de este grupo de cuestiones es el objeto de la primera parte (la "doctrina trascendental de los elementos") de la Crítica de la razón pura, a la cual sigue una segunda parte (la "doctrina trascendental del método"). Dicha primera parte se divide en una «estética trascendental» y en una «lógica trascendental». La «lógica trascendental» se divide en una «analítica trascendental» y en una «dialéctica trascendental». El adjetivo trascendental es fundamental en Kant. Prescindiendo ahora de la difícil, aunque cierta, relación que existe entre el sentimiento de ‘trascendental’ en el lenguaje kantiano y el sentido de ‘trascendental’ en la doctrina clásica de los "trascendentales”, admitiremos que ‘trascendental’ es el nombre de todo conocimiento que no se ocupa tanto de los objetos como del modo de conocerlos. Por eso la filosofía trascendental kantiana es sólo “la idea de una ciencia” cuyo plan arquitectónico debe trazar la “Crítica de la razón pura”. Pero además, y sobre todo, ‘trascendental’ es el nombre de un “modo de ver” y también de “algo” que no es ni el objeto ni tampoco el sujeto cognoscente, sino una relación entre ambos de tal índole que el sujeto constituye trascendentalmente, con vistas al conocimiento, la realidad en cuanto objeto. La filosofía trascendental es, así, la reflexión crítica mediante la cual lo dado se constituye como objeto del conocimiento. Y el conocimiento es por ello en cada caso un proceso de síntesis (y de unificación) que puede llamarse “síntesis trascendental”.

La estética, la analítica y la dialéctica trascendentales corresponden a los tres planos de la sensibilidad, el entendimiento y la razón. El entendimiento y la razón, por otro lado, son los planos para cuya constitución es menester una lógica trascendental y no basta solamente una crítica de la sensibilidad.

En la estética trascendental se pregunta Kant por la posibilidad de la matemática en cuanto compuesta de juicios sintéticos a priori. Tales juicios son instituciones en el espacio y en el tiempo, los cuales son las formas a priori de la sensibilidad por las cuales se asegura no sólo la validez de las proposiciones matemáticas, sino también, y sobre todo, su aplicabilidad a la experiencia. Kant parte de que lo dado como tal carece de orden y forma; debe, por tanto, ser ordenado y formado, y sólo un elemento a priori puede ejecutar semejante operación, que es una operación sintética o unificadora.

Nos limitaremos a señalar que espacio y tiempo son para Kant formas de los sentidos externo e interno, respectivamente. Espacio y tiempo adquieren con ello, según la denomina Kant, «idealidad trascendental». Pero también «realidad empírica». En efecto, espacio y tiempo, en cuanto intuiciones a priori, no son cosas en sí. Pero no son tampoco resultado de la actividad subjetiva individual: son modos de intuir que no necesitan limitarse a la sensibilidad humana, pues son condiciones de conocimiento para todo sujeto cognoscente.

Más compleja, y discutida, que la «Estética trascendental» es la «Analítica trascendental». El fundamento de ésta es la idea de una lógica trascendental que tiene la misma forma que la lógica, pero que difiere de ésta en cuanto es una «lógica del empleo del entendimiento». No se pueden conocer los fenómenos de la Naturaleza mediante el puro pensar (especulativo), el cual es «vacío». Tampoco se pueden conocer mediante las puras intuiciones, las cuales son «ciegas»: sólo la conjunción del pensamiento con la intuición permite el conocimiento efectivo de lo real que sea a la vez universal y necesario. Los sentidos no piensan; el entendimiento no intuye. Pero tan pronto como el entendimiento se aplica a las intuiciones se engendran las condiciones mediante las cuales es posible el conocimiento de los fenómenos. Se trata para Kant de determinar en qué consiste y cómo es posible el conocimiento empírico -en el sentido kantiano de 'empírico'- en cuanto conocimiento determinado o, si se quiere, objetivado por medio de los conceptos y de los principios del entendimiento. Los datos sensibles no proporcionan conocimien­to universal y necesario. Las pu­ras formas del entendimiento co­mo formas lógicas dan lugar a enunciados universales y necesarios, pero no todavía «objetivos», esto es, aplicables a fenómenos que de este modo, por medio de tal aplicación, se constituyen en «objetos». Conocer los fenóme­nos es, así, «constituir» lo dado como objeto del conocimiento. Conocer es, en suma, conjugar lo dado con lo puesto. Este último está formado por las categorías derivadas de las formas del juicio. Las categorías o conceptos puros del entendimiento deben ser «deducidas» -esto es, «justificadas»- A ello responde la «de­ducción trascendental», o justificación trascendental del empleo de los conceptos puros. Determi­nar cómo son posibles los concep­tos puros del entendimiento equi­vale a investigar cuáles son las condiciones a priori en las cuales se funda la posibilidad de la expe­riencia. Esta determinación se lle­va a cabo por medio del examen de varias «síntesis» -la síntesis de la aprehensión en la intuición; la de la reproducción en la imagi­nación, y la del reconocimiento en un concepto-. En rigor, co­nocer es «sintetizar», esto es, «li­gar», «ligar» lo múltiple en la unidad del concepto. La operación de «ligar» y de «sintetizar» alcanza su culminación en la «unidad sintética de la apercepción», que es el fundamento de la unidad de todo objeto como objeto del conocimiento y, a la vez, el fundamento de la unidad del sujeto como sujeto cognoscente. Pero ninguna de las síntesis va nunca más allá de la «experiencia posible»; si tal ocurriera no habría ya conocimiento, pues conocer es básicamente unificar lo múltiple y no trascender lo múltiple por medio de una síntesis puramente racional.

La aplicación de los conceptos a lo dado no se lleva a cabo de modo directo, pues entre lo dado y el concepto debe encontrarse un elemento que sea parcialmente homogéneo a cada uno de ellos. Este elemento es el esquema del entendimiento. A base del esquematismo trascendental podrá bosquejarse el sistema de los principios del entendimiento puro y establecer la conexión entre los principios del conocimiento y las leyes básicas de la ciencia de la Naturaleza. El sistema de los principios del entendimiento constituye, así, la base para todo «juicio empírico» (en el sentido de «juicio científico»), el cual adquirirá entonces las condiciones de universalidad y necesidad que, según Kant, constituyen la característica fundamental de las proposiciones de la física de Newton.

Con todo ello se cumple lo que Kant llama «la revolución copernicana», en la cual el sujeto gira en torno al objeto para determinar las posibilidades de su conocimiento en vez de dejar que el objeto gire en torno al sujeto. Lo último supone que el objeto es una cosa en si o un nóumeno y que es accesible a nuestra facultad cognoscitiva. Lo primero acepta que lo conocido sea sólo fenómeno y que para llegar a ser conocido haya sido «constituido» como objeto de conocimiento.

La «Estética trascendental» y la «Analítica trascendental» trazan los límites de la experiencia posible. En este sentido, son «constructivas» y, en el vocabulario kantiano, «constitutivas». La «Dialéctica trascendental» muestra que no se puede ir, dentro de la razón teórica, más allá de dichos límites. En este sentido, es «destructiva» --destructiva de la metafísica dogmática- Kant habla de una ilusión trascendental -la ilusión metafísica-, que es distinta de las ilusiones físicas -por ejemplo, ópticas- y de las ilusiones lógicas -como las falacias- Estos dos últimos tipos de ilusión se pueden eliminar. La ilusión trascendental no se elimina, porque no hay criterio por medio del cual pueda rectificarse la ilusión. Al mismo tiempo, semejante ilusión representa una aspiración humana al conocimiento absoluto -que no se puede obtener- No se puede probar por medio de la razón teórica especulativa ninguno de los principios de la metafísica: la existencia de Dios (como pretende la teología racional), la naturaleza del mundo en su conjunto (como pretende la cosmología racional) y la inmortalidad del alma (como pretende la psicología racional). Pero estas cuestiones se plantean una y otra vez. Son las tres grandes cuestiones de «Dios, el mando y el alma» (o también «Dios, libertad e inmortalidad»). El mundo y el alma son «ideas» (racionales); Dios es un «ideal» (racional). Estas cuestiones son tratadas como solubles por la metafísica dogmática. La crítica de la razón, en la «Dialéctica trascendental», muestra que al intentar solucionarlas se choca con dificultades insuperables: antinomias o paralogismos.

Análogamente a como Kant tomó como base de su sistema de categorías la tabla de los juicios, tomó como base para su examen de las ideas de la razón pura los esquemas de los silogismos: el silogismo categórico, el hipotético y el disyuntivo, que corresponden respectivamente a tres tipos de unidad incondicionada postulada por la razón pura. En el silogismo categórico la razón postula un sujeto pensante incondicionado, metafísicamente real y no sólo gnoseológicamente condicionante. En el silogismo hipotético la razón postula la unidad de la serie de las condiciones de la apariencia. En el silogismo disyuntivo la razón postula la unidad absoluta de las condiciones de todos los objetos del pensamiento en general. En todos estos casos tenemos la razón funcionando en el vacío. Hay que denunciar, pues, este ilegítimo funcionamiento de la razón y ello se lleva a cabo mostrando las antinomias y los paralogismos de la razón pura, así como el carácter no probatorio de los diversos tipos de argumentos racionales en favor de la existencia de Dios, especialmente el carácter no probatorio del argumento ontológico. Kant edifica estas críticas, y en particular la última, a base de una concepción del ser según la cual «ser» (Sein) no es «un predicado real», «sino la posición de una existencia». En todos los casos, arguye Kant, se han abandonado las precauciones establecidas en el curso del examen de las condiciones de conocimiento. Las ideas de la razón pura han sido erróneamente tomadas como ideas constitutivas cuando, a lo sumo, son únicamente ideas regulativas.

La metafísica parece, pues, imposible. Ello no quiere decir que las proposiciones metafísicas no tengan sentido; quiere decir únicamente que no pueden ser probadas «teóricamente». Ahora bien, hay una esfera en la cual la metafísica se inserta de nuevo, bien que bajo forma no «teórica»: es la esfera «práctica» o esfera de la moralidad. De este modo se cumple el propósito de Kant de "descartar a la razón para abrir paso a la fe [la creencia]". En la esfera de la razón práctica no hay necesidad de poner de lado a Dios, a la libertad y a la inmortalidad: estas «ideas» aparecen como «postulados de la razón práctica» y, por tanto, se hallan más firmemente arraigadas en la existencia humana que si dependieran únicamente de los argumentos producidos por la razón pura. La razón práctica es, en efecto, la razón en su uso moral. No es una razón distinta de la teórica; es un «uso» distinto de la razón. A base del examen de este uso Kant procede a desarrollar su ética en la Crítica de la razón práctica (y en la Fundamentación de una metafísica de Zas costumbres). Una de las nociones centrales de tal «crítica», si no la noción central, es la de «buena voluntad». Kant procede a criticar la llamada «ética de los bienes», la cual es una ética que no puede proporcionar nunca normas de acción absolutas; sólo la buena voluntad es absoluta -o, mejor dicho, absolutamente buena- Así, Kant estima que únicamente merecen el calificativo de «moral» los actos que se asientan en la buena voluntad sin restricciones. Por eso en la división de los imperativos morales en hipotéticos y categóricos sólo a estos últimos compete la moralidad absoluta. La ética de Kant insiste continuamente en su oposición al eudemonismo, pero no simplemente, como algunas veces se ha pretendido, por un afán excesivo de rigorismo, sino porque la busca de lo moral tiende a excluir todo lo contingente: lo moral no puede ser para Kant un mas o menos correcto o conveniente. Cierto es que hay asimismo en Kant la expresión ética de ciertas experiencias vitales: la insistencia en el carácter sagrado del deber, la célebre invocación al mismo, es una demostración de que en su dilucidación crítica ha anudado siempre lo que te dictaba su experiencia vital con las exigencias del análisis: el deber es, en efecto, sagrado, tanto por la estimación que el hombre Kant sentía por el cumplimiento del mismo, como porque en él se manifiesta la última racionalidad de lo moral. Pero el cumplimiento del deber, la sumisión de la ética a la buena voluntad sin restricciones, el imperativo categórico no sólo son expresiones de una ética que ya no se ve sometida a ninguna relativa contingencia, por ellas llega la razón a ordenar al hombre algo que no se encuentra fuera, sino dentro del hombre mismo: la racionalidad última del deber es la racionalidad del hombre, aquello que confiere al hombre su humanidad. La coincidencia de lo personal con lo universal queda de esta manera confirmada: la universalidad del imperativo categórico es una universalidad que no sacrifica, sino que apuntala, la personalidad del hombre, de la persona contra toda posible heteronomía y, de otra, la libertad de la voluntad que se manifiesta en la determinación de ella por la sola racionalidad. Las dificultades que plantea el tradicional conflicto del bien con la virtud tienen que quedar resueltas mediante los postulados -Dios, libertad, inmortalidad- que significan a su vez la solución de la cuestión religiosa. La crítica de la razón práctica viene entonces a desbrozar el camino para una serie de cuestiones que la crítica de la razón pura había planteado: el determinismo de la Naturaleza parecía destruir la libertad y hacer imposible la moralidad, pero ésta aparece ahora no sólo plenamente justificada, sino justificada con toda la. Universalidad requerida; los postulados de la razón práctica abren paso a la vida religiosa, que la misma sumisión de la religión a la moral parecía eliminar. La práctica soluciona así las antinomias de la razón pura y posibilita la metafísica dogmático-práctica, primer paso para una «metafísica intuitiva» que aunque resulte inasequible en el curso de la vida finita del hombre, puede ser considerada como un ideal hacia el cual se oriente la razón una vez desbrozados los caminos por la crítica. Finalmente, a la existencia dispuesta sólo para el conocer se sobrepone y llega a vencerla la existencia dispuesta para el buen obrar. El primado de la razón práctica es la expresión última de esta actitud que anuncia el característico primado de la voluntad sobre la contemplación.

Los elementos aprióricos del sentimiento son examinados por Kant en la Crítica del juicio, en el curso de una investigación que lleva a un doble resultado: coronar las dos anteriores «Críticas» y los análisis anejos a ellas y plantear de manera limpia el problema que acaso Kant perseguía por encima de todo: el problema de la posibilidad de una metafísica crítica exenta de supuestos arbitrarios y enemiga de una construcción del objeto a partir de su concepto. Kant formula, por lo pronto, la pregunta por la aprioiridad del juicio estético; la con­junción de la libertad y de la universalidad del placer estético no puede resolverse con la mera imposición de un conjunto de normas al arte. Por el contrario, Kant procura salvar la libertad y la genialidad artística en el marco de un rigorismo no menos firme que el existente en la esfera de la ética. La noción de finalidad sin fin permite, en efecto, acordar lo puesto por la imaginación con lo puesto por el entendimiento sin que haya, por parte de la primera, sumisión al concepto. Aquí se cumplen las condiciones del juicio reflexivo, destinado a explicar la dependencia en que lo particular se halla respecto a lo general, la relación que lo vincula a una fina­lidad, tal como ocurre, junto a los juicios del sentimiento estético, en la teleología de la Naturaleza. De ahí la unión de ambos temas en el marco de la crítica de la facultad del juicio. El juicio reflexivo no implica la determinación del obje­to como objeto del conocimiento, sino meramente el hecho de su­ mirlo bajo una regla. Lo particu­lar sigue dependiendo de lo uni­versal, pero este universal es, por así decirlo, lo que precisamente se busca. Tal condición se expresa sobre todo en la teleología de la Naturaleza. El examen de lo or­gánico permite averiguar que la finalidad no es en esta zona algo susceptible de reducción paulatina a lo mecánico. Lo cual en -modo alguno significa que el reino de la Naturaleza quede de este modo escindido; la finalidad es aquí como la regla y norma universal que explica la particularidad de lo mecánico. Pero tal finalidad se revela no sólo en lo vital, mas también y especialmente en la Naturaleza considerada como un conjunto. Esta Naturaleza no puede ser simplemente deducida del concepto universal que pueda proporcionar una teleología, pero porque forme el contexto de una serie de acontecimientos ciegamente mecánicos, sino porque haría falta una intuición que sólo y puede poseer de modo completo el creador del mundo. Por eso el saber de lo natural es siempre aspiración a ese saber intuitivo que, por otro lado, constituye el fundamento último de todo conocimiento. Al atacar decididamente éstos problemas, la crítica del juicio parece proponerse al mismo tiempo la unificación del abismo abierto, en las dos anteriores críticas, entre el determinismo de la Naturaleza y la libertad de la voluntad, por cuanto en el plano en que se desenvuelve el juicio reflexivo se juntan las razones teórica y práctica y, en última instancia, lo sensible y lo inteligible. Pues de la misma manera que el saber intuitivo radical, imposible de hecho en un entendimiento finito, podría proporcionar un saber total de la Naturaleza, un concepto de ésta que fuera a la vez aprehensión del objeto y libertad de la voluntad podría explicar la dependencia en que el fenómeno se halla con respecto al nóumeno y en que lo determinado se halla con respecto al fundamento absoluto. Éste es en gran parte el tema de esa «metafísica dogmático-práctica» a la que nos referimos ya antes y que está destinada a penetrar intuitivamente en el reino del nóumeno sin por ello invalidar el saber científico-natural.

Este tipo de consideraciones, que apuntan en la tercera «Crítica», fueron desarrolladas por Kant en los «escritos póstumos». Un importante tema en éstos es el de «la filosofía trascendental» como «totalidad de los principios racionales que culmina a priori en un sistema». La filosofía trascendental es de este modo «el principio del conocimiento racional a priori en la totalidad absoluta de su sistema». Con estas y otras consideraciones similares Kant pareció alejarse de su anterior cautela y convertir la filosofía en una «construcción a priori de la experiencia». Caben pocas dudas de que, en algunos por lo menos de los fragmentos «póstumos», Kant se movía en esta dirección, pareciendo anticipar con ello algunos de los supuestos fundamentales del idealismo postkantiano. En todo caso, las ideas de la razón pura organizadas en un sistema son presentadas en dichos fragmentos como el fundamento de la posibilidad de toda experiencia -en una forma parecida a la desarrollada por Fichte-. Sin embargo, sería precipitado concluir que Kant «recayó» con ello en la metafísica. Por una parte, no parece haber abandonado nunca el propósito de desarrollar una metafísica; lo único que sucedía es que pensaba que antes de desarrollarla había que «fundarla» y desbrozar el camino de todas las trampas colocadas por la razón pura. Por otra parte, el tipo de pensamiento metafísico que propone Kant en las obras póstumas, aunque mucho más «constructivo» que el que aparece en las «Críticas», y en particular en la de la razón pura, no es especulativo en el sentido tradicional: la filosofía trascendental como «filosofía pura», aunque no mezclada con elementos empíricos y aunque capaz (en principio) de establecer de un modo absoluto las condiciones de la experiencia, no se halla separada de ésta al modo como un mundo inteligible platónico se hallaría separado (en una de las interpretaciones de Platón cuando menos) del mundo sensible. Junto a la fundamentación de la experiencia como experiencia hay la necesidad de integrar la razón con la experiencia. La filosofía -tanto en cuanto metafísica como en cuanto «filosofía trascendental»- sigue siendo una parte de la «crítica de la razón pura», según indica Kant explícitamente en uno de los fragmentos (III, pág. l). Al fin y al cabo, aunque «ciencia», la filosofía trascendental sigue siendo «una ciencia problemática» (VIII, l), y la experiencia de la cual constituye la posibilidad, bien que una experiencia total, sigue estando basada en la «síntesis a priori»: la conciencia, dice Kan es ciertamente el primer acto la razón y en ella se funda últimamente toda experiencia, pero el segundo acto es la intuición y el tercero el conocimiento.

La imagen que se ha tenido la filosofía de Kant ha variado con las épocas y ha dependido buena parte del acento puesto sobre un determinado aspecto de ella. Los idealistas postkantianos prestaron menos atención a teoría kantiana del conocimiento que a las posibilidades de una metafísica; por eso han sido considerados a veces tales sistemas -en particular el de Fichte- como una prolongación de las últimas meditaciones de Kant. Desde mediados del siglo XIX, en cambio, hubo la creciente tendencia a considerar a Kant primordialmente como un crítico del conocimiento; el neokantismo en sus diversas ramas destacó la labor gnoseológica de Kant, examinándola desde todos los puntos de vista y prolongándola en todas las direcciones. En las últimas décadas, en cambio, ha habido varios intentos de subrayar de nuevo los aspectos metafísicos y ontológicos del pensamiento kantiano. Uno de los primeros esfuerzos al respecto es el de Alfons Bilharz, (1836-1925), el cual señaló que hay -o «debe haber»- una ontología en la base del kantismo, y que la filosofía de Kant resultaría completa "si un concepto, del ser al completarla, le hubiera prestado ayuda" (Cfr. Die Philosophie der Gegenwart in Selbstdarstellungen, V, 4). Pero estos esfuerzos se han intensificado con las interpretaciones de Ortega, de Heidegger, de Gottfried Martin, de H. Heimsoeth, los cuales han procurado mostrar el carácter «abierto» de la filosofía kantiana y el hecho de que con frecuencia puede descubrirse tras la letra gnoseológica el espíritu metafísico. A estas interpretaciones se ha agregado últimamente la de Lucien Goldmann, quien bajo la influencia de Heidegger y de G. Lukács ha procurado demostrar que el punto de vista constructivo de Kant predomina sobre el punto de vista crítico, y que, en todo caso, hay en Kant una «visión trágica» que se compadece poco con las interpretaciones gnoseológicas neokantianas de su pensamiento. Es más que probable, por supuesto, que las interpretaciones de la filosofía de Kant no hayan llegado a su término.

 

 

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KUHN, THOMAS S., nac. (1922) en Cincinnati, Ohio (EE. UU.), profesor en la Universidad de Princeton, ha sido uno de los principales protagonistas de lo que Dudley Shapere ha llamado «la nueva filosofía de la ciencia». Kuhn reconoce muchos antecedentes de su trabajo; no sólo las investigaciones históricas de Koyré, Meyerson, Hélène Metzger, Anneliese Maier, las inspiraciones de James B. Conant, los trabajos de Jean Piaget, de Benjamin Whorf, de Ludwik Fleck y otros, sino también algunos análisis filosóficos de Quine. Al revés de quienes han pensado que la filosofía de la ciencia es básicamente una reconstrucción lógica de teorías científicas, Kuhn ha considerado que el estudio histórico de la ciencia -estudio que requiere a la vez la habilidad del historiador y el conocimiento del científico- es indispensable para entender no sólo cómo se han desarrollado las teorías científicas, sino asimismo por qué en ciertos momentos determinadas teorías han sido aceptadas en vez de otras y han sido, por tanto, justificadas validadas. Kuhn ha cualificado y refinado sus ideas en varias ocasiones, al punto que ninguna versión de ellas puede ser muy exacta. En su versión original, o acaso más primitiva, las ideas de Kuhn se centran en torno.a la división entre la «ciencia normal» y lo que podría llamarse «ciencia anormal». Ciencia normal es la elaborada por una comunidad científica y la que sirve de base para los subsecuentes desarrollos. La ciencia normal se basa en un paradigma, del cual se derivan reglas -aunque, como indica Kuhn, los paradigmas pueden guiar la investigación inclusive en ausencia de reglas- Una vez establecido un paradigma, la investigación procede en una forma similar a la solución de «acertijos»; los fundamentos mismos del paradigma no son objeto de duda. Si se descubren, como ocurre a menudo, anomalías, se las pone de lado como cuestiones relativamente enojosas que se resolverán oportunamente. Sólo cuando se multiplican las anomalías en tal forma que o no puede seguir dejándoselas de lado, o no se puede dar una explicación de ellas en los términos teóricos «normales», se produce un desquiciamiento del paradigma, el cual es sustituido por otro. Tiene lugar entonces un «desplazamiento», similar al que se observa en el campo de la percepción cuando, de acuerdo con la Gestaltpsychologie, se ve, como súbitamente, una figura distinta de la hasta entonces observada. Los mismos hechos son vistos desde un punto de vista distinto, esto es, dentro de otro paradigma. En esta crisis de fundamentos consisten las revoluciones científicas, que son cambios en la visión del mundo invisibles inclusive por los propios científicos que los llevan a cabo.

La resonancia que han alcanzado las ideas de Kuhn sobre la estructura de las revoluciones científicas se debe a que abarcan un campo muy amplio que va desde la lógica del descubrimiento científico a la psicología (y sociología) de la producción científica. Se debe asimismo a que sus conceptos básicos son lo bastante flexibles para admitir muy diversas interpretaciones. Así, puede considerarse que los cambios de paradigmas tienen lugar súbitamente, ya que en algún momento tiene que producirse el «desplazamiento» de visión antes indicado. Por otro lado, es indudable que la formación de un nuevo paradigma puede llevar mucho tiempo y que pueden coexistir inclusive dos o hasta más paradigmas. Las anomalías pueden interpretarse como falsaciones de teorías científicas, pero a la vez pueden considerarse como condiciones para la aparición de una nueva teoría. El paradigma puede ser estudiado como una estructura lógica o corno una serie de supuestos que son condiciones para la posibilidad de la investigación científica. Kuhn ha tendido a rechazar toda interpretación extrema de sus ideas. Por una parte, ha rechazado todo reconstruccionismo y hasta todo falsacionismo ingenuos. Por otra parte, se ha manifestado remiso a admitir que su teoría sobre la estructura y la historia de las teorías científicas es una manifestación de historicismo, de psicologismo o de sociologismo. Si un paradigma difiere fundamentalmente de otro, y específicamente si un paradigma nuevo difiere fundamentalmente del viejo paradigma que, a través de la crisis, ha llegado a sustituir, parece que ha de concluirse que los paradigmas son completamente incomparables entre sí. Sin embargo, esta incomparabilidad haría difícil, si no imposible, ninguna historia de la ciencia, que es justamente lo que Kuhn trata de hacer. Más aún: conduciría a un irracionalismo y relativismo que Kuhn rechaza terminantemente. El trabajo de Kuhn va encaminado, pues, a desarrollar, por medio de descripción y análisis histórico, una teoría de la racionalidad dentro de la cual puedan acaso explicarse las nociones de paradigma y de cambio de paradigma, incluyendo todo cambio radical o revolucionario.

 

 

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LEIBNIZ, GOTTFRIED WILHELM (1646-1716), nac. en Leipzig, donde estudió y presentó, en 1663, su tesis De principio individui. De 1663 a 1667 estudió matemáticas en la Universidad de Jena y jurisprudencia en la de Altdorf. Poco después entró al servicio del Elector de Maguncia y fue enviado, en 1672, a París con una misión diplomática. En 1673 visitó Inglaterra y poco después regresó a París, donde residió hasta 1676. Luego fue a Alemania, siendo nombrado bibliotecario de la corte del duque de Hannover, y encargándose de la redacción de la historia de la familia Brunswick. En 1682 fundó las Acta Eruditorum y en 1700 fue nombrado primer presidente de la Sociedad de Ciencias de Berlín -la posterior Preussische Akademie der Wissenschaften.

Desde muy joven Leibniz manifestó gran interés por todas las ciencias, por la historia y por las cuestiones políticas y religiosas. A su conocimiento de la escolástica, especialmente de la «escolástica moderna» (Suárez y otros), unió el de la ciencia y de la filosofía modernas, interesándose grandemente por el pensamiento de Francis Bacon, Hobbes, Gassendi, Descartes, Galileo, Huygens y otros. Leibniz mantuvo relación personal con no pocos autores a quienes encontró durante sus viajes (Boyle en Inglaterra; Malebranche y Arnauld en París: Spinoza en Holanda, etc.) y mantuvo correspondencia con ellos y con muchos más; de hecho, en la extensa correspondencia de Leibniz se hallan indicaciones muy importantes acerca de su propio pensamiento filosófico y de sus descubrimientos científicos. Tal sucede, para citar sólo un par de casos, con su correspondencia con Arnauld y con Clarke. Su actividad diplomática y política se manifestó en diversos momentos y en varias formas; baste citar sus esfuerzos para convencer a Luis XIV y luego al Zar Pedro el Grande de constituir una alianza de Estados cristianos, abandonando las luchas internas y dirigiéndose contra los musulmanes. Ello estaba en estrecha relación con su ambición de unir las Iglesias cristianas: primero, los católicos y protestantes (lo que dio lugar a la resonante controversia con Bossuet), y luego a los calvinistas y luteranos. Leibniz fracasó en todas estas empresas, pero no cesó de alentarlas. El deseo de unificación y de armonía se manifestó asimismo en su interés por la formación de sociedades eruditas y científicas y la publicación de «Actas» de estas sociedades con el fin de mantener en estrecho contacto a todos los que trabajaran en las diversas ciencias. Algunas de las polémicas suscitadas por Leibniz alcanzaron enorme resonancia; tal ocurrió particularmente con la que tuvo lugar sobre la cuestión de la prioridad en el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Leibniz llegó a la idea de este cálculo en 1676. Newton había alcanzado (independientemente) la misma idea algunos años antes, pero mientras Leibniz publicó sus resultados en 1684, Newton no lo hizo sino hasta 1687. Se discutió, pues, quién había sido el primero -disputa que tuvo lugar entre partidarios de Leibniz y Newton mas bien que entre los propios autores, y disputa, por supuesto, baldía, ya que cada uno había descubierto el cálculo sin tener noticia de los trabajos del otro- La notación propuesta por Leibniz fue la que se adoptó con preferencia y la que sigue todavía en parte usándose.

Estas múltiples actividades e intereses de Leibniz se hallan en estrecha relación con la naturaleza de su propio pensamiento filosófico. Éste se halla dominado por varias ideas centrales, de las que mencionaremos las siguientes: la armonía, la continuidad y la universalidad. Lejos de rechazar la tradición, Leibniz aspiró a incorporarla e integrarla con las ideas propuestas por la filosofía y la ciencia modernas. Así, por ejemplo, Leibniz desarrolló el mecanicismo, pero trató de armonizarlo con la doctrina de las formas substanciales; destacó la importancia de la idea de substancia, pero no sin detrimento de la idea de relación, etc. Como el propio Leibniz dijo en una ocasión: je ne méprise presque rien -nada, o «casi nada», debe menospreciarse; todo o «casi todo», puede integrarse y armonizarse; el «mundo mejor» es, en todo caso, «el mundo más lleno»- Por eso Leibniz aspiró a ser el heredero de una philosophia perennis, una filosofía que cambia pero de un modo continuo y en donde cada momento sucede al anterior y anuncia el posterior. Nada de extraño que en su tiempo Leibniz fuera considerado como un típico «filósofo ecléctico» -una imagen de Leibniz que hoy nos sorprende, por ser incompatible con lo que pensamos sobre él y sobre el eclecticismo, pero que no deja de tener su fundamento en la tendencia del filósofo hacia la composición, por supuesto armónica, de muy diversas doctrinas- La idea de la armonía estaba ligada en Leibniz a la de la continuidad. Ambas estaban, además, vinculadas a la idea de la universalidad en cuanto expresión del deseo de constituir una ciencia universal y un lenguaje universal accesible a todos los humanos y capaz de escribir todas las ideas posibles.

En los inicios de su carrera filosófica Leibniz se ocupó de la posibilidad de un ars combinatoria y de una characteristica universalis. Esta última era un lenguaje universal expresado en forma simbólica que permitiera a todos usar los mismos símbolos con el mismo significado. La primera era un sistema deductivo que permitiera combinar los símbolos deductivamente, de tal forma que «pudiera ponerse punto final a esas cansadoras polémicas con que las gentes se fatigan unas a otras» (Gerhardt, VII, 186). Pero ello será posible sólo cuando se hagan los razonamientos «tan tangibles como los de las matemáticas, de suerte que podamos descubrir un error a simple vista, y que cuando haya disputas entre gentes podamos simplemente decir: 'Calculemos', a fin de ver quién tiene razón» (Opuscules et fragments inédits, ed. Couturat, pág. 176). Así, la ciencia universal soñada por Leibniz procede al modo de la lógica y de la matemática, si bien estas últimas son solamente partes de tal ciencia universal. Por lo demás, la ciencia universal en cuestión es posible solamente porque, como escribió Leibniz, «el cuerpo entero de las ciencias puede ser comparado a un océano, que es continuo en todas partes, sin hiatos o divisiones, bien que los hombres conciban que hay partes en él y les den nombre según su conveniencia» (Couturat, pág. 530). Debe advertirse que en la constitución de tal ciencia universal, aunque los caracteres usados sean arbitrarios, «hay en su aplicación y conexión algo que no es arbitrario, es decir, una relación que existe entre los caracteres y las cosas», por lo que «la verdad no se basa en lo que es arbitrario en los caracteres, sino en lo que es permanente en ellos, es decir en la relación que hay entre los caracteres y las cosas» (Gerhardt, VII, 191). En suma: los conceptos expresados por los caracteres de la ciencia universal tienen fundamentum in re.

Las nociones de universalidad y continuidad implicadas en la idea de la ciencia universal postulada por Leibniz corresponden a la universalidad y continuidad que se hallan en la realidad misma. El calculo infinitesimal no es por ello una simple serie de convenciones: es el mejor modo de conceptualizar y matematizar la continuidad de la realidad entera y del movimiento. Puede considerarse este cálculo como el instrumento o, cuando menos, uno de los instrumentos conceptuales (y calculatorios) cuyo uso le fue sugerido a Leibniz por su idea de la perfecta continuidad de lo real.

En toda exposición de la filosofía de Leibniz ocupan un lugar prominente una serie de principios. A algunos de ellos nos hemos referido ya implícitamente: son los que pueden llamarse «principio de armonía» y «principio de continuidad». A ellos pueden agregarse otros: el «principio de plenitud», el «principio de perfección», el «principio de la identidad de los indiscernibles», el «principio de la composibilidad». Todos ellos se refieren a la realidad. Hay otros dos principios que atañen más bien al modo como se entiende la realidad: son el «principio de no contradicción» (que Leibniz equipara con frecuencia al de identidad) y el «principio de razón suficiente». Ello no quiere decir que haya una separación estricta entre los que podrían llamarse «principios reales» y los «principios conceptuales» (o «principios ontológicos» y «principios gnoseológicos»). En efecto, los principios que se refieren más bien a la realidad no dejan de ser principios que afecten de algún modo al lenguaje en el cual se describe o explica la realidad, y, a la vez, los principios que atañen más bien al modo como se entiende la realidad no dejan por ello de ser de algún modo principios de la realidad. Ello sucede por la muy estrecha correlación que hay en Leibniz entre realidad y lenguaje, y se manifiesta sobre todo en alguno de estos principios, tal como el de razón suficiente, el cual puede formularse diciendo que nada sucede en la realidad sin que haya una razón suficiente para que acontezca, y que nada puede explicarse de la realidad si no se halla una razón suficiente que lo explique.

Nos limitaremos aquí a destacar ciertos aspectos de algunos de estos principios. Por lo pronto, en el de continuidad. Este principio se revela claramente en la matemática -bien que en alguna ocasión Leibniz haya dicho que toda repetición puede ser discreta o continua (Gerhardt, IV, 394)- y se manifiesta no menos claramente en la Naturaleza -bien que el mundo de Leibniz sea no sólo un mundo continuo, sino también un mundo monadológico, lleno de individuos- El principio de continuidad es un principio universal en el que se hace patente la armonía entre lo físico y lo geométrico. Es un principio según el cual todo en el universo está relacionado «en virtud de razones metafísicas», y ello no sólo en un presente, sino a través de la duración, ya que el presente se halla siempre grávido de futuro. El principio de continuidad hace posible dar razón de cualquier realidad y de cualquier acontecimiento, ya que sin tal principio habría que concluir que hay hiatos en la Naturaleza, cosa que sería incompatible con el principio de razón suficiente (A. Buchenau y E. Cassirer, Leibniz'... Werke, 11, 556). Pero a la vez el principio de razón suficiente sería inaplicable si no hubiera el principio de continuidad. Al mismo tiempo, el principio de continuidad y el de razón suficiente están ligados al principio de plenitud; en efecto, el universo es continuo sólo porque es «pleno» y viceversa. Esta «plenitud» es la que resulta del modo como Leibniz concibe el mundo de las esencias (o los «posibles») y su relación con las existencias. Como hemos visto en los artículos pertinentes, Leibniz supone que los posibles se caracterizan por su aspiración (conatos) a existir, y que el mundo resultante es aquel en el cual se realiza «la serie máxima de posibilidades». En otros términos: todo Posible que no sea contradictorio está, por así decirlo, «destinado a existir»; todo posible se hace actual siempre que no haya nada que se oponga a su realización, es decir, en la medida en que haya una razón suficiente para que se lleve a cabo. La razón suficiente para que Dios elija ciertos posibles más bien que otros para realizarse reside, arguye Leibniz, en la conveniencia o grados de perfección que poseen los diversos mundos posibles. Hay muchos (un número infinito) de mundos posibles, pero sólo uno ha llegado a la existencia. Éste es el mundo «mejor», donde 'mejor' tiene no sólo un sentido moral, sino también, y acaso primariamente, un sentido metafísico. 'Mejor' quiere decir «el más perfecto posible» (o, simplemente, «el que es perfecto») y también el más «lleno». Parece como si hubiera un universo donde pulularan los posibles y del cual se extrajera el mundo que fuese efectivamente el «más real».

En el modo como Leibniz presenta «el mundo mejor» se ve ya claramente la función que desempeñan los dos principios a que nos hemos referido: el de no contradicción y el de razón suficiente. El principio de no contradicción opera una primera selección entre los posibles; el principio de razón suficiente explica por qué ciertos posibles más que otros han llegado a la existencia. Pero el principio de razón suficiente no es para Leibniz solamente un principio muy general, es un principio que se aplica en todos los casos en los que se trata de saber por qué algo es como es y no de otro modo. -En su forma más corriente, el principio en cuestión se expresa diciendo que «Nada acontece sin razón suficiente». Ello quiere decir, según Leibniz, que deben evitarse cambios inestables tanto cuanto sea posible. El principio de razón suficiente interviene, junto con el de no contradicción, en todos los razonamientos. El principio de razón suficiente es aplicable a las cosas contingentes en tanto que el de contradicción lo es a las cosas necesarias. Por eso las leyes del movimiento dependen del principio de razón suficiente; no son, dice Leibniz, geocéntricamente necesarias, sino que se originan en la voluntad de Dios gobernada por la razón (Gerhardt, 11, 1811). El principio en cuestión es un principio a la vez metafísico, físico y moral; en efecto, sirve para explicar por qué hay algo y no más bien nada; por qué los movimientos se efectúan como se efectúan y en el sentido en que lo hacen; por qué tal o cual acto es libre, es decir, por qué el alma -que no puede hallarse nunca cm estado de completa indiferencia- elige esto más bien que lo otro.

Sería largo exponer las concepciones físicas de Leibniz, y sobremanera complejo tratar de aclararlas con ayuda de los citados principios. Nos limitaremos a poner de relieve que la física de Leibniz -por lo demás estrechamente ligada a su metafísica- se opone a la cartesiana por cuanto niega que la esencia de un cuerpo consista solamente en la extensión; hay en los cuerpos algo más que propiedades puramente geométricas, lo que hace que para explicar los cuerpos y sus movimientos se necesite «una noción más elevada o metafísica, es decir, la de substancia, acción y fuerza». Leibniz no niega que los cuerpos sean extensos, pero sostiene que no deben confundirse las nociones de lugar, espacio o pura extensión con la noción de substancia, la cual, además de la extensión, «incluye la resistencia, es decir, la acción y la pasividad». Ello lleva a Leibniz a insistir sobre la importancia de la noción de fuerza; la fuerza es lo que permanece constante y no, como pretendía Descartes, la cantidad de movimiento. Pero la fuerza no es una entidad oculta; es la constante de todo movimiento, susceptible de ser expresada matemáticamente. Por eso Leibniz no cree que el puro mecanicismo sea suficiente para explicar los cuerpos naturales y sus movimientos; sin duda, todo lo que ocurre en la Naturaleza tiene lugar mecánicamente, pero «los principios mismos de la mecánica, es decir, las primeras leyes del movimiento, tienen un origen más sublime que los proporcionados por la pura matemática». En otros términos, la fuerza y la resistencia solo pertenecen a substancias, y no a simples propiedades geométricas de los cuerpos. Se ha dicho por ello que Leibniz combinó el mecanicismo con la teleología, pero podría decirse también, y acaso con mayor justificación, que combinó el geometrismo con el dinamismo.

Tanto la física como la metafísica de Leibniz se hallan dominadas por una distinción básica a la cual hemos dedicado ya un artículo: la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Indiquemos, o recordemos, aquí que esta distinción es paralela, si no idéntica, a la que hay entre proposiciones necesarias (o necesariamente verdaderas) y proposiciones contingentes (o, mejor dicho, proposiciones sobre realidades contingentes). Las proposiciones necesarias son aquellas que no pueden ser negadas sin caer en contradicción; las proposiciones contingentes son aquellas cuya negación es posible. Así, es necesariamente verdadero y es, por tanto, una verdad de razón, que si existe, A existe, es decir, que si existe no es verdad que A no existe. Pero es contingente que A exista (siempre que A no sea Dios, cuya existencia es necesaria). Se ha equiparado con frecuencia la distinción entre verdades de razón o proposiciones necesarias y verdades dé hecho o proposiciones contingentes con la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas. Hay razones en favor de esta equiparación, pero hay que advertir que ella no es completa. En efecto, aunque una mente finita no puede llevar a cabo el análisis requerido para explicar que A existe, y por qué existe A, una mente infinita puede llevar a cabo este análisis. En otras palabras, las proposiciones contingentes pueden ser sintéticas para una mente finita, pero son ciertamente analíticas para una mente infinita. Esta mente puede reducir las cosas existentes a sus posibles, o a los fundamentos de su posibilidad. Por otro lado, la proposición que Dios existe, aunque se refiere a una existencia, es distinta de todas las demás proposiciones existenciales; como hemos visto en otro lugar, basta saber que Dios es posible para afirmar que es real.

Si se pregunta cuáles son los elementos con los cuales Leibniz construye su universo a base de los principios antes introducidos, podría contestarse como sigue: substancias y relaciones. De estos dos elementos sólo las substancias son reales, las relaciones (entre las cuales se destacan el espacio y el tiempo) no son propiamente reales, cuando menos en el sentido de no ser substanciales. De ahí la importancia capital que desempeña en la filosofía de Leibniz la noción de substancia. Substancia es, en cuanto ser existente, actividad. La doctrina leibniziana de la substancia es, por supuesto, compleja, pero puede simplificarse considerándola desde el punto de vista de la monadología. Leibniz parte de las mónadas como substancias simples, que no tienen partes y que, por tanto, no son extensas a la manera de los átomos. Las mónadas no se distinguen entre sí por la figura, sino por la representación y el grado de representación. Las mónadas son individuos. Ahora bien, el universo se compone de una infinitud de representaciones, desde las más oscuras e indistintas hasta las más distintas y claras. Las mónadas «no tienen ventanas»; son, en si mismas, universos, expresiones diferentes de una misma realidad total. Su diferencia es la diferencia de representación que cada una tiene del universo. Desde las mónadas inferiores, que tienen únicamente percepciones o representaciones inconscientes, hasta las superiores, que, como el espíritu, tienen representaciones conscientes o apercepciones, hay una jerarquía en la cual cada elemento posee una apetición o tendencia a transformar la oscuridad de las percepciones en mayor claridad. Por eso Leibniz llama apetición a «la acción del principio interno que produce el cambio o tránsito de una percepción a otra». La apetición no alcanza siempre todo aquello hacia lo cual tiende, pero consigue siempre percepciones nuevas. Siendo la mónada un reflejo contiene, clara u oscuramente, todo su pasado y el germen de su porvenir, aunque sólo la mónada suprema, es decir, Dios, posee un saber actual absolutamente consciente de su pasado y futuro; es espíritu puro, inmaterialidad pura, pura conciencia de percepción. La diversidad de las mónadas queda formulada en el principio de identidad de los indiscernibles, según el cual la distinción radica solamente en la discernibilidad. En efecto, Leibniz afirma que las substancias simples se distinguen por sus cualidades, pues «lo que se encuentra en lo compuesto sólo puede venir de los ingredientes simples, y no poseyendo cualidades, las mónadas serían indiscernibles unas de otras por no diferir en cantidad». El principio de los indiscernibles equivale, por lo tanto, a la afirmación de que no hay nunca en la Naturaleza dos seres perfectamente iguales entre sí «y en los cuales no sea posible encontrar una diferencia interna o que esté fundada en una denominación intrínseca». De ahí que la indiscernibilidad corresponda solamente a la identidad, la cual es definida justamente como identidad de los indiscernibles. La doctrina de las mónadas sirve, por otro lado, para la explicación de la armonía preestablecida, en donde se revela de modo tan luminoso el optimismo del sistema leibniziano. La armonía preestablecida no es más que lo que vincula entre sí a las mónadas, la ley de su interdependencia y sucesión. Es armonía por cuanto todo se corresponde según ley; es preestablecida porque Dios ha fijado de antemano y para siempre toda la serie de las sucesiones. Leibniz compara esta armonía con el hecho de dos relojes iguales que marcasen siempre los mismos tiempos, no por interacción ni por la intervención constante de un ser supremo, sino por el establecimiento previo de su mutuo acuerdo. Leibniz no niega con ello, empero, la libertad, que es adscrita en mayor o menor medida a las mónadas según su puesto en la jerarquía universal. La existencia del mal en el mundo, que Leibniz clasifica en mal metafísico, físico y moral, no demuestra para él que Dios sea el autor del pecado; demuestra únicamente que el espíritu humano es demasiado limitado para comprender que el mal es una parte necesaria en el conjunto armónico del mundo, que es, dentro de todos los mundos posibles, el mejor que Dios ha podido crear. La supuesta imperfección es sólo, por consiguiente, desconocimiento del papel que lo imperfecto desempeña en el orden perfecto total.

La monadología permite también resolver para Leibniz los problemas de las ideas innatas, que fueron determinantes para la especulación filosófica de su siglo. Leibniz admite el empirismo que sostiene que nada hay en el intelecto que no estuviera antes en los sentidos, pero agrega que ello rige para todo, «salvo para el intelecto mismo». Por ser las mónadas representación, el innatismo es inherente a ellas, pero semejante innatismo no consiste en la idea clara y distinta en el sentido cartesiano, sino que se extiende a partir de la más oscura e indistinta percepción, a partir del sentimiento inconsciente, que para el intelectualismo leibniziano no es un elemento diferente, sino inferior al conocimiento o a la percepción consciente. Como en los demás aspectos de su filosofía, tiende Leibniz también aquí a la conciliación y a la resolución de las oposiciones en una unidad armónica. Esta tendencia a la armonía culmina justamente en la doctrina de las mónadas, donde quedan sumidas todas las contradicciones reveladas por los anteriores sistemas filosóficos para constituir el cuerpo de lo que Leibniz llama «filosofía perenne» -perneáis philosophia-, donde la exclusión es sustituida por la integración.

Hemos subrayado en este articulo las doctrinas de Leibniz que suelen considerarse más destacadas. Éstas son: (1) la doctrina según la cual todo es continuo; (2) la doctrina según la cual hay siempre una razón suficiente para la explicación de cualquier ser o de cualquier acontecer; (3) la doctrina según la cual todo está compuesto de mónadas; (4) la doctrina según la cual la comunicación entre las substancias y, en general, la relación entre las mónadas está regida por el principio de la armonía preestablecida; (5) la doctrina según la cual el intelecto prima sobre la voluntad o sobre el sentimiento; (6) la doctrina según la cual este mundo, aun cuando contiene el mal, es el mejor de todos los mundos posibles. Algunos puntos, también capitales, de la filosofía de Leibniz no han podido ser dilucidados aquí con la extensión que merecían; con el fin de compensar esta deficiencia nos hemos referido a ellos en otros artículos. Ahora bien, debe tenerse presente que ha habido con frecuencia discusiones sobre la más plausible interpretación que puede darse a la filosofía de Leibniz. Algunos han considerado que el centro de su doctrina se halla en su metafísica, y que su lógica es una consecuencia de ella; otros (como Couturat o Russell) han propuesto la tesis de que o fundamental en Leibniz es su lógica y de que la metafísica es o un resultado de la lógica o bien un modo de «ocultación» de su verdadero pensamiento. Aunque hemos seguido en buena parte la primera opinión -que es la tradicional- no nos adherimos enteramente a ella. Tampoco nos adherimos a la segunda. En rigor, consideramos que lógica y metafísica en Leibniz se apoyan mutuamente y que es difícil considerar la una como el fundamento de la otra. Si la metafísica de Leibniz fuera tan desplazada en su obra como algunos autores proponen, no se entendería el modo de escribir de Leibniz. En efecto, así como cada mónada refleja el universo entero desde una sola perspectiva, siendo un punto de vista sobre el todo, así también cada una de las proposiciones de Leibniz refleja desde un punto de vista particular la filosofía entera. Pero, a la vez, si la lógica de Leibniz fuera tan subordinada a la metafísica como algunos autores imaginan, no se entendería que, una vez subrayada la novedad y particularidad de cada ente y de cada acontecer, Leibniz intente siempre reducirlos a una verdad única, alcanzada por un proceso de identificación.

 

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LÉVI-STRAUSS, CLAUDE, nac. (1908) en Bruselas (Bélgica), estudió en la Sorbona. De 1934 a 1937 fue profesor de sociología en la Universidad de Sáo Paulo, Brasil. En 1938 y 1939 participó en una expedición de investigación antropológica de los indios Nambikwara y Tupi-Kawahib, en el Brasil Central. En 1941, y por algunos años, profesó en la «New School for Social Research», de Nueva York. De 1950 a 1959 fue director de estudios en la «Écoles Pratique des Hautes Étud», de París, y a partir de 1959 ocupó la cátedra de antropología en el «Collége de France», sucediendo a Marcel Mauss.

Lévi-Strauss es considerado como el principal y más conocido representante del estructuralismo, en todo caso, no es posible referirse a esta Corriente -en la forma que ha adoptado en Francia con autores como Roland Bar, Louis Althusser, Jacques Lacan, incluso Michel Foucault- sin referirse a la vez, y muy destacadamente, a Lévi-Strauss. Las discusiones filosóficas, y no sólo antropológicas 0 lingüísticas, a favor o contra el estructuralismo, toman con frecuencia a Lévi-Strauss corno objeto de debate, aun si el estructuralismo en el mismo sentido de Lévi-Strauss ha precedido a- éste y aun si no todo el pensamiento de Lévi-Strauss es una especificación de una determinada corriente estructuralista.

Entre las influencias recibidas por Lévi-Strauss en sus trabajos más teóricos de antropología estructural destaca el estructuralismo lingüístico de la Escuela de Praga, con Rornan Jakobson -con quien Lévi-Strauss trabó amistad en la "New School"- y N. S. Trubetzkoy. El propio Léví-Strauss ha manifestado que todo problema en las ciencias sociales y humanas es un problema de lenguaje, pero a la vez hay que entender éste en un sentido muy amplio, que incluye sistemas no verbales. Reconoce como antecedentes de su investigación a Freud y Marx en tanto que éstos buscaron, tras las manifestaciones «superestructurales» y los hechos «superficiales», las «estructuras profundas» y las «infraestructuras». (El marxismo, el psicoanálisis y la geología -el modo de pensar geológico- son, admite Lévi-Strauss, sus tres grandes inspiradores.) Lévi-Strauss se ha opuesto al funcionalismo característico de gran parte de la antropología norteamericana, tal como fue elaborada, entre otros, por Malinowski. Ello parece sorprendente, ya que la noción de relación funcional es fundamental en Lévi-Strauss. Hay, sin embargo, una diferencia básica entre el uso de la noción de función en Lévi-Strauss y en Malinowski. Para éste se trata de estudiar relaciones entre hechos observables y sacar conclusiones inductivamente. El resultado es una variación al infinito de sociedades humanas, sin que se descubra ninguna estructura o sistema estructural común a todas ellas y sin que ni siquiera puedan descubrirse relaciones estructurales entre diversos sistemas de normas dentro de una misma sociedad. Lévi-Strauss, por el contrario, estima que todas las sociedades funcionan de

acuerdo con la misma «mentalidad», es decir, según un mecanismo que está constituido por un conjunto de formas invariables dentro de las cuales pueden descubrirse, tanto a través de la historia como en el presente, muy diversos contenidos. Además, y

concomitantemente, las diversas «manifestaciones» humanas, estudiadas por etnólogos, antropólogos, sociólogos, historiadores, etc. -modos de clasificar objetos, modos de vestirse o de adornarse, modos de cocinar, relaciones de parentesco, sistemas de intercambio económico, etc.-, se hallan estructuralmente relacionadas. En el fondo, se trata de lenguajes para descifrar los cuales es menester conocer la sintaxis. El estudio de la sintaxis -verbal y no verbal-, a diferencia de la descripción de un corpus lingüístico dado -verbal y no verbal-, es lo característico de la antropología estructural y del pensamiento estructuralista de Lévi-Strauss. En este respecto hay similaridades entre este pensamiento y el de la lingüística generativo-transformacional, aun cuando el modelo lingüístico adoptado por Lévi-Strauss haya sido el de Roman Jakobson y no el de Chomsky; en todo caso, hay similaridades entre el uso de reglas generativo-transformacionales por Chomsky en la sintaxis y el uso de tales reglas por Lévi-Strauss en varios de sus análisis de antropología estructural, especialmente en los de los mitos.

Lévi-Strauss estima que su proceder es científico a diferencia del subjetivismo del existencialismo y del postexistencialismo, en particular a diferencia del existencialismo marxista (o marxismo existencialista) de Sartre, que presta aún excesiva atención al Cogito y que aunque trata de mostrar que el hombre está sumergido en la historia, supone que la última está hecha por el hombre. Además, la historia, por totalizante que se declare ser, es para Lévi-Strauss un fenómeno superficial. En el fondo del mismo yacen estructuras; en rigor, lo que llamamos la historia de una comunidad es una particular combinación de elementos en determinadas relaciones estructurales. El proceder científico de la antropología estructural se opone, además, al humanismo, tanto en sus formas tradicionales como en sus varias manifestaciones contemporáneas, existencialistas, hermenéuticas y humanisto-marxistas. El hombre y la cultura son objetos de ciencia. El estudio del funcionamiento de la mente humana es el estudio de un objeto natural, de modo que si los productos de la mente humana son productos culturales, son, a su vez, hechos naturales. No hay al respecto diferencias básicas entre los primitivos y los llamados «civilizados»; no hay, como había anticipado Bergson en polémica contra Lévi-Bruhl, una «mentalidad primitiva» específica.

El estudio antropológico-cultutal es el estudio de sistemas de «señales» y de sus códigos. Desde este punto de vista pueden estudiarse las estructuras lingüísticas del mismo modo que las relaciones de parentesco y los mitos. No importan al efecto las coincidencias de detalles, sino las relaciones estructurales. Lévi-Strauss adopta como modelo el sistema binario, a base del cual se forman los «triángulos estructurales». Lo que se estudian son, pues, tramas de «significantes» (en el sentido de Saussure) más bien que los significados. Es fundamental en este sentido la distinción entre las cadenas sintagmáticas y las combinaciones paradigmáticas -en el lenguaje de Lévi-Strauss, la diferencia, y a la vez correlación, entre metonimia y metáfora-. Los modelos conceptuales que adopta Lévi-Strauss le permiten establecer relaciones hasta entonces insospechadas, y de las que se encuentran ejemplos abundantes en las series de sistemas binarios y en las reglas de transformación de sus investigaciones mitológicas. En un resumen de un conjunto de sus investigaciones Lévi-Strauss puede escribir que «los mitos sobre el origen de los puercos salvajes se relacionan con una carne que el pensamiento indígena clasifica dentro de la caza de categoría superior y que, por consiguiente, proporciona la primera materia por excelencia de la cocina. Desde un punto de vista lógico es, pues, legítimo tratar estos mitos como funciones de los mitos sobre el origen del hogar doméstico. Los últimos evocan los medios; los primeros, la materia de la actividad culinaria. Ahora bien, del mismo modo que los Bororo transforman el mito sobre el origen del fuego de cocina en mito sobre el origen de la lluvia y de la tempestad -es decir, del agua-, podemos comprobar que en ellos el mito sobre el origen de la carne [comestible] se convierte en un mito sobre el origen de los bienes culturales. Esto es: en un caso, una materia bruta y natural que se sitúa más acá de la cocina; y en el otro caso, una actividad técnica y cultural que se sitúa más allá» (Mythologiques II. Du miel aux cendres, pàg- 18).

En uno de los aspectos más filosóficos del pensamiento de Lévi-Strauss -su polémica con Sartre-, aquél reconoce que éste admite la noción de totalización, pero manifiesta que hay una diferencia marcada entre la totalización sartriana, por parte de la serialidad, y la totalidad estructuralista. En un cierto sentido, Lévi-Strauss puede decir que su «totalización estructuralista» es más marxista que la sartriana; en todo caso, destaca el aspecto inconsciente, subyacente y estructural de los comportamientos humanos. La razón dialéctica es, en el fondo, la razón analítica llevada a su máxima tensión, pero ésta incluye los rasgos del método progresivo-regresivo que Sartre trató de instaurar y que no pudo poner en pie a consecuencia de su «historicismo».

Lo que Lévi-Strauss llama «las evidencias del yo», aun si es un yo colectivo, son sospechosas. Extendiendo a otros «productos culturales» lo que dice de los mitos, podría concluirse que no se trata de mostrar cómo los hombres llegan a engendrar (y menos que nada conscientemente) tales productos, ni siquiera cómo los piensan, o hasta cómo piensan en ellos, sino más bien cómo tales productos «se piensan» en los hombres. Junto a Freud y a Marx puede mencionarse, pues, en cuanto uno de los «mentores», de Lévi-Strauss, a Rousseau, a quien Lévi-Strauss rinde homenaje como habiendo preludiado lo que la antropología cultural y, en general, el estructuralismo aspiran a llevar a cabo.

En un punto -crucial- las opiniones filosóficas de Lévi-Strauss ofrecen una cierta vacilación, que parece luego superarse. Por una parte, Lévi-Strauss subraya al máximo la especificidad del objeto que se trate de estudiar -en su caso los elementos comunes o estructuras que subyacen a muy diversos sistemas de representación y simbolización-. Ello separa por completo el estudio antropológico-social de todo estudio natural. Aun el propio comportamiento animal, incluyendo el aprendizaje y uso de «lenguajes», no permite llegar a conclusiones «reduccionistas»; los «mismos» hechos superficiales pueden celar distintas estructuras profundas. Así, Lévi-Strauss parece destacar la discontinuidad, cuando menos las discontinuidades estructurales. Por otro lado, la distinción entre naturaleza y cultura queda muy atenuada, hasta casi desaparecer, en sus últimas obras. En su «Lección inaugural» en el «Collége de France» admite que la mencionada distinción puede ser sólo metodológica y heurística, que una integración de las ciencias en el futuro no es una imposibilidad y que la distinción entre naturaleza y cultura no tiene por qué ser necesariamente ontológica, es decir, real. La antropología cultural puede un día «despertar entre las ciencias naturales», formándose una sola y única ciencia. Puede ocurrir, sin embargo, y es probable que ocurra, que esta ciencia «unificada» no tenga las características de ninguna de las ciencias naturales específicas tal como hoy las conocemos.

 

 

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LOCKE, JOHN (1632-1704), nac. en Wrington, en las cercanías de Bristol, y estudió en Christ College (Oxford), donde fue nombrado lector de griego y retórica. Más interesado en la filosofía moderna y en las ciencias, sobre todo en medicina, química y irisa, leyó los escritos de Descartes y de Robert Boyle y estudió medicina, obteniendo su licencia de médico en 1674. En 1665 ingresó en el servicio diplomático, y en 1667 paso al servicio de Lord Ashley, Conde de Shaftesbury, como consejero suyo y preceptor de su hijo. De 1668 a 1670 residió en Francia, donde entró en contacto con cartesíanos y gassendistas. De nuevo en Inglaterra, en 1670, al servicio otra vez del Conde de Shaftesbury, huyó a Holanda en 1683 para evitar posibles represalias políticas corno consecuencia de las intrigas del Conde de Shaftesbury contra Jaime II. Después de la revolución de 1688, Locke regresó a Inglaterra, ocupando varios puestos administrativos.

Locke se ocupó intensamente de problemas políticos, sociales, educativos, religiosos y económicos. Su filosofía política, especial mente tal corno fue expuesta en el segundo tratado sobre el gobierno (el llamado Ensayo sobre el gobierno civil), influyó grandemente en la formación de la ideología liberal moderna. Desde el punto de vista filosófico, es importante sobre todo la elaboración por Locke de la corriente empirista inglesa. Locke es considerado como uno de los más distinguidos e influyentes representantes de dicha corriente, aunque debe tenerse en cuenta que el empirismo de Locke se halla entrelazado con no pocos motivos y supuestos de índole «racionalista».

La obra filosófica capital de Locke, el Ensayo, es un detallado estudio de la naturaleza, alcance y límites del entendimiento (Understanding). El propósito de Locke es «investigar el origen, certidumbre y alcance del conocimiento humano, juntamente con las razones y los grados de creencia, opinión y asentimiento» (Essay, Int. § 2). No se trata de un examen «físico» ni de un estudio (metafísico) de la esencia del entendimiento; se trata simplemente de una descripción de los modos como se adquiere el conocimiento y como se formulan los juicios.

Locke comienza con una crítica de los «principios innatos» o de las «nociones comunes», Koimiluvoia, es decir, con un ataque contra el innatismo. Ninguno de los argumentos aducidos para probar que hay principios innatos, sean «especulativos», sean «prácticos», es, según Locke, satisfactorio. Ni el consentimiento universal ni los hechos prueban que el entendimiento posea semejantes principios. El entendimiento es como un gabinete vacío que va siendo «amoblado»; es como una tabla rasa en la cual la experiencia va «escribiendo». Gradualmente el entendimiento va adquiriendo familiaridad con las ideas particulares. Algunas de éstas se alojan en la memoria y se les da nombres. De ese modo, el entendimiento va siendo amoblado con ideas y con el lenguaje, que son los materiales acerca de los cuales el hombre ejercita su facultad discursiva. Algunos innatistas han indicado que si no hay principios innatos de hecho, los hay, por así decirlo, en principio, por cuanto el entendimiento es capaz de dar su asentimiento a ciertos principios. Pero Locke estima que tal asentimiento no constituye tampoco prueba de que hay principios innatos. Lo que sucede con los principios especulativos ocurre también, indica Locke, con los llamados «principios innatos prácticos»: ni la fe ni la justicia ni ninguno de tales «principios» son innatos, sino simplemente adquiridos. Tampoco la idea de Dios es una idea innata, aunque, si hay alguna idea innata, la de Dios debe serio con preferencia a cualesquiera otras; si Dios hubiese impreso una idea innata en el entendimiento de los hombres, sería, sin duda, la de Dios. Locke admite que tan cierto es que hay Dios como que los ángulos opuestos engendrados por dos líneas que intersectan son iguales. Pero ello no quiere decir todavía que el entendimiento esté «amoblado» con la idea de Dios.

Si los principios no son innatos, hay que ver cómo se originan las ideas en el entendimiento. Nos referimos a la noción que se hace Locke de 'idea' y a las diversas clases de ideas por él distinguidas, pero es menester reiterar aquí algunas de las tesis capitales de Locke al respecto, así como suplementar la información proporcionada en dicho artículo.

Por lo pronto, Locke entiende por 'idea' todo «fenómeno mental» independientemente de cualquier posible afirmación o negación: ideas son «aprehensiones» o «representaciones» de cualquier clase. Por eso 'blancura', 'dureza', 'pensamiento', 'movimiento', 'hombre', 'elegante', 'embriaguez' y otros innumerables términos expresan ideas. Las ideas aparecen en el «papel en blanco, horro de caracteres» que es el entendimiento corno materiales de la razón y del conocimiento. Su única fuente es la experiencia. Ahora bien, las ideas pueden ser de sensación (como las expresadas por 'amarillo', 'blanco', 'cálido', etc.) o de reflexión (como las expresadas por 'pensar', 'dudar', 'creer', 'razonar', 'querer', etc.). Las ideas de sensación proceden de la experiencia externa; las de reflexión, de la experiencia interna. Tanto las ideas de sensación como las de reflexión son recibidas pasivamente por el entendimiento y llamadas por Locke «ideas simples». A base de las ideas simples pueden formarse lo que Locke llama «ideas complejas», las cuales son ideas «formadas por una actividad del espíritu».

Las ideas simples de sensación pueden serio de un solo sentido (como ocurre con un sabor) o de más de un sentido (como ocurre con la extensión, la figura, el reposo, el movimiento). Las ideas simples de reflexión son de un solo tipo; ejemplos de ellas son las percepciones y los actos de voluntad. Puede haber también ideas de sensación y a la vez de reflexión, como las expresadas por medio de términos como 'placer', 'dolor', 'existencia' y 'fuerza'.

Debe tenerse en cuenta que el hecho de que haya una idea no está necesariamente relacionado con el hecho de que haya un término para designarla. Aunque las ideas de que nos servimos usualmente y de que tratamos son ideas expresadas por términos conocidos, hay ideas a las que no corresponden términos, o a las cuales no se han encontrado términos para expresarlas.

Antes de tratar de las ideas complejas, Locke introduce una distinción entre «las ideas en cuanto percepciones en nuestro espíritu» y «las ideas en cuanto modificaciones de la materia en los cuerpos que causan tales percepciones», es decir, entre ideas como efectos de «poderes» o «potencias» (powers) inherentes a los cuerpos, e ideas como tales «poderes» o «potencias» capaces de afectar nuestros sentidos. Propiamente, lo que el espíritu percibe en sí mismo es una «idea», y el poder de producirla es una «cualidad». Ahora bien, las cualidades pueden ser cualidades primarias o cualidades secundarias. Indiquemos, o recordemos, aquí que las cualidades primarias son las que son inseparables de los cuerpos, tal ocurre con la solidez, extensión, figura y movilidad, pues aunque un cuerpo se divida, por ejemplo, en dos, cada una de estas dos partes sigue poseyendo aquellas cualidades. En cuanto a las cualidades secundarias, son las que no están en los objetos mismos sino como «poderes» de producir en nosotros varias sensaciones por medio de sus cualidades primarias; así ocurre con los colores, sonidos, gustos, etc. Aunque se suelen interpretar las cualidades primarias como cualidades objetivas y las secundarias como subjetivas, es claro que en Locke esta «subjetividad» es sólo relativa; en efecto, no habría cualidades secundarias si los cuerpos no poseyeran los poderes correspondientes para producirlas. Las cualidades secundarias dependen de las primarias. Cierto que Locke indica que solamente las ideas de las cualidades primarias existen, pero las cualidades secundarias existen como modos de las primarias y no son meras sensaciones exclusivamente dependientes de los órganos de los sentidos. Locke distingue además entre tres clases de cualidades en los cuerpos: cualidades como el bulto, el número, la situación, movimiento, etc., que se hallan en los cuerpos, tanto si los percibimos como no, y esto son las cualidades primarias; cualidades como los sonidos, olores, etc., que son poderes que' tienen los cuerpos de producir en nosotros tales ideas simples, y esto son cualidades sensibles; posibilidades que tienen los cuerpos en razón de la constitución particular de sus cualidades primarias de causar cambios en el bulto, figura, textura, movimiento, etc., de otro cuerpo y de actuar sobre nuestros sentidos de modo distinto del que había tenido lugar antes, y esto son los «poderes» (powres). Las primeras cualidades son propiamente reales u originales; las segundas y terceras son poderes para introducir modificaciones.

Varias son las facultades del espíritu que se ejercen sobre las ideas: la percepción; la retención (que puede ser contemplación o bien memoria), y el discernimiento, con la comparación, composición y abstracción. Cada una de las facultades nombradas es superior a la que le precede en cuanto que va más allá en la obtención y organización del conocimiento.

Por medio de las facultades se obtienen las mencionadas ideas complejas. Varias ideas simples juntadas de modo apropiado dan lugar a una idea compleja, que puede ser, y es con frecuencia, la idea de un cuerpo. Dos o más ideas simples, o complejas, comparadas sin unirse dan lugar a la idea de relación. Dos o más ideas separadas de otras en una entidad o entidades en las cuales se hallan juntas dan lugar a la llamada «idea general». Este modo de clasificar ideas complejas está fundado principalmente en los modos de operación de nuestro entendimiento. Hay otra clasificación de ideas complejas que Locke estudia con más detalle: es la que resulta de distribuir las ideas complejas en ideas de modos de substancias y de relaciones. Este autor trata con particular detalle de los modos simples de las ideas de espacio, duración, y también de número e infinito; de los modos del poder (dividido en activo y pasivo). Con ello considera haber dado razón de «nuestras ideas originarias» de las cuales se derivan las restantes. Las «más originarias» son las ideas de extensión, solidez y movilidad -que recibimos de los cuerpos mediante nuestros sentidos-, y de perceptividad (o poder de percepción, o de pensamiento) y motividad (o poder de mover) -que recibimos de nuestros espíritus por reflexión. A ellas se agregan las de existencia, duración y número.

Las ideas complejas de substancia parten de la idea oscura relativa de «substancia en general» --de la cual no hay otra noción que la suposición de «un no se sabe qué soporte de ciertas cualidades capaces de producir en nosotros simples ideas»- para examinar la formación de ideas de particulares clases de substancias. Estas se forman mediante observación de ciertas combinaciones de ideas simples que se dan en la experiencia. Entre las ideas particulares de substancias destacan las de substancia corporal y substancia espiritual, cada una de ellas formadas a su vez por una combinación de ideas complejas y todas ellas íntimamente relacionadas con la idea de los «poderes». La idea de substancia extensa deriva de la sensación; la de substancia pensante, de la reflexión, y la experiencia confirma la existencia de ambas. Hay también ideas complejas de substancias, que son las ideas de colecciones de cosas o ideas colectivas.

Las ideas complejas de relación son resultado de comparaciones, pues no pueden entenderse las relaciones sin términos correlativos, aun cuando las relaciones son distintas de las cosas relacionadas. Entre las ideas complejas de relación destacan las de causa y efecto, de identidad -en donde se incluye la noción de «identidad personal»- y diversidad (de estas relaciones habló Locke a instancias de Molyneux), y de relaciones morales de varias clases.

De las ideas puede hablarse también en cuanto claras u oscuras, distintas o confusas, verdaderas o falsas. Puede hablarse también de las asociaciones de ideas -una falsa asociación, por ejemplo, es causa de un error- Como las ideas son expresables mediante palabras, es preciso examinar los nombres de las ideas para ver si son nombres adecuados y hallar los remedios para evitar confusiones y abusos en las apelaciones. En este respecto es fundamental en Locke su doctrina acerca de los nombres de substancias; según Locke, no podemos conocer las esencias reales, sino sólo las esencias nominales, bien que estas últimas, para ser rectamente usadas, deban de algún modo apoyarse en las maneras como nos son dadas las cosas en la Naturaleza. Locke desarrolla aquí un nominalismo moderado (parecido a un conceptualismo) por cuanto no considera los nombres de substancias como meros nombres formados arbitrariamente, sino como nombres que designan (fundándose en la experiencia) realidades.

Con todos estos «materiales» a mano cabe ahora preguntarse qué es el conocimiento, qué formas hay de conocimiento y hasta dónde puede conocerse según el área considerada. Locke define el conocimiento como siendo simplemente «la percepción de la conexión y acuerdo, o desacuerdo y repugnancia, de cualesquiera de nuestras ideas». Parece, así, que el conocimiento se refiera solamente a ideas y no a «realidades». Sin embargo, como las ideas vienen de la experiencia y ésta es experiencia de la realidad, o realidades, las ideas en cuestión lo son de algún modo de las realidades. El acuerdo o desacuerdo antes referido puede ser, según Locke, de cuatro clases: identidad o diversidad; relación; coexistencia o conexión necesaria, y existencia real. Por otro lado, los grados del conocimiento son tres: conocimiento intuitivo, en el cual el espíritu percibe el acuerdo o desacuerdo de ideas inmediatamente por sí mismas; conocimiento demostrativo, que tiene lugar por la intervención de otras ideas, y es propiamente un razonamiento, y conocimiento sensible, o conocimiento de existencias particulares. Se trata ahora de saber el alcance del conocimiento, y éste varía de acuerdo con el tipo de acuerdo o desacuerdo de que se trate. Y este alcance está determinado por el de nuestras ideas, ya que sólo por ellas puede tenerse conocimiento.

El conocimiento que se refiere a la identidad y a la diversidad tiene el mismo alcance que el que tienen las ideas, ya que dada una idea podemos ver inmediatamente si es o no ella misma y si es o no distinta de otra idea. El conocimiento que se refiere a la relación se extiende hasta donde alcanza nuestra facultad de encontrar ideas intermedias entre una proposición y la otra. El conocimiento que se refiere a la coexistencia o relación necesaria tiene alcance limitado; en rigor, tiene el mismo alcance que tiene la experiencia, pues sólo por ella podemos saber si tales o cuales ideas simples forman o no una idea compleja de substancia, o si tales fenómenos suceden o no regularmente a otros. La doctrina de Locke sobre la substancia y la causa se halla confinada dentro de los límites citados; Locke no sostiene que las substancias sean complexos arbitrarios de cualidades o que la relación entre causa y efecto sea completamente contingente, pero la existencia de tales o cuales relaciones causales es asunto de experiencia y sólo de experiencia. El conocimiento que se refiere a la existencia real se reduce al conocimiento intuitivo de nuestra propia existencia, única de la cual tenemos completa certidumbre.

En términos de «objetos» puede decirse que Locke estima seguro el conocimiento intuitivo; aceptable, el conocimiento demostrativo, y, relativo, el conocimiento sensible. El conocimiento más firme es el intuitivo y el demostrativo; a este último pertenece el conocimiento matemático y el de la existencia de Dios. El conocimiento de «las cosas reales» y de las «causas naturales» es sólo relativo y probable, pero no se halla siempre en el mismo estadio: este conocimiento puede, y suele, progresar con la experiencia. Se ha preguntado, pues, a veces, en qué medida puede considerarse, como lo ha sido a menudo, la teoría del conocimiento de Locke como la teoría que corresponde a la mecánica newtoniana. La razón es que la doctrina de Locke consiste en gran parte en una investigación de los modos de relación de las ideas, las cuales se hallan fundadas en elementos simples procedentes de la experiencia. Estos modos de relación se hallan fundados últimamente en la experiencia -en los fenómenos-, pero su tratamiento procede de acuerdo con el método demostrativo, mediante el cual se alcanzan verdades universales y necesarias. Si se halla, sin embargo, cierta contradicción en la teoría del conocimiento de Locke, ello se debe a que esta teoría está últimamente compuesta de dos elementos: la experiencia y la razón, y que mientras en unos casos se destaca la primera, en otros casos se subraya la última. Pero ninguna de las dos puede totalmente eliminarse. Por eso Locke ha podido ser considerado como un «empirista» y a la vez como un «racionalista», o, si se quiere, como un «empirista racional».

Terminaremos esta parte mencionando brevemente la «división de ciencias» que propone Locke al final del Ensayo. Son las tres siguientes: física o filosofía natural, que estudia la naturaleza de las cosas como son en sí, sus relaciones y sus modos de operación; ética o filosofía práctica, que estudia el modo como el hombre debe actuar como agente dotado de voluntad para obtener la felicidad; doctrina de los signos o semántica, que estudia los modos y maneras por medio de los cuales se obtiene y comunica el conocimiento adquirido en las dos anteriores «ciencias».

La filosofía de Locke no consiste sólo en una teoría del conocimiento, aun en el caso de que dentro de ésta alojemos su «metafísica» y su «ontología» o «teoría de los objetos». Es asimismo fundamental en Locke su doctrina ética y su doctrina política. El hecho de que sus Tratados sobre el gobierno y su Carta sobre la tolerancia aparecieran anónimamente no quiere decir que Locke prestara escasa atención a la doctrina moral y política, pues dedicó mucho tiempo a la composición de dichas obras. Se ha planteado a veces la cuestión de la relación que hay entre la teoría del conocí miento y «metafísica» de Locke, y sus teorías éticas y políticas: unos han sostenido que estas últimas son una consecuencia de las primeras; otros, que son muy distintas, ya que mientras en la teoría del conocimiento Locke insiste, a pesar de todo, en la necesidad de obtener un saber seguro y cierto, en ética y Política se contenta con un conocimiento meramente probable o, mejor dicho, con un mero «tanteo». Las dos opiniones pueden justificarse en los textos de Locke y es difícil llegar al respecto a ninguna conclusión definitiva.

La ética de Locke es de carácter hedonista por cuanto da considerable importancia a las causas de placer y dolor como «bienes» y «males», respectivamente. Sin embargo, no hay que entender tales «placer» y «dolor» (o sus causas) únicamente en sentido «físico» o sólo en sentido «subjetivo». Según Locke, hay leyes morales cuya obediencia produce el bien y cuya desobediencia produce el mal. Estas leyes, aunque proceden de Dios, son racionales Y coinciden con las «leyes naturales».

Más importante, e influyente, que la ética de Locke ha sido su teoría política. Ésta es, por un lado, una racionalización de ciertas tendencias representadas por el partido «Whig» y los que llevaron al trono, a Guillermo de Orange; pero, por otro lado, es una fundamentación del llamado «liberalismo». Locke se opuso al Patriarcha (1680), de Sir Robert Filmer, y a su teoría del derecho divino de los reyes. Según Locke, los hombres son iguales y libres en su estado de naturaleza. Por consentimiento común llegan a formar una sociedad, la cual no es, pues, resultado de un deseo de evitar la «guerra de todos contra todos» de que había hablado Hobbes, a cuya doctrina «totalitaria» se opuso Locke firmemente. La sociedad está fundada en un consentimiento libre, pero también en derechos naturales, tales como el derecho de existencia (o subsistencia) y el de propiedad -el cual permite al hombre disponer de los bienes necesarios para su existencia (y subsistencia)- Este derecho de propiedad no es absoluto, tiene sus limitaciones. Por un lado, la propiedad tiene su fuente en el trabajo (y también en la herencia, en la cual se expresaron los frutos de un trabajo). Por otro lado, tiene sus limitaciones en los demás miembros de la sociedad; a ninguno debe perjudicar la propiedad detentada por otros.

Fundamental en la doctrina política de Locke es su teoría del gobierno como gobierno representativo; los miembros del gobierno son aquellos a quienes los que componen la sociedad han confiado el poder y el derecho de dirigir a los gobernados para el bien de la comunidad y de cada uno de sus miembros. Como la sociedad, el gobierno es, o debe ser, resultado del consentimiento libre de los individuos que forman la sociedad y no debe nunca hollar los derechos fundamentales de estos individuos, sino más bien protegerlos. Locke divide el poder del gobierno en tres poderes, cada uno de los cuales da lugar a una rama de gobierno: el poder legislativo (que es el fundamental), el ejecutivo (en el cual incluye el judicial) y el federativo (que es el poder de declarar la guerra, concertar la paz y establecer alianzas con otras comunidades). Mientras el gobierno siga siendo expresión de la voluntad libre de los miembros de la sociedad, la rebelión no es permitida: es injusta la rebelión contra un gobierno legal. Pero la rebelión es aceptada por Locke en caso de disolución de la sociedad y cuando el gobierno deja de cumplir su función y se convierte en una iranía.

Tanto la teoría y filosofía general de Locke como su ética y su doctrina política ejercieron enorme influencia, especialmente durante el siglo XVIII: se ha podido hablar de «la edad de Locke» como se ha hablado de «la edad de Newton» y aun de las dos a un tiempo: «la edad de Locke y Newton Los principales enciclopedistas franceses (d'Alembert, Voltaire, por ejemplo) saludaron la filosofía de Locke como la que corresponde a la física de Newton, y ambas como la expresión de la «razón humana». Locke ejerció gran influencia sobre los filósofos y economistas de tendencia «liberal» y sobre gran parte de la evolución de las ideas y costumbres políticas en muchos países, especialmente los de habla inglesa. No obstante las críticas a Locke de Berkeley y Hume, estos dos pensadores no son concebibles sin Locke, que ha sido considerado como su inmediato precursor en la corriente del «empirismo inglés moderno». También ejerció Locke gran influencia sobre el desenvolvimiento de las teorías asociacionistas y sensacionistas (o sensualistas) en Inglaterra, Francia y otros países. Se opusieron a Locke los «malebranchistas» y los «racionalistas»; importante en este último respecto fue la polémica de Leibniz contra Locke. Los Nouveaux Essais del primero trataron de refutar punto por punto el Essay de Locke. Sin embargo, algunos autores considerados «racionalistas» hicieron abundante uso de la doctrina de las «ideas» lockiana.

 

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MARCUSE, HERBERT (1898-1979), nac. en Berlín, estudió en Berlín y Friburgo i. B., donde se doctoró en 1923. En Friburgo recibió la influencia de Husserl y de Heidegger. Bajo la dirección del último preparó su tesis para la venia docendi, que dio origen a su primer libro: la obra sobre la ontología de Hegel y el fundamento de una teoría de la historicidad. Tanto su muy temprano interés por el socialismo como su estudio de Hegel llevaron a Marcuse a profundizar en el marxismo. Es posible que las diferencias políticas con Heidegger impidieran a Marcuse llegar a ser su ayudante en Friburgo, pero aunque es cierto que éste se fue distanciando de aquél, conservó de todos modos lo que podría llamarse un «impulso heideggeriano». Lo que ha interesado a Marcuse ha sido el hombre como un estar en el mundo, pero no como un locus o una voz del Ser, sino como una realidad social. La actitud filosófica de Marcuse y sus orientaciones sociales y políticas lo fueron acercando a Adorno y a Horkheimer, ingresando en 1933 en el «Instituto de Investigación Social» (Institut für Sozialforschung), de Frankfurt, siendo considerado como uno de los «miembros» de la «Escuela de Frankfurt». La imagen de Marcuse como uno de los «frankfurtiarios» es, sin embargo, sólo una primera aproximación a su pensamiento, que difiere en puntos importantes del pensamiento de Adorno y de Horkheimer. Cada uno de ellos ha elaborado en distinta forma la teoría crítica.

En 1934, Marcuse se trasladó a Estados Unidos, trabajando primero en el «Instituto de Investigación Social» (Institute of Social Research), asociado con la Universidad de Columbia (19341940). De 1941 a 1950 trabajó en el Departamento de Estudios Estratégicos y en el Departamento de Estado. De 1951 a 1953 profesó en el Instituto Ruso de las Universidades de Columbia y Harvard. De 1954 a 1965 fue profesor en la «Brandeis University», de Boston, y a partir de 1965 profesó en la Universidad de California, en San Diego. En 1967 empezó a circular el nombre de Marcuse en Alemania por el interés que despertaron sus ideas entre muchos estudiantes revolucionarios. La agitación estudiantil en 1967 y 1968, y especialmente las jornadas de mayo de 1968, en París, colocaron el nombre de Marcuse en primer plano; de 1968 a 1970, especialmente, menudearon los estudios sobre su obra y los debates en torno a sus ideas. La cronología de la bibliografía sobre Marcuse, infra, refleja esta situación, aun más patente en una bibliografía completa, que incluya los centenares de trabajos dedicados a Marcuse en los años indicados.

El pensamiento de Marcuse combina una fuerte tendencia hacia lo abstracto con una no menos fuerte tendencia a engranar con situaciones concretas. En este respecto, Marcuse ha seguido las huellas de Lukács. Como Lukács, consistido en ahondar en las raíces hegelianas de Marx y, de paso, en «rescatar» a Hegel de manos tanto de pensadores políticos conservadores como de materialistas dialécticos dogmáticos. El «rescate» de Hegel tiene lugar contra la inclinación del propio Hegel a cerrar el ciclo de la razón dialéctica. A despecho de la insistencia de Hegel en «el trabajo de lo negativo», Marcuse estima que, en último término, Hegel fue infiel a su propia intuición. Ésta fue, en cambio, desarrollada por Marx, para quien la conciencia en la historia está ligada a las estructuras de clase de la sociedad. Ello no significa que haya que admitir estas estructuras de clase; por el contrario, tienen que ser negadas y trascendidas. Todos los hechos históricos son, para Marcuse, restricciones y comportan una negación. La negación de las restricciones y de la propia negación abren la vía para la posibilidad de una auténtica y radical realización de la libertad y de la felicidad, que son excluidas en la sociedad burguesa y, en general, en toda sociedad clasista. El realismo hegeliano de la razón lleva, a la postre, a un positivismo y a un conformismo.

Se ha destacado a menudo que una de las más importantes, e influyentes, contribuciones de Marcuse es el enlace que éste estableció entre el pensamiento de Marx y el de Freud. Ello se debe principalmente a que Marcuse encontró en algunas de las ideas de Freud los elementos de la «psicología social» que faltaban en Marx. En ambos casos se trata de un movimiento de liberación de represiones. La represión sexual es concomitante con la represión social. Según Marcuse, Freud no había advertido que, junto a las represiones de que dio cuenta y para las cuales trató de encontrar una terapéutica, hay una serie de represiones suplementarias, o sobrerrepresiones, originadas en formas de dominio social. Tanto las represiones fundamentales de que había hablado Freud como las represiones suplementarias pueden haber sido indispensables para el mantenimiento de la civilización, así como para la conservación de un determinado orden social. Sin embargo, las represiones suplementarias se multiplican a sí mismas de modo que llegan a ser innecesarias. No se trata solamente de liberarse de represiones sexuales, sino de liberar la propia sexualidad. Ello se distingue de las falsas liberaciones o de los movimientos antí-represivos en una sociedad fundamentalmente represiva. Estas falsas liberaciones o movimientos pseudo-antirepresivos, lejos de conducir a la libertad y a la felicidad, llevan a la conformidad y a nuevos modos de represión. Marcuse admite la posibilidad, y aun la necesidad, de sublimaciones, pero éstas tienen que ser de un carácter no represivo.

Marcuse ha sometido a crítica, por un lado, el marxismo soviético, y, por otro, la concepción unidimensional del hombre prevaleciente en la «sociedad industrial avanzada». La concepción unidimensional, patente, a su entender, en el pensamiento «analítico», responde a una sociedad unidimensional. Esta sociedad es falaz, porque presenta el rostro de la abundancia, la libertad y la tolerancia, ocultando su verdadera realidad, que es el dominio social y el conformismo. La sociedad industrial avanzada «se permite» la tolerancia justa y precisamente porque no tiene ni siquiera necesidad de la intolerancia. Las más conocidas, y difundidas, ideas de Marcuse discurren por esta vía. Marcuse ha puesto de relieve que los marxismos «oficiales» y muchos movimientos revolucionarios han errado al pensar que las clases oprimidas y explotadas luchan necesariamente por su liberación. Estas clases son fácilmente, y podría decirse aviesamente, incorporadas en el «sistema». En este sentido, la conciencia verdaderamente revolucionaria puede aflorar en grupos minoritarios que no son objetivamente explotados, y que comprenden que la tolerancia puede ser represiva. El «Estado del bienestar», la «sociedad de la abundancia», «la sociedad de consumo» son otras tantas formas de producción de alienación que se ignora a sí misma. Marcuse no predica con ello el retorno a ninguna sociedad en la cual predomine la «robusta pobreza», la «limpieza moral» y la «simplicidad», de lo que se trata es de eliminar el despilfarro, ya que sólo de este modo aumentan los bienes susceptibles de distribución. Marcuse no predica tampoco el retorno a una sociedad atecnológica; de lo que se trata es de liberar la tecnología de su irracionalidad. La subversión del «sistema», en todo caso, no puede originarse dentro del sistema: se origina o en la conciencia revolucionaria de minorías, que por ello sólo se colocan fuera de toda posibilidad de asimilación, o en las masas que están realmente «fuera» -los que no tienen empleo, los que luchan por la liberación nacional y económica en países del Tercer Mundo, etc.- y a quienes no ofrece ningún atractivo ni la abundancia ni la tolerancia represiva. La conjunción de estas fuerzas tan dispares puede ofrecer la esperanza, aunque por el momento sólo la esperanza, de una auténtica liberación.

 

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MARX, KARL (1818-1883), nac. en Trier (Treveris), en la antigua provincia del Rhin. Después de estudiar en la escuela de Trier ingresó (1835) en la Facultad de Derecho de la Universidad de Bonn y (1836) en la Universidad de Berlín, donde se doctoró en 1841, y donde siguió las lecciones de Savigny y de Eduard Gans discípulo de Hegel. Amigo del grupo de los «jóvenes hegeliano de izquierda» (los hermano Bauer, Max Stirner y otros), estudió a fondo el sistema hegeliano por el cual se sintió a la vez atraído y repelido. Mosse Hes un socialista radical de Colonia lo llamó a esta ciudad para colaborar en la Rheinische Zeitung (1831) hasta la suspensión de este periódico (1843). Marx publico en la Rheinische Zeitung una serie artículos radicales al tiempo que se familiarizaba con los escritos de los socialistas utópicos franceses, especialmente Fourier Proudhon y Leroux. Se entusiasmo con Feuerbach, y en vista de la imposibilidad de seguir trabajando en Alemania se trasladó a París, invitado por Arnold Ruge para colaborar en los Deutsch-Französische Jahrbücher. En 1844 conoció en París a Engels, con quien mantuvo estrecha amistad durante toda su vida, con quien colaboró en varias obras y quien le ayudó a menudo financieramente durante su largo exilio en Londres. También en París conoció a varios revolucionarios (Auguste Blanqui, Bakunin, etc.) y familiarizó con los escritos de Saint-Simon, que ejercieron sobre él influencia considerable. Allí comenzó una serie de polémicas (contra Proudhon, contra sus antiguos amigos de la «izquierda hegeliana», etcétera). Expulsado de París a petición del Gobierno prusiano por sus colaboraciones en el semanario Vorwärts, se marchó en 1845 a Bruselas. En 1847 fundó, con Engels, la Liga (Bund) de los comunistas, cuyo programa político y filosófico fue fijado en el Manifiesto del Partido Comunista (1848). Poco más tarde, en Colonia, dirigió la Neue Rheinische Zeitung, que fue suprimida casi inmediatamente. En 1849 llegó a Londres, donde permaneció durante el resto de su vida, y donde escribió sus más importantes obras teóricas mientras luchaba contra la miseria y se mantenía en estrecho contacto con las organizaciones revolucionarias, y desde donde daba el principal impulso a la constitución de la internacional.

Suele presentarse a Marx como un discípulo de Hegel o, mejor dicho, como uno de los «hegelianos de izquierda» que invirtió completamente las tesis hegelianas, pero conservando partes importantes de la sustancia del hegelianismo. Ello es cierto, pero debe tenerse presente asimismo la influencia ejercida sobre Marx por otros autores (Feuerbach, Saint-Simon, etc.), así como las consecuencias que tuvieron para él sus lecturas de los principales economistas de la época (Adam Smith, Ricardo, Quesnay, etc.) y en particular su actividad como periodista y su intervención en las luchas político-sociales de su tiempo. A ello debe agregarse la influencia ejercida sobre Marx por el desarrollo de la economía, y en particular de la inglesa (sobre la cual Engels le proporcionó muchos datos). Aun así, no debe considerarse el sistema de ideas de Marx como un resultado de diversas influencias y experiencias, sino como la elaboración de tales influencias y experiencias dentro de un espíritu a la vez sistemático y positivo.

Una de las cuestiones que más abundantemente se han debatido en los últimos tiempos es la de si hay o no «dos Marx», y caso de haberlos qué relación hay entre ambos y hasta qué juicio cabe pronunciar sobre el valor del pensamiento de cada uno de ellos. Los que han defendido la tesis de los «dos Marx» han dividido su pensamiento en dos períodos, caracterizados principalmente por los Manuscritos económico-filosóficos, de 1844, y por El Capital, de 1876. La publicación de dichos Manuscritos llamó la atención sobre un Marx principalmente «filósofo», y considerablemente "ideólogo" que, según varios intérpretes, cabría incluir en una especie de tradición hegeliano-existencial; éste es, se ha dicho a veces, el Marx realmente interesante, cuando menos filosóficamente, así como antropológica y «moralmente», a diferencia del Marx «posterior», apartado de la filosofía y de toda ideología y consagrado a edificar una ciencia. Varios autores, por el contrario, han estimado que hay que tener en cuenta principalmente al Marx maduro, es decir, al Marx científico y no filosófico. Los dos tipos de opiniones presuponen una escisión más o menos rigurosa entre los «dos Marx». La publicación completa de los Grundrisse, de 1857-1858, ha alterado la tesis de la escisión -así como los juicios contrapuestos fundados en ella- y, según varios intérpretes, ha restablecido la «continuidad» en el pensamiento de Marx. Sin embargo, los Grundrisse pueden interpretarse, a su vez, de varios modos, y entre ellos de dos: como un lazo de unión entre los supuestos «dos Marx» o como un núcleo maduro del pensamiento de Marx que apunta a varias direcciones, entre ellas a las del «primer Marx» o «Marx filósofo» y del «Marx posterior» o «Marx científico».

 

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MOORE, G[EORGE] E[DWARD] (1873-1958), nac. en Upper Norwood (cercanías de Londres), fue primero «Fellow» en Trinity College, de Cambridge, y luego «Lecturer» (1911-1925), y profesor (1925-1939) en la Universidad de Cambridge.

Moore se ha interesado particularmente por analizar la significación de expresiones usadas en el lenguaje corriente, y por averiguar lo que los filósofos han querido decir al decir lo que dijeron y qué razones hay para suponer que lo que han dicho es verdadero o falso. En ambos casos se trata de un «análisis», por lo que el pensamiento o, mejor dicho, el «método» de Moore ha sido considerado como un método analítico y su autor como uno de los principales representantes del movimiento filosófico llamado «Análisis», particularmente en la forma de la calificada a veces de «Escuela de Cambridge». Sin embargo, en cada caso se trata de un análisis distinto. En efecto, en el análisis de la significación de expresiones del lenguaje corriente no se trata de averiguar si tales expresiones son verdaderas -pues Moore supone que lo son casi siempre- ni qué significación tienen -pues su significación es clara-, sino lo que resulta de analizar tal significación. En cambio, en el análisis de lo que los filósofos han querido decir se trata no solamente de dilucidar su significación -que los propios filósofos muchas veces han ignorado-, sino también de poner de relieve la verdad o la falsedad de lo dicho.

El método analítico de Moore consiste en gran parte en una «práctica» M método más que en una dilucidación del método mismo. Ello *no quiere decir que no pueda también averiguarse en qué consiste el método, pero hay que aceptar el hecho de que ninguna formulación del método en términos de «reglas» puede agotarlo. Por otro lado, el doble interés de Moore antes descrito hace que, aunque no sean dos métodos distintos, se trate cuando menos de dos partes muy distintas entre sí del mismo método, partes que no es legítimo, ni conveniente, confundir. A consecuencia de ello, toda exposición del «pensamiento» de Moore, inclusive sólo de su «pensamiento metódico», choca con la dificultad de que éste solamente puede superponerse con la práctica del método, y ello hace que sea más difícil exponer que seguir el método de Moore.

Debe advertirse que el interés mostrado por Moore por poner en práctica su método -o las dos partes principales de su método no significa ni que Moore se desinterese de toda proposición filosófica en cuanto descripción de la realidad, ni tampoco que no haya en el método de Moore supuestos filosóficos. El propio Moore ha indicado que la filosofía tiene por misión «dar una descripción general del universo entero», con inclusión de las clases principales de «cosas buenas» que hay en el universo. Por otro lado, en el curso de su análisis de las significaciones, Moore presupone que hay un universo de significaciones manifestado en las expresiones M lenguaje. Estas significaciones son los conceptos o las proposiciones representados o nombrados mediante expresiones.

Las anteriores indicaciones acerca del método analítico de Moore y acerca de las ideas filosóficas presupuestas en el método no constituyen, ni siquiera muy programáticamente, todo el pensamiento de Moore. Por un lado, debe tenerse presente que en el mismo análisis de las significaciones hay varias operaciones que Moore ha propuesto o, más exactamente, ejecutado. En algunos casos, en efecto, ha procedido a analizar un concepto en tanto que división del concepto en ciertas unidades significativas estimadas básicas. En otros casos, en cambio, ha procedido a distinguir un concepto de otros conceptos. Se ha dicho a veces que el tipo de análisis practicado por Moore es similar al propugnado por Russell. Otras veces se ha dicho que es similar al llevado a cabo por el «último Wittgenstein». Lo cierto es que Moore ha ejecutado los dos tipos de análisis y que, por tanto, hay en Moore algo de russelliano y algo de neowittgensteniano. Ello no quiere decir que Moore haya seguido en cada caso a Russell y al «último Wittgenstein»; en rigor, si de procedencia se trata, Moore podría haberla reclamado en varios casos. Es mejor, sin embargo, no plantearse aquí cuestiones de precedencia, sino únicamente subrayar los parecidos. Por lo demás, los antecedentes de Moore -desde el punto de vista histórico- son más bien filósofos como Berkeley y Thomas Reid.

Moore estimaba que aunque no pueden probarse (o refutarse) las proposiciones del sentido común es mejor atenerse a ellas, por cuanto de lo contrario chocamos con muchas paradojas. Esta creencia de Moore ha llevado a algunos a pensar que este filósofo es un «filósofo del sentido común». Ahora bien, ello es cierto sólo en un sentido: en el de que Moore usa el sentido común en su análisis de lo que han querido decir los filósofos y en su aceptación o rechazo de lo que han querido decir. Desde este punto de vista hay que considerar su conocida «Refutación del idealismo» (su análisis de la fórmula esse est percipi, que da por resultado que en ninguno de los sentidos propuestos o que puedan proponerse el esse es identificable con el percipi). Sin duda que Moore defiende la filosofía del sentido común y también, como consecuencia, el llamado «realismo del sentido común», pero ello constituye solamente una parte y, en cierto modo, una parte ancillar de su pensamiento metódico.

A la práctica del método analítico se debe asimismo lo que se ha llamado «la doctrina ética de Moore». Ésta tiene dos partes: primeramente, es una averiguación de «las cosas buenas»; luego, es un análisis del significado de 'bueno'. Este último análisis es capital en la citada doctrina. Puesto que no se puede descomponer la significación de 'bueno' en otras significaciones supuestamente más primarias, hay que aceptar que 'bueno' es un predicado básico. Este predicado corresponde a un concepto que designa algo no natural. Los filósofos que han intentado reducir el concepto de «bueno» a otro concepto, o han tratado de identificarlo con otro concepto, han cometido lo que desde Moore se conoce con el nombre de «falacia naturalista». Ello no quiere decir que 'bueno' sea el nombre de una cualidad misteriosa; es el nombre de una cualidad irreductible --como es irreductible, por ejemplo, la cualidad designada con el nombre de 'amarillo'_ Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Moore no se detuvo en este análisis de 'bueno'; posteriormente admitió que 'bueno' puede ser el nombre que designa una cierta «actitud»: la de aprobación. Con ello pareció Moore sucumbir a la misma «falacia naturalista» que había denunciado. Sin embargo, la aprobación de referencia no necesita ser una «actitud natural» adoptada por un «sujeto natural; es, o puede ser, resultado de un "uso lingüístico", en un sentido muy amplio de 'lingüístico'.