Popper, Karl (1995), en Un Mundo de Propensiones. Madrid:
Tecnos. Pp. 58-72.
No voy a empezar planteando
una pregunta como “¿Qué es el conocimiento?” y mucho menos “¿Qué significa conocimiento?”
Por el contrario, mi punto de partida es una proposición muy simple -de hecho,
casi trivial-, a saber, los animales
pueden conocer: pueden tener conocimiento. Un perro, pongamos por caso,
puede saber que su amo vuelve del trabajo a la seis de la tarde: el
comportamiento del perro puede ofrecer muchos indicios, claros para sus amigos,
de que espera el regreso de su amo a esa hora. Mostraré que, pese a su
trivialidad, la proposición los animales
pueden conocer revoluciona por completo la teoría del conocimiento y como
todavía se imparte.
Sin duda, habrá quien niegue
mi proposición. Ese alguien tal vez podría decir que, al atribuir conocimiento
al perro, no hago más que emplear una metáfora, un descarado antropomorfismo.
Expresiones de este cariz han sido manifestadas incluso por los biólogos
interesados en teoría de la evolución. Esta es mi réplica: descarado
antropomorfismo sí, mera metáfora no. Dicho antropomorfismo es de gran
utilidad: es casi indispensable para cualquier teoría de la evolución. Hablamos
de la nariz del perro, o de sus piernas, y también esos son antropomorfismos,
pese a que damos sin más por sentado que el perro tiene una nariz, si bien algo
distinta de la humana.
Ahora bien, los interesados
en teoría de la evolución sabrán que la importante teoría de la homología forma
parte de ella, y que mi nariz y la del perro son homólogas, lo cual quiere
decir que ambas son herencia de un lejano ancestro común. La teoría evolutiva
no sería posible sin esa hipotética teoría de la homología. Mi atribución de
conocimiento al perro es, por tanto, un antropomorfismo, más no una metáfora.
Antes bien, implica la hipótesis de que algún órgano del perro, en este caso,
presumiblemente, el cerebro, tiene una función que no sólo corresponde en un
sentido vago a la función biológica del conocimiento humano.
Ruego se den cuenta de que
las cosas que pueden ser análogas son, originalmente, órganos. Y también procedimientos.
Hasta podemos arriesgar la hipótesis de que la conducta es homóloga en sentido
evolutivo; la conducta de cortejo, por ejemplo, sobre todo la ritualizada. Es
bastante plausible que tal conducta sea homóloga en el sentido hereditario o
genético entre, pongamos por caso, especies de pájaros diferentes pero íntimamente
ligadas. Es altamente dudoso que lo sea entre nosotros y algunas especies de
peces, y, pese a ello, ésta sigue siendo una hipótesis a considerar con seriedad.
Es más plausible, por supuesto, que el pez posea una boca o un cerebro análogos
a nuestros correspondientes órganos: es bastante convincente que desciendan
genéticamente de los órganos de una ancestro común.
Espero que la central
importancia de la teoría de la homología para la evolución haya quedado
suficientemente clara mis fines, este es, de cara a defender la existencia de
conocimiento animal, no como mera metáfora sino como una hipótesis evolutiva a
considerar con seriedad.
Tal hipótesis en ningún modo
implica que los animales sean conscientes de su conocimiento; por esta razón
reclama atención sobre el hecho de que nosotros mismos poseemos un conocimiento
del que no somos conscientes.
Nuestro conocimiento
inconsciente posee a menudo el carácter de expectativas
inconscientes, de las que en ocasiones podemos adquirir consciencia cuando han
resultado ser erróneas.
Un ejemplo de ello es algo
que he experimentado varias veces en mi larga carrera: al llegar al último peldaño
de una escalera estoy a punto de caer, y entonces me doy cuenta de que,
inconscientemente, esperaba un peldaño más, o uno menos, de los que en realidad
había.
Esto me lleva a la siguiente
formulación: cuando nos sorprendemos de algún suceso, nuestra sorpresa habitualmente
se debe a la expectativa
inconsciente de que iba a suceder algo
distinto.
Trataré ahora de ofrecer una
lista con diecinueve interesantes conclusiones que podemos inferir, y que en
parte ya hemos inferido (aunque por ahora inconscientemente) a partir de
nuestra trivial proposición los animales
pueden conocer.
1. El conocimiento tiene a
menudo el carácter de expectativa.
2. Las expectativas suelen
tener el carácter de hipótesis, de conocimiento conjetural o hipotético: son inciertas. Quienes las mantienen, o
quienes saben, pueden ser del todo ignorantes de esa incertidumbre. En nuestro
ejemplo, el perro puede morir sin siquiera haber visto frustrada su expectativa
relativa al oportuno regreso de su amo: pero nosotros sabemos que tal regreso jamás fue algo seguro y que su
hipótesis era muy arriesgada. (Después de todo, siempre pudo haber una huelga
ferroviaria.) De modo que podemos afirmar:
3. La mayoría de los tipos de conocimiento, sea
humanos o animales, son hipotéticos o conjeturales; sobre todo el tipo
ordinario, que acabamos de describir a modo de expectativa, pongamos por caso,
respaldada por un horario oficial impreso, de que el tren de Londres llagará a
las 5,48 horas de la tarde. (En algunas bibliotecas, algunos lectores
resentidos, o simplemente perspicaces, devolvían los horarios a los estantes
con el rótulo “Ficción”.)
4. A pesar de su
incertidumbre, de su carácter hipotético, gran parte de nuestro conocimiento
pasará a ser objetivamente verdadero:
corresponderá a los hechos objetivos.
De lo contrario difícilmente hubiésemos sobrevivido como especie.
5. Podemos, pues, distinguir claramente entre la verdad de una expectativa y su certeza, y, en consecuencia, entre dos
ideas: la idea de verdad y la idea de
certeza; o, como también podemos afirmar, entre verdad y verdad con certeza;
por ejemplo, la verdad matemáticamente demostrable.
6. Hay mucha verdad en gran
parte de nuestro conocimiento, pero poca certeza. Debemos enfocar nuestra
hipótesis críticamente; debemos
someterlas a una contrastación tan seria como para averiguar si, después de
todo, no pueden resultar falsas.
7. La verdad es objetiva: es
correspondencia con los hechos.
8. La certeza es raramente
objetiva: habitualmente no es más que un sentimiento de confianza, de convicción,
basado no obstante en un conocimiento insuficiente. Tales sentimientos son
peligrosos, puesto que raramente tiene un fundamento sólido. Pueden incluso
convertirnos en fanáticos histéricos que tratan de autoconvencerse de una
certeza que inconscientemente saben fuera de su alcance.
Antes de pasar al punto 9,
deseo hacer una breve disgresión. Pues quiero decir unas cuantas cosas contra
la difundida doctrina del relativismo sociológico, a menudo abrazado
inconscientemente, sobre todo por sociólogos que, estudiando las maneras de los
científicos, piensan estar estudiando la ciencia y el conocimiento científico.
Muchos de esos sociólogos no creen en la verdad objetiva, sino que conciben la
verdad como un concepto sociológico. Hasta un antiguo científico, como el
último Michael Polanyi, concebía la verdad como aquello que los expertos -o al
menos la gran mayoría de expertos- creen verdadero. Pero en toda ciencia los
expertos a veces se equivocan. Cuando quiera que hay una ruptura, un nuevo
descubrimiento realmente importante, ello significa que los expertos han
resultado estar en un error y que los hechos, los hechos objetivos eran
diferentes de lo que los expertos creían. (Hay que admitir que una ruptura no
es un suceso frecuente.)
No sé de ningún científico
creativo que no haya cometido errores; y ahora pienso en lo más grandes: Galileo,
Kepler, Newton, Einstein, Darwin, Mendel, Pasteur, Koch, Crick e incluso
Hilbert y Gödel. No sólo todos los animales son falibles, sino también todos
los hombres. De modo que hay expertos, pero no autoridades -hecho del que a
menudo no se deja la suficiente constancia-. Todos somos muy conscientes de que
no debemos cometer errores, claro, y en ellos ponemos todo nuestro empeño.
(Quizás Gödel fuese el que más.) Pero, con todo, somos animales falibles; mortales
falibles, como habrían dicho los antiguos griegos: sólo los dioses pueden
conocer; nosotros los mortales, sólo opinar o conjeturar.
De hecho conjeturo que es la
supresión del sentido de nuestra falibilidad el responsable de nuestra despreciable
tendencia a formar clichés y consentir cualquier cosa que parezca estar de
moda: esto nos hace a tantos aullar como lobos. Todo ello no es sino flaqueza
humana, lo que quiere decir que no debiera existir. Pero existe, claro; hasta
podemos hallarla entre algunos científicos. Como existe, debemos combatirla; primero
en nosotros mismos y sólo después, quizá, en los demás. Pues mantengo que la
ciencia debe afanarse en la verdad
objetiva, en la verdad que depende sólo de los hechos; en la verdad que se
halla por encima de autoridad y arbitrio humanos, y sin duda por encima de las
modas científicas. Algunos sociólogos no logran comprender que este objetivo es
una posibilidad a la que la ciencia (y, por ende, los científicos) debe aspirar.
Después de todo la ciencia ha aspirado
a la verdad al menos durante dos mil quinientos años.
Pero volvamos a nuestra
teoría evolutiva del conocimiento, a nuestro trivial punto de partida, la
proposición los animales pueden conocer, y a nuestra lista de
resultados obtenidos a partir de, o sugeridos por, esta trivial proposición.
9. ¿Sólo los animales pueden
conocer? ¿Por qué no las plantas? Obviamente, en el sentido evolutivo de
conocimiento del que hablo, no sólo animales y hombres pueden tener
expectativas y, por tanto, conocimiento (inconsciente), sino también las
plantas y en realidad, todos los organismos.
10. Los árboles saben que
pueden conseguir el agua imprescindible adentrando sus raíces en las capas más
profundas de la Tierra; también saben (al menos los altos) cómo crecer
verticalmente. Las plantas con flor saben que los días más cálidos están al
caer, y saben cómo y cuándo abrir y cerrar sus flores: de acuerdo con su
sensibilidad a los cambios de intensidad de radiación y temperatura. Tienen,
pues, algo semejante a sensaciones o percepciones, a las cuales responden, y
también algo semejante a órganos sensoriales. Saben, por ejemplo, cómo atraer
abejas y otros insectos.
11. El manzano que se
desprende de sus frutos o de sus hojas constituye un bello ejemplo de uno de
los puntos centrales de nuestra investigación. El manzano se adapta a los
cambios de estacionales del año. Su estructura de procesos bioquímicos
congénitos le permite mantener el ritmo de esos cambios ambientales
legaliformes a largo plazo. Espera tales cambios: está en sintonía con éstos,
los anticipa. (Los árboles, sobre todo los altos, también se ajustan con precisión
a constantes como las fuerzas gravitatorias.) Es más, el manzano responde, de
manera apropiada y perfectamente adaptada, a cambios y fuerzas a corto plazo, e
incluso a sucesos momentáneos de su entorno. Los cambios físicos delos
pedúnculos de manzanas y hojas las preparan para su caída, aunque por lo general
caen en respuesta al empuje momentáneo
del viento: la capacidad de responder adecuadamente a los sucesos y cambios a
corto plazo, e incluso momentáneos, de su entorno, es extremadamente análoga a
la capacidad del animal a responder a percepciones a corto plazo, a
experiencias sensoriales.
12. La distinción entre
adaptaciones a, o el conocimiento (inconsciente) de, condiciones ambientales
legaliformes y a largo plazo, como la gravedad y el ciclo estacional, por una
parte, y a cambios y sucesos a corto plazo, por otra, es de gran interés.
Mientras que los últimos se dan n la vida de los organismo individuales, las
primeras condiciones son tales que la adaptación a ellas debe de haber estado
llevándose a cabo a lo largo de la evolución de incontables generaciones. Si
examinamos con más detalle la adaptación a corto plazo, el conocimiento de y
las respuestas a sucesos del entorno acorto plazo, vemos que la capacidad del organismo individual a
responder apropiadamente a tales sucesos (como el empuje del viento en determinado
momento, o, en el reino animal, la presencia del enemigo) es también adaptación
a largo plazo, el continuo proceso de adaptación a lo largo de incontenibles
generaciones.
13. Un zorro se aproxima a
una bandada de gansos salvajes que está comiendo. Uno de los gansos ve al zorro
y da la alarma. He aquí una situación -un evento a corto plazo- en la que los
ojos del animal pueden salvar su vida. La capacidad de respuesta adecuada
depende de su posesión de ojos -de órganos de los sentidos- adaptados a un entorno en el que periódicamente hay
luz diurna (algo análogo al cambio de las estaciones y a la constante presencia
del empuje direccional gravitatorio, empleado por el árbol para halar la
dirección de su crecimiento); en el que acechan enemigos mortales (es decir, en
el que existen objetos cuya identificación visual es de crucial importancia, y
en el cual, cuando los enemigos son identificados a la distancia suficiente, es posible la huida).
14. Toda esta adaptación
tiene la naturaleza de un conocimiento a largo plazo acerca del entorno. Tras
pensar un poco, quedará claro que sin este tipo de adaptación , sin este tipo
de conocimiento de regularidades legaliformes, los órganos de los sentidos,
como los ojos, serían inútiles. Debemos, pues, concluir que los ojos jamás
habrían evolucionado sin un rico conocimiento inconsciente de las condiciones
ambientales a largo plazo. Este conocimiento, sin duda alguna, evolucionó con
los ojos y con su uso. Y sin embargo, este conocimiento debe de haber precedido
en cada paso a la evolución del órgano sensorial, pues el órgano incorpora ya
el conocimiento de las precondiciones de su uso.
15. Filósofos e incluso
científicos asumen a menudo que todo nuestro conocimiento de nuestros sentidos,
de los sense data que éstos nos
trasmiten. Creen (como creía, por ejemplo, el famoso teórico del conocimiento,
Rudolf Carnap) que la pregunta “¿Cómo conoces?” es siempre equivalente a la
pregunta “¿Cuáles son las observaciones
que autorizan tu afirmación?” Contemplando desde un punto de vista evolutivo,
este tipo de enfoque constituye un error colosal. Para que nuestros sentidos
nos digan algo, debemos tener conocimiento previo.
Para poder ver una cosa, hemos de saber lo que son las “cosas”: que pueden ser
localizadas en algún espacio, que unas son móviles y otras no, que unas tienen
importancia inmediata para nosotros y, por tanto, son más prominentes y serán
percibidas, mientras que otras, menos importantes, jamas penetrarán nuestra
conciencia: ni siquiera tienen que ser percibidas inconscientemente, sino que
pueden simplemente no dejar huella alguna en nuestro aparato biológico. Pues
esta aparato es altamente activo y selectivo, y selecciona activamente sólo
aquello que ese momento tiene importancia biológica. Pero para hacerlo debe
poder empezar la adaptación, la expectativa: ha de poder disponer de un
conocimiento previo de la situación, incluyendo sus elementos de posible
significación. Este conocimiento anterior no puede a su vez ser resultado de la
observación; debe ser, más bien, el resultado de la evolución por ensayo y
error; así pues, el ojo no es el resultado de la observación, sino de la
evolución por ensayo y error, de la adaptación, de un conocimiento no
observacional a largo plazo. Es el resultado de tal conocimiento, derivado no
de la observación a corto plazo, sino de la adaptación al entorno y a
situaciones que constituyen los problemas
a ser resueltos en la tarea de la vida; situaciones que hacen de nuestros
órganos, y entre ellos a nuestros órganos sensoriales, instrumentos
significativos en la tarea de vivir momento a momento.
16. Espero haber podido
ofrecerles una idea de la importancia de la distinción entre adaptación y conocimiento
a largo y a corto plazo, así como del carácter fundamental del conocimiento a largo
plazo: del hecho de que éste debe siempre proceder al conocimiento a corto
plazo u observacional, y de la imposibilidad de que el primero sea obtenido
exclusivamente a partir del segundo. También espero haber podido mostrar que
ambos tipos de conocimiento son hipotéticos: ambos son conjeturales, aunque de
distintos modos. (nuestro conocimiento, o el conocimiento de un árbol, sobre la
gravedad resultará ser seriamente erróneo si nosotros, o el árbol, nos hallamos
en un cohete o misil balístico ya sin aceleración). Las condiciones a largo
plazo (y su conocimiento) pueden estar sujetas a revisión; y una instancia de
conocimiento a corto plazo puede resultar ser una mala interpretación.
Llegamos así a la
proposición decisiva y quizás más general, válida para todo organismo,
incluyendo al hombre, pese a que tal vez no cubra toda forma de conocimiento
humano.
17. Toda adaptación a
regularidades ambientales e internas, a situaciones a largo y a corto plazo, es
un tipo de conocimiento, cuya gran importancia podemos aprender con la biología
evolutiva. Hay, quizá, algunas formas de conocimiento humano que no son, al
menos no de manera obvia, formas de adaptación, o de intentos de adaptación.
Pero, aproximadamente hablando, casi todas las formas de conocimiento de un organismo,
desde la unicelular ameba hasta Einstein, sirven para que el organismo se
adapte a su tareas actuales, o a tareas que podrían surgir en el futuro.
18. La vida no puede
existir, ni perdurar, sin algún grado de adaptación al entorno. Podemos decir,
por tanto, que el conocimiento -el conocimiento primitivo, por descontado- es
tan antiguo como la vida. Se originó con la vida precelular hace más de tres
mil ochocientos millones de años. (La vida unicelular vio la luz no mucho más
tarde.) Eso sucedió tan pronto como la Tierra se enfrió lo suficiente como para
permitir la licuefacción del agua de su atmósfera. Hasta entonces, el agua
había existido sólo bajo la forma de nubes o de vapor, pero a partir de ese
momento el agua líquida y caliente empezó a albergarse en cavidades pétreas,
grandes o pequeñas, formando los primeros ríos, lagos y mares.
19. Por consiguiente, puede
decirse que el origen y la evolución del conocimiento coinciden con los de la
vida, y que están íntimamente ligados a los de nuestro planeta Tierra. La
teoría evolutiva vincula el conocimiento, y con él a nosotros mismos, con el
cosmos; y de este modo el problema de conocimiento pasa a ser un problema de
cosmología.
Acabo así mi lista de conclusiones a extraer de la proposición los animales pueden conocer.